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Proyecto fácil y utilísimo a nuestra sociedad

José Joaquín Fernández de Lizardi





Rectorem to posuerunt?... Curam illorum habe.


Eclesiastés, capítulo 32, 1-2                


Cuando los proyectos son quiméricos, demasiado dificultosos o absurdos; cuando provienen de una imaginación acalorada, y cuando de su ejecución no se ha de seguir ningún público beneficio, yo soy de parecer que deben despreciarse y enviarse a sus autores a mondar nueces. Por el contrario, cuando los proyectos son no sólo posibles, sino fáciles de verificarse, y cuando de su práctica debe la sociedad prometerse unas ventajas conocidas, entonces deben admitirse con gratitud y verificarse sin demora, y en caso de verse con desprecio por los que son capaces a realizar los planes, el público discreto sabrá reconocer los deseos del proyectista y execrar la pereza e inactividad de las manos por quienes pierde el beneficio que se propone. De una de estas dos cosas hemos de ver el éxito seguramente en la admisión o desprecio de mi presente proyecto.

Es harto lastimoso el estado de la educación de nuestra plebe. Parece que este ramo de policía se ha visto hasta hoy con el mayor abandono. Si vamos por los pueblos, hallaremos hombres con hijos y aun nietos que no saben ni persignarse; si fijamos la vista en esta capital y otras ciudades, en cada cien plebeyos hallaremos uno que medio sepa leer y escribir; de cada doscientos, uno que sepa los principios de su religión, y de todo el vasto guarismo de sus pobres indios, castas y gente del trapillo, ni uno (tal vez) que sepa cuáles son los derechos que los unen con Dios, con el rey, con la patria ni consigo mismos. Hallaremos muy muchos que nos señalarán por sus nombres las pulquerías y tabernas de la ciudad; sus billares, cafés, juegos y bodegones; nos dirán las casas lupanarias y los títulos de las madamiselas que clandestinamente las sostienen; bastantes tunos hallaremos, por último, y ladrones que viven de la trampa, el hurto y el lenocinio; y pregúntese a éstos ¿cuál fue su educación?, y si no están obstinados, nos dirán que la prostitución fue su escuela y culparán a sus padres justamente del abandono y moral ignorancia en que los criaron; los padres de éstos se disculparán con los suyos, y así los demás con sus progenitores.

Entre una culpa evidente y una no evidente disculpa hemos de solicitar precisamente dónde está la causal de ésta tan envejecida y cuasi general ignorancia; y si somos racionales, hemos de conocer que toda la culpa pesará y siempre deberá pesar sobre los señores curas de los pueblos y ayuntamientos de las ciudades.

Si yo no hubiera vivido en muchos lugares distintos del reino y si no hubiera observado el más constante abandono sobre este ramo en todas partes, creería que había sido empeño del gobierno español el mantener estos dominios en la más ciega barbarie, aprendiendo esta torpe máxima de los emperadores del Oriente; pero no he visto sino repetidas órdenes y cédulas de nuestros reyes católicos en las que no cesan de mandar se instruyan a los indios y demás parte del pueblo en la religión y demás liberales artes de leer, escribir y contar; he visto los privilegios verdaderamente grandes concedidos a los profesores de estas nobilísimas facultades, extendidos a los maestros públicos en estos continentes; he visto una Universidad Real y Pontificia; he visto una academia de pintura, escultura y arquitectura protegida por la liberalidad de los reyes; he visto becas reales en los colegios, y he visto otras cosas que no me dejan duda en que la ignorancia escandalosa de nuestra plebe no debe su cuna sino a las manos subalternas a quienes está confiada inmediatamente su ilustración. Ni me detendré en corroborar mi opinión con unas pruebas que denigrarán a las pasadas y nada aprovecharán a las generaciones presentes.

Bastará, me parece, dirigir mi discurso a nuestros regidores y curas con la mayor sumisión y encarecimiento, a efecto de que, en cuanto esté de su parte, que es mucho, se esfuercen a sacudir esta nota de indolentes que con razón merecen sus antecesores. Y no dudo sino que los presentes procurarán desempeñar con esmero una tan sagrada obligación.

¿Quién ignora que, según es la primera educación de la infancia, así son las operaciones de los hombres? Yo veo a un cargador, por ejemplo, que ha ganado cuatro reales, y olvidándose de él, de su mujer y de sus hijos, se entra en una pulquería, se bebe todos los cuatro reales de aquel licor que, fermentándose en su estómago, le embarga el cerebro, y no pudiendo sus laxos miembros sostener la pesada máquina de su cuerpo, cae en el medio de una calle, quedando expuesto al atropellamiento de un caballo, a la rabia de un perro, al descuido de un cochero, etcétera, y veo que un hombre bien educado, aunque tome vino, aguardiente u otro licor, jamás (por lo regular) se excede en términos de tirarse en una calle. Esto veo yo y lo vemos todos, y sabemos que el hombre de bien tiene pasiones como el cargador y es de la misma masa; pero su educación fue distinta: sabe lo que es honor y cuáles son sus obligaciones, y por eso se contiene; el otro pobre todo lo ignora: vive porque come, y come, bebe y procrea por el simple apetito de la naturaleza; ignora qué es honor, y sin estos frenos se precipita a los mayores excesos.

De aquí concluye que de las malas o buenas operaciones de los hombres es causa la buena o mala educación que tuvieron cuando niños, y que aquella sociedad cuya plebe se vea con abandono en punto de educación, no debe prometerse ciudadanos útiles, morales, ni subordinados, porque el hombre en el estado de salvaje precisamente ha de ser mal marido, mal padre y mal vecino; ignorando los principios de las leyes naturales, divinas y civiles, con todo atropellará cuando se le proponga satisfacer sus pasiones.

