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Promisión

Carlos María Ocantos



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I

Muchas veces madama Clémence suspendía la tarea y quedaba parada y cabizbaja. Era madama Clémence la planchadora de fino, que en el portal de aquella casa vieja de la calle de Charcas, poco antes de llegar a la plaza del Carmen, se anunciaba con negro escudo de hoja de lata, en el que una plancha malamente pintada y unas letras peor agrupadas decían a los que sabían leer y a los analfabetos: Planchadora francesa, dejando, si acaso, a éstos en la ignorancia de la nacionalidad, pero bien enterados del oficio por el plomizo y orondo utensilio allí plantado... El progreso no sufre piedra sobre piedra, fea,   —6→   inútil o ruinosa, en la gran ciudad bonaerense, y hace muchos años dio en tierra con esta casona baja, edificando otra en su lugar con trazas de palacio; pero, lo menos hasta el ochenta y tantos se mantuvo tal cual, y era de las mejores del barrio, con sus tres patios enlosados, huerta, corral, aljibe y pozo, y aire y luz, de quienes el susodicho progreso parece enemigo por lo mucho que les persigue y ahuyenta.

Decía, pues, que muchas veces madama Clémence (según la llamaban los vecinos, españolizando el tratamiento) muchas veces dejaba de mano la pesada tarea, abandonando el abrasado hierro sobre el cacho de piedra, y mientras con una muñeca de lino humedecida en el bórax disuelto y preparado a su alcance, pulcramente repasaba la pechera de la camisola, daba suelta a la imaginación y permitíale correr, volar y atravesar los mares, hasta que llegaba a su playa normanda, penetraba en la aldea y en la casita junto a la iglesia sorprendía a la abuela Celeste y al hermano Jean...

  —7→  

Entonces abandonaba también la muñeca dentro de la palangana, sobre la mesa los desnudos y hermosos brazos y a riesgo de que se pasaran las planchas, quedaba absorta en la visión de su amada Francia. En la pieza enjalbegada y limpita, obrador defendido de moscas y chiquillos por una persiana verde que cerraba la puerta del patio, nadie podía distraerla: su marido, Max, aserraba madera en el corralón vecino; de los Barbados, honradísima familia gaditana, la mujer, doña Orosia, andaba en sus trajines domésticos, lo mismo que la hija, Crescencita, y ni una ni otra acostumbraban a meter la nariz en el obrador como vieran caída la persiana; D. Rufino pasearía por esas calles con su tenderete, o pacotilla de buhonero, y el chiquillo, Tito, también, con su cajón de limpiabotas al hombro, la boina pringosa, las rodillas al aire y las manos más negras que un deshollinador; en cuanto a Franz Blümen, el alemán seriote, el cachorro de Bismarck, que decía burlonamente Max, ese, lo mismo ausente que presente,   —8→   pasaba sin que se le notara: así era de callado y respetuoso; y la dueña de la casa, misia Liberata, para no turbar el estudio de su marido, el catedrático, y la propia tranquilidad en que se complacía, carácter grave a pesar de su juventud, no consentía ruidos ni jaleos en los dos patios principales.

No porque la rubicunda y bien sazonada madama Clémence, pesadilla de los pollos del barrio, fuera dada a melancolías, embelesamientos y perezosas distracciones, suspendía el trabajo y caía en estas románticas ausencias; sino que la playa, la aldea, la abuela y el hermano, la solicitaban con la fuerza de los afectos lejanos.

La distancia, el tiempo transcurrido, la decisión inquebrantable de no volver... ¡Volver! ¿para qué? ¡Si con el ahorro y el tesón, mes a mes veían aumentar su tesoro, y después de cada arqueo de la preciosa gaveta, uno y otro daban gracias a Dios de haberles sugerido la idea de aquel viaje! ¡Eso no, en la aldea no se morían de hambre,   —9→   ni andaban zarrapastrosos como los mendigos! Techo, pan y vestidos tenían a placer, pero encerrados entre las rocas y el mar, el porvenir y el horizonte resultaban estrechos para las ambiciones de Max: cultivar la huerta, ordeñar la vaca, sembrar y recoger el trigo; los veranos, gracias a los bañistas forasteros, ganar también alguna cosilla, ¡pero el invierno, el duro e implacable invierno...!

Cuando casó Maxime Duseuil con Clémence, él tenía veintidós años y ella veinte; eran primos, y en el contrato de boda figuraron más esperanzas que realidades. Así, Max, que soñaba con ser rico y que a pesar de su edad no se contentaba con los gajes del amor, amasaba el atrevido proyecto de ir por esos mundos a buscar el vellocino de su fantasía; pero Clémence tenía un miedo atroz de aquel mar, cuyos furores contemplara a menudo desde los umbrales de su puerta, y decía que nones; también su abuela, la viejecita Celeste, movía la cabeza blanca y dejaba caer lágrimas sobre su   —10→   rueca, siempre que oía a Max hablar de aquella América misteriosa.

A ellas se les antojaba tierra de salvajes y serpientes de cascabel, donde se andaba con taparrabos, y los extranjeros que no morían del vómito, de una picadura o de un flechazo, eran devorados crudos y sin sal por los caníbales; dos veces soñó Clémence que un barbarote de estos le hincaba los incisivos en un muslo y se despertó dando gritos. La abuela se estremecía sólo de pensar que su adorada nieta pudiera servir de desayuno a un americano de aquellos, y trataba de disuadir a Max. Pero Max, terco que tereo. Hasta llegaba a burlarse de los sueños y temores de las dos mujeres... ¡Bah! ¡si América no era eso! ¡Qué antropófagos, ni qué diablos! Unas ciudades tan grandes, tan grandes como París, y un ganar dinero... ¿No habían oído hablar jamás del Río de la Plata? ¡De la Plata! ¡Qué nombre más generoso, atrayente y sugestivo!

Quien arrimó leña a la hoguera fue un   —11→   tal que vino del Havre, tripulante de un barco mercante y antiguo vecino de la aldehuela normanda. ¡Jesús, y qué maravillas contó en la taberna, de aquellas tierras ultramarinas, de aquel encantado Buenos Aires, donde los perros se ataban con longaniza! ¡Ave María, y cómo puso la cabeza de Max y de cuantos le oyeron! Nada, que aquella misma tarde decidió Max liar los petates y largarse en el barco mercante.

Madama Clémence recordaba la inutilidad de su desesperada protesta, el llanto de la mère Celeste y el azoramiento de Juanillo, la despedida conmovedora en el límite del pueblo; cerraba los ojos y veía a la pobre abuela sollozando abrazada al nietecito que la dejaban, y hasta sentía el rodar de la tartana en la carretera y el acompasado trotar del caballejo.

Se embarcaron, ¡y hala! mar adentro, revuelto el estómago y el corazón hecho un nudo. ¡Ay! la Belle France no era un trasatlántico de estos gigantescos de ahora, donde se va tan ricamente y en quince días   —12→   atraviesan el océano, sino un endeble barco de vela, que el viento y las olas, durante setenta y cinco días, zarandearon a su gusto; cuando no se entretenían en no dejarlo avanzar, le desviaban de su derrotero y le obligaban a sestear bajo el sol de los trópicos. ¡Setenta y cinco días comiendo galleta y carne salada...!

Al fin llegaron sanos y salvos, y fue lo mismo que si llegaran al paraíso, tan maltrechos venían, y tal les pareció la ciudad, con ser aquel el Buenos Aires del 68, bien distinto, por cierto, del Buenos Aires de hoy. Condújoles el amigo de la Belle France a un parador de su conocimiento, cuya dueña era de allá, de Etretat, y les recibieron con mucho contento y agasajo; les hartaron de carne fresca y de pan tierno, les dieron cama blanda, vino superior, datos, informes, consejos y recomendaciones, cuanto necesitaban para alivio de los azares de la travesía y orientación del nuevo mundo en que entraban con los ojos cerrados. No quisieron acogerse a los beneficios   —13→   que generosamente otorga el Gobierno a los emigrantes, ni marchar a provincias, sino quedarse en la ciudad y valerse de los propios recursos para conservar mejor la independencia: tenían cincuenta y cinco francos; y con cincuenta y cinco francos, honradez, buenos puños y talento práctico, se puede intentar la conquista de América.

Porque ni Max ni su mujer habían venido a estarse mano sobre mano, confiados en que los pesos caen sobre la palma del que la extiende, sin mayor fatiga ni discernimiento. ¡Digo! él era un mocetón robusto, muy basto, con unas piernas y unos músculos... ¿Y ella? moza más garrida y sanota no la había en todo el contorno. Así, uno y otro arremangáronse los brazos, diciendo:

-¿No estamos aquí para trabajar? ¡Pues al trabajo!

Se puso él de peón en una alfarería y ella de planchadora, oficio en que se daba mucha maña, tan contentos y animosos, que al volver la Belle France a la patria,   —14→   llevaba para la madre Celeste una carta en que la nieta la tranquilizaba de sus temores, contándola cómo la habían recibido los salvajes, qué ciudad más hermosa tenían, y cuánto ganaban ella y Max de salario: el trabajo estaba tan bien recompensado, que seguramente harían fortuna en breve tiempo...

Empezó para ellos el proceso de la asimilación, y, gotas de agua que la tierra sedienta absorbe y purifica, poco a poco, sin esfuerzo ni violencia, se amoldaban a las costumbres, desaparecían las obscuridades del idioma, la gratitud hacia el país hospitalario germinaba en sus corazones y ambos se despabilaban asombrosamente; que en esto los aires americanos ejercen influjo maravilloso.

Pusieron el obrador en aquella casa de la calle de Charcas, donde alquilaron dos piezas muy modestas, una dedicada al planchado y la otra a alcoba conyugal, ambas alhajadas decentemente y con aseo esmeradísimo.

  —15→  

Era el propietario de la casa el doctor D. Hipólito Andillo, catedrático de la Universidad, y tenido por un herejote muy atroz; el sujeto más dulce e inofensivo, a pesar de sus narices y de su carátula, el cual, reservando para él y su mujer la parte del primer patio, alquilaba las habitaciones interiores, a fin de sobrellevar holgadamente el presupuesto mensual, que su escaso sueldo no alcanzaba a cubrir. Al principio, la pareja normanda fue sola inquilina, luego vinieron los Barbados, y Blümen más tarde, el alemán dependiente de comercio... Suerte grandísima cupo a Max en venir a parar en esta casa de la calle de Charcas, porque el doctor Andillo le protegió, le colocó en el aserradero de maderas de su vecino y pariente mister Patrick, donde ganaba más que en la alfarería, y misia Liberata, su mujer, cobró grande afición a la normanda y la proporcionó una clientela numerosa: así, todo marchó muy guapamente, y cada carta para la madre Celeste era una glosa de esta frase, que   —16→   juzgo innecesario traducir: -Machère mère, je suis dans le paradis!

¡Ciertamente, en el paraíso! Con el alba se levantaba y así como el sol, al asomar, luce ya compuesto y hermoso, salía al patio más limpia y prendida, peinada de sortijillas y rodete, en invierno con chaqueta de paño entallada, en verano con chambra de muselina, y encendía la lumbre en el brasero, junto a la puerta, calentaba el agua, preparaba el café para Max... Luego del desayuno, ponía las planchas y a trabajar hasta medio día, detrás de la persiana verde; sobre el anafre roncaba el orondo puchero, en cuyas profundidades cocía buen trozo de carne, una lonja de tocino y variadas legumbres, y a la hora en punto la joven levantaba la persiana y hacía una seña al marido, que, por la pared medianera, encaramado sobre una montaña de tablones, en el corralón vecino, se le veía dale que le das al enorme y desapacible serrucho. Los días de entrega de ropa salía la normanda, por la tarde, con la cesta   —17→   deslumbrante de blancura, oliendo a limpieza, y se llevaba de calle a todo el barrio. ¡Qué andares los suyos, qué colores, y qué carnes! ¡Y qué días dichosos aquellos! ¡Ay! no les faltaba más que una cosa: ¡un niño! Pero éste lo tenían allá, en la aldea, y les preocupaba tanto como si fuera hijo propio: que la esterilidad lleva siempre consigo exuberancia de afectos, los que, desviados de su corriente natural, en el fruto de amores ajenos se concentran, si acaso en seres inferiores, cuando la edad y el aislamiento han endurecido el corazón.

Aquel Jean, el Juanillo de la aldea, era la causa mayor de las cavilaciones de madama Clémence. Las primeras cartas de la abuela decían que estaba tan sanote, tan comilón y Barrabás, que le había puesto en la escuela, que pasó el sarampión sin mayor peligro... Con la mesada última se reparó el tejado de la casita, compró traje nuevo al chico, que andaba muy majo y era la envidia del pueblo, y sobró también para adquirir un cochinillo. El reumatismo la   —18→   tenía a ella muchos días sin menearse de la cama y la obligaba a desatender su parroquia de Etretat; en estas ocasiones iba Juanillo con la cesta de los huevos y las aves, porque sino, ¿cómo subvenir a todos los gastos? ¡Cuánto bien a su salud la harían esos buenos aires de América! Porque si no había tales indiazos y el clima era tan dulce... No fuera largo el viaje, y se marchaba, ¡vaya! Luego llegaron otras cartas en que las noticias escaseaban, notábanse ciertas reticencias, adivinábanse cosas graves tal vez, misteriosas por lo menos, y la madre Celeste parecía embrollarse en su deseo de ocultarlas y su deber de dar cuenta de los hechos del rapazuelo. De pronto, se interrumpió la correspondencia y pasó una larga temporada sin escribir: el reuma quizá, algo peor... Al fin, se aclaró el misterio del silencio y las vaguedades últimamente apuntadas. Juanito crecía en edad y en malos vicios: desobedecía a la abuela, detestaba el estudio, a la pesca de mariscos dedicado el santo día, no se conseguía darle   —19→   palmada, y... esto era lo gordo, lo gravísimo: ¡el producto de la venta de pollos de un domingo lo hurtó, alegando que las aves se le escaparon en el camino! A causa del disgusto, la abuela enfermó gravemente, asustada de la responsabilidad que la incumbía si no podía dominar los instintos rebeldes del muchacho. ¿Por qué no se le llevaban a América? ¡América es también tierra de redención!

¡Traerle! ¿Quién le traía? Madama Clémence cavilaba, cavilaba. Roto el dique de la franqueza, las cartas de la madre Celeste fueron, al cabo, relación desnuda de las trapisondas de Juanillo: el chico la faltaba, el chico la robaba los sous del portamonedas, no parecía por casa en quince días, le habían cogido los gendarmes como vagabundo... y así, de mal en peor, cuanto más grande, más pillo e incorregible.

¡Traerle! ¿Quién le traía? Siquiera el patrón de la Belle France viniera por estos mundos... pero la Belle France, ya muy   —20→   cascada, no se atrevía a cruzar el Océano como antes.

Acaso pensando en la probable venida de Juanillo el indómito, alquilaron una pieza más, contigua al obrador, y Max la llenó de chismes de carpintería para aprovechar las horas de descanso en el corralón, y las fiestas, en fabricar cajas de embalaje, que le producían nuevo jornal y no escasas ganancias.

Así, él con el serrucho y ella con la plancha, sobrios e incansables, amasando iban la fortuna soñada, tan aclimatados ya como si hubieran nacido en el mismo país: Max llegó a gustar mucho del mate, y madama Clémence aprendió a cebarlo a la perfección. Luego, en este pequeño falansterio de la calle Charcas, donde cada familia parecía de laboriosas abejas, mostrábase un espíritu de solidaridad admirable, que la de Andillo era la primera en fomentar; todos los menudos servicios de la buena vecindad, tanto entre los Barbados y los Duseuil, como entre éstos y el apático Blümen,   —21→   se prestaban con franqueza generosa; y aunque del catedrático dijeran las malas lenguas que no creía en Dios y profesaba otras ideas absurdas, teníanle sus inquilinos por el hombre más cabal del mundo, y sus consejos, en dos o tres ocasiones, fueron de oro para Max.

En esto, del lado de allá sonaron los clarines siniestros de la guerra. Max escuchó el grito de la patria herida, y el alejamiento que le impedía prestarla su brazo, le pesó sobre la conciencia como un crimen. Se puso exaltadísimo: no dormía por sorberse todas las noticias que su periódico favorito, Le Coq Gaulois, desparramaba; encolerizábale, confundíale y sacábale de quicio cada revés, y él, tan pacífico, el día que estalló la pavorosa nueva de Sedán, se trabó de palabras en el patio con el pobrete de Franz Blümen, el alemán cachazudo y manso, llamándole Bismarck y otras picardías. Pasado el turbión, la tristeza del vencimiento fue para él acicate mayor en el trabajo, y todas sus excelentes cualidades,   —22→   de obrero honrado y sin vicios, dijérase que se afirmaron y abrillantaron.

La misma Clémence, su mujer, le daba de mano en lo del madrugar, vestirse con aseo, cultivar el ahorro y guardar la casa. Los domingos había que echarle fuera para que tomara el aire, y como gustaba poco de reunirse en la vecina taberna Au rendez-vous des Amis con los compañeros franceses, iba algunas veces al círculo de socorros mutuos L'Union Ouvrière, de que era socio activo, a encerrarse en la biblioteca; pero con más frecuencia al campo, en compañía de su mujer, a pasear los bonitos alrededores de la ciudad, recordando sus excursiones de novios allá en la aldea. En el corralón tenía aumento de salario cada año, y con el roce de unos y otros y su facultad de adquisividad poderosamente desarrollada, la simiente que trajo y depositado había en el surco, aquellos cincuenta y cinco francos se multiplicaban con eficacia extraordinaria.

Así corrieron los años del 71 al 73 sin   —23→   variación notable. Pero en el 73 ocurrió un suceso digno de tomarse en cuenta que merece ser contado por menudo.

Las cartas de la madre Celeste no habían discrepado unas de otras, durante tan larga temporada, en la monótona relación de los milagros de Juanillo y de sus propios temores y miserias; al contrario, parecía que, ya cansada de apuntar idénticas fechorías, siempre impunes, se limitaba a decir: -Jean lo mismo... como si en esto diera a entender que estaba más descarriado que antes. Carta hubo anunciando: -De Jean no sé nada... que era lo más grave que de su conducta pudiera comunicarse; y al fin, los repetidos ataques de reuma y los disgustos quitaron a la abuela el humor de escribir, y no lo hizo ya sino una vez cada seis meses para repetir: -Si estáis tan bien, ¿por qué no os lleváis este perdido de Jean y le hacéis hombre...? No era que ellos no quisieran traerle, sino que no hallaban medio; consejos, súplicas y giros frecuentes enviábanse para conjurar el peligro,   —24→   pero la abuela seguía en sus trece: -¿Por qué no os le lleváis? Autorizadme y le hago embarcar en el primer buque que salga del Havre... Esto de embarcar, así como un fardo, a un niño de corta edad, se les hacía muy cuesta arriba a los Duseuil.

Por último, la abuela no escribió más. Seis, siete, ocho, nueve meses pasaron, y sin noticias de la abuela. ¿Habría muerto? Cavilando acerca de esto, madama Clémence abrasó muchas camisolas. Diez, once meses pasaron sin noticias, hasta que llegó una misiva de Monsieur le Maire comunicando la muerte de la madre Celeste y la desaparición de Juanillo...

Parece que las malas nuevas perdieran con la distancia y el tiempo algo de su eficacia, y fueran así como balas frías que golpean y no hieren; y digo esto, no porque madama Clémence no se hartara de llorar y diera otras muestras, como Max, de dolor y pesadumbre, sino porque ambos, con serenidad mayor que si estuvieran presentes   —25→   en la aldea, y acabara de ocurrir la desgracia, examinaron, discutieron y resolvieron el caso, poniendo al punto por obra lo que más acertado les pareció, y fue: que, careciendo de parientes y amigos de confianza, se escribiera a Monsieur le Maire y al notario para sacar a subasta la casita, con los muebles, único lazo material que les ligaba a la patria, recomendándoles a la par comunicaran cualquier noticia que al chico se refiriese; y si daban con él, cosa no difícil, le embarcaran en un trasatlántico, bajo la segura custodia del capitán, «que aquí, decía la normanda, o se hace hombre, o le rompo la cara».

Con estas intenciones y estos sinsabores, no es extraño que madama Clémence suspendiera la tarea muchas veces, y quedara parada y cabizbaja, y menos extraño parecerá que, una tarde de Noviembre de aquel año 73, atropellándosele las lágrimas y soltándolas sin reparo, no hubieran menester de más rocío las prendas que estiraba sobre la mesa, blancas como la misma espuma...

  —26→  

Encendió el quinqué, y después de tender en las cuerdas la ropa planchada, enrolló en apretados paquetes lo que aún faltaba por planchar, sepultándola en un cesto y cubriéndola con una sábana muy limpia; luego se sentó, recostando sobre la mano robusta su cabeza, aquella cabeza de diosa de Rubens, de cabello azafranado, carrillos de manzana, nariz audaz, labios picarescos y cuello de sonrosado mármol.

Aunque no atendía la normanda sino al propio rebullir del pensamiento, oyó que sonaba el llamador de la calle, que salía la criadita de Andillo, y en la cancela se armaba desusado cuchicheo; en seguida pasos en el primer patio, los que se encaminaban a su puerta, seguramente, porque cesaron de golpe delante de la persiana verde; antes de alzarse ésta y aparecer el visitante, ya madama Clémence había pasado en revista todos los que podían ser: recadista de parroquiano o parroquiano en persona, porque ni su marido, ni los vecinos tenían costumbre de tocar el llamador para entrar...

  —27→  

Se alzó, pues, la persiana, y no llegó a entrar, sino que quedó pegado al quicio, entre cohibido y avergonzado, un muchacho que apenas alcanzaría a los catorce años, con señales evidentes del mal vivir en cara y traje, muy derrotado, sucio y flaco; no traía camisa, y se anudaba al cuello una chalina de lana negra, y en las manos, escamosas de la mucha porquería, volteaba una gorra, negra también y reluciente de grasa.

Seis años hacía que no le veía la hermana, y a pesar de la transformación propia de la edad, le reconoció sin titubear; asustada, dio un grito y dijo:

-¡Jean!

Luego se abalanzó a él, y antes airada que tierna, juez inflexible que castiga una falta por largo tiempo pendiente de ejecución, hizo ademán de propinar al muchacho un sopapo a guisa de bienvenida... y le atrajo después, le abrazó, mezclando recriminaciones y mimos en el dulce patois de la aldea.

  —28→  

El pequeño, azorado, temiendo que llovieran cachetes, esquivaba las caricias y toda respuesta, enfurruñado y hoscoso; pero el juez era mujer, era hermana, era madre, y había olvidado ya los agravios del mequetrefe: le achuchaba cariñosamente y repetía:

-¡Jean! ¡pobrecito Jean! Cuéntame, a ver, ¿quién te ha traído? ¡Bonito vienes! Estás hecho una lástima.

Y el otro, sin soltar palabra, erizándose, como animal salvaje a quien hostigan dentro de la jaula. Entró Max de repente y Juanillo hubiera escapado si no le agarran por las muñecas y le calman, porque al reconocerle el obrero, en la actitud y los gestos de la hermana más que en la desconocida facha, levantó los musculosos brazos y, fingiéndose airado, preludió tan contundente caricia que el pequeño puso el grito en el cielo...

-¡No, Max, déjale! -intercedió madama Clémence.

A fin de calmarla completamente, le   —29→   trajo la normanda un bien servido plato de sopa, le hizo sentar delante de la mesa y le invitó a comer; él miraba desconfiado a todos lados, y le asustaba tanto el ceño de Max como la sonrisa de madama Clémence; por último comió a grandes sorbos, sin dejar de espiar los ademanes de los dos parientes, pronto a saltar de la silla y a defenderse si le atacaban.

