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ArribaAbajoLa Comedia Francesa

Vichy, agosto 19 de 1880.

La Casa de Molière está de gala desde el año último. Sus huéspedes han pasado una buena temporada en los teatros de Londres, mientras el recinto se restauraba. M. Emile Perrin, a pesar de haber aprendido a manejar el pincel con Gros y Delaroche, y de haber obtenido algún éxito con sus telas ahora treinta años, ha dejado que otra paleta decore las bóvedas del templo. Un fresco deslumbrante, firmado Mazerolle 1879, ilumina el techo. En la altura se ve bajo los rasgos de un pincel habilísimo, el séquito de las dos familias literarias de los dos últimos siglos.

Los rostros nobles de Corneille y de Racine padres de la tragedia, inspiradores de Talma, de Rachel, de Mlle. Mars; Molière cuya escuela literaria no ha cesado un solo día de flagelar al matrimonio y a los maridos, conjugando eternamente a Sganarelle ; Voltaire, animado por su sonrisa característica dibujada en los pliegues de su boca burlona; los poetas del Imperio y de la Restauración, épocas intermedias entre el genio viejo que se despedía, y el nuevo que se incubaba; Scribe tan fecundo como Dumas; Dumas tan fecundo como Scribe; Alfredo de Musset, el cincelador de los Proverbios que ha hecho suyo el repertorio   —174→   de la comedia, y todos, en fin, los ilustres muertos que duermen en el Père Lachaise, en Montmartre o en Montparnasse, están reproducidos en mármol en el foyer del teatro, presididos por el autor de Irene, sentado sobre su silla por el cincel de Houdon, y conservando aún en su avanzada ancianidad el gesto sarcástico y penetrante.

¡Ah!, pocos de los contemporáneos y colegas de Rachel conmemoran hoy en la escena los centenarios de Molière, Bressant, Regnier y Samson, han dejado su lugar a la generación nueva. Hoy Hernani es Mouney Sully; el Cid , Worms; Figaro y Mascarille , Coquelin; Doña Sol , Sarah Bernhardt; Adriana Lecouvreur , Mlle. Favart; Manon, Croizette, y alrededor de este grupo que constituye el esplendor del teatro francés de nuestros días, Got y Delaunay hacen brillar todavía el pasado, y Mlle. Bartet, Mlle. Barretta y Mlle. Dudlay nos anuncian el porvenir brillante. La Comedia Francesa es una casa como la Sorbona, como el Colegio de Francia, como la Escuela Normal. Es un liceo, una facultad en la que nunca faltan maestros ni alumnos distinguidos. Mientras el arte sea un anhelo constante de la civilización, la Casa de Molière subsistirá. Su ventaja capital sobre el teatro inglés es que ella es una institución, mientras que aquel depende de que la casualidad descubra un genio como Garrick, como Kean o como Macready y que lo arroje huérfano sobre la escena a interpretar a Sheridan.

He estado a dos ocasiones en París viviendo frente al Palais-Royal. Diez, quince veces, he querido atravesar la avenida de la Ópera para oír y ver Aida , y digo ver Aida , porque mi sabio y buen amigo Gastón Maspero, profesor del Colegio de Francia y el más culminante que tiene hoy la Europa, ha derramado en las decoraciones   —175→   con que se exhibe la ópera de Verdi todas las riquezas que contienen el Louvre y el Museo Británico de la antigua nación de Isis y de Osiris. Y bien, al pasar por la alegre plaza, los carteles del Teatro Francés me atraían invenciblemente. La primera noche me arrebató Tartufo ; la siguiente quise pasar de largo para llegar al boulevard des Italiens, cuando delante de mis ojos apareció un letrero que decía Daniel Rochat , -la pieza revolucionaria que tanto escándalo ha provocado en el último invierno parisiense. La tercera noche, en cuanto llegué a la plaza, tomé la vereda opuesta a la del teatro: me había resistido heroicamente a informarme del título de la pieza que se ponía en escena en aquella casa fascinadora, cuando un pilluelo me dejó el programa en las manos: ¡Les Précieuses Ridicules, Les Fourberies de Scapin 3...! Me dirigí al teatro como si me hubiera arrestado un agente de policía. Decididamente no veré el boulevard, ni el café Anglais, ni el café Riche, ni el café Américain. Las noches subsiguientes me substrajeron la Aventurera, Mademoiselle de la Seiglière, el Cid y Le Gendre de Monsieur Poirier, de Julio Sandeau.

No he visto Aida hasta dos o tres días antes de venir a Vichy, y con Aida, esa Alhambra moderna que se llama la Grande Opéra. El retardo con que he satisfecho esta curiosidad no me ha sido perjudicial, porque tanto los Hugonotes como la Aida de verano que hemos presenciado, podían verse una noche cualquiera con los oídos cerrados.

En cambio, la Casa de Molière me hace olvidar todo lo que rodea las comidas al aire libre de los Campos Elíseos, sus teatros de verano, el bullicio de los boulevards, la política, las fiestas populares y patrióticas que han tenido lugar en las plazas de París y que se repiten en las aguas de Cherburgo.   —176→   Si este entusiasmo despótico me continúa voy a devorarme todo el repertorio.

Lo cierto es que si a la Comedia Francesa se le hubiese antojado viajar durante estos meses París para mí sería una ciudad inhospitalaria por la noche: clôture en el Odeón; clôture en el Gymnase y en el Vaudeville. El Chatelet amenazando noche a noche con una temperatura brasileña y con Les Pilules du Diable , y Cluny, exhumando les Mystères de l'été , en que yo perdí mis últimas timideces de la adolescencia oyendo a la desbordante y desbordada Pauline Lyon en nuestro venerable teatro Argentino que el señor Rom tuvo la gloria de derramar.

En Londres me había iniciado en el arte divino de la tragedia Sarah Bernhardt, proscripta por sí misma de la Comedia Francesa a causa del último lance judicial provocado por la representación de l'Aventurière de Emilio Augier. La vi en Fedra representada ante un público entre cuyos admiradores se contaba el mismo Mr. Gladstone. El resto de la compañía con que trabajaba, aunque cuenta con Talbot, fugitivo también de la Casa de Molière no merece los honores de la mención. Ella, en cambio llenó de emociones a aquel auditorio que, según la costumbre de los mismos críticos parisienses, conoce a la perfección la literatura dramática de los clásicos franceses. Conocida del público inglés desde el año anterior, la desterrada se presentó de nuevo en el campo de sus triunfos, sin rivales a quienes temer, ni autores exigentes con quienes reñir. Bernhardt es excéntrica como el duque de Buckingham, pero siempre ha contado con la impunidad ante el auditorio del Gaiety Theatre. El año pasado, por ejemplo, monsieur Perrin que se hallaba en Londres con todos los socios de la Comedia, anunció una noche l'Etrangère . La demanda   —177→   de localidades fue tal, que los revendedores de segunda mano fijaron y obtuvieron precios que habrían estremecido a un Rotschild. Cuando todo aquel público grave, y tieso bajo el rigor de la etiqueta más severa vio descorrer el telón pensando que aparecería la caprichosa artista, Delaunay correctamente vestido anunció que la dirección se veía en el caso de devolver el dinero, porque la extranjera sufría en aquellos momentos de una indisposición grave. Los ingleses se mordieron los labios, algunos de las galerías se permitieron una que otra demostración de contrariedad, pero la masa del público hizo justicia al derecho que Mlle. Bernhardt tiene de sufrir un ataque de spleen diez minutos antes de la representación. La prensa bramó al día siguiente, y el Truth siempre escrito con una acrimonia cultísima pero envenenada, se vengó del desaire con unas cuantas líneas que encolerizaron a la artista soberbia y caprichosa. Pero, ella sabía como hacerse perdonar, y aún como obtener una enmienda honorable por parte de los descontentos. El Times , que fulminaba a Croizette aun cuando nunca se permitió el capricho con el público británico, había reconocido a Sarah las dotes que constituyen el ideal de la mujer: «fragility, physical delicacy» , un talle esbelto, una voz dulce y embriagadora como la de una sirena y todos aquellos medios que evocan en el espíritu las imágenes de la pureza, de la ternura, y aun de la debilidad, que parecen requerir protección y que marean la profunda distinción entre la mujer y el hombre. ¿Cómo no perdonarla y quemarle incienso y aplaudirla hasta el delirio, cuando la artista se dignaba a la noche siguiente comprometer su delicada salud interpretando la Fedra ardiente de Racine?

En esta tragedia la vi yo por primera vez y prevenido contra ella por la enorme popularidad y el   —178→   renombre que le han dado las gacetillas y los folletines de los diarios de París, por sus lances ruidosos, por su romanticismo rebuscado y pretencioso, por sus tentativas charlatanescas -es la palabra- en la pintura y la escultura, por sus soirées en que se llegó hasta la parodia de Aspasia y de Cleopatra, dando a Zola motivo para hacer historia en sus romances vergonzosos, pensé que era menester defenderse contra la admiración del primer momento. La prueba era fuerte. Era la primera vez que le oiría el deslumbrante alejandrino de Racine, su esplendor rítmico, sus melodiosos y elegantes períodos, vertidos por unos labios que tenían todas las misteriosas malicias del arte y de la pasión para emitirlos. Sabía además, que los ingleses renombrados por su alma helada e insensible, se quedaban arrobados al oírla y mucho rato después de corrido el telón, se acordaban de cerrar la boca y de secarse los labios con el pañuelo. ¡Eran serios antecedentes para resistir!

La vi aparecer con calma. Desde luego, instintivamente, adiviné en ella la escuela de Rachel. Todas las lecturas de las crónicas de los folletinistas que formaban el coro de alabanzas de la célebre causa francesa, me vinieron a la memoria. Entró con un paso lleno de indolente majestad, el rostro inmóvil, los ojos abiertos desmesuradamente, la fisonomía labrada, por el amor insano y colérico de Fedra, el brazo descarnado pero nervioso como todas las líneas de su cuerpo, señaladas en los pliegues negligentes de la túnica griega; unas ojeras vagas y azules, surcos profundos de los bárbaros y atormentadores anhelos de la víctima de un amor insensato; la mirada distraída y soñadora como si buscara en el espacio la vana sombra de un ideal, alimentando en su seno todas las tormentas con que amenaza el desenlace de aquella tragedia   —179→   doméstica. Arrullada por los consejos engañosos de la traidora confidente, acaricia la esperanza dulce del amor de Hipólito , y de repente, despertando de su sueño, permanece fija, clavada, hundiendo la mirada y la conciencia en el abismo a que le arrastra la llama incestuosa que la quema. Comencé a persuadirme que no debía resistir por sistema. Había en aquella mujer la carne y el alma de la tragedia, esa fragility and physical delicacy , que el sentimiento británico le había descubierto: el físico de una mujer distinguida. Es cierto que sin las curvas blandas ni la belleza correcta de una Venus, pero con la belleza característica del arte: las líneas irregulares pero cautivadoras, el busto escaso pero provocativo, el cuello un tanto largo pero elegante, la cabeza perfecta, el ojo encendido aún bajo el velo de los párpados fatigados. Una reminiscencia de Felicia Ruys me brotó en el recuerdo, y pensé que tal vez habría encontrado el modelo de aquella extraviada fascinadora.

Sarah Bernhardt ha estudiado en la tradición escrita y hablada, el gesto, la acción, la voz, la escuela, en fin, de Rachel. Sin aquel órgano que emitía los acentos de Fedra, y que podría haber dominado, según sus contemporáneos, la plaza de Atenas en los tiempos de Sófocles, ella ha sabido formarse el suyo, educando poco a poco sus inflexiones, y una alcanzado en la imitación un timbre puro y metálico que provoca el aplauso de los viejos. En las tiradas tiernísimas en que Fedra desahoga toda su alma, dos o tres notas sombrías de contralto llevan al espíritu toda la melancolía quejumbrosa del periodo, y cuando subiendo las escalas del dolor, de la ira y de la desesperación, proclama su amor y lo publica haciéndolo estallar, su rostro pálido, los nervios de aquella criatura débil   —180→   y romántica se retuercen en la ira, y el labio, en un solo grito estridente y agudo, descubre el fatal arcano a Hipólito sobrecogido.

Es doloroso que las excentricidades y extravagancias más caprichosas hagan víctima a esta artista tan eminente, de tantos incidentes y trances ridículos. Proscripta de la Comedia Francesa, fuera de aquel centro de comparación y emulaciones constantes en que fue mimada por los viejos y por los jóvenes, desde Hugo, el maestro, hasta Banville y Coppée los discípulos, con una naturaleza delicada, un espíritu educado en todos los detalles de la estética artística, Sarah Bernhardt se ha impuesto el destierro por una simple exigencia del amor propio. Viaja con cómicos vulgarísimos en Inglaterra, Bélgica y Dinamarca, y en su afán de reproducir a Rachel, se amenaza a sí misma con un viaje a los Estados Unidos. Espíritu preparado fatalmente para la nostalgia, la caprichosa expatriada, cuando se encuentre delante de su auditorio materializado por la mecánica y la fuerza, y democratizado por el self government, sufrirá los horribles dolores de su modelo. La crítica parisiense le ha recordado, con motivo de este viaje, aquel verso en que Ovidio lloraba las amarguras del exilio en la tierra poco lírica de los sármatas.

«Barbarus hic ego sum, quia non intelligor illis!».

Pero Mlle. Bernhardt no escarmentará: continuará formando parte de la Société du doigt dans l'oeil , un club de excéntricos; recibirá sus visitas en un ataúd de raso negro capitonado ; se vestirá de hombre para esculpir o pintar alguna fruslería, abusará de la fotografía hasta el fastidio, y subirá en globo cuatro veces por semana. Nadie le puede disputar en cambio su gran talento dramático. Si   —181→   en Fedra admira, en Adriana Lecouvreur seduce. La agonía del último acto no tiene nada que envidiar a ninguna de aquellas muertes desgarrantes de la Ristori. Esta caía y expiraba, como un gigante; ella muere como una flor y arranca lágrimas de las almas más rebeldes al sentimiento. La he visto en Frou-Frou ; jamás la trivialidad de la heroína, su futilidad, su ligereza, encontraron intérprete más genuino. Y en otra de sus glorias, una de sus últimas glorias parisienses, la doña Sol de Hernani , en que la opulenta versificación del poeta se derrama en sílabas mágicas de su labio, cuando, en el último acto, el veneno de Ruy Gómez le da la muerte con su amante. No he tenido la fortuna de verla en la reina de Ruy Blas y en Marion Delorme , donde debe llegar a la cumbre, a juzgar por los recuerdos que ha dejado en la exhibición de los dramas románticos. Pero tanto la Comedia Francesa, como el Odeón, y aun el mismo Gymnase, recuerdan su nombre y el de los hábiles compañeros que la han secundado en estas piezas. Si me fuera permitido entrar en los dominios de la crónica íntima de esta hija del siglo , intentaría algunas páginas anecdóticas y entretenidas, pero debo pensar que los honestos hábitos coloniales predominan felizmente todavía en los folletines de nuestros diarios y que las niñas suelen poner sus ojos en ellos. Guardaré, pues, los chismes para cuando me encuentre solo con los curiosos, y cumplo con las curiosas haciéndoles conocer los versos de un poeta enamorado de la artista, que la revelan admirablemente:


O Beauté! Quels émois ténébreux tu nous causes.
Qui peut te déchiffrer, enigme? Quel devin,
quel poéte, envolé loin des terrestres proses,
dira ton origine, et ta règle, et ta fin?
Voir une femme, c'est comme admirer des roses,
ou contempler un astre et ce n'est pas en vain
que ce lien existe: et les métempsycoses,
peut-être, éclairciraient ce mystère divin!
Regardez celle-ci: quelle impression vibre
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en vos esprits, devant ce front pâle et hautain?
Ne vous semble-t-il pas qu'en un temps trés lointain,
son âme voltigeait, calme, invisible, libre
dans le parfum d'un lys royal ou dans la voix
d'un rossignol, charmeur mystique des grands bois?


Tengo que recordar mis noches en la Comedia Francesa sujetándome al orden en que he seguido los espectáculos. Desde luego, la admiración que me han causado las piezas de los autores del más célebre teatro moderno, representadas por artistas, maestros en la acción y en la dicción, ha ido aumentando cada día con todos los atractivos de la novedad. Leer el Cid entre un círculo de amigos, o estudiar a Molière en el texto, es indudablemente la tarea más amena que un espíritu tranquilo y despreocupado de tristes recuerdos o de hondos dolores pude entregarse. ¡Pero cuánto tiempo pasó desde aquellos días serenos de la juventud en que hice esas lecturas! Me había olvidado de todas aquellas creaciones de tipos admirables, que parecen haber existido realmente en un tiempo, y que hacen el efecto de resurrecciones al verlos aparecer en la escena, encarnados en sus intérpretes, moviéndose y hablando como en la vida.

Los franceses nos llevan la ventaja a los que halamos la lengua española, de haber cultivado por tres siglos consecutivos su teatro antiguo mientras formaban su teatro moderno. Tartufo no ha dejado un solo día de vivir en las tablas, Mascarille no ha desaparecido un instante del cuadro de los criados pillos y descarados, y la mansedumbre y la piedad de Scapin siguen siendo siempre el tipo de la impavidez. Nada digo de Horacio que nunca cae, de Britanicus que siempre pasma, de Paulina que jamás dejará de arrastrar el alma. El olvido del culto artístico ha enterrado a Moreto, a Lope y a Alarcón. El mismo Moratín, valiente restaurador de   —183→   la comedia española, no tiene ya sino uno que otro intérprete mediocre. El teatro clásico ha muerto en todos los países en que se habla lengua española. Las tentativas de unos pocos autores modernos no han hecho otro Máiquez, ni otro Romea siquiera.

La Comedia Francesa no olvida una sola semana a los maestros. El drama y la comedia moderna no los ha desalojado. Sus obras son siempre nuevas y gozan del mismo éxito que obtenían cuando se estrenaban en los escenarios del teatro Guénégaud o en el teatro de l'hotel de Bourgogne. Dugazon, Talma, Grandmesnil, la Vestris, Dazincourt y la Lange han dejado descendientes ilustres en la casa de sus triunfos, y desde Molière y Regnard, ni un solo día, ni una sola noche ha sido apagada la lámpara del templo. Cuando el romanticismo echó por tierra los ídolos huecos de los filisteos y el escenario en que se representaban sus tragedias escritas bajo las reglas más severas de la retórica y de la métrica, ese teatro fue profanado con el drama romántico. Hugo y Dumas, el primero con el lujo deslumbrante de su idioma, y el segundo con sus adivinaciones incomparables del drama histórico, echaron por tierra, es cierto, a los déspotas literarios, pero no hicieron olvidar un solo día a los poetas del siglo dorado. Nadie ha sobrevivido con más vigor que Voltaire y Molière en las ideas literarias, sociales y políticas de la Francia, y la influencia de las creaciones del último persiste arrastrando todavía por la misma senda la escuela nueva de la comedia.

Vi el Tartufo por Got, y por Silvain que reemplazaba a Febvre en el rol del protagonista, pero ¡Orgon es también un protagonista y Got un hombre incomparable! La representación pasó como un relámpago. Hubiera querido prolongar más sus escenas; oírle repetir dos, tres y cuatro veces a Silvain   —184→   aquellos himnos de la hipocresía, que han alcanzado tan imperecedera celebridad y ver cien veces la cara azorada de Got, asomada por debajo de la mesa en el momento en que Tartufo, creyéndose libre de testigos, declara su repugnante pasión a Elmira . Comprendo el delirio que causó el Tartufo en Londres, y eso que allí el papel de Orgon fue representado por Léopold Barré, que aunque es un artista completo, carece del genio profundo del decano del Teatro Francés. La dirección ha sido ingrata: después de esa noche, Tartufo no ha vuelto a aparecer en los anuncios.