Esto lo vemos todos con gran dolor. Uno de estos miserables que se ató con los lazos del matrimonio por el descuido o avaricia de un cura, no es más que un bruto con la mujer y un tirano con sus desgraciados hijos. Estos siguen el ejemplo del padre, y sus generaciones no pueden mejorar de carrera, y he aquí la causa de la ignorancia suma, de la holgazanería y de la corrupción de costumbres de la ínfima parte de nuestro pueblo.

Estribando todo el remedio de este gran mal en la buena educación, y no pudiéndosela dar los padres de hoy a sus presentes hijos porque no la tienen, es necesario que unas manos paternales partan y distribuyan a estos inocentes el pan que comemos tantos a su presencia.

Sí, señores párrocos e ilustres ayuntamientos, vosotros sois los que habéis de emprender esta obra verdaderamente útil y provechosa a la sociedad futura. A vosotros se os ha confiado este encargo por Dios, por la nación y por la patria.

Es bien sabido que el primer paso que se debe dar para este asunto es la apersión de escuelas de primeras letras; ésta es la piedra fundamental sobre que debe levantarse el edificio de la educación popular.

Se me dirá que hay escuelas en México: es verdad; pero no son cuantas se necesitan ni están en el método más oportuno para instruir a nuestra juventud. Las escuelas que hay, si he de decir la verdad, se dividen en dos clases: unas regenteadas por maestros instruidos y a propósito, y otras dirigidas por unos pobres ignorantes, a cuyo destino los condujo su miseria y la consideración de que para nada son útiles porque nada saben y, por desgracia, lo menos que saben son las obligaciones de los ayos de la juventud.

De aquí sale que los primeros maestros, como están satisfechos de que saben regularmente lo esencial para desempeñar sus funciones, no con el insulso modo que lo practican los maestros rinconeros de los barrios, conventos y parroquias, se hacen pagar de su trabajo y piden dos y tres pesos mensuales por enseñar a un niño a leer, cuatro o seis por enseñarlo a escribir, y así a proporción; y aquí tenemos una barrera formidable para los hijos de los pobres, pues aun cuando sus padres quieran proporcionarles la mejor enseñanza, se ven imposibilitados por razón de su indigencia, y en este caso lastimoso tienen que entregarlos a los maestros de la segunda clase de escuelas, esto es, a aquellos pobres ignorantes que por medio, un real o dos enseñan a los niños a mal leer y a peor escribir, porque no saben otra cosa.

Las mismas enfermedades son las que señalan los remedios oportunos; hemos visto que la ignorancia de los más de los pocos niños que van a la escuela proviene de la común pobreza de sus padres y de la ineptitud de los maestros a quienes se los confían. Esto indica que los primeros pasos que convendría dar para el remedio sería: alimentar el número de escuelas en México, proveerlas de profesores hábiles y franquear al pueblo su enseñanza de gratis.

Catorce parroquias hay en México; sería pues conveniente que (sin perjuicio de las escuelas buenas que hay y quisieran ponerse) se instituyeran treinta y cuatro escuelas gratuitas, distribuidas por las parroquias a proporción del número de sus feligreses; por ejemplo:

ParroquiasEscuelas
Sagrario4
Santa Catarina3
San Miguel3
Santa Veracruz3
San Pablo3
En las nueve restantes, a dos escuelas por parroquia18
Total: 34

Los carteles que debería haber en los balcones de cada una de estas escuelas contendrían las noticias siguientes:

Escuela patriótica de primeras letras 1a. (2a. o la que fuera), perteneciente a la parroquia de T., donde se da gratis la instrucción, bajo el celo y cuidado del señor cura actual don N. Dirigida por el profesor don R., sostenida por el común de esta capital e instalada por su noble ayuntamiento el año de 18   .



Los pretendientes a estas escuelas deberían estar instruidos a fondo cuando menos en la religión católica, gramática castellana y las tres nobles artes de leer, escribir y contar.

Es innegable que el ejercicio de enseñar niños es muy honorífico, grato a Dios y útil al público; pero al mismo tiempo es muy pesado, porque aunque los muchachos sean inocentes no dejan de ser muchachos, y esto de lidiar diariamente con semejante familia trae muchas mortificaciones.

Bajo esta consideración, era muy del caso señalar a los maestros un honorario decente y regular, que no bajara de sesenta y cinco pesos mensuales, para que de ellos pudieran pagar una casa, que a lo menos tuviera una sala a la calle, capaz, alegre y bien ventilada donde estuvieran a gusto los alumnos.

Pero ya veo que al llegar a este periodo comienzan las dificultades. Ya me parece que oigo decir: «Todo eso está muy bueno; pero quien da el consejo da el tostón. ¿Dónde hallaremos una mina que nos dé cada mes 2210 pesos, que tanto importan 65 pesos multiplicados por 34 maestros? ¿De dónde se costeará un diario de 57 pesos 1 real? ¿4 gs. y poco más en los meses de 31 días?» A eso vamos.

