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¿Quién es por acá el autor de una comedia?

Artículo segundo: el derecho de propiedad

 [Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de El Pobrecito Hablador. Revista Satírica de Costumbres, por el Bachiller don Juan Pérez de Munguía (seud. de Mariano José de Larra), n.º 5, octubre de 1832, Madrid.]

«Veo que ya no es tenido por sabio sino aquel que sabe arte lucrativa de pecunia... Veo los ladrones muy honrados... todo lleno de fe rompida y traiciones, todo lleno de amor de dinero.»

Luis Mejía



¿Qué cosa es el derecho de propiedad? Si nosotros no lo decimos, ¿quién lo dirá? Y si ninguno lo dice, ¿quién lo sabrá? Y si ninguno lo sabe, ¿quién lo remediará?

Ya la fama esparció de provincia en provincia, de pueblo en pueblo, la gloria del nuevo alumno de las nueve, ya el importante y anhelado voto del ilustrado público coronó sus sienes con la hoja inmarcesible, resonaron los aplausos, vertió el ingenio lágrimas de alegría, y ya va a gozar del premio de sus tareas.

Piénsalo así a lo menos el desdichado; pero no sabe que ha escogido mala palestra para triunfar, y que en este juego, como en el ganapierde, el que gana es el que da más a comer. Si su modestia y su mala ventura quiso que retardase acaso la publicación de su obra, levantarase una mañana y le dará en los ojos el anuncio de ella, ya impresa y puesta en venta, que andará bizmando las esquinas de la capital. Algún librero de... de donde no es justo decir, le ha hecho el obsequio de imprimírsela en muy mal papel, con pésimo carácter de letra, estropeado el texto original y sin pedirle licencia. Así corren impresas muchas de ellas, y esto se hace pública y libremente.

No comprendemos en realidad por qué ha de ser un autor dueño de su comedia; verdad es que en la sociedad parece a primera vista que cada cual debe ser dueño de lo suyo; pero esto no se entiende de ninguna manera con los poetas. Éste es un animal que ha nacido como la mona para divertir gratuitamente a los demás, y sus cosas no son suyas, sino del primero que topa con ellas y se las adjudica. ¡Buena razón es que el pobre hombre haya hecho su comedia para que sea suya! ¡Lindo donaire! Dios crió al poeta para el librero, como el ratón para el gato, y caminando sobre este supuesto, que nadie nos podrá negar, es cosa clara que el impresor que tal hace cumple con su instinto, desempeña una obra meritoria, y si no gana el cielo, gana el dinero, que para ciertas conciencias todo es ganar.

Así que, asombrados estamos de la bondad y largueza de aquellos impresores honrados (que también los hay) que se dignan favorecer al autor con pedirle permiso y su comedia, pagarle el precio convenido, y darla después lícitamente al público; éstos deben de entender poco o nada de achaque de conciencias, porque ¡cuánto más sencillo y natural es salirse a caza de comedias, como quien sale a caza de calandrias, tirar a la bandada, y caiga lo que caiga... y rechine con ella la prensa y rechine el autor!

Nosotros, a fe de poetas, si es que se deja a los poetas que tengan siquiera fe, ya que tan poca esperanza tienen, les juramos no acudir a ponerles pleito, porque nunca hemos gustado de cuestiones de nombre, y tanto se nos da que sea la divina Astrea la que saque el fruto de nuestras comedias, como de que sea el librero; con la ventaja para éste de que siquiera nos da gloria, al paso que la otra sólo nos podría dar cuidados y las conchas vacías de la ostra que se hubiese engullido. Hágales pues muy buen provecho a los señores tratantes en libros, que esto hacen, nuestro ingenio, que mientras estemos nosotros aquí no les ha de faltar modo de vivir a los murcianos de nuestra literatura; y aun quizá nos demos por muy honrados y contentos.

¡Ojalá tuviesen fin aquí las lacerias del pobre autor! Pero dejando aparte el vil interés, y entrándonos por los campos de la gloria, ¿qué elocuente hablador podrá enumerar las tropelías que le quedan por sufrir al desventurado ingenio en su propia patria? Ved cómo corre su comedia de teatro en teatro; en todas partes gusta, pero acerquémonos un poco más. Aquí el corifeo de la compañía le despojó de su título, y le puso otro, hijo de su capricho, porque ¿qué entienden los poetas de poner títulos a sus comedias? Allí otro cacique de aquellos indios de la lengua le atajó un parlamento o le suprimió una escena, porque, ¿qué actor, por mal que represente, no ha de saber mejor que el mejor poeta dónde han de estar las escenas, y cuán largos han de ser los parlamentos y los diálogos, y todas estas frioleras del arte, particularmente si en vida ha visto un libro, ni estudiado una palabra? Porque es de advertir que en materia de poesía, el que más lee y más estudia es el que menos entiende. Y gracias si la cuchilla de aquel bárbaro victimario no le suprimió entero el papel de un personaje, aunque fuere el del protagonista, que era el que menos falta hacía y más fuera estaba de su lugar.

¿Y aun de esta manera mutilada gustó la comedia? Pues en ese caso no habrá farsa mezquina, ni torpe drama, ni traducción mercenaria a la cual no se le ponga el nombre del autor una vez aplaudido. Tal es la despreocupación de los actores de provincia; para ellos todos, los hombres y todos los autores son iguales, y desde el ápice de sus ficticios tronos ven a todos los mayores ingenios tamaños como menudas avellanas, y hacen justicia de unos y de otros, y una masa común de todas sus obras, fundados en que si tal autor no hizo tal obra, bien pudiera haberla hecho; y en el supremo tribunal de estos nuevos dispensadores de la fama, lo mismo vale un Juan Pérez que un Pedro Fernández.

Concluyamos, pues, que el poeta es el único que no es hijo ni padre tampoco de sus obras. Dedicaos, compañeros, dedicaos a las letras aprisa; ése es el premio que os espera. Y quejaos siquiera, infelices. Luego oiréis la turba de gritadores que a la primera queja os ataja. «¡Qué insolencia! -dicen-: ¿pues no tiene valor de quejarse? ¿Y esto se permite? ¡Qué escándalo! ¡Un hombre que reclama lo que es suyo; un loco que no quiere guardar consideraciones con los necios; un desvergonzado que dice la verdad en el siglo de la buena educación; un insolente que se atreve a tener razón! Eso no se dice así, sino de modo que nadie lo entienda; encerrad a ese hombre que pretende que el talento sea algo entre nosotros, que no tiene respeto a la injusticia, que... encerradle, y siga todo como está, y calle el hablador.»

Sí; callaremos, gritadores, que gritáis de miedo; callaremos; pero sólo callaremos espontáneamente cuando hayamos hablado.

El Pobrecito Hablador, n.º 5, octubre de 1832.