La escuela de Molière inspira a la comedia moderna. Orgon reaparece con rasgos más acentuados en los dramas en boga, y digo con rasgos más acentuados, porque los maridos del Demi-monde, de Supplice d'une femme , de Sphinx y de L'Ami Fritz son menos felices que Orgon , a quien Molière le da una esposa fiel y altiva, que castiga al hipócrita seductor. Los padres puestos en ridículo, convertidos en entes grotescos en Mademoiselle de la Seiglière y en Le gendre de Monsieur Poirier de Jules Sandeau recuerdan un poco a Goraibus en Les précieuses ridicules y muchísimo a Géronte . El adulterio ha sido la musa de Alejandro Dumas, y las cocottes las heroínas de Augier. Ahí está la Aventurera , un derroche de talentos envidiables como composición y como forma, pero una creación que no responde a los grandes destinos del teatro moderno. Llevar, como Alejandro Dumas padre, la historia al drama y a la novela para crear la Reina Margot o Un mariage sous Louis XIV , se explica y se comprende. Pero no soy de los que quedan deslumbrados delante de las admirables producciones la literatura dramática de nuestros días, sin meditar seriamente sobre su influencia en los hábitos e inclinaciones del pueblo que se alimenta de ella.

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¿Realiza acaso el teatro sus fines haciendo confesar sin esfuerzo al espectador que Sandeau, que Feuillet, que Augier o que Sardou saben seducir su atención, hacer saltar chispas de luz del diálogo admirable con que animan sus personajes y sorprenderle con el desenlace inesperado de sus obras? La sociedad francesa, o más bien dicho la parisiense, necesita otra escuela, y sus encaminadores otra fuente de inspiración. Cosechar en el boulevard las miserias y desventuras de Margarita Gautier , no es una hazaña. Llevar a la escena una heroína del vicio, que se encuentra todos los días en la calle, no es un triunfo. Hacer una pieza fría, y plate para atacar directamente ciertas ideas sociales, como el Daniel Rochat , es convertir el teatro en una escuela de decadencia moral. Estos pretendidos reconstructores de la sociedad comienzan por demoler lo existente sin reconstruir nada en cambio. Si el marido y los padres tienen que ser vulgares y esféricos, tipos de la bourgeoisie más grotesca, y si los hijos deben ser licenciosos y calaveras para ser espíritus d'élite , y si es fuerza que las esposas sean adúlteras para no caer en la prosa insulsa y tediosa de un hogar honesto, ¡qué puede esperarse de los que consideran compatibles con la delicadeza de los gustos y de los sentimientos artísticos, la existencia de un padre vulgar como Poirier, y de una mujer bonita que se aburre con las lecturas do Rabelais?

Le Gendre de Monsieur Poirier de Sandeau que acabo de citar, es un ejemplo. Un noble descendiente de una familia histórica, ha hecho un negocio de aquellos en que la vergüenza anda cubierta y la arrogancia del apellido desafiando al mundo. Delaunay, con una educación artística sorprendente y con un estilo y unas maneras que sólo un francés es capaz de presumir, representa a este verdadero   —186→   y para mí repugnante pillastre que se casa con una muchacha delicada, sin amarla y contando solamente con pagar sus trampas con los tres millones de monsieur Poirier. El marqués de Presles hace una víctima, y explota un hogar en el cual Sandeau se goza en hacer aparecer a lo vivo la insoportable vulgaridad del suegro. No me extenderé en el argumento, porque la pieza es muy conocida, y porque no llevo ese objeto, pero marco una escena para demostrar cómo, hasta en la forma, se ofende al padre desgraciado que es la víctima de un malvado. Los acreedores del marqués de Presles llaman a la puerta de monsieur Poirier, y el suegro le anuncia al yerno que va a pagar a sus acreedores ; el yerno, en el seno del hogar, delante de extraños, presente su mujer, exclama:

-¿Mis acreedores? ¡Los vuestros, querréis decir, puesto que os los he endosado!

Esto es canalla: ¿es dura y torpe la palabra, no? Os invito a que la reemplacéis con otra más culta y elocuente. Entretanto, bajo el dominio exclusivo del arte dramático, nada más admirable que esta comedia. ¿Por qué no destinar el talento de forma y fondo que en ella se ha empleado, en explotar motivos más nobles y sentimientos más encumbrados? La bourgeoisie no es un enemigo tan terrible en Francia. Son más terribles los jesuitas, que merecen todos los respetos de Victoriano Sardou, y si se quiere dar batallas sociales y políticas en la escena, ¿por qué no atacar y fulminar el fanatismo religioso o los excesos de una prensa roja e incendiaria que hace el panegírico de las llamas de 1871?

Molière me ha hecho conocer a Got y a Coquelin; al primero como Orgon , al segundo como Mascarille . Asistimos con Carlos Marenco a una de las representaciones de Les Précieuses Ridicules ; habíamos hecho ya relación con Coquelin en el papel de   —187→   abogado de Mlle. de la Seiglière y nos había dejado una impresión duradera aquel rostro lleno de impavidez y zafaduría. Cuando vimos su nombre en los carteles, el de la Samary y el de su hermano, en el reparto de la comedia de Moliere, volamos al teatro. Aquella noche había además otro atractivo. Se daba el Cid. Prevenidos de la gran concurrencia que llamarían las dos piezas clásicas, nos anticipamos a tomar localidades e hicimos bien. Había a las 7 ½ una cola , bajo las galerías, que me hizo recordar los percances que cuenta Dumas en sus Memorias . El Cid constituía todas nuestras ilusiones, y Les Précieuses Ridicules cautivaba nuestra curiosidad pero sólo en segundo término. En el resultado de la representación, triunfó Molière.

Worms hacía el Cid , la Dudlay Jimena, Maubant Don Diego, Martel el conde de Gormas . Worms tiene un nombre notorio en la escena francesa, hace pocos días que ha venido a Vichy a dar el Hijo Natural , su caballo de batalla, comedia en la que ha merecido los elogios de la crítica más severa. Es el intérprete reciente de Hernani y pasa por ser un maestro en el arte de la dicción. A mí no me ha entusiasmado un solo momento; lo he encontrado discretísimo, hábil, correcto en todos sus detalles, pero aquello que es algo más que el arte, aquello que subyuga más que un acento puro y una acción irreprochable, el fuego, la inspiración, la fuerza, le faltan. Será un maestro, será un actor distinguido, pero no arrebatará jamás como Salvini o Ernesto Rossi. El público mismo que lo admira, los críticos que lo respetan y lo aplauden, no se exaltan ante él como cuando oyen a Mounet Sully, a Mlle. Favart o a Sarah Bernhardt. La Dudlay es una esperanza y Maubant y Martel no consiguieron a mi juicio, a pesar de sus talentos, levantar el Cid a la altura de Corneille.

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Entretanto, y mientras lamentábamos aquel pequeño desencanto, se alzó el telón y descendió de su litera con un desenfado lleno de graciosa insolencia el marqués de Mascarille . Jamás hubo criados y sirvientas más charlatanes, más libres y más garrulos que los de Molière: y el lenguaje en que está escrito Les Précieuses Ridicules da la prueba de las buenas piezas que debían ser los lacayos del tiempo de Luis XIV. Les Précieuses Ridicules son la parodia bufa de las provincianas románticas, pedantes y guarangas -perdón por el argentinismo- que hablan con todas las reglas del arte y de la moda haciendo frases de una cultura ridículamente rebuscada y valiéndose de tropos y figuras de lenguaje para manifestar las cosas más sencillas de la vida. Son las niñas que sueñan con la aventura amorosa, y que se fastidian delante de un novio que penetra por la puerta de calle abierta por el mismo padre, que desean que el amor trepe por cuerda al balcón y salte a la calle cuando se ve sorprendido por el ogro paterno, que no falten duelos ni heridas, y que la existencia sea un eterno madrigal. Este tipo tan común de la mujer en todos los países y en todas las épocas, dio motivo a Molière para escribir esta sátira, que es considerada como una de las obras maestras de su repertorio. Todo es bufo en ella; desde Gorgibus, que comienza por lamentarse del consumo de grasas que exigen las pomadas y afeites de su hija y de su sobrina, hasta los trajes estrafalarios de Mascarille y de Jodelet.

Elles ont usé, depuis que nous sommes ici, lard d'une douzaine de cochons! , exclama Gorgibus desesperado por el derroche que representa la toilette de Madelon y de Cathos .

Mascarille ha saqueado el guardarropa de su amo, y llega ataviado como un paje y perfumado como   —189→   un pomo. El lenguaje que emplea es la caricatura del lenguaje cortesano que se hablaba por aquellos días en Versalles, y Coquelin tiene una manera incomparable para reproducir toda la verdad histórica que representa el personaje: se sienta en las comodidades de la conversación, se repantiga en ellas con una magnificencia de príncipe, cruza la pierna indolentemente y poniendo sus guantes perfumados en las narices de Madelon deslumbrada, le dice: dedicad un poco a estos guantes la reflexión de vuestro olfato. La improvisación del madrigal, cantado y dicho por Coquelin , levanta al público, que aplaude ruidosamente al actor, con cuyos talentos parece que hubiera contado Molière para triunfar en esta escena.

¿Y Madelon ? Los que conocen a Jeanne Samary podrán decir si jamás Molière tuvo una hija que más legítimo origen. Jeanne Samary es una de las alhajas de la comedia francesa; nunca está inmóvil sobre la escena, sus grandes ojos claros están llenos de agudas malicias, y su juventud, su frescura, su genio festivo y travieso la hacen incomparable en los roles de sirvientas y damiselas de que jamás prescinde en sus comedias el autor del Tartufo . Son escasas las artistas que provocan la hilaridad del público con la facilidad de los grandes cómicos. Pues bien; la Samary derrama la gracia desde que aparece, y arranca carcajadas al más grave y normal de los espectadores. Ella posee también, como Coquelin , la ciencia que requieren las representaciones de las obras de Molière; y basta verla peinada y vestida con toda la extravagancia de que es capaz una burguesa romántica cuyos cascos se han inflamado con el ejemplo de una corte deslumbrante, para reconocer el mérito con que interpreta un papel que es mil veces más difícil que muchos de los que las grandes artistas desempeñan en las piezas modernas.   —190→  

El drama histórico ha hecho una tentativa reciente, pero desgraciada, en el estreno de Garin de M. Paul Delair. A pesar de haber sido representada por Mounet-Sully y Mlle. Favart, la pieza, después de haberse arrastrado durante diez o quince representaciones, ha sido un fiasco completo. ¿Será culpa del público, cuyo gusto está mal educado, o será culpa del autor? Me falta tiempo para examinar las disensiones que el drama de monsieur Paul Delair ha provocado. Pero debo ser franco; no lo he encontrado tan malo como se le quiere hacer aparecer. Desde luego hay pasiones bien expresadas y una que se levanta en muchos de los períodos del drama. La escena se desarrolla a principios del siglo XIII. El barón Herbert, señor de Sept-Saulx vive en su castillo feudal con Garin y Alix sus hijos legítimos, y con Aimeri , su hijo bastardo. El viejo noble, fatigado de la guerra se lastima de su soledad. Para distraerlo se trae al castillo una cuadrilla de bailarines y gitanos; la belleza de Aischa, una de las bailarinas, cautiva a Herbert a su hijo Garin. Herbert se casa con Aischa. Garin , víctima de celos furiosos, asesina a su padre, y ocultando su crimen, se desposa con Aischa. El remordimiento lo acomete y lo persigue como a Macbeth, y en el momento de penetrar con su novia en la cámara nupcial, la habitación se convierte para ellos en una tumba, y el espectro de Herbert , lívido y ensangrentado, se interpone entre ambos y reclama su esposa al parricida. Garin pretende luchar en vano con la sombra, y Aimeri, el hijo bastardo de Herbert, informado del horrible crimen por una adivina, provoca a Garin. Aischa se envenena y Garin se atraviesa el pecho con su puñal.

La Dudlay ha hecho, a mi juicio, una Aischa pasable, luchando con los inconvenientes que tiene   —191→   el carácter pasivo del personaje, y Mounet Sully y la Favart han puesto todos sus talentos al servicio del autor poco feliz del Garin. La pieza ha muerto, su agonía ha sido lenta y dolorosa; en vano se han empleado en repetirla casi todo el mes de julio; la víctima ha sido arrastrada cruelmente a su tumba y al olvido.

Todavía no ha llegado el día que anunciaba en mi anterior correspondencia a El Nacional. Pero ya sabemos que M. Perrin estará de vuelta el 24 en París, y que el segundo centenario de la Comedia Francesa será celebrado con L'impromptu de Versailles del gran Molière.



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ArribaAbajoAscensión al Monte Blanco

Valle de Chamonix, septiembre 3 de 1880.

¡De Vichy a Lyon y de Lyon a Ginebra! Para entrar en Suiza y hacer una convalecencia dulce y de carácter contemplativo, en los valles y las montañas de la patria de Guillermo Tell, estaba más exento de riesgo este itinerario, que regresar a París, y deber abandonarlo a los tres o cuatro días. La gran ciudad comienza en esta estación a despojarse de sus alegres trajes de verano. Se olvidan sus parques, sus plazas, sus jardines, se abandonan las villas encantadas de las márgenes del Sena y los conciertos al aire aperto , y el mundo que se divierte se encierra en los restaurants de la bulliciosa T que forma la avenida de la Ópera, con el boulevard de las Capuchinas y el de los Italianos. Además, todos los teatros abren sus puertas el 1.º de Septiembre. Es duro para algunos dejar esta perspectiva por los grandes encantos de la naturaleza, y yo tengo compañeros que reniegan diez veces por día de la vida de touriste . Son mis víctimas porque resuelvo no dejarlos nunca quietos, y hacerlos viajar constantemente de un lado al otro. Cuando se resisten, los amenazo con la soledad, el más elocuente de todos los argumentos, para que me sigan como una sombra.

Vichy nos tenía hartos de salud y de amor platónico.   —194→   Los médicos que se ríen del agua de Lourdes, han inventado a Vichy, a Carlsbad, a Marienbad y a todos esos pueblitos en que el laboratorio químico de la tierra hace la competencia a los desgraciados boticarios. En ellos, la Botica de los Angelitos se arruinaría en una semana y tendría que liquidar. En Vichy he acabado de convencerme de que Eduardo Wilde es un gran médico. Él me dijo un día, con ese agudo buen sentido con que se expresa siempre, de puro travieso, en una forma que hace enrojecer de escándalo las calvas de la Facultad de Medicina, que los pueblos de baños debían su fama a una confabulación de los médicos sin clientela con los especuladores desgraciados de terrenos ¡Ni Cervantes ni Molière han dicho una verdad más grande! Pero a Wilde le ha faltado complementar el cuadro, y decir por qué se perpetúa la confabulación. Se perpetúa porque los pueblos de baños tienen atractivos de mayor interés que la pretendida mala salud de sus visitantes. Son el rendez-vous de un amorcito culpable, o un pretexto para matar el aburrimiento exponiendo a una carta unos cien mil francos, o un medio, en fin, para que los cómicos y los cantores no se mueran de hambre en el verano. En cuanto a la salud, nadie piensa en ella. Los hoteleros desprecian profundamente al ente singular que sale y entra honesta y regularmente a flote con su vasito saturado por las aguas minerales. Este tipo es la última expresión del candor humano.

Pero ¿a dónde voy? ¡He puesto a mi correspondencia un título más pedante que el cartel de un prestidigitador, y me pierdo en una disertación sobre pueblos de baños! Es necesario subir al Monte Blanco, y llevo ese propósito desde que he salido de Lyon. No se lo comunico a mi compañero porque sería capaz de saltar por la ventana del tren, y   —195→   volverse a Vichy a tomar las aguas; pero la idea de este viaje me ha herido, como un golpe eléctrico, la he meditado y estoy acariciándola en la mente con fruición, con verdadera y evangélica fruición. Estoy seguro que propuesto de una manera humilde y sencilla, sin precipitaciones y con cierta diplomacia que yo me encargaré de desplegar en el debido momento, Marenco acabará por convencerse de que oír el Mefistófeles de Boito es una aspiración común y de mal gusto, comparada con la poética ascensión a la más alta montaña de la Europa.

Hemos comenzado por observar su cima con el anteojo desde la de la calle que lleva su nombre, en Ginebra, y yo he agregado tres ¡oh! homéricos para igualar la afirmación de mi compañero. Sin embargo, una malhadada fotografía, que hemos visto en una vidriera representando el accidente, que diez ingleses sufrieron en 1867 y que costó la vida a los diez, ha sido una piedrita puesta en el cambio de mi proyecto reservado, y contribuirá en mucho a demorar mi proposición. En cambio no es posible llegar a Ginebra sin pensar en Charmonix, el dulce y pintoresco valle de la Linda y la flor de la Saboya, y en Chamonix se despierta fácilmente la pasión de las excursiones insensatas al Monte Blanco. Cuando se abre la ventana del cuarto y se presencia la caída el sol, entre los picos nevados, en una tarde plácida del mes de agosto, el espíritu presta fuerzas al cuerpo y el deseo de remontar a las alturas nos aguijonea tanto, que acaba por convertirse en una resolución irrevocable. Yo contaba con las maravillas del espectáculo, para encontrar mi víctima. El camino de Ginebra a St. Gervais y de St. Gervais a Chamonix, nos llevó de sorpresa en sorpresa. Hijo de la vasta llanura verde, infinita y monótona, la enorme barrera de montañas que nos acompaña perennemente, como   —196→   una cárcel ambulante nos limita el espacio y el horizonte. La mirada recorre las alturas donde el sudario de las nieves eternas guarda los más altos relieves de la tierra en las regiones heladas de la atmósfera; desciende para recrearse en las faldas risueñas, donde la cabaña suiza, grande y hospitalaria, con sus techos anchos y protectores que abrigan sus balconcitos calados, la aparece a lo lejos como sostenida sobre un guijarro que, al rodar al precipicio por la pendiente rápida de la montaña, ha encontrado un obstáculo y se ha detenido para servir de cimiento a la morada del hombre. Y cuando después de admirar las albas frentes de los picos y la verde alfombra de las cuestas, sumergimos la vista en el hondo valle que se extiende a nuestros pies bañado por las aguas correntosas y bullentes del Arve, el alma quiere escapar de aquella urna profunda que la oprime, y los ojos buscan en vano en el horizonte la línea fugitiva en que la patria planicie se une, en un beso eterno, con los últimos confines del espacio:


«...el desierto
inconmensurable, abierto»

de Echeverría, que ha sabido demostrar con el pincel de los grandes maestros la solemne majestad de la pampa .

¡Ah! Chamonix contribuye a sumergirnos, en una intensa melancolía que nos sella los labios, en sentimiento de pena profunda, que, sin causa, existe sin embargo en las almas de los que saben inspirarse delante de las armonías eternas de la naturaleza. Es necesario sacudir esa inacción perjudicial, y reír, y gozar, y apartar del espíritu el spleen que pretende invadirnos. ¡Maldito valle con toda su peligrosa poesía! La belleza melancólica de la tarde es irresistible. Ni una brisa, ni un rayo del sol. Ya   —197→   el viento ha plegado sus alas y el sol se ha escondido del lado de Italia. La aldeíta hormiguea en el seno del valle sumergido en la luz intermedia del crepúsculo, y las paisanas de la vecindad bajan a Chamonix a vender la miel de sus abejas, la crema y las fresas de sus montañas. Abandonamos la fastidiosa, table d'hôte para hacer la cena frugal de los caballeros andantes; pero la dulzura perfumada del panal y la fragancia de la fruta me traen a la memoria escenas muy queridas, y el hambre se me quita, y el corazón se me oprime a cada bocado mientras mi compañero acaba por empalagarse con la miel y renegar contra toda la poesía de aquella comida anacreóntica. Salimos a la calle; el rebaño de cabras que regresa agitando los cencerros, y la campana destemplada de la iglesia que toca la oración y cuyas vibraciones encuentran un eco confuso y prolongado en el seno de la montaña, son otras tantas causas de la tristeza que nos persigue. Los grupos de desconocidos que pasan por nuestro lado, hablando lenguas diferentes, la luna, en fin el astro más triste del cielo, que aparece entre la niebla ligera en que se han envuelto las cumbres de las montañas, todo contribuye a dejarnos mustios y pensativos con la idea fija en la patria, en el hogar y en los amigos.