En las nueve tablas de carnicerías de esta ciudad se matan diariamente, en unas con otras, novecientos carneros, pocos más o menos; quiero bajar a este número corriente casi la mitad y creer que sólo se matan quinientos; quiero también suponer que para el abasto de esta populosa ciudad no se matan sino cincuenta toros diarios; ya se ve que estos cálculos están muy bajos; pues con todo eso, impóngase de contribución un real sobre cada cabeza de carnero o chivo y dos reales sobre cada una de res, y resultarán, por lo menos, seiscientos reales diarios que valen setenta y cinco pesos. El gasto de las escuelas sería de 57 pesos, 1 real, 4 gs., conque restándolos de 75 pesos sobrarían diariamente 17 pesos, 6 reales, 8 gs., que hacen al mes de 30 días 535 pesos de sobrante, si no me he equivocado.

Conque ya se ve que no sólo hay de dónde sostener las 34 escuelas, sino que sobra un buen fondo para ir vistiendo a todos los muchachos pobres que vayan a las escuelas, porque sabemos que muchos padres no los envían a ellas por su notoria pobreza y obscena desnudez de sus hijos.

Esta contribución me parece no sólo ligera, sino insensible para el público, así como su objeto el más general e interesante.

Una provincia donde abunde la ignorancia y la barbarie no puede producir sino vagos, inmorales, escandalosos y viciosos. El que no sabe que está obligado a ser útil a su patria, jamás trata de serlo por ningún camino; obra brutalmente; quiere satisfacer sus pasiones; no trabaja ni tiene ningún arbitrio honesto, y se dedica a mantenerse del juego, de la estafa y del robo.

Estos seres desgraciados son hombres platónicos: cristianos, porque los bautizaron; maridos, por apetito; padres, por naturaleza; amigos de sus conveniencias; vasallos a la punta de las bayonetas, y la polilla más consumidora de las costumbres y los Estados.

Adoptado el proyecto que he propuesto, es de esperar que dentro de pocos años variaría la escena notablemente; porque a merced de la buena educación y enseñanza de los niños, nos debemos prometer jóvenes y hombres de vergüenza, y aplicados al trabajo y siendo tales, sobrarían talentos para las ciencias, manos para las artes y brazos para los campos. Entonces hallarían maridos las mujeres, padres los hijos y ciudadanos útiles la nación. ¿Y quién duda sino que todo esto cedería en un muy grande y general beneficio ni habría un solo individuo que no tuviera parte en él?

Yo no digo que se exterminarían enteramente los viciosos; eso fuera una simpleza; sólo en el cielo no hay impíos; lo que aseguro es que serían infinitamente menos que los que hay hoy en número y en desvergüenza.

Pocos años serían menester para que la experiencia nos aclarara la verdad, pero menos minutos son necesarios para conocerla.

Por último, el noble ayuntamiento de esta capital y los de las demás villas y ciudades del reino sabrán si deberán adoptar o no esta idea, acordándose de que nuestra Constitución política dice en el artículo 321 del capítulo I del título V lo siguiente:

Estará a cargo de los ayuntamientos... cuidar de todas las escuelas de primeras letras y de los demás establecimientos de educación, que se paguen de los fondos del común.



Nada importa que se abrazara mi proyecto, que se pusieran las escuelas, que se exigiera la común contribución para sostenerlas ni que se solicitaran sujetos idóneos para el mejor desempeño de la instrucción pública; sería menester, según me parece, desterrar algunos abusos que en algunas escuelas ya se van proscribiendo, aunque no en todas. Antes de poner los niños a la escuela ya hay abusos sobre ponerlos, cuya corrección toca privativamente a sus padres, porque éstos son los fautores de tales abusos. Muchos padres y madres indiscretos, afectando un celo activo porque sus hijos aprendan cuanto antes la doctrina cristiana, los envían a la escuela o a las amigas a los dos o tres años de su edad y quizás antes. Éste no llamaremos abuso, sino barbaridad. ¿A qué van los niños? A jugar (aunque sentados), a distraer a los que son capaces de aprender, a incomodar a los maestros o maestras y a no aprender nada, porque no son capaces de entender lo que les enseñan. No es esto lo peor; van a otra cosa: a deteriorar su salud y a relajar su constitución. Ellos están sentados cuatro o seis horas del día y en una continua violencia; se entristecen; sus fluidos no corren agitadamente por sus nervios; su sangre circula como deteniéndose en sus venas; su digestión se obstruye; sus tiernos nervios se laxan y debilitan, sus pulmoncitos no se dilatan como debían, y toda su máquina padece, pagando con unas enfermedades crónicas o habituales el tributo a que los condenó la ignorancia e imbecilidad de sus padres.

Nosotros, tratando de remediar un error cuyas perniciosas consecuencias son claras a todo hombre sensato, aconsejamos a los padres amantes de sus hijos, que hasta los cinco años no los envíen a las escuelas, sino (si pueden) al campo, o a la menos dentro de su misma casa les permitan hacer cuanto ejercicio quieran al aire libre, haciéndoles ejercitar sus fuerzas, provocándoles con algunos juegos inocentes propios de su edad, como correr, tirar piedras, levantar algunos pesos, luchar con otros niños sus iguales, etcétera.

Deben acostumbrarlos en esta edad a andar descalzos algunos días; a no traer el cuerpo ceñido con opresión; a acostarse sobre petates o, a lo menos, sobre camas no muy blandas; a usar muy bajas almohadas o ningunas; al baño de agua fría y, si es posible, corriente; a comer tortillas, chile, carnes de vaca asadas y, en una palabra, todo alimento de dura digestión parcamente, y cuanto sus estómagos tenga fuerza para digerir, como también a levantarse temprano, a exponerse con frecuencia al aire y descubierta la cabeza; y finalmente, deben hacerlos se connaturalicen con el continuo ejercicio, sin permitirles el ocio ni la vida sedentaria. Así los criarán sanos y robustos, y si algún día padecieren trabajos, les serán menos sensibles, pues aunque hayan nacido ricos, se criarán como los hijos de los pobres indios o rancheros.