-Pero ¿quién diablos te ha traído? -dijo Max ablandándose-. ¿Cuándo has llegado? ¿De dónde vienes?... ¡No, si no voy a pegarte, aunque buena paliza te mereces, gandulón!

-Si le gritas así -intervino de nuevo madama Clémence en el chapurrado español que había aprendido- no le sacaremos una palabra del cuerpo.

Le dejaron en paz que se hartara a su sabor, pasmados de lo crecido que estaba, de su grosería y suciedad; y cuando el salvaje se convenció de que las manos se mantenían quietas y no amagaban mojicones, confortado el estómago y repuesto de la ingrata   —30→   sorpresa, rompió a hablar diciendo en su lengua:

-Pues yo he venido solo...

-¡Solo! ¿cómo? A ver...

Poco a poco, espontáneamente unas veces, y otras con el tirabuzón de oportunas preguntas, confesó toda la serie de sus últimos milagros. La abuela había muerto allá por el mes de julio; él quería mucho a la abuelita, pero la abuelita se empeñaba en que tenía que estudiar y, la verdad, a él no le gustaban los libros: su deseo era ganar mucho dinero, venirse a América, donde lo hay a paletadas, y agacharse y coger un puñado, y volver a agacharse y llenar los bolsillos y llenar unas arcas que traería... Quería hacer lo que el cuñado, en vez de destripar terrones en la aldea. Luego, la abuelita no le daba nunca sous, y la única manera de obtenerlos era hurtárselos de la gaveta o sisarlos en el precio de las aves que llevaba a vender a Etretat cuando la abuela se ponía mala. El día que murió la abuela, él no estaba en la casa, estaba en   —31→   la playa pescando camaroncitos, y llegó a alejarse tanto, que se le hizo de noche fuera de la aldea y durmió en una cueva, y cuando volvió halló muerta a la abuelita... ¡Ay! él la quería mucho, sí, sí, pero la abuela no le daba sous y le hacía estudiar a la fuerza.

Después que enterraron a la abuelita, él decidió venirse a Buenos Aires, que se le antojaba tan cerca... ¡Decidió venirse a pie, si no le dejaban embarcar! Monsieur Loquin y madame Pignoret pretendían llevarle consigo y ponerle a guardar gansos en la granja, pero él rehusó; ¡guardar gansos, cuando tenía unos hermanos millonarios en América! Y registra por aquí, registra por allá, encontró en la casita hasta noventa y tres francos, y con ellos y lo puesto se escapó del pueblo, marchó a Etretat y tomó alegremente el camino del Havre. Temía que le cogieran los gendarmes, como la otra vez, y no le dejaran embarcar; pero él hubiera peleado contra la gendarmería entera, decidido como estaba   —32→   a embarcarse, quieras que no. Anda, anda, anda, llegó al Havre y se fue derechito al puerto: pregunta, averigua... y cátate que a la mañana siguiente salía un buque muy grande, de estos que andan solos sin ayuda de velas, y un familión que embarcaba en el dicho buque se interesa por el joven viajero y le protege, haciéndole pasar por sobrino, para que los empleados de la agencia no le pusieran impedimento. ¡Ay, qué gusto! paga su medio billete de tercera y al vapor. Que le busquen ahora los gendarmes y monsieur Loquin y madame Pignoret...

Y así se vino, ni más ni menos. Si él supiera antes que era cosa tan fácil, antes lleva a cabo su proyecto, porque de muy atrás pensaba en la escapatoria y el viaje de ocultis; pero tenía miedo de la abuelita y también del mar... ¡Era cosa fácil, pero muy desagradable! Había venido mal, revuelto con otros, hacinados todos como sardinas; luego, se mareó lastimosamente; así, veintidós días. Cuando llegó, como traía en   —33→   un papel apuntadas las señas, un compañero de viaje, francés, peluquero, se prestó a acompañarle y le dejó en la misma puerta...

Madama Clémence, enternecida, lloraba, repitiendo:

-¡Jean! ¡pobrecito Jean!

Y a Max le pareció la ocasión excelente para echarle un sermoncito al estilo suyo, es decir, sin finuras ni comedimiento, cual se merecía el mozalbete:

-Bueno, ¡ya estás aquí! y me alegro, pues te habíamos mandado a buscar: muerta la pobre madre Celeste, no íbamos a dejarte ganduleando, librado a tus malos instintos. Pero, si vienes creyendo que aquí vas a estar de canónigo y tus hermanos te van a llenar la tripa sin trabajar, buen chasco te llevas. Hijo, desengáñate: ni tienen tus hermanos tales millones, ni el oro de América se ha hecho para los haraganes: aquí, el que no trabaja no come, y todos comen, porque para todos hay trabajo. ¿Entiendes? Bueno, así no te llamarás a engaño.   —34→   Mira esta habitación: no es la de ningún palacio, ¿verdad? Pues en ella tiene tu hermana su obrador de plancha, y planchando el día entero se gana su buen jornal. ¿No has reparado que sus manos no son las de una duquesa? Pues, ¿y yo? Ven acá, bribonazo, acércate, levanta la persiana... acércate, que no voy a cascarte... mira por encima de la pared medianera. ¿Ves? Ese es el depósito de maderas donde tu hermano, aserrando, se pasa de la mañana a la tarde. ¿Ves las vigas, los tablones? ¿No has reparado tampoco que llevo blusa y que mis manos están callosas, tanto como en la aldea? ¡Ah! ¡ah! ¡millones! Los tendremos, sí, como a ésta y a mí Dios nos conserve la salud, que lo que es ánimos de trabajar y trabajo abundante y bien retribuido no nos falta. Conque, ya lo sabes: a trabajar, o tendrás poco pan y mucho palo.

Más efecto que los ofrecidos sopapos de bienvenida, hicieron estas palabras durísimas en el atónito Juanillo; ya él había husmeado algo de la verdad, inspeccionando   —35→   con disimulo la habitación y las trazas de sus hermanos: no, allí no aparecía indicio siquiera del lujo soñado, y estas Indias que en su imaginación se forjara, acababan de convertírsele en prisión odiosa de galeotes. ¡Vamos! ¿No valía más guardar los gansos de madama Pignoret en la libre campiña y asoleada, frente a aquel mar de la aldea, compañero de sus juegos infantiles?

Oyó que su hermana decía muy seria: -Sí, sí, Jean, es preciso; Max tiene razón; ¿qué te figurabas entonces?... Y él se puso enfurruñado de nuevo; porque precisamente él se figuraba que ellos estaban de señores y él estaría de señorito, y que América no era lo que parecía, sino otra cosa muy distinta.

Entretanto, madama Clémence, contenta como unas Pascuas, preparó la mesa para la cena, vistiéndola con un mantelillo blanquísimo, adornándola con un jarro cuajado de flores y distribuyendo los platos de loza y los cubiertos de metal; trajo el puchero, el pan, el vino y sirvió... Después   —36→   una fuente de lentejas, y también fresas espolvoreadas de azúcar. Pero Jean no quiso catar nada, y no soltó ya una respuesta. Le preguntaban de la madre Celeste, de los vecinos, de la casa, del pasado, del viaje, y él gruñía, incomodado, como un perro a quien tiran del rabo.

-¡Jesús! -exclamó la hermana- ¡y cómo te has puesto, Jean! Tan grandullón y pareces un salvajote. Aquí tendremos que lavarte bien primero y cepillarte, para que te civilices; después a estudiar y aprender un oficio. A ver, ¿qué te gusta más, carpintero, sastre, albañil?... ¿No? Un poquito más arriba entonces: ¿arquitecto, ingeniero?...

-Nada -resolló Max con la boca llena-; millonario por herencia, mujer, que es lo más cómodo y descansado... ¡Valiente pillo! Mira, como no cambies...

Pareciole a madama Clémence que lo mejor era llevarse al mostrenco a descansar, no fuera el diablo a armar un zipizape, y se le llevó, empujándole, pues él no quería   —37→   menearse de la silla. En la habitación contigua, llena de trastos, maderos, virutas y útiles de carpintería, arrimado había un catre, que en un periquete abrió madama Clémence y aderezó con sábanas de lienzo, un almohadón y una manta, mientras iba diciendo:

-¿Ves como te esperábamos? Hoy no, pero habíamos escrito para que vinieras... ¡Ay, Jean! Cuánto nos tienes hecho sufrir con tus chiquilladas. ¡Más ganas de asentarte la mano encima, que de verte nos pasaban! porque mira que... En fin, a dormir ahora y mañana a tomar un baño y a cambiar de ropa... Claro, ya empiezan los gastos contigo: hay que vestirte de pies a cabeza; con que salgas desagradecido y te emperres en no corregirte, buena la hemos hecho. ¿Te dejo la luz? Frío no le hay, pues aquí estamos en primavera; pero si quieres otra manta...

Contestaba Juanillo dando cabezadas de mal humor; y al fin madama Clémence le dejó, recomendándole que rezara para conseguir   —38→   de Dios el perdón y el propósito de la enmienda.

Lo primero que hizo el muchacho, al quedar solo, fue darse en la cara dos puñadas coléricas, mesarse los pelos y llorar de rabia. Pero, señor, ¿estaba en América? ¿Era aquel el palacio encantado de sus hermanos? ¿Aquella la alcoba suntuosa y aquel el lecho con que soñara? ¿Y aquel programa de vida, despóticamente trazado, era el que se arreglara al partir de la aldea, tan orgulloso y campante? ¡Qué caída y qué batacazo más dolorosos! A la luz de la bujía, la habitación le pareció más miserable y la realidad doblemente ingrata; y porque se borrara de su vista, sopló en la luz, y a obscuras, tropezando aquí con un madero y allá con una caja, sin desnudarse, arrojose sobre el catre, que le recibió gruñendo desagradablemente. ¡Bueno, bueno estaba todo! ¡Y qué bien empleado, pero qué bien empleado!

Jean lloraba en silencio. Al lado, se mezclaban las voces de los hermanos y el   —39→   repicar de los cubiertos; y de repente, afuera sonó una guitarra, un rasgueo lánguido, monótono ejercicio de la mano, que dejaba de tocar y empezaba de nuevo, indecisa o recelosa. Crujió el catre, como si fuera a desvencijarse, y Juanillo saltó al suelo, se escurrió a tientas, golpeándose las canillas en los condenados maderos; el rumor de la guitarra y el reflejo que atravesaba los resquicios, le guiaron hasta la puerta, uno de cuyos postigos abrió con mucho sigilo... ¡Ah! ¡qué hermosa luna hacía y cómo brillaban las estrellas! En el patio, que era el último de la casa y cubría un parral centenario, formaban rueda varias personas y en medio del círculo bailaba una petenera Crescentita Barbado, la chiquilla gaditana, con tanto salero, que era cosa de embobarse, viéndola cómo se revolvía, hacía serpentear los brazos, balanceaba la cabeza y zapateaba graciosamente, al son de la guitarra y de las palmadas.

Más guapita era que si los mismos ángeles con nieve, rosas e hilo de oro, perlas,   —40→   corales y zafiros, hubieran modelado su cara remonísima; la falda de percal, del mucho uso, parecía desteñida, y las botas, demasiado grandes, mostraban remiendos y rozaduras; pero, asimismo, a la luz de la luna, que amorosamente la bañaba toda entera, apareció a Juanillo como una ninfa vestida de plata, la diosa América en persona, que él entrevió allá en la aldea.

Cantaba la guitarra, chasqueaban las palmas, danzaba la mocita; bajo el emparrado la brisa agitaba las hojas y sobre las paredes marcaba la luna desmesuradas siluetas, y Juanillo apenas se movía, boquiabierto; trajo un banco para disfrutar con más comodidad del espectáculo, y el cansancio y las diversas emociones, que hondamente le embargaban, le vencieron al fin y le dejaron dormido, pegado al cristal... ¡Aquella noche soñó que Crescencita, la danzarina, le llevaba de la mano por un rayo de luna a mostrarle el sitio donde América guarda sus tesoros!



  —41→  
II

Cuando esta familia de Barbado vino a ocupar las dos habitaciones del último patio, muy poco tiempo después de los Duseuil, pareció a todos tan miserable, que el mismo doctor Andillo, a quien sus intrincados libros de texto, sus endiabladas filosofías y sus discípulos dejaban apenas espacio para observar las cosas menudas, tembló por los alquileres... No trajo más ajuar que una cama y un catre, dos colchones malísimos, tres sillas perniquebradas, un anafre, cuatro cacerolas, un lío enorme de pingos, mantas y otras prendas, y una guitarra con vistosa moña de cintas rojas y amarillas; restos ¡ay! de pasada opulencia, porque, si   —42→   hemos de creer a doña Orosia, en su casa de Arcos (de donde eran oriundos) vivían en la abundancia y el regalo, y si vinieron a menos fue por las razones que ella daba con empalagoso ceceo y el escamoteo de finales correspondiente:

-Cuando pienso que mi madre me crió entre holandas...; que en mi casa de Arcos hemos comido en vajilla fina...; que teníamos tres criados y cuatro doncellas...; que a mi niña la puse institutriz inglesa y todo... Pero la culpa la tuvo Aniceto, un hermano de Rufino, que por librarle de quintas primero y pagarle las trampas después, hubimos de hipotecar la casa y las tierras; eche usted, además, impuestos y cargas de todo linaje... Mi cuñado vino a probar fortuna, y se volvió diciendo que esto no valía un pepino, y que para morirse de hambre no era menester atravesar tanta agua; pero yo le dije a mi marido: Mira, eso es que éste fue creyendo que se lo iban a dar todo hecho, y le han dado un puntapié, porque allá los haraganes no deben de prosperar.   —43→   ¿Por qué no se lo dimos también nosotros al gandulazo? Nada, que nos partió por la mitad, nos arruinó, y el mismo Rufino hubo de decir: Pues ¿qué hacemos? Vámonos a América. ¡Claro! No era cosa de ponernos a trabajar en la localidad, donde todos nos conocían... Y nos embarcamos, yo encinta de esta alhajita que ustedes ven, porque Tito es argentino, sí, señor, nació aquí el mismo día que entraron las tropas victoriosas del Paraguay: por cierto que le envolví en un lienzo viejo y un refajo, porque no tenía pañales... ¡Ay, qué vueltas da el mundo!

No pongamos en duda, piadosamente, lo que asegura doña Orosia, y achaquemos al gandulazo del cuñado toda la culpa de que familia de tanto viso en Arcos emprendiera el doloroso éxodo a Buenos Aires sin lastre en los bolsillos y en el estómago; pero, dígase para gloria de los Barbados gaditanos: la ley del déspota mayor que hay en el mundo, les sometió sin protesta, y como si en su vida no hubieran hecho otra cosa   —44→   (con perdón de doña Orosia) echose el don Rufino a vender baratijas por las calles; cosieron y fregaron en casa la madre y Crescencita, y cuando el niño tuvo edad de ganar algo le colgaron un cajoncito al hombro, le dieron dos cepillos, una caja de betún, una gruesa oblea de cera y un retal de paño negro y le mandaron a lustrar las botas de los transeúntes... ¡Un Barbado, y de Arcos! ¡Felizmente, estaban en América!

Que no les iba mal, lo prueba que algún tiempo después de instalar el fementido menaje apuntado en la casa de Andillo, compraron una cama nueva, y, poco a poco, una máquina de coser, una cómoda, una consola, cuatro butacas de yute, y se permitieron el lujo de velar los cristales de las puertas con visillos muy bonitos, de poner a la consola un paño de crochet, y colchas de cretona a las camas, y hasta llegaron a adquirir un reloj de cuco, precioso. Un poquitín más, y era la casa de Arcos pintiparada; aunque doña Orosia dijera, ceceando siempre:

  —45→  

-¡Si vieran ustedes mi casa de Arcos! Aquello sí que dejaba ciego y daba el opio a cualquiera. Mire usted, teníamos un sofá de brocatel, en la sala, rameado de amarillo y con copete de talla dorada... y de estos espejos caprichosos que llaman no sé si cornipoquias o cornucopias... ¡Y qué cama la nuestra!, todita de palosanto, torneada, con un dosel de damasco que ni la del Obispo. Así era la guerra que me daban los criados, porque para librar tanta preciosidad de un plumerazo torpe, no me bastaban cien ojos...

Poseía doña Orosia, y esto prestaba algo de verosimilitud a la relación de sus anteriores grandezas, una figura delicada y casi aristocrática, manos muy finas, pie minúsculo, y si las escaseces empañaron su rostro, pelaron sus ojos azules y entretejieron canas en su crespa cabellera, usurpando la ingrata prerrogativa de afear que a la edad incumbe, pues era joven aún, advertíase que debió de tener muy lozanos abriles; vistiera sedas y terciopelos, y los llevaría   —46→   con la misma dignidad que el percalito barato o la sencilla estameña. Ya lavara en la huerta, debajo de la higuera que a Tito servía de recreo gimnástico, ya fregara cacerolas o se ocupara en el avío doméstico, funciones todas reñidas con la coquetería y el buen ver, aparecía doña Orosia con la cara dada de almidón abundantemente; porque, eso sí, podía ella olvidar ciertos preceptos de la higiene en punto a abluciones matutinas, pero dejar de enharinarse, jamás.

En cambio, D. Rufino, Barbado de apellido y lampiño de cara, no tenía trazas siquiera de haber llevado levita en su vida, como aseguraba doña Orosia, rememorando los esplendores de Arcos. Hombre burdo, zancajoso y de mediana estampa, en él lo que valía no se mostraba a primera vista, y eran sus excelentes prendas morales, aquilatadas en todas las ocasiones de su aperreada vida, tan excelentes, que su propia mujer le había inscrito en el santoral de los maridos, y por manso y honradísimo   —47→   teníanle cuantos le trataran de cerca. Desgraciadamente, las vanidosas exageraciones de doña Orosia me impiden decir toda la verdad acerca de lo que el D. Rufino hiciera o dejara de hacer allá en su tierra; porque, como mis informes están en desacuerdo con los de esta digna señora, no quiero yo disputar ni atraerme malevolencias femeninas, de las que Dios me libre; pero sí diré, y en esto creo no faltar a doña Orosia, que parece (ya ven ustedes que no lo aseguro) fue D. Rufino músico de regimiento... Nada de particular tiene, y el orgullo de los Barbados no puede sufrir rozadura alguna porque tocara D. Rufino el clarinete en un cuartel. Y si no, venga acá la señora doña Orosia y dígame en confianza: ¿es cierto o no es cierto que uno de los objetos empeñados para pagar el viaje fue el clarinete de D. Rufino? ¿Y de dónde le venían entonces sus aficiones musicales, la destreza suya en rasguear la guitarra y el baúl aquél atestado de partituras? Tampoco me negará usted, señora mía, que traía él la   —48→   idea de meterse a maestro de piano, y que le salieron mal los ensayos, y por consejo de un compatriota, el cual le dijo: -Mira, Rufino, yo sé lo que me pesco; déjate de arte, y ponte a mercachifle...- D. Rufino, dócil siempre a los buenos consejos, careciendo de capital y de influencia para obtenerlo, se proveyó de una tienda portátil, la llenó de chucherías, de objetos de mercería y de escritorio, y se puso de buhonero.

Y ¡chitón! que si doña Orosia está conforme, y hasta orgullosa, en que cada cual se gane en América el pan como pueda, no consiente que se dude ni tanto así de que en Arcos arrastraron carretela y eran los Barbados el cogollito de la aristocracia. De todos modos, poco nos debe importar, y a fuer de galantes, la creemos a usted, señora, la creemos a usted con los ojos cerrados, como hay que creer todo lo que suscita duda...

La prueba de que doña Orosia, intransigente cuando de Arcos se trataba, sintiérase o no lastimada de ver reducida su familia a estado modestísimo, no tenía pizca   —49→   de escrúpulo para el trabajo, está en que no hizo ascos a la resolución del marido ni opuso peros a que cosiera Crescencita camisas a la máquina y Tito saliera a la calle a lo que ustedes saben; y si ella misma no se metió a servir, fue porque, recaudando los otros buen jornal para comer, y aun para guardar, no era de absoluta necesidad, y también por aquello de «no sirvas a quien sirvió, ni mandes a quien mandó»... que repetía a menudo. Mas si ella no los opuso, llegó a oponerlos muy formales el señor doctor Andillo, en lo que a Tito se refiere, prendado del despierto rapaz, de aquel angelote rubio y hermoso, que lavado a medias y apenas vestido, cruzaba alegre por la mañanita el patio con el cajón a la espalda, y volvía entre dos luces, cansado y soñoliento, a entregar la ganancia del día y dormirse, muchas veces, sobre el mismo cajón, mientras se preparaba la cena, muertecitos los pies de andar y las manos de restregar el cepillo y de tamborilear con él, enronquecido de tanto vocear:

  —50→  

-¡Lustrar, señores, charol, charol!

Sentía el señor catedrático, sin duda, que chico tan listo no cultivara su inteligencia y pudiera corromperse en el malsano callejeo de todos los días, y con este fin humanitario enderezó algunas comedidas reflexiones a sus inquilinos, las que fueron contestadas por la propia doña Orosia con media docenita de verdades, a este tenor:

-Señor catedrático, eso estará bueno para quien no ha menester de trabajar; no he de tenerle yo de señorito, mientras nosotros echamos los bofes: así aprenderá a hacerse hombre, a apreciar el dinero en lo que vale (pues el que no sabe ganar, no sabe guardar) y la vida en lo que da de sí. Tenga él buenas inclinaciones, sea cristiano y respete a sus padres, y andará sin mancharse entre el fango. Y si sale inteligente, mañana que estemos más desahogados, le pondremos a estudiar y se hará catedrático si quiere; pero, por ahora, que se contente con la cartilla que yo le enseño: que, créalo usted, no hay mejor curso para salir hombres   —51→   hechos y derechos que este de la pobreza...

Hubo de darse a partido el amo, y lo único que se consiguió fue que dos horas, por lo menos, en la tarde, asistiera el chiquillo a la próxima escuela municipal para aprender el a, b, c, y a perfilar palotes; y aunque el mismo doctor Andillo bondadosamente le solicitó para darle algunas lecioncitas de favor, doña Orosia negose con terminantes razones, expresadas sin ambages, de manera que hizo sonreír al filósofo. ¡Muchísimas gracias! Ella que era católica, apostólica y romana, no podía permitir que enseñara al chico esas pícaras ideas que dicen practicaba el señor catedrático, y aunque la prometiera no tocar a los misterios de nuestra santa religión, ¿quién la garantizaba que soplase el diablo y quisiera hacer de Tito un hereje? ¡Nunca, jamás, amén!

Dicho en verdad, y aún siendo Crescencita la gracia en persona, merecía Tito pasar por la flor y la nata de los Barbados, como pasaba. ¡Qué pasta de niño aquel, y qué   —52→   manera de enseñorearse de los corazones! Al redoble de su cepillo sobre el cajón, salían al patio, ya la hermosa misia Liberata, ya madama Clémence... y hasta don Hipólito, interrumpiendo la consulta de sus perversos librotes... Quién le tiraba cariñosamente de las orejas, quién le daba una golosina o le ofrecía un juguete o le hacía un cumplido. Era él tan formalito y respetuoso, que había que reír; y no se le comían a besos, porque el betún le ensuciaba lastimosamente la cara de querubín.

No parecía niño, sino que un espíritu de hombre grave se hubiese albergado en aquel cuerpecito endeble, pues ni era glotón ni perezoso, ni desvergonzado como estos titíes que hoy se educan y presumen; pero tampoco era un niño viejo, tímido u oprimido. Bien que se refocilaba en la huerta, hacía volatines sobre la higuera, se ponía a caballo sobre la pared a oír la música del serrucho de Max y ver el trajín de los mozos en el corralón... Pero tales expansiones tenían que ser breves; en primer lugar,   —53→   por sus quehaceres callejeros, luego por sus estudios, y porque doña Orosia no le daba paz llamándole, ordenándole y pidiéndole. Así rendíase al sueño por las noches, los bracitos sobre el cajón a guisa de almohada. Queríanle todos, en la calle como en casa, buscábanle y le obsequiaban, al niño rubio, al limpiabotas monísimo, que el doctor Andillo, recordando el mote hiperbólico con que honra la historia a su homónimo, el romano emperador, solía llamar delicia del género humano, mientras le palmeaba los puercos carrillos.