Es necesario un esfuerzo supremo para arrancarnos del tedio; un medio poderoso, algo que despierte grandes emociones, que sea una preocupación viva y que desvíe el espíritu del sentimentalismo que lo inunda. Volvamos al hotel a dormir. Hemos hecho diez horas en diligencia desde Ginebra a Chamonix, y estamos molidos. La fatiga contribuye a la postración moral en que nos encontramos. Mañana la luz risueña de la aurora, los cantos alegres de los pájaros y el bullicio de la aldea que despierta, nos infundirán alegría, ánimo y resolución.

  —198→  

Yo, enmedio del contagio melancólico de mi compañero, no había olvidado de acariciar un solo instante mi propósito de ascensión al Monte Blanco. Durante la tarde, mis tentaciones se habían duplicado con la vista de su cúspide majestuosa, con las puntas enhiestas de las agujas del Midi de Blétière y de Charmoz. Había acariciado por lo menos una excursión a la Mer de Glace, a la cadena de las aiguilles Ronges, al Brevent y a La Flégère; y dentro de mí mismo hice el juramento de no seguir a Martigny sin escaparme de este valle melancólico saltando por sobre las montañas que lo rodean.


Un accidente curioso que tuvo lugar a nuestra vuelta, al hotel del Mont-Blanc donde nos hospedamos, vino a favorecer mi proyecto, que, hasta entonces había guardado en la más profunda de las reservas. Cuando entramos al hotel, en una pieza destinada a sala de lectura hallamos un número considerable de personas que al parecer mantenían una discusión vivísima. La curiosidad nos hizo abrir los ojos y los oídos, y con el derecho de huéspedes, penetrar en el recinto del debate. Había en el centro, sentadas en el sofá y en las sillas, seis personas, cinco hombres y una mujer, y alrededor presenciando la discusión, como nosotros, ocho o diez individuos más. Se trataba de subir al Monte Blanco en la mañana siguiente, y el proyecto se discutía de la manera más formal. Los expedicionarios eran dos ingleses, Mr. Theobald Gostwyck y Mrs. Ida Gostwyck, su señora; un ruso, el conde Birbichkoff; un italiano, el signor Giaccomo Dellepiani; un distinguido naturalista francés, M. Ricamord, y un japonés, cuyo nombre puedo estornudar pero no escribir, porque nuestro abecedario es de una pobreza menesterosa para escribir el dulce idioma   —199→   nipón. Delante de estos caballeros -bien puede pasar por tal Mrs. Ida- silenciosos y resueltos estaban los dos guías más afamados que tiene Chamonix, para las ascensiones de la gran montaña: Alberto Tournier y Benoni, dos saboyardos con caras, cuerpos y pies de antílope, impagables para encaramarse en la misma punta del Himalaya.

Mr. Teobaldo Gostwyck estaba rojo de indignación y de whisky. Dos compatriotas suyos, comprometidos para la ascensión del día siguiente, que habían echado atrás, descompletando el número de la partida. El amor patrio estaba herido en lo más sensible, y los furores del caballero Gostwyck reconocían así una causa justificada. Mrs. Gostwiyck lagrimeaba de vergüenza; el Japonés trataba en vano de consolarla; el signor Dellepiani juraba uniendo en consorcio inconveniente a la Madonna y al dulce Baco, que los dos ingleses habían mandado la historia de las ascensiones; el conde ruso manifestaba su rabia concentrada en la inmovilidad de sus ojos penetrantes sombreados por dos cejas en forma de acentos circunflejos, mientras M. Ricamord, como buen francés, gozaba del más fresco y espontáneo buen humor.

-Señoras -decía Mr. Gostwyck en un francés excelente en esta expedición, la Inglaterra, pensaba estar representada, como siempre, por doble número de fuerzas, y he aquí que dos ingleses, vergüenza me da declararlo, han desertado, fugando ignominiosamente a Martigny. En esta pequeña y fácil empresa, todas las nacionalidades que se han dado cita este año en Chamonix, se hallan presentes; pero la comitiva desearía que si hubiera algún caballero alemán, español o portugués, entre los huéspedes, que quisiera representar a su nación en la partida, lo hiciese y se nos incorporar mañana.

  —200→  

Ni un alemán, ni un portugués, ni un español se encontraban allí para aceptar la galante invitación de Mr. Gostiwyck, y un silencio profundo reinó entre los circunstantes. Marenco me tiraba del saco para sacarme fuera, porque veía comprometida nuestra posición de extranjeros, y las indirectas de Mr. Gostiwyck podían alcanzarnos. Yo le convencí en el acto de que no éramos ni alemanes, ni españoles, ni portugueses, y que por consiguiente la alusión de milord no nos llegaba, pero de repente Mrs. Ida, que desde que entré me había mirado con unos ojos llenos de simpatía, a causa, espero, de mi traje inglés, fijó la vista en mí, y con el acento más dulce y político de la tierra me preguntó:

-Are you english also?

-No, madam. Y am ..., y busqué los ojos de Maronco, para interrogarlo y le encontré una fisonomía descompuesta, pero resignada. ¡Imposible pasar por japoneses, y a Roma por todo!

-Y am american -contesté resueltamente y en un inglés tan pasable, que Mrs. Gostwyck, con una sonrisa de inteligente complacencia, agregó, tal vez con la última duda que le producía mi poco sajona fisonomía.

-Yankee no? South Carolina?

-No lady, River Plate.

En cuatro palabras, Mr. y Mrs. Gostwyck, el señor Dellepiani, el conde ruso, el doctor Ricamord y el japonés, se dieron cuenta de nuestra nacionalidad. El señor Dellepiani, por otra parte, conocía el Río de la Pata, lo había visitado durante la guerra del Paraguay, tenía un amigo en la Boca, e hizo un elocuente discurso sobre nuestro país y nuestros hombres. Estábamos en descubierto y Marenco renegaba contra la curiosidad que nos había llevado a aquella cueva de insensatos, decididos a romperse   —201→   el pescuezo a la mañana siguiente. La galantería exquisita de Mr. Gostwyck no se hizo esperar, y a las pocas palabras, nos encontramos sujetos por una indirecta que consistía en manifestarnos que nuestro país, teniendo dos dignos ciudadanos, como nosotros, no podía, con honor, quedar sin representación en la empresa. Invocamos nuestro delicado estado de salud, argumento viejo y usadísimo que hizo sonreír de incredulidad a Mrs. Gostwyck, y de desprecio al japonés. La lady me contestó que ella estaba bajo la influencia terrible de un ataque de paperas, y que contaba con una cura inmediata en la cima del Monte Blanco. El italiano nos invocó a Garibaldi; el conde Birbichkoff nos hizo una gárgara con algunas palabras en ruso que debían ser muy convincentes, el japonés rumió también con una galantería dulcísima y en su idioma, la última súplica, y M. Ricamord nos cantó la Marsellesa: «Allons enfants...».

Yo estaba decidido, y por mi parte, con grandes deseos de realizar la empresa; sentía por mi compañero que no me quería abandonar por nada, pero a quien era necesario reconocer el odio recalcitrante que tiene por las excursiones. Al fin nos decidimos y firmamos el acta y el contrato con los guías, celebrado por intermedio de lord Teobaldo. Marenco y yo carecíamos de traje, de calzado y de los demás elementos para la expedición. Apenas lo insinuamos, como último recurso para excusarnos de la partida, se nos trajo lo que pedimos, con más, lo que ignorábamos que fuese indispensable.

Para cada uno, un gorro de lana, puños para abrigar las muñecas, medias de punto, zapatos de gruesas suelas, unas calcetas para no resbalarse sobre el hielo, un largo báculo de pino nervioso y elástico, una cartera para sandwichs y un frasco de   —202→   whisky . Las cuerdas y las escaleras y demás elementos para la ascensión debían ir en manos de Benoni, de Tournier y de los otros guías. Hora de partida: las cuatro de la mañana, en punto, en la puerta del hotel del Mont Blanc. La melancolía desapareció y nos recogimos agitados por una emoción extraña. Antes de apagar la vela, me cayó a la mano un Figaro del 24 corriente, que daba cuenta de un accidente que le acaeció a un estudiante de Montpellier, que días antes había tentado una ascensión. Un trozo de hielo que debía servirle de escalón en un mal paso, se había desprendido y el joven cayó a 40 metros arrastrando en su caída el témpano, que aplastó a uno de los compañeros. ¡Maldito diario y maldita noticia! ¡Y esa Mrs. Gostwyck y ese japonés temerario que estarán durmiendo en este momento llenos de risueñas esperanzas!

A las 3 salté de la cama, hice levantar a Marenco, nos disfrazamos con los trajes facilitados por el matrimonio Gostwyck, tomamos una taza de café con crema y miel para aliviar la última amargura de la partida, y nos estacionamos en la puerta de calle. A las cuatro toda la comitiva estaba congregada y pronta para partir, menos el doctor Ricamord; el pícaro francés estaba encerrado en su cuarto, y no abría ni a Cristo. Había sido más sabio que nosotros. La indignación de los expedicionarios estalló: los ingleses atacaron a la Francia y a los franceses, y recordaron la justicia del castigo de Santa Elena; el signor Dellepiani habló de Magenta y Solferino; el conde ruso dijo que los franceses necesitaban otra Moscow, y el japonés disertó enérgicamente contra la falsificación de abanicos del Japón que se hace en París. ¡Marenco y yo en mutuas confidencias reconocíamos la acertada travesura de Ricamord!

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Debíamos ascender en el día hasta el albergue de Grands-Mulets para hacer noche allí y continuar hasta la cima en la madrugada siguiente. Dimos principio a la marcha atravesando el dulce valle. Nos pareció más alegre que la tarde anterior. Comenzaba a aclarar, y un grupo de curiosos habíase reunido en la calle para ver partir a los expedicionarios al Monte Blanco. Todos íbamos en mula, menos los guías; debíamos abandonar nuestras cabalgaduras en el pavillon de la Pierre Pointue , para continuar caminando. La ascensión empezó fácilmente; la mula, hábil y prudente, no pone el pie sino sobre terreno firme, después de haberlo despojado de las piedritas que le sirven de obstáculo peligroso. Por otra parte, no mira nunca el precipicio, y es bastante animal para no sufrir de vértigo, ¡Qué cosa horrible es el vértigo a 2.000 metros de altura!

A las seis y media estábamos en el restaurante de la Pierre Pointu , admirando las ondas sólidas del enorme glacier des Bossons: parece un torrente gigantesco, congelado instantáneamente en el momento mismo en que se iba a desbordar al valle arrastrando todo lo que encontrara a su paso. El japonés comenzó a tiritar ante el espectáculo de aquellas ondas puntiagudas, diáfanas e inmóviles. Parecía aquello un pueblo de fantasmas blancos, y la imaginación pretendía adivinar formas humanas en los relieves de los hielos. Por el frente apareció el Monte Blanco en toda su alba majestad; apenas una aureola de tenues nubes circundaba su cima como corona flotante, y comenzaba a disiparse a los primeros rayos del sol y al soplo de las brisas de las regiones superiores. Me parecía tan conjetural llegar hasta la altura, que estuve por derrumbarme al valle e incorporarme al francés. El pequeño refrigerio terminó, y emprendimos la ruta a pie por una cuesta empinadísima; los tacos sufrían   —204→   todo el peso de la marcha, la espalda y la cabeza agobiadas, y el cuerpo sostenido por el alpenstock, cuyo cliente férreo mordía la tierra y aseguraba el paso. Seguíamos la marcha en el orden siguiente: Benoni y otro guía adelante, enseguida Mrs. Gostwyck y después Dellepiani, Marenco, Birbichkoff, Mr. Gostwyck, yo y el japonés; detrás del japonés el guía Alberto Tournier y dos guías más.

Íbamos derechito a rompernos el alma en un precipicio, o a hundirnos en un témpano, de donde algún perro de San Bernardo nos extraería quizás como un helado de crema. La conversación de la marcha, cuando Benoni daba permiso para conversar, era bastante desconsoladora; Mrs. Gostwyck contaba el número de víctimas que habían causado las ascensiones y daba hasta los nombres; Mr. Gostwyck, por precaución, había testado al salir de Londres, y los guías encontraban muy prudente esta última medida; Marenco y yo íbamos mustios y muertos de fatiga. Después de una hora de marcha llegamos a la Pierre de la Echelle, verdadero precipicio, ironía de escalera, la que no hay más remedio que trepar o decidirse por los 3.000 metros en que se hunde la visual. Y sin embargo, tengo una memoria dulce de aquellos toscos escalones labrados en la roca viva; ellos fueron el último límite de la tierra firme; dimos dos pasos más, y ya nos encontramos en un mar de hielo inconmensurable. ¡Y hay quien ambicione el polo después de conocer estas regiones!

Antes de entrar en los dominios de los hielos nos sentamos en fila en la estrecha ladera, y Benoni y Tournier nos colocaron las calcetas para no resbalar. Mrs. Gostwyck depositó con poco pudor su pie y su pierna en manos de Benoni, que debió encontrarlas con una temperatura igual a la de los hielos porque no hizo la mínima demostración de   —205→   entusiasmo. Verdad es que Mrs. Gostwyck tiene 48 años, unos ojos color ágata, indescriptibles; es flaca como una espina dorsal de anguila, tiene dos brazos que son dos pajas, a cuyos extremos están pegadas unas manos largas y chatas como dos hostias. El japonés se calzó sus medias fácilmente y seguimos la marcha por aquel campo de cristal. Atravesamos el glacier de Taconnay con una labor ímproba; y arañando con pies y manos los hielos, arribamos en hora y media a la morada de Silvain Couttet, el águila solitaria des Grands-Mulets, la última estación en que vive el hombre en Europa entre el cielo y la tierra. Couttet es como un oso blanco domesticado, y a pesar de vivir entre los hielos sabe ofrecer el calor de la hospitalidad en su tosca cabaña de piedras. Allí debíamos cenar y pasar la noche. Couttet estaba provisto; tenía dos cuartos de chamois , la cabra salvaje de los Alpes, galleta y aguardiente para calmar el hambre y la sed; de postre Mrs. Gostwyck nos invitó con unas pastillas de clavo y pimienta, que a pesar de la temperatura, nos transportaron por unos instantes, a mí y a Marenco, al Ecuador. Por camas no teníamos más que el suntuoso lecho de Couttet -dos tablas de pino- y las piedras del piso de la cabaña, infinitamente mejores que la superficie bruñida del hielo. Concluida la cena, en la que Benoni, Mrs. Gostswyck, Dellepiani y el japonés brindaron con whisky por la próxima confederación de sus cuatro naciones respectivas, Gostwyck cantó una canción inglesa en fa con una voz de pito de cazador. La aplaudí frenéticamente a pesar de las avisadas protestas de Marenco que no sé si pretendía oír en el Monte-Blanco la Sonámbula cantada por la Nilson.

La noche se pasó oyendo las relaciones de Couttet, y celebrando el postre con que pretendió invitarnos   —206→   el conde Birbichkoff: ¡una vela de sebo! La devoró con ansias y dejó el pabilo seco admirando nuestra falta de apetito. Los demás compañeros dormían en el suelo; el italiano soñaba con la federación futura; el inglés juraba que la Francia entraría en ella, y el japonés estaba resuelto a fundar un diario -en su idioma naturalmente- en cuanto se estableciese en Ginebra. Mrs. Gostwyck dormía vestida y sola, en la cama de Couttet, y yo y Marenco al oír las historias dramáticas de las ascensiones que nos hacía nuestro huésped, comenzábamos a creer que habíamos hecho una barbaridad. Por fin, pudimos morder también el sueño, y acurrucados junto al cariñoso fogón, nos dormimos con un costado abrigado y el otro helado. El ladrido de los perros de Couttet y los aprestos de los guías nos anunciaron la hora de la partida. Era noche todavía y sin más toilette que pasarnos las manos por la cara nos pusimos en marcha.

Cuando asomamos las narices afuera, el suelo estaba blanco como la hoja de papel en que escribo. La tierra no se veía, una densa masa de nubes la cubría totalmente, las estrellas brillaban con un vivísimo esplendor y la luna derramaba un reguero de luz opalada sobre aquella inmensa y diáfana superficie. En la altura ni una nube: las montañas hasta las cimas, se presentaban distintamente; allí el Monte Blanco, allá la aguja del Midi, acullá el domo del Goûtex y la vasta serie. ¿Qué es aquella fogata que alumbra en la pendiente lejana? ¿Algunos expedicionarios que queman grandes troncos de pino sobre los hielos? ¡Imposible!... Es el sol que rompe su marcha, entre el seno de las montañas; primero se diseña un rasgo rojo casi imperceptible y a los pocos minutos su disco aparece con todo su esplendor. Ya se remonta el padre de la naturaleza, cuyos rayos no pueden dar vida a estas   —207→   cimas frías y elevadas. El cuadro es grandioso y extraño, pero la empresa absurda. ¡Ah, qué sabio fue el francés en preferir su cuarto y su cama, en el Hotel del Mont Blanc al Monte Blanco verdadero!

La senda ya no existe: el camino es todo el piso, y cuando la cuesta es perpendicular, Benoni y Tournier, con sus compañeros, colocan la escalera de manos, y cuando ella no alcanza, el hacha de estos hijos intrépidos de la montaña, labra en los hielos dos, cuatro, seis escalones, que hacen la ilusión del mármol. Mrs. Gostwyck es la primera que se lanza después de los guías; enseguida su marido, después nosotros; el japonés es siempre el último y constantemente hay que izarlo porque se le ha helado un tobillo. Caminamos en dos grupos amarrados todos a una cuerda, cuyos extremos delanteros conducen Benoni y Tournier con increíble agilidad. Comenzamos a bajar una pequeña caída de la montaña para volver a repechar la cuesta que está enfrente, pero al llegar a la garganta nos encontramos con un precipicio profundo que divide las dos orillas; ¿cómo salvarlo? Benoni recorre con una mirada de águila, los alrededores, y descubre allá abajo un pequeño arco natural, que puede hacer de puente; el arco es débil, angosto y poco liso en la superficie, que debe servir para cruzarlo. Mr. Gostwycke, con una temeridad que le vale una reprimenda furibunda de su marido, que olvida entre los hielos y por un momento las conveniencias del lenguaje, es la primera que pone el pie en aquella trampa en el arco ílaquea, pero la audaz inglesa tiene tiempo de retirarse antes que se derrumbe. Un grito de estupor atruena aquellas soledades, pero Mrs. Gostwyck no se horroriza. Estamos incomunicados con el otro lado de la montaña y en una península que nos permite retroceder pero no avanzar. Y mientras tanto es necesario   —208→   llegar a la cima. El italiano y el japonés proponen un regreso honorable; el barón ruso se resiste y Mrs. Gostwyck nos amenaza con el suicidio si no avanzamos. Benoni encuentra por último la manera de afirmar los extremos de su escalera en cada una de las márgenes del precipicio y por este medio pasamos todos como por ura trampa. El japonés al pasar trastabilla y se encaja con una pierna, entre los palos de la escalera, pero está amarrado de la cintura por la cuerda salvadora que nos une a todos. Benoni de un tirón lo iza como un fardo. Comezamos ahora lo más serio: estamos casi en la cima, y para pisarla nos falta apenas 60 metros; pero es necesario remontar una pendiente lisa como una lámina y empinada como los palos de una A. Los gulas labran escalones en ella y comenzamos esta ascensión atados los unos a los otros. Benoni y Tournier, siempre en la punta, trepan el último escalón; pero una imprudencia del japonés que desde les Grands Mulets viene tiritando de frío y de miedo, hace perder el pie al conde de Birbichkoff que a su turno arrastra a Mrs. Gostwyck. Yo encomiendo mi espíritu a Dios porque veo el instante en que detrás de la lady rodamos Dellepiani, Mr. Gostwyck, Marenco y yo, y me afirmo sobre mi escalón, pero ¡oh fortuna! la cuerda cede y los de arriba permanecemos en nuestra posición. ¿Qué ha sucedido? Dellepiani, riéndose y vendiéndonos perdidos ha sacado su enorme navaja y ha cortado la cuerda, ¡el último y único lazo que lo unía en la vida con Mrs. Gostwyck! ¡Esta el japonés y el barón ruso han desaparecido en el precipicio! ¡4740 metros! ¡Qué horror!

Dellepiani se disculpa; no había otra cosa que hacer. Pero cuando temíamos la desesperación de Mr. Gostwyck, éste nos deja helados de espanto y de indignación.

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-Mrs. Gostwyck era una coqueta, dice, y Dios la ha castigado dándole la tumba que merecen las coquetas. En cuanto a Birbichkoff, no valía ni un kopeck .

Nos miramos sobrecogidos; y como el peligro amenazaba aún, pensé en Plinio, y envidié su fortuna, que al fin y al cabo murió abrigado. Decididamente el italiano nos había salvado a todos, pero Mr. Gostwyck era un salvaje. Yo, mientras conocí a Mrs. Gostwyck jamás, le descubrí un solo acto de coquetería. A no ser que el japonés... Pero ¡ca!

Estábamos en la misma situación y sin resolvernos a subir o a bajar. La catástrofe había sido espantosa, y fuera de bromas, costaba tres vidas. Se decidió por una resolución firme y enérgica seguir hasta la cima. Pero cuando Benoni puso el pie en el último peldaño de la escalera que labró su hacha, sentimos un estampido horrendo en la altura y vimos venir, lanzado hacia nosotros, un alud que parecía una montaña.

-¡Estamos perdidos!, gritó Benoni, y se dejó caer.

Yo ya me sentía aplastado por el enorme témpano, cuando Marenco sacudiéndome fuertemente, me despertó de mi ascensión al Monte Blanco con una taza de leche y con una fuente de miel de Chamonix.

¡Eran las 8 de la mañana y recién abría los ojos en mi cuarto del hotel del Mont Blanc !...



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ArribaAbajoLa Suiza Nueva

Berna, 10 de septiembre de 1890.

He aquí un país que podría compararse a una colmena. El espacio de tierra que ocupa es reducido, la labor recia y productiva, los campos bellos y fértiles, las abejas belicosas y nómades. Celosos de su autonomía y de su independencia selvática y montañesa, los viejos y los nuevos helvecios han defendido más de una vez sus sierras y desfiladeros, en más de una ocasión han emigrado por bandas servir bajo banderas extrañas como los soldados de Amilcar. Tres retazos de tres grandes pueblos han formado esta patria pequeña, que podría compararse a un condominio político, si dentro de esas montañas y de esos valles poéticos, no hubiera surgido un vecino que representa toda una nacionalidad. Pas d'argent, pas de Suisse, ha dicho con malicia la cáustica sátira francesa de la revolución, al otro lado de Ginebra. El italiano académico de Turín y de Milán se escandaliza al oír el idioma que hablan los bárbaros de Locarno; y los hijos legítimos de Alemania necesitan de intérprete para hablar con los paisanos del Oberland Bernés. Lo primero, no es cierto como definición del carácter nacional; un suizo del Tesino no es más interesado que un barquero del golfo de Nápoles, ni habla un   —212→   dialecto más detestable que él; y la Alemania puede recibir en sus más inexorables academias los libros de Rodolfo Wyss, de Ferner, de Bitzius y de Khun. Si la Suiza pudiera ser extraída de raíz, como una planta del espacio que ocupa en el mapa de Europa, para surgir como una isla en cualquiera de los mares del globo, la Inglaterra podría decir que tenía una rival en medio del océano. Desgraciadamente este pueblo está condenado a vivir como una nuez, herméticamente encerrado por sus vecinos, que por todos los costados le tienden la mano diariamente pero sin abrirle la puerta jamás. ¡Cuánto habría dado la Suiza, si, como Bolivia, hubiese tenido el erial de Cobija para mirarse en el mar!

Y entretanto este país, que vive en los valles y cuyos hijos se trepan a las montañas, tiene algo más que mostrar que las eternas bellezas de sus paisajes. La naturaleza le ha dado todos sus elementos y todas sus fuerzas, simples pero grandes: los bosques seculares de pinos y de cedros que caen bajo el hacha del leñador; el torrente que hace inútil la fuerza finita y limitada del vapor, y que hiende los tréboles, labra las piedras y mueve la rueca sencilla; sus ganados cuyo número es fabuloso en proporción a la tierra en que pacen; sus ciudades y aldeas donde florece un verdadero industrialismo de colmena, que si no hace del suizo un artista, lo dota con toda la ciencia práctica e ingeniosa del obrero, que, a favor del lente anima la pequeña pero complicada armonía del reloj, y encuentra en la caja de música una mecánica para interpretar automáticamente las inspiraciones de Beethoven y de Mozart. La libertad ha formado en esta tierra una familia artificial que ha adquirido al fin una naturaleza social y política bien definidas. Esa raza que habla tres lenguas, ha fundado un sistema parlamentario   —213→   de primer orden sin convertirse en una Babel; ha hecho estado del distrito, municipio y comuna libre de la ciudad, de la villa, de la aldea: asociación del vecindario, escuela de todo el territorio, ciudadano al ejército, banco de la riqueza cantonal, institución de la caridad; ha levantado como los pueblos griegos cátedra para la moral, para la virtud, para la templanza, para la ciencia y para la industria; ha perforado las más altas y difíciles montañas de la Europa; ha trepado el riel hasta sus cimas; ha provocado y salvado una reforma religiosa, se ha desprendido de los despotismos y de las conmociones revolucionarias de la Francia; ha conjurado el militarismo social y político de la Alemania; ha admirado e imitado a Washington, ha llorado a Lincoln, ha plantado, en fin, en un pedazo de la Europa el árbol de la democracia, cuyos frutos, ¡ay! se malogran entre los senos exuberantes de nuestra América.

Esa es la Suiza nueva: la que antes fue mercenaria de los Luises y de los Papas, que tuvo también sus Niebelungen , que no ha olvidado nunca su epopeya y que, desde las cimas de sus montañas, mira por sobre los troncos el porvenir de la familia humana. Yo la amo porque amo la libertad con el trabajo. No hay pueblo libre sin talleres, sin escuelas, sin esos grandes medios que hacen del hombre una fuerza deliberada, y no un paria bueno para todo y para nada, un enfermo de empleomanía, que porque sus padres, el vecindario, la escuela, la sociedad, la patria, en fin, no le dieron un oficio o una profesión, un brazo diestro para la fragua, o un espíritu preparado para las altas creaciones, se ve en el caso de aspirar en toda la plenitud de sus fuerzas físicas y morales, al puesto improductivo del empleado, propio sólo, en un país libre, del inválido, del anciano y de la mujer. Y digo de la mujer,   —214→   porque en Suiza la mujer no es sólo el ser pasivo de nuestras sociedades hispano-americanas en las que palpita la colonia todavía; en Berna, el palacio federal, durante el receso, nos fue mostrado por dos paisanas inteligentes y competentísimas. ¡Oh, qué sátira habría provocado entre nosotros ver a los regalones porteros del Congreso destinados a aserrar maderas en el Parque, mientras cuatro muchachas bonitas, tuviesen la guarda de la casa!

El suizo es un hijo de la industria, y el cultor más devoto de sus derechos y de sus deberes cívicos. No tiene en general el espíritu artístico, a pesar de los que se llaman Rodolfo Töpffer en las letras, James Pradier y Niedermeyer en el arte. El suizo es un término medio entre la abeja y la hormiga. La abeja zumba, el suizo satisface en el hogar sus gustos musicales con el hilo de melodía que produce el cilindro erizado de la caja de música contra los dientes del peine. La abeja y la hormiga labran sus celdas y elaboran eternamente en sus claustros. El suizo, metido en su cabaña, rodeado de sus hijos, todos con un cuchillo en la mano, labra monótonamente, noche por noche del largo e inclemente invierno, las típicas reducciones de sus casitas campestres, las picas con sus empuñaduras complicadas, los rebaños de cabras salvajes, y -¡ay! de la estatuaria4 griega- ¡los ingenuos bustos de sus héroes! Pinta en porcelana fría y mecánicamente pero con exactitud; rivaliza con los joyeros de Pforzheim en la elaboración del doublé y del oro de 14 quilates; es un poco pastor de Arcadia porque fabrica quesos y beneficia miel, y bien merecería que sobre la puerta de su casa se inscribiesen aquellos versículos célebres del poeta latino: Sic vos non vobis...

Pero esa abeja o esa hormiga que deja que Florencia haga por el arte, París por la gracia, Berlín   —215→   por la inspiración, sabe que la colmena y el hormiguero es un pueblo o una sociedad organizada. Exigidle sus ahorros en dinero o en mercancías, y en el primer caso, el suizo os mostrará su libreta de banco, sus títulos de crédito; y en el segundo caso, su cosecha floreciente o sus graneros repletos. Exigidle su servicio militar, y abandonará en manos de su familia los instrumentos de la labranza, su taller, su rebaño; tomará las armas, cumplirá sus deberes de ciudadano y de soldado, y regresará al hogar con un sentimiento placentero de haber cumplido su obligación con la patria que lo protege, con el vecindario que necesita de policía, con las leyes, en fin, que requieren guardianes en todas las sociedades organizadas. Llamadlo a votar, e irá cantando sus aires nacionales a las urnas, a elegir su cura si es católico, su pastor si es protestante, sus autoridades locales si va como vecino a constituir el gobierno de lo propio, sus parlamentos, si como entidad política del estado. La Suiza es una nación eminentemente municipal, a pesar de las tendencias unitarias que han predominado casi siempre en su forma republicana de gobierno. El derecho municipal es el que ha engendrado las pequeñas pero múltiples asociaciones de beneficencia, de protección mutua y de enseñanza, etc. El derecho municipal es el que ha reducido el pauperismo, aplicando aquella máxima inexorable de un ministro británico que declaraba indigno al inglés indigente, y repartiendo y arrendando la tierra en proporciones sabias y justas. El derecho municipal, en fin, más enérgico, más fuerte aún que en Inglaterra, ha combatido la ebriedad, esa peste del aguardiente , como la llamaba Zschokke, que ha asolado más de una vez los cantones populosos de Berna, de Lucerna y de Zurich.

Es necesario ver cómo brilla la aldea suiza desde   —216→   Ginebra hasta Basilea o Schaffhouse. Ahora cincuenta años, menos tal vez, ahora veinticinco años, el paisano suizo era un simple medio en manos de los partidos urbanos. En las hondas disensiones5 religiosas iba a las filas fanatizado por su caudillo. Se le ha visto ciego de ira en la guerra, de la fe en Zurich volar al combate a las órdenes de un pastor, y producir los motines populares que los suizos alemanes conocen con el nombre de putsch . En las revoluciones del Tesino, en la guerra civil del cantón de Valais en 1844, en las grandes expediciones de los cuerpos francos, el paisano suizo ha sido muchas veces un instrumento inconsciente de grandes pasiones sociales y políticas: ignorante, torpe, fanático y no pocas veces indisciplinado. Pero el principio democrático que asomó poco tiempo después de la revolución de 1830 y que suprimió al viejo régimen derrocando a Carlos X y a Polignae, preparó y consumó al fin, aun contra las amenazas de las grandes potencias vecinas, el pacto de 1848, que constituyó la autonomía y la alianza constitucional de veintidós cantones, y que consagró las bases fundamentales de la actual confederación. Hoy el paisano suizo, el último aldeano de las más pobres poblaciones del cantón, conoce derechos, respeta y cumple conscientemente sus deberes, sabe lo que se debate en Berna por el Congreso Federal, lo que se discute en la capital de su distrito; profesa un culto cuyos principios elementales de religión le son perfectamente familiares, sabe leer y escribir, está familiarizado con su derecho electoral, y, lo que es más curioso todavía, conoce los candidatos y los sostiene o combate casi siempre con juicio propio. Esto lo ha hecho la educación. No es raro hoy en el día domingo, al pasar en las diligencias que recorren las altas laderas del Brunnen, o que descienden a Martigny   —217→   por el valle del Ródano, ver en la puerta del albergue a un campesino, leyendo en voz alta la gaceta de la ciudad o del vecindario a un grupo de parroquianos, entre los cuales se discute y se analiza el artículo después de leído. No quiero decir con esto que el estado social sea perfecto, en materias políticas y administrativas la perfección es siempre un ideal, una eterna sombra, una aspiración. El suizo, lo he dicho antes, término medio entre la hormiga y la abeja, está sometido a cargas y tributos duros; las contribuciones lo persiguen y lo agobian; la heterogeneidad de raza y de lengua hace difícil fundir la familia nacional en un conjunto uniforme. La situación mediterránea es una amenaza en los cambios periódicos y repentinos del mapa europeo; pero muy feliz es el hijo de ese pueblo, que por más modesta que sea la posición social que ocupe, sabe darse cuenta de estos grandes problemas por sí mismo, para buscar el modo de corregir los defectos y marchar sereno a la perfección por medio de la reforma.

He tenido la mala fortuna de encontrar en receso el Consejo Federal. Habría deseado ver expedirse esa perfecta miniatura parlamentaria, que pasa con justicia por modelo en los países americanos. Menos imponente que el parlamento inglés y mucho más sereno que el congreso de los Estados Unidos, tiene en su seno hombres de un mérito capital en la ciencia del gobierno. Ese pueblo vive libre de esa influencia perniciosa, del caudillaje político y personal que entre nosotros, como en los estados de la Unión, ha engendrado al hombre omnipotente en los partidos y en el gobierno. Desgraciadamente las dinastías de la democracia no son cortas ni en la América latina ni en la América inglesa. Aquí, es el hijo coronado de la Escuela Politécnica o de las tres universidades, cantonales   —218→   de Bâle, de Zurich y de Berna el que se abre la senda de la vida pública con título legítimo: es Rossi en 18166 o Sismondi en 1842 y además la espada y el rifle, en manos de la autoridad no ofrecen peligros, ni provocan conflictos, en Suiza no hay soldados, ni casernas bulliciosas. El ciudadano no desaparece nunca bajo el simple uniforme con que su patria lo llama a las maniobras periódicas; y un regimiento o una brigada del ejército civil de la Confederación, alojados en una ciudad o en una aldea, o acampados en sus suburbios, lejos de provocar amenazas, odios y repulsiones instintivas, provocan fiestas y un júbilo indescriptible, porque todos los hombres libres ven en ellos a sus hermanos, a sus compañeros de trabajo de ayer, a los que mañana se les volverán a juntar en la fábrica, en los talleres, en los campos, en fin, para producir los nobles frutos de la industria, o para abrir con el arado el hondo surco de la tierra fértil y libre de la Suiza.

Lo que aún está vivo en Suiza son los debates religiosos; la silla de Calvino en la catedral de Ginebra no ha dejado de ser cátedra un solo día. El reformador no sólo levanta un partido tenaz y ardiente contra los papistas, sino que enseñó la polémica teologal al pueblo reformado. De ahí proviene que los contenedores de todas las creencias ocupen en Suiza un puesto tan alto en las esferas intelectuales. Recuerdo entre otros a Schulthess, a Cellerier, a Viret, a Diodati y Mounier, a quienes sus escuelas respectivas veneran, levantándoles estatuas y monumentos.

La doctrina inexorable de Calvino entraba con sangre. Su propaganda protestante empleó muchos de los medios que la propaganda católica usó con el Santo Oficio: las llamas, el puñal y el martirio.   —219→   ¡Así fueron también las venganzas que la paz de Westfalia trajo consigo! Cuando Calvino, Zuinglio y Lutero murieron, los partidos reformadores que ellos habían encabezado dieron mártires innumerables a los jesuitas, que hacían su estreno levantando la bandera de las venganzas y de las restauraciones católicas en los pueblos de Europa. El espíritu nuevo con la constitución de 1848, comenzó por proclamar la libertad de todos los cultos cristianos; y cuando en 1866 toda la nación suiza rechazaba en los comicios los principios ultra unitarios y centralistas que había predicado el club político La Helvecia , los cantones, uniformes todos en sus ideas, no aceptaron sino el artículo que consagraba los derechos religiosos de los israelitas y la libertad de cultos. Sin embargo, a pesar de las vinculaciones que la Suiza ha tenido con la Francia monárquica y con Roma, el sentimiento nacional de la confederación, en sus cantones más populosos y adelantados, es hoy abiertamente contrario al catolicismo jesuítico de Roma. La juventud de los liceos, de las academias, de las universidades, los maestros de las escuelas primarias, las autoridades vecinales y los grandes cuerpos políticos de la nación, han visto con júbilo la sanción de la ley Ferry: y no sólo ha impedido crecer en el propio suelo la cicuta venenosa de la Compañía, segándola cuando pretendía cubrir la espiga sana que produce los frutos de las ideas liberales, sino que por medio de la palabra, de la lectura y de la crítica, han preparado un pueblo en cuyos hijos no reclutarán adeptos los sutiles discípulos de Loyola, sin soportar todas las consecuencias del debate público, oral y escrito, al que no resisten sus agentes. El católico suizo de nuestros días, con raras excepciones, es un ser pacífico, dulce, tranquilo, poco pródigo para abrir la bolsa delante de un fraile, sin exaltaciones   —220→   hidrofóbicas de fe iracunda como Veuillot, jamás gasta un franco en un amuleto de la virgen o del santo parroquial. Obedece al Papa, pero sin entusiasmo, y cumplirá con los preceptos de los jefes de su culto, siempre que estos no se entrometan en su hogar ni en su patrimonio. Hace muy poco tiempo que la Suiza ha roto con los últimos y débiles vínculos que la ligaban a Roma: el pueblo, por sí mismo, ha completado esta emancipación, y la ciencia y la industria libres, se han encargado de firmarla para siempre.

El espíritu de enseñanza en este pueblo es maravilloso. Derrotada en la opinión pública, después de una campaña fija parlamentaria, la idea de crear una universidad federal, los cantones de Lausanne, de Neuchâtel, de Ginebra, de Bâle, de Zurich y de Berna, han fomentado ardientemente sus grandes centros docentes, realizando en los tiempos modernos aquella fecunda y gloriosa rivalidad de las universidades francesas, alemanas y españolas de fin de la edad media. Mientras que en Francia durante el imperio, se armaba cada día con más autoridad al ministro de instrucción pública, y ganaba terreno el pensamiento de una universidad centralista y absoluta, reguladora de los programas, y armada de la superintendencia oficial de la enseñanza, en Suiza el espíritu centralizador y unitario, ha sido sabio para dejar en poder de la acción cantonal el fomento de las grandes escuelas superiores. Fuera de la Escuela Politécnica de Zurich, que es patrimonio del poder central y que llena necesidades especialísimas y capitales de la Confederación, la descentralización universitaria es casi un principio consagrado en Suiza; y los doctores de Ginebra y de Berna gustan de buscarse en la liza, para

estimularse recíprocamente y realizar las batallas pacíficas y brillantes de Oxford y de Cambridge.