Algunas señoritas, si leen esto, dirán: que se opone este sistema al amor que profesan a sus hijos y a la brillantez de la cuna en que nacieron; pero sépanse que éste que llaman amor no es sino la mayor tiranía, pues criados en la molicie y regalo destruyen su salud y precipitan sus años a la muerte.

Al muchacho se le debe permitir que grite, que ría, que brinque y salte, y, últimamente, toda travesura que sea inocente; lo demás es oponerse a la naturaleza; y algunos padres que envían a sus hijos a la escuela antes de tiempo, no lo hacen por virtud, sino por ahorrarse el trabajo de cuidarlos. Todos los animales nos enseñan cuan natural es al viviente la alegría y el retozo en el principio de sus años. El burrito, luego que nace, comienza a agilitarse con alegres carreritas y coces; el perro, en cuanto comienza a andar, no cesa de juguetear con la misma madre; el gato, el caballo, el torete y todos los irracionales nos prueban con evidencia esta verdad. ¿Por qué, pues, hemos de ser tan crueles que hemos de privar a nuestros hijos de un derecho que la naturaleza liberal concede al burro, al perro y al caballo?

Algunas madres ansían por desembarazarse del cuidado de sus hijos, ya fiándolos a las ayas o pilmamas, y ya enviándolos a la escuela para estar más expeditas para el paseo y diversiones; otras no pueden sufrir los excesos de la alegría natural de sus hijos, y con agrios regaños les dicen: «¿No podéis estaros quietos? ¿Ven que ando yo saltando como vosotros?» ¡Insensatas! El sabio Blanchard responde por estos inocentes y dice: «No, no pueden hacerlo: tienen necesidad continua de moverse, pues conocen perfectamente que la naturaleza, infalible en su curso, es la que se los advierte».

No necesitan las madres, en mi concepto, otros libros para aprender a cuidar de la existencia física de sus hijos que los mismos brutos. Éstos enseñan muy bien muchas reglas que ignoran las madres y que no las recibirán tan eficazmente de los libros. Una gallina es animal doméstico; la vemos que se está veinte días lastimándose el pecho sobre los huevos que empolla, se levanta a comer con precipitación, se vuelve luego al nido, pisa los huevos con tiento, los vuelca con el pico para darles igual calor, reconoce el tiempo de la salida de sus hijos y los ayuda picando suavemente los cascarones; luego que nacen los pollitos y pueden dar sus pasitos, los saca, los espulga, les parte el arroz o la masita en menudas migajas para que las puedan comer, las desparrama con los pies para que las escojan a su gusto, los llama cada rato porque estén juntos; si algún racional quiere coger un pollito, se vuelve una fiera, abre las alas y salta a embestir al ladrón; si ve un gavilán en el aire u otra ave que lo parezca, los llama con un grito especial, abre las alas, los cubre y se expone ella a ser víctima de la ave rapante con tal de asegurar sus hijos; jamás se separa de éstos ni de día ni de noche; sufre que los pollitos salten a picotearla las barbas cuando juegan y que se le encaramen encima; si riñen dos de ellos, los separa, no a picotazos, sino alejándose y llamándolos, como conociendo su inocencia y disculpándolos. En este tiempo no mira al gallo ni se mezcla con las demás gallinas: todo su afán y sus desvelos se dirigen a la conservación de sus hijos. ¡Ah, cuantas reglas! ¡Cuántas lecciones de la educación! ¡Mujeres indolentes y abandonadas, las que injustamente lleváis el amable nombre de madres, avergonzaos y confundíos a la presencia de una gallina de vuestras mismas casas!

No es esto decir que deben los padres y madres permitir que sus hijos hagan cuanto se les antoje impunemente. Sería un error el pensarlo y un crimen el persuadirlo: lo que digo es que deben cuidar mucho de su existencia física y darles gusto en cuanto no se oponga a la educación moral que debe ser el principal cuidado. La prudencia dictará fácilmente el medio que se debe poner entre los extremos; esto es, entre una crianza relajada y una autoridad imprudente.

Lo primero que se debe hacer cuando se acerca el tiempo de poner a los niños a la escuela es inspirarles la idea más grata de la escuela. Decirles cuan necesario es el aprender; ponderarles las ventajas que lleva el niño instruido sobre el muchacho necio; alabar pródigamente en su presencia a otros niños que vayan a la escuela y sean sus conocidos; hablar muy bien del maestro, ensalzando especialmente su genio, su dulzura y su amor a todos los niños que enseña; advertir qué cosa agrada más a éstos, y prometérsela para cuando sepan el A B C: en una palabra, desterrar de su imaginación todo aquello que pueda hacerles temible la escuela, porque ¿cómo podrá ir con gusto a ella un niño que no oye a sus padres todo el día sino las amenazas de: «Anda, ya entraremos en juicio; ya irás a la escuela; el maestro no juega: allá las pagarás todas», y otras simplezas de esta clase con las que predisponen los ánimos débiles de los muchachos a una tenaz resistencia para ir, y a un horror o hastío necesario que les impide sus adelantos. Dije necesario porque nuestra naturaleza repugna necesariamente todo aquello que el entendimiento concibe como un mal: esto nos sucede a todos, ¿y querremos que no suceda a nuestros hijos?