Blümen, el joven alemán que ocupaba la última pieza del fondo, la más menguada de la casa, deponía también, en obsequio del chicuelo, toda su gravedad germánica. El que economizaba las palabras como si fueran monedas de oro y cuya exagerada discreción parecía haberle cosido los labios y regulado todos los movimientos y todas las acciones, reloj humano, muñeco de resorte sin sangre, ni nervios, ni nada... este Blümen, de piedra berroqueña, adquiría   —54→   sensibilidad aparente al escuchar el cepillo de Tito en el patio. Tito le distraía, le hacía enseñar los dientes más desmesurados y blancos que en boca alguna se han visto, le revolvía los trebejos de la mezquina habitación y le sonsacaba sus secretos. ¡Y qué secretos los de Franz Blümen para guardados bajo siete llaves! Oruga que sueña en ser mariposa y se somete dócilmente a las necesidades de la metamorfosis, como los Duseuil, los Barbados y casi todos los que, arrojados por la miseria, la escasez o el genio aventurero, pisan las playas americanas...

Por cierto que la llegada de aquel diablejo de los Duseuil, trajo una gran desazón a Franz Blümen, alarmó a doña Orosia y trastornó el orden conventual del caserón; la fama de sus milagros y su apicarada traza infundieron temores, no confesados por el afectuoso respeto que Max y madama Clémence merecían; pero Blümen se curó en salud echando la llave a cierto álbum de sellos, que Tito solía hojear con deleite,   —55→   y la de Barbado se hizo un Argos de vigilante, y no veía asomar a Juanillo rozando la pared como una raposa, sin armarse de la escoba. La alarma cedió un tanto, cuando se supo que habían zampado de cabeza al pillete en una escuela, y allí le tenían sujeto sin dejarle salir más que los domingos; asimismo, desaparecieron el álbum de sellos y un alfiletero de doña Orosia, y no sé qué baratijas del escaparate portátil de D. Rufino; y tales fueron las faltas, que hubo cisco en la casa: doña Orosia y el germano llevaron sus quejas al obrador de plancha, sacaron los colores a la cara de la infeliz madama Clémence, y dieron motivo para que el brazo airado de Max se ejercitase sobre las desnudas posaderas del ladronzuelo. A este correctivo siguió la clausura absoluta, y la paz reinó de nuevo.

Duró poco, sin embargo, porque ocurrió que, como estos pajarracos de mala índole que en la jaula se enrabian, apesadumbran y déjanse morir de inanición, a los ocho   —56→   meses Jean enfermó, y hubieron de sacarle del duro pupilaje; felizmente, no le dejaron suelto cuando se puso bueno, sino que Max se le llevó consigo al aserradero, y allí, guantazo viene y cachete va, le tenía condenado a trabajos forzados, tan hosco, torvo y desconfiado como el primer día, por la pesadumbre de la cadena, la vergüenza del sometimiento y la conciencia de las propias faltas.

Y aunque ya parecía no haber urraca en la casa, ni los Barbados ni Franz mostraban mayor seguridad en la curación del cleptómano vecinito, y echaban llaves y atrancaban puertas, precaución saludable que doña Orosia traducía con esta frasecita reticente:

-No sea cosa...

Pero el chico, como si no tuviera ya uñas en las manos. Cuando volvió el buen tiempo, los domingos, en que forzosamente había huelga, iba Juanillo a la huerta y se echaba al pie de la higuera, con un libro; la primera vez que le vio doña Orosia, que   —57→   tendía ropa al sol, precipitadamente arrambló las prendas mojadas, encerrándose en su habitación, y él se corrió mucho de esto y hasta lloró de dolor; asimismo esperaba con ansia los domingos y tornaba a la huerta, esquivando saludos desdeñosos... porque allí, desde el pie de la higuera, donde fingía leer, veía a Crescencita cosiendo a la máquina, y la veía como la noche de su llegada, al través de sus lágrimas de despecho, vestida de plata, danzando en un rayo de luna.

Era lo único que doña Orosia dejaba sin encerrar, a la puerta de la habitación, bajo la sombra protectora del parral, expuesta a las miradas del criminoso mequetrefe. Él no leía, ni hacía otra cosa que mirarla. Oíase el triquitraque vertiginoso de la máquina; apoyados en los pedales, los piececitos, que calzaban tan feas botas de deshecho, imprimían acompasado movimiento a la rueda: volteaba ésta, daba saltitos el tornillo de montera, sendos pinchazos la aguja, bailaba el carrete, y la rubia cabeza inclinábase   —58→   vigilante, mientras las manos, dos manecitas que debieron ser blancas y estaban ya percudidas, aderezaban la tela y dirigían hábilmente la costura. Así, horas y horas, él mirándola, y ella cosiendo.

Acaso Juanillo pensaba que era mucho trabajar aquel, y que debía él hacer otro tanto, si quería merecer la estimación que ella parecía demostrarle.

Porque Crescencita nunca le puso mala cara, ni le dijo cosas feas como los otros, ni le dio motivo de soflamas como los otros, ni pruebas de menosprecio jamás. Hasta le había hablado alguna vez en aquella hermosa lengua española, que al principio era griego para él, y con este motivo recordaba que la chiquilla, como él no la entendiera, se echó a reír y dijo con picardía: ¿No, no comprar pan?... traducción burlona de la frase ne comprend pas, que por la relativa similitud de pronunciación comprendió él inmediatamente, contestando que no, que no la compraba. ¡Ay, cuánto tiempo estuvo el muy borricote sin comprarle   —59→   pan a Crescencita! Su mayor deseo en el colegio fue aprender el idioma, y cuando le pudo chapurrar y logró hacerse entender de la niña, pareciole más llevadera su prisión y menos doloroso el desengaño. ¿Qué le importaba que la madre, y don Rufino, y el hombre de piedra, y la señora de Andillo, y el señor catedrático y hasta la criadita Encarnación, le trataran con despego y se espeluznaran a su paso, como gatos que se ponen en guardia ante el enemigo? ¿Qué le importaban los sermones de madama Clémence y las bofetadas del cuñado? Siempre que Crescencita le hablara...

Un día le había dicho: Pero, ¡Juanito, qué mala costumbre tienes! ¿Sabes que por eso se va a la cárcel?... y esto le produjo mayor impresión que muchos sermones y golpes de los hermanos. ¿Cómo incurrir en faltas que a ella, su amiguita benévola, podían desagradar? Viéndola delante de su máquina de coser, sentía extraños impulsos de hacerse bueno y digno del aprecio general y de la indulgencia de Dios, como le recomendaban   —60→   la pobrecita abuela Celeste y diariamente sus hermanos: empresa tan difícil cuando el deber quiere a dura fuerza imponerse, y tan fácil cuando el cariño lo implora dulcemente. ¡Qué bueno sería él a la vera siempre de Crescencita!

Tan sólo una vez la vio enfadada... Pero fue porque él y Tito se pegaron, Tito por querer subir a la higuera y él por no dejarle, de puro malo y testarudo: vencido el chiquillo, en venganza, hizo con la mano un ademán que, en el lenguaje de la mímica, expresa la acción de robar, y Juanillo le dio un soplamocos y le llamó lustrrrra-bo-tas, con todas las erres de que disponía.

Afortunadamente no estaba doña Orosia, y Crescencita calmó los lloros y apagó el escándalo, con una mirada tan dura para el grandullón y una palabra tan seca, que le escocieron atrozmente, por ser ella quien le dijera: ¡Malo!... y le enrostrara su injusto proceder; y de tal manera le escocieron, que, lejos de revolverse airado, se humilló, pidió disculpa, abrazó a Tito y lloró   —61→   él también, implorando el perdón de los ojos azules. Aquella tarde sí que charlaron todos tres, hechas las paces y más amigos que nunca...

Charlaron entre carcajadas y bromas, por el afrancesado pronunciar de Juanillo y sus continuos tropezones en las jotas y demás obstáculos de la lengua castellana; hasta el gallo del corral se alborotó y reunió a las asustadas hembras en torno suyo, bajo la égida de sus espolones.

¡Qué reírse los tres! Y gracias que la ausencia de doña Orosia dejábales entera libertad para lozanear a sus anchas. Ceñida una toalla Tito y encogida Crescencita dejando arrastrar la falda, se paseaban ambos con mucha prosopopeya, y Jean les saludaba al paso con gravedad, y decía Tito:

-Mira, yo seré presidente de la República... saldré con mi banda y mi bastón y llevaré escolta y tendré ministros que me sirvan...

-Pues yo -añadía Crescencita muy seria, haciéndose aire con la mano cual si manejara   —62→   el más precioso abanico- seré gran señora y no me pondré sino vestidos de seda...

-Y yo -saltaba Jean- haré mucho dinero y seré millonario...

¿Por qué no, al cabo, estando en el país de las transformaciones maravillosas? Crescencita recordaba la historia, que oyó contar a su madre, de la fidelera italiana de enfrente, «que vino descalza y llevaba ahora diamantes en las orejas, gordos como nueces», y la del inglés del aserradero, el patrón de Max, «con tantos miles como pelos en la cabeza», un pobrecito emigrante que, andando el tiempo, hasta casó con la hermana de la señora Liberata...

-¿Ves tú? -decía la chiquilla-. Aquí te acuestas mendigo y te despiertas ricachón, como en los cuentos; pero, no creas que va algún genio a ponértelo en la boca: te lo buscas tú antes y lo sudas. No más tarde que mañana por la mañanita he de lucir yo unos diamantes, que ni los de la fidelera.

  —63→  

Ya no reían, absortos en aquellas cosas magníficas que se realizarían «cuando ellos fueran grandes». Parecíale a Juanillo que Crescencita se transfiguraba y se convertía en una princesa muy orgullosa... ¡Tarde serena de encantadores recuerdos! La señora princesa, a fin de representar más a lo vivo su papel, con una cinta desteñida había anudado sus trenzas, y de tanto zarandearse, la dejó caer, sintiendo al punto Juanillo el extraño cosquilleo en las yemas de los dedos que producíale su olvidada manía, cada vez que le despertaba la vista de un objeto ajeno; y por coger la cinta, pasó grandes angustias, luchó, y vencido, se bajó a cogerla... ¡Sería la última, la última vez!

Desgraciadamente, no siempre Crescentita disponía de espacio y de ocasión para estas expansiones. Al mismo Tito, muy aficionado a la Historia Natural, doña Orosia le prohibía severamente buscar sabandijas en la huerta siempre que estuviera el perdido de los Duseuil, y Jean estaba condenado   —64→   a distraer sólo su melancolía, mirando de lejos coser a Crescencita, labrar sus diamantes de futura princesa... Como el mal, lo bueno también se contagia, aunque sea de más difícil incubación y requiera mayor solicitud y cuidado: así, Juanillo, con el ejemplo de Crescencita y de Tito, poco a poco iba perdiendo sus asperezas de muchacho bravío, sus instintos desordenados se calmaban y despertábase en él la emulación, el noble deseo de llegar por el camino recto del deber a los soñados alcázares de la fortuna. Compró una hucha, y cada domingo guardaba el deleznable papelito que Max o madama Clémence le regalaban, pensando que en breve tiempo tendría dinero suficiente para engarzar en diamantes a Crescencita...

Para este saludable contagio del bien, la casa entera se prestaba admirablemente; porque, así como la peste se desarrolla y cunde entre la suciedad, la ignorancia o la miseria, en el ambiente honrado y tranquilo florecen las buenas ideas, adquieren vigor   —65→   y hondas raíces. No habían de florecer, pues, en el caserón de Andillo, y especialmente en aquel patio tercero, cultivadas por las manos señoriles de la almidonada doña Orosia! Francamente, si en Arcos dieron todo el tiempo a ocioso vagar, como es de regla y buen tono en las gentes aristocráticas, paréceme más digna de admirar esta contracción al trabajo de la familia gaditana, hormiguitas que en llenar el granero se ocupaban todo el día, bien repleto ya a juzgar por las transformaciones que se notaban en el menaje, gracias a la máquina de Crescencita, al charolado de Tito, al comercio de D. Rufino y a la economía y excelente administración de doña Orosia.

El D. Rufino, cada noche, al descolgar del hombro la correa del mostrador, decía soltando al mismo tiempo un ¡uf! de cansancio:

-¡Buen día!, hija, ¡buen día! pero traigo los pies desollados.

Y mientras dona Orosia, ayudada de Crescencita, mangoneaba a su gusto, espumando   —66→   el cocido, aviando la mesa o preparando el plato al estilo de su tierra, estiraba Barbado las cansadas piernas, pensativo.

-¿Y yo, padre? -rezongaba Tito desde su rincón, adormilado sobre la caja de lustrar-, yo también tengo hinchados los pies y estoy ronco de tanto gritar.

-Mire usted mis manos, -decía Crescencita mostrándolas- lo menos una docena de pinchazos he sufrido hoy y me apunta un uñero en este dedo... pero, ¡me he cosido tres camisas!

Doña Orosia probaba la salsa, suspirando. ¡Oh! cruel destino, que así les humillaba y ponía a prueba. Se volvía al marido, y le exhortaba blandamente:

-¡Paciencia, hijo! ¿qué le hemos de hacer? Siempre que nuestro sacrificio sea con fruto... A ver si logras establecerte pronto: así el niño podrá comenzar seriamente sus estudios y ésta no enfermará del pecho de tanto coser. Mira, me ha dicho madama Clémence, que con el producto de la venta de su finquita y los ahorros reunidos, el inglés   —67→   del aserradero, mister Patrick, ha admitido a D. Máximo de socio, y ahí le tienes ya de patrón al que entró de mísero jornalero. ¿Por qué el patrón del Bismarckito, en cuya casa compras tus géneros, no te habilita? Tiéntalo y no te apoques. ¿No dicen también que aquí los Bancos tienen sus cajas abiertas para el comercio honrado? Pide un préstamo como los demás, que si te dan, bueno, y si no te dan llamas a otra puerta.

No echaba en saco roto estas indicaciones D. Rufino. Rascando las peladas mejillas, rumiaba la mejor manera de obtener lo que necesitaba para plantar su tienda, aquella fábrica de guantes soñada, con sus lucidos escaparates de felpa grana y cristales enteros resplandecientes. El patrón de Franz era un alemán tan meticuloso y cachazudo como su dependiente, y en las diversas ocasiones que D. Rufino le habló del negocito, se esponjó para soltar entre sus bigotes color de limón el nain más seco de su repertorio; pero D. Rufino no cejaba y   —68→   ayudábale Franz decididamente... Al fin y a la postre, D. Rufino era un hombre honrado a machamartillo, parecía listo en esto de mercar, y como él consiguiera su propósito, no habría manita ni manaza bonaerenses que no se dejaran calzar con las finísimas pieles de Suecia, las de cabrito y otras menos estimadas, porque la sonrisa de doña Orosia y de su hija detrás del mostrador, sería miel para moscas y liga para tontos.

Cuantas veces el nain de desahucio sonó bajo los bigotes color de limón, D. Rufino volvió a casa pensativo, y pasó la velada rascándose la mejilla pelona, manera suya de espolear a la imaginación en sus correrías por los intrincados campos de la hipótesis. Para doña Orosia era cuestión de amor propio el poner la fábrica de guantes, porque lo tenía anunciado en la casa como el más grande y transcendental acontecimiento que había de contribuir a resucitar los buenos tiempos pasados; así, cuando en el zaguán tropezó con la rubicunda madama   —69→   Clémence, que salía llevando su cesta de ropa blanca, y la oyó chapurrar aquello de la venta de la finquita y de mister Patrick y de la sociedad de Max en el aserradero, tan gozosa, que los ojos violados centelleaban de alegría purísima, la de Barbado sintió celos, y eso que no era ella envidiosa ni mujer a quien molestase el bienestar ajeno.

-Pues nosotros -dijo tristemente-, estamos en lo mismo, buscando el capital para la fábrica. Promesas no nos faltan, pero con promesas no se hacen guantes, ¿verdad, vecina? En fin, aquí estamos para medrar, y medraremos, Dios mediante. Que sea enhorabuena, madama, y por muchos años.

Tanto rascarse D. Rufino y tanto gastar saliva Franz, con el tiempo llegaron a vencer la teutónica resistencia de los bigotes color de limón; y fue de manera que no salieran de su bolsillo los dineros, sino que el Banco de la Provincia, aquel coloso bienhechor de propios y extraños, augusto padrino del progreso y de la prosperidad de   —70→   la República, muerto a manos de expoliadores y políticos perversos, otorgara a Barbado un préstamo de 20.000 pesos, bajo la formal garantía del patrón de Franz Blümen; sobre esta base formábase la triple alianza comercial de D. Rufino, de Franz, que ponía sus ahorros y su persona, y del indicado patrón, que a más de su firma se decidió a arriesgar una bicoca en la empresa.

El día que ocurrió todo esto, a doña Orosia le faltó poco para desmayarse, y fue al cuarto de los Duseuil a dar la grata nueva, golpeando en la persiana del obrador:

-Vecina, ¿sabe usted? aquello, aquello... pues ya lo hemos conseguido y tenemos seguro lo de la fábrica.

¡Jesús! ¡Qué alborotar el de doña Orosia! Hubo su guitarreo en el tercer patio y su miajita de peteneras, que ensayó el pelele germánico, haciendo desternillar de risa a los mirones. Luego, D. Rufino y Franz, éste con los tres pelos clásicos empinados en mitad de la calva prematura, y las cejas más alborotadas que nunca sobre los avejigados   —71→   párpados, discutieron gravemente todos los puntos que a la Sociedad se referían, anudaron los cabos sueltos y redondearon el negocio cumplidamente. Lo menos hasta las doce se estuvieron de conferencia, entre los ronquidos de Tito y el triquitraque de la máquina de Crescencita, y cuando el alemán se marchó, dio suelta doña Orosia a los efusivos sentimientos que la embargaban, metiendo su cucharada de esta manera:

-¡Ay! Rufino, estoy con todos los nervios de punta... ¡Para que el gandul de tu hermano venga después a decir que ésta es tierra de miseria y de hambre! ¿A dónde ha visto él prestar así, de bóbilis bóbilis, veinte mil pesos a un desconocido? ¡Y te los prestan, Rufino, te los prestan! ¡Bendita sea la Santísima Virgen de las Angustias!... Mira, has hecho bien en hablarle claro al Bismarckito: él es muy formal, y será un socio a pedir de boca; pero en esto de los negocios, las cuentas muy limpitas. ¡Quién nos lo dijera, Rufino, al salir de Arcos con lo puesto!

  —72→  

Por primera vez, con las glorias se le iban a doña Orosia las memorias; pero como estaban solos, holgaban las comiquerías y los desplantes aristocráticos. El mismo don Rufino sacó a relucir la historia verídica del clarinete pignorado, y doña Orosia plegaba las manos delgadas, suspirando:

-¡Sí, me acuerdo, Rufino!

Lo cierto es que ahora iban a estar de señores. Pero nada más que nominalmente, porque si bien tomarían una criada para aliviar el peso doméstico, mientras los dineros prestados no volvieran a la caja del Banco y marchara la fábrica con desembarazo, la situación no cambiaría, sino que se hacía más grave, por la pesadumbre del compromiso. Entre proyectos y comentarios, el cuco les anunció las dos de la madrugada. Crescencita se había quedado dormida sobre la máquina, y tal vez soñaba que eran suyos los diamantes de la fidelera...

Por supuesto, la fábrica no se puso así, en un dos por tres. Hubo más idas y venidas,   —73→   y más vueltas y revueltas, que si el asunto anduviera en manos de ministros y fuera cosa de Gobierno; entre los bigotes color de limón, los tres pelos bismarckianos y el lampiño Barbado todo era tirar y aflojar, ajustar este tornillo, meter aquella escarpia y asegurar el contrato de la manera más sólida posible. Luego de cobrado el préstamo, se buscó local, se compraron máquinas y materiales... Entre tanto, forzosamente D. Rufino abandonó la venta callejera; asimismo, cada noche llegaba más derrengado que antes, pero con el ánimo tan entero. ¡Era la fábrica de su fortuna que levantaba, arrimando piedra sobre piedra, abriendo el hondo surco de los cimientos en la tierra hospitalaria, noble hija de su amada España!

Ni a los socios principales ni al comanditario les pareció prudente hacer despilfarros y gastar en lujos lo que acaso necesitaran más tarde para los apurillos, que la nueva industria podía traer; y así, se prescindió de muestras aparatosas, de vidrieras   —74→   y de cortinajes, y se puso un comercio modesto, con mostrador y alhacenas de pino pintado, dos sofás de pana y alguna silla volante; un escaparate estrecho, alumbrado por un solo pico de gas; sobre la puerta un letrero, que decía: A la ciudad de Cádiz, y colgando una manaza roja, de latón. La trastienda era espaciosa, y cabían en ella holgadamente hasta cuatro oficialas; luego había tres habitaciones, empapeladas, un patio interior, que daba luz y ventilación a la casa; un sotabanco y azotea, con bonitas pilastras de yeso: lo suficiente para que los Barbados se instalaran a sus anchas, si creían conveniente dejar el caserón de Andillo y trasladarse al local de la fábrica. Estaba situada ésta en la calle de las Artes, en la propia acera de San Nicolás; el barrio gustaba mucho a doña Orosia, y se decidió a mudarse en cuanto las ruedas de la máquina, tan pacienzuda y cuidadosamente montada, echaran a andar.

Mientras llegaba el ansiado momento de verse detrás del mostrador recortando cabritilla,   —75→   en lo que era una verdadera maestra gracias al largo aprendizaje de sus juveniles años... Usted dispense, mi señora doña Orosia, pero forzoso me parece declarar que, según mis noticias, allá por los años del cincuenta y nueve a sesenta y tantos, en una guantería muy conocida de Sevilla... Pero ¡chitón! no enredemos la madeja y sea motivo el alabar de la habilidad de doña Orosia, para incurrir en su enojo, y sigamos diciendo que, mientras aquel ansiado momento llegaba, no se la cocía el pan a la de Barbado, y con el aplomo de su experiencia y la viveza de su deseo ayudaba al marido, calentaba la fría iniciativa de Blümen, y repartía sabios consejos y advertencias, que concluían siempre con aquella reticente y profunda frasecita suya:

-No sea cosa...

El probable cambio de fortuna habíala esponjado mucho, de manera que sin la sobra de almidón que empalidecía sus mejillas, diera mayores muestras de salud rebosante, nunca más decidora, gozosa y ágil.   —76→   Por ser aquella tornadiza y pensar juiciosamente que la carga del préstamo parecía de doble peso y dificultad para sobrellevar que la miseria con tanta resignación soportada, creyeron D. Rufino y su mujer que no debían variar el programa diario de trabajo; y en esto imitaban el buen ejemplo de sus vecinos, los Duseuil, que ahora como antes dejaban oír los ecos de la plancha y el serrucho, y Max vestía la misma blusa, y madama Clémence el mismo delantal, y acaso ahora más que antes aplicaban sus esfuerzos a la faena común.

Por lo tanto, si D. Rufino no hizo ya de buhonero, Tito continuó sacando lustre a las botas, y cosiendo camisas la chiquilla. Tiempo habría, cuando se establecieran definitivamente en la calle de las Artes, para el apetecido señorío y la relativa holganza. Entonces Tito, bien lavado, sin remiendos ni pringue, acudiría a la escuela municipal, y emplearía todas las horas de reglamento en perfeccionar sus estudios y aptitudes de Presidente futuro, y   —77→   Crescencita, emperegilada como ya lo demandaban sus doce años y lo exigiría la clientela, entretendría sus castigados dedos en pespuntear guantes, que es tarea más fácil que la de armar pecheras.