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Los clubes literarios y las asociaciones científicas o industriales se fundan y se perpetúan en Suiza en todas las ciudades y en muchas poblaciones secundarias. El médico, el abogado, el ingeniero, el industrial, y hasta el pastor, tienen su club. En los cantones alemanes las sesiones de estos centros sociales son utilísimas y fecundas, y el espíritu de empresa y de trabajo se conserva vivo en ellos. Allí nacen las habilitaciones que hacen del principiante un capitalista a los pocos años; en ellas se predica la templanza, se forman las grandes sociedades que han dotado a la Suiza de espléndidas vías férreas y de caminos carreteros, que atraen a este país durante el verano una población flotante que algunos han calculado en 500.000 almas, y cuyo tránsito produce en Suiza un alimento considerable de la renta pública todos los años. En pocos países de Europa son más elocuentes los progresos de las ciencias naturales; todas las riquezas de las comarcas suizas están estudiadas profundamente en los museos de las capitales cantonales, y sus publicaciones literarias, históricas y científicas ocupan uno de los primeros rangos en el mundo intelectual de la Europa.

La República Argentina es mucho más conocida en Suiza que en otras partes de Europa; exceptúo a Londres, a Liverpool, a Glasgow, al Havre y a Burdeos, y algunos puertos italianos, donde la comunicación marítima directa mantiene constantemente una relación casi diaria con nosotros; hablo del pueblo suizo y no de los banqueros ingleses y comisionistas franceses. Será fácil encontrar en cualquier ciudad suiza personas capaces de imponer fácilmente al inmigrante de las condiciones climáticas del Río de la Plata, del valor de nuestra tierra, de la naturaleza de nuestras producciones, del porvenir y crecimiento de nuestra ganadería y de   —222→   nuestra agricultura, de la honestidad y facilidad de nuestros hábitos, de la sencillez de nuestros hogares, de la belleza de nuestras ciudades, del espíritu liberal y progresista de nuestras leyes. Entretanto, de paso por Lyon, la natural curiosidad de saber noticias de nuestro país, nos llevó a visitar al señor Mauricio Cöte, nuestro cónsul argentino en la primera ciudad manufacturera de la Francia, y con esa franca sorpresa de los sudamericanos que notan un desatino geográfico en labios de un europeo, oímos de boca del señor Cöte -que por otra parte parece un caballero cultísimo- que en Lyon nunca se sabía nada de ce pays là ; que no se recibían nunca ni periódicos ni más noticias de nuestro país que los que, rara vez, pudieran dar los diarios de París, y que por otra parte, no había motivo para que él estuviese informado de lo que acontecía en la República Argentina, porque Lyon no tenía relaciones comerciales con nosotros. Un cónsul argentino en Lyon que dice esto debe llamar la atención de nuestro gobierno. No hay tienda de Buenos Aires de alguna importancia que no esté vinculada con los fabricantes de aquella gran ciudad, o, que por lo menos, que no tengan agentes en París para comprar telas y toda clase de mercaderías en sus talleres. La mayor parte de los artículos de lujo que se venden en Buenos Aires como artículos de París son de Lyon, y si la casa de Burgos quisiera confesar el origen de los ricos objetos de sus vidrieras, diría que una parte es de industria porteña y el resto de Lyon.

Entretanto, en Suiza no pasa eso. Mi mala memoria no me permite señalar en esta página el nombre del autor de un folleto sobre la República Argentina que se reparte profusamente en los cantones suizos. Atravesábamos el lago Léman de Ouchy a Ginebra y al entrar en el vaporcito, mi compañero,   —223→   me mostró un gran aviso que decía La República Argentina y sus colonias por*** . Tomamos el libro con avidez y hubiera anhelado encontrarme con su autor para abrazarlo con gratitud y efusión. Era un propagandista entusiasta de nuestra tierra; había pasado varios años en Buenos Aires, describía nuestro estado social y señalaba a sus compatriotas, come un nuevo Lacio, nuestras fértiles campañas. He vuelto a encontrar el mismo libro en Ginebra, en Berna, en Zurich, en Lausanne, en nuevos vapores, en los hoteles y en las estaciones, y prometo buscar el nombre de su autor para entregarlo a la gratitud de los hombres de mi país. En Suiza se oye hablar de la República Argentina todos los días; el hijo de las montañas elogia con entusiasmo nuestras llanuras y cuenta con gratitud el progreso de sus hermanos en las colonias argentinas. Si las nubes que cubren algunas veces el horizonte de la patria no produjeran la duda de lo desconocido, deteniendo la corriente emigratoria, nuestra ganadería y nuestra agricultura atraerían en doble y triple número esta raza fuerte y sobria que ama el trabajo, y que a la par de su virilidad física tiene una educación moral de primer orden para fundar el hogar feliz en nuestros campos.

¡Y qué país...! La esencia de las bellezas de la naturaleza europea está representada en esta sección geográfica que tiene más de dos millones y medio de habitantes -ciento cincuenta mil obreros- y donde todos desde la edad de diez años trabajan sin excepción. Cuando se sorprende una caída de sol en los lagos, y la atmósfera clara, diáfana, hace destacarse en los límites del cuadro las altas montañas heladas con sus faldas vestidas de pinos y sus valles verdes y risueños, donde alrededor del templo sonríen las pintorescas casitas de los pastores, parece que aquel país fuera una nación de poetas   —224→   contemplativos y soñadores a los que el espectáculo siempre nuevo de la naturaleza no les diera tiempo para pensar en las cosas humanas. El panorama se oscurece paulatinamente a medida que el sol se hunde en las montañas, y entra la luz tenue del crepúsculo, los picos se coloran de rosa, se transforman en puntas azules después, y se confunden en las nubes cuando los rodea la primera tiniebla de la noche. Toda la tierra parece dormida entonces, ni aún se sospecha que existe allá en un extremo del lago una ciudad populosa y activa; y si al acercarse, el vapor se sorprende a Lucerna con su torre redonda y circular, o a Ginebra con sus casas que recuerdan a las de Edimburgo, diríase que anclamos frente a Pompeya o delante de alguna de las viejas y sibaritas ciudades del mar Jónico. Bajad a la tierra, no hay napolitanos que canten o toquen el laúd en las azoteas, ni músicos ambulantes, ni limosneros pegajosos y adulones, ni cíngaras, ni bohemios, ni nada, en fin, de aquellas poblaciones vagabundas que recuerdan a los griegos la decadencia. Os encontraréis con una raza antipoética y refractaria al arte lírico, al baile y a todos los pasatiempos que exaltan los sentidos, que embotan la actividad física de los hombres. Una raza un poco tosca, es cierto, pero noble, laboriosa y ávida de fortuna económica, previsora, disciplinada que sabe perfectamente lo que tiene, lo que consume y lo que guarda; una raza cuyos individuos pueden hacer nuestra desesperación en el trato social, porque viven con la exactitud invariable del cronómetro que fabrican, pero que indudablemente, han constituido un país honesto, vigoroso, sano de cuerpo y fuerte de alma. Basta ver cómo se engalana un pastor suizo o una campesina de Berna, cuáles son las diversiones que ama en sus horas de ocio, cómo cantan, cómo bailan, cómo se enamoran y cómo   —225→   se casan. La mujer de los campos es generalmente dura y enhiesta; ni un contorno flexible, ni una mirada dulce y soñadora: parece una granada que acaba de reventar al sol; se mueve como un maniquí en la rueda de su danza favorita; toca apenas la punta de los dedos de su compañero. Ceñido el talle, y cubierto el busto por un peto que es una verdadera armadura, y no satisfecha todavía con esta defensa, la fortalece con cadenas de plata, cuyos broches ella sola tiene el secreto de abrir; y cuando con sus compañeras aparece por los domingos en las ciudades, curiosa, absorta y tiesa, diríase que es un regimiento de granaderos el que pasa por la calle, porque pisan la tierra con un zueco tallado en un trozo de pino que tiene la virtud de endurecerse a medida que se usa y se envejece.

La poesía y el arte en Suiza están en el paisaje, pero todos los elementos que constituyen la sociedad libre se hallan en el corazón del pueblo. Los Estados Unidos, cuyas maravillas están dejando muy atrás a las gigantescas magnificencias de Londres y de París, no han producido todavía una ópera, una tela célebre, o un bronce notable. La Suiza, a pesar de sus aspiraciones artísticas y del fomento que presta a las bellas artes, no avanza en esta senda; pero uno y otro país van dejando atrás a la Europa en las ideas prácticas que hacen grandes y ricos a los pueblos.

¿Será que la república y la democracia son refractarias a lo bello y a lo sublime, y que sólo bajo los despotismos de Augusto nace y se desarrolla el arte y se revelan los grandes poetas de la humanidad?



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ArribaAbajoLas anémonas

Wildbad (Wurtemberg), septiembre 16 de 1880.

A mi amigo Bernabé Artayeta Castex

De la activa chismografía de un pueblo de baños recojo la siguiente historia, cuya originalidad no me atrevería a invocar, porque no pasa de ser un viejo poema de amor desgraciado, que se repite todos los días.


La familia Morin había casado a la señorita Luisa con un fabricante de espejos. Los padres estaban radiantes de felicidad, como que no hubiese sido posible encontrar en Lyon, para una muchacha bonita, un partido mejor que el de Antonio Barot, miembro de la razón social Barot y Cia. , y hombre a toda prueba, como lo decía papá Morin. Sano de espíritu, fuerte de cuerpo, laborioso como un castor, enemigo capital de las lecturas románticas, y con unas manos primorosas para azogar una luna de tres metros de largo por uno de ancho. Papa Morin había equilibrado aquellas sobresalientes cualidades del novio dando a Luisa una linda dote, de modo que no fuese Antonio el único que   —228→   llevara bienes al entrar en la serena vida del hogar, como él mismo llamaba al matrimonio. Luisa acababa de salir de una pensión de Paris. Tenía 19 años, unos ojos verdes, grandes y tranquilos, una alma exquisita, delicadamente melancólica, y si amaba los espejos como todas las mujeres, detestaba su fabricación, y se dormía de fastidio cuando Antonio explicaba de sobremesa el último procedimiento de azogar que le había valido un brevet d'invention y dos medallas en las exposiciones de provincia.

En las familias burguesas, buenas pero incómodas, madrugadoras como los gallos, sordas a la música y ciegas ante una tela de Bodmero o ante un mármol de Moreau, suelen aparecer unas muchachas que se diría sacadas de un proverbio de Musset. Luisa no era linda, porque no lo son generalmente las francesas, pero ese diablo azul de la gracia, de la elegancia, del sentimiento, digamos la palabra, de la poesía, animaba todo su rostro y saltaba en toda aquella cabecita simpática y adorable. Hija legítima del siglo, nacida para amar, no como una paisana sino como aman los seres escogidos del sentimiento, en aquel hogar de provincia en que solo se hablaba del precio del cristal y de los impuestos sobre el azogue, era como una de esas flores de aromas voluptuosos que nacen y mueren en las aguas estancadas. Y vaya un detalle que confirma esta comparación demasiado rebuscada. Luisa adoraba esas flores imposibles cuyo aroma había aspirado a pulmones llenos en los cantos de Theuriet, de Copée y de Sully Prudhomme, animados por una musa siempre convaleciente que tose y que agoniza coronada de lotos y nenúfares. Su marido hacíale contraste, y el domingo, con una consecuencia invariable, la obsequiaba con un ramo de nardos y de claveles encarnados que la pobre Luisa   —229→   encontraba de un olor insoportable a bourgeoisie , Barot se desesperaba y maldecía a los inventores de flores nuevas, como él los llamaba, pero decididamente, en materia de galantería y de gusto, los alcances de Antoine Barot no se extendían más allá del bisel de una luna veneciana, y de los racimos y las frutas talladas en el marco macizo de los espejos. Era un hombre de pulpa; un ser refractario a la moda, al arte, a esa delicadeza maliciosa hija de la educación, de la que muy pocos poseen el secreto, y que es lo único con que se interpreta y cautiva el corazón de las mujeres distinguidas. Un marido incomparable, exacto como un itinerario inglés, metódico como una hermana de caridad, y de una honradez tan cuadrada que rayaba en fastidiosa e insoportable, no era para absorber a Luisa. Además, amaba un poco el dinero; respetaba profundamente las piezas de veinte francos como si fueran seres superiores, miraba de igual modo el busto de la república en las de cinco, y tenía un desprecio altanero por la de diez céntimos. Otra cualidad que se me olvidaba: la pipa no se le caí nunca de la boca, y primero habría estrellado de un puntapié la mejor luna de su fábrica, que dejado de tomar todas las tardes su mazagrán y su copita de ron en uno de los cafés de la rue de la Republique, mientras jugaba con su socio la invariable partida de dominó.

Papá Morin juraba que a Luisa le había tocado una suerte brillante, y mamá Morin se pavoneaba también como un papagayo en las calles de Lyon. Pero Luisa languidecía, y sus tres benefactores, el padre, la madre y el marido, pretendían que lo que necesitaba para restablecerse era... comer. ¡Pobre monsieur Morin! Él nunca había curado sus males de otro modo, y a pesar de sus años disfrutaba de un apetito conventual. En cuanto a Barot, Francine, la   —230→   cocinera de la casa, con una de esas frases golpeantes y zafadas de los franceses, se encargaba de hacer el elogio de su conformidad con el menú cotidiano. «Ah! monsieur Antoine!... Son estomac n'est pas exigent pour la qualité! Quant a la quantité c'est une autre affaire! Voilà un trou qu'il faut bien meubler tout les jours jusquau bout!

Yo no conozco tormento igual al de soportar el trato diario de las gentes opacas. Las llamo así por no llamar necios y vulgares a los padres y al marido de Luisa. Es que esas gentes, en la obesidad intelectual con que ruedan cómodamente por el mundo, no nos dejan de donde agarrarnos, y a pesar nuestro, ¡tenemos que rodar con ellos! Y, por Dios, no acusemos a Luisa de orgullosa, de vana o de romántica. Aquella criatura había nacido delicada como la flor de las orquídeas; necesitaba luz y aire para vivir, y no se adaptaba a la tierra gorda y abonada en que había brotado sano, fuerte y materialmente feliz, Antoine Barot. La ignorancia, los malos modales, la falta de gusto y de malicia, no ofenden cuando se revelan en una mujer o en un hombre del pueblo o de los campos. Yo hay nada que alivie más el espíritu de las preocupaciones de la vida de las ciudades, que penetrar al hogar de un paisano, interrogarlo, beber su vino, comer su pan, y sazonar esa mesa frugal hablándole y oyéndole hablar de sus sembrados, de sus cosechas y de sus bueyes. La naturaleza es una madre, sencilla, pero no vulgar. ¡Pero, la bourgeoisie en provincia, y en Francia!...

¡Pobre, Luisa! ¡Qué horror!

Luisa, como he dicho, se había educado en París en una de esas pensiones en que la niña, al transformarse en mujer, aspira todas las emociones extrañas y dulces que forman los ensueños dorados de la adolescencia. Si Luisa no hubiera, salido nunca   —231→   de Lyon, tendría el busto recio y la pepsina indomable de madame Morin; el rostro colorado como una frutilla, las manos y los brazos gruesos como una aldeana de Rubens. Papá Morin comenzaba a comprender vagamente el pequeño desequilibrio moral que había entre ellos y su hija, y no pocas veces se le oyó quejarse, y apuntar, movido por un sentimiento instintivo, la causa de esa desigualdad. «¡Ah París! ¡Maldito París y maldita pensión de madame Steinz! ¡Si te hubieras educado en Limoges, donde yo me eduqué, en casa de maître Jacquemin, madame Jacquemin te habría enseñado a leer y a escribir, un poco de cuentas y el crochet; comerías piedras, estarías sana y rosada como una arlesiana, y no le harías asco a nuestra sopa de cebollas!»

Papá Morin tenía razón, pero el mal ya estaba hecho.

Barot se desesperaba. En vano había hecho, como él decía, el esfuerzo supremo para halagar a Luisa: cubrir de espejos todas las paredes de la casa a fin de prolongar el espacio y la perspectiva del salón. Luisa miraba con una indiferencia glacial aquella infinita reproducción de imágenes, pero Antoine por dispuesto que estuviese a hacer su voluntad, no reparaba en ello, y era insaciable para exhibir su sala mágica, como él llamaba a su salón. Diariamente reclutaba espectadores en la calle y en el café, y de grado o por fuerza, los conducía a su casa, llamaba en su ayuda a M. Morin, los hacía circular en marcha por todo el salón, y sonreía satisfecho al ver multiplicarse en él la figura de sus parroquianos. Es que monsieur Antoine Barot había encontrado el medio de hacer servir para dos usos la sala de los espejos: como halago para su mujer, y, como exposición para su clientela. Y el muy necio se lo contaba en confianza   —232→   a Luisa. Monsieur y madame Morin encontraban que su yerno era un hombre de rara astucia y de grandes y luminosos recursos.

La felicidad de Luisa era cosa muy notoria en Lyon para que todas las muchachas de su edad no hubiesen envidiado su casamiento con Antoine Barot, hombre altamente colocado, en el comercio, inventor de un método nuevo de azogar, premiado con una medalla de cobre, y dueño de unos trescientos mil francos largos. Lleno de experiencia, cuarenta y cinco años, liberal y de una rara honradez en los negocios, no aceptaba ni por un momento el parangón con Rodolfo Morin, el primo de Luisa, que había pasado con ella los primeros años de la adolescencia bajo los nogales frondosos de Limoges, en la vieja casa de sus abuelos. Antoine sabía poco de este idilio; y por otra Parte, Rodolfo era un muchacho tan desacreditado en la familia, que sus tíos lo habían abandonado a su propia suerte. «Figuraos, decía papá Morin, que mi sobrino, destinado por mí a la noble profesión de farmacéutico, me ha costado trescientos francos mensuales en París durante tres años, y acabo de saber recientemente que el muy bribón me ha explotado, porque no sabe ni siquiera manejar el almirez. ¡Ah París, París! ¡Quién se salva en él! Si yo hubiera pasado allí mi juventud no envidiaría tu felicidad, Catalina». Y cuando papá Morin decía esto, ¡madame Morin creía todavía que su marido estaba expuesto a las tentaciones!

Rodolfo, a quien he conocido en Vichy, es un muchacho de grandes esperanzas, pero la familia Morin no da mucha fe a sus talentos artísticos. Esto sucede a menudo entre tíos y sobrinos. Todavía me acuerdo de un amigo mío, que desgraciadamente murió cuando todos sus sueños iban a convertirse en realidades, y que huérfano, había   —233→   caído en manos de un tío excelente, pero de una opacidad tenebrosa. Cuando alguien aplaudía alguna página del sobrino, el viejo rechazaba el elogio con una intransigencia heroica. Un día, recuerdo una persona de mi familia, le dijo: «señor don Ramón, el artículo de su sobrino, que publica tal diario, es una pieza notable; no hay muchos hombres que escriban como él entre nosotros». El viejo, incrédulo, le cobro cierto terror respetuoso a su sobrino, pero fue el último en convencerse de que el muchacho tenía talento.

Ni más ni menos había sucedido con Rodolfo Morin. Desde muchacho reveló una pasión singular por los lapices y el papel. Se le veía frecuentemente en Limoges errar por el campo y detenerse delante de un cuadro de la naturaleza para reproducirlo. Desde los abuelitos Morin hasta las viejas sirvientas de la casa, todos habían sido retratados por el lápiz de monsieur Rodolphe. En las largas vacaciones de agosto, cuando Luisa y Rodolfo iban juntos a vivir a casa de los viejos, los paisanos que los veían pasar corriendo por la orilla del bosque, decían siempre, que cuando monsieur Rodolphe fuese farmacéutico y cuando fuese señorita mademoiselle Louise, el cura los bendeciría. Pero Rodolfo interrogaba el porvenir sin pensar nunca en las drogas; el niño presentía que con el tiempo tendría alas y exclamaba arrogantemente: -¡Yo no quiero ser boticario!

Así sucedió. Rodolfo Morin no fue boticario; pero Luisa no fue su mujer. Refractario a la pintura, papá Morin, que nunca creyó en los talentos artísticos de su sobrino, supo con verdadero desagrado que éste, en vez de estudiar la botica, consumía la exorbitante pensión mensual que le pasaba, en estudiar el paisaje. Y, lo que era el colmo del escándalo, la pintura a la aguada: -«¡Un Morin, un   —234→   hijo de Pedro Morin, fabricante de alfombras en Lyon, entregado a la vida licenciosa del arte en París! ¡Qué vergüenza!» Desde entonces no se volvieron a repetir en Limoges las ingenuas profecías de los paisanos, y Luisa no volvió a pasar sus vacaciones de pensionista con sus abuelos. Pero había entre aquellas dos almas un vínculo espontáneo de simpatía que nació a los diez y seis años, y que la soledad, el campo y la juventud, tres grandes agentes del corazón sellaron para siempre sin que Antoine Barot pudiese disolver con sus espejos biscautés y su sala mágica de Lyon. Era en marzo, en ese mes en que los bosques no deberían visitarse sino con tutores como Ruy Gómez. Luisa y Rodolfo salieron solos: cantaban los pájaros anunciando a la naturaleza que despierta para su labor eterna; ella caminaba adelante fresca como una cereza; de repente se detuvo y entusiasmada, entre la sombra de los arbustos enmarañados, señaló a Rodolfo una anémona rosada que hacía contraste con las otras flores de la planta que eran de una blancura láctea. Rodolfo le contó un madrigal de colegio que Luisa encontró muy oportuno, pero al tomar la flor, las espinas de los arbustos lastimaron la mano de la prima, brotó la sangre, roja como el jugo de las grosellas, y Rodolfo llevó los labios a la herida y bebió gota a gota aquel licor tibio y dulce. La sangre salpicó la pechera del primo y manchó una de las cintas rosadas del vestido de Luisa. De regreso a la casa, los abuelos encontraron un moño de menos en el vestido de la niña, y algo confusa aquella historia que Rodolfo debió emitir para explicar la herida de su prima. Los viejitos se satisficieron medianamente con la explicación. Pero cuando los primos se recogieron, la abuela meneó la cabeza y resolvió prohibir aquellos paseos al bosque de las anémonas.

  —235→  

Un día, Luisa recibió en la pensión un ramo de anémonas blancas y rosadas pintadas por Rodolfo con colores a la aguada, y al pie de la cartulina estos versos que no dejaban de ser de una oportunidad adorable:


C'était au bois, en mars, et le merle sifflait.
Elle allait devant moi, délicate et mignonne,
et sa main me montra dans l'ombre une anémone
rose, auprès de ses soeurs blanches comme du lait.
Je lui contai la fable antique: -le filet
D'où s'elance le dieu que la haine aiguillonne,
Adonis qui se meurt et l'herbe qui fleuronne,
empourprée, à la place où le sang pur coulait.
Elle écoutait... Soudain aux ronces de la hate
son doigt meurtri saigna... Ma bouche sur la plaie
comme un vin capiteux but la rouge liqueur...
Goutte á goutte, le sang tomba dans ma poitrine,
et, comme aux temps lointains de la fable divine,
la pourpre fleur d'amour sentrouvrit dans mon coeur.

La niña devoró estos catorce versos que la deslumbraron con el brillo de los primeros recuerdos. Todo su corazón se reconcentró en sí mismo y saboreó en silencio la solución de aquel sencillo enigma de amor. Tres años después, Monsieur Barot encontró en un mueble de Luisa la cartulina de Rodolfo. El color de las flores había palidecido, y el tiempo había puesto amarilla aquella página. Antoine no se dio la pena de admirar las flores ni de leer los versos. «Toma, le dijo a Luisa, un dibujo de esa bohemio de tu primo, adornado de un madrigal, que es lo único que sabe hacer». Luisa tomó la pintura de manos de su marido, y se puso roja como la púrpura. Pero Antoine era opaco como un espejo al revés, y salió para su fábrica pensando en una luna de una pulgada de espesor que tenía en preparación. La salud de Luisa empeoraba de un modo visible. Decididamente los consejos de papá Morin eran impracticables; Luisa no disfrutaba del apetito patriarcal de sus padres y de su marido. Lyon le era cada día más insoportable, y no sé que maldita inspiración hizo concebir a Barot que un verano en   —236→   Limoges, cerca de los abuelos, restablecería su salud. Francine preparó los baúles; y en los primeros días de marzo de este año, los abuelos Morin recibían a su nieta en su casa de campo, llena de recuerdos encantadores pero peligrosos para la recién llegada. La alegría de los viejos comenzó a manifestarse por besos y abrazos, y acabó, como siempre terminan estos cuadros tocantes de familia, por lágrimas y sollozos, en los que como era natural, tomaron parte los antiguos sirvientes de la casa que habían conocido niña a mademoiselle Louise. Barot escribía poco pero regularmente; sus cartas eran de una igualdad desesperante.

«Mi querida gatita: (Barot encontraba del mejor gusto el dar este tratamiento a su mujer) hemos tenido una desgracia irreparable en el taller. Ya sabes cómo es de aficionado a los perros de caza Monsieur Menestron; el otro día entró con 'Diana' y 'Medor' al depósito núm. 1, donde tenemos guardados los elipsoides gigantescos. 'Medor' persiguiendo a 'Diana' trepó sobre una pila, le falló un pie y cayó sobre el Atalanta, la pieza más notable de mi fábrica; tres y medio metros por uno y medio; cristal de Bohemia; dos pulgadas de espesor, setecientos pies cuadrados de azogue; veinte mil francos de pérdida. Reparación imposible. 'Medor' ha pasado por el medio dejando un agujero enorme. ¡Estoy desolado!»

El sábado siguiente Luisa recibía otra carta de Barot:

«Mi querida gatita: más consolado, he hecho espejos chicos de los restos del Atalanta y los he vendido a buenos precios. El azogue ha subido mucho; el tiempo muy húmedo; imposible trabajar porque el cristal no muerde la masa. Desmenoir frères y Cía., fiasco completo en la exhibición anual de lunas. Si ese Monsieur Menestron no se hubiera   —237→   metido a mis depósitos con sus malditos perros, mi Atalanta saca el primer premio, pero...».

Y seguía la misma retahíla. La pobre Luisa no tenía valor para terminar aquella invariable correspondencia semanal. Los abuelos y especialmente el viejo, encontraban soberbias las cartas de Antoine Barot, pero la abuelita observó un día que había poco amor y ninguna poesía en ellas: Luisa suspiró lánguidamente.

Una mañana de marzo, Luisa oyó ruido en la puerta de calle y una voz que no le pareció desconocida. Tratando de engañarse a sí misma, procuró cerrar los ojos y los oídos para no darse cuenta de lo que pasaba. Pero de repente, radiante, y medio ahogada de alegría, entró al cuarto en que dormía Luisa, una de las antiguas sirvientas de la casa gritando: -«¡Señorita! Monsieur Rodolphe acaba de llegar de París; es todo un hombre y todo un pintor de fama; ¡viera usted que buen mozo es! ¡Qué lindos bigotes tiene! ¡Qué ojos, y qué figura, arrogante! ¡Sus abuelos lo han encontrado parecido a Rafael! ¡Trae pinturas y va a retratar a todo Limoges! Lo que ha sabido que estaba usted en casa ha querido marcharse. ¡Es verdad!... monsieur Morin quería que fuese boticario, pero monsieur Rodolphe quería ser pintor, ¡y de allí el rompimiento! ¡Qué lástima de cuestión!»

Luisa no había visto a su primo desde el día del ramo de anémonas, y la última noticia que de él recibió, fue un envío de las flores pintadas y de los versos a la pensión. Después de esto, Rodolfo tuvo la audacia de descubrir a su tío, sus pretensiones hacia Luisa, y monsieur Morin, que a consecuencia del cambio de profesión le había retirado del todo su ayuda, prohibiole solemnemente que pusiera los pies en su casa por ningún motivo. Pero para todos, las primaveras que Luisa   —238→   y Rodolfo habían pasado en Limoges eran un cuento de hadas, menos para el joven pintor y para su exquisita prima madame Barot. Luisa experimentó un temblor irresistible cuando supo que su primo acababa de llegar; y Rodolfo palideció cuando supo a su turno que madame Barot estaba pasando la temporada de campo en casa de los abuelos y que ocupaba el mismo cuarto que había sido de ella en otros tiempos. Sin embargo, el encuentro de los dulces compañeros fue cómodo para ambos en el instante de saludarse. Luisa mantuvo una estricta reserva con su primo, y Rodolfo se limitó a informarse de la salud de sus tíos guardando después silencio. Los abuelos atribuyeron aquella acogida glacial a los resentimientos de la familia con Rodolfo, que tantos malos ratos había ocasionado a papá Morin con su aversión a la farmacia y con su alarmante vocación a la pintura.

Pero el éxito con que Rodolfo terminó su carrera, había acallado todas las murmuraciones de la familia Morin; y al fin y al cabo, según lo decían dos abuelos, Luisa no tenía motivo para tratar de ese modo a Rodolfo, porque si su marido era miembro principal de la razón social Barot y Cía., fabricantes de espejos en Lyon, aquel día uno de los jóvenes pintores de cuyos cuadros hablaban con más frecuencia los diarios de París; y las muchachas de Limoges, no sin razón, ponían al joven artista dulces y sentimentales los ojos, ¡porque lo consideraban un partido brillante! ¡Inútiles tentativas! ¡Rodolfo estaba resuelto a no casarse, y en Limoges mucho menos!

Hacía una semana que los dos primos vivían en casa de sus abuelos. Una mañana, Luisa, que acostumbraba a pasear por la orilla del bosque, atraída por la sombra cariñosa de los árboles, penetró por una senda angosta que conducía muy lejos de la   —239→   calle principal. De pronto, se detuvo inmóvil, como si un obstáculo insuperable le impidiera seguir a su camino: Rodolfo pintaba a un lado de la senda, y al ruido de su vestido y de sus pasos había descubierto a su prima que venía hacia él. Verla y levantarse, fue la obra de un instante, y aquellos dos seres que se miraban fría e indiferentemente entre los extraños, no pudieron disimular la emoción de aquel encuentro fatal. Luisa estaba roja como una grana; Rodolfo pálido y tembloroso. Quiso interrogarla y balbuceó algunos monosílabos incomprensibles; ella trató de contestar, y la voz se ahogó en su garganta. ¡El amor suele ser a veces de una ineptitud lamentable!

Al fin, Rodolfo se arriesgó:

-Luisa, la dijo, si te molesto cambiaré de sitio.

-¡Oh no! Yo me retiraré. Perdóname si te he importunado; no sabía...

-¡Oh! quédate por favor, si es que tú también no me odias.

-¿Odiarte? ¿Y por qué? ¡Yo no sé odiar a nadie, Rodolfo...!

-¿Te acuerdas de estas flores? -dijo Rodolfo interrumpiéndola y mostrándole un gajo lleno de anémonas blancas y rosadas. Desde aquel día odio esas flores porque han sido mi desgracia. ¡Tú me juraste ser mía Luisa y tú también me has engañado!

Luisa no tuvo valor para contestar, y la escena iba a prolongarse de una manera inconveniente para madame Barot, cuando en el fondo de la calle aparecieron los abuelos caminando lentamente, enlazados como dos novios, y cortaron la continuación del idilio. Luisa murmuró unas palabras para justificar su presencia, y Rodolfo volvió a su caballete y a sus pinceles. Aquella tarde, cuando todos entraron en la casa, la abuela volvió a menear la cabeza   —240→   como en otros tiempos y dijo al oído de su marido:

-¡Hum! ¡Decididamente, Rodolfo nos compromete! Y este año la primavera se ha anticipado mucho, mucho, Martín; llámalo aparte, y dile que se marche a París. Ese Antoine Barot se preocupa mucho de sus espejos y nada de su mujer.

Pero no fue necesaria la interposición de los abuelos. Al día siguiente, Luisa, en medio de la sorpresa de toda la casa, resolvió su regreso a Lyon; y por la tarde, Rodolfo desde la orilla del bosque, vio cruzar como un relámpago el tren que la llevaba.

Un telegrama hizo saber a la familia Morin y a Barot que Luisa llegaría a Lyon a la mañana siguiente. Los tres la esperaban en la estación. Monsieur Morin con su paraguas azul y su levita de paño negro; madame Morin con su vestido de seda, inflado como un globo en el instante de partir; una gorra con flores color naranja que hacía esfuerzos inauditos para mantenerse quieta sobre dos baterías laterales de bucles engomados, irradiando oro de cadenas y prendedores desde las orejas hasta la cintura, empinándose con impaciencia por sobre todo el mundo para ver llegar a su hija, y abanicando incesantemente su rostro que destilaba sudor y cosmético derretido. Antoine Barot incomparable; llevaba su pantalón de damero a cuadros como el plano de una ciudad, y su redingote cursi pero orlado de un moño púrpura en el ojal de la solapa. Cuando Luisa bajó del tren, antes de preguntarle por su salud y por los viejos de Limoges, el padre y la madre, mudos de alegría, le llamaban la atención sobre la cinta roja de Barot, mientras que este no se quedaba atrás, porque tomándola con la mano derecha se la metía por los ojos a su pobre mujer y le decía:

-Caballero de la Legión, ¡mira! ¡mira! «El mar   —241→   de luz», cuatro metros por uno y dos tercios; ¡éxito completo! ¡Mira! ¡Mira!»-. Y la pobre Luisa tenía que cerrar los ojos, de temor de perderlos, porque aquel imbécil le restregaba la solapa por la cara.

La temporada que Luisa había pasado en Limoges no contribuyó, por cierto a restablecer su salud. La familia no se daba cuenta de su estado, hasta que por una causa indirecta, monsieur y madame Morin y el incomparable Antoine Barot, se trasladaron a Vichy, donde yo tuve ocasión de tratarlos par un incidente casual que me ha hecho conocer también esta historia.

Debía inaugurarse durante esta estación el Cercle International, preciosísimo y suntuoso club situado en uno de los extremos del parque. Los grandes espejos que lo adornan habían sido encomendados a la casa de Barot y Cía., fabricantes de espejos de Lyon; gran medalla de cobre, en la exposición lyonesa de 1879; gran medalla de plata en la exposición departamental 1880; brevet d'invention etc., etc.

Barot no cabía de orgullo; en la plaza de Belle Cour, de la noble villa manufacturera, no había un solo curioso que no hubiera marchado preso de la manga a visitar las lunas que Barot y Cia. azogaban para el Club de Vichy. Todos las encontraban colosales y soberbias. Antoine mismo debía dirigir su colocación en el gran salón, y ni el maquinista de la Grande Opéra de París habría tenido tarea más ardua que aquella sobre sus hombros.

-Mira Luisa -la dijo un día pegándose en la frente como un hombre que acaba de concebir una idea luminosa- puesto que de todos modos tenemos que trasladarnos a Vichy el mes que viene, aprovecharemos la oportunidad para que tomes las aguas.   —242→   ¡Quizá te prueben mejor que los destierros de Limoges!

Papá y mamá Morin que hacían siempre coro a las brillantes ideas del yerno, declararon otra vez que Antoine era un hombre de genio. Se consultó al médico de la familia -un viejo lionés que detestaba a los médicos de París y que era un héroe del período de las sangrías- y éste no hizo oposición.

El mes pasado la familia Morin y Antoine Barot estaban instalados en el Hotel du Parc y el diario de Vichy, anunciaba pomposamente el arribo del incomparable fabricante de espejos: «Acaba de alojarse en el Hotel del Parque y del Casino el señor Antoine Barot, caballero de la Legión de Honor, fabricante de espejos de Lyon, exornador del gran salón del Cercle Intervational, gran medalla de plata, etc., etc.


Una mañana, en una tienda de un judío, llena de preciosidades, vi un cuadrito que me llamó profundamente la atención. Representaba una calle de nogales, y bordando la senda, un grupo de plantas de anémonas blancas y rojas; una muchacha, herida con las espinas de unas zarzas, había dejado caer algunas flores a sus pies. Había aire en aquella tela, y en elogio del artista, diré algo que rayará la exageración, pero que expresa mi entusiasmo: se aspiraba el perfume del campo en aquella alameda que remataba en un pedazo de cielo, y llenaba el ambiente la gracia incomparable que fluía del gesto ingenuo de la linda lastimada.

¿Cómo se llama ese cuadro?

-«Las Anémonas», me contestó el mercader, creyendo por mi entusiasmo que se trataba de un negocio hecho.

-¿Cuánto vale?

-Tres mil francos; les regalado: su autor Rodolfo   —243→   Morin, primer premio del último salón, ¡y tiene apenas 25 años!... ¡Ya veis señora! -agregó el judío dirigiéndose a una mujer joven y bonita que en un rincón de la tienda permanecía extasiada, como yo, delante de la tela- venís todos los días y no acabáis de decidiros.

Había en el rostro de aquella persona un no sé qué de distinción que valía la belleza misma. Con uno de esos trajes que los refinamientos de la moda han concebido para traducir la delicadeza de los contornos y las líneas fugitivas y sobrias del busto y de los brazos, la desconocida me llamó -lo confieso- profundamente la atención. Mi curiosidad debió molestarla bastante, porque sin poderlo evitar comencé a mirarla alternativamente con la tela y acercándose a la puerta desapareció en la calle.

-¿Quién es esa señora? -pregunté al judío.

Toda la fisonomía del mercader se alumbró como una lámpara, y moviendo maliciosamente los ojos y tirándose misteriosamente la barba, me dijo:

-Fijaos en el cuadro y sabréis quien es.


Vichy, agosto 20 de 1880.

Mi querido amigo:

Te llevará esta carta mi amigo Rodolfo Morin que va por algún tiempo a Buenos Aires. Morin es un artista de mérito y su nombre ha sido saludado en París con la simpatía más completa. Trátalo y preséntalo a nuestros amigos. Verás que es un artista y un poeta de alma y de corazón. Morin va enfermo y lleva la intención de restablecerse allí. Hazle feliz, la vida y cuenta con mi agradecimiento -tuyo.

  —244→  


Dos días después de despedirme de Rodolfo Morin que salía para Buenos Aires, el judío del Parque de Vichy me llamó con mucho interés y me dijo:

-Señor, dígame usted donde vive para mandarle «Las Anémonas»; M. Morin me ha dado orden de enviar el cuadro a su casa.

¡Imposible obtener la revocación de aquel presente inesperado! Quise observar, pero el judío me objetó que no podía dejar de cumplir las órdenes del pintor ausente, y tuve que aceptar el cuadro que conservo en mi poder.

Pero el día antes de embalarlo pasó por la tienda del judío el incomparable Antoine Barot, y recorriendo las pinturas expuestas, detuvo sus ojos asombrado delante de la tela de Morin y exclamó:

-¡Tiens! ¡On dirait ma femme!



  —245→  

ArribaAbajoLammermoors Land!

Heidelberg, setiembre 20 de 1880.

En los primeros días del mes de julio y después de haber recorrido todo el Rhin burgrave salía yo de Ostende para Dover. Había atravesado las provincias rhinianas entrando en las bellas campañas de la Bélgica. Era la segunda vez que pisaba el suelo de la Inglaterra. Iba solo, pero buenos amigos me esperaban en los lagos y en las montañas escocesas. Llegué a Londres, y desde que salí de Charing Cross , y asomó por el Strand a Trafalgar Square , las calles y las plazas, las casas y los monumentos, los ómnibus y los cabs que se desenvolvían en la eterna y complicada red del tráfico, me parecían viejos conocidos. Estaba en mis barrios, y sentía esa satisfacción ignorada para quien recibe por primera vez el golpe de vista que ofrece una ciudad como Londres. Llevaba la intención de salir en el acto para Glasgow, pero no pude resistir al deseo de sorprender a mis amigos de Charlotte Street, Bedford Square , y me dirigí a la hospitalaria casita de Mrs. Cochrane, la simpática y cariñosa Mrs. Cochrane, la inglesa más decididamente argentina de todo Londres. Sorprendí a uno de mis   —246→   compañeros cantando en el piano con el entusiasmo, británico más recomendable, la canción en boga del Pavillion the Penny's Snobs-


He wears a penny floiver in bis coat, «lardy dah!!»
And a penny paper collar round his throat, «lardy dah!!»
In his hand a penny stick.
in his mouth a penny pick,
and a penny in his pocket, «lardy dah, lardy dah!!»

-¡Hola! ¡aquí estoy yo! -le dije, después de haberle cantado a su espalda el coro de la canción- ¡pronto! ¡un cuarto para mí y un asiento en la mesa!- y me instalé en medio de la sorpresa que causó a los presentes mi repentina aparición. No era para menos, hacía once días que faltaba de Londres y había estado cinco en París, uno en Colonia, horas en Coblenza, cinco en Saint Goar, donde los ascendientes maternos de mis hijos yacen a orillas del Rhin rodeados de castillos feudales y de viñas doradas; otro día en Bruselas, de vuelta, y una media hora en Ostende, lo bastante para forjarme las impresiones de una tela flamenca -las barcas de velas latinas, coloradas, los canastos de ostras en la playa, los pescadores destacándose entre las nubes espesas del humo de sus pipas y con la nariz sumergida en la espuma inconsistente de los jarros de cerveza.

Pasé en Londres unos pocos días; salí enseguida para Glasgow en el volador escocés , y por la noche cerré los ojos y me dormí soñando que viajaba en el caballo de Rolando. A las 7 de la mañana estaba instalado en Waverley's hotel , y a las nueve en casa de mi excelente amigo Mr. Agar, un porteño incorregible, que habla el español lo mismo que nosotros, y para el cual, todo, todo es lindo en Buenos Aires, hasta el empedrado de la calle de Buen Orden. Este caballero con el cual me liga hoy una amistad estrecha, me hizo conocer Glasgow por dentro y por fuera: la ciudad que sonríe y encanta   —247→   con el espléndido parque que domina la Universidad y los Terraplenes y Recintos de Sauchiehall Street; y la ciudad-usina que parece eternamente envuelta en tormentas; aquella en que los astilleros de John Filder no cesan de dotar al mar con escuadras y flotas mercantes. Cuando se habla de Glasgow en Buenos Aires, se cree generalmente que la Liverpool escocesa no pasa de ser un barrio de los Millwal o West India Docks de Londres. Allá estamos acostumbrados a ver el nombre de Glasgow sólo en el dorso de los durmientes y en la popa de los buques que fondean en la canal exterior. ¡Cuánto nos sorprende descubrir aquí que Glasgow es una de las más lindas ciudades de Europa! Si Buenos Aires tuviera una cuadra de Argyle o de Buchanan Street , y la cuarta parte de sus parques, sería una ciudad completa a pesar de sus viejos y monótonos barrios coloniales. No me puedo detener en una fría descripción de las grandezas que contiene esta capital de la industria escocesa, pero no puedo menos que señalar, de paso, la jerarquía que ella ocupa entre las primeras ciudades de la Gran Bretaña.

La última campaña electoral que ha dado la victoria a los bandos liberales, tuvo a Glasgow por teatro principal en Escocia. Su claustro universitario, uno de los más ilustres del Reino Unido, abrió sus puertas a Mr. Gladstone en su peregrinación política por las ciudades, las villas y las campañas inglesas.

El hábil leader del partido liberal, habló dos días delante de uno de los públicos más doctos de Inglaterra. Sin afectar las cuestiones palpitantes de la política misma, exhibió en una de las arengas más famosas que haya pronunciado hasta ahora, los grandes destinos históricos del pueblo británico en las artes y en las ciencias. Aquello fue   —248→   uno de los triunfos oratorios más ruidosos que un hombre público puede obtener para labrar en veinticuatro horas, no sólo su prestigio propio, sino el prestigio de un partido oprimido hasta entonces por la firme conducta de sus enemigos. Poner al servicio de una causa, el talento y el saber fuera de la esfera ardiente de las luchas electorales, es otro medio político desconocido entre nosotros, donde los triunfos de la inteligencia que no brillan en la prensa o en la tribuna parlamentaria, son pura pérdida para los partidos cuando se obtienen en la cátedra o en el libro. Ecos perdidos en la indiferencia de nuestro pueblo.

Fueron las grandes ciudades fabriles y manufactureras de la Gran Bretaña el blanco sobre el cual lanzaron sus tiros los liberales de 1880; y Mr. Gladstone comprendió perfectamente que en ellas estaba su teatro, cuando resolvió levantar su tribuna en las plazas, en los clubes y en los colegios de Liverpool, de Manchester, de Birmingham, de Stirling y de Glasgow. Esa enorme masa social que se agita en el comercio en las fábricas y en los astilleros de estos pueblos, necesitaba una voz que le diera la clave para descifrar las causas de la paralización comercial que los conflictos de Afganistán, de Oriente y del Cabo, habían operado sobre los mercados ingleses y sobre las plazas de ultramar. El jefe liberal, echando a un lado con más malicia que sinceridad los escrúpulos de viejas ideas, proclamadas sobre la preponderancia continental de la Inglaterra, templó las sonoras vibraciones de su voz con el tono en que vociferaba contra Beaconsfield toda esa colmena ensordecedora de grandes mercaderes; y el orador se paseó triunfante, entre un ¡hurra! no interrumpido desde Glasgow hasta Edimburgo. Glasgow fue al norte el cuartel general de los liberales, y la vieja   —249→   Escocia bajó también de sus montañas a cantar hosannas al agitador.

¡Grande debió ser el cuadro que presentaba en los primeros días de marzo el parque en que se alza la majestuosa Universidad de las márgenes del Clyde! Una fotografía que se encuentra en todas las vidrieras de Argyle y Buchanan Street, da una idea de aquella imponente escena de las libertades políticas de un gran pueblo. Mientras el hombre público, bajo las bóvedas doctorales del edificio, hablaba con el estilo y las ideas del antiguo alumno de Cambridge, en la esfera vasta y serena de la ciencia y de las letras, la masa popular que rodeaba la Universidad, y que no podía oír sus palabras vivaba su nombre, y él sacaba así las ventajas políticas de su victoria al parecer puramente universitaria. Pero me aparto de mi ruta y es necesario volver al punto de partida.

No podía conformarme con regresar a Buenos Aires sin haber visto la tierra romántica de los Mac Gregor. Esa tierra que ha sido descubierta -digo poco todavía- que ha sido hecha, por el más virtuoso el más sabio el más grande de los novelistas que ha producido el siglo XIX. La Escocia antes de Walter Scott; era, un matorral , como la llamaban las cultas y afectadas damas inglesas del otro siglo. El autor del Rob-Roy fue su primer explorador, el primer pioneer que recorrió sus montañas, que navegó sus lagos sombríos y majestuosos, que atravesó sus selvas agrestes y salvajes, que espulgó los archivos de sus castillos, de sus palacios, de sus solitarios y olvidados monasterios. Él fue el restaurador de la gloria de sus héroes, el juez y defensor de sus reyes, el salvador de los tesoros de su Corona sepultados entre los muros macizos de los baluartes; él, en fin, ha hecho a su patria el más grande de los   —250→   beneficios. Walter Scott no es solamente el novelista, el poeta, el anticuario, es el resurrector de un pueblo, de una raza, de un período histórico. Ha sido el inspirador de Macaulay, el fundador de la escuela histórica moderna, el arqueólogo que ha rehecho un estado social y político olvidado. Ha legado, en fin, a su patria la herencia más grande que jamás filántropo alguno pudo dejarle por grande que hubiese sido su fortuna: sus novelas, que atraen 200.000 turistas al año, ávidos de seguir la leyenda y el poema en el teatro mismo de sus héroes; renta enorme con la cual ninguna institución de crédito podría rivalizar. Cuando anciano y abatido por sus dolencias físicas, la Inglaterra ponía a su disposición un navío de tres puentes para que fuera a respirar las brisas tibias del Mediterráneo, su patria no podía calcular entonces, cuán pequeño era ese homenaje, ¡comparado con la opulenta fortuna que representaban los volúmenes de Waverley Novels!

Llegué pues a Escocia con el espíritu deslumbrado por todos los prestigios del romance. Quince años hacía que había leído aquellos libros queridos, amigos de mi juventud, cada cual más amado y más bello. Pero la memoria débil e infiel para la novela de nuestros días, donde los personajes se mueven en los salones y en las alcobas, no había olvidado las grandes figuras y los contornos enérgicos de aquellos cuadros históricos. Ivanhoe el más ideal de nuestros ideales juveniles, se me aparecía todo vestido de hierro, volteada la visera sobre el rostro, orlado el casco por el flotante penacho de plumas negras, asida la lanza con la diestra defendida por las escamas aceradas del guante; airoso y amenazador sobre su gigante caballo que lanza un relincho guerrero sobre la arena del torneo. Entre la muchedumbre   —251→   bulliciosa que presencia la escena, aquel episodio del viejo arquero, que cuenta entre los grupos las proezas de sus mayores en el campo de Hastings, más allá el ermitaño, y apareciendo entre la senda del bosque el gran rey Ricardo, más grande todavía, después del Talismán que esbozó su figura en todos sus detalles. De Ivanhoe me trasportaba al Abad , al Monasterio The highland Widow, the Fair Maid of Perth, Rob Roy, los clans errantes por las montañas, sus guerras intestinas, los combates parciales de sus caudillos, sus trajes vistosos, orlados por las flores rojas del heather , sus cuchillos ataviados lujosamente con los ricos cristales de Inverness, sus gorras características coronadas por la flor emblemática del cardo que advierte al enemigo el genio indómito de la raza; y me creía instalado en aquel mundo de tan fantásticas bellezas como la tierra que les sirvió de teatro.

Toda la fuerza íntima y resurrectora de mi memoria extraía de su seno insondable las imágenes evocadas, pero al agolparse sobre la pluma que vuela, ¡el tiempo me falta para trasmitirlas al papel!

Yo había hecho mi plan de viaje en Escocia con la misma tranquilidad que si se tratara de recorrer una biblioteca o una mesa de papeles que no se hubiesen tocado por algunos años. Tomé las guías como simples auxiliares, pero me guardé bien de someterme sumisamente a sus indicaciones. Por este medio he conseguido conocer todas las ciudades principales y todas las comarcas que me despertaban un interés palpitante. Comencé por el centro desde Loch Lomond hasta Loch Achray y Loch Venachar, y circundé todo el mapa desde Glasgow a Oban, por el canal Caledonio, hasta Inverness, y desde Inverness a Edimburgo por la margen   —252→   oriental de la Escocia. En esta red, toda la tierra de Rob-Roy con sus lagos interiores y sus ásperas serranías, queda perfectamente comprendida. Y tengo que agradecer profundamente mil y mil veces a mi excelente y distinguido, amigo Thomas Agar, la compañía que me hiciera en una buena parte de mis expediciones.

El 8 de Julio por la mañana zarpábamos de Greenock, el puerto avanzado de Glasgow, en el Lord of the Isles, el vapor más suntuoso que surca los lagos salados escoceses; con comodidades para 300 pasajeros y con una máquina que obtiene fácilmente 22 nudos por hora. Íbamos con rumbo a Inverary, la recia residencia de los duques de Argyle, cuyo nombre está tan vinculado a la tierra escocesa. Desde que salimos del Clyde y comenzamos a penetrar en aquellas largas y complicadas lenguas de agua del océano que lamen las montañas occidentales de la Escocia, el espectáculo comenzó a desarrollarse en toda su majestad; las aguas saladas y claras de los lagos eran de un verde diáfano y purísimo; la cintura protectora de las montañas las conservan tranquilas; los vientos y los vaivenes de las grandes masas de agua del mar se rompen entre los promontorios exteriores, y las débiles ondulaciones no tienen fuerza ni aun para rizar la superficie de aquellos golfos. De un lado al otro, montañas en cuyas plantas y laderas fermentan una infinidad de pequeños pueblos sobre los cuales no podría detenerme sin dar a estas páginas proporciones enormes.

Al poco tiempo de salir de Loch Fyne y después de haber recorrido el majestuoso Loch Long, avistamos a Inverary, a poca distancia del río Ary que corre casi al pie del imponente Castillo de los Duques. Salté del vapor con el propósito de visitar aquel asiento de una de las   —253→   familias más antiguas y famosas de la nobleza escocesa; pero desgraciadamente, la entrada estaba prohibida para el público y aunque el guardián parecía interesarse en mis empeños reiterados, no fue bastante resuelto como para abrirme las puertas. Me contenté con recorrer el bosque espléndido que lo rodea, cuya entrada me franquearon, merced a mi carácter de extranjero, y desde las calles inmediatas al castillo pude admirar aquella mole de piedra con sus cuatro torres redondas y el gran pabellón que corona su parte superior. Los campos del duque de Argyle figuran entre los más famosos rendez vous de caza de la Escocia, pero, desgraciadamente, la puntería de los aficionados sin título o sin un nombre célebre en la sociedad inglesa, no tiene ocasión de distinguirse en los faisanes y en las liebres de sus bosques.

Desde Greenock hasta Inverary he podido admirarlos yachts más gallardos que el lujo y la fantasía británica han aparejado para surcar, de una margen a la otra, en largas y audaces bordadas, esos tranquilos lagos. Los que no tienen el sentimiento da la estética naval no pueden comprender la honda admiración que produce el conjunto de esos barcos. Les sucede algo parecido a aquellos que nacieron sordos para el ritmo y para la música. Y sin embargo, jamás la ciencia de las líneas geométricas se hermanó tan íntimamente con el ideal poético de la forma. Esas naves sobrepasan en coquetería a las barcas de Cleopatra, y en belleza a la indolente góndola veneciana. Su casco tiene la delicadeza, la elegancia y la riqueza del mueble más artístico que haya salido de las célebres fábricas de París o de Viena. La curva fugitiva de la borda, que se levanta airosa sobre las proas ágiles y cortantes como el pecho de los pelícanos, y que desaparece elegantemente hacia   —254→   la popa, anima aquel yate ataviado de velas dóciles a la brisa que se tiende voluptuosamente sobre las aguas mientras sus tripulantes, atentos al rumbo y firmes a la caña, espían el momento oportuno para cruzarse sobre sus rivales y ganar una victoria.

Allí acude toda la juventud inglesa durante los días templados de julio y de agosto, y desde que el vapor zarpa de Greenock, la flota de yates no cesa de hacer su desfile, como la bandada de gaviotas pescadoras que vuela perseverante en pos de la estela de la nave. Frente a Banavie y en una de las grandes compuertas del canal Caledonio visité una de esas embarcaciones singulares: La Nerissa , propiedad de un joven lord, que venía de voltejear en Loch Linhe. Media 180 toneladas, su aparejo era de pailebot pero armado en unos palos desmesuradamente altos. Su cámara, una joya de riqueza y de buen gusto, tapizada de ricas telas orientales y adornada por cuatro acuarelas que representaban otras tantas victorias del yacht . Una chimenea de bronce adornaba el pequeño salón, y en sus columnas la parietaria y esa infinidad de enredaderas que sólo los ingleses saben cultivar en donde quiera que se hallen, mezclaban sus hojas y sus flores en rededor del marco de un espejo, obra maestra de sencillez y de buen gusto. A proa la hospitalidad de aquella miniatura artística no era menos agradable; una pieza de forma octógona amueblada con sillas y sofás de cuero, anchos y confortables, servía de sala de lectura; sobre la mesa Walter Scott, Ossian, Burns, Moore; en los estantes un sinnúmero de romances ingleses del día y casi toda la colección del Sea Side. Todas estas obras estaban encuadernadas en esa lujosa pero sobria pasta que conserva inalterable el perfume   —255→   de los libros ingleses, peculiarísimo y único en el mundo. El dueño de La Nerissa, con una franqueza espontánea, nos abrió las puertas de su mansión flotante y nos despidió con una copa de brandy y agua y con un recio apretón de manos.

¡Cuantos habrá entre nosotros que no darían un paso por navegar en un yacht como La Nerissa por temor a un ataque de spleen escocés! Cuestión de gustos; así las carreras, otra de las diversiones favoritas de los ingleses, me producen a mí un sueño invencible: la presencia de un jockey basta para hacerme bostezar.

La costa occidental de la Escocia es la tierra de Fingal. Vista en el mapa, parece que el mar, en sus embates eternos, la hubiese recortado desigual y ásperamente. La Escocia occidental, sobre la carta geográfica, semeja una gota de plomo enfriada irregularmente al caer; sus márgenes están erizadas de islas y promontorios; sobre ellos, según la leyenda, resonaron los ecos de la trompa de Ossian, a la luz de la estrella de la tarde, convocando al combate a los hijos de Cuchullin. He visitado la gruta imponente que lleva el nombre de Fingal, en la que las olas del océano se rompen con fuerza cuando el viento del este azota la costa escocesa nada de más salvaje y extraño que el aspecto interior de aquel antro que abre su pórtico de sesenta pies de altura sobre el mar, con su galería profunda sostenida por columnas de una simetría prodigiosa y con su techo adornado de pilares colgantes. El golpe de las olas rebota en los muros basálticos de la gruta y repercute sorda y melancólicamente en su seno lóbrego y sombrío. Cuando el pequeño esquife que penetra en ella vuelve a salir al mar, el aspecto del océano, del cielo, y de las montañas, anima y levanta el espíritu que sale oprimido de las   —256→   bóvedas de aquella enorme y solitaria galería. Esta costa y esas montañas que se levantan sobre el horizonte, son las comarcas de Ossian, el Homero de las epopeyas del Norte. Allí sobre las cuchillas batallaron diez días y diez noches los hijos de Fingal. Allá, por entre la selva de pinos olorosos y sombríos, voló el mensajero que llevó la noticia de la victoria al campo de Erin. En aquel valle templó Dora el harpa y tejió la corona de roble para su amante vencedor. En aquella falda Calmar y Orla, los héroes hermanos, Calmar dulce como el resplandor de la luna, y Orla; impetuoso como los torrentes, cayeron combatiendo contra toda una legión; los cuervos nocturnos graznaron alrededor de sus cuerpos, mientras los bardos celebraban sus hazañas bajo las copas de las encinas.

No lejos de Perth está Crieff. Cuenta la tradición que entre Glen Almond, y Small Glen, una enorme piedra, desprendida de las montañas, cayó sobre el valle para cubrir las cenizas de Ossian. Wordswosth ha inmortalizado la tradición en una de sus estancias:


In this still place, remote from men,
sleeps Ossian in the narrow glen

La isla de Iona contiene las tumbas de los famosos caudillos escoceses. Los célebres ascendientes de los Maclean y de los Macdonald yacen allí: los primeros, protegidos por sus características cruces rúnicas; los segundos, separados de sus rivales en una serie de tumbas especiales. La catedral de Iona es uno de los templos más famosos de Escocia y ha sido popularizada por la pluma del duque de Argyle. Cuando el vapor se aleja de Iona y de Staffa y perdiéndose de nuevo en los golfos interiores, para volver a Oban, se abandona con cierta   —257→   tristeza aquellas islas risueñas y románticas que la tradición ha dotado de tantas leyendas deslumbrantes.

Yo había ido a Oban por el nuevo camino de hierro que acaba de hierro que acaba de construirse, y que pasa por Callander, construcción prodigiosamente audaz y sobre todo tendida en la comarca más selvática y agreste de la Escocia. No se puede retirar los ojos de los cristales. No son éstas las campañas verdes y risueñas de la Suiza, donde todo es dulce y alegre a pesar de la majestad de las montañas. Este es un país erizado de selvas negras, de riscos ásperos y de valles sinuosos. Todo es solemne en el paisaje de Stirling hasta el extremo septentrional del lago Awe; los torrentes que se desprenden de la altura se suceden en tal número, que es difícil explicarse de cómo aquellas enormes masas de agua encuentran su nivel sin anegar los valles, desbordándose en los lagos y en los ríos. Es este el escenario típico de los clans , que podríamos llamar la intrépida montonera escocesa, porque Rob-Roy y sus bandas llevaban la guerra de recursos a los usurpadores de sus tierras, y cuando el enemigo común desaparecía, semejantes a los señores feudales en otros tiempos, las tribus de unos y otros se hacían también la guerra de conquista en una constante rivalidad. Nada más hermoso y como cuadro de ese oscuro y constante batallar, que la Fair Maid of Perth, donde Walter Scott ha pintado con los colores más vivos de su paleta el tremendo combate entre el clan de los Chattan y el de los Quhele . El género descriptivo jamás ha encontrado un pintor como el autor de Waverley. Puede decirse que no hay una comarca, un lago, un río, una sola siquiera de sus playas, que no hayan sido puestos en acción por su pluma. El mapa de Escocia podría formarse con las descripciones geográficas de sus novelas;   —258→   la cueva de Mac-Gregor se conserva a las márgenes de Loch Lomond; el teatro del Abad no es una invención, está vivo como en el tiempo de sus héroes; el puente del Aive recuerda aquella conmovedora relación de la Viuda del Higlander y en el valle del Alwyn, cerca de la mansión del poeta, podrían localizarse hoy día las escenas dramáticas del Monasterio . Yo me he sentado sobre los blancos guijarros de la Silver Strand, y he subido a la Isla de Elena en el lago Katrine, cuyas montañas sirven de marco a las románticas estrofas de La Dama del lago . En todas partes encontramos a Walter Scott y sus creaciones. Y cuando se cruza Loch Lomond y se pasa al pintoresco y famoso camino de los Trossachs por Loch Katrine, es de los Mac Ivor, de los M'Dougall, de los Macdonald, de quienes se habla. Lammermoor, esa reproducción del Romeo y Julieta de Shakespeare en los odios de los señores escoceses, viene a la memoria; y la muerte de Edgardo y de Lucía no es menos llorada que la de los apasionados novios de Verona.

Tengo viva en la mente la tarde en que navegábamos por Loch Katrine con mi amigo Ayar. Habíamos salido de Glasgow el sábado con uno do esos días providenciales bajo las latitudes escocesas. Un sol de oro bañaba el cristal de los lagos y la cima histórica de Ben Lomond. Sobre el vaporcito en que recorríamos el lago de este nombre, se entonaban los cantos nacionales de los Highlands, por una partida de lindas muchachas y de alegres compañeros, que libres de padres e institutrices, formaban festivas y animadas parejas. El vapor volaba sobre las aguas levantando con sus ruedas torrentes de espuma. El lago reproducía en su seno líquido el imponente cuadro de la naturaleza. Ni una   —259→   nube en el cielo, ni una brisa en el éter; día tranquilo y sereno como los nuestros en las tardes brillantes de noviembre. Mi amigo me traducía los cantos de aquellas criaturas felices; me daba el nombre de las montañas, me contaba su leyenda, me indicaba las suntuosas propiedades de sus márgenes. Ardiente admirador de Scott, había encontrado en mí un apasionado, no menos fervoroso, y en coro repetíamos la alabanza del gran maestro con sus propios versos; comentábamos recíprocamente las escenas de sus libros, y él, con más medios que yo, como era natural, me hacía la geografía de las batallas, la historia de los amores, y la descripción de las mansiones de aquellos otros rivales de Yugurta que pusieron mil veces en jaque a los cuadros de las legiones inglesas. Un carruaje nos llevó del extremo de Loch Lomond, en que acabábamos de desembarcar a las márgenes del poético Loch Katrine. Cruzamos por primera vez este lago a bordo del Rob-Roy , el único vaporcito que lo surca. Poco antes de tomar el fondeadero, vistamos el Silver Strand y la Isla de Elena , donde en un blanco lecho de piedras, que limita una de las márgenes del lago, está una pequeña y encantadora selva circular que surge poéticamente entre las aguas, retiro misterioso del outlaw como dice el poeta:


Where for retreat in dangerous hour
Some chief had framed a rustic bower.

Busqué, volviendo la cabeza, quien me acompañase en la contemplación de aquel bello espectáculo: ¡todos los viajeros leían! Hubiérase creído, por la semejanza del formato de sus libros, que era una oración, pero los renglones cortos de la página me indicaron las estrofas, y el pensamiento adivinó lo demás. Nadie apartaba los ojos de La Dama del   —260→   Lago , cuyo relato seguían aquellos turistas con la devoción de un salmo. Mi memoria volvió revocar sus recuerdos; y yo sé quién al leerme se acordará de aquellas colecciones de la Galería de Vernón, que ahora veinte años, en las delicadas convalecencias del niño, me fijaron las primeras impresiones de estos paisajes. Aún andan esos libros en el hogar en poder de nuevos y tiernos dueños, ávidos de emociones; en sus páginas destrozadas, que han servido de deleite a dos generaciones, no ha de faltar tal vez un grabado que indique una parte del bosque de los Trossachs, un rincón de la Isla de Elena, una de estas nobles encinas al menos, llevando al pie un dístico de tus dulces estancias, ¡oh grande y venerando Walter Scott!

Bajamos a tierra; llegamos por los Trossachs a las márgenes de Loch Achray, y nos instalamos en el hotel, un edificio de piedra que imita un antiguo castillo feudal. Yo temía abusar de la amable compañía de mi amigo, a quien consideraba obligado a regresar pronto a Glasgow, cuando él mismo, conmovido con el paisaje y adivinando la devoradora curiosidad que me dominaba por recorrer de nuevo la comarca que acabábamos de atravesar, me propuso pasar el domingo en los Trossachs y seguir en la mañana siguiente para Edimburgo. Gran alegría me causó aquella determinación, y esa misma tarde volvimos a pie hasta la margen de Loch Katrine, tomamos un bote en la orilla y remamos con brío hacia el centro del lago. Declaro sin modestia que remamos igual y parejo. La isla es áspera y se necesita observar con prudencia sus márgenes antes de tentar abordarlas. Por fin conseguimos desembarcar, amarramos el bote, y recorrimos el poético asilo del héroe del poema. El crepúsculo prolongado   —261→   de las tardes de julio nos permitió regresar, todavía con luz, al muelle, y emprendimos la marcha al hotel, donde nos recogimos temprano con grandes proyectos para el día siguiente.

Sunday in the Trossachs! ... Yo conocía los domingos de Londres, contra los cuales se irritan tanto los extranjeros, y sin ninguna razón, porque a nadie se le quita el derecho de pasar el día sin la Biblia y tendido en un sofá en la más contrita imitación de Poe. Recomiendo el sistema contra el spleen ; si no es saludable, tiene la ventaja de permitir que uno se despierte el lunes, perfectamente curado. Pero en Escocia era menester aprovechar el tiempo. Yo había propuesto desde la noche antes a mi compañero, una pesca de truchas en el lago Katrine y el proyecto había sido aceptado. Al levantarnos llamamos al mozo, que se presentó creyendo que deseábamos el desayuno. Cuando le pedimos cañas y líneas, se embutió de espanto en la pared. Ya comprendí yo que iba a ser más fácil tomar las truchas con la mano que clavarlas en los anzuelos. No había anzuelos... ¡Falso! ¡mentira audaz!... y mentira en domingo, lo que es mil veces peor que prender un salmón en el momento del servicio divino. Pero ¿qué hacer? No hubo medio de convencer a aquel fiel ejecutor de las órdenes de sus patrones; ni súplicas, ni empeños, ni la imagen de la reina Victoria puesta como argumento en las manos del mozo, le redujo a satisfacer lo que pedíamos. No me dejé de impacientar y estuve por volver a pescar a mi cuarto a lo Edgar Poe; pero en la tarde anterior, habíamos hecho amables relaciones con media docena de buenos. escoceses, dueños de los botes y poseedores de excelentes aparejos de pesca. Salimos del hotel con las manos limpias, ¡pero según creo, entre las murmuraciones de los que se habían enterado de nuestros anticristianos!

  —262→  

Llegamos a la orilla del lago Katrine y encontramos a los boteros dispuestos a alquilarnos el bote, pero cuando, con toda la diplomacia y las introducciones indirectas del caso, les hicimos presente que pretendíamos pescar, nos contestaron también que no tenían anzuelos. Ofrecimos dinero; en vano. Rogamos; inútiles ruegos. Lo que más me impacientaba era la hipocresía de la negativa. Observador, como todo aquel que entiende un poco del oficio, descubrí a orillas del lago un pequeño barril, abrí la tapa y encontré el cuerpo del delito, y la prueba misma de la mentira; un cardumen de pescaditos, destinados evidentemente para cebo, ¡¡Ah farsantes!! Los cuatro escoceses sonreían maliciosamente, y se limitaron a asegurarme que era completamente inútil que procuráramos líneas para pescar porque el domingo era día de paz para las truchas.

¡Y así fue!... Aquel día visitamos el Silver Strand; volvimos al hotel y navegamos el Loch Achray. Alguna aventura ha de recordar mi amigo Agar sobre cierto naufragio que nos puso en apuros, y que me obligó a echarme al agua para salvar nuestro bote de un torrente que nos arrastraba.

A la mañana siguiente, la primera diligencia que parte del Hotel de los Trossachs , nos llevó por un camino labrado en el borde de la montaña hasta Callander para tomar el tren de Edimburgo. Entre las matas vi correr y saltar las primeras liebres sorprendidas por el ruido del carruaje; y al doblar una vuelta de la senda, un ciervo espléndido pegó un brinco, y salvando a saltos la ladera, ganó la altura, y se detuvo mirándonos atentamente, como un fugitivo que toma un descanso sin perder de vista a sus perseguidores. ¡Ah! Un rifle en   —263→   aquellos momentos, y ¡que el duque de Argyle me hubiese puesto cien demandas después!

En el camino encontramos lo que llaman en Inglaterra un ground-keeper, un montero que vigila la caza y cuida de los perros. Iba rigurosamente vestido a la escocesa; la pierna cubierta hasta la pantorrilla; el gorro redondo del highlander , la pipa en los labios, la escarcela en la mano. Lo seguían cuatro perros de primer orden, un deerhound , un spaniel, y dos pointers de la más aristocrática y legítima extirpe de esa noble familia. En las cabezas y en los ojos alertos de aquellos animales se traducía la rara inteligencia que los distingue: la frente ancha y espaciosa, la oreja larga y colgante, signo de nobleza, la boca correcta y las quijadas blandas y sueltas.

Los que renieguen contra la pesca y la caza pueden saltear estos párrafos; pero yo no puedo privarme de hacer crónica de mis diversiones favoritas al recordar la Escocia y sus montañas. Por lo demás, amigos y compañeros me sobrarán que extrañan que todavía no haya escrito, una sola palabra sobre mi primer tiro al vuelo en esta estación. No me faltará ocasión de hablar con ellos de cacerías europeas.

A las once de la mañana entrábamos en Edimburgo, la metrópoli escocesa, y nos alojábamos en Royel Hotel . Si Walter Scott es el mejor guía de las campañas escocesas, no hay nadie que haya historiado con más interés los barrios de su noble ciudad natal. ¡Así ha sido de honrado su nombre en sus calles y en sus plazas! Sólo el Albert Memorial de Hyde Park puede rivalizar en grandeza y magnificencia con el monumento elevado al autor de Waverley en Princess Gardens . Si los bajos relieves de aquel representan el desfile de los grandes maestros de la humanidad en las ciencias,   —264→   las letras y las artes, la justicia de un pueblo para con un simple ciudadano, mejor fundada siempre que el tributo pomposo de los reyes a sus deudos, ha rodeado a Sir Walter Scott de los héroes evocados por su musa y animados por su imaginación. Jamás hombre de letras pasará a la posteridad de una manera más majestuosa que él, sentado plácidamente en su silla de trabajo, custodiado por sus caballeros ingleses y normandos, por sus arqueros legendarios, por sus pajes y heroínas celebrados, por sus compatriotas en fin, los fieros defensores de la independencia de Escocia. Este monumento representa algo más que el homenaje al talento de un escritor ¡es el panteón de toda la Escocia que celebra la fama de su evocador! ¡Qué valen ante él las columnas romanas y las tumbas soberbias levantadas a los opresores de los pueblos, al altivo domeñador de las naciones cuyos hijos alientan todavía la venganza después de transcurrido casi un siglo!

No tengo tiempo para detenerme en la nueva Edimburgo que se levanta enfrente del Castillo y de Holyrood. Toda la grandeza de los monumentos que coronan a Calton Hill, desde la columna levantada en memoria del héroe de Trafalgar, hasta el monumento nacional que conmemora la victoria de Waterloo, si sobrepasa en importancia a los barrios de la vieja ciudad, no tiene para mí el profundo interés histórico de High Street y de Canongate. Aún incluidos Nuremberg y Ginebra, la ciudad más típica de la Europa es Edimburgo. Sus viejas casas de diez y de once, pisos dicen tanto como sus crónicas; altas y sombrías, forman callejuelas estrechas y complicadas que son el teatro de la historia de toda la edad media y de los cuatro últimos siglos. ¿Cómo no había de exaltarse la imaginación de Scott al observar el típico balcón   —265→   desde donde John Knox, el reformador escocés lanzaba sobre sus sectarios sus ardientes arengas? ¿Cómo aquel espíritu profundamente artístico y literario, al ver desde el parque el legendario Castillo de Edimburgo, no había de tentarse por rehacer su historia y por dramatizar los famosos asaltos que rechazaron sus murallas inexpugnables? Con una curiosidad religiosa buscamos la casa de los fundadores de la Revista de Edimburgo, aquella hoja impresa que exaltó tanto las iras de lord Byron, y en cuyas páginas hicieron sus primeras armas los más grandes literatos ingleses que ha producido este siglo. Fue en el cuarto modesto del joven Jeffrey, próximo a casarse y víctima de una pobreza cruel, que nació la Revista de Edimburgo. Al mes, media Inglaterra se agitaba con su lectura; y los londoners se la arrebataban de las manos a la llegada de la posta que hacía el trayecto entre la bella capital de Escocia y la aristocrática capital del Támesis. Las reminiscencias históricas y la memoria de los grandes varones no cesan de avivarse. En el cementerio de la iglesia de Canongate inclinémosnos con respeto, porque la humanidad honra allí tres grandes espíritus: David Allan el artista inspirado, Ferguson el poeta, y el grande Adam Smith, el autor inmortal de la Riqueza de las Naciones.

¿Quién no recuerda a Holyrood? La abadía está llena de tradiciones. Sus ruinas solitarias, su pórtico soberbio, sus arcos ya vacilantes e inclinados, revelan la pasada grandeza del antiguo convento. El palacio es el teatro de los dramas misteriosos de María Estuardo. Mujer liviana y corrompida, el catolicismo la ha idealizado en su martirio, pero la historia cuenta en las cámaras y escaleras secretas de Holyrood, la vida de esta reina cuya corte rivalizó en vicios y crueldades con la de los Borgias.   —266→   Hume y Macaulay, sin las afecciones nacionales del autor de El Abad, han trazado su período con la más alta imparcialidad del juicio histórico.

En la plataforma del Castillo de Edimburgo he tenido un encuentro raro que merece mencionarse. El regimiento de escoceses (highlanders) que lo guarnece es el heredero del número y de las glorias de la célebre legión con que Berresford y Pack tomaron a Buenos Aires en 1806. ¡Qué intima satisfacción experimenté al ver a aquellos descendientes de nuestros vencidos! Tal vez los aires nacionales que tocaban los pífanos y las gaitas (bagpipes) eran los mismos que habían resonado ahora 74 años en las calles de la vieja capital del virreinato, y que sirvieron también para animar las campestres que el después vencedor de Soult en los campos de Albuera, daba en el Bajo a las vivaces y agudas porteñas de los primeros años de este siglo.

En los días siguientes recorrimos todo Edimburgo. Vimos sus grandes bancos, sus espaciosos clubs, los establecimientos con que el desarrollo moral y material de los últimos tiempos, ha dotado a la culta capital de la Escocia.

Pocas horas después yo continuaba mi viaje y salía para Oban hasta Inverness por el canal Caledonio. En esta excursión crucé los lagos Linnhe, Arkaig, Oich y el Ness que da el nombre a la capital de los Higlands. En Inverness he pasado un día de veintiuna horas; a las 12 de la noche he podido escribir a Buenos Aires con la luz que bañaba todavía el ancho espacio de Union Street. Visité el castillo levantado sobre el mismo sitio en que en otro tiempo se levantó la mansión de Macbeth, aquel tétrico señor de RossShire cuya leyenda ha servido para inspirar a Shakespeare la más extraña de sus creaciones. Recorrí   —267→   el campo sangriento de Culloden Moor y abordé las márgenes de la Isla Negra, donde todavía la superstición de los campesinos supone que las brujas consejeras de Macbeth se convocan cuando el relámpago, el trueno y la lluvia, amagan la tierra de Duncan y de Banquo. Desde Inverness he descendido por la línea férrea de los Higlands recorriendo a Aberdeen, llamada con razón la ciudad granítica, y que es la tercera en rango después de Glasgow y de Edimburgo; a Perth, la histórica Perth de los Chattan, y a Dandee que se levanta sombríamente sobre la orilla derecha del Tay.

En toda la rápida excursión, ¡cuántos lugares históricos y romancescos, cuántos castillos, cuántos pueblos célebres me veo obligado a omitir! Estamos en las habitaciones del castillo de Abbotsford, entre los libros queridos del poeta, respirando el aire que respiraba, recorriendo la galería de retratos en que aparece lord Essex, Oliverio Cromwell, Hogart, Claverhouse, Carlos II. Viene otra vez a la memoria la leyenda, y la cohorte de sombras desfila de nuevo bajo los techos y las paredes de aquella mansión. ¿Qué puede decir una descripción fría de ese santuario para traducir las emociones que experimentamos cuando ponemos el pie en sus losas?

Un día estando en las galerías de Kensington, en Londres, me llamó la atención un cuadro que representaba a Sir Walter Scott en su gabinete de trabajo de Abbotsford, y simpaticé profundamente con el bravo corazón del artista que había vencido todas las grandes dificultades de la escena. Los que amen las horas tranquilas en que el espíritu, templado para el trabajo y para la actividad intelectual, se concentra en intensas meditaciones, deberían tener una copia de ese cuadro   —268→   que representa el hogar del virtuoso y noble literato que restauró el pasado de su pueblo, ¡y que se levantó con el romance histórico a la altura de los grandes escritores de la antigüedad y de los tiempos modernos!