Esto es por lo que respecta a los padres, por lo que toca a los maestros, convendría que de todas sus escuelas desterraran el azote, advirtiendo que su carácter debe ser de padres y no de verdugos de los niños. Así que sería muy bueno que éstos no vieran la disciplina, la palmeta, las orejas de burro y otras monomaquias de éstas que sólo inspiran las tristes ideas del dolor y de la afrenta, y familiarizándose con ellas los muchachos llega tiempo en que algunos miran el que les quiten los calzones sin el menor rubor, y reciben las orejas de burro y las corozas lo mismo que una guirnalda. De esta poca vergüenza pueril se pasa fácilmente a la varonil, y ya hechos hombres nada se les da de las cárceles ni de los presidios. A los niños se debe castigar, es verdad; pero yo quisiera que cuando vieran usar del azote temieran más la vergüenza que el dolor y concibieran un horror terrible del delito. Por esto era bueno que se usara del azote sólo por un delito grave; porque si ven que por quítame allá esas pajas anda el maestro azotando a los muchachos, creerán que es castigo ligero, como aplicado a ligeras culpas y, lejos de temerlo, se familiarizarán con él, como hemos dicho. Nosotros tememos los temblores porque son de cuando en cuando; pero en las tierras donde tiembla seguido ni caso hacen. En la costa del sur tiembla con frecuencia, y los temblores se anuncian con más horror que aquí, porque brama la mar (causa porque les llaman retumbos); pero como son frecuentes, nada se les da de ellos. Esto acontece a los niños acostumbrados a ver azotar seguido a sus compañeros.

Sería también muy útil que los maestros fueran de una edad regular, ni muchachos ni viejos. Con los primeros jugarán los niños y con los segundos aprenderán con temor, esto es, tarde y mal.

Y no fuera ocioso el que los mismos maestros vistieran con decencia y aliño y se franquearan con sus discípulos alguna vez a la familiaridad de la chanza moderada, porque así se harían amables y se recibirían sus lecciones con gusto; pues pensar que conviene usar de todo el rigor y ceño posible con las criaturas y que un genio entre serio y festivo es embarazo para enseñar es el mayor desatino.

Acuérdome con miedo que, siendo muchacho, cursé una escuela, cuyo maestro era un viejo alto, seco y mal acondicionado, ridículamente vestido, con la cuarta al hombro todo el día y un birrete de dos varas que descansaba sobre una blanca ceja, bajo cuyo tejado asomaban unos ojos dioclecianos; jamás se veía serenidad en aquel feroz y arrugado semblante; la risa y alegría habían huido para siempre de su sumida boca; sus centelleantes miradas nos pronosticaban suplicios y sus roncas voces nos llenaban de amenazas fatales, a las que siempre seguía la ejecución. ¿Con qué gusto iríamos a la escuela, donde sólo la vista de tamaño vestiglo bastaba a habernos alejado veinte leguas, si hubiéramos tenido más fuerzas que los mozos de nuestras casas? ¿Y qué tales discípulos sacaría este tirano y espantoso maestro? Yo a lo menos puedo decir de mí que no aprendí con él sino a temblar y a echar a perder cuanto hacía y leía.

Este mismo debe ser el fruto que se debe esperar siempre de semejantes maestros. El miedo que infunden a los niños con su vista aumentan con su indigesto modo y confirman con sus azotes liberales, y el muchacho que al tomar el libro comienza a balbucir de temor y al tomar la pluma le tiembla en su trémula mano, nada bueno puede hacer.

Esto es muy claro; nada se hace bien si el temor previene las ideas.

Si el general teme al ir a dar la batalla, será contingencia que acierte en las disposiciones; si el orador se acorta al subir al pulpito o al estrado, será un milagro que pueda decir lo que él escribió; si el maromero o volatín se asusta al subir a la cuerda, será un prodigio que no caiga; si el torero se sorprende a la vista de la fiera, será casualidad el que no lo revuelque el toro, y así de todos; pero no será accidente ni contingencia, sino cosa muy natural que, prevenidos del temor, pierdan unos las batallas, caigan otros de las cuerdas y se les vayan a otros los sermones. Esto es lo que debe suceder con los muchachos aterrorizados por unos maestros crueles e imprudentes, y éstos son a los que jamás se les debería fiar la instrucción de la juventud.

Convendría también, como hemos apuntado, que las salas de las escuelas fueran bien ventiladas y, aunque tuvieran vidrieras, estuvieran éstas abiertas, no habiendo un aire fuerte. Es increíble cuánto vale el que se mude el viento que respiramos con frecuencia. Mientras más niños haya, debe haber mayor ventilación, porque no todos son de igual temperamento; muchos puede haber enfermos, y el aire dañado que salga de los pulmones de éstos puede perjudicar a los demás, fuera de que es cosa sabida que nada de provechoso es a la salud estar respirando un mismo aire que ha salido y entrado tres o cuatro mil veces a nuestros pulmones. Aquí de paso es bueno aconsejar a los padres de familia no permitan a sus hijos dormir con la cabeza envuelta en las sábanas.

Volviendo a nuestro asunto, digo que conduciría mucho que las mismas salas de las escuelas estuvieran alegres y bien adornadas, con algunas pinturas de cuya inteligencia sacaran utilidad los niños. Montaigne apetecía que las clases estuviesen colgadas de flores y de hojas. «Yo haría pintar en ellas (decía) a Flora, y a las gracias derramando la alegría».

Pocas horas de escuela en esta forma aprovecharían más que las cansadas y largas que hoy se tienen inútilmente bajo el patrocinio de una envejecida preocupación.

Pero aun cuando se consiguiera el que se pusieran las escuelas dichas, el que fueran los maestros instruidos, eficaces y a propósito, el que se adoptara el método propuesto y el que se conviniera con el proyecto en todas sus partes, nada haríamos si no se procuraba hacer que todos los muchachos (especialmente pobres) asistieran a sus respectivas escuelas parroquiales. En esto estribaría todo el logro de la enseñanza. Fácil es conseguirse en queriendo los que tienen autoridad, y el modo lo anunciaremos en el número siguiente.

Dije en mi número anterior que de nada servirá que haya escuelas gratuitas si no se cuida de que vayan a ellas los niños. Éste es el empeño más arduo después (supongamos) de adoptado el proyecto, porque ¿quién es capaz de contestar a las objeciones que hacen los padres indolentes y necios para no enviar a sus hijos a la escuela? Estos malos padres son semejantes a aquellos ingratos que nos refiere el evangelio, que se negaron al convite del de familias buscando para excusarse unas disculpas frívolas y especiosas. Si hoy uno de éstos se le hace cargo ¿por qué no manda a su hijo a la escuela?, dirá: «Señor, no tengo con qué pagar... Está mi hijo en cueros; no es capaz que vaya a la escuela... Soy sola y me hace falta para los mandados». Éstas son las excusas más comunes, y a todas ellas se deben anticipar las respuestas. ¿Eres pobre? ¿No tienes con qué pagar la escuela? Pues ya ésa no es disculpa: ya el nuevo ayuntamiento es tutor de tus hijos, fomentado por la generosidad del común de la ciudad de México, y ya se proporcionan escuelas buenas y de balde. ¿Está tu hijo desnudo? No le hace: lo vestirá cuanto antes la misma ciudad, que fondos tiene, y mucha manta hay y pañetes de Cuautitlán y Querétaro propios para el efecto. ¿No tienes quien te haga los mandados? Hazlos tú, que la sociedad no ha menester mandaderos, sino hombres útiles. Así respondiera yo a estas dificultades, y no me quedaría muchacho que no fuera a la escuela; pero ¿cómo se podía esto conseguir? En queriendo los regidores y los curas, fácilmente; en no queriendo, es imposible.

Mas supongamos quieren prestarse gustosos a lo que Dios les manda, su ejercicio los obliga, la nación les encarga y el pueblo desea. En este caso no hay cosa más fácil que hacer que vayan a las escuelas todos los muchachos. Veámoslo.

Puestas ya las escuelas en sus propios lugares, se asociarían los señores regidores con los señores párrocos, y nombrarían en cada cuadra de calle un vecino decente, honrado y amante de su patria para que éste se encargara de velar sobre que fueran a la escuela todos los muchachos de su demarcación. Hecho esto mandarían que todos los maestros tuviesen un libro en el que constaran los niños alumnos con el nombre de sus padres, calles y casas de su ubicación y día en comenzar la clase (que debía ser siempre en hora señalada), se pasaría que comenzasen a cursar sus aulas.

A más de este libro, habría una tabla a la puerta de la escuela donde constasen los nombres de estos niños, y todos los días, antes de comenzar la clase (que debía ser siempre en hora señalada), se pasaría lista de los niños y se tendría mucho cuidado con el que faltase. En este caso no tenía el maestro más que hacer sino mandarle al señor celador respectivo un boletín del tenor siguiente:

El niño Miguel Rodríguez (o don Miguel), hijo de don Fulano o de fulano, que vive en la calle de Tacuba, casa número 4, cuarto tal o vivienda tal, ha faltado a esta escuela hoy 3 de mayo de 1814. La firma. Señor celador de niños don N. N.



Con este aviso pasaría inmediatamente el celador a la casa y se informaría de la causa por que había faltado el niño de la escuela: si se hallaba en él, sufrirá el castigo condigno a su deserción; pero si la causa estaba en sus padres, pasaría el celador un oficio al señor cura respectivo, en esta forma:

Por aviso del don Fulano de tal, maestro en la escuela 3 del cargo de usted, supe haber faltado a ella hoy día de la fecha su alumno N. N., hijo de N., que viven en tal parte, y habiéndome informado de la causa, averigüé consistió en su mismo padre, lo que participo a usted para su inteligencia. Dios guarde a usted muchos años. Cuadra de la calle de Tacuba. Mayo 11 de 1814. La firma. Señor doctor, bachiller o licenciado don N. de I., cura del Sagrario.



El cura pasaría este oficio al síndico del común con una posdata de este tenor:

Acompaño a usted este aviso para los efectos necesarios. La fecha. La firma. Señor síndico don N. N.



El síndico, autorizado con anticipación por el ayuntamiento y por el superior gobierno (de cuyo celo por el bien general no podemos menos sino creer que impartiría para el logro de estas disposiciones todo su influjo y poderosa protección), exigiría al momento una multa de dos pesos al padre infractor. Estas multas se depositarían en poder de un particular tesorero, tomándose razón en el libro respectivo, que debía parar en poder del mismo síndico del común, con aviso y constancia del cura y del celador respectivo, los que debían firmar el visto bueno en el acto de la entrega de la multa.

Estos fondos (que a los principios no serían escasos) se guardarían en depósito, para con ellos premiar a los niños sobresalientes al cabo del año con una medallita de oro o de plata (según se proporcionara), la que les fuera permitido ponerse sobre sus chaquetitas, aunque éstas fueran del más grosero pañete por su pobreza.

El jeroglífico de estas medallitas podía ser: un niño hincado dándole a Minerva un libro o una plana, y ésta poniendo al niño un laurel, y en la orla este mote: Por tu aplicación se te debe esta distinción. En el reverso de la medalla se podría leer esta inscripción: Así premia México la aplicación pueril.

Sólo aquel que no conoce cuánto influye sobre el corazón del hombre el deseo de la distinción y preferencia podrá dudar las ventajas que se advertirían en los niños con este sencillo estímulo.

¿De qué complacencia y satisfacción no se llenaría un niño cuando se viera distinguido entre sus compañeros con un escudo que no se lo habían dado ni sus padres, ni el dinero, ni el empeño, sino el mérito de su constante aplicación? ¿Con qué gusto no escucharía las alabanzas que le prodigarían sus conocidos y deudos? ¿Con qué regocijo no advertiría que acaso algunos niños ricos no tenían en su escuela el honorífico distintivo que él traía sobre su chaquetita ordinaria, porque no lo habían merecido igualmente? Y aquéllos ¿cómo no procurarían aplicarse con santa emulación para hacerse dignos de igual condecoración? Los padres de los niños premiados, ¿con qué gusto no se esmerarían por seguir cultivando aquellas plantitas que prometían fecundos frutos desde el principio de sus días? La misma ciudad de México, su ilustre ayuntamiento ¿cómo no se complacería si cada año distribuyera mil o más medallas entre sus niños aplicados? Estos niños, mirando que se premiaba el mérito (sin cuya diligencia jamás hay adelantos en nada ni se deben esperar), ¿cómo no se penetrarían de los sentimientos de la honradez, y aún harían por hacerse acreedores a mejores premios, afanándose por distinguirse en las academias, en los colegios, en los talleres y en los campos? De aquí era consiguiente esperar que de las escuelas saldrían niños muy aplicados para todo (si se consignaban premios para los aventajados en todo, como debía ser) y en breve florecería nuestro suelo en sabios científicos, diestros artesanos, labradores provechosos, buenos hijos, buenos maridos, buenos padres, buenos amigos y buenos ciudadanos.

No es ésta una ficción pintoresca, sino la cosa más demostrable. El hijo de Juan sastre que no va a la escuela, o si va es a una escuela mala, o si no lo es mucho, él no se aplica porque no tiene para qué, pues sabe muy bien que tanto ha de tener así como asado, este muchacho, digo ¿qué idea puede formar de lo que es honor, mérito, aplicación, justicia, preferencia, etcétera? Ninguna a la verdad, porque nada ve que lo conduzca a estos importantes conocimientos, y así, saldrá de la escuela baboseando los libros y ensuciando papel, como salen todos, y creen que han aprendido mucho. Éstos para nada son ni pueden ser, porque no pasan de unos ignorantes que medio saben leer y pintar unos garabatos.

Por el contrario, este mismo niño, imbuido desde que pisa la escuela en que se premia el mérito privado públicamente y entusiasmado con la halagüeña idea de que si él lo merece a él se ha de dar, es muy regular que se aplique como los demás a conseguirlo. Si logra el que desea, ya es un acicate que lo aguija para lograr otros; y si no lo logra, el mismo no lograrlo es una vergüencilla y una emulación que lo empeña para merecer alguno. Y si sale de la escuela (como debe salir) empapado en estos honrados sentimientos, ¿no es más justo persuadirse a que, cuando menos, este niño será pundonoroso, aplicado al trabajo y hombre de bien?

Ni se me diga que de estos sentimientos no son capaces los muchachos, porque será un error sólo pensarlo. Los niños son capaces de las ideas que les imprimen los viejos, y los niños tienen su amor propio como todos, y este amor propio bien dirigido es el fomes de todas las buenas acciones.

Como en todas las cosas puede introducirse la intriga, el fraude, el cohecho, la venalidad, la lisonja y el interés, convendría impedir su ingreso en la distribución de las medallas. Me parece sería muy útil que, avisado el noble ayuntamiento por algún maestro de que tenía un número de niños capaces a franquearlos al examen, eligiera día dicho ayuntamiento, anunciándolo por medio de rotulones y papeles públicos, y se procediera al examen en las salas consistoriales, con asistencia en forma de la nobilísima ciudad y de todos los maestros públicos de primeras letras, a puerta abierta, para que el pueblo quedara satisfecho de la justicia con que se daba el premio.

Juntos, pues, en aquel lugar los señores regidores, maestros, cura de la escuela a que pertenecieran los examinados, convidados y algunos niños de las demás escuelas, procederían al examen cinco de los maestros que allí mismo nombrara el señor intendente, y examinados cuatro o cinco niños, o a lo más seis, en una tarde, y sólo seis de una escuela y en cada materia (es decir: seis en la lectura y doctrina cristiana, seis en la escritura y ortografía, seis en cuentas y principios de geografía, etcétera), examinados estos seis niños, se tomarían los votos a los demás maestros, sin tenerlo los examinadores; y concluida la votación y declarados los beneméritos por el señor intendente, los llevaría a su presencia los maestros examinadores, y después de que oyeran una arenguita del mismo señor intendente relativa a animarlo a continuar en su aplicación, les pondría su señoría las medallitas en sus casacas o chaquetas, más que fueran los beneméritos inditos o cualquiera casta, pues de lo que se trataría en ese caso era de hacer oro del plomo y sacar provecho hasta de la escoria del pueblo.

Acabada la solemnidad de la función, quedaban los espectadores expeditos para marcharse a sus casas, y los maestros, niños y padres de éstos en estado de irse a refrescar o adonde quisiesen.

Así por turnos podían todos los años reconocerse los grados de adelantamiento que adquiriesen los niños de todas las escuelas, concurriendo estas funciones públicas, tanto a estimular a los discípulos para aprender, como a empeñar a sus maestros en enseñarlos.

Volviendo a tratar sobre el método que deberían tener los maestros para la instrucción de los niños, creo sería muy bueno poner particular cuidado en la elección que se debía hacer de los primeros libros que convendría poner en las manos de los niños. Juzgo que no sería malo ponerles las Fábulas de Samaniego, Fundamentos de la religión por monsieur Allet, cualquier tomo de las obras del marqués de Caracciolo, Recreaciones del hombre sensible, Compendio histórico de la religión por Fleuri u otros iguales, y no que es una lástima ver cómo se les fían a los muchachos libros que cuando menos no los entienden, si no es que les dan otros inútiles y aun perjudiciales, como vidas de santos apócrifas, novelas de Sayas, Soledades de la vida, libros de comedias, el Carlo magno, y otras porquerías iguales a éstas, con los que enervan sus primeras ideas y, o las leen sin entenderlas y con disgusto, o, si les agrada su lectura, se imprimen sus cabezas en un sin número de desatinos y mentiras, que después abrigan en sus cerebros hasta lo último de sus días, y no hay convencimiento que los desimpresione de las primeras tonteras que leyeron en la escuela. Ésta es una de las causas de tanta vulgaridad. Por esto se cree con tanta facilidad en los espantos, en los muertos, en los males de ojos, en los milagros infinitos no aprobados por la iglesia y en otra máquina de simplezas, de cuya creencia algunos (pocos) nos avergonzamos cuando grandes si nos instruyen.

Creo sería muy bueno enseñar a conocer las letras jugando con unas tablitas redondas en las que estuvieran esculpidos los caracteres del alfabeto. El consejo o la idea la dio san Jerónimo a la matrona Leta para que enseñara a leer a su hija.

También creo útiles para comenzar a escribir las mesas tipográficas, esto es, unas mesas en cuyos planos estuviesen dibujadas las letras, para que comprimiendo sobre los dibujos el papel, quedasen las letras como grabadas en hueco, y los niños comenzaran a guiar sus manos, o dirigir sus plumas por las zanjas del grabado.

También creo conducente, para ahorrar papel a los niños pobres, que se hicieran porción de tablitas del tamaño de medio pliego de papel, barnizadas de blanco y dibujadas en firme sobre el barniz las líneas transversales y diagonales de los renglones, para que sobre ellas escribieran con tinta y después las borraran con un migajón de pan o tantita agua, quedando así útil la plana de la mañana para la tarde y la de un día para otro, hasta que ya se conociera que no ensuciarían el papel tan en vano.

Juzgo muy conveniente que después de nuestro catecismo de Ripalda se les ampliasen las noticias de nuestra religión por Fleuri o, en escasez de este autor, por cualquiera otro, siendo compendioso y de la aprobación del cura respectivo.

Aquellos maestros instruidos que quisieran graciosamente enseñar a sus discípulos aventajados algunos principios de retórica, poesía, geografía, lengua francesa, etcétera, deberían ser gratificados de los fondos del arbitrio del ayuntamiento después de presenciar los adelantos de los discípulos. Era muy justo.

Todo padre de familia que quisiera mudarse de un barrio a otro debería avisar al maestro actual de su hijo, para que anotara en su libro la mudanza y diera a aquel niño de baja al celador de la calle, éste al cura y el cura al ayuntamiento; y mudado que fuera el padre a otro barrio, debería avisar (todo pena de multa) al señor cura respectivo para que éste lo entregara al nuevo maestro, y éste diera razón al celador de tener una alta más, apuntada en su libro. De este modo jamás dejarían los niños de ir a la escuela. Verdad es que cada maestrito tiene su librito y que estas mudanzas perjudicarían a los niños impidiéndoles sus adelantos; pero sería peor el que se quedasen abandonados a la ociosidad por la inconstancia, desidia o pobreza de sus padres.

Éstos son, en suma, los principales puntos en que se funda mi proyecto. Todos conocerán cuántas ventajas se debe prometer la sociedad dentro de pocos años, si se admite.

Su facilidad es evidente; la necesidad de adoptarlo es clara; sus frutos, vastos, benéficos y demostrados. No resta más sino que se ponga por obra. Los actuales regidores y los señores párrocos son muy patriotas para desentenderse de su admisión. Sobran en México sujetos hábiles y de probidad para desempeñar los nobles oficios de maestros y celadores: no hay más que emprender un poquito de trabajo en la instalación de las escuelas, el que será muy poco, contando, como se debe contar, con la autoridad y protección del excelentísimo señor virrey don Félix Calleja, de cuya benevolencia creo firmemente franqueará al ayuntamiento todos los auxilios que dependan de su superior arbitrio para la instalación de estas tan útiles y necesarias escuelas.

Yo soy un particular, y pobre, de quien la patria no puede esperar sino los deseos que tengo de serla útil aunque sea con la pequeñez de mis escasas luces; pero los señores regidores, esos beneméritos americanos en quienes el pueblo ha depositado su confianza, creyéndose feliz bajo su suave y liberal égida, ¿cómo no se apresurarán a realizar este proyecto tan fácil, tan útil y tan necesario a toda la sociedad de su patria?

Yo así lo creo de su noble y generoso patriotismo. ¡Gloria y honor eterno al primero que agite por la ejecución de tan benéficos como necesarios proyectos!





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