En poco estuvo que estos hermosos proyectos se evaporaran y cayeran al suelo las paredes de la insegura fábrica; porque los bigotes color de limón, tan suspicaces como los de gato escaldado, provocaron en hora menguada no sé qué dificultades sobre la manera de interpretar una cláusula del contrato, y hubo nuevas discusiones, la sangre de Franz perdió tantos grados de calórico como adquirió la bulliciosa de doña Orosia, y D. Rufino se arañó la cara a fuerza de cavilar. Pero mediando consultas de abogado, suficientes para iluminar el mismo caos, la germánica intransigencia se atemperó, y al fin, preparada la casa, instalados los materiales, ajustadas dos oficialas inteligentes, todo listo y a punto, anunció don Rufino que ya podían mudarse.

Sin embargo, doña Orosia no se decidía a   —78→   mover los bártulos aún; miraba a la imagen de su patrona la Virgen de las Angustias, que sobre la cómoda, entre dos candeleros de cobre y un florero vacío plácidamente sonreía, y murmuraba pensativa:

-No sea cosa...



  —79→  
III

Duerme el eterno sueño en esas librerías, como todo lo que por aquí se escribe, olvidado y polvoriento, un folleto con este título: Corona fúnebre del doctor D. Hipólito Andillo..., publicación destinada, según reza una advertencia puesta al pie, a aumentar los fondos que para erigirle la estatua discernida por sus amigos, se solicitan y recaudan en toda la República. No vayan ustedes a creer, por esto de la estatua y del folleto, que era el doctor Andillo hombre superior, porque no hay Perico muerto en estos mundos sin estatua, sin folleto y sin discursos. Afortunadamente, en la mayoría de los casos, la estatua queda   —80→   en proyecto, y hasta ahora la del doctor Andillo no se ha levantado, que yo sepa, ni permita Dios que se levante, pues antójaseme insolente pretensión de la amistad la de dictar fallos y acordar honores que sólo a la posteridad incumbe resolver.

Si era el doctor Andillo hombre superior y digno de vivir en mármoles y bronces, van ustedes a juzgarlo pronto... Pero el doctor Andillo que voy a presentar no es el contrahecho y mentiroso del citado folleto, el sabio catedrático de la Universidad en Lenguas muertas, Historia y Filosofía, sino el D. Hipólito casero, tal vez más simpático de bata y zapatillas que adornado con todas las excelencias hiperbólicas que su apologista le presta; y aunque no sea tan fácil escudriñar el forro de la conciencia, algo sacaremos en limpio respecto de quien su propia mujer, misia Liberata, decía melancólicamente: -¡Es un santo, que no irá cielo!

Tengo para mí que D. Hipólito no pasaba en un principio de medianejo discípulo   —81→   de Kant; fue perezoso en escribir, según afirma el panegírico, y no dejó más obras que condensaran sus altas ideas y su ponderado talento, que articulillos sueltos en revistuchas sietemesinas, y unos breves apuntes taquigráficos de sus oraciones en la cátedra, «dechado de profundo saber -dice la Corona referida-, de corrección clásica y de sana filosofía»... Declaro francamente que yo no he encontrado tantas cosas juntas en las reducidas lucubraciones que nos legó la pícara pereza del doctor Andillo, y sí en muchos artículos suyos rasgos, sentencias y párrafos intercalados del maestro de Königsberg, a la manera de lucecillas que alumbraran un pasadizo largo y obscuro, donde la razón anduviera a tientas y la lógica extraviada; así, por ejemplo, en los Breves apuntes hay buenas dosis de la Crítica de la razón pura y de la otra crítica, la del juicio, y un artículo, de los seis u ocho que se conservan, es una glosa descarnada de La religión considerada en los límites de la razón. En los últimos, ésta   —82→   se obscurece por completo, y todo se vuelve palos de ciego y disparatar a trochemoche. Filósofo adocenado, pues, y sin pizca de grandeza o de novedad, ante su obra fragmentaria e insubstancial hay que encogerse de hombros y renegar de las Coronas fúnebres y de los amigos entusiastas.

No sé qué demonches ocurre con estos grandes hombres de lance, que no dejan a la crítica desapasionada prueba alguna para poder establecer la legitimidad o la usurpación de su fama, y a Dios gracias que el tiempo se encarga de borrar los nombres escritos con tiza, y aun los esculpidos en piedra, censor y juez supremo de ambiciones y vanidades... Dicen (y a falta de otras pruebas recogeremos los díceres para modelar la andillesca figura) que poseía D. Hipólito un pico de oro maravilloso, y ya explicara en la cátedra las luchas de César y Pompeyo, las teorías de Krause y de Schopenahuer o las arideces lexicográficas, encantaba a discípulos y oyentes, distribuyendo hábilmente en el discurso ciencia, amenidad   —83→   y gracejo, «de manera que -agrega la tantas veces citada Corona- sabía despertar la admiración, conmover el ánimo, desatar la risa, irritar la curiosidad y asegurar la simpatía». De aquella publicación suya, recogida discretamente por razones ignoradas, que le valió una tunda estrepitosa de parte de un fulano disidente con el libelo anónimo, El doctor Andillo y la lógica, o sea demencias y majaderías andillescas, no dice nada el folleto apologético, y es lástima, porque como no queda un ejemplar para un remedio, acaso veríamos explicada la tendencia al ateísmo del filósofo en sus últimos tiempos, y diéranos alguna luz para orientarnos, ya que el tiempo y el espacio me faltan para estudiar a fondo su curiosa fisonomía.

Sin más documentos a la vista que los referidos, falsos todos o exagerados, no es posible establecer con precisión el cómo y el por qué de la influencia que el doctor Andillo ejerció sobre la juventud de su época. Tal vez esté en lo cierto el fulano enemigo suyo, al asegurar que todo era efecto reflejo   —84→   de la simpatía personal, causa única de muchos encumbramientos increíbles. Sí, sí; el doctor Andillo era simpático, y esto le ganó el aprecio de aquel veterano coronel Samponce, que le acogió en su casa y le ayudó con sus consejos y su bolsa; y le valió también la conquista de sus tres cátedras, de la voluntad de todos sus discípulos, del corazón de su mujer y del afecto general... Tan simpático, que hacía olvidar su nariz de gancho, su boca desmesurada, sus dientes largos, el pelo escaso, la barba amarillenta, la corcova de la espalda, el desgaire de la figura y la torpeza del andar.

De esta cualidad peculiar suya y el dejo insinuante de su palabra fácil, provenían indudablemente sus triunfos en la vida pública. Pero está visto que ni en la cátedra, ni en sus obras, ni en la Corona fúnebre, hemos de encontrar al verdadero doctor Andillo, y el verdadero, ateo, racionalista o lo que fuera, estaba en su casa, y era tal cual su mejor biógrafo, misia Liberata, nos lo ha pintado: un santo, en lo relativo al   —85→   estricto cumplimiento de sus deberes para con los semejantes; un santo laico, diré, si es que las dos palabras pueden andar juntas y una a la otra no se molestan...

Creeríase a D. Hipólito padre de su mujer, más porque había que atribuirles un parentesco apropiado en disculpa de la comunidad de hogar, que porque hubiera entre ambos sombra de semejanza. Lo menos de veinte años mayor que misia Liberata, y si decimos que era ésta una morena muy guapa y católica, dueña del caserón en condominio con su hermana María Cleofé, la de Patrick, y que D. Hipólito, sobre ser viejo y feo, no tenía más pasar que el sueldo, ni más porvenir que una mezquina cesantía, y asimismo adoraba misia Liberata a D. Hipólito, y nunca le dio motivo de queja, duda o sospecha, ¿se explicará cualquiera el fenómeno, si no es por la dominación sugestiva de aquel pico de oro tan ensalzado, la influencia poderosa de la bondad, y acaso motivos de gratitud profundísimos?

  —86→  

Cuando vino de San Juan, su provincia, huérfano y pobre, a estudiar leyes, y alquiló al padre de misia Liberata, ya viudo y no muy sobrado de dineros, aquella pieza del fondo que años más tarde tocó en turno a Franz Blümen, D. Hipólito cautivó a la familia por su modestia, su timidez, su laboriosidad y lo hábil que parecía para echar remiendos y disimular sietes y rozaduras en botas y pantalones. Liberata y María Cleofé, dos chiquillas entonces, se reían de su facha y le corrían a saetazos de burla... Pero de tanto comerse los libros, le vinieron unas calenturas malignas, que dieron lugar a que el papá le probara, con sus cuidados, el mucho afecto despertado; y todos los pelos de su cabeza, y todas las ilusiones de su corazón, emigraron juntamente, porque al mirarse en un cacho de espejo, se halló más feo que nunca y juzgó sueño imposible el que una sanjuanina, su prima y amor primero, le quisiera ya para marido.

Imposible fue, en efecto, pues le dieron   —87→   en su pueblo, a donde marchó a convalecer, unas soberanas calabazas, y volviose aporreado, a ensayar pomadas y tratar de alcanzar en breve tiempo la borla de doctor, que le abriría puertas y corazones. La alcanzó sin fatiga, y puso seguidamente su bufete de abogado. Ya entonces tenía una reputación envidiable, nacida y cultivada en las aulas, y a pesar de ella, los asuntos no marchaban, corrían estérilmente los años, y se hubiera muerto de hambre si no le dan una cátedra para ir tirando. El no querer mezclarse en política, fue la causa de que no adelantara ni adquiriera mayor relieve su figura, pues con las cualidades que él se traía, escrúpulos que perdiera y desvergüenza prestada, no pasa las penurias que pasó.

Tantas, que llegó a deber cuatro meses de alquileres al papá de Liberata; del bufete casi le arrojaron por igual motivo, y su levita enseñó la trama por los codos, con mayor claridad que su dueño las declinaciones latinas en la cátedra. Felizmente, obtuvo   —88→   dos clases más, la de filosofía y la de historia, y murió el papá de Liberata, militar retirado... Digo felizmente, salvando los naturales sentimientos de caridad y afecto, en D. Hipólito muy sinceros, hacia su viejo amigo, porque la verdad es que de aquel mal vino el bien y la dicha para el hombre ya maduro, sin blanca y sin esperanzas.

Huérfanas las dos chicas, D. Hipólito fue su consejero, su campeón en la curia, quien les arregló la testamentaría y cuantos extremos con su desgraciada situación se relacionaban, y ¡claro está! lo que en vida del padre, si acaso tímidamente lo pensara, no se atrevió a pretenderlo, el retraimiento y las circunstancias diéronle pie para indicarlo, no sé cómo, tal vez más colorado que un estudiante primerizo; indicación audaz enderezada a Liberata, la mayor, y recibida entre promesas vagas y ligera amenaza de repulsa. Pero, Liberata, más razonable que lo suelen ser las muchachas de su edad, comprendía que había menester   —89→   de un marido que le diera lado y la defendiera de murmuraciones y sospechas, ¿y qué mejor marido podía encontrarse, tan serio y reposado como D. Hipólito, a quien conocía de tanto tiempo y era considerado como de la familia? Sus mismas ideas religiosas, de las que la muchacha no se espantaba, porque educada en un ambiente liberal, había aprendido que el pensar mal es pecado que juzga sólo Dios y la conciencia sagrario donde nadie debe penetrar, nunca fueran obstáculo, más bien incentivo para ensayar de convertirle y salvarle.

En suma, que se casaron, y si Liberata no logró catequizar al hereje, tal vez por carecer del calor que da la fe y hace el apóstol, fue con él muy feliz, como sin duda no lo fuera con un barbilindo inexperto. Respetando D. Hipólito sus creencias y sus gustos, disimulaba los propios, hasta el punto que por los dedos podían contarse las ocasiones en que, delante de ella, soltara alguna de esas enormidades provocadoras   —90→   del cariñoso récipe de la esposa, humildemente soportado y con excusas de no incurrir en nueva falta.

Ella oía misa todos los domingos y fiestas de guardar, confesaba y comulgaba cada mes, practicaba a su modo, sin alardes de santurronería ni de chocante hostilidad.

Acaso no se vio jamás unión más estrecha entre elementos tan desacordes. Cogidos de la mano iban ambos por distintos caminos, pero cercanos y paralelos, sin estorbarse, gracias a las mutuas concesiones, a la recíproca tolerancia, base y fundamento del matrimonio. Vivían modestamente, concurrían poco a las reuniones, y al teatro lo necesario para que la natural coquetería de la joven tuviera algún esparcimiento, no incompatible con la seriedad de la esposa honesta.

El casamiento de María Cleofé, la menor, fue piedra que, al caer en el lago tranquilo, altera momentáneamente su serenidad. Porque para decidirla a que diera su mano al rico vecino Mr. Patrick, un inglesón   —91→   protestante, también de colmillo retorcido, quien abatió a los pies de la encantadora porteña, todas sus ínfulas británicas, hubo menester que el mismo don Hipólito la exhortase y la suplicara misia Liberata, provocando súplicas y exhortaciones más lágrimas y protestas, que si la dieran castigo.

A punto fijo no se sabía quién era este Mr. Patrick: cuando aún vivía el coronel Samponce, había puesto su establecimiento de corte de maderas y venta de ladrillos, cal, tierra romana, etc., el Mr. Patrick, y sólo medió el saludo de buenos vecinos entre uno y otro. El inglés vivía solo en el barracón y se mostraba poco. Pero, allá en el fondo, el inquilino más pobre, el futuro catedrático, elaboraba, como araña en su rincón, la tela de su porvenir, y mientras se quemaba las cejas estudiando, por la ventana de su chiribitil distinguía al inglés con sus cuatro obreros, en un principio, con ocho luego, con veinte más tarde, siguiendo el progreso constante de su tesonuda   —92→   faena: le veía presidiendo la operación de aserrar el duro ñandubay, o blanqueado de cal, llevando el apunte de las bolsas en los carros atestados; muchas veces echaba fuera de la ventana la cabeza y le saludaba con un good morning de simpatía, única frase que el vecino contestaba, porque no parecía amigo de conversaciones. No pasó de aquí la relación, y en esto quedara, si al viejo coronel no se le ocurre morirse, y su muerte, así como arregló bonitamente las cosas de don Hipólito, dio motivo a la primera visita del vecino, de puro cumplido, muy corta y seca. Pero lo que en tantos años de aperreado trabajar no echó de ver el británico, le saltó a los ojos de pronto: que era muy linda María Cleofé, y con la toca negra y la falda de merino estaba para comérsela; y también de pronto perdió su gravedad y la cabeza, y dio en la chiquillada de pasearse por su azotea para mirar al patio contiguo, arrojar más tarde ramitos de flores por la pared, con otras demostraciones tan ridículas como estas.

  —93→  

Mas, como no produjeran los resultados inmediatos que él apetecía, se fue derecho al bulto y comunicó sus honestas intenciones a aquel antiguo vecino del fondo, ya trasplantado a las habitaciones principales. D. Hipólito, conceptuando inmejorable al candidato, se puso de su parte, le dio esperanzas y habló en su favor con el entusiasmo que merecía la laboriosidad de mister Patrick, de que durante tanto tiempo era testigo: la hermana mayor dijo que sí; pero la interesada, María Cleofé, dijo que no y que no... Ella tenía novio, la pobrecilla, un oficialito que le arrastraba la espada; dijo que no, haciendo pucheros y aspavientos, asustada de las narices, de la facha y de los cuarenta años del nuevo pretendiente.

Mr. Patrick se resignó a esperar, con la promesa de que no se había de consentir en las relaciones del oficialito. Entre tanto, redoblaron los consejos, los paseos de azotea y la lluvia de flores; desertó el oficialito, trasladado de oficio y acaso aburrido   —94→   del plantón; ablandose la desengañada María Cleofé, se derritió su resistencia, al fin, y dio el sí a quien tan bien supo conquistarlo.

Jamás tuvo por qué arrepentirse de haberlo dado. Mr. Patrick era hombre manso, e hizo un marido a pedir de boca; tan modesto, que él mismo no tenía empacho en referir su historia de esta manera:

-Yo ser del país de Gales, hijo del pastor de mi aldea: morir mi padre, morir mi madre, yo resolver emigrar América por ganarme la vida; llegar aquí, con mucho hambre, y ensayar muchos clases de trabajo: yo descargar fardos en el muelle, yo llevar cuentas en un almacén, yo salir al campo por cuidar una majada, yo encontrar una idea buena, en fin, y poner este corralón para cortar madera. En seguida, ayudarme Dios, y arriba, siempre arriba, siempre arriba. Un día ver a María Cleofé, mi vecina, y yo enamorar de ella locamente. Y ella quererme también, y casarnos, y ser mucho, mucho felices...

  —95→  

Y tanto, más todavía que los de Andillo, porque les sobraba el dinero. María Cleofé tuvo coche, un chalet en el Caballito, para pasar los veranos; casa en la ciudad, de grande lujo; de joyas y vestidos cuanto la moda y el capricho dispusieron, y dos angelitos rubios, todo lo cual contribuía a que no viera la caraza encendida, la figura vulgar y la ordinariez de su marido. Porque, afortunadamente para sus respectivos Matusalenes, Liberata y María Cleofé eran personas de estas que, por la sencillez de sus gustos, la nonada de sus ambiciones y el equilibrio de su temperamento, llaman en el mundo infelices o tontas de capirote, siempre esclavas de su deber, sin flaqueza, indecisión ni aturdimiento recorriendo el sendero marcado, así pisen flores u hollen espinas.

Imitando la de Patrick a su hermana mayor, dejó en paz la conciencia de su herejote, y educó a sus hijos en el catolicismo, diciéndole en criollo con mucha monería:

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-Mirá, gringo; vos podés creer todos los disparates que querás, y hasta negá la luz del sol, como el cuñado, pero en estas cabecitas no pretendás sembrar malas ideas. Al infierno te hemos de dejar ir solito, si te empeñás en ir...

No adoleciera ella de aquel exceso de pasividad, pereza del ánimo o de timidez para inmiscuirse en otros asuntos que los domésticos, y hubiera librado de las llamas a Mr. Patrick, sin más que tirarle de los faldones; porque lo que en D. Hipólito era obra de las argucias y sofisterías de su mal cultivado talento, en Mr. Patrick no pasaba de heredada y nunca discutida costumbre. Un día la sorprendió con la carta de naturalización, orgulloso de llamarse ciudadano del país donde había fundado su hogar y su fortuna, rasgo que le aseguró la simpatía de D. Hipólito, a quien la poca cultura del pariente vedaba todo comercio intelectual, simplificando su conversación al arrastrado comentario de hechos locales y notas mercantiles. Tenía Mr. Patrick por D. Hipólito   —97→   un respeto grandísimo, especie de culto por el grande hombre de la familia; y lo que en él admiraba más era la dignidad de su pobreza, el que nunca le pidiese dinero, ni le contara lástimas para sonsacarle, y si alguna vez las tuvo, las callara estoicamente. Adorándose, como se adoraban, Liberata y María Cleofé, tampoco admitía la mayor regalos que oler pudieran a limosna, y en ciertas ocasiones de obligado visiteo aceptaba el coche con remilgos.

Al fin y al cabo, la de Andillo no poseía más que la casa, y del producto de alquileres tenía que dar la mitad a María Cleofé. Sobre esto hubo muchos dimes y diretes amistosos entre las dos familias, la de Patrick por no querer recibirla, y la de Andillo por insistir en la entrega, y a la postre cedieron los Patrick, disgustadísimos. Así, cada vez que llegaba D. Hipólito al escritorio a entregar la cantidad mensual, los ojos saltones de Mr. Patrick se humedecían, y en poco estaba que reanudaran la generosa disputa.

  —98→  

-Pero, mi querido doctor, yo decir a usted... yo no poder...

-Vamos, cuente usted -respondía impaciente el catedrático- son las ocho y media, mi clase empieza a las nueve y la Universidad está lejos.

Si se atrasaba algún inquilino, de su sueldo ponía lo que faltaba. Y como era tan buen administrador, no tenía vicios, ni chicos ni grandes, y era tanta la parsimonia de su mujer en toda clase de gastos, y su laboriosidad ayudando en la alcoba y en la cocina a la pequeña Encarnación, única criada que les servía, el mes no concluiría con superávit, pero tampoco con déficit.

Tanto como en casa de los Patrick el excesivo lujo deslumbraba, en la de Andillo la modestia parecía rayana de la pobreza. De las cuatro habitaciones que formaban el primer patio y reservaban para su uso personal, la que daba a la calle, sala y biblioteca, tenía aspecto menos mezquino: por la estantería cargada de libros, los robustos muebles de caoba, las cortinas de damasco   —99→   verde un poco desvaído, el óleo del testero principal, retrato mediano del coronel Samponce, las dos coronas de laurel ensartadas en el bonito copete del marco dorado; tres cuadros de fotografías diminutas, de cabezas adolescentes, con la dedicatoria: Los alumnos de filosofía a su distinguido catedrático, doctor D. Hipólito Andillo, en homenaje de gratitud... o Los alumnos de primer año de latín, etc., etc., y también los bustos de Voltaire, Rousseau y dos más narigudos, de peluquín, hechos con simple escayola bronceada, y que semejaran del bronce más rico, si el plumero de Encarnación no hubiese arañado la nariz de uno de los personajes, y descubierto la superchería, blanqueándola. Sobre los estantes había algunos bichos empajados: un mirasol, un flamenco y dos papagayos, un mapamundi en un rincón y filas de librotes, que por su tamaño no cogían dentro; los dos papagayos parecerían modelo representativo de la facundia del filósofo, si en la mesa no luciera un busto de Cicerón, de   —100→   bronce verdadero, obsequio de los alumnos de segundo año de filosofía en un fin de curso, y entregado al querido maestro con grande solemnidad y derroche de elocuencia.

Era en esta biblioteca, «nido de víboras y diablos», como decía riendo la burlona María Cleofé, donde se enfrascaba don Hipólito en sus estudios y comentarios satánicos, que su alma negrísima confundían y extraviaban. Y gracias que el retrato de papá Samponce velaba detrás de él, porque los ángeles rebeldes no se le llevaran a la rastra, y muy cerca, en la alcoba matrimonial, las vírgenes y los santos de las paredes, el rosario enroscado en el boliche de la cama, y el agua bendita de la pila, donde una preciosa madona de porcelana pisaba la cabeza del culebrón, eran eficaz preservativo de las asechanzas del enemigo malo.

El que fue pobrete estudiantillo, y muchas noches de invierno pasó sin fuego en el cuarto del fondo, y largos años, hecho hombre y abogado, tantas fatigas, altibajos   —101→   y sinsabores, hasta que pescó la cátedra y con ella la mano de la que conoció niña de cinco años y vio crecer, formarse y en hermosa mujer convertirse, no podía olvidar fácilmente sus buenas costumbres de antaño, y con el mimo y el regalo volverse, a su edad, sibarita o perezoso. Don Hipólito se levantaba, salía, entraba, comía, estudiaba y se acostaba a la hora que su método había marcado en el reloj; pero hogaño tenía a su lado blancas manos que se lo daban todo arregladito: la comida a punto, la ropa limpia, los botones bien sujetos, la levita sin manchas ni pelusa, el sombrero de felpa peinado, y cuando por las noches, junto a la lámpara de pantalla verde, preparaba su lección del día siguiente, le echaban una manta a los pies, mientras la voz juvenil de su mujer le recomendaba:

-Que no se te pase la hora; yo estaré alerta y te avisaré.

El doctor la miraba paternalmente, y solía decirla:

  —102→  

-Sí, hija, cuida con abnegación y amor a éste que tu alma cándida ha de figurarse esclavo del demonio. Esclavo soy, pero tuyo, mujer prudentísima, diosa Razón en persona. A veces me pregunto por qué ha merecido este viejo (que si no soy un carcamal inservible, y ni reumas ni goteras de otro género me invalidan, tengo veinte años más que tú, Liberata, y te he visto correr por ese patio y trepar a la parra como un pájaro...) me pregunto a veces por qué he merecido tu cariño; mis triunfos en la cátedra son indiferentes; lo que escribo no lo lees, porque no te interesa; ensayaste mi conversión y no lo conseguiste... Si yo creyera lo que tú crees, Liberata, o tú compartieras mis dudas, acaso no formáramos los buenos casados que hacemos; acaso tampoco si los veinte años de más, los tuviera de menos, y fuéramos de la misma edad los dos. ¿Y sabes por qué? Porque lo que sólo puede unir de por vida a hombre y mujer, no es el amor violento, ni el interés común, ni creencias idénticas,   —103→   sino el perdón mutuo de las flaquezas, la caritativa tolerancia del uno hacia el otro. Lazo que así se anuda, es más fuerte que el caprichosamente contraído ante la ley y la religión. Tú respetas lo que llamas mis errores, yo respeto lo que yo llamo los tuyos, y en vez de devorarnos, nos amamos... ¡Ah! ¡Mujer prudentísima, diosa Razón en persona!

Cuando por este tenor D. Hipólito se entregaba desarmado, misia Liberata, recordando sus tímidas tentativas de conversión en los primeros tiempos de casados, dejaba caer al descuido frases como estas:

-Yo no sé discutir contigo, Hipólito; si te diera el vuelto y me metiera en dibujos, al momento me disparabas el cañonazo de tu ciencia y me tapabas la boca. Soy una ignorante, no sé sino sentir... Pero, muchas veces, te digo que quisiera poder arrancarte esa duda tan fea... ¡qué hombre podías ser, Hipólito, si creyeras!... ¡Eres un santo y tienes el cielo cerrado!... Pero yo no te discuto, te dejo, te respeto...   —104→   ¡Ojalá algún día te toque Dios en el corazón! Tú me haces feliz, es cierto; ¡cuánto más feliz sería si conmigo rezaras el Credo, Hipólito!

Hojeando sus libros él callaba, sumergido en pavorosas meditaciones. La diosa Razón escurríase silenciosa, y meses enteros se pasaban sin que hablara al incrédulo de asunto semejante...

Los domingos reuníase la familia en la biblioteca, objeto alguna vez de las bromas de María Cleofé, a quien la maternidad, la dicha y el buen vivir habían redondeado más de lo regular, y que entrando decía, tapando la respingada naricilla:

-¡Huele aquí a azufre! Alcancen ustedes un hisopo, para espantar los malos espíritus.

Muchas veces la tertulia dominguera dejaba de ser exclusivamente familiar, porque venían compañeros de la Facultad, discípulos de éstos que, haciendo la rueda al profesor, creen sacar mayor clasificación en el examen, y amigos de logia, admiradores   —105→   todos del que tanta fama conquistara en cuatro lustros de brillante magisterio. Entonces escabullíanse las mujeres, y a los niños se les relegaba a la huerta, con la expresa prohibición de que hicieran ruido.

Por cierto que el ruido lo hacían los señores mayores en la biblioteca, y hasta los cristales temblaban con las voces y las risas. Pero nunca lo había mayor que, cuando en completa libertad, los dos nenes disputaban para alcanzar los tiesos bicharracos, admiraban las gloriosas charreteras de papá Samponce y saqueaban los estantes en busca de láminas. La algazara de la traviesa chiquillería, antes que molestar, era música grata para el matrimonio estéril y sin esperanzas de sucesión. Las dos hermanas, tan semejantes la una a la otra, como gemelas que eran, las dos morenas, las dos de negros ojos y de pelo negro, en todo el esplendor de la treintena, aunque algo más gruesa María Cleofé que misia Liberata, se referían delante de la ventana las mil cosillas domésticas, tan interesantes en labios   —106→   femeninos, mientras Mr. Patrick y el doctor Andillo hablaban gravemente, las respectivas calvas desnudas, ambos vivaces siempre, a pesar de arrugas y de canas.

Un día cogió D. Hipólito el mapa de la Argentina y lo extendió sobre la mesa, bajo las arreboladas narices del británico, y señalando con el dedo los contornos de la soberbia lonja de tierra anaranjada, decía, como si estuviera en la cátedra:

-Mire usted, Mr. Patrick, mire usted: 55.239 millas geográficas, o sea, 3.027.088 kilómetros cuadrados. ¿Tenemos territorio de sobra? Superior en extensión diez veces al de Italia, otras diez veces al de Inglaterra, seis veces al de España, casi seis veces al de Alemania y otras tantas al de Francia... De sobra para cien millones más, para doscientos millones más de habitantes, con los privilegios de todos los climas, con la protección de todas las libertades, abierto a todas las naciones, brindando trabajo y hospitalidad a todos los hombres honrados. Y cuando digo yo libertad, no se entienda   —107→   licencia, anarquía o desorden, y mucho menos persecución a determinada clase; porque medrados andarían los que, alardeando de liberales, pretendieran intervenir en la conciencia ajena. No, Mr. Patrick, la nación es católica: prescripto está en la Constitución, y el Gobierno sostiene el culto católico; pero usted, luterano, puede ir libremente al templo evangélico, y el judío a la sinagoga, y el griego a su iglesia, y el que no tiene credo ninguno no tenerle. ¡Santa y bendecida libertad, que permite, además, al extranjero gozar de todos los derechos civiles del ciudadano, ejercer su industria o profesión, poseer bienes raíces y adquirir la carta de ciudadanía, si le conviene, después de los años de residencia constante en la República! Así se identifica con el espíritu del país, se le ata con los lazos poderosos de la propiedad y de la familia, se le funde, por decirlo así, en la masa común, y coadyuvando a su prosperidad se forma la prosperidad de la patria. ¿Sabe usted cuál será el argentino del porvenir?

  —108→  

Poner en una caldera, al fuego lento de los años, un español, un francés, un inglés, un alemán, un ruso, un dinamarqués, un portugués, un italiano, un noruego, representantes todos de la raza caucásica... de ahí saldrá el arquetipo del argentino futuro. Por eso, y entre tanto esta evolución magna se efectúa, las costumbres varían, los gustos se modifican y hasta el lenguaje, la hermosa lengua de la madre España, se corrompe y anarquiza. Por eso, y no por otra causa, sólo prosperan el comercio y las industrias, y el arte languidece, falto del alma que le dará vida. Deje usted que la indicada evolución se realice, tratemos de salvar el idioma, distintivo de nuestro glorioso origen; ¡qué nación, Mr. Patrick, qué nación ésta, que yo me atrevería a llamar la hija mayor de España! Este territorio inmenso, hoy casi desierto si se atiende a los millones que aún puede contener, formará una de las más poderosas del globo y de las más ricas. Necesitamos muchos Patricks, muchos Duseuil,   —109→   muchos Barbados, muchos Blümenes, muchos Fiorellis que vengan a transfundir en las venas de la Argentina su sangre generosa. ¡Vengan, vengan pues, que nosotros les daremos en cambio la fortuna y la felicidad!

-¡Oh! yes ¡oh! yes -repetía Mr. Patrick, mirando tiernamente a María Cleofé.

Los chiquillos, atraídos por el discurso de D. Hipólito, se habían acercado a la mesa y escuchaban, tan formalitos y atentos, como si entendieran. Misia Liberata aplaudió, diciendo risueña:

-Bonito tenía para una conferencia: ¡Venid aquí vosotros todos los que padecéis hambre!

-¡Y los que sufrís mal de amores! -agregó María Cleofé, soltando la risa.

-Pues sí, señoras mías -repuso el doctor Andillo, amainando un poco la entonación-; muchas veces me ha ocurrido la idea de irme por esas tierras europeas, con este mapa bajo el brazo, a catequizar emigrantes, a salvar de la miseria y del delito, a   —110→   abrir los horizontes de la esperanza a tantos infelices que en aquellas repletas ciudades mueren de asfixia. ¿Y qué? ¿No sería ésta una misión benéfica? Si aquí todo nos sobra, Mr. Patrick, empezando por el territorio, que nos viene demasiado grande. ¡Tenemos un clima!... ¡Tenemos un cielo!... ¿Y la tierra? negra, jugosa, llena de savia; tierra virgen, donde no cae semilla que no germine. ¡Qué país! ¡qué país! Aquí todos comen y respiran aire libre, y van medrando, y este se hace propietario, el otro, pobre bracero en su aldea, se convierte en señor de coche y palco...

-Como los Fiorelli -interrumpió María Cleofé-, como los Fiorelli. ¿Te acuerdas, Liberata? Ahí enfrente, donde han edificado hoy su casa magnífica, pusieron una fidelería y almacén de comestibles de mala muerte: ella, doña Rosina, despachaba en el mostrador; ¡parece que la estoy viendo!, con su cara de luna, el rodete sostenido por dos pinchos de cobre, los brazos arremangados, diciendo: -¿Cosa volete? Ecco, due   —111→   pesi... ¡Ay! ¡Qué gringa más ordinaria! El marido, don Tomasso, era un verdadero tomazo, por lo gordo: andaba en un carrito, repartiendo a domicilio los encargos... Tenían también una hija, Margarita... ¿Te acuerdas, Liberata, que cuando íbamos con la mucama nos daban siempre llapa, nueces, pasas, almendras? ¡Pobre doña Rosina!

-¿Pobre? -rectificó D. Hipólito-. ¿Pobre con las casas que tiene y los campos y los ganados; cuando casó a la Margarita con un señor doctor, que luego fue diputado y ministro, y hoy es abuela de dos señoritas encantadoras, cuyos nombres figuran en eso que llaman la high life? ¡Famosa pobreza la suya!

-¡Calla, calla! -saltó misma Liberata- ahí llegan en el landó las cuatro: doña Rosina, Margarita y las niñas.

Alborotáronse los chicos, y los dos corrieron a levantar el visillo; las damas se asomaron también para curiosear el color y la forma de trajes y sombreros.

  —112→  

-Ya ve usted, mi amigo -continuó tranquilamente D. Hipólito- si llevo razón...

¡Vaya si la llevaba al afirmar que es obra de caridad y obra de patriotismo fomentar esta corriente humana, válvula de escape para Europa, que se desprende de lo que le molesta, precioso abono para la tierra americana! Como aquí todo abunda, y el estómago y el ánimo hallan completa satisfacción, no podía existir esa cuestión social, úlcera de la sociedad europea, ni se encontrarán tampoco aquí los estados morbosos, ese endiablado nervosismo que a la patología moderna trae confundida: órganos que funcionan bien y a sus anchas, ¿qué trastornos fisiológicos han de producir? Claro está que no había de proclamarse que en la Argentina todos se vuelven Fiorellis y Patricks por arte de birli-birloque; ¡buenos estaríamos entonces! ¡Y qué poco trabajo costaría lograrlo! Hay muchos que se ahogan también por inepcia o mala suerte, pero son los menos...

  —113→  

Mr. Patrick quiso suspirar y dio un resoplido.

-Yo asegurar a usted, señor doctor, que un día estar yo con muchas ganas de marcharme, yo triste, yo desengañado, yo mucho desesperado; yo decir: ¡mío Dios! ¿no ser mejor volverse a casa suya y comer pedazo de pan en la patria? Pero resistir mal momento, y Dios ayudarme. ¡Hoy ser tanto feliz!

Con una cabezada y un expresivo manotón sobre la pintada tela, asintió D. Hipólito. ¡Claro, clarísimo! Esa es la eterna historia del trabajador: tantear, ensayar, adelantar un paso, tropezar, caer, levantarse, afirmar los pies, marchar desembarazadamente... y llegar a la meta o rodar al abismo. Pero donde la riquísima tierra ofrece sus tesoros, la azada espera, el alojamiento está preparado, y ni el idioma es un obstáculo, porque otros paisanos adelantáronse y nos llaman, ni el clima es un peligro, ni la religión una rémora, ni la ley despotismo, ni la competencia dificultad,   —114→   ¿qué mucho que el obligado batallar sea grata faena y provechosa?

Triunfante, señaló D. Hipólito, en una hoja de estadística una cifra, y se entusiasmaba, gritaba:

-Lea usted, Mr. Patrick: 5.677 emigrantes en enero, 6.322 en febrero, en marzo 6.550... ¡al año 775.000! Setenta y cinco mil, que mañana serán cien y pasado doscientos mil, a quienes recibimos en nuestro hogar, sentamos en nuestra mesa, admitimos en nuestra familia, les hacemos nuestros, les argentinizamos pian piano y sin esfuerzo. ¡Esta es la riqueza, Mr. Patrick, este el porvenir de nuestra patria!

-De nuestra patria ¡oh! yes -afirmó el británico mirando de nuevo tiernamente al grupo de cabecitas rubias, agolpadas curiosamente en la ventana, y a la vivaracha y graciosa de su mujer, que se volvió para sonreírle y decirle con su voz chillona:

-¡Ay, gringo, si parece mentira! ¡Quién las reconocería, vestidas de seda y arrastrando coche! ¡Doña Rosina se ha hermoseado   —115→   con el cosmético de los pesos, y Margarita, Margarita, aquella chica tan sucia y mocosa siempre...!

El hijo de Albión hizo una pirueta y se plantó delante de María Cleofé. Y ¿quién le reconocería a él, al rico Mr. Patrick, refinado y educado en lo que cabe, de levita y sombrero de copa, corbata a la moda y cuello tieso, desembarcado ayer de un buque mercante, sin botas, sin camisa y sin dinero? ¿Quién que le vio de faquín en el muelle, y de mozo de almacén y de puestero en el campo? Con hambre nunca, eso nunca, pero con necesidades muchas, con esperanzas pocas, con fatigas diarias. ¡Ah, ah! ese coche, esa seda, ese palacio, ese cambio extraordinario, sabía él mejor que nadie lo que costaba! Costaba sudores de papá Fiorelli, tesón y economía de doña Rosina y Margarita, sudores y tesón y economía de años, de largos, larguísimos años.

-Sí, sí -intervino con mucho fuego el catedrático- pero ¿acaso no consuela y conforta el ánimo ver coronada la obra, asistir   —116→   al espectáculo del propio triunfo? ¡No a todos les está concedido tan singular favor, Mr. Patrick! ¡Y qué placer más dulce que el contemplar lo hecho por el solo esfuerzo de la inteligencia, la conquista de la tierra prometida, que Moisés no pudo realizar! ¡Cuántos, como el patriarca hebreo, sólo la divisan desde la cumbre de sus sueños!

Resonó el llamador del portal, y en el zaguán se oyeron pasos como de varias personas que entraban. Eran visitantes de don Hipólito, y las señoras escaparon empujando a los rebeldes chiquillos. Encarnación trajo una lámpara, y relucieron las calvas de Mr. Patrick y de D. Hipólito, la mofletuda caraza de un señorón barbicano, el alfiler de corbata de un jovencito lampiño, y el historiado marco del coronel Samponce.

En el patio, con los gritos de la alborotada chiquillería, se mezclaban los planchazos de madama Clémence y el triquitraque de la máquina de Crescencita, compases del himno al porvenir que el doctor Andillo acababa de entonar...



  —117→  
IV

Tito repiqueteó con el cepillo sobre el cajón, y salió por el patio adelante, tocando una marcha. Eran las ocho de una mañanita de mayo, bastante fresca, y ya las puertas de todos los vecinos se hallaban de par en par; humeaban los anafres sobre los umbrales; relucían las cafeteras del ya apurado desayuno; se oían los escobazos de Encarnación y las voces de doña Orosia; Franz y don Rufino, restregándose las manos, de placer o de frío, se marchaban a sus quehaceres, y la pelirroja madama Clémence se asomaba a la puerta del obrador, les daba los buenos días mientras limpiaba las planchas con un guiñapo chamuscado, llamaba   —118→   luego a Tito y encargábale ir por Jean al aserradero...

-¿Al asegadego? -dijo de burlas el chicuelo, para imitar la afrancesada pronunciación de la normanda-; sí, madama, con mucho gusto. Para-pam-param-pam-pam...

-Le dices que venga enseguidita, ¿eh? ¡Ay! no golpees más, que aturdes.

-No golpearé más, madama... pero, ¿a que no sabe usted por qué voy tocando yo esta alegre marcha? pam-param-pam-pam... ¡pues, porque hoy nos mudamos!

¿No acababa de ver pasar al padre y al Bismarckito? es que se iban a la otra casa, en la calle de las Artes, donde ese día se abría al público la tienda de guantes más hermosa que se vio jamás. Estaban ya prontas miles de docenas de guantes de todos colores y de todos tamaños: los había para hombres, los había para señoras, los había para niños, más pequeñines, más pequeñines... Dos oficialas españolas se pasaron la semana entera tijereteando cabritilla. Pam-param-pam-pam... Cuando él fuera Presidente,   —119→   echaría un decreto que dijera, sobre poco más o menos: Artículo 1.º -Ordeno y mando que todos los ciudadanos anden con guantes. Artículo 2.º -A todo ciudadano que contravenga a lo mandado, se le cortarán las manos... Pam-pam. ¿No sería esto proteger a la industria nacional, y al mismo tiempo velar por la corrección social de las gentes? Vamos a ver, si no, ¿qué se harían sus papás con tanto género, si por acaso no podían darle salida? Aquella noche no se había dormido, llenando baúles, haciendo paquetes, preparando todo para la mudanza; él iba ahora, por la última vez, a dar lustre brillante y barato, porque la madre le dijo:

-Anda, y ve si te ganas siquiera para pagar los mozos. Después te lavas bien y quemas el cajón, si quieres.

¡Quemarle! no le quemaría, no. Compañero de sus correrías, auxiliar de sus necesidades, almohada suya, blanda para su sueño de niño, le guardaría como un tesoro, y en los futuros días de grandeza le enseñaría   —120→   sucio, astillado, la correa grasienta, los clavos torcidos, tal cual era el escabel de su fortuna, le enseñaría con orgullo. Pam-pam-param-pam-pam.

Madama Clémence le empujó, reiterando el encargo; y el chico se fue marcialmente, haciendo sonar el improvisado tambor con más brío; sacó la lengua, al pasar, a Encarnación, que le presentó la escoba, muerta de risa, y entró en el aserradero en busca de Juanito.

El empedrado patio merecía los honores de plazuela por lo grande: grande era también el portalón, y las dependencias, bajas, mezquinas y sin revoque; los montones simétricos de ñandubay, quebracho, pino de tea y otras maderas de la rica variedad que ofrecen los bosques argentinos, se agrupaban en el fondo: tablones y vigas enormes, piras soberbias que diríase preparadas para el sacrificio al dios Trabajo; y al amparo de un cobertizo, blancos montículos de cal, de amarillosa tierra romana, de coloradas tejas y vistosos baldosines, de los obscuros y   —121→   rosados mármoles que al Azul dan fama. Bregando unos con la pala para llenar las hambrientas bolsas; aquéllos con el fardo repleto a cuestas; estotro erguido sobre el carro, pronto a recibirle; más allá, en hilera, robustos gañanes moviendo acompasadamente los brazos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, pasando de mano en mano la pareja de ladrillos, que cuenta en alta voz y apunta un mozalbete, el enjambre de obreros agítase sin reposo, bajo la tibia caricia del sol otoñal. Rechina el serrucho, vocean los mozos, las aburridas caballerías golpean con el casco, cruje el látigo a intervalos y sale atropelladamente un carro, azuzado el incierto delantero con soeces juramentos, y se renueva la procesión de encorvados trabajadores, y otra vez palas y bolsas, brazos y ladrillos, se mueven, se hartan y dan volteretas en el aire. Dos espetados avestruces pasean filosóficamente entre el bullicio y con el pico hurgando van en el fino serrín que cubre el suelo...

  —122→  

No veía Tito a quien buscaba, y preguntó al del serrucho qué era del hermano del Sr. Duseuil; pero el tal por respuesta le dio la espalda, y el chico, una a una, se asomó a la puerta de cada habitación del barracón, fisgoneando con descaro: en la primera, a la derecha, conforme se entra de la calle, había dos empleados que escribían; en la otra muchos sacos amontonados y una báscula; una cama revuelta y un lavabo servido en la siguiente; tres empleados en una más pequeña; en la más grande estaban mister Patrick y Max revisando papeles... Tito, muy cortésmente, se quitó la boina y pidiendo disculpa por atreverse a interrumpirles, preguntó si sabía el señor Duseuil...

-Mira -dijo Max, saliendo a la puerta y señalando el cobertizo-, ¿ves? pues, allí está; supongo que no será para jugar que le buscas.

-Señor Duseuil -contestó el niño, herido en su amor propio-, le busco porque madama Clémence me lo ha encargado.

  —123→  

Cuando lleva esto a cuestas (golpeando con el cepillo sobre el cajón), Tito no juega.

¡Pam-pam-param-pam-pam! Y se dirigió al sitio que le indicaron, muy quemado de la insinuación del francés y del dúo de risas que en la pieza grande provocó su altiva salida. Encontró a Jean perdido de cal, contando bolsas muy atento; el tamborilear del pequeño Barbado alegró mucho al otro y le hizo suspender la tarea, para hacer preguntas y soltar tristes quejas de prisionero.

-Bueno, voy en seguida; espera, que iré contigo. ¡Ya ves, Tito, ya ves cómo estoy! ¡Qué manos estas y qué facha la mía! ¡Siempre cubierto de basura! ¡Así hasta el anochecer!

-Pues, ¿y yo? -exclamó el despierto Barbadito-. ¿Habrá oficio más puerco? Tú estás blanco de cal, y yo negro de betún; tú de aquí no te mueves, y yo me desuello los pies correteando por esas calles... Afortunadamente, hoy es el último día.

-Sí, ya sé que dejan ustedes la casa...

  —124→  

Murmuró esto Jean y se le humedecieron los ojos. Porque no le descubriera Tito, diose a limpiar su ropa con manotadas, recogió de un clavo la gorra, y dijo que estaba pronto; salían del corralón, y el esfuerzo para retener las lágrimas no era bastante a impedir que saltaran, y sobre las solapas de la chaqueta, espolvoreadas de cal, temblando, quedasen prendidas. Sí, sabía que dejaban la casa... ¡Ah! ¡cómo les iba a extrañar! ¡No jugarían ya en la huerta, no oiría ya el alegre triquitraque de la máquina de Crescencita, que le despertaba por la mañana y le arrullaba por la noche! Desde que la señora doña Orosia habló de mudanza de casa y de situación, él se puso muy triste, muy triste, y pasó sin dormir dando vueltas a la idea que si Crescencita iba camino de princesa, él nada ganaba con quedarse en el aserradero, y debía buscar el medio más rápido de llegar a millonario. Pues ese medio le había hallado, y no era ningún disparate, sino algo tan razonable, que sus mismos hermanos lo aprobaban.

  —125→  

Se detuvo Tito en el portalón, miró a su compañero, y redoblando sobre la caja, preguntole:

-¿Y qué es eso? ¿Te marchas también?

-Espera -dijo Jean-, voy y vuelvo. Ya te contaré.

Desapareció por la puerta de Andillo, y Tito se sentó en el borde de la acera. ¡Pam-param-pam-pam! ¡Lustrar, lustrar! ¡Charol, charol, charol! Los escasos transeúntes que pasaban, no mostraban deseos de asear sus botas, o porque ya las llevaran limpias, o porque el cacareado charol les tuviera sin cuidado, y Tito, aburrido, sacó de la honda faltriquera porción de objetos revueltos: tres naipes, un trompo, una cuerda, un coscorrón de pan, un extraño rosario de insectos disecados, dos estampitas, un trozo de tiza, huesos de albaricoque... Contó los huesos, puso en fila los naipes y las estampas, dibujó sobre la losa un perfil narigudo, escribió letras y números, mordió el mendrugo, desganado... Cada vez que se acercaba   —126→   un transeúnte, tamborileaba con el cepillo, gritando:

-¡Charol! Lustrar, señores, lustrar.

¡Pam-param-pam! Mirábale alejarse, distraído, y volvía a alinear sus figuritas, gravemente. En esto salió Jean, con una bandeja de mimbre, llena de blanca ropa planchada, bien defendida por un vaporoso linón, e instó al niño a que le siguiera hasta la esquina misma de Maipú, donde debía entregar aquellas prendas, en mala hora confiadas a su diligencia; al mismo tiempo, del corralón, con desaforado estrépito, desembocaba un carromato, y Tito saltó prontamente, recogió sus chucherías y se puso al lado del francesito, muy gustoso de acompañarle, siempre que no le hiciera perder el tiempo...

¡Pam-param-pam! Andando, nuevas lágrimas desbordaron de los ojos de Jean, y Tito las vio cómo quedaban prendidas en la solapa, espolvoreada de cal. ¡Caramba! ¡Tan grandullón y llorando! ¿Por qué? ¿Algún sopapo de madama Clémence?

  —127→  

-No, no es eso -contestó Jean, colérico porque el forzado equilibrio en que llevaba la bandeja sobre la cabeza impedíale ocultar las muestras de su sensiblería-; es que...

¡Es que él se iba también! Pero allá, muy lejos, a una colonia de la provincia de Santa Fe, que llamaban, creo, la María Luisa... Tito abrió la boca. ¡A Santa Fe! ¿Solo? Sí, solo; a hacer de agricultor, a labrar la tierra y su porvenir; y se iba contento, porque estaba seguro de volver algún día rico, muy rico. Esta idea le consolaba de la separación de seres tan queridos... como... como...

-Como tus hermanos -apuntó el pequeño Barbado, convencido.

-Eso -repitió Jean, suspirando-; como mis hermanos.

Dando zancadas para alcanzarle, Tito se asombraba. ¡A Santa Fe, a la colonia María Luisa! Debía de ser muy hermosa esa colonia... ¡Bah! Pues si decía el señor Fossac, un monsieur secretario de la sociedad   —128→   L'Union Ouvrière, que era un pedazo de paraíso, con unas praderas y unos ganados y unas cosechas de bendición: allí todo lo daban, la tierra, los instrumentos de labranza, la semilla, y el agricultor no ponía más que sus brazos y su inteligencia. Coger el arado, abrir el surco, echar la semilla... y hasta dos veces en el año brindaba la cosecha; por poco que se ahorrara, en corto tiempo y pagando descansadas anualidades se hacía uno dueño de las hectáreas que podía acaparar, y dueño ya de la tierra, la casa rústica se levantaba por encanto, los ganados se multiplicaban, y el bienestar y la prosperidad reinaban en el contorno, lluvia benéfica que la Providencia derrama generosamente. Desde el día que oyó estas cosas al señor secretario, no se apartaron de su imaginación la casita rústica, los campos cultivados, los graneros repletos, el espectáculo del soñado panorama, que cada cual forja al antojo de sus aficiones, y que en él, por ser hijo de aldea y de sencillos gustos, era tal y como el entusiasta monsieur   —129→   Fossac habíalo trazado; y parecíale que no haría cosa mejor que dejar el aserradero, donde le faltaba el aire, y marcharse a esa bendita colonia. ¡Quién sabe! ¡Aquellas arcas rellenas, que imaginara infantilmente cargar en cuanto que desembarcase, las hallaría tal vez cavando la tierra feraz santafecina, y fueran los granos de maíz de sus cosechas de oro purísimo, y cada panocha le valiera un dineral, y un fortunón el poderoso esfuerzo de su trabajo! Consultado el caso con la hermana, soltó ésta muchas lágrimas y endebles argumentos para convencerle que más puesto en razón era quedarse en el aserradero de Patrick, donde podría adelantar fácilmente gracias a la ayuda de Max, y por tenerle cerca, la vigilancia de su conducta y de su salud resultaba más severa; pero el cuñado aprobó su decisión, porque «ya había sentado bastante la cabeza», y para hacerse hombre «el calorcito del hogar perjudica, y es esta la mejor receta: expatriación y pan duro». Así, pues, se marchaba al día siguiente con   —130→   el señor Fossac... De todos modos, no habría él quedado en la casa de Andillo después que... después que...

En poco estuvo que la bandeja cayera al suelo, a causa del sollozo convulsivo que agitó el pecho del rapaz; asimismo escurriose un paquete de almidonados cuellos, liado primorosamente con una cinta azul, y fue a rodar al arroyo, donde las sucias manos de Tito, por recogerle, acabaron de ponerle de perlas. Iba Tito saltando sobre el empedrado, junto a la acera, y evitaba los coches y caballos con tal destreza, que no había peligro de que muriera aplastado: apartábase un punto de Jean y seguidamente se ponía a su lado, pasmado de oírle, el cepillo mudo, repitiendo: -¡Caramba, carambita!... expresión decente con que él disfrazaba la descarada y usual que en muchas bocas traduce todos los afectos del ánimo.

-¡Carambita! pues vas a estar muy requetebién, y sólo con cuatro cosechas de esas que dices, tendrás para dar y prestar. Ese musiú secretario debe de ser buena   —131→   persona. Si no fuera porque yo he de seguir carrera, me iba contigo, a sembrar y recoger a manos llenas... Pero mi madre dice siempre: «Tú estás llamado a altos destinos...» y ya ves que no he de ir a buscar altos destinos cavando la tierra, sino comiéndome los libros, como el señor catedrático. Escribirás, ¿verdad, Juanito? y yo te iré a visitar, y hemos de pasear por tus campos a caballo. ¡Ay, tanto que a mí me gusta montar a caballo! Mira, cuando vaya te llevaré un bonito par de guantes de nuestra tienda, sí, sí, y nos vamos a divertir, ¡cuánto, cuánto, carambita!...

Llegaban a la esquina de Maipú, y en un portal de opulenta casa entró Jean a cumplir su encargo; acordose del suyo Tito, y repiqueteó sobre el cajón, pregonó su charol, corrió de una acera a la otra... ¡Pam-pam-pampam! Esta vez mi caballero se detuvo y le presentó el pie, mal calzado y cubierto de barro. Tito se arrodilló, afirmó el pie del parroquiano sobre la caja, dobló el borde del pantalón, rascó hábilmente   —132→   el lodo seco, frotó con un cepillo, le dio de betún y vuelta a frotar muy deprisa, frota, frota, encorvado, echando calientes bocanadas para que el cuero reluciera más. Frota, frota. Listo un pie, al otro de seguida, y venga rascar el barro, dar betún y soplar y frotar. Frota, frota. Concluyó al fin, dejándolas como espejo, guardó el papelucho que le dieron y repiqueteó nuevamente: ¡Pam-pam-param! El que ahora se acercó, traía botas charoladas; el chico restregó el retal de paño con la oblea de cera, que a recaudo tenía, y cogiendo los dos cabos frotó a viva fuerza: frotaba y soplaba, muy encarnado, brotándole el sudor bajo la boina pringosa... Frota y frota, sopla y suda, cobra y guarda. ¡Pam-parampam-pam! Luego betún para otro par de botas de becerro. Frota, frota. ¡Pam-pam-param-pam! Que le dieran la pata pocos más, y tendría de sobra para llevar a la madre.

     ¡Pam, pam! Juanillo salió, con la bandeja vacía, y le dijo de seguirle hasta la vecina plaza del Retiro, «porque era muy   —133→   temprano para volver a casa». Tito movió la cabeza. ¿Qué quería? ¿Jugar? Él no estaba para juegos: tenía que marchar por la calle Florida, ir a la Bolsa en busca de parroquianos.

-Mi madre me espera, ¿sabes?, y no está bien eso.

-Tiempo tienes -insistió Jean.

Le cogió del brazo, y él cedió, protestando, acaso con la idea que bien podía hallar en la plaza quien quisiera asearse las extremidades. Se sentaron en un banco, en la descuidada calleja de los eucaliptus, y el apacible silencio del jardín les impuso misteriosamente: por la estrecha garganta de la calle Florida, pasadizo del lujo y de la aristocracia bonaerenses, algunos carruajes desembocaban con estrepitoso rodar y desaparecían calle arriba, perseguidos por la mirada pensativa de ambos rapaces, quienes, sin chistar, veían el aparatoso desfile, Tito redoblando maquinalmente con el cepillo y Jean apoyado sobre la bandeja de mimbre, fruncido el labio de adolescente,   —134→   que ya sombreaba dorada pelusilla, las bien trazadas cejas reunidas por el plieguecito de la reflexión. El diablo que averigüe qué pensares le entristecían, y por qué callaban los dos, hasta que Jean, el primero, soltó el trapo de esta guisa:

-Me acuerdo que el día de mi llegada, en este mismo banco me senté con el paisano que me acompañaba, y yo miraba a ese palacio y al otro, y decía: ¿Será el de mis hermanos? ¿Será aquel de las torrecillas, o este de las vidrieras de colores? ¡Buen palacio nos dé Dios, y qué porrazo me di! Pues desde entonces tengo aquí dentro, y lo habito, como si fuera de verdad, el que yo he soñado... A ti te pasará que cuando ves un coche de lujo sientes algo, que no es envidia, sino deseo de procurarte otro igual, para que te arrastren y darte el aire de satisfacción que llevan los que van dentro.

-¡Anda! Que ese deseo se me figura de envidioso -contestó el Barbadillo, muy serio-; a mí no me pasa eso; como que el mío   —135→   le tengo seguro: es ese azul, forrado de blanco y adornado de plata, que habrás visto sacar en las fiestas. ¡Jesús! Qué bien debe de irse sobre esos almohadones...

Hizo Juanillo como que reía; pero parpadeó al mismo tiempo, sin duda porque los tristes pensamientos que le andaban por el majín querían salírsele fuera, en forma de indiscretas lágrimas.

-Mañana, a estas horas, Tito, ya no estaré aquí! -murmuró.

-¡Ah! Es cierto que te marchas a esa colonia... Dime, ¿se va por el río? ¡Mírale cómo le brillan las escamas y qué reflejos más bonitos hace el sol en el agua!

-Yo no sé por dónde se va -dijo sombríamente Jean-; me parece que será por un camino empinado, lleno de pinchos y de piedras, tan difícil de subir como de bajar...

Sintieron crujir la arena de la calleja, interrumpiose el discreteo de los pájaros en el amarillento follaje, y notaron que un señorón se acercaba, tardo de pies y encorvado   —136→   de espaldas; y así que le conocieron, susurró Tito, señalándole con el mismo respeto que las gentes de Rávena se mostraban al Dante:

-¡Es el patrón!

Sí, era D. Hipólito, que si tornase fe alguna excursión a los abismos infernales no trajera más demudado el semblante, ni pesadamente arrastrara el cuerpo, las piernas temblonas y vacilantes, pues aunque nunca mostró gallardía, la enérgica viveza del rostro daba vida y calor a todos sus movimientos, y el D. Hipólito de ahora, de tal manera parecía cambiado, que ambos chicos se asustaron, y Tito corrió a su encuentro, saludándole muy respetuosamente con la boina.

-Tito -dijo una voz extraña, semejante a la del doctor Andillo-, ¡feliz hallazgo, hijo! Acércate, dame la mano, ayúdame a sentarme en aquel banco... Camino de la Universidad me sentí enfermo, y pensé que respirando el aire de la plaza...

Juanillo habíase levantado también, y   —137→   entre los dos le sentaron, y muy turbados, se miraban sin saber qué hacer, tartamudeando preguntas baldías, que el señor catedrático no contestaba, cada vez con mayor congoja y extraviado el sentido; aflojáronsele de pronto los resortes del cuerpo, la cabeza se ladeó y despidió el sombrero, le acometió un terrible estertor, que hacía castañetear sus dientes y mascar sílabas indescifrables, como si fuera llegada su última hora; el Barbadito quería ir por la Unción, pero Jean dijo que lo primero y más urgente era llevarle a su casa, y buscó un coche, le trajo, ayudados de varios transeúntes caritativos cargaron el desmayado cuerpo de D. Hipólito, y le metieron dentro y Jean con él; porque Tito, luego de contar rápidamente la ganancia del día, manifestó a su compañero que no tenía bastante y se marchaba a buscarlo, alejándose hacia la calle Florida, ¡pam-pam-param-pampam!, mientras, al galope de los maltratados caballejos, enfilaba el coche la calle de Charcas, dando furiosos trallazos el   —138→   auriga, con el Jesús en la boca Juanillo y agonizando, o poco menos, D. Hipólito...

Bruñía los aldabones del portal la pequeña Encarnación, y acabado había de refrescar los azulejos y el friso de mármol, cuando la desatentada carrera del coche le hizo que asomara curiosamente la cabeza, reconociendo al punto la descolorida del francesito, que por la ventanilla, con extraños ademanes, le indicaba de no alborotar; y precisamente lo que a ella se le ocurrió, fue soltar la escandalosa luego que el carruaje se detuvo y distinguió el cuerpo del amo; se precipitó al patio dando voces:

-¡Señora, venga usted, que el patrón se ha muerto!

¡El patrón ha muerto! En todos los oídos resonó como un trompetazo la nueva pavorosa, y en el corazón de misia Liberata se clavó de golpe, puñalada de pícaro, que hiere a mansalva; salió, a medio peinar, desabrochada la bata, enloquecida, y salieron madama Clémence, doña Orosia y Crescencita, gritando todas, llorando, y   —139→   más que todas, Encarnación gritaba y gemía:

-¡El patrón ha muerto!

Por la pared del corralón, los jornaleros asomáronse, asustados. Y viose a Max y mister Patrick que cargaban el cuerpo de D. Hipólito, y le traían con mucha precaución, y mister Patrick venía diciendo muy enfadado:

¡Callar... no estar muerto... mentira! Estos mujeres ser demasiadamente exagerados.

Abalanzose misia Liberata al grupo, y hasta no tocar las queridas manos no se convenció que no estaba muerto D. Hipólito. Y mientras las mujeres seguían alborotando y coreaban el relato de Juanillo, en la alcoba matrimonial dejaron al enfermo, se mandó por médico, se procuró éter, con agua de Colonia lo friccionaron rudamente, y en torno de la cama todo eran carreras, cuchicheos, suspiros y lamentaciones. D. Hipólito no abría los ojos, y misia Liberata se desesperaba:

  —140→  

-¿No ve usted, Patrick, que no vuelve en sí? ¿Qué es esto, por Dios? Si de aquí salió tan contento... Señor Duseuil, ¿ha venido ya el médico? Que vayan a avisar a María Cleofé: tengo miedo de estar sola.

Habían cerrado las maderas y encendido la lamparilla del Nazareno. Afuera se oía el rum-rum de las mujeres; y el estertor del enfermo parecía aumentar, como agua que borbolla. Poco a poco, misia Liberata recobraba la serenidad, y, dominada la horrible impresión, volvía a ser la mujer razonable que mira al peligro de frente y en desbordes de sensiblería no malgasta las fuerzas del ánimo; ella fue, antes que el flemático inglés, quien recibió al médico, le enteró de pormenores, le hizo indicaciones, preparó todo cuanto para la urgente sangría se necesitaba y llevó su valor hasta ver pinchar la arteria sin pestañear, y saltar el caliente chorro, sosteniendo la jofaina sin que le temblaran las manos, pálida, pero entera.

Cuando llegó María Cleofé, abrazáronse   —141→   las dos y lloraron en silencio. Luego, en un rincón de la biblioteca, rápidamente y con misterio, una a la otra se confiaron la idea primera que habíales sugerido el grave estado de D. Hipólito, idea que representaba susto y temor de la responsabilidad que ante Dios y la Iglesia se asumía si no se intentaba la reconciliación del filósofo; y una y otra estuvieron acordes que sí debían intentarla, y tratar por todos los medios de que aquella alma excelente se salvara y evitase la horrible pena a que, seguramente, sería condenada, si en los profundos abismos hundíase inconfesa. El obstáculo mayor estribaba en que, sordo a causa de la congestión cerebral que paralizaba el cuerpo, no oiría la dulce persuasión de la esposa, y no se rendiría a los deseos piadosos que, si en plena salud fueron rechazados, debiera acatarlos en la hora de la muerte (si era ésta llegada, desgraciadamente), satisfacción última del que bien podía pasar por modelo de maridos...

Apretaba el pañuelo misia Liberata a los   —142→   llorosos ojos, y gemía, derrotada su entereza de nuevo. Pero, ¿cómo hacer? ¡Perdido el conocimiento! Estaba muy malo, el médico lo había dicho: que las sangrías y las aplicaciones de hielo a la cabeza eran de los pocos recursos que el fuerte ataque permitía, y como no cediera antes de la noche... María Cleofé se impacientaba. Pues, en tal caso, el médico debía ceder el puesto al sacerdote y no perder el tiempo en administrar drogas, que más enferma estaba el alma que el cuerpo, y más necesitada de que la curasen de aquella ceguera crónica funestísima; ella perdonaba tibiezas, incredulidades también, hasta blasfemias, si se quiere, cuando queda ocasión de remediarlas, confesándolas y abjurando de ellas; pero cuando la eternidad va a abrirse de par en par y el Supremo Juez espera... ¡Ah! su inglés, su bonachón protestante, podía pensar cuanto se le antojara; pero como le diera la gana de dejarla viuda, del chapuzón en el agua bendita y de cuatro exorcismos católicos no le libraría Lutero en persona.

  —143→  

-Espera -dijo misia Liberata- voy a ver cómo sigue... ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué prueba ésta más dolorosa!

Al abrir la puerta de la alcoba, sintiose el fatídico roncar de D. Hipólito, y a María Cleofé se le figuró que era la lucha rabiosa entre Satanás y el alma, que se defendía. ¡Ay, el forcejear de la pobrecilla, sus gemidos, sus voces de socorro, que ella creía escuchar, ¿no probaban con sobrada elocuencia que la asustaban las eternas tinieblas, ya próximas a envolverla, y pedía luz, auxilio, perdón?... ¿Cómo negárselo, cómo no acudir en su ayuda y arrancarla de manos del enemigo? María Cleofé se levantó, a tiempo que volvía misia Liberata, abatidísima, acompañada de mister Patrick, quien traía gacha la cabeza y en las patillas de chuleta enredaba los dedos preocupado: junto a la mesa se encontraron, y ninguno dijo palabra, mirando al suelo los tres, luego de preguntarse y responder con ademanes:

-¿Qué tal va?

  —144→  

-Lo mismo.

Entonces, María Cleofé tiró del brazo a su marido, y le llevó al mismo rincón, y con exuberancia de gestos le enteró de eso, del grave asunto que las preocupaba, del riesgo que se corría, de la obra de misericordia que era preciso realizar; y como el británico se distraía no dando, sin duda, al caso la extraordinaria importancia que tenía, herejote también como el otro al cabo, llamó con discreto sisear a la hermana, y llena de santo fuego la interpelaba; verdad que ella también lo creía indispensable, ineludible, ¿verdad que no consentiría que su marido muriese sin los sacramentos de la Iglesia?

-No, no -contestó horrorizada misia Liberata- ¡pero si no recobra el conocimiento, ni de nada se da cuenta!

-Pues la extremaunción entonces... bastará eso para salvarle.

-Yo no querer mezclarme -dijo mister Patrick incomodado- aquí Liberata hacer su voluntad, que de ser como ella acabar de   —145→   decir, será contraria a la del doctor... ¡Diablo de mujeres! ¿Pensar vosotros que este momento estar bueno para tonterías?

-Cállate -exclamó María Cleofé poniéndole la mano en la boca para atajar la blasfemia-; ¡hereje, perverso!

Por lo menos una hora continuó el secreteo, insistiendo acalorada María Cleofé, misia Liberata prometiendo, desfallecida, que si D. Hipólito volvía a la razón, había de hablarle y de convencerle, y si no obraría con sujeción a lo que le aconsejaba su conciencia, y mister Patrick proclamando su parecer brutalmente...

¡Bah! ya podía morir tranquilo hombre que, como Andillo, cumplió en la vida todos sus deberes: ciudadano, honrando a la patria con su ciencia; esposo, desvelándose por la felicidad de su mujer; padre, siéndolo de sus discípulos a falta de los hijos que le negó la naturaleza; amigo, extremado en lo leal y en lo generoso; sabio sin orgullo, caritativo sin ostentación, probo, justo, dignísimo, hombre de bien, en fin, que esta   —146→   palabra todo lo encierra y todo lo dice. ¡Ah! y este hombre, que no hizo mal a nadie, que amó y respetó a sus semejantes, que fue útil obrero y meritorio, necesitaba de una fórmula vana si por siempre no había de ser condenada su alma nobilísima a las llamas infernales. ¡Oh, very stupefool!

Estaba tan encendido mister Patrick, agitábase tanto, y tales enormidades soltó al tenor de lo que va apuntado, que las dos señoras cubriéronse las caras, de aflicción, y, por no oírle, allí le dejaron, escurriéndose hacia la alcoba; mientras, él se paseaba, mascullando en su lengua palabras incomprensibles, y ante el Voltaire y el Rousseau de escayola se detenía al pasar, para echarles a las narices aquel very stupefool, que en tal caso no se sabía si era piropo enderezado a dichos personajes o comentario del razonamiento interior.

Llegaron en esto, atraídos por la mala nueva, aquel caballero barbicano y el jovencito lampiño del alfiler, amigos de la casa, y otros también, hasta el punto que   —147→   apenas cabían en la biblioteca; y todos se agrupaban alrededor de mister Patrick, interrogábanle con interés, le escuchaban compungidos: ¿cómo había sido eso? La mañana anterior, en la clase de Filosofía, les tuvo boquiabiertos a los alumnos; nunca más insuperable en la claridad de la exposición, la robustez de la dialéctica y el brillo del lenguaje; pues, ¿y no le encontraron por la noche tan campante, vendiendo salud, y más que nunca alegre? El inglés, atusando gravemente sus patillas, comenzaba y volvía a comenzar y a repetir su relato: -Salir muy bueno, sentirse luego muy malo... que entristecía los semblantes, ponía sordina a las voces y provocaba sentidas reflexiones acerca de la inanidad de esta vida mortal y de la gran pérdida que para la patria importaba la muerte del doctor Andillo. Algunos encendían sus cigarros, que el humo distrae consuela; otros prestaban oído al roncar del moribundo. Poco a poco, la tarde caía, y el patio envolvíase en sombras...

  —148→  

No eran menores las de la alcoba, que la lamparilla del Nazareno alumbraba tristemente. Estaba D. Hipólito echado de espaldas en la cama, tal y como aquella mañana aciaga le dejaron, pues la hemiplejía le tenía paralítico, mudado el color, atónitos los ojos y torpe la lengua; habíanle puesto un gorro de cautchuc, relleno de hielo, y por las mejillas le corrían frías gotas de agua, que misia Liberata enjugaba de vez en cuando, lágrimas simuladas, no tan abundantes como las que ella derramaba sin reparo, ya que el parecía ni ver ni oír. También lloraba María Cleofé, de pie junto a la cabecera, sonando una y otra vez la bonita naricilla y enrojeciéndola a fuerza de restregarla con el pañuelo; y llorando las dos y suspirando, roncando D. Hipólito, balanceando su péndulo el reloj del comedor, los minutos transcurrían perezosamente, y cada hora deshojaba una esperanza de que el recio cuerpo, herido por el rayo del cielo, se irguiera con la altivez de otro tiempo, y luciera la orgullosa inteligencia   —149→   sumida en tinieblas. El médico se había marchado, diciendo que «ya volvería» y que, «por el momento», su presencia no era ni útil ni necesaria, despedida equivalente a desahucio formal y a vergonzosa fuga.

En la puerta del comedor, las atribuladas vecinas, que muy bien querían al amo y tan agradecidas le estaban por su blandura, impropia de las negras entrañas que generalmente el pobre atribuye al casero, asistían a aquella lucha pavorosa, gimoteando: madama Clémence, doña Orosia, Crescencita y la chiquilla Encarnación; y doña Orosia, enseñando un frasco de vidrio que escondía bajo el mantón, anunciaba misteriosamente que con unas gotas del líquido que salpicaran el lecho y ungieran al enfermo, el Satanás que forcejeaba por llevarse el alma, huiría rabo entre piernas, burlado, y el pobre señor catedrático gozaría de la paz que demandaba con tan roncas voces. Hizo seña la gaditana a María Cleofé, acudió ésta, cerraron la puerta, y el grupo de mujeres   —150→   la rodeó en el comedor, mientras doña Orosia explicaba la fórmula del exorcismo: agua legítima de la Saleta, con que se santiguaba al enfermo, antes de rezar el credo en coro; así se salvó su cuñado Aniceto en Arcos, luego que los médicos le dejaron por muerto. ¡El Credo! para que le oyera el demonio y rechinara los dientes de coraje viendo que el alma que entenebreció con la duda, abría los ojos a la verdad en su última hora, y repitiendo las sublimes palabras del símbolo de la fe, exclamaba: -¡Creo! ¡Qué triunfal concierto en el Paraíso, y qué estruendo de cóleras allá abajo, en lo profundo del reino satánico!

-Sí, si -cuchicheó María Cleofé-, traiga usted, a ver si Liberata consiente... Porque estamos batallando: ni ella ni yo queremos, ¡Jesús, qué horror!, que muera así; pero estos espíritus fuertes piensan que es una debilidad someterse a la piadosa exigencia de nuestra religión, y que basta con tener la conciencia tranquila. No basta, ¡qué ha de bastar! Francamente, Liberata   —151→   no sé qué espera; Hipólito se va, se va... Y yo no me atrevo a llamar a un sacerdote, porque no quiero exponer a Su Divina Majestad a un desaire; figúrense ustedes que llega el Sacramento con farol y campanilla, y esos señores de la biblioteca, dignos discípulos de su maestro, se escandalizan, y salen, se oponen a su entrada, hacen alguna barbaridad... y quizá el mismo Hipólito recobre el sentido por milagro, y se enfada y hace otra... ¡Ay! ¡qué conflicto! Traiga usted, señora. ¡Recen ustedes entre tanto por su alma!

Volvió a la alcoba de puntillas, y las mujeres se arrodillaron, entonando la primera salve del rosario. Llevaba María Cleofé el pomo salvador en la mano y lo mostró a misia Liberata, murmurándole al oído palabras que la diosa Razón no comprendía, seguramente, abstraída en hondo cavilar; porque, sin responderla, reclinó sobre la propia almohada del enfermo la cabeza, los ojos ya secos, olvidadas las manos de la cariñosa tarea de enjugar las gotas de   —152→   agua, y María Cleofé se apartó un tanto, asustada de la extraña transfiguración de la hermana... D. Hipólito, inmóvil, roncaba; en la sala cuchicheaban los visitantes; en el comedor rezaban las mujeres.

-¡Hipólito! -murmuró misia Liberata- ¿me oyes, Hipólito? Soy yo, tu mujer, que se atreve a hablarte, a insinuarte cosas que no se atrevería a insinuar si fueras tú el hombre fuerte de siempre, porque, sin duda, me harías callar con tu elocuencia, como otras veces. Pero, ¡tú estás malo!, ¡ay! se me antoja que muy malo, y ya ves que, no te lo oculto...! ¡Figúrate que Dios, nuestro Señor, ha dispuesto llamarte a sí, y te presentas a Él con esa mancha de la duda, única mancha de tu vida, y lo que creías obscuridad y caos es luz que te deslumbra! ¿Qué disculpa le darás, de haberle negado? Le mostrarás el saco de tus buenas acciones tan repleto, y Él te dirá: -¿Qué has hecho de la inteligencia que te concedí generoso? ¿En qué la has empleado? No en enseñar a que me amen, sino en extraviar a otras juveniles   —153→   para que también me nieguen. Pon el saco que traes en la balanza, y verás cómo no pesa más que una pluma... Hipólito, Hipólito, ¿me escuchas? Me parece que sí, ¡ojalá! Esto te dirá el Señor, y tú, ¿qué vas a contestarle? Tarde ya para el arrepentimiento, te impondrán el castigo que dan a los réprobos...

-Dios te salve... -susurraban las mujeres.

-Para evitarlo es que te hablo así -continuó la voz mansa y quejumbrosa- y te ruego que te limpies de esa mancha nefanda. ¡Si vieras de qué manera tan sencilla! diciendo con fervor: -¡Creo! creo en todos los misterios que he negado... Y luego, Hipólito, luego, llamando a un sacerdote que te absuelva... ¡Sí, sí, a un sacerdote! ¡Yo te lo pido, te lo ruego yo, la mujer que ha respetado tu conciencia siempre, pero que en esta hora solemne tiene miedo, mucho miedo, porque si el Señor ha ordenado que has de marcharte y me dejes abandonada y sola, déjame, por lo menos,   —154→   tranquila, convencida de que en la otra vida gozas de la vista de Dios. ¡Haber sido bueno, y estar expuesto a ser condenado como malo! Esto no puede ser, y no será, ¿verdad? ¿Me escuchas?

María Cleofé lloraba. Y el enfermo, como si realmente escuchase y la súplica le tocara el corazón, redoblaba el temeroso roncar, impotente para manifestar su voluntad, porque ni un músculo siquiera le obedecía.

-¡Verás de qué manera tan sencilla! -repetía la esposa-. Te dejas tocar por la santa mano del sacerdote y quedas ungido, la fea mancha desaparece, y entonces, entonces sí que puedes presentarte delante de Él limpio de pecado. Con esto no sólo te salvas, sino que das un hermoso ejemplo a esos ilusos que aquí cerca asisten a tu agonía; les dices: «¡Engañado viví, y con mi falsa doctrina os engañé; pero muero creyente! ¡Creed también vosotros y perdonadme!» ¡Qué hermoso, Hipólito, qué hermoso! ¿No oyes? Es María Cleofé que   —155→   llora. Ella también tiene un santo que salvar, y le salvará; ¡vaya! ¡si es tan fácil, tan fácil! Voy a mandar por el sacerdote, ahí, a la capilla del Carmen: es ese señor tan bondadoso, que te saluda cuando te encuentra, el que asistió a papá... Es mi confesor, es un amigo de la casa... Irá Encarnación por él. ¿Verdad que no te opones? ¡Ay, te opones, te opones! ¡Has hecho una mueca! ¿Es desaprobación o dolor? ¡Hipólito, Hipólito!

Una mueca había contraído, en efecto, el rostro cadavérico del enfermo, que parecía llorar sus faltas horrendas, ahora que la mano piadosa no enjugaba las gotas de agua; acaso la voluntad aterida por la agonía, estremeciose al son de aquella voz amada que, junto al oído, implorábale dulcemente, y no pudiendo traducir la lengua su respuesta, con violento esfuerzo de los músculos pretendía expresarla; la mueca lo descompuso todo, el ronquido más lúgubre resonó en la garganta, y las dos mujeres, alarmadas, acudieron a él; María Cleofé   —156→   con el pomo destapado, pronta a verterlo copiosamente.

Entonces vieron que un rayo de inteligencia brillaba entre los párpados, casi entornados, y el brazo izquierdo, con grande trabajo, se levantaba, se levantaba, llegaba hasta el pecho, intentaba algo que no podía ejecutar, y a la vez que los ojos enviaban a misia Liberata un mensaje mudo, desplomábase a lo largo del cuerpo siempre inmóvil. ¿Qué quería expresar? ¿La opresión que sentía? ¿Calor? ¿Ansiedad?

-Llena eres de gracia... -decían las mujeres en coro.

Misia Liberata le desabrochó la camisa, primero el cuello, luego la pechera, temblándole los dedos... Y apareció sobre el seno del incrédulo, del filósofo, del libre-pensador, del ateo, un escapulario bordado, de seda roja y lentejuelas, con la cara de Cristo en realce y un letrero devoto en redor, emblema hipócritamente oculto, respuesta elocuente que la lengua paralizada no sabía articular.

  —157→  

Misia Liberata dio un grito; a María Cleofé se le cayó el frasco de las manos. ¡Alabado sea Dios! Se había salvado.



  —159→  
V

Contaba doña Orosia que cuando murió el doctor Andillo, sintiéronse en la casa ruidos de cadenas, carcajadas y sollozos subterráneos, porrazos y lamentaciones, semejantes a los que en toda conseja han de armar duendes, trasgos y encantados personajes; pero esto inventó la noble señora, sin duda, porque no estaba al cabo del interesante descubrimiento, que a la crónica fiel permite anotar entre los numerosísimos sectarios de la religión del por si acaso al filósofo de los Breves apuntes, y teníale, como la generalidad de las gentes, por el espíritu más despreocupado y sincero, masón y hereje hasta la punta de las uñas.

  —160→  

Tampoco debía de estarlo el autor anónimo de la Corona fúnebre, y si lo estaba, supo callarlo con la discreción requerida para que el héroe no sufriese menoscabo en su reputación, y fuera su nombre, en vez de enseña del libre pensamiento, ludibrio de los que le creyeron capaz de iluminar el misterio con el rayo de luz de sus doctrinas.

Lo que debió de oír doña Orosia, y a esto hay que atribuir su error, abultado por las circunstancias, fue ciertos gemidos que en una pieza de los Duseuil, vecina de la suya, resonaban sordamente; pero no era ni diablo, ni enano, ni ser sobrenatural quien los daba, sino el propio Juanillo, tumbado en el catre fementido de marras, con los dos puños sobre los ojos y babeando toda la hiel de sus recónditos pesares, hasta caer en el sopor que la misma violencia del dolor produce al fin, y soñar que, dormido sobre una almohada de rubias panochas, al pie de una escala tan brillante como la de Jacob, veía bajar por ella una   —161→   mocita de melena blonda, al dulce son de guzlas y salterios.

Entretanto, enterraron a D. Hipólito con mucho aparato, y pasaron de ocho los oradores que desfogaron su elocuencia sobre su tumba, y, calentito aún el muerto, La Opinión y El Cotidiano abrieron sus amplias columnas para la subscripción nacional en favor de su estatua, y se nombraron comisiones; muchos señores de la clase de incógnitos, ganosos de aparecer en letras de molde, ofrecieron donativos, y en poco tiempo estuvo a dos dedos de su realización la extraordinaria idea de labrar en mármol la figura del doctor D. Hipólito Andillo, cuando aún esperan honra semejante tantos y tantos próceres de fama inmortal... Afortunadamente, algo más práctico hicieron los amigos organizadores de la subscripción: negociar en el Congreso una pensioncita para la viuda inconsolable, pues aunque en los largos años de cátedra percibió el doctor Andillo sin retraso su dieta, y la nación no le era deudora de un solo centavo,   —162→   sino la ley, obligábala a pensión forzosa la mala costumbre.

No quedaba misia Liberata en la indigencia, ni mucho menos. De lo que producía la casa, la mitad tenía que dar a María Cleofé, pero ésta declaró que no quería más dares ni tomares, renunciando en obsequio de la hermana cuanto la correspondía, y añadiendo de su peculio una cantidad mensual, que costó los imposibles hacer aceptar a misia Liberata. Después vino la pensión del Gobierno, y con esto y lo otro la viuda tuvo para algo más que para alfileres; y sin el obligado recogimiento y su modestia inveterada, pareciera más boyante que en vida de D. Hipólito. Poco se le figuró aún a la de Patrick estas larguezas suyas, y quiso llevarse consigo a la hermana: viudita de tan buen ver, antojábasele expuesta, si no a peligros, a muchas habladurías en la soledad del caserón, entre la dudosa mezcla de inquilinos desconocidos.

Porque, excepción hecha de los Duseuil, el mismo día del entierro del doctor Andillo   —163→   abandonaron sus cuartos respectivos los Barbados y Franz Blümen, en procesión que fuera alegre si el doloroso acontecimiento lo permitiera, con tanto cachivache, tanto arcón y tanto lío, que nadie que les vio llegar, les reconocería al salir; y también se marchó Juanillo Duseuil, con un maletín de viaje y el insoportable fardo de su pesadumbre, a cuestas.

Las dos piezas que dejaron desalquiladas los Barbados, las ocupó luego un matrimonio italiano, y un tallista, italiano también, tomó la modestísima de Franz, gente muy honrada al parecer, pero desconocida, y para María Cleofé de ninguna confianza; así, insistió en lo de recoger a la hermana en su casa, ofreciéndola un departamento aislado, independiente, libre de ruidos y de todo género de molestias, donde podía estar sola y acompañada, según el humor del momento, insistencia remachada por Mr. Patrick, con tan abundante sinceridad y toda la fuerza de sus graciosos infinitivos, que misia Liberata no dijo que sí,   —164→   pero tampoco repitió que no. Seguían en misia Liberata las resoluciones, la misma evolución pausada y metódica que la fruta en el árbol, sujeta a la ley ineludible del crecimiento y de la madurez; tal vez los consejos, como ciertos procedimientos del agricultor, podían acelerar aquella, pero nunca se decidía por un extremo antes de discutirle en su interior concienzudamente, con aquel frío razonar suyo, extraño en mujer joven y guapa; no de otro modo dio el sí al que fue su marido, favoreció las pretensiones del que lo era de su hermana, ni se resolvió a dejar el caserón, casos todos trascendentales en su vida. Después de muchos meses de encierro y de doloroso silencio, anunció a María Cleofé que consentía en marcharse con ella, pero que antes era menester arreglar la manera de que el por todos conceptos grato hospedaje no se convirtiera para ella en insufrible y humillante dependencia, y el mejor arreglo parecíale, a fin de evitar desagrados futuros, dar tal cantidad mensual, que con su pensión y   —165→   la renta de la casa, bien podía hacerlo sin apuro. Protestó María Cleofé y amenazó con ofenderse profundamente, burlándose de su exagerada delicadeza, llamándola melindrosa y otros motes, que no convencieron a misia Liberata; y por no echar a perder la negociación, hubo de aceptar el pacto, contentísima al cabo de tener junto a sí a la hermana querida, para quien guardaba buena parte de los dulzores de su excelente corazón.

Esta resolución de misia Liberata traía aparejada otra, objeto también de largas reflexiones. Un día llamó a Duseuil y le hizo entrar en la biblioteca; estaba ella sentada junto a la mesa: vestía de riguroso luto, y por la grave seriedad de su actitud pareció a Max una hermosa estatua, puesta allí para llorar la ausencia de D. Hipólito, cuyo espíritu conturbado diríase vagaba aún, con aleteo de murciélago, por los ámbitos de la obscura habitación.

-Señor Duseuil -dijo la voz suavísima de misia Liberata-, ¿sabe usted para qué le llamo? Pues para esto...

  —166→  

Decidida a dejar la casa y a buscar el arrimo de la hermana, porque su juventud no la consentía, a los ojos de la sociedad, la independencia que la otorgaba la viudez, con harta tristeza suya, había pensado en que él, obrero honradísimo y económico, podía quedarse con la finca, a título de inquilino principal, y subarrendar por su cuenta las piezas sobrantes. ¿Qué ventajas, sacaría él en el negocio? Primera, el excedente del total de alquileres, pues con lo que los otros pagaban pagaría él la locación de la finca, y quizás tendría libre de gastos las piezas que para sí se reservara; después, estas y las otras... No se explica un agente de negocios con mayor claridad, y las hermosas manos de misia Liberata acompañaban, con mímica expresiva, al gesto insinuante, a su voz de timbre musical y a los sentidos suspiros propios de su situación: sacó cuentas como una matemática, y asombró a Max por lo mucho que se le alcanzaba en floreos mercantiles. Con parecerle a Max el negocio soberbio, no se   —167→   atrevió a aceptarlo en redondo, y dijo que lo pensaría.

Esto significaba consulta previa con la mujer. Madama Clémence halló tan de su agrado el ofrecimiento y de tan grande provecho, que sin que discutieran ni poco ni mucho el cuánto, quedó todo arreglado en el día; en pocos más cambió de domicilio misia Liberata, y fueron los Duseuil dueños absolutos de la casona de Andillo.

Entonces se trasladaron del segundo patio al primero, y ocuparon las propias habitaciones de los amos: en la que fue biblioteca pusieron una sala muy cuca, y del tocador de la señora hicieron un obrador cómodo y lleno de luz; compraron para el comedor y la alcoba muebles de nogal y roble, colgaron en puertas y ventanas preciosas cretonas y yutes con viso de seda, oleografías y espejos de pasta en las paredes; la vajilla de loza trocaron por fina porcelana francesa, y como eran dueños de la cocina del fondo, tomaron criada que les guisara, una de allá, también normanda,   —168→   ¡Qué transformación! ¡Qué lujo! ¡Cómo lucía todo y cómo reflejaban las lunas la risueña y gallarda figura de madama Clémence y la bonachona de Max! La misma mère Celeste, encerrada en un cuadro dorado, sobre el orondo sofá de la sala, en el sitio que durante tantos años presidió el coronel Samponce, abría ojos tamaños de asombro. ¡Ah! ¡Si ella viviera, y pudiese catar la pobrecilla el dulce fruto de la prosperidad!

Nunca madama Clémence le saboreó, como ahora, en la meta de sus modestas aspiraciones: de ser ama de casa, tener sus comodidades, su pasar, y el porvenir seguro, en lo que cabe, dentro del limitado círculo que encierra a los humanos; nunca, ni cuando Max la anunció que Mr. Patrick le asociaba a su negocio, y contando las economías y echando cuentas se pasaron la velada por ver si era posible reunir lo necesario para realizar la combinación en proyecto: las sumas salieron más claras que la luz, pudo ostentar su hombre un galón más en   —169→   la manga de la blusa, y, sin embargo, tan grande como fue su júbilo, no llegó a serlo tanto como este de sentirse un poco menos obrera y un poco más señora, descansar a su antojo, sin temor de que se le pasaran las planchas o se la quemara el potaje, y tener autoridad para mandar, que es el del mando instinto poderoso también. Sidonia, traiga usted... Sidonia, lleve usted... Y estarse quietecita, mientras Sidonia va, viene, ejecuta, barre, friega, lava y guisa. Ya sus manos, encallecidas por las bajas faenas domésticas, no rozarían el mango de la escoba, ni la badila de las hornallas, ni se abrasarían con los ácidos de los jabones propios para el fregadero; tal vez, más tarde, como las cosas pintaran mejor, abandonaría su oficio de planchadora, porque Max ya lo había dicho: que si el negocio seguía prosperando, quería verla de señora, como la Fiorelli de enfrente.

Ella se miraba y remirábase en sus espejos, que lo menos cuatro tenía y de clase superior, despertada la coquetería señoril   —170→   con aquel cambio de situación no seguramente improvisado, por capricho de la lotería, sino ganado a fuerza de puño, en aquel largo dúo del serrucho del marido y de la plancha suya, dúo sostenido sin desfallecimientos. ¡Con qué tranquilo gozo podía sentarse ahora, cruzados los brazos, y echar la vista atrás hacia el camino recorrido desde que salió de la aldea con el miedo de lo desconocido! ¡Oh, América, tierra generosa, que no has menester de más abono que el sudor de la frente!

A madama Clémence le pareció que no se avenía ya con su nuevo carácter de inquilina principal esto de andar con la cesta de ropa en la cabeza, y tomó una oficiala, y luego otra: así no tenía que estar de la mañana a la noche encorvada sobre la plancha ardiente, doloridos el pecho y las espaldas; de maestra, vigilaba el trabajo de las subalternas, no hacía más que preparar el bórax a fin de regular la tiesura de la tela, y tenía tiempo sobrado para el grato mangoneo de su casa: limpiar con una gamuza   —171→   muy fina el roble y el nogal de sus muebles, quitar el polvo de repisas y frágiles chucherías con el plumerito rojo, porque Sidonia podía hacer alguna barrabasada; o contemplarlo todo, feliz con la posesión de aquel menaje, y la idea de que estaba dans ses meubles, suprema aspiración de la mujer hacendosa.

Algo más contribuía al mayor contentamiento de madama Clémence, y era haber logrado enderezar la torcida naturaleza de Juanillo, a fuerza de paciencia y de rigores, aquel Jean selvático, rebelde y vicioso; pero ¡cuánto trabajo la costó! ¡cuánto disgusto! Al principio, creyeron ella y Max que no sacarían partido del muchacho, y más de una vez, sobre la ya planchada pechera de una camisola cayeron lágrimas importunas, que estropearon la faena del día: todo resultaba inútil, lo mismo las bofetadas que los consejos, el internado en un colegio que la encerrona en casa, o los trabajos forzados en el aserradero; y de repente, el que comparaban a lingote de hierro,   —172→   por lo duro e inflexible, se convirtió en pedacito de cera, que a poco más se les funde entre las manos. ¿En virtud de qué influjo? ¿era el ambiente? ¿el ejemplo? ¿el espectáculo de aquel tole-tole comercial, la compra-venta elevada a la categoría de deidad, el Mercurio reinando y gobernando absoluto, inclinados todos sobre el yugo, inficionados todos del deseo de lucrar, todos absortos en la idea tiránica del medro y de la fortuna? Bien cerca tenía, por cierto, modelos que copiar, y se empeñó en imitarlos, con esa voluntariosa persistencia que era una de las grandes fuerzas de aquella almita, y que hacía decir a madama Clémence:

-Este lo mismo podrá ser un hombre de bien, que un pillo; que se le ponga en la cabeza, y punto concluido.

Felizmente, gracias a misteriosa influencia, optó por lo primero, y se metió con pie firme en el buen camino. Fue dormilón, y se hizo madrugador; irrespetuoso, y se puso un candado en los labios; callejero,   —173→   y no salió ya de casa... ¡Vaya, que quien le había convertido buenas manos para convertir tenía! Mejor no lo hace el más elocuente fraile descalzo. Y que la cura iba de veras probábalo su afán en el trabajo, el porfiado plantón debajo del cobertizo, entretenido en la enfadosa tarea de contar sacos, del alba al anochecer, sin que se le oyeran protestas; quejas sí le oían los hermanos, pero producidas por la creencia de que aquello no le daría bastante para llegar a rico en breve tiempo, y que aun en el supuesto de que algún día Max sustituyera a Mr. Patrick como patrón del aserradero y ocupara él la plaza de Max, a buena hora vendrían las mangas verdes, que no serían pocos los años que habríanle caído encima.

La intervención de monsieur Fossac calmó a tiempo sus cavilaciones y alentó sus esperanzas. Este monsieur Fossac era un lionés de muy buena sombra, secretario de L'Union Ouvrière y segundo redactor del veterano periódico Le Coq Gaulois, ligado   —174→   a los Duseuil por amistad de larga data, argentino naturalizado, entusiasta de su nueva patria, sin que esto fuera óbice a que el afecto de la otra se mantuviera ardiente y lo expresara con aquella viveza que, así en su conversación como en los gestos de su cara mofletuda y en los ademanes de sus brazos cortos, chispeaba y se encendía al solo nombre de la hermosa Francia lejana. Pues este monsieur Fossac tenía un hermano agricultor allá en Santa Fe, y puso toda su buena voluntad para que consintiera la pareja normanda en confiarle el muchacho, y vencida la resistencia de madama Clémence, que a Max el proyecto encantó desde luego, él mismo le llevó a la colonia, le instaló en la heredad del hermano, recomendándole y sermoneándole paternalmente, y cada mes venía tres veces por lo menos a la calle de Charcas con carta, ya del Fossac mayor, ya de Juanillo.

-Chère madame, cartita tenemos: el chico está como un pino de sano, de alto y de robusto; lea usted. Ha hecho ya una   —175→   siembra de maíz y de trigo. La vida de campo le sienta a maravilla y dice Jean Pierre que será uno de los mejores colonos.

Sí, así lo decía Jean Pierre, el Fossac mayor, y lo confirmaba Juanillo en cartas respetuosas, comedidas, impregnadas de entusiasmo: trabajaba mucho, no jugaba ni bebía; como la langosta no viniera, la cosecha sería opima, porque el trigo estaba ya granado y los maizales soberbios. Concluía el año con tanto y cuanto de reserva, y el próximo tendría más, mucho más, y lo primero que pensaba hacer ¡cosa más fácil! era comprar una hectárea y luego edificar una casita de ladrillo, con techo de pizarra, jardín y bastantes arbolitos en contorno que la asombraban poéticamente, como en los nacimientos. Por eso se levantaba tan temprano, y cumplía los deberes que el señor Fossac le había impuesto, vigilando los peones, los ganados y las diversas operaciones agrícolas, con severidad igual a la que los hermanos le aplicaban cuando él no era   —176→   el hombre de ahora. El sol le había quemado bastante y el bozo rubio que trajo era ya bigotillo de retorcidas guías: no le conocerían de cambiado que estaba. Iba todos los domingos a la iglesia del pueblo, y oía misa con grande compostura. Leía en los ratos de ocio, porque un rico que no sabe nada es semejante a un burro cargado de oro... Les extrañaba mucho, pero poco a poco se hacía al necesario destierro... Así sucesivamente, en cada carta, ora tristón, ora alegre, siempre seguro del porvenir y de sí mismo. ¡Qué proyectos y qué cuadros de vida aldeana sabía pintar con un rasgo de pluma, sencillo y encantador! Era para irse a la colonia María Luisa, a hacer de pastorcitos y dejarse abrasar de aquel sol vivificante, que así fortalecía el cuerpo y sanaba el alma.

Eso sí, como coletilla de cada carta venía una postdata preguntando: «Dites-moi, ¿qué es de los Barbados y de Tito?..». Sólo a Tito nombraba, pero advertíase que por Tito únicamente no se interesaba tanto. Y   —177→   madama Clémence con estas noticias halagüeñas, mientras el amable mensajero, cuya obesidad le mantenía en un sillón de la sala hiposo y sin alientos, sonreía mostrando las encías:

-¿Qué tal, chère madame? ¿No os lo decía yo? Lo que Jean necesita es aire libre, rienda suelta, alejamiento... Ya le tenemos agricultor hecho y derecho. Lo demás vendrá por sus cabales ¡sacrebleu!

Sí que vendría, Dios mediante, como tantos beneficios habían venido en el curso tranquilo de los años, sin que las pestes y fieros males políticos que en dos o tres ocasiones desolaron la capital les perjudicara, ni en la salud ni en la hacienda. Seguramente la madre Celeste, que fue una santa, pedía al Señor en el Paraíso por sus nietos, y el Señor la prestaba oído bondadoso. No tenía ojos monsieur Fossac para ver que en aquella casa la prosperidad y la felicidad, dos hermanas gemelas que rara vez andan juntas, habitaban en dulce paz ¿pues no era un favor del cielo?... Estas y   —178→   otras manifestaciones de la exuberante normanda, que las decía con fervoroso convencimiento, elevando sus brazos robustos, de encarnación pronunciada, dignos del pincel de Rubens, merecían del Fossac menor afirmativas cabezadas, síes entusiastas que hacían temblar su adiposa cubierta.

-¿Y yo, chère madame? Pues, ¿y dónde me deja usted a mí, que llegué a esta bendita tierra con una mano atrás y otra delante, palabra de honor? No soy rico, pero tengo un nombre, una posición y una mujercita del país, que vale un reino. Vaya, que si carnes he echado, buen pelo me luce, y si no a la vista está.

Otra vez mostraba las encías y hasta la redonda lenguaza, de sano color rojo. Y en esto entraba Max, que era la de las dos la hora del mate y él lo prefería al té y al café, cebado de manos de su mujer, al uso de la tierra, dentro de la curada calabaza; es decir, llena ésta hasta poco más de la mitad de buena yerba paraguaya, después de encajada la bombilla, un terrón de azúcar   —179→   quemada y la suficiente sin quemar, a gusto del consumidor, un chorrito de agua fría primero, y luego el agua caliente, que se desborda en verdosa espuma... Y con las buenas noticias, la regocijada charla del periodista y el substancioso chupar de la bombilla tenían para buen rato de tertulia. Monsieur Fossac, por aquello de que escribía para el público y estaba al corriente de chismes sociales y enredos políticos, traía arsenal bastante a llenar la mejor gacetilla; y como de la marcha administrativa dependía el progreso de la República, sendos turnos consumía y mates repletos y espumosos discutiendo los últimos proyectos del ministro de Hacienda.

Max le oía con profundo interés, rozando con el dorso de la mano los recortados bigotes, y calurosamente expresaba la unión de su espíritu al del país hospitalario. Relucían sus ojos azules, y el gesto de energía hermoseaba su varonil semblante.

Por las noches, en la tibia intimidad del comedorcito burgués, mientras Sidonia servía   —180→   las abundosas fuentes y madama Clémence escuchábale mirando sus manos, que la ociosidad y la pasta de almendras suavizaba poco a poco, sueños soberbios, de fortuna y de poderío, agitaban al obrero, la vista fija, al través de los vidrios, en la masa de vigas del aserradero vecino... La acostumbrada lectura del periódico francés, al final de la comida, sobre el tapete de terciopelo de lino, colocado en el centro de la mesa el jarrón con flores siempre frescas, le distraía luego y transportaba, de un aletazo de la imaginación, al otro mundo, a Europa; sus nervios se calmaban, embargábanle los dulces recuerdos de la patria.

-¡Anda! ¿Sabes lo que ha ocurrido en el Havre?... Y en Marsella... También en Lyon... ¡Este París! Mira tú que París... ¡Tiens! ¡Tiens!

Madama Clémence, recostada en la mecedora, hacía crochet o repasaba la ropa, y soltaba exclamaciones: ¡ah! ¡oh!... interrogando al lector, emocionada ella también, de viaje imaginario por allá, como el   —181→   marido. El Havre ¡ay! ¡no verían más, no, el hermoso puerto normando! ¡Volver! Vendidas la parcela de terreno y la casita, muerta la madre Celeste, olvidados de todos los amigos, eran ya extranjeros en la aldea: los perros saldrían a ladrarles y los vecinos les mirarían con desconfianza. El hogar que se abandona es como chimenea a la que deja de echarse leña: se apaga, se enfría y tan sólo guarda cenizas, las del recuerdo. Ahora, el fuego le tenían encendido en argentina tierra, y por atizarle se estrechaban en su torno cada vez más, unidos ambos por el amor y el trabajo... La joven, melancólicamente, volvía del lado de Max la cabeza, cuyos cabellos, de ese rubio de ocre que más tarde la moda había de imitar con desvergonzadas tinturas, brillaba a los reflejos de la luz, y preguntaba:

-¿Verdad, Max? ¿Qué haríamos nosotros en la aldea? ¡Morirnos de tedio! Más pena que alegría sentiría yo de volverla a ver... ¡Esta es ya nuestra patria, Max! Trasplantados aquí y arraigados, si nos   —182→   arrancara de nuevo el destino, nos secaríamos miserablemente... ¡C'est comme çá!...

A veces, en la noche de algún domingo, sorprendíanles de sobremesa las dos Barbados, madre e hija, tan compuesta doña Orosia y tan espigada y guapísima Crescencita, que metamorfosis igual, al que las conoció en los albores de su trabajosa vida bonaerense, dejaría turulato sin remedio. No porque trajeran sedas ni perendengues costosos, sino por el aire aristocrático con que sabían ambas llevar la lanilla de motitas y el velo de blonda, aire de familia que, si nunca perdió la dama gaditana, algo echábanle a perder los pingajos y la mugre propios de las faenas a que se dedicaba antaño; no traían, pues, más que el aseo y el atildamiento de la medianía, y además, doña Orosia, un broche de oro con el retrato de D. Rufino, que tapaba y descubría, a voluntad, un diminuto abanico de esmalte, alhaja redimida, sin duda, de las penas de la pignoración. Parecía que la mano de gato, de que siempre abusó la mamá, se   —183→   empleara ahora discretamente, o quizá el almidón de entonces habíase convertido en fino polvo de arroz, que en vez de revocar, aterciopelaba la piel y la asemejaba a la corteza de los melocotones; pero en quien los modestos arreos, como flor que no ha menester de búcaro precioso para regocijar la vista y transcender el perfume, destacaban la belleza en capullo, era en aquella Crescencita, la chiquilla de la máquina, desgreñada madrugadora, que antes daba aceite y brillo a Singer, que toda el agua y el jabón que demandaba su graciosa personita, y vémosla después del trasplante a la calle de las Artes, con el cabello lindamente alisado y trenzado sobre la espalda, un manojito de rosas en cada mejilla, y las que fueron líneas indecisas, curvas y redondeces divinamente plasmadas por la diosa Pubertad.

Sentía madama Clémence, cuando entraban sus antiguas vecinas, la pícara comezón de la vanidad, el malsano apetito de darlas en las narices con el relativo lujo,   —184→   que a ella se le antojaba superlativo, de que disfrutaba; y no paraba de llamar a Sidonia, de ordenar a Sidonia, de regañar a Sidonia, trayendo a la muchacha al retortero y descubriendo sus torpezas con impertinente pesadez... O ya abría el chinero de par en par, porque aparecieran a la vista las bien surtidas alhacenas, de porcelanas, de cristales, de fiambres y de compotas; encendía las dos lámparas de la sala, y delante de cada espejo obligaba a las visitas a hacer una estación admirativa; invitábalas a palpar la colcha de la cama, para convencerlas que era del tejido de lana más fino; registraba los armarios y exponía su abundante ajuar, ponderando ella misma la calidad, el color y el precio. De suyo encarnadota siempre, la natural vanidad femenina satisfecha la animaba doblemente, y se sofocaba, enmudecía al fin por la emoción, diciendo sus ojos violados a las claras:

-¡Pásmense ustedes! y revienten de envidia.

  —185→  

¡Qué había de pasmarse doña Orosia, ella que tuvo casa en Arcos! Al contrario: parecíanle muy cursis los alardes de madama Clémence, y se limitaba a otorgar el visto bueno con equívoca sonrisa.

-¡Sidonia! -clamaba en esto la normanda- venga usted; recorte la mecha de esas lámparas, que atufan la casa: diga usted a las oficialas que se marchen... ¡Qué criados! ¡Nunca puede estar una bien servida!

Max intervenía alegremente para preguntar a la de Barbado qué tal andaba el negocio, qué era de D. Rufino y de Blümen, si se vendía mucho, si se ganaba más... Y tocaba entonces el turno a doña Orosia de esponjarse, toser, crecerse y provocar la admiración de los oyentes, enviando a madama Clémence miraditas de desafío:

-¿Qué dices tú de esto? Abre la boca y quédate como papamoscas.

El negocio marchaba sobre ruedas, después de tal cual tropiezo y probable atascamiento, difíciles de evitar en toda empresa   —186→   nueva: se trabajaba, se vendía, se pagaban las trampitas, y como la clientela aumentaba y el artículo estaba hecho, pudieran limpiarse de polvo y paja las ganancias y los cimientos de la tienda serían inconmovibles. Aspiración suya y de todos, a la que todos prestaban mano solícitos, cada cual en su esfera y según sus fuerzas: D. Rufino y Blümen, comprando materiales, buscando al género pronta salida, echando cuentas claras y afirmando relaciones en la plaza; ella y Crescencita, pegadas al mostrador el santo día, vigilando y ayudando a las oficialas, pescando con el anzuelo de su sonrisa a los compradores. Eran muchos los jóvenes de la aristocracia que iban nada más que porque les probara los guantes Crescencita, y la Ciudad de Cádiz se había puesto de moda, al punto que hacían cola los coches delante de la puerta. Se trabajaba, sí, sí, y se vendía la mar. Ya D. Rufino y Blümen tenían el pensamiento de abrir una sucursal en el centro, en la calle Florida, si posible fuera, con anaqueles de roble,   —187→   espejos y terciopelos. Pero antes había que pagar íntegramente el préstamo a los mostachos color de limón, y al Banco de la Provincia, porque «la fe comercial es lo primero».

Rascábase la monda barbilla D. Rufino y con los tres pelos bismarckianos agotaba las conferencias. La ambición de ir más allá, salvadas las primeras piedras y adquirida la velocidad del poderoso empuje, escocíale y no le dejaba parar. Pero la prudencia y la cachaza de Franz le sujetaban. Excelente socio este germano frío, máquina de hacer números, mudo, sordo y ciego mientras no se le tirara de la cuerda correspondiente a cada sentido, como a pelele de madera, que mueve los brazos y piernas, rueda los ojos y saca la lengua a voluntad de la mano ajena. ¡Qué hombre, Señor, qué hombre! Doña Orosia dudaba que allí dentro hubiera algo parecido a alma, ni otra cosa que no fuera paja o estopa. Porque cuidado que todo en él figuraba efecto de autómata, lo mismo los movimientos que   —188→   las palabras, secreto girar de muelles y de resortes que producía la voz y el juego de los músculos... En fin, ellos, los Duseuil, le conocían bien a fondo, y comprendían de qué grande utilidad un hombre de estos resulta para una empresa cualquiera que se inicia y ha de ser dirigida por otro de genio tan vivo y de sangre tan andaluza como D. Rufino; usando de una comparación poco culta, pero propia, de doña Orosia, Franz venía a ser para D. Rufino lo que al potro arisco la manea, que le ata y no le deja andar sino a saltos.

Lo cierto es que, tirando el uno y aflojando el otro, la tienda se acreditaba, y en un par de añitos, libres de la carcoma del préstamo, podrían desplegar las velas sin temor alguno; tira y afloja que, aun a los que conocían los respectivos caracteres de los dos socios, chocaríales de seguro, porque, en realidad, ni la viveza de genio de D. Rufino llegaba a la intransigencia, ni la pachorra de Franz a la anulación de toda iniciativa. Aquí doña Orosia tosía más   —189→   fuerte y velaba misteriosamente la voz...

     De cierto tiempo acá, parecía que andaba más taciturno el germano: comía con ellos, y en la mesa suspiraba mucho, bebía poco y hablaba menos, menos que lo que comúnmente tenía por costumbre; luego, apenas salía; se pasaba encerrado en su cuarto las horas que su deber le libertaba del plantón en la tienda o del callejeo ordinario.

Los tres pelos que en lo más alto de la frente, cruces de aquel calvario, mostrábanse enhiestos, pronto quedarían como enseña de la fenecida cabellera, porque, devorando sin duda por el fuego de la reflexión, el cráneo desnudábase del capilar adorno, y hasta el mismo occipucio aparecía ya con un cerquillo ralo y vergonzante; los ojos se le avejigaban cada día, y dijérase que los dientes le crecían, porque doña Orosia nunca le vio dentudo... ¿Qué tenía Franz? Quebraderos de cabeza comerciales no serían, porque andaba el negocio como una seda; mal de amores, quizá. Madama Clémence   —190→   se reía. ¡Enamorado Franz! ¡Si era un témpano de hielo el pobre joven! No servía el Bismarckito para el caso, y se le antojaba tan tímido que, sin temor, le metería el dedo en la boca, segura de no ser mordida, a pesar de sus espantables colmillos. Como que no era sangre lo que henchía sus venas: era horchata de chufas. Y la de Barbado protestaba:

-Sí, ponga usted el tempanito cerca del fuego, y verá si se deshiela y liquida completamente. Cuando yo lo digo, madama...

-¡Ah! cerca del fuego -repetía la normanda, mirando de soslayo a Crescencita y creyendo comprender-; puede que sí... Mire usted, desisto de hacer la prueba, porque seguramente me mordería.

Crescencita no manifestaba emoción alguna, sonriendo inocentemente. A veces bostezaba, poniendo en la boca la mano pequeñita, tan bien enguantada, que era éste el mejor pregón de las excelencias de la fábrica gaditana. Sólo cuando la cháchara llegaba a un punto obligado y cierto nombre   —191→   rodaba en todos los labios, los dos manojitos de rosas palidecían. ¡Jean! ¿Qué es de Jean? ¡Pero si está tan guapo Jean!

¡Jean! Quedábase Crescencita pensativa, los ojos abiertos y fijos en el vacío. Recordaba que el día del entierro del señor catedrático, el chico de los Duseuil, al que hacía tiempo notaba tristón y preocupado, se topó con ella en el zaguán y la dijo confusamente muchas cosas, acaso las mismas que en las leyendas suelen decir los caballeros que van de aventura, a matar algún mal gigantazo o acometer otra mayor empresa y peligrosa, apretándole con tanta fuerza la mano, que ella chilló, y hasta se enfadó porque la entretenía demasiado. Después, con la revolución de la mudanza y las atenciones de la tienda, no se acordó de Juanillo para nada, y sólo cuando ya la costumbre borró el encanto de la nueva posición, el pensamiento echó de menos al amiguito de la calle de Charcas, al simpático mirón de la huerta, que no estaba allí cerca para verla que mañosamente pespunteaba   —192→   los guantes, cómo sabía vender y atraer la parroquia, y qué maja se había puesto; para enseñarle el vestido de los domingos, y el sombrero, y la casa que tenían, tan distinta de la otra. ¿Por qué se marcharía tan triste, Jean, puesto que iba a ganar también mucho dinero? ¿Por qué la apretó la mano y la dijo esas cosas? Pero ¿qué cosas dijo? Crescencita sentía honda emoción, y se ponía muy colorada, y luego pálida, muy pálida... ¡Vaya! Que si el pequeño Duseuil volvía, había de prohibirle que le apretara la mano. ¡Valiente borricote! Como que se la dejó dolorida... ¡Ojalá viniera pronto! Porque era mucha lástima que no la viera con el sombrero puesto y el traje azul de rayitas color de oro...

D. Rufino, el gran D. Rufino, un don Rufino en nada semejante al buhonero antiguo, si no es en la figura espigada y en lo lampiño del rostro huesoso, vestido de paño casimir, planchada camisa, corbata de seda, hongo y junquillo, llegaba después de   —193→   las diez a buscar a su mujer, porque el camino era muy largo y la soledad de las calles muy peligrosa para la honestidad que anda sin la masculina custodia, impuesta no sé si por las buenas o las malas costumbres. Llegaba D. Rufino, y había que oírle sus disquisiciones económicas, no seguramente de palabras; pues él todo se lo sabía, lo estudiaba y lo resolvía con abundancia tal de hábiles expedientes, que más que tocar el clarinete en Arcos (con perdón de doña Orosia) debió de ser alto empleado de Hacienda o algo parecido. Doña Orosia hacía guiños, que significaban:

-¿No les decía a ustedes que sin el freno del Bismarckito nos tumba y descalabra?

Tanto hablaba D. Rufino, exponiendo la balumba de proyectos comerciales que a diario se le ocurrían, de empresas gigantescas, ya ferroviarias, ya industriales, producto del ambiente en que vivía, que, al cabo, sentábase cansadísimo, como si la cima de la montaña hubiera hollado, soltando   —194→   la piedra enorme que cargaba sobre los hombros. Max le miraba sonriendo, y él adivinando el sentido de la sonrisa enigmática, decía:

-Que no hemos llegado a la mitad del camino, lo sé, amigo Duseuil, ¡no he de saberlo! Pero ¿qué diablos tiene esta atmósfera americana que así nos pone los nervios, nos excita y azuza, empujándonos a todos a la conquista del oro? Cuanto más se adquiere más se desea, y a todos los que de fuera venimos se nos mete entre ceja y ceja que hemos de ser por fuerza Patricks y Fiorellis. ¿Por qué no?

Y se callaba, acariciando aquella idea extraordinaria de la metamorfosis soñada, en que del Barbado gaditano, gracias al influjo del ambiente y a la virtud del trabajo, no quedase molécula siquiera, hombre nuevo de los pies a la cabeza. También callaba Max... Y entre tanto las mujeres se despepitaban charlando, y la pacienzuda Sidonia taconeando andaba por el patio, en cumplimiento de órdenes, siempre repetidas   —195→   y nunca cumplidas al gusto de madama Clémence.

El que no venía de visita era Tito. Según doña Orosia, se comía los libros, y ahí se quedaba en su cuarto devorando los textos con glotonería alarmante. Habíase puesto paliducho, acaso del crecimiento, del excesivo estudio y también de la encerrona, porque hecho a la vida callejera, el sol y la lluvia le sentaban mejor que la quietud de la escuela y de la casa paterna. Pero él no quería pasear, no quería perder el tiempo jugando a la rayuela o a las bolitas, y todo el dinero de su hucha gastábalo en libros. De seguir así, iba a ser un Salomón.

Pues, ocurrió una vez que D. Rufino dejó de venir a buscar a doña Orosia y a Crescencita, y como pasaban de las once, madama Clémence y Max brindáronse a acompañarlas; estaban a fines de octubre y la noche era deliciosamente estival. Dejaron a las dos Barbados a la puerta de la tienda, y por las calles solitarias, muy arrimaditos, como en sus paseos de novios, volvieron   —196→   paso a paso; salían tan poco de noche (porque Max, en comiendo y leyendo su Coq, se acostaba o se marchaba él solo a encerrarse en la biblioteca de L'Union Ouvrière), que aquella caminata al través de la gran ciudad dormida, en medio de la atmósfera tibia y del silencio, sabíales a picante calaverada, y la voz de Max, en el oído de madama Clémence, sonaba dulcemente, lo mismo que cuando en la aldea la dijo la primera palabra de amor. Pero no era amor lo que Max declamaba, sino sus sueños de riqueza, con el acento entusiasta que prestan el convencimiento y la propia confianza:

-Ayer le oí decir a Mr. Patrick que estaba cansado y que, año más año menos, traspasaría el aserradero. Cuando ese día llegue, creo que tendré bastantes economías y sobrada audacia para decirle: Mister Patrick, el aserradero es mío; aquí entrego la parte que a usted le corresponde. ¡Mío el aserradero, mío! ¿Te das cuenta, Clémence, de lo que esto significa? Para   —197→   darte cuenta cabal, acuérdate de la noche de nuestra llegada, una noche como esta, acuérdate de nuestra primera conferencia con aquel excelente doctor Andillo, pidiéndole rebaja del cuarto y exponiéndole nuestra pobreza... Tengo, como Barbado, llena la cabeza de proyectos; sin duda, lo da la tierra. Mira, hace un mes compré un terreno, ese vecino de la Chacarita, y le he vendido ganando el treinta por ciento; ahora, con Mr. Patrick, compraremos otro para especular, y seguramente ganaremos un cincuenta... Siento fiebre, la fiebre de la impaciencia. ¡Ah! el día que el aserradero sea mío...

Volvieron la esquina, y apareció el largo paredón de Patrick, junto a la cerrada casa de Andillo; Max tendió el brazo, y al oído de su mujer repetía:

-¿Ves? ¡Qué propiedad más hermosa! ¡Setenta varas de frente por setenta de fondo! ¡Algún día arrasaré esos muros y edificaré el palacio que tú te mereces, mignonne!

  —198→  

Madama Clémence sonreía, encantada. Él la cogió una mano y la advirtió áspera todavía y callosa; y como llegaran a la puerta, antes de llamar dio con el bastón un golpe sobre el escudo de hoja de lata que anunciaba la planchadora francesa a los transeúntes, le desenganchó de la escarpia que le sujetaba al muro y le presentó a su mujer como un trofeo:

-Clémence, la planchadora se ha mudado y no se sabe dónde... Hasta hoy me has ayudado con tu trabajo, y desde hoy no necesito sino de tu cariño. Mañana despides a las oficialas y cierras el obrador.

Cuando Sidonia salió a abrir, vio asombrada que madama Clémence lloraba, con la muestra en las manos...



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