Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


Lección XXIX

Orígenes del teatro español. -Dramas religiosos y disposiciones relativas a ellos. -Espectáculos escénicos de los juglares. -Representaciones dramáticas en los tiempos de D. Pedro I, D. Juan II y Enrique IV. -Influencia de estas representaciones en la secularización del teatro. -Primeros fundadores de éste: Juan del Enzina. -Gil Vicente. -Lucas Fernández. -Conclusión


El segundo de los dos grupos en que hemos dividido la poesía genuinamente popular de España durante la Edad Media, es la poesía dramática, género que es, sin duda, el que mayor boga alcanzó entre nosotros, y el que mejor ha reflejado el espíritu y el carácter del pueblo español, el cual mostró siempre por él afición muy decidida. Más culta y más expresiva la poesía dramática que el romance, con el que desde luego aparece unida en estrecho consorcio, adquirió en España en corto espacio de tiempo, tal desenvolvimiento y esplendor tan grande, que llegó a causar el asombro de Europa, la cual no pudo menos de mostrarse maravillada ante la esplendidez y grandeza con que a mediados del siglo XVI apareció revestido el Teatro Español.

Para poder apreciar bien los rápidos progresos realizados por nuestra literatura dramática y el valor inmenso de sus manifestaciones, necesitamos considerar los elementos primarios y constitutivos del teatro español; menester es que remontándonos hasta los orígenes de éste, sigamos la historia del arte que, conducido en su infancia por la mano de la clerecía y de los juglares, llega a producir obras tan espléndidas como las que han inmortalizado los nombres por siempre gloriosos de Lope de Vega y Calderón de la Barca.

Para determinar los orígenes del teatro español, como para hallar los primeros elementos dramáticos de las naciones modernas, es necesario recurrir a la Iglesia. «Las fiestas eclesiásticas fueron, en efecto, (dice Moratín en su Discurso histórico sobre los orígenes del Teatro español) las que dieron ocasión a nuestros primeros ensayos en el arte escénico; los individuos de los cabildos fueron nuestros primeros actores; el ejemplo de Roma autorizaba este uso y el objeto religioso que lo motivó disipaba toda sospecha de profanación escandalosa». Destruido por completo el grandioso teatro de los griegos y de los romanos, quedó en el pueblo la afición a las representaciones escénicas; y a pesar de que éstas eran condenadas por los Padres de la Iglesia, que las consideraron como restos del gentilismo, y de que Tertuliano llamó al teatro iglesia del diablo y privado consistorio de la impudicia, la verdad es que el clero, bien por aumentar su influencia, o ya porque habiendo tenido una gran participación en la ruina del teatro antiguo, quisiera congratularse con el pueblo, sustituyendo a aquél con otras fiestas que halagasen el gusto popular, introdujo en las ceremonias del culto cierto elemento dramático, representaciones verdaderamente escénicas, que han dado lugar a la opinión muy admitida de asignar al teatro un origen religioso, y a que se tenga como verdad inconcusa la afirmación de que el drama ha nacido en el seno de la religión y ha vivido por largo tiempo bajo el amparo de las bóvedas de los templos388.

Testimonio de esto que decimos son las representaciones de los misterios de la religión, que, siguiendo las antiguas tradiciones litúrgicas, se hacían en las iglesias de España en el siglo XIII. Empiezan estas representaciones con las fiestas de Navidad o de la Nacencia de Nuestro Señor, con las de los Tres Reyes Magos y con las de la Resurrección, todas las cuales se mencionan en las Partidas389. Entre el ritual de la catedral de Gerona, no sólo se encuentran las representaciones de Navidad, del Martirio de San Esteban, de Las Tres Marías y otros asuntos religiosos, sino que consta que al aceptar los canónigos sus cargos se obligaban a representar en la mañana del primer día de Pascua el drama que lleva el último de los títulos citados. Asimismo consta que la fiesta llamada del Corpus Christi, instituida por Urbano IV en honor de la Eucaristía y celebrada en casi todos los países con representaciones dramáticas, tales como la del sacrificio de Isaac y el sueño y venta de José, se solemnizaba en dicha catedral con gigantones y otras ridículas figuras. Otras fiestas de esta clase, como las farsas burlescas que se representaban el día de Inocentes con este mismo nombre, y la del Obispillo, que tenía lugar en las Vísperas de San Juan Evangelista, atestiguan la existencia e importancia del teatro litúrgico, cuyas representaciones, mudas o pantomímicas unas veces, puestas en diálogo otras, y sujetas siempre a formas dramáticas, provienen de las costumbres gentílicas, empiezan a manifestarse mediante el canto y la danza que acompañan a las ceremonias del culto, y son después conocidas con el nombre de misterios.

No cabe duda que en semejantes representaciones hubieron de introducirse abusos de índole grosera, que no pudieron menos de llamar la atención de los Concilios y de la Ley. Las Partidas nos enseñan que en las iglesias se ejecutaban «muchas villanías et desaposturas» indignas de la casa de Dios, así como que fuera de su recinto se hacían otras representaciones que eran llamadas juegos de escarnios, que no debían hacer ni presenciar los clérigos. Nos referimos aquí a la Ley 34 del título VI de la Partida primera, por la cual, no sólo se viene en conocimiento de que a mediados del siglo XIII eran frecuentes en España las representaciones de dramas religiosos y profanos y de que eran hechas dentro y fuera de los templos, así por clérigos como por legos, sino de que el arte dramático era considerado ya como un medio de vivir, y de que las piezas representadas no consistían sólo en mudas pantomimas, sino que también se recitaban.

Lo que acabamos de decir atestigua la existencia de otro género de representaciones escénicas extrañas a la Iglesia. La misma bifurcación que en todas las esferas del arte de Castilla hemos notado, durante la época que acabamos de recorrer, se manifiesta desde su comienzo en el teatro español. Si por un lado el sentimiento religioso produce las representaciones que hemos denominado misterios, por otro, ideas ajenas a la religión dan origen a las conocidas con el nombre de farsas o juegos de escarnio, puestas en escena en calles y plazas y en las casas de los señores por los juglares que hemos dado a conocer en la lección precedente. Ambos géneros de representaciones (las religiosas y las profanas), señalan evidentemente la mayor infancia del arte dramático; pero las últimas marcan a la vez el punto de que éste parte hasta llegar a emanciparse absolutamente del templo.

Dejando a un lado los juegos y espectáculos escénicos, así religiosos como profanos, que fueron representados en tiempo del Rey Sabio, necesitamos trasladarnos a la segunda mitad del siglo XIV y al reinado de D. Pedro el Cruel, para encontrar alguna composición que siquiera tenga visos de dramática390, siendo la primera que debemos mencionar la denominada Danza de la Muerte, atribuida, según en la lección XVI dijimos, al Rabbi don Sem Tob de Carrión, y que a juzgar por su índole, consideran algunos como destinada a representarse con canto, recitado, baile y música instrumental. En el mismo reinado, D. Pedro González de Mendoza, abuelo del Marqués de Santillana, escribió cantares escénicos y otras poesías de forma dramática, según atestigua su ilustre nieto. En 1394, un poeta valenciano (Mossén Domingo Maspous), escribió una representación alegórica para celebrar la coronación del rey D. Martín. En 1414, era festejado en Zaragoza D. Fernando el Honesto por su exaltación al trono aragonés, con un espectáculo alegórico, en que intervenían la Justicia, la Verdad, la Paz y la Misericordia, debido, según en la lección XX queda indicado, a la docta pluma del Marqués de Villena391. En este lugar de los orígenes de nuestro teatro, colocan la Comedieta de Ponza aquellos para quienes esta obra de Santillana es una representación dramática, opinión de que nosotros no participamos. Y puesto que nos encontramos ya en el brillante reinado de D. Juan II, debemos hacer mención de las fiestas que dio a este monarca en Tordesillas (1422) el Condestable D. Álvaro de Luna; fiestas en las cuales figuraron entre otros divertimientos las representaciones llamadas entremeses. Añádase a esto que, durante el mismo reinado, apenas hay noticia de festividad religiosa y regocijo público en que no figurasen misterios, farsas y momos, y que durante él fueron vertidas al castellano las diez Tragedias de Séneca, lo que es indicio de un nuevo rumbo dramático, y quedará probado que el arte escénico ganaba cada día terreno y ejercía un influjo que cada vez era más ostensible.

Estos son, en suma, los datos que para la historia de nuestro teatro arrojan los reinados de D. Pedro el Cruel y de don Juan II. En el de D. Enrique IV salieron a luz dos producciones que por lo que se aproximan ya al espíritu y carácter dramáticos, merecen particular mención: tales son las tituladas Coplas de Mingo Revulgo y Diálogo entre el Amor y un Viejo, impresas ambas en unión de las hermosas Coplas de Jorge Manrique.

Respecto de la primera, nada tenemos ahora que añadir a lo que en la lección XXIV dijimos.

Más carácter de composición dramática que ella tiene la segunda, también atribuida a Rodrigo de Cota, supuesto autor de las Coplas de Mingo Revulgo. El Diálogo a que nos referimos, tiene por objeto presentar la lucha de un anciano que en vano intenta resistir a las seducciones y halagos de Cupido. Metido en una pobre choza el Viejo, presentásele el Amor y a su vista exclama:


    Cerrada estaba mi puerta:
a qué vienes? por do entraste?
di, traidor, cómo saltaste
las paredes de mi huerta?
La edad y la razón
de ti me habían libertado;
deja al pobre corazón
retraído en su rincón
contemplar en lo pasado.



Entre ambos personajes se entabla animadísima disputa, de la que, como era de presumir, sale vencido el Viejo hasta el punto de rendirse a discreción, lo que da lugar a que el Amor se le burle en las barbas y le trate con no poca dosis de ironía, preguntándole después si cree que a sus años ha de ser feliz en amores. Esta piececita parece que fue destinada a la representación, para la cual no deja de tener condiciones, pues tiene hasta cierto aparato escénico. Su composición es ingeniosa y agradable, e influyó algún tanto en la creación del drama, que ya parece anunciar, como se observa viendo la semejanza que existe entre el Diálogo y algunas de las Églogas de Juan del Enzina.

Si a las producciones mencionadas se añaden diferentes diálogos dramáticos como el Debate de su corazón y su cabeza, de Cartagena; el de Alegría, y del Triste amante, de Rodríguez del Padrón; el Pleito que ovo con su amiga, de Juan de Dueñas; la Sepultura de amor, de D. Carlos de Guevara; la Sepultura de Macías, de Diego de San Pedro; los Requerimientos de amor a su dama, de D. Luis de Portocarrero y otros muchos que sería prolijo enumerar, debidos a Gualberto y Pedro de Santa Fe, a Mogica, Escribá, Farrer, Torrellas, Fenollar, Gazull y Moreno; si además se tiene en cuenta que por lo menos desde 1460, y según se ve en la Relación de los fechos del muy magnífico e mas virtuoso señor el señor don Miguel Lucas, muy digno Condestable de Castilla, se hacían ya fuera de los templos representaciones con rico y vistoso aparato, ciertamente no podrá negarse que la literatura dramática adquiría gran desarrollo durante el siglo XV, preparando así la creación del teatro, y revelando ya la rica originalidad que tanto distingue más tarde al ingenio dramático de los españoles.

También demuestran las indicadas producciones que la secularización del drama adelantaba camino, por más que todavía en el reinado de los Reyes Católicos prevaleciesen los géneros religioso y alegórico-moral; pero los abusos que antes de ahora hemos indicado proseguían a la vez, lo que dio origen a que se dictasen disposiciones contra las representaciones en las iglesias, según puede verse por el Canon del Concilio de Aranda (1473) y otras análogas. Mas semejantes abusos dejaban entrever claramente la completa ruina del teatro litúrgico y la formación del profano392.

Determinados así los gérmenes de la Dramática española, tócanos ahora tratar de los ingenios que acometieron primeramente la ardua e importantísima empresa de convertir en verdadero teatro todos los ensayos escénicos que hemos indicado. En las obras de dichos ingenios podremos observar una dirección determinada hacia la formación del verdadero teatro, y descubriremos una intención y un sentido dramáticos que auguran los días felices de que en la siguiente centuria goza la escena española.

El primero de nuestros ingenios, a quienes cabe tan señalada honra, es el aventajado poeta (de quien en la lección XXVI nos hemos ocupado), Juan del Enzina.

Aparte de las obras líricas de Juan del Enzina, que mencionamos en la lección precitada, las que mayor fama le han dado, sin duda por la novedad que entonces tenían, son sus composiciones dramáticas, que en número de doce ocupan la cuarta parte de su Cancionero. Llamolas él mismo representaciones, y por el respeto que profesó a Virgilio, designolas también con el nombre de Églogas. De éstas vamos a tratar ahora, y al efecto empezaremos por decir que se dividen en religiosas y profanas. Al primer género corresponden las escritas para ser representadas la noche de Navidad, las de la Pasión y Resurrección de Cristo y otras. A la segunda clase pertenecen la denominada Aucto del Repelón, la del Carnaval, la de los pastores Fileno, Zambardo e Cardenio y otras varias. De la fecha en que estas composiciones se representaban y del mérito de las mismas, puede juzgarse por lo que acerca de ellas se dice en el Catálogo Real de España: «En el año de 1492 comenzaron en Castilla las compañías a representar públicamente comedias, por Juan del Encina, poeta de gran donaire, graciosidad y entretenimiento». Semejante juicio concuerda con el emitido por Agustín de Rojas en su Viaje entretenido. Dice así:


Juan de la Encina el primero,
aquel insigne poeta,
que tanto bien empezó,
de quien tenemos tres églogas
que él mismo representó
al Almirante y Duquesa
de Castilla y de Infantado,
que estas fueron las primeras.



Desde 1492 a 1498 escribió Encina para que se representasen esas que él llamó Églogas, aunque sólo tienen de tales el nombre y la forma. Lo que ésta ofrece de dramático proviene sin duda de los misterios, de los autos tan conocidos ya en los tiempos del Rey Sabio. Así es que seis de las mencionadas églogas, no son otra cosa que simples diálogos representables en los días que la Iglesia celebra. La primera de ellas, representada como indica su nombre en la noche de Navidad, es un diálogo sencillo entre dos pastores, sin relación inmediata con el objeto de la fiesta, aunque uno de ellos dirija a la Duquesa de Alba (en cuyo oratorio se representaron principalmente los dramas de Enzina) algunas estrofas en nombre del poeta, acerca del nacimiento de Cristo. En la segunda de las referidas églogas hay ya más movimiento, más vida. Figuran en ella cuatro pastores, representación de los cuatro Evangelistas, de los cuales San Juan parece como que encubre la persona del autor; así al menos se deduce del papel que desempeña. Es en efecto el primero que sale, y empieza por hablar de sí mismo vanagloriándose de sus obras y elogiándolas, tanto que merece que Mateo, que sale después, le reprenda por su excesiva vanidad y le diga que «sus obras todas no valen dos pajas» lo que da motivo a un animado diálogo entre ambos Evangelistas y a que San Juan insista en las alabanzas de sí propio. Hablan después de la bondad de los Duques de Alba, a cuyo servicio dice Mateo desea ser admitido, y entonces aparecen en la escena Lucas y Marcos anunciando el nacimiento del Salvador, acerca de cuyo suceso platican los cuatro evangelistas, resolviendo al cabo ir a Belén a adorar el pesebre, por lo que se retiran cantando un villancico nada devoto, pero de algún efecto, que pone fin a la pieza, a la manera que sucede con todas las composiciones de Enzina y casi todas las posteriores inmediatas destinadas a la representación. Otra de las églogas religiosas de Enzina es la que se refiere a la Pasión y Muerte de Jesús, representada en Viernes Santo: intervienen en ella dos ermitaños (padre o hijo), la Verónica y un ángel.

Con lo dicho creemos que basta para conocer las églogas religiosas de Juan del Enzina, añadiendo que en todas las que escribió se advierte que carecen de interés dramático, de enredo y demás requisitos que constituyen el drama. La que más, tiene seis interlocutores y lo común es que no haya más que dos o tres.

De las églogas profanas debemos citar una en que parece que el autor recuerda su vida estudiantil; es la divertida farsa, titulada Aucto del Repelón, consistente en una escena de mercado en Salamanca, con burlas y una refriega entre estudiantes y pastores. Merece también citarse la representada ante los Duques de Alba el postrer día de Carnaval, y cuyo objeto es lamentar la partida del Duque a la guerra de Francia. Sigue la otra, también representada en la noche postrera del Antruejo, y reducida a un diálogo animado sostenido por cuatro pastores, en el cual se figura un combate entre el Carnaval y la Cuaresma, saliendo ésta vencedora. Pero en donde Juan del Enzina se presenta con más invención dramática y más acertada elección del asunto, es en las dos églogas, que aunque separadas, debieron componer juntas un todo: tales son la del «escudero que se tornó pastor» y la de los «pastores que se tornaron palaciegos». En opinión de Ticknor y de Schack, ambas deben ser consideradas como una misma, y forman un pequeño drama lleno de vida y de gracia. En la primera, una pastora llamada Pascuala no se muestra esquiva a los galanteos del pastor Mingo, hasta que se le presenta un apuesto y joven escudero, a quien acepta por amante a condición de que se hará pastor. Con esta metamorfosis y el obligado villancico termina la égloga primera. En la segunda, que como hemos dicho es continuación de ésta, el escudero, cansado de la vida pastoril, no sólo se propone abandonar el cayado, sino que induce a los demás pastores a que lo dejen igualmente y se hagan palaciegos, lo que al fin sucede, tomando de aquí pretexto el autor para criticar las costumbres cortesanas y encomiar la vida del campo. El villancico con que termina esta segunda égloga es excelente y tiene por objeto las alabanzas del amor, que «con su poder trasforma los palaciegos en pastores y los pastores en palaciegos». En ambas églogas abundan los chistes, y hay pasajes poéticos, naturales y tiernos.

Tales son, en suma, las representaciones escénicas, las obras de alguna intención dramática debidas a Juan del Enzina, reputado generalmente como el padre o fundador de nuestro primitivo teatro, propiamente dicho. En él comienza, al menos, esa serie de trabajosísimos ensayos que dan por resaltado nuestro admirable teatro nacional.

El influjo ejercido por Juan del Enzina no se circunscribe a la dramática española, sino que alcanza también a la portuguesa, toda vez que los primeros pasos de ésta se hallan calcados, digámoslo así, en las obras de aquel ingenio. Se debe esta feliz circunstancia a un caballero lusitano llamado Gil Vicente, que asociándose al movimiento general emprendido por la literatura española, cultivó con gracia y esmero el habla de Mena y Santillana y siguió las huellas del arte de Castilla. Nació este ingenio a mediados del siglo XV, de una familia distinguida, y sus padres lo dedicaron en un principio a la carrera del foro, cuyos estudios abandonó para consagrarse al cultivo de las musas. Proporcionáronle éstas grandes triunfos, sobre todo como poeta dramático, en cuyo concepto gozó de grande fama, así dentro como fuera de su patria. Según todas las probabilidades Gil Vicente debió morir hacia el año de 1536, dejando una hija llamada Paula, que heredó su fama como excelente actriz y que le ayudó a componer algunas de sus obras dramáticas. Paula fue en su tiempo admiración de Lisboa así por sus dotes felicísimas de actriz como por sus gracias y hermosura: no menos célebre que ella fue su hermano Luis, uno de los poetas más populares de su época, al cual se debe la primera edición completa de las obras de su padre, que publicó on 1562.

Gil Vicente reunía muy excelentes dotes como autor dramático. Discreto y gracioso como pocos, dotado de mucho ingenio y poseyendo bastante instrucción, conoció bien pronto los efectos teatrales y supo dar animación e interés a sus dramas. Imitó a Juan del Enzina, al cual aventajó en la pintura de los caracteres, en el movimiento dramático, y en la animación y colorido del lenguaje, y a su vez fue imitado por el mismo Lope de Vega: esta circunstancia habla muy alto en favor del insigne poeta portugués que con tanta soltura supo manejar la lengua castellana.

En este idioma escribió su primer ensayo dramático, el Soliloquio, representado por él mismo en 1502393 con motivo del natalicio del príncipe que más tarde subió al trono con el nombre de Juan III: esta obra obtuvo muy brillante éxito.

Los dramas de Gil Vicente pueden dividirse en cuatro clases, a saber: autos, comedias, tragicomedias y farsas. Los primeros se subdividen en religioso-pastoriles y alegórico-religiosos, distinguiéndose entre ellos por la gracia, naturalidad y sencillez que rebosan, como por la unción y piedad que muestran, los denominados Auto de la Sibila Casandra y Auto de los cuatro tiempos: los titulados Auto da Feyra y Auto da alma se distinguen también, el primero por lo extraño y singular de su composición y el segundo por lo admirable de la alegoría. De las comedias, en las cuales hay gran diversidad de índole y de fondo y no dejan de presentar escenas divertidas, merecen citarse la de Rubena y la del Viudo, particularmente esta última que es la más acabada, por más que la invención no ofrezca novedad. Para ser representadas en ciertas solemnidades escribió Gil Vicente la mayor parte de sus tragicomedias, de las cuales deben mencionarse la titulada Nao d'amores y la del Triunpho de Inverno, esta última por la belleza de sus escenas bucólicas. En las farsas es en lo que más se distinguió el gran dramático lusitano, pues en ellas da sobradas muestras de ingenio y de una fecundidad inagotable, a la vez que de su extraordinaria vis cómica. La más graciosa de todas ellas es, sin duda, la denominada De quem tem farelos, en la cual abundan las situaciones y los chistes cómicos y picarescos; como sucede en la que tituló O clérigo de Beira. Generalmente las farsas de Gil Vicente carecen de unidad y por lo tanto de interés dramático; pero son muy divertidas y contienen pinturas animadas y verdaderas394.

Coetáneo también de Juan del Enzina, aunque menos conocido, por más que no desmereciera de figurar a su lado, fue Lucas Fernández, a quien igualmente debe considerarse como uno de los fundadores del teatro español. El Sr. Gallardo ha sido el primero en darnos noticias de este ingenio, nacido en Salamanca. Reina aún gran oscuridad acerca de la biografía de Lucas Fernández, ignorándose el año de su nacimiento y hasta los nombres de los que le dieron el ser. Se sabe sí, que algunas de sus comedias se escribieron y representaron antes del año 1500, pues es cosa averiguada que precedieron a las de Gil Vicente, cuya primera tentativa dramática corresponde al año 1502. Schack, Ticknor, Amador de los Ríos y Gil de Zárate o no tratan o no hacen gran aprecio del autor a que nos referimos, acerca del cual puede consúltarse el prólogo que precede a la colección de sus obras publicada por la Academia Española en el año 1867.

Farsas y églogas al modo y estilo pastoril y castellano, fechas por Lucas Fernández, salmantino, titúlase la colección a que acabamos de aludir, compuesta de seis piezas dramáticas y un Diálogo para cantar. El Prólogo a que nos hemos referido está escrito por D. Manuel Cañete, quien asienta en él que «un aficionado a buscar semejanza entre acontecimientos y personas de distintas épocas podría decir, con visos de buen sentido crítico, que Enzina fue el Lope de Vega y Fernández el Calderón del tiempo de los Reyes Católicos». Lo que vamos a indicar respecto de las obras que conocemos del dramático salmantino, nos mostrará el grado de exactitud que pueda tener la comparación que el señor Cañete establece en su erudito discurso.

De las seis composiciones indicadas, tres son profanas, una pertenece al género religioso y las otras dos participan de ambos géneros.

Veamos las tres profanas. Titúlase la primera de ellas simplemente Comedia y consiste en una pintura de las enamoradas ansias del pastor Bras-Gil, las esquiveces de Beringuella, que se rinde al cabo a las súplicas del pastor, y la cólera del abuelo de la zagala, Juan-Benito, a quien templa su vecino Miguel-Turra: el argumento concluye, como tantos otros, con la boda de los enamorados pastores. En la segunda farsa o cuasi comedia (así la denomina el autor) no figuran más que una Doncella, un Pastor y un Caballero: préndase el pastor de la dama, la requiere dé amores y alterca celoso con el caballero, en cuyo poder la deja al fin, aviniéndose además a servir a ambos de guía para que salgan de un oscuro valle en que se encuentran. Cuasi comedia se denomina también la tercera farsa en la que figuran dos pastores, un soldado y una zagala llamada Antona, la cual, no obstante su esquivez y la tenaz resistencia que opone, cede a enlazarse con uno de los pastores llamado Prabos, debiéndose este resultado a la solicitud del otro pastor y del soldado. Como se ve, el primordial fundamento de los dramas profanos de Lucas Fernández es el amor, que expresa con formas distintas, según es la condición de los enamorados.

Lo que principalmente caracteriza a los dramas que acaban de ocuparnos es la gran sencillez de su estructura, circunstancia que también hemos notado en las obras de Enzina. La acción es en ellos descarnada, sin complicación de sucesos ni peripecias, ni artificios de ningún linaje: en algunas de las farsas el argumento se desarrolla, como sucede en las dos primeras, casi sin episodios y sin más personajes que los absolutamente necesarios. Aparte de esto, lo que predomina en dichas obras es el elemento cómico, alegre y donoso por lo común, y algo chocarrero a veces. No falta en ellas un sabor verdaderamente poético, ni se hallan exentas de pinturas interesantes de costumbres, que se revelan en los altercados que sostienen entre sí los interlocutores.

Poco nos resta que decir, después de lo manifestado, de los demás dramas de Fernández. De la clase de los que participan de profano y religioso son la Égloga o farsa y el Auto o farsa, relativos al nacimiento de Jesús, y pertenecientes a un género que ya nos es conocido. Nuestro autor hace en dichas obras gala de vivísimas pinturas y en ocasiones de bellísimos pensamientos. A veces el desenfado con que maneja el pincel raya en insolencia, lo que no obsta para que por boca de sus discretos pastores dé a cada paso pruebas de abrigar una fe segura o inquebrantable.

Testimonio elocuentísimo de esto nos ofrece el Auto de la Pasión, último drama del libro de Lucas Fernández, y el de más mérito de cuantos salieron de su pluma, que sabe trazar en él con austeridad suma, sin adornos y con mucha dignidad de estilo, los asuntos con que tiene que rozarse al desenvolver el sencillísimo plan del Auto que nos ocupa. Escrito, como los demás sacros de aquellos tiempos y según el mismo autor dice, con el objeto de provocar la gente a devoción, se halla desarrollado en cortísimo número de escenas, reúne la circunstancia de no intervenir en éstas las figuras de Jesús y de su Madre, cosa rara en los autos y misterios, y abunda en rasgos muy bellos por lo delicados y expresivos.

Para terminar este estudio relativo a Lucas Fernández, réstanos hacernos cargo de una circunstancia que avalora el mérito de sus dramas. Nos referimos al lenguaje, al mucho esmero que nuestro autor ponía en la buena ordenanza del fablar. En efecto, la maestría con que Fernández maneja el habla es la causa de la oportuna diferencia del lenguaje que emplean sus personajes: tosco, pero expresivo, los pastores; más culto, los hombres y damas de las ciudades. Acomodado, pues, a la índole y circunstancia del que lo usa y empleado con pureza y discreción, plégase con docilidad suma a cuanto Lucas Fernández le pide.

Con los autores citados y algunos otros de escasa importancia395, se termina el cuadro de los que cultivaron la poesía dramática durante la primera época de nuestra historia literaria. Al primero de los que inmediatamente les siguen, y cuyas obras estudiaremos al reanudar en la segunda época este estudio del teatro, se deben nuevas teorías sobre aquel arte y el patrón o tipo del drama español de los tiempos posteriores. Tal fue Bartolomé Torres Naharro, de quien en lugar oportuno nos ocuparemos.








ArribaÉpoca segunda

Edad moderna


(Siglos XVI-XIX.)


Primer período

Dominación de la casa de Austria


(Siglos XVI-XVIII.)


Lección XXX

Introducción al estudio del primer período de la segunda época de nuestra historia literaria. -Ojeada retrospectiva. -Influencia de la Reforma. -Modificaciones que en esta nueva época experimentan las ideas y los sentimientos que constituyen la vida de nuestro pueblo durante la Edad Media. -Efectos que producen estas modificaciones en la poesía lírica. -Escuelas poéticas; determinación, desarrollo y principales mantenedores de cada una de ellas. -Indicaciones sobre el estado de la poesía épica en este período. -Id. de la dramática. -Id. de los géneros compuestos (sátira, bucólica y novela). -Ídem de la poesía didáctica. -Id. acerca de la Didáctica y la Oratoria


Al trazar el cuadro general que ofrece la literatura, castellana durante el reinado de los Reyes Católicos (Lecciones XXV, XXVI y XXVII), apuntamos las causas del movimiento literario que entonces se inicia y que debe considerarse como el prólogo de la época en cuyo estudio entramos con la presente lección. Todos los ramos de la Literatura reciben en aquel reinado notable impulso, merced a las indicadas causas y en especial al Renacimiento, cuyo influjo en la esfera de nuestras letras procuramos determinar señaladamente en la lección XXV.

La Poesía en todos sus géneros, la Oratoria y la Didáctica reciben durante el reinado de Isabel y Fernando extraordinario desenvolvimiento, que es preludio del Siglo de oro que ahora empezamos a estudiar. Hemos visto que en la Poesía son cultivadas todas las escuelas que se manifiestan en el reinado de D. Juan II de Castilla, predominando en las manifestaciones que produce los elementos provenzal e italiano, del Renacimiento, lo cual acusa el desarrollo que había adquirido el lirismo, al cual veremos ahora ejercer un gran dominio en la esfera de dicho arte: la tendencia a la adopción de las formas populares, armonizándolas con el sentido clásico que en el fondo entrañan dichas producciones, es otro de los caracteres que dominan en la Poesía al espirar el último período de nuestra primera época literaria, en el cual y partiendo de los libros de Caballerías, se inicia ya la verdadera novela apareciendo con la Celestina, la que bien puede considerarse como de costumbres. La Historia empieza ya a formarse con carácter de tal, aspirando a copiar las producciones de la antigüedad clásica resucitadas por el Renacimiento; y mientras estos hechos tienen lugar, la poesía dramática, cuyos gérmenes deben buscarse en la literatura latino-eclesiástica del ciclo primero, va saliendo del estado embrionario en que la contemplamos durante el reinado de Alfonso X; y en los tiempos de los Reyes Católicos la vemos echar los cimientos del gran teatro nacional, que forma con los elementos que le suministra la poesía genuinamente popular. Y al propio tiempo que así se prepara la evolución, que tiene por complemento el desarrollo literario que en la historia de la literatura patria recibe el nombre de Siglo de Oro, el idioma castellano adquiere extraordinario vuelo, triunfa por completo de los demás romances hablados hasta entonces en la Península ibérica, y empieza a hacer ostentación de las galas y virtudes que resplandecen en los poetas y prosistas que estudiaremos en las lecciones siguientes.

En la lección XXV vimos las causas que preparan este gran movimiento literario: digamos ahora algo sobre una que entonces no mencionamos, y que por su carácter político y religioso y por las relaciones que tuvo con la libertad del pensamiento, ejerció notable influencia, aunque de distinta manera y con diverso sentido que las otras, en la esfera de las letras. Sus consecuencias se sienten todavía en España, sobre todo en el campo de nuestra literatura, en el que sus huellas han quedado marcadas de un modo indeleble.

Nos referimos a la lucha gigantesca suscitada en Europa con motivo de la revolución religiosa iniciada por Lutero y conocida con el nombre de Reforma. Aunque esta no hubiese traído en pos de sí más consecuencia que el principio del libre examen, ciertamente que no podría negársele un influjo grande y fecundo en las manifestaciones literarias. No solo los resultados propios de semejante principio, sino también los medios que se pusieron en juego para combatirlo, hubieron de influir en nuestra literatura. La libre emisión del pensamiento sufrió rudos golpes y fue en extremo cohibida so pretexto de combatir la Reforma. En España, el espíritu religioso, que con tanta fuerza se manifiesta desde tiempo muy remoto en la esfera del Arte, sufre notables modificaciones con motivo del dominio que en otros países adquieren las doctrinas de Lutero: llega a hacerse en extremo suspicaz y de todo punto irreflexivo; y alentado por el apoyo que halla lo mismo en los gobernantes que en el pueblo, aspira, no sólo al dominio de las conciencias, que por largo tiempo ejerció con despótico y absoluto imperio, sino también al poder civil y político que disputó a los reyes.

Este hecho, juntamente con los que en la citada lección XXV mencionamos, modificaron la manera de ser, la vida total de nuestro pueblo, o influyeron, por lo tanto, en las particulares determinaciones de esa misma vida, dándoles caracteres distintos a los anteriores y trayéndoles elementos nuevos, a virtud de los cuales se determinan nuevas direcciones que seguir. Así es que las ideas y sentimientos que, según en la lección II dijimos, determinan la vida y civilización de nuestro pueblo en la Edad Media y se reflejan, por lo tanto, en las manifestaciones literarias de aquella época, sufren en la Edad Moderna notables modificaciones, hijas de las variaciones que en su total organismo experimenta la sociedad española. Semejantes modificaciones se determinan principalmente por la exaltación de los sentimientos nacional y religioso, por el desarrollo del monárquico y por la modificación del caballeresco.

Ya hemos visto cómo se modifica el sentimiento religioso. Ahora más que antes se muestra fanático, invasor en todos los terrenos y duro e inflexible hasta el punto de que los autos de fe causan la delicia del pueblo que siempre blasonó de hidalgo y generoso. Su dominio no halla límite, y todos los asuntos, aún los más mundanales, son objeto de su vigilancia diligente y suspicaz. Débese este fenómeno a que así como en la Edad Media el musulmán era a la vez enemigo de la fe y de la patria, empeñada España, al comenzar la Edad Moderna, en las tremendas luchas que tan célebre la hicieron, el pueblo ve en el hereje lo que en el árabe había visto: el enemigo de la fe y de la patria, y de aquí el odio que le profesa. De notar es una circunstancia que no deja de ser importante. Ese sentimiento religioso, exaltado como llegó a estarlo en la época que vamos a estudiar, produce la escuela mística, que como eminentemente subjetiva que era, tiene por base un individualismo predominante, que en tal concepto entraña el germen del libre-examen, o sea del principio protestante a que la misma escuela es tan tenaz y sis temáticamente opuesta396. Digna es de tenerse presente esta circunstancia cuando se trate de estudiar el sentido y espíritu del sentimiento religioso en la época histórica y literaria que va a ser objeto de nuestras investigaciones.

No aparece de menos bulto la modificación que en la Edad Moderna sufre el sentimiento de la nacionalidad. Circunscrito durante la Edad Media a la aspiración noble y legítima de llevar a cabo la reconquista, dejando la Península limpia de invasores, no se contenta ahora con esto. Desalojados los moros de su último baluarte y expulsada de nuestro suelo la raza hebrea, se manifiestan en nuestro pueblo aspiraciones más grandes, deseos verdaderamente audaces que sin duda reconocen por incentivo, por una parte, el espíritu belicoso y aventurero de los españoles, y por otra los triunfos de nuestras armas y las conquistas de nuestra política. Dueños, como llegaron a ser, de un mando hasta entonces desconocido y de muchas y ricas comarcas, el sueño de los españoles es desde la época de Carlos V el dominio del mundo entero, la monarquía universal. El sentimiento, pues, de la nacionalidad se desborda, y de una aspiración justa y realizable se convierte en una vanidad basada en una injusticia y en una utopia. Semejante aspiración se reflejará en adelante en las manifestaciones literarias.

Como hijo de esas modificaciones que en el sentimiento religioso y en el de la nacionalidad hemos notado, y como natural fruto del desarrollo creciente de la monarquía absoluta, aparece un elemento nuevo que influye poderosamente en la vida total del pueblo español, y que por lo tanto, habrá de entrar a influir también en las esferas del Arte. Nos referimos al sentimiento monárquico. Tuvo por objeto la política de los Reyes Católicos y de sus sucesores, no sólo establecer la unidad religiosa, sino también realizar la unidad política, contrarrestando el poder feudal y destruyendo los privilegios de las ciudades, de las corporaciones y de las órdenes de caballería, para levantar sobre las ruinas de todo esto la monarquía absoluta, a lo que ayudaron en gran manera los triunfos y las conquistas realizadas por los reyes, mediante las cuales halagaban una de las más grandes aspiraciones del pueblo español: la de la monarquía universal a que antes nos hemos referido. No es extraño, pues, que los españoles se mostrasen profundamente monárquicos y dieran evidentes pruebas de cariño y lealtad a los reyes, máxime cuando desde los comienzos de la Reconquista, éstos personificaban sus glorias y sus aspiraciones. El sentimiento monárquico se reflejará también en adelante con gran fuerza y colorido en las manifestaciones literarias que produzca el ingenio español.

Últimamente, los sentimientos de amor y caballerosidad sufren también modificaciones notables en la época que vamos a examinar. El espíritu caballeresco se pierde en ella, así como el platonismo amoroso, que en pocos poetas se encuentra real y efectivamente. En cambio de éste, y como natural consecuencia de su desaparición, la idea del honor de la mujer adquiere una importancia grandísima y es aplicada con una rigidez que raya en exageración. El padre, el marido y el hermano están autorizados para castigar, hasta con la pérdida de la vida, toda falta, por ligera que sea, que pueda empañar aún aparentemente el honor de una dama, en cuya vivienda nadie puede penetrar sin el competente permiso. La sociedad impone respecto de este punto una ley estrecha e inexorable. Y lo que con la desaparición del platonismo amoroso se pierde en ideas y sentimientos poéticos, gánase por otra parte con los lances novelescos a que dan lugar los misteriosos mantos, las dueñas y los escuderos que favorecen a damas y galanes en sus relaciones o aventuras amorosas, y que tanta animación, vida y belleza prestan a nuestra literatura, principalmente a la dramática, en los siglos XVI y XVII. De estas modificaciones nacen elementos nuevos y muy dignos de estima, que influyen considerablemente y en diversos sentidos en las esferas del arte cuyas manifestaciones estudiamos.

Estas modificaciones de las ideas y sentimientos de nuestro pueblo, se reflejan, como es natural, en la Literatura, constituyendo los caracteres dominantes en ésta durante su segunda época, y muy singularmente en el primer período de ella, según ahora observaremos.

Empezando por la poesía lírica397 lo primero que acerca de ella debe hacerse notar es la influencia, el cambio que en su manera de ser ejercen las modificaciones que antes hemos indicado con relación a las ideas y sentimientos que determinan la vida y civilización de nuestro pueblo; así como la importación de elementos extraños que producen un gran desenvolvimiento del lirismo, que en esta nueva época adquiere un vuelo extraordinario398.

Siguiendo las mismas direcciones que toman el espíritu y la política nacionales, «las musas castellanas, después de haber triunfado de cuantos dialectos quisieron un tiempo disputarles el terreno, no contentas con haber reducido al silencio todos sus enemigos domésticos, arrastradas por la grandeza misma de los medios que les había dado la victoria, empezaron a hacer invasiones en terreno extranjero, y a enriquecerse y engalanarse con los despojos de brillantes usurpaciones»399. De esto proviene principalmente la variedad de que con inusitada riqueza hace ostentación nuestra poesía lírica durante los siglos XVI y XVII, variedad que la lleva en poco tiempo a recorrer todos los géneros y a apropiarse todas las formas.

Mas no se cifra en esto solo la transformación que la poesía lírica experimenta a consecuencia de las modificaciones que en su total organismo sufre el pueblo español, según hemos visto. De lo expuesto en el párrafo precedente, se deduce que en la Edad Moderna tiene también nuestra poesía lírica mucho de imitación, así en el fondo como en la forma. Pero al perder la espontaneidad propia de la edad adolescente, y por lo tanto irreflexiva, ganó considerablemente, en cuanto que ensanchó la esfera de las ideas y enriqueció, perfeccionándolo, el instrumento de que se vale para manifestarse. Entra ahora en la que podemos llamar su edad madura, y se presenta, en su consecuencia, con un carácter relativamente reflexivo. Así es que la veremos más filosófica que enamorada, y más abundante en sentencias que en arrebatos: conservará la tendencia épica y objetiva que caracteriza a los pueblos latinos, y revestirá a la vez formas diversas brillantísimas y majestuosas, que parecerán expresión genuina de la exaltación del entusiasmo y la pasión. Pero hay que tener en cuenta que a pesar de esto, se inspira poco en el verdadero sentimiento y menos en nuestras hazañas y conquistas, por lo que no es nacional en este sentido. Es una poesía artificiosa, afectada y formal: su principal belleza está en la forma, salvo algunas excepciones; casi nunca se inspira en sentimientos de trascendencia, y hasta cuando lo hace en el erótico, en que abunda, peca de artificiosa y poco espontánea. Es por esto tan pobre en el fondo como rica en la forma, de lo cual se adquiere la certeza repasando las colecciones que existen de poetas líricos, en las cuales por punto general se halla gran exuberancia de galas poéticas y apenas si se encuentran pensamientos elevados y profundos. Aparte de algunas excepciones, la verdad a que la forma es el todo en nuestra poesía lírica, lo cual se explica por el carácter mismo del pueblo que la cultiva, que como hijo de la raza latina y habitante de un país meridional, tiene más desarrollada la fantasía que la reflexión.

Pero la trasformación a que aludimos no se realiza en un día ni se echa de ver en totalidad desde un principio; sino que se verifica mediante parciales desenvolvimientos y se manifiesta según que los elementos y causas de que procede germinan y se ponen en sazón de dar frutos. Por eso veremos en esta edad que la poesía lírica es al principio sencilla, dulce y delicada con Garcilaso; tierna y filosófica a un mismo tiempo, con Fray Luis de León; severa, mesurada y sentenciosa, con los Argensolas; e impetuosa y filosófica a la vez, con Herrera y Rioja. Si del fondo pasamos a la forma, notaremos la misma variedad, hija, como aquélla, de la variedad riquísima con que por las causas ya indicadas que ahora señalaremos mas determinadamente, se manifiesta en las esferas del Arte el ingenio español.

Esta variedad de formas artísticas da lugar en la poesía lírica a la formación de diversas escuelas poéticas, que reconocen como germen y base los elementos y las influencias, así propias como extrañas, que antes de ahora hemos indicado, y otras nuevas que indicaremos.

La primera de estas escuelas en el orden cronológico, es la llamada escuela italiana. Su razón de ser es fácil de determinar. Estriba en las influencias italianas, que por las causas ya dichas, y muy principalmente por el Renacimiento, se dejan sentir en nuestra literatura desde el siglo XIV; y ayuda a su preponderancia y definitiva determinación la revolución iniciada por Boscán en la poesía española con la introducción del verso sciolto o verso suelto (endecasílabo) de los italianos, y el mayor desarrollo dado al elemento lírico, hijo del sentido subjetivo que tanto predomina en las producciones de Petrarca, a quien Boscán y los que le siguieron en su reforma se propusieron por modelo. Determinar la manera como Boscán se aficionó a la forma toscana y al lirismo queda para cuando tratemos de este ingenio; lo que ahora importa dejar asentado es que, mediante la reforma indicada, se realizó un cambio completo de sentido en la Poesía, dando a su lenguaje la flexibilidad, la armonía y la pompa de que antes carecía y tanto se echaba de menos. Conviene insistir en que la reforma iniciada por Boscán no consiste sólo, como algunas han creído, en una mera variación de metros, cosa que en verdad no habría tenido gran importancia ni podríamos reputar como novedad, pues los versos toscanos eran ya conocidos en la poesía castellana desde los tiempos de Juan II y antes, como lo justifican los sonetos que se encuentran en el Conde Lucanor de D. Juan Manuel y en las obras de Santillana. El principal mérito de la reforma de Boscán estriba en la mayor importancia que da al lirismo, o sentido subjetivo, en la poesía castellana, a la que trae además la poesía bucólica, innovaciones que al momento fueron aceptadas por hallarse en consonancia con los precedentes históricos y el sentido mismo que se había despertado en la vida del pueblo español.

La escuela poética que ahora nos ocupa es iniciadora, y todas las demás, excepto la castellana, se inspiran en innovación consiste principalmente en importar formas. Por lo que al fondo toca, se inspira en la imitación clásica, y en la poesía erótica de los italianos por lo que a la forma respecta. No consigue desarraigar por completo las formas antiguas, pues quedan vivos los romances y todas las combinaciones del octosílabo, y como escuela deja pronto de existir. De suma importancia es también advertir que así como la escuela alegórica del siglo XV se propuso la imitación del Dante, la que ahora nos ocupa sigue con preferencia al cantor de Laura, como lo hizo la escuela catalana, por lo que algunos la llaman petrarquista.

El verdadero padre de esta escuela es Garcilaso de la Vega, a quien desde luego siguen Hernando de Acuña, Gutierre de Cetina y Francisco Figueroa. También dio impulso a esta escuela Hurtado de Mendoza.

A la escuela italiana se opuso la escuela tradicional castellana, que so pretexto de mantener en su pureza la antigua poesía nacional, hizo cruda guerra a la reforma iniciada por Boscán y realizada por Garcilaso. Distinguen a la escuela que nos ocupa los caracteres propios de la poesía nacional, cuya vindicación representa. Se señala, pues, esta escuela por el gracejo, la facilidad y el ingenio; pero carece de la profundidad de sentimiento y de la elevación y riqueza de fantasía que distinguen y dieron popularidad a la escuela italiana. La principal acusación que contra ésta formula, consiste en decir que fue la extremada longitud de sus versos hace que el pensamiento, no teniendo tanta extensión, se torne locuaz y verboso para poder llenar tales formas, lo cual explica la introducción del culteranismo. Las formas de la escuela castellana fueron al cabo aceptadas por los mismos poetas afectos a la italiana. Los metros de este origen y los castellanos se usaron al poco tiempo por todos los poetas sin distinción de escuelas, excepto algunos metros castellanos (las coplas de pie quebrado, por ejemplo) que cayeron en desuso.

Como ardiente adalid, y sin dada, jefe de la escuela tradicional castellana, figura Cristóbal de Castillejo, a quien siguieron Antonio de Villegas y Gregorio Silvestre, que al fin se pusieron de parte de la reforma, y Gálvez Montalvo con algún otro, como Hurtado de Mendoza, quien además no solo contribuyó al triunfo de la italiana, sino que escribió según el espíritu y manera de los clásicos.

El mismo origen que reconoce la escuela italiana, es decir, las influencias italianas y el Renacimiento, puede asignarse a la escuela clásica. El gran impulso que en España recibieron los estudios relativos a las grandes literaturas de Grecia y Roma, y la afición a los clásicos greco-latinos que por lo tanto se despertó, dan origen a esta nueva escuela, cuyos modelos principales son Virgilio y Horacio. Las controversias escolásticas, que se mantienen principalmente en las aulas de nuestras universidades, ayudan también a la formación de la escuela clásica, la cual no hace ostentación de la afectada elegancia de que tanto se preció la italiana, ni tiene tanta inspiración como ésta; pero en cambio, es más profunda, más filosófica y más dada a sutilezas: es, por lo tanto, menos sencilla y espontánea que la italiana, con la cual tiene grandes afinidades, pues aparte de que una y otra emplean las mismas formas, ambas siguen a veces los mismos modelos. De aquí el que, más que como una escuela nueva, deba considerarse la clásica como continuación de la italiana, que ya hemos dicho que desaparece pronto para confundirse en las otras escuelas. La diferencia capital estriba en que la italiana se inclina más a la imitación de los grandes maestros italianos, y se da más a las manifestaciones eróticas, mientras que la clásica prefiere constantemente los modelos de la antigüedad pagana, se suele inspirar en los libros hebreos cuando trata asuntos religiosos, imita algunas veces a los italianos en la poesía erótica, y demuestra un sentido más alto de la belleza moral: la una es más dulce e inspirada y la otra más severa y filosófica. En cuanto a las formas métricas, también admiten los clásicos las castellanas tradicionales.

Dentro de la escuela clásica, se distinguen dos diferentes tendencias: una que sigue fielmente los principios que dejamos indicados y se denomina escuela salmantina, por haber nacido y tener sus principales mantenedores en los claustros de la Universidad de Salamanca, y otra que se separa de ésta, en cuanto tiende a sostener la poesía tradicional castellana representada por Castillejo, y recibe el nombre de escuela aragonesa, por ser de aquel reino sus jefes. La primera de estas tendencias, que es la representación más genuina y pura de la escuela clásica, se halla representada por Fray Luis de León, a quien siguen Francisco de Medrano y Francisco de la Torre; y la segunda, por los hermanos Argensolas, que están ayudados principalmente por Cristóbal de Mesa, el príncipe de Esquilache y Esteban Manuel de Villegas.

De gran importancia para el desenvolvimiento de la literatura patria es la aparición de la escuela oriental, llamada también sevillana, por tener su asiento en la hermosa capital de la Bética. Desde muy antiguo se distinguieron los poetas sevillanos, a los cuales se debe el triunfo que en el siglo XIV obtuvo la escuela alegórico-dantesca en las esferas del arte de Castilla400. La influencia del Renacimiento, que dio impulso a todos los estudios, y muy particularmente las raíces que en nuestro suelo habían echado desde los tiempos del Rey Sabio el arte simbólico-oriental de los árabes y de los indios, así como los estudios bíblicos a que dieron mayor preponderancia las cátedras establecidas en Sevilla para estudiar las obras escritas en lengua arábiga, todo contribuyó a la formación de la escuela poética a que nos referimos, cuyo carácter predominante es el de reflejar el genio de los orientales mediante la propagación que en nuestro suelo había tenido la literatura sarracena. Prestábase en gran manera a esta nueva dirección de la Poesía la imaginación exuberante de los andaluces, exaltada, como dice el señor Amador de los Ríos en su obra tantas veces citada por nosotros, por el espectáculo sorprendente y majestuoso de aquella naturaleza, que poblaba los valles de verdes olivos y aromáticos naranjos y limoneros y que perfumaba los prados con bosques de rosas y jazmines. El genio y la fantasía de los árabes estaban fuertemente arraigados y florecían como en tierra propia en las comarcas andaluzas; por lo que no es de extrañar, antes debe considerarse como natural y lógico, que el lenguaje poético, en cuyo favor tanto hizo Garcilaso, adquiriera más pompa, elevación, armonía y grandeza y se hiciese fantástico y fogoso manejado por los poetas de la escuela sevillana, que principalmente se distingue por la importancia que da a la forma y por su anhelo de crear un lenguaje poético (germen del gongorismo). Al inspirarse con preferencia en la literatura oriental (singularmente en la árabe y hebrea) no menosprecia la clásica, que también imita, ni las formas italianas, que así mismo adopta.

A Juan de Malara se cita como iniciador del movimiento literario que da por resultado la escuela oriental o sevillana, de la que es maestro reconocido Fernando de Herrera, el divino. Merecen citarse entre los mantenedores de esta escuela Francisco Pacheco, Pablo de Céspedes y Juan de Jáuregui, que propagó entre los ingenios andaluces el virus del culteranismo401.

A la vez que las escuelas hasta aquí enumeradas daban los copiosos y brillantes frutos que tanto enaltecieron al Parnaso español en los siglos XVI y XVII, se introducía en ellas la semilla del mal gusto, triste augurio de la ruina que más tarde cupo a nuestra literatura. Ora se deba al mal gusto que a la sazón cundía por otras naciones, ora a la naturaleza del ingenio castellano y del idioma mismo, muy ocasionado a la ampulosidad y a la hinchazón, o bien al estado político en que se encontraba nuestro pueblo402, lo cierto es que enfrente de los poetas afiliados a las escuelas clásica y oriental, y sin duda como consecuencia de ellas, se levantan los mantenedores del mal gusto, que pueden considerarse divididos en tres ramas, que ejercieron una fatalísima influencia en todas las esferas del arte literario de España.

Una de dichas ramas es la conceptista, compuesta en su mayor parte de escritores místicos y devotos. Caracterízanla principalmente la exageración y el artificio, las sutilezas de todo género, y los equívocos y retruécanos, que dan por resultado un estilo metafísico y figurado hasta el absurdo y la oscuridad y la extravagancia en el pensamiento. Casi al mismo tiempo que la conceptista, nació la rama culterana o gongorina403, que se sostuvo por mayor espacio de tiempo que aquella, con gravísimo daño de la poesía en particular y de la literatura en general. Los cultos exageraron de una manera extraordinaria los defectos en que incurrieron los conceptistas, especialmente en cuanto se refiere al lenguaje, que convirtieron en hinchado, ampuloso y metafórico hasta rayar en lo absurdo y extravagante, exagerando el lenguaje poético de Herrera (que sus discípulos y aun él mismo habían ya inclinado por esta pendiente), por lo cual no parecerá paradoja que señalemos como origen del culteranismo la versificación misma del gran poeta sevillano404, y por lo tanto lo consideremos como derivación de la escuela oriental, a la manera que el conceptismo lo es de la clásica. De la misma escuela clásica se deriva en parte el prosaísmo, que es la tercera de las tres ramas en que hemos dividido el mal gusto, y cuyos orígenes pueden también buscarse en la escuela tradicional castellana, que no llegó a desaparecer por completo. El prosaísmo representa una reacción exagerada contra los culteranos.

Como representantes del mal gusto deben citarse como conceptistas Alonso de Ledesma, fundador de la secta, que fue auxiliado en su empresa por Quevedo, Fuster, Bonilla y otros; como culteranos, D. Luis de Góngora y Argote, que es el Pontífice de esta secta, la que dio nombre, y varios discípulos que tuvo, muy celosos del brillo de la escueta, tales como el Conde de Villamediana, Francisco Trillo Figueroa y Baltasar Gracián, a quien debe reputarse como el preceptista de la secta; y como prosaístas el Conde de Rebolledo, Antonio Enríquez Gómez (que a la vez es algo culterano), Alonso de Barros, Cristóbal Pérez de Herrera y otros.

Con el conceptismo, el gongorismo y el prosaísmo, es decir, con el mal gusto traído por diversos caminos, llegó la Poesía en todas sus manifestaciones a un estado tal de decadencia, que por lo rápido y lo lamentable sólo puede compararse con la que experimentó la nación misma desde el reinado de Felipe II hasta el de Carlos el Hechizado, en que todo se perdió. Mas no por eso faltó quien supiera librarse de mal tan generalizado, y protestar enérgicamente contra él. Aparte de los continuos y rudos ataques que individualidades más o menos autorizadas dirigieron al culteranismo, síntesis del mal gusto, se presentó en el campo de la literatura un grupo de ingenios anti-culteranos o independientes, que así procedían de la escuela clásica como de la sevillana, como en son de protesta contra los estragos y triunfos del gongorismo, de cuyo contagio se libran, conservando las excelencias del lenguaje de Garcilaso, Fray Luis de León y Herrera. Quizá al propósito de matar el gongorismo se deba el que el grupo de poetas a que nos referimos no se inclinase solamente a una de las dos escuelas que a la sazón predominaban (la clásica y la oriental). Sin olvidar el espíritu y el sentido moral, ni aun la forma del clasicismo, a que por punto general muestra afición el grupo de que tratamos, completan y moderan, embelleciéndolo, el sistema poético de los orientalistas sevillanos.

Es jefe de este grupo de mantenedores del buen gusto Francisco de Rioja, a quien ayudan en tan noble empresa Rodrigo Caro, Juan de Arguijo y Pedro Quirós, con algún otro de menor importancia.

Resumiendo lo dicho hasta aquí resulta: que la primera en aparecer de las escuelas que dejamos mencionadas, es la italiana, contra la cual protesta la tradicional castellana. De la lucha que entre ambas se entabla, resulta una conciliación relativa en que la primera lleva la mejor parte. Nacen luego, como hijas de la italiana, o mejor, como fruto de dicha conciliación, las escuelas clásica y sevillana, en pos de las cuales viene el mal gusto, débilmente contrarrestado por los mantenedores del buen gusto, y que al cabo sale vencedor en su forma culterana.

El desarrollo que durante el período que nos ocupa alcanzó la poesía épica no corresponde, ciertamente, al que logra durante el mismo tiempo la lírica, con la que se halla aquélla en condiciones de inferioridad muy notables. Débase a estas o las otras causas, es lo cierto que en el período de que tratamos, si bien se escribieron muchos poemas y en ellos se reflejan las ideas y sentimientos que inspiran al pueblo en que se producen, entre todos no se cuenta uno que merezca el nombre de tal, no obstante que a las felices disposiciones poéticas de los españoles y del lenguaje rítmico castellano, se unía en la época a que nos referimos el estado político de la nación que no deja de ofrecer campo en que pudiera ejercitarse la musa épica. Las victorias y las conquistas de nuestras armas en Europa; el descubrimiento y población del Nuevo Mundo, y el triunfo definitivo de la Cruz sobre la Media luna, asuntos eran sobradamente dignos de ser cantados, y muy capaces de inspirar un buen poema épico, sobre todo la conquista de Granada que entrañaba la lucha gigantesca de dos nacionalidades, de dos distintas civilizaciones, y que por lo tanto, tenía condiciones suficientes para ser cantada en una epopeya. Mas no sólo el indicado asunto carece de esta clase de composición épica, sino que desgraciadamente no tenemos en toda nuestra rica literatura, un poema que merezca la consideración de tal.

Créese por algunos críticos, y nosotros lo afirmamos, que a la pretensión de nuestros épicos de querer ser a un mismo tiempo poetas o historiadores verídicos, se debe en su mayor parte la inferioridad de los poemas castellanos. Por el mérito que pudiera reportarles la última de ambas cualidades, eran prolijos y hasta nimios y rehusaban intercalar en la narración episodios de invención propia. Sacrificando las galas de la ficción al deseo de ser verídicos ante todo, ni el lenguaje, ni el pensamiento podían tomar el vuelo digno y majestuoso propio del poema épico: antes bien, una sencillez prosaica y un gusto harto pedestre sobresalen en ellos, a manera de cualidades características. El mal no era nuevo, sino que venía de muy antiguo, pues su origen se encontrará en las producciones heroicas de nuestra primitiva literatura: recuérdense los poemas del Cid, de Alexandre, de Fernán González y otros, como las leyendas piadosas de Berceo, y se verá que desde un principio la musa épica de nuestro pueblo se distingue por la carencia de poesía, de ficciones y de grandeza; por la falta de tono y sentido genuinamente épicos, en una palabra.

No obstante lo dicho, en la época literaria que ahora historiamos, fueron muchísimos los poemas que se escribieron en lengua castellana con pretensiones, y en realidad con carácter de épicos. Los tiempos lo requerían así, y a ello se prestaban el carácter y espíritu de nuestro pueblo, y las aventuras y triunfos de nuestra política y de nuestras armas. Por todo ello no es de extrañar que la literatura épica de los siglos XVI y XVII se manifestara con gran vivacidad y adoptando con preferencia la forma narrativa: estas son sus condiciones características.

No puede decirse lo que de la Épica, de la poesía dramática, que en el período a que esta lección sirve de introducción, adquiere un desenvolvimiento verdaderamente portentoso. Empezando ahora por la imitación clásica, a que las corrientes del Renacimiento llevaban en todos los ramos de la literatura, se distingue muy pronto por una gran originalidad, en cuyo concepto supera a la poesía lírica, de cuyo hermoso lenguaje se sirve, por lo que también se ve afeada por los mismos defectos que al señalar el mal gusto hemos notado en aquélla. Pero aún así y todo, nuestro teatro de la época a que nos referimos, puede competir en grandeza con el de las demás naciones, reuniendo el mérito de reflejar, mejor todavía que lo hizo la poesía lírica, las ideas y los sentimientos de nuestro pueblo, modíficados en el sentido que al comienzo de esta lección hemos expuesto: de aquí que sea no sólo original, sino genuinamente nacional.

Nuestro teatro es, además, manifestación importantísima de nuestra literatura en el período que nos ocupa, por verificarse en él la fusión de la poesía popular y de la erudita, divorciadas durante la Edad Media. En él es también donde a mayor altura raya nuestro ideal artístico, pues si se distingue por la belleza del lenguaje, no menos brilla por la profundidad, trascendencia y elevación de los pensamientos que desenvuelve, en los cuales se reflejan, no sólo los sentimientos y el estado de cultura de nuestro pueblo, sino también la concepción entera de la vida, tal cual la formulaba la teología católica, principal inspiradora de nuestros grandes ingenios dramáticos.

En tal sentido puede decirse que así como el Romancero es nuestra gran creación artística en la Edad Media, el teatro lo es en la moderna, mereciendo ser considerado como nuestro mayor título de gloria literaria, como el monumento imperecedero que hemos legado a las futuras generaciones y que estudian todavía con admiración los extranjeros, que en aquella época sólo pueden presentar un teatro que con el nuestro compita: el de Shakespeare.

Los géneros poéticos compuestos (sátira, bucólica y novela) logran también en este período notable desenvolvimiento, reflejándose en la sátira y la novela principalmente el estado social de aquellos tiempos. No abundaron los cultivadores de estos géneros; pero el último produjo en nuestro pueblo un libro que basta para inmortalizarlo: el Quijote. Con ser la novela el género que más se cultivó de los que ahora nos ocupan, su campo es bastante reducido, al punto que bien puede decirse que, salvo algunos ensayos de novelas pastoriles, está reducida a las picarescas que pueden considerarse como de costumbres, en un aspecto parcial de éstas. Sin embargo, opérase en este género un cambio importante con relación a la época precedente, que consiste en sustituir con otra clase de ficciones, más adaptada al carácter de la época, los libros de Caballerías, a cuya desaparición contribuyó singularmente el inmortal libro de Cervantes. La bucólica, que se funda en la ley de los contrastes y que se basó en la imitación italiana, fue menos cultivada que la sátira, que representaba una especie de protesta contra las costumbres y principalmente contra la opresión de los poderes: sirvió la sátira de arma poderosa y terrible en las lides literarias, que con frecuencia solía agriar. La poesía didáctica está representada en esta época por varias epístolas y algunos poemas didascálicos de mérito escaso.

En cuanto a la Didáctica, el género más cultivado y de que principalmente debemos ocuparnos en este tratado, es el histórico. Prosíguese en este período la obra comenzada en el reinado de los Reyes Católicos, terminando en él el período de transición de las Crónicas a la verdadera Historia. Conviene notar este cambio en el género literario que nos ocupa, no sólo porque se explica mediante él una evolución progresiva de ésta, sino porque además es consecuencia lógica del cambio político y social que en la nación se operaba en dicha época: a un nuevo espíritu, a unos nuevos principios de vida en el organismo de la nacionalidad, correspondían y eran necesarias nuevas manifestaciones literarias, sobre todo en el género que más debe reflejar el espíritu político y la constitución de las nacionalidades.

Es indudable que la nueva constitución de la Península que con la unidad monárquica realizada en tiempo de los Reyes Católicos vio crecer el espíritu público, antes muy entibiado por el de localidad y el de privilegio, fue una de las causas que más contribuyeron al cambio antes indicado en el género literario que ahora estudiamos. En efecto, desde el momento en que todos los reinos que antes existían en la Península desaparecieron para formar la monarquía de Carlos V, el espíritu de individualidad, que es el carácter que más distingue a las Crónicas de la Historia, tuvo también que ir desapareciendo de ésta para dar cabida a otro espíritu más general y menos estrecho; así es que bien puede decirse que las Crónicas verdaderamente tales concluyeron con la de Isabel y Fernando, por Pulgar. En adelante, estas relaciones o documentos históricos, no participarán, al menos de una manera tan pronunciada, de la sencillez, de la minuciosidad en referir los hechos, de la preferencia que en éstos se da a los particulares o de localidad sobre los generales o del Estado, ni del candor en las pinturas, que constituyen el genuino carácter de las verdaderas Crónicas, las cuales si en puridad no desaparecieron por completo en el período a que nos estamos refiriendo, no tenían ya en su favor tan vivos y fuertes el gusto y el espíritu que antes las alimentaban. Tanto es así, que ya en el mismo reinado de Carlos V, empieza a determinarse una forma, que si no es la de la verdadera Historia, se acerca mucho a ella, tanto como se separa de la que revestían las primitivas Crónicas. La grandeza y unidad de la nación, juntamente con los modelos del arte y del saber paganos, son, pues, las causas que principal y lógicamente determinan la transición del período de las Crónicas al de la Historia, lo cual significa y señala un movimiento progresivo dentro de este género de la Didáctica.

De los demás géneros didácticos que se cultivan juntamente con la Historia, (religioso, moral, político, etc.) el que mayor desarrollo alcanza es el de carácter místico o religioso, en el cual ha sido también muy abundante nuestra literatura. Poseemos gran copia de escritores ascéticos y de composiciones religiosas, muchas de las cuales nos honran sobremanera, pudiendo servir varias de ellas de modelos de las de su clase, así por su fondo como por su forma. Justo es añadir que el siglo XVI es el que lleva la palma en este sentido.

No es de extrañar, ciertamente, la riqueza de producciones místicas que se advierte en nuestra nación durante el siglo mencionado. Otra cosa sería ir en contra de la fuerza irresistible de los hechos, sería contrariar las leyes y condiciones biológicas de la Literatura, de la cual hemos dicho repetidas veces que es el reflejo de la civilización, del estado de creencias y de sentimientos de una época y pueblo determinados.

El pueblo español, se distingue desde los albores de su nacionalidad, según ha podido observarse por el estudio que de su literatura llevamos hecho, por su religiosidad, por su fe viva e inquebrantable en las ideas religiosas que siempre profesara. Este sello de religiosidad que desde un principio le distingue de los demás pueblos de la tierra, se manifiesta vigoroso en las letras, y es fuente natural y fecunda de esa que pudiéramos llamar su literatura mística o religiosa.

Queda señalado el origen del misticismo español; pero no basta lo dicho para determinar bien con todos sus caracteres ese mismo origen: hay que añadir algo más que nos servirá para esclarecer este punto, digno verdaderamente de estudio. No es sólo el carácter marcadamente religioso de un pueblo, ni el arrebato y la exaltación de su fe religiosa, ni la vehemencia con que profese un dogma (circunstancias todas que concurrían en el pueblo español de la época a que nos referimos) el origen exclusivo del misticismo. Las tres condiciones, que se dan en el caso presente, sirven y son necesarias para explicarlo, para hallar su filiación genuina; pero no bastan para conseguir este fin cada una de ellas ni todas juntas. A ese sentido eminentemente religioso que en siglos anteriores tanto caracterizó a nuestro pueblo y que sin duda produce tendencias muy pronunciadas al misticismo, hay que añadir tres causas más, originarias de éste. La primera de ellas consiste en la viveza de la fantasía, en la espontaneidad del genio, en la irreflexión propia de la edad juvenil, circunstancias que nadie podrá negar que concurrían en el pueblo español de las pasadas edades. La segunda, que es una como derivación de esta que acabamos de indicar, consiste en el desenvolvimiento que alcanzó en España por esta época, en el terreno de la vida religiosa, el sentimiento de la personalidad (individualismo) que da a nuestras escuelas místicas del siglo XVI, un carácter muy grande de originalidad. La tercera causa es la escuela filosófica a que dio nombre el Doctor iluminado, Raimundo Lulio, de la cual arranca la historia de las genuinas escuelas místicas españolas, que por esta razón tienen un carácter filosófico bastante determinado405.

Tales son, pues, los verdaderos orígenes del misticismo español, orígenes de los cuales se coligen los caracteres distintivos de éste, cuya historia durante los siglos XVI y XVII trazaremos en lugar oportuno.

Por último, la Oratoria se desarrolla en este periodo sólo en su aspecto religioso y con escaso número de cultivadores notables.

Hechas estas indicaciones generales, que oportunamente ampliaremos, acerca del estado de la literatura española en el primer período de su segunda época, pasemos a estudiar en particular cada uno de los géneros a que corresponden sus diversas manifestaciones, para lo cual seguiremos el orden que en la primera parte de esta obra queda determinado, con algunas alteraciones exigidas por el carácter histórico de nuestro trabajo.




Lección XXXI

Escuelas poéticas italiana y tradicional castellana. -Mantenedores de la italiana: Boscán; causas que le llevaron a adoptar la manera italiana. -Sus condiciones y mérito como poeta; sus obras. -Garcilaso de la Vega: su carácter y condiciones como poeta; sus obras. -Consideraciones generales acerca del valor poético de Garcilaso. -Sus primeros discípulos: Acuña, Cetina, Figueroa y otros. -Protesta contra la innovación de Boscán y Garcilaso personificada en los poetas de la escuela tradicional castellana. -Cristóbal de Castillejo: sus obras; caracteres principales de ellas. -Manejo de la sátira y su empleo contra los petrarquistas. -Discípulos de Castillejo: Villegas, Silvestre y otros. -Esterilidad de sus esfuerzos y triunfo de la escuela italiana. -Fusión de los elementos de ambas escuelas: Hurtado de Mendoza. -Sus obras poéticas y escuelas que cultiva. -Su inclinación y preferencia por el clasicismo. -Resumen general


Como en la lección precedente queda indicado, el iniciador de la escuela italiana fue Juan Boscán de Almogáver. Nació en Barcelona, de una familia distinguida y desahogada, hacia el año de 1500. Fue preceptor del Duque de Alba, y desde su juventud mostrose aficionado a la poesía, que cultivó en el habla española, y muy versado en los estudios clásicos. Casó con doña Ana Girón de Rebolledo, señora muy principal a quien amó tiernamente; y después de haber seguido por algún tiempo la corte de Carlos V, se retiró a Barcelona, en donde murió por los años de 1543, habiendo vivido en aquella holgada medianía que tan bien supo describir. Mantuvo relaciones estrechas con D. Diego Hurtado de Mendoza, Garcilaso y otros personajes de su tiempo.

Según él mismo dice, las letras, que cultivaba para descanso de su espíritu, fueron su único pasatiempo; pero parece que el campo de sus estudios fue más extenso y dilatado. Comenzó su carrera literaria escribiendo poesías en los antiguos metros castellanos; mas con el trato y los consejos del embajador de la república de Venecia, el insigne Andrea Navajero, a quien encontró en Granada, y tal vez porque como catalán se hallase más familiarizado con la poesía provenzal y la italiana que con la española, se aficionó a Petrarca y varió el fondo y la forma de sus poesías, introduciendo en ellas el lirismo y el verso toscano, lo cual dio por resultado la reforma de que hemos tratado al describir la escuela italiana.

En esto estriba principalmente la celebridad de Boscán, a quien no puede reputarse como poeta de primer orden, ni mucho menos como modelo, pues por punto general es duro y desaliñado en la versificación. No carece de ingenio y en sus composiciones se encuentra corrección y algunas veces facilidad y hasta dulzura; pero no hay en ellas colorido poético y no tienen la suavidad que distingue al poeta ilustre, sin cuyo auxilio es posible que no se hubiera llevado a cabo la revolución que dio por resultado la escuela italiana, revolución cuya iniciativa se debe, según queda dicho, a Boscán: ésta es toda su gloria. La crítica, sin embargo, debe ser con él indulgente; «que en todas las artes los primeros hacen harto en empezar», como Boscán mismo asegura.

Sus obras se publicaron en tres libros406. El primero contiene un corto número de poesías, del género denominado coplas, que él mismo llama «hechas a la castellana»: consisten la mayor parte en villancicos canciones y coplas en versos coros y en el antiguo metro español. Los libros segundo y tercero, que forman la mayor parte del tomo, están compuestos en su totalidad de poesías escritas según la nueva forma. Comprenden 92 sonetos y 11 canciones, imitación por lo general de Petrarca, y además las siguientes obras: una fábula larga de 3.000 versos en la que toma por modelo la de Hero y Leandro, de Museo, y que todavía se lee con gusto, merced a la dulzura y terneza de muchos de sus pasajes; una elegía en que con verdadero sentimiento, si bien con demasiada o impropia erudición, se queja de los desdenes de una dama; dos epístolas, una endeble y afectada, y otra, que es la dirigida a D. Diego Hurtado de Mendoza, que recuerda las de Horacio, de cuyo tono y manera participa; y últimamente, un poema alegórico de asunto erótico que contiene trozos de versificación muy fácil y puede considerarse como la obra más agradable de las escritas por Boscán407, quien si no fue un talento poético de primer orden, hizo lo que pudo en favor de la poesía nacional, a la que proporcionó grandes triunfos y un caudal riquísimo de bellezas, con la revolución por él iniciada408.

El éxito breve y feliz que obtuvo ésta, débese sin duda alguna a Garcilaso de la Vega, reputado como el príncipe de los poetas líricos españoles. La vida de este insigne varón fue tan corta como agitada. Nació Garcilaso en Toledo por el año 1503, y fueron sus padres el famoso Garcilaso, segundo del Conde de Feria y Comendador mayor de León, y doña Sancha de Guzmán, señora de Batres: ambos gozaron en tiempo de los Reyes Católicos de las mayores consideraciones. Las artes liberales, las buenas letras y las lenguas griega, latina, toscana y francesa ocuparon los primeros años de la juventud de Garcilaso, quien, según sus mejores biógrafos, «era de aspecto hermosamente varonil, de grandes y vivos ojos, de rostro apacible, de frente despejada, dulce en los sentimientos de amor, vehementísimo en los de amistad, noble en las palabras, cortesano en las acciones, igual en resistir el peso de la seda que el del hierro, y no sé si más caballero en la ciudad o si más caballero en la guerra»: y mostró su «destreza singular en el manejo de espadas y caballos, en el tañer el arpa y la vihuela, y en el cantar con regalado acento los mismos versos que escribía»409. Casó a la edad de 24 años con doña Elena de Zúñiga, señora de ilustre linaje, y tuvo de ella cuatro hijos. Desde muy joven abrazó el ejercicio de las armas; y a pesar de que su familia era poco afecta a Carlos V, y de que uno de sus hermanos tomó parte activa contra este monarca peleando en favor de las Comunidades, él siguió el partido del Emperador, cuya confianza obtuvo y a quien acompañó en diferentes campañas, siendo uno de los que más se distinguieron en la memorable defensa de Viena contra los turcos. Por querer que un sobrino suyo se casara contra los deseos de la Emperatriz, fue encerrado en un castillo de una isla que forma el Danubio, en donde escribió dulcísimos versos. Recobrada su libertad, hallose en la toma de la Goleta y de Túnez, de donde salió herido; y después de su vuelta a España, y con motivo de la desdichada guerra de la Provenza, fue a morir a Niza, a consecuencia de una pedrada que le asestaron al ir a tomar por orden del Emperador un castillo que defendían unos 50 franceses cerca de la villa de Frejus. Tan triste suceso ocurrió el año de 1536 cuando Garcilaso contaba 33 años de edad; y ha sido tenida por Mariana y otros historiadores como un acontecimiento importante de aquella época.

Considerando a Garcilaso como poeta, lo primero que admira en él es que quien llevó vida tan agitada tuviese tiempo para dedicarse a las letras con la brillantez de que dio tan elocuentes pruebas, y que las poesías tuviesen el carácter dulce y apacible que tanto las distingue. Da esto muestras de la universalidad del espíritu de Garcilaso, que tenía en sí las virtualidades necesarias para elevarse sobre el género de vida dura y agitada que hemos indicado, y se explica por el deseo de contraste que existe en el hombre, que por lo común aspira a lo contrario de lo que hace. Se explica también el espíritu y sentido de las poesías de nuestro héroe, conociendo el carácter de éste y sus condiciones; pues, como dice Quintana, Garcilaso tenía una fantasía viva y amena, un modo de pensar decoroso y noble y una sensibilidad exquisita. Formose en la escuela de los antiguos, a los que imitó con cordura, y hallamos en sus producciones fuentes de poesía enteramente nuevas, tales como el enaltecimiento de la naturaleza, que no se encuentra tan pronunciado en ningún poeta de la Edad Media y que proviene de la influencia del Renacimiento, y el amor platónico, ideal debido al Cristianismo, desarrollado en las obras de Dante y Petrarca, aunque, con un sentido místico-teológico de pura abstracción, y que poco a poco fue descendiendo de la altura en que lo colocara el cantor de las riberas del Tajo. Así es que las composiciones de Garcilaso se distinguen por la flexibilidad, dulzura, ternura, armonía y gusto exquisito que en todas ellas resplandecen, no menos que por la gentileza y gracia que supo dar a la Poesía. No es extraño, por lo tanto, que su siglo le diese el nombre de príncipe de los poetas castellanos y que los extranjeros lo llamasen el Petrarca español. Téngase, además, en cuenta que Garcilaso es el escritor castellano que en aquel tiempo manejó la lengua con más propiedad, galanura y acierto.

A la viuda de Boscán, que las encontró entre unos papeles de su esposo y las imprimió juntas con las obras de éste, debemos el conocer las composiciones de Garcilaso. Consisten las principales en 38 sonetos, cinco canciones, una epístola, dos elegías y tres églogas, de todas las cuales se han hecho numerosas ediciones y diversos comentarios410.

En los sonetos siguió casi siempre a Petrarca, uno de sus modelos más predilectos. En las canciones no suele estar tan feliz como en las demás de sus obras y sigue por lo común el gusto italiano. Sepárase algunas veces en ellas de este camino para seguir el que le lleva a la imitación de la antigüedad, como sucede con la titulada A la flor de Gnido, en la cual, emulando a Horacio, adoptó su manera y se acercó más que en ninguna otra composición al carácter de la antigua poesía lírica. En esta hermosa canción iguala y a veces supera a sus modelos. En la epístola que dirige a Boscán, en la que también imita a Horacio, nada de notable ofrece; pero en las elegías, escritas en admirables tercetos, sobre todo la que dedica al Duque de Alba, muestra Garcilaso un nuevo sentido, consecuencia natural del desenvolvimiento del lirismo, que consiste en expresar el dolor del espíritu ante cualquiera de los infortunios a que está sujeta la condición humana, sentido que se diferencia notablemente del que tuvo la elegía en la literatura antigua y que consistía en lamentar los desdenes de la amada bajo un punto de vista material, y considerando el amor como una verdadera enfermedad.

En lo que más brilló el genio privilegiado de Garcilaso fue en la poesía bucólica, que en la Edad Moderna alcanzó un predominio que sorprende. Pero como esta clase de composiciones pertenece a los géneros que hemos denominado poéticos compuestos (V. la lección LIV de la parte primera. -T. I. p. 412 y siguientes), prescindiremos aquí de ellas para tratarlas en el lugar oportuno.

Para concluir el estudio del privilegiado poeta a quien tanto deben las masas castellanas, diremos por vía de resumen de cuanto dejamos expuesto, que aparte de los italianismos y galicismos que se encuentran en sus obras y que son debidos a su estancia en Italia y en Francia, a la rapidez con que escribía y al poco tiempo que tuvo para limar sus producciones, su estilo y dicción poética no tienen rival en corrección, pureza y elegancia. Su frase es siempre natural, sencilla y adecuada al asunto, y su versificación dulce, sentida y armoniosa. Los conceptos son tiernos y delicados, y respiran siempre verdadero sentimiento. En suma: el fondo y la forma van constantemente acordes en las producciones de Garcilaso, por lo que sólo pueden compararse con él los poetas latinos. No es extraño, por lo tanto, que fueran sus admiradores Francisco Sánchez (el Brocense) y Fernando de Herrera, que han hecho notar las excelencias de sus obras y las bellezas de su estilo; Cervantes, que alude a él con frecuencia en su inmortal Don Quijote y dijo que no tenía rival; Lope de Vega, que lo imitó y lo tuvo por el primero de los líricos; y en fin, muchos filólogos que aseguran que nadie como Garcilaso ha conocido los secretos del lenguaje.

El maravilloso éxito que obtuvo Garcilaso dio gran crédito a la forma italiana por él empleada y atrájole, desde luego, decididos partidarios. Uno de estos fue Fernando de Acuña, caballero de origen portugués que vivió al lado de Carlos V. Tradujo este monarca del francés, según asegura Van Mall, el libro de caballerías de Oliverio de La Marca titulado El Caballero determinado, y encargó a Acuña que lo pusiera en verso, lo cual hizo éste, modificando el libro conforme al gusto de la época y poniéndolo en las antiguas quintillas dobles, en las cuales hizo gala de pureza de estilo y abundancia de dicción y de una versificación graciosa y suelta. Mas las obras que dan a Acuña el lugar que aquí le asignamos, son las que escribió al gusto italiano, en las cuales se manifiesta entusiasta imitador de Garcilaso, aunque nunca llegó a la altura de éste, a pesar de ser superior a Boscán, a quien también se propuso por modelo. Escribió diversas fábulas mitológicas, entre ellas la Contienda de Ajax y de Ulises, en la que imitó a Homero y empleó versos muy fáciles. Los sonetos y las églogas y elegías son las composiciones que más nombre le han dado y que más determinan su filiación en la escuela que nos ocupa.

Otro de los partidarios de ésta y de los más entusiastas imitadores de Garcilaso, fue Gutierre de Cetina, natural de Sevilla, en donde nació a principios del siglo XVI. Fue soldado, habiendo asistido a las campañas de Italia y Flandes y a la jornada de Túnez, y después de haber estado en Méjico, murió pobre y olvidado en su ciudad natal por los años de 1569. Sus poesías fueron en un principio poco conocidas, pues en su siglo solo vieron la luz pública cuatro sonetos dados a la estampa por Herrera en sus comentarios a Garcilaso; pero los elogios del cantor de Eliodora, los de Argote y Saavedra Fajardo y los de Góngora y Lope de Vega, bastarían para crearle una buena reputación, sino se la hubiera ya dado el mérito poético de sus obras. Consisten la mayor parte de éstas en anacreónticas (por lo que algunos le han llamado el Anacreonte español), madrigales, sonetos y otras composiciones cortas; y en todas ellas da muestras de una dulzura y delicadeza tales y de una armonía tan encantadora que no tiene rival, así como de un sentimiento lírico muy pronunciado. Su estilo es gracioso y su expresión tierna como los afectos que te inspiran, que siempre son delicados y dulces.

Como competidor de Garcilaso cita el Sr. D. Adolfo de Castro a Francisco de Figueroa, designado como Herrera con el sobrenombre de divino. Fue natural de Alcalá de Henares, en donde nació de una familia noble, por el año de 1540. Siguió la carrera militar y sirvió en las campañas de Italia y Flandes. Nada más se sabe de él sino que fue casado y que igual a Virgilio en la modestia, mandó quemar sus obras algunas horas antes de morir, por lo que se conservan muy pocas poesías suyas. Estas muestran que siguió la escuela de Boscán y Garcilaso, y la dulzura con que están escritas, la fluidez y sonoridad de sus versos, son virtudes que las hacen tan estimables como los afectos que revelan, llenos de pasión y de fuego. La égloga de Tirsis, escrita toda en verso suelto, es su obra más conocida y alabada, y la primera hecha toda entera en esa clase de forma.

Otros varios poetas se asocian a Boscán y Garcilaso en la empresa de introducir en nuestro Parnaso las musas italianas; entre ellos merecen citarse Jerónimo de Lomas Cantoral que fue gran admirador de Garcilaso, y que escribió todas sus poesías líricas a la manera italiana; el Capitán Francisco de Aldana, a quien también dieron sus contemporáneos el nombre de divino, y D. Luis de Haro, mencionado por Castillejo como partidario de la escuela petrarquista, en cuyo favor trabajó también D. Diego Hurtado de Mendoza, de quien más adelante trataremos.

A pesar del éxito que obtuvo la escuela poética creada por Boscán y Garcilaso, y de que llegó a ponerse en moda en la corte de Carlos V escribir a la manera italiana, no por eso dejó de tener opositores que protestaran contra esta innovación.

Fue el primero de estos Cristóbal de Castillejo, natural de Ciudad Rodrigo, en donde nació por los años de 1494, según afirma Moratín. Obtuvo el favor del hermano de Carlos V, D. Fernando, de quien llegó a ser secretario, por lo que permaneció mucho tiempo en Alemania, toda vez que D. Fernando fue rey de Bohemia y de romanos y emperador. Habiendo pasado Castillejo la mayor parte de su vida en el gran mundo, quiso concluirla en la calma de la soledad y se hizo eclesiástico: murió contando más de cien años de edad, en la cartuja de Valdeiglesias (Toledo), según la mayor parte de sus biógrafos, o en un monasterio cerca de Viena, en opinión de algunos. Su muerte debió acaecer por el año de 1596.

Las obras poéticas de Castillejo han llegado a nosotros bastante mutiladas por la Inquisición. Están repartidas en tres libros: el primero comprendo las de amores, el segundo las de conversación y pasatiempo, y el tercero las morales y de devoción.

Como poeta, Castillejo reúne todos los caracteres propios de la antigua poesía nacional sin participar de sus defectos. Revela en sus producciones gracejo, facilidad y más ingenio que sentimiento. Manejó el idioma con pureza y valiose casi siempre del metro corto propio de las antiguas coplas castellanas y que tanto se presta a los discreteos y sutilezas de que están sembradas sus obras. Distinguiose mucho en el género festivo, como lo prueba el Diálogo entre él y su pluma en que pide a ésta cuenta del tiempo que ha malgastado escribiendo con ella treinta años, a lo cual le responde la pluma echándole la culpa al espíritu que la guiara: en esta composición, que descuella entre las demás, muestra Castillejo mucha gracia y bastante facilidad para vencer las dificultades de concepto y de lenguaje. No menos ingenio y donaire revela en el Sermón de amores, en que describe los funestos efectos de esta pasión y los desórdenes que causa en todas las clases. En esta obra se manifiesta muy libre al tratar de las costumbres del clero, por lo que fue bastante corregida por la inquisición. Lo mismo puede decirse del Diálogo que habla de las condiciones de las mujeres, en el cual campean la facilidad y el gracejo, al lado de una intención satírica algo extremada.

Si Castillejo no reunía todas las condiciones necesarias para ser un buen lírico, tiene pocos que le aventajen en el género que cultivó. También resulta de sus composiciones que manejó la sátira con sencillez, gracejo y soltura, si bien con demasiada libertad. Esgrimiola principalmente contra los partidarios de la escuela italiana, a quienes llamaba con cierto desprecio «petrarquistas»411.

Ayudó a Castillejo en semejante empresa, como uno de sus discípulos, Antonio de Villegas, que ardiente partidario en un principio de la escuela castellana, acaba por sacrificar a la moda sus inclinaciones y adopta la nueva forma. Sus obras, que no llegaron a imprimirse hasta el año de 1565 a pesar de estar escritas desde el de 1551, no tienen importancia, y sólo merece citarse este poeta por haber traducido o imitado fábulas mitológicas, que ponen de manifiesto la influencia clásica. De las poesías de Villegas, las más largas, como la fábula de Píramo y Tisbe y la cuestión y disputa entre Ajax Telamón y Ulises sobre las armas de Aquiles, son las menos interesantes; pero entre las cortas se encuentran algunas que no dejan de ser agradables.

Los mismos pasos que Villegas siguió Gregorio Silvestre, portugués de nacimiento, a pesar de lo cual escribió poesías en un castellano puro y castizo. Floreció por los años de 1530 a 1560; y partidario al principio de la escuela castellana, acabó, como Villegas, por adoptar la forma italiana, pues en los últimos años de su vida escribió sonetos y coplas en ottava y terza rima: tal vez no se sintió con fuerzas suficientes para oponerse a la reforma. Silvestre dio muestras de ser ingenioso y agudo como Castillejo, con la ventaja sobre éste de tener más sentimiento poético, circunstancia que hace que sus canciones se puedan calificar de notables y colocar a la altura de las mejores que se escribieron en aquel tiempo. Las glosas, de que se hallan seguidas sus coplas, están hechas con tal acierto y discreción que bien puede decirse que no tiene Silvestre rival en este género. También escribió fábulas mitológicas y un poema titulado Residencia de amor; obras que no carecen de mérito, pero en las cuales se muestra menos feliz que en todas las demás. Silvestre fue organista mayor de la catedral de Granada y murió en el año 1570, cuando aún no contaba cincuenta de edad.

Otro portugués, Jorge de Montemayor, de quien hablaremos en otro lugar, como introductor de la novela pastoril, y los españoles Luis Gálvez Montalvo y Joaquín Romero de Cepeda, con algún otro, ayudaron también a Castillejo en la empresa de mantener el gusto de las antiguas coplas castellanas.

Mas no consiguieron su empeño principal, que consistía en desacreditar la escuela italiana. Ésta, en vez de decaer con los ataques que le dirigieron sus enemigos, adquirió cada día mayor crédito, hasta el punto de que el mismo Lope de Vega, que se mostró partidario de la escuela antigua y escribió su San Isidro en redondillas, adoptó al fin la nueva forma y confirmó con su ejemplo el uso de los metros toscanos. Este resultado, que podíamos atestiguar con otros ejemplos, y que hemos visto patentizado en la conducta de Villegas y Silvestre, prueba la popularidad que alcanzó la escuela italiana, popularidad tan merecida como lógica si se tiene en cuenta que la mayor profundidad de sentimiento y la mayor elevación de fantasía que la distinguen de la otra escuela, su competidora, se acomodaban mejor al estado de aquella época y le aseguraban la supremacía en el Parnaso español, dando lugar a una nueva y fecunda dirección y a una división importante en nuestra literatura.

A que obtuviera semejante resultado la reforma introducida por Boscán, contribuyó D. Diego Hurtado de Mendoza en quien se dan unidos los elementos poéticos de las dos escuelas enemigas, la italiana y la tradicional castellana.

Hurtado de Mendoza nació en Granada por el año de 1503. Era el quinto hijo de D. Iñigo, conde de Tendilla y marqués de Mondéjar, y en sus primeros años se dedicó a la carrera de la Iglesia. Después de haber pasado los primeros días de su juventud en su ciudad natal, donde se familiarizó mucho con el árabe, pasó a seguir sus estudios a Salamanca, en cuya Universidad aprendió filosofía y derecho. Su carácter inquieto y sus aficiones no le permitieron continuar la carrera eclesiástica, que abandonó, entrando como militar al servicio del Emperador, a quien siguió siempre. En 1535 fue nombrado embajador en Venecia con el especial encargo de impedir la alianza de esta república con Francia, misión que desempeñó con tal acierto que el Emperador le felicitó varias veces por ello y le nombró gobernador militar de la importante ciudad de Siena. Nombrado luego para instar y promover la reunión del Concilio de Trento y para representar y defender en él los intereses y derechos del Estado, desempeñó con mucho tino y discreción este dificilísimo encargo, en el que se acreditó de muy hábil diplomático, no menos que en la misión que le fue confiada de reprender al Papa Julio III y obligarle a permanecer fiel a España. Cuando Felipe II subió al trono, no quiso rodearse de aquellos servidores de su padre que por su carácter franco y leal no se avenían bien con la tortuosa política que emprendió para nuestra desventura. Entre esos nobles servidores se encontraba Don Diego Hurtado de Mendoza, que al fin, y a causa de un incidente desgraciado que tuvo en palacio, fue desterrado a Granada por los años de 1565 a 1566. Últimamente, obtuvo licencia para pasar a Madrid, en donde murió por el mes de Abril de 1575, cuando contaba setenta y dos años de edad.

«La literatura debe a este insigne escritor un fomento particularísimo» ha dicho un crítico. En efecto, las graves ocupaciones que tuvo siempre Hurtado de Mendoza, no le impidieron consagrarse con gran provecho al cultivo de las letras y hasta favorecer en Italia el triunfo del Renacimiento. Protegió a los editores Albo y Paulo Manucio, por lo que éste le dedicó la edición primera que se hizo de las obras de Cicerón. Por los servicios que prestó al Sultán Solimán, recibió de él un regalo consistente en códices griegos, entro los cuales se hallaban las obras de Flavio Josefo, regalo que él agradeció mucho y la literatura más. Últimamente, mantuvo estrechas y cordiales relaciones con los mejores ingenios italianos y españoles, como Bembo, Sannazaro, Boscán, Garcilaso y otros, lo cual es indudable que sirvió para determinar las direcciones que siguió en literatura.

El mejor servicio que a ésta prestó Hurtado de Mendoza, es el que representan sus obras. Algunas de éstas, como el Lazarillo de Tormes y la Guerra de los moriscos, que escribió durante su destierro en Granada, le han dado fama imperecedera. Mas dejando para el lugar correspondiente el tratar de ellas, sólo nos fijaremos ahora en sus producciones poéticas.

Al tratar de éstas no puede menos de observarse que reflejan vivamente el carácter de su autor. No se distingue Mendoza por lo florido del lenguaje, ni por la dulzura de la versificación; y aunque algunas veces se manifiesta tierno y sensible, la verdad es, que en estas cualidades resulta inferior a los poetas de primero y segundo orden contemporáneos suyos. Su permanencia en Italia le inclinó, sin duda, a ponerse del lado de los reformadores, pero sin entregarse del todo a los encantos de la escuela de Garcilaso. Escribió, pues, a la manera italiana, pero sus poesías de esta clase no demuestran dulzura ni sentimiento: aparece en ellas descuidado y flojo en la versificación y empleando un lenguaje, aunque castizo, nada abundante y poco fácil y armonioso. Todos estos lunares desaparecen en sus composiciones escritas conforme al estilo castellano, en las cuales revela la gracia y donaire propios de la antigua poesía popular, a la cual le llevaban sus afecciones: sus redondillas, a las que nada puede igualarse, según Lope de Vega, ponen de manifiesto la superioridad de Mendoza en este género. Es, por lo tanto, evidente que la individualidad del poeta fluctúa aquí entre dos opuestas direcciones: Mendoza sancionó e imitó la forma italiana y contribuyó a popularizarla, por lo que fue incluido por algunos en el número de los innovadores; pero no pertenece del todo a la escuela de Boscán y Garcilaso y mostrose muy buen poeta cultivando las formas antiguas del verso castellano.

Mas el carácter grave y profundo de D. Diego y el estudio severo que había hecho de los clásicos antiguos, cuyo espíritu y sentido se hallaba empapado, son circunstancias bastante poderosas para trazarle una dirección más fija que las dos antes señaladas y para no consentir que en él triunfasen otras influencias que las de la antigüedad clásica. Así es que la epístola filosófica es el género que mejor cultiva, porque es para el que tiene mayor aptitud. En las composiciones que de esta clase escribió, demuestra la profundidad de juicio y de sentido, la discreción y la experiencia propias del hombre de mundo y del entendido gobernante a la vez que se manifiesta imitador de los clásicos. En la Epístola en tercetos (las tiene escritas en redondillas) que dirige a su amigo Boscán, imita de tal manera a Horacio, que a veces parece que lo traduce: y en el Himno que dedicó al Cardenal Espinosa, se muestra tan impregnado del espíritu de Píndaro, que esta producción es tenida por uno de los mejores modelos de la oda pindárica cultivada por los primeros poetas del siglo XVI. Hasta las Canciones escritas según el gusto italiano, suelen participar más de la manera de Horacio que de la de Petrarca. En su mejor obra poética, que es la fábula escrita en octavas de Adonis, Hipómenes y Atalanta, se encuentran imitaciones de Virgilio muy bien hechas. Esta tendencia de Hurtado da Mendoza en favor de los clásicos, aparece más evidente en sus obras en prosa, en las que imita con éxito a Salustio y Tácito.

De notar es lo que sucede con Hurtado de Mendoza al armonizarse en él los dos elementos de las escuelas italiana y castellana, se realiza al cabo en general. El triunfo completo de la primera de estas escuelas, con la que se fusiona la segunda, da por resultado que ambas dejen de existir como escuelas independientes y opuestas, para ser sustituidas por las que en las lecciones siguientes estudiaremos, empezando por la clásica, en favor de la cual muestra tal tendencia el mismo Hurtado de Mendoza, según ha podido notarse, que bien podría colocársele también en ella412.




Lección XXXII

Escuela clásica. -Principales poetas de la rama salmantina: Fray Luis de León; su vida y condiciones. -Sus obras poéticas; clasificación y examen de las mismas. -Francisco de Medrano: noticias acerca de su vida. -Sus dotes como poeta, y carácter predominante de sus poesías. -Francisco de la Torre: noticias acerca de su vida. Opiniones sobre su personalidad. -Suerte que cupo a sus obras y carácter y virtudes poéticas de las mismas. -Cultivadores principales de la escuela clásica de la rama aragonesa: los Argensolas; su vida, fama y autoridad de que gozaron. -Sus cualidades poéticas y sus doctrinas literarias; sus obras. -Indicaciones respecto de algunas de ellas y acerca del lenguaje poético de las mismas. -Otros cultivadores de la escuela clásica en su dirección aragonesa; Cristóbal de Mesa, el Príncipe de Esquilache y Esteban Manuel de Villegas


Como en la lección XXX queda dicho, la escuela clásica se divide en dos ramas o direcciones importantes, denominadas: una salmantina y aragonesa la otra.

El fundador o maestro de la primera de estas ramas, y al que bien puede considerarse a la vez como verdadero jefe de toda la escuela clásica, es Fray Luis de León, llamado en el siglo Luis Ponce de León. Hijo de una familia noble, nació por el año de 1528 en la villa de Belmonte de Tajo413. Sus padres cuidaron mucho de su educación moral y literaria, y él recompensó estos afanes consagrándose con gran ardor y no menos provecho al estudio. A la edad de catorce años mandáronle a estudiar a Salamanca, donde el 29 de Enero de 1544 tomó el hábito de agustino, a pesar de que sus padres no pensaron en dedicarle a la vida del Claustro. En 1561 obtuvo en la Universidad de dicha población la cátedra de Santo Tomás de Aquino, compitiendo con siete opositores, de los cuales cuatro eran ya catedráticos. Posteriormente ascendió a catedrático de prima de Sagrada Escritura, merced a sus méritos y reconocida sabiduría. Unos y otra granjeáronle mucha estima y consideración muy alta; pero a la vez le suscitaron enemigos, que celosos de su prestigio y saber, resolvieron perderlo. Tomando por pretexto una traducción que hizo del Cantar de los cantares, de Salomón, a la que añadió unos breves comentarios, y acusándole a la vez de judaizante y de aficionado al luteranismo, sus émulos lo denunciaron a la Inquisición, en cuyas cárceles fue encerrado el 27 de marzo de 1572, después de habérsele instruido una causa que todos creyeron iba a sobreseerse, y mediante nuevas acusaciones, de las cuales se defendió ante el Santo Oficio en 6 de dicho mes, de una manera tan clara y explícita como firme y digna. Cinco años permaneció encerrado en las cárceles de la Inquisición de Valladolid y durante ellos se presentó veinte veces ante el Tribunal a declarar y responder a las acusaciones que se le hacían. Al fin, el 13 de agosto de 1577 recayó en la causa sentencia definitiva por la que se le absolvió y se le hicieron algunas prevenciones; y en 28 de julio del año siguiente fue confirmado por el general de los agustinos en la cátedra que antes desempeñaba y que la Universidad, que en medio de las desgracias que afligieron al Maestro Fray Luis de León le había sido fiel, no sólo se la conservó vacante sino que no consintió que nadie se sentase en ella. Entonces fue cuando al explicar la primera lección después de sus infortunios, empezó diciendo sencillamente: Como decíamos ayer...; frase que se ha hecho célebre, y que frustró las esperanzas del numeroso auditorio que la escuchó y que había ido al aula creyendo oír de los labios del Maestro algunas alusiones a lo pasado. Murió Fray Luis de León en Madrigal el 23 de agosto de 1591, nueve días después de haber sido nombrado Provincial en el capítulo celebrado en el convento de dicho pueblo.

Según afirman sus biógrafos y revelan sus trabajos, «Fray Luis de León fue hombre de grande ingenio y de sumo juicio, muy docto en las lenguas castellana, latina, griega y hebrea. Asimismo fue buen poeta latino, y entre los castellanos, el de espíritu más sublime, insignemente erudito y muy sabio teólogo»414. Desde muy joven dio muestras de su vocación religiosa y del sentido místico que tan vivamente se refleja en la mayor parte de sus obras, que son muchas y de mérito. Ahora sólo nos toca tratar de las poéticas, dejando las demás para cuando estudiemos la Didáctica.

Las obras poéticas del maestro León están divididas por él mismo en tres libros; y en la dedicatoria que de ellas hace a D. Pedro Portocarrero dice: «Son tres partes las de este libro. En la una van las cosas que yo compuse mías. En las dos postreras las que traduje da otras lenguas, de autores así profanos como sagrados. Lo profano va en la segunda parte; y lo sagrado, que son algunos salmos y capítulos de Job, va en la tercera». Las poesías originales pueden dividirse en religiosas, morales o filosóficas y patrióticas, de modo, que Fray Luis de León es un vate que abraza todo el ideal poético de su época, pues canta los principales sentimientos que en la misma preponderaban.

No hizo Fray Luis de León mucho caso de sus talentos poéticos, que miró hasta con abandono, «no porque la poesía no sea digna de cultivarse, puesto que Dios la eligió para sus loores, sino porque veía el errado modo de opinar de nuestras gentes». Esto no obstante, sus obras poéticas, así originales como traducidas, revelan cualidades nada comunes, antes bien, verdaderamente raras. Ellas son de las que más ennoblecen la lengua española y demuestran que quien las compuso estaba dotado de un ingenio sutilísimo para la invención y de gran elevación de pensamiento. Abundan en las competiciones poéticas de Fray Luis imágenes brillantes, unidas a una sencillez, una suavidad y una templanza grandes, a un gusto correcto y a una dicción pura y armoniosa, y se distinguen por la música deliciosa de sus versos. Añádase a esto un misticismo subjetivo expresado en forma literaria tan bella, cual no se encuentra en ningún escritor de aquella época; pinturas en las cuales el poeta no busca el efecto pintoresco ni la sensualidad del género erótico, y un grande y profundo conocimiento de la literatura clásica, en cuya escuela se formó, y se tendrá una idea de lo que fue Fray Luis de León como poeta. En este concepto ejerció sobre nuestra literatura una influencia poderosa, y contribuyó mucho a excitar el gusto de la hermosa antigüedad, en cuyas manifestaciones se inspira constantemente, así como en la Biblia, si bien no acude a ésta tanto como Herrera, como que ningún poeta ha conocido mejor que él el verdadero modo de imitar a los antiguos en la poesía moderna: véase con cuánta razón asignamos al Maestro Fray Luis la jefatura de la escuela clásica.

Como es natural, en las poesías religiosas es donde Fray Luis ostenta con más viveza el misticismo que antes hemos indicado. En ellas aparece original, magnífico, sublime y lleno de unción, como lo prueba la que consagra a la Ascensión del Señor, alta muestra de poesía lírica y verdadero acabado modelo de la oda cristiana.

En las poesías morales o filosóficas demuestra un alto sentimiento de la belleza moral y del desprecio que debe inspirar la deleznable vanidad de las cosas mundanas, todo expresado con blandura y suavidad, en estilo bello y castizo y sin la afectada elegancia que a la sazón estaba en moda. Testimonio de esto que decimos, da la oda que empieza:


    ¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido



y la incomparable que tituló Noche serena, que es un modelo entre las de su clase.

En las poesías patrióticas se inspira Fray Luis con ardor vivísimo en el sentimiento nacional, que se revela en ellas con tanta energía como en el Romancero. Modelo de esta clase de odas es la titulada Profecía del Tajo que respira fervoroso patriotismo y está llena de enérgicos acentos: generalmente se considera esta oda como la obra maestra de Fray Luis de León, y como una de sus más bellas imitaciones de Horacio. A esta clase pertenece también la que dedicó a Santiago, en la que se levanta a la altura de los grandes genios.

En sus obras poéticas originales se observan algunos hebraísmos y reminiscencias de otros autores, como Píndaro, Horacio, Virgilio y Tibulo a quienes imitó, particularmente a Horacio que constantemente estudiaba y del cual tomó la marcha, el entusiasmo y el fuego de la oda. Más que estas obras, le dieron fama sus traducciones. Las tiene muy notables en el libro segundo, de los escritores antiguos citados y de los modernos Petrarca, Monseñor de la Casa, Bembo y otros. De Salomón y David son las traducciones que encierra el libro tercero, que es un verdadero y admirable tesoro de poesía sagrada.

Algunas veces, sobre todo cuando le falta la inspiración, decae nuestro gran poeta y se presenta prosaico y sin color alguno; pero bien puede asegurarse que sus defectos son hijos de sus mismas virtudes, y que sus poesías se leerán siempre con entusiasmo.

Entre los principales discípulos de la escuela clásica en su rama salmantina figura Don Francisco de Medrano, que algunos mencionan como afiliado a la escuela sevillana, sin duda porque nació en Sevilla. Escasísimas son las noticias que tenemos de este ingenio. Sólo se sabe de él que floreció en el siglo XVI y que visitó la Italia, particularmente a Roma, a donde le llevaron sus pretensiones, que no alcanzaron el éxito que nuestro casi desconocido poeta deseaba. Se ignoran el lugar y el año de su muerte.

Fue Medrano apasionado de Horacio y acaso el mejor imitador suyo, compitiendo en esto con Fray Luis de León. Las poesías que de él se conservan son poco numerosas y muestran un lenguaje puro y correcto, un estilo natural, sentido y a veces levantado, y una manera de decir adecuada siempre al asunto de que trata. Revelan, además, un gran sentido filosófico, y dotes de excelente poeta lírico, muy conocedor, por otra parte, de la lengua castellana. El Sr. D. Adolfo de Castro en la colección de poetas líricos de los siglos XVI y XVII, por nosotros mencionada hace grandes elogios de Medrano, a quien dice que tiene en alta estima. Ticknor lo elogia también; y realmente no se concibe cómo han olvidado a nuestro poeta la mayor parte de los críticos.

Las poesías de Medrano vieron la luz pública por el año de 1617 en Palermo, a continuación de los libros de Remedio de amor, imitación, o más bien, traducción de Ovidio hecha por Pedro Venegas, a quien aventaja Medrano. Constan las poesías de éste de algunos excelentes sonetos y de varias odas, que la mayor parte son imitaciones de Horacio, cuyas huellas siguió docta y esmeradamente, y están dirigidas a varios de sus amigos, en lo que imitó también al poeta famoso de Venusa. De sus odas las mejores son las horacianas. Merece citarse la que dedica a D. Fernando de Soria sobre la vanidad de las ambiciones humanas y otra sobre los males y vicios que acarrea la ambición de las riquezas. No es menos digna de mención la titulada Profecía del Tajo, en la que se inspira en Horacio, como Fray Luis de León en la suya del mismo nombre, con la diferencia de que éste se aparta más del poeta latino, mientras que Medrano lo imita de tal manera que a veces parece que lo traduce. Lo que principalmente caracteriza a las poesías de Medrano son los profundos pensamientos que entrañan415.

A la escuela que nos ocupa pertenece Francisco de la Torre, acerca de cuya vida existen noticias muy oscuras y sobre cuya existencia real hay opiniones muy contradictorias. Fue natural, según él mismo declara en una de las estrofas de sus poesías, de un pueblo de las riberas del Jarama, pueblo que debe suponerse fue Torrelaguna, a juzgar por las matrículas hechas a su nombre entre los años de 1554 a 1556 como estudiante de los Colegios de San Isidoro y San Eugenio. En el último de dichos años y cuando contaba veintidós de edad (lo cual supone que debió nacer hacia 1534), la Torre hizo la primer matrícula de Cánones, sin haber cursado la filosofía ni tener el título de bachiller. Abrazó la carrera de las armas, no sin haber rendido antes su tributo al amor, según en sus poesías se muestra, y asistió a las campañas de Italia. Mas los azares de la guerra no consiguieron hacerle olvidar a su amada, a juzgar por lo que él mismo refiere cuando habla de sus proezas militares, de sus servicios y de sus padecimientos amorosos. Retirado a las márgenes del Duero en edad avanzada, no pudo olvidar su pasión, y a lo que parece hubo de morir sacerdote416.

Tales son las noticias que se tienen de Francisco de la Torre, a quien algunos han confundido, y entre ellos el mismo Quevedo, con el Bachiller Alfonso de la Torre, que floreció en la época de D. Juan II, confundiendo a la vez el estilo de dos siglos e ignorando que nuestro la Torre fue conocido de Lope de Vega, que lo compara y aun lo pone al lado de Garcilaso. También lo han confundido muchos con el citado Quevedo, el primero en publicar las obras de la Torre, fundándose en que Lope de Vega dio a la estampa algunas de sus composiciones con el nombre supuesto de Tomé de Burguillos, y que bien pudo hacer otro tanto el señor de la Torre de Juan Abad: error no menos craso que el primero, si se atiende a la diferencia de estilo, de sentido, de inventiva y aun de carácter que existe entre las composiciones de ambos ingenios417.

Muerto Francisco de la Torre, sus papeles se extraviaron y fueron a parar a manos del caballero portugués D. Juan de Almeida, que tuvo el renombre de Sabio, quien conociendo el valor de las poesías trató de publicarlas, a cuyo efecto, y después de haber sido aprobado el tomo por D. Alonso de Ercilla, obtuvo la competente licencia del Consejo Real; mas de nuevo sufrieron extravío, queriendo la suerte que esta vez las hallase D. Francisco de Quevedo, el cual, estimándolas de gran valor, dedicolas a Felipe IV, y las dio a la estampa, con el título de Obras del Bachiller Francisco de la Torre, en el año de 1631.

«Las poesías de Francisco de la Torre, dice Quintana, son de los frutos más exquisitos que dio entonces nuestro Parnaso». Cántase en ellas principalmente la naturaleza y el amor con el fuego y ternura de quien desde sus primeros pasos en la vida se vio cautivo en las redes de aquella pasión. Están escritas con una gran sencillez y suavidad de expresión, y revelan no menos viveza de afectos y profundidad de pensamiento, juntamente con una frescura y gallardía en el decir, una corrección y pureza en el estilo, que encantan y que hermosea siempre el autor con frases elegantes y adecuadas al asunto. Cuando trata de objetos campestres es abundantísimo en sentimientos tiernos y melancólicos, como ningún poeta castellano, de lo cual da elocuente prueba en sus endechas a una tórtola y a la cierva, composiciones bellísimas que, como la égloga de Proteo y Filis, por todas partes se hallan sembradas de pensamientos tiernos y delicados y rebosan dulcísima melancolía. Muchas veces se inspira Francisco de la Torre en los grandes modelos de Italia imitando a Petrarca y los que le siguieron.

Mas aunque las poesías de Francisco de la Torre revelen con frecuencia el gusto de la escuela italiana418, abundan en imitaciones de los clásicos antiguos. En todas se descubre que el poeta se halla familiarizado con ellos, prefiriendo a Horacio y Virgilio, y que hizo siempre con inteligencia la imitación. Sus odas, alguna de las cuales (la de Tirsis) escribió en verso suelto a la manera de los antiguos, ponen bien de manifiesto esta tendencia y sentido clásicos de Francisco de la Torre, y justifican, como algunos de sus armoniosos sonetos, el lugar que le asignamos en la escuela clásica; las odas a Filis y a la Aurora merecen especial mención. La Torre compuso además multitud de discretos epigramas y tradujo elegante e ingeniosamente muchos de los del Marcial inglés, Juan Owen419.

Otros varios poetas, que oportunamente indicaremos, pueden considerarse como afiliados en el grupo salmantino que tan gran influencia tuvo en la literatura patria y tantos días de gloria ha proporcionado al Parnaso español.

El sentido y gusto manifestados en las producciones de los ingenios de quienes acabamos de ocuparnos, son mantenidos hasta los primeros años del siglo XVII por los clásicos aragoneses, si bien éstos revelan una tendencia bastante determinada en favor de la poesía tradicional castellana; pero ambas tendencias (la de los salmantinos y la de los aragoneses) reflejan el espíritu de la antigüedad pagana, por lo que las hemos considerado como ramas de un mismo árbol, como dos manifestaciones de la escuela clásica. Representan, por tanto, la variedad dándose dentro de la unidad.

Debe advertirse, a fin de no dar lugar a anacronismos, que en el tiempo que media entre la rama que hemos denominado salmantina y la que llamamos aragonesa, de que ahora vamos a tratar, se manifiesta la escuela oriental, de que en la lección próxima hablaremos, y casi a la vez se comienzan a cosechar los frutos del mal gusto, que da lugar a la formación de las escuelas conceptista, culterana y prosaica que examinaremos después. El método que adoptamos obedece, por tanto, al propósito de presentar seguidamente todo el desenvolvimiento de la escuela clásica y no se funda en el orden cronológico.

Continuadores de la escuela clásica, o mejor dicho, jefes de su rama aragonesa, son los dos hermanos Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola, naturales de Barbastro, provincia de Huesca, y oriundos de una distinguida familia italiana. Lupercio nació en 1563 y Bartolomé en 1564. Ambos cursaron en la histórica Universidad de Huesca filosofía, historia y letras clásicas: Lupercio se dedicó a la vida pública y Bartolomé a la eclesiástica. El uno pasó a Zaragoza donde estudió elocuencia y lengua griega, y el otro se quedó en Huesca hasta recibir el grado de Doctor en derecho civil y canónico. Ambos gozaron de la protección de doña María de Austria, hermana de Felipe II y viuda del emperador Maximiliano II, la cual nombró secretario suyo a Lupercio. Casado éste con doña Bárbara de Albión, de la que tuvo un hijo, y después de haber sido Presidente de la Academia Imitatoria, fue nombrado gentil-hombre de cámara del archiduque Alberto, y más tarde, y a pesar de haber tomado parte activa en las alteraciones ocurridas en Aragón con motivo de la huida de Antonio Pérez, fue honrado por Felipe III con el cargo de cronista de dicho reino. El Conde de Lemos le hizo secretario de Estado y de Guerra de su virreinato de Nápoles, en cuya ciudad murió en 1613 a los cuarenta años de edad. A la influencia de Lupercio debió Bartolomé el curato y rectoría de Villahermosa, que obtuvo en 1588. Ayudó a su hermano en el manejo de los negocios y también estuvo al lado del Conde de Lemos, hasta que próximo a terminar el gobierno de éste volvió en 1616 a Zaragoza, de cuya ciudad había sido nombrado canónigo, y a donde le llamaba el cargo de cronista del reino de Aragón, que como su hermano, obtuvo. En dicha ciudad murió a 26 de Febrero de 1631, no sobreviviendo a su hermano mas que 18 años420.

A pesar de que cultivaron otros géneros literarios, como a su tiempo veremos, los Argensolas dieron desde su juventud señaladas muestras de su afición a la Poesía. Por su aplicación, talentos y saber, fueron muy estimados de sus contemporáneos, a quienes merecieron el nombre de Horacios españoles, título que, ciertamente, no puede aplicárseles sino con alguna exageración, y que debieron, sin duda, más que a sus disposiciones poéticas, a la protección que dispensaron a las letras. Lo cierto es que ambos hermanos gozaron, en Madrid sobre todo, de mucha fama y autoridad: Cervantes y Lope de Vega los elogian, llegando a decir el último que «le parecía que habían venido de Aragón a Castilla a enseñar el castellano».

Con sobrada razón pudo decir esto nuestro gran dramático de quienes, como los Argensolas, manejaron el lenguaje con corrección y propiedad sumas. Esta circunstancia, unida a las no menos estimables de una circunspección y cordura grandes, de una erudición vasta y de una severidad de doctrina poco común, bastan para asignarles lugar muy distinguido en nuestro Parnaso, sobre todo tratándose de unos tiempos en que se empezaba a hacer gala de torturar el idioma. En justo tributo a sus méritos, debemos dejar asentado que los Argensolas supieron apartarse del camino que ya habían empezado a recorrer los conceptistas y culteranos.

Si respecto del lenguaje poético hay que reconocer que los Argensolas fueron castizos y esmerados y fáciles versificadores, por lo que el idioma patrio les debe mucho, necesario es también decir que en el género lírico no son abundantes y se presentan sin riqueza ni elevación. Aparecen haciendo alarde de notable ingenio reflexivo, de exquisito gusto, de mucha sencillez y naturalidad y de no poca elegancia en la dicción; pero generalmente están desprovistos de calor, de entusiasmo y de fantasía. Las virtudes mismas que hemos señalado, hijas del estudio más que de la espontaneidad, engendran en sus composiciones defectos, como el prosaísmo, que aminoran el mérito que en realidad debieran tener.

Propusiéronse los Argensolas imitar a Horacio, mostrando una gran adhesión a las doctrinas contenidas en el Arte poética del vate latino, únicas en que veían salvación para las letras castellanas. Tuvieron, por lo tanto, en gran estima la poesía filosófica, en la cual llevaba la ventaja Bartolomé, que sin disputa es más profundo que Lupercio, como lo prueba en sus epístolas, en las cuales, imitando a Horacio, muestra su afición a las reflexiones y máximas morales. Los dos hermanos escribieron odas y canciones, que no son las mejores de sus obras, pues generalmente carecen de entusiasmo, de vida y de movimiento; circunstancia que se refleja en todas sus composiciones eróticas, en las cuales se echan de menos la gracia y ternura propias de este género de poesía. Sus sonetos, entre los cuales los hay muy buenos, prueban esto mismo que decimos, pues comúnmente entrañan una reflexión moral o religiosa, siendo de advertir que hasta en los sonetos eróticos manifiesta Bartolomé esta tendencia. Lupercio se sustrae algo a ella, no tanto en sus sonetos, que también los tiene buenos, como en sus décimas y redondillas.

Como pudiéramos comprobar con multitud de ejemplos, si el lenguaje es castizo y la versificación fluida, la pasión nunca mueve lo bastante el ánimo de los poetas que nos ocupan. Esta circunstancia es más de notar todavía en la Sátira, género que los Argensolas cultivaron con no poco provecho y para el cual no carecen de energía, si bien son duros y aparecen faltos de vivacidad, merced a lo mucho que amplifican los pensamientos. «Es triste, dice Quintana a este propósito, ver que no salgan jamás de aquel tono desabrido y desengañado que una vez toman, sin que la indignación hacia el vicio los exalte, ni la amistad o admiración les arranque un sentimiento ni un aplauso, y que parezca que nunca amaron ni estimaron a nadie». Y cuenta que el carácter sesudo y el espíritu grave y reflexivo de los Argensolas, no menos que su tendencia hacia la poesía ingeniosa y discreta, les hacen más aptos para el cultivo de la sátira que para el de ningún otro género. La mayor parte de las sátiras que escribieron estos poetas son invectivas contra los cortesanos421.

A pesar de todo lo dicho, los Argensolas merecen ser estudiados y ocupar un lugar distinguido en nuestra literatura. Sus caracteres, sus talentos, sus aficiones, sus estudios, todo en fin contribuye a considerarlos como afiliados en la escuela clásica, si bien diferenciándose de los primeros cultivadores de ésta por su apego a la antigua poesía nacional y por la menor sensibilidad, ternura, viveza, energía, fuego y galanura en la frase que revelan sus producciones.

Uno de los primeros discípulos de los dos ingenios de que acabamos de tratar, fue Cristóbal de Mesa, cuyas poesías líricas se imprimieron en 1611 y fueron aumentadas en 1618. Según él mismo dice, hubo en un principio de proponerse por modelo a Herrera; pero su permanencia en Italia le hizo, sin duda, variar de estilo, pues la cierto es que Mesa imitó y hasta plagió a los Argensolas, y como éstos, se adhirió a las doctrinas contenidas en la Poética de Horacio, y tradujo algunas de las églogas de Virgilio.

También debe mencionarse al Príncipe de Esquilache, discípulo de los Argensolas, a quienes trató de imitar. Llamábase D. Francisco de Borja, pues el título que llevó era de su mujer, heredera del principado de Squillace en el reino de Nápoles. Créese que el poeta que nos ocupa nació en Madrid por el año de 1578. Fue hijo de Juan Borgia, conde-de Fícalo, y de Francisca de Aragón. Tuvo muchos honores y riquezas, y después de haber sido virrey del Perú, murió en Madrid el 26 de Setiembre de 1658, cuando contaba ochenta años de edad.

En los ratos de ocio que los cuidados de la vida pública le dejaban, Borja se dedicó a la Poesía, que cultivó con provecho. Tomó de los Argensolas la naturalidad y sencillez, por lo que sus mejores composiciones líricas son las letrillas y romances ligeros, entre las cuales hay algunas que no tienen rival. En ellas revela gracia y facilidad sumas, y a veces ternura, cualidad que manifiesta más aún en los sonetos y madrigales, que sin ser mejores que las letrillas, suelen tener mucho mérito: el soneto A un ruiseñor, puede servir de ejemplo. Como los Argensolas, sus maestros, el príncipe de Esquilache cultivó la epístola en verso, por más que en ella no llegase nunca a estar a la altura que en sus producciones antes indicadas.

Más nombrado que los dos anteriores fue otro discípulo de los Argensolas, llamado Esteban Manuel de Villegas, natural de Nájera (Rioja) donde nació por el año de 1595. A pesar de que sus padres no estaban sobrados de recursos, mandáronle a Madrid y Salamanca, con el fin de que estudiara jurisprudencia, pero él dejó a Temis por las Musas. En lucha con sus necesidades y con la escasez de recursos, y trabajando en vano por alcanzar un destino, que no llegó a lograr, pasó casi toda la vida en su patria hasta que murió en 1669, a los sesenta y cuatro años de edad. Llamáronle por sobrenombre el Cisne de Najerilla.

Sus primeras composiciones, a las cuales dio el nombre de Delicias, las escribió, según él mismo declara, a los 14 años de edad y las limó a los 20. Todas sus poesías las dio a la estampa en Nájera, el año de 1617, con el título de Eróticas. Divídese el tomo que las contiene en dos partes: la primera comprende las traducciones de Horacio y Anacreonte y varias imitaciones de este último, y la segunda, sátiras, elegías, idilios en octavas, sonetos y las Latinas, como él llamó a las composiciones que hizo imitando los hexámetros y otras clases de versos usados por los antiguos, en lo cual no estuvo muy feliz.

Por punto general, las composiciones de Villegas respiran un espíritu verdaderamente poético. Las mejores son las anacreónticas en las cuales, ya traduzca, ya imite, raya a una gran altura, por lo que ha merecido las alabanzas de nuestros mejores críticos. En dichas composiciones, como en todas las ligeras que escribió, muestra Villegas gracia, ligereza, y afectuosa ternura, unido todo a locuciones tan poéticas como naturales y a una facilidad grande. La cantinela que empieza:


    Yo vi sobre un tomillo
quejarse un pajarillo
viendo su nido amado,
de quien era caudillo,
de un labrador robado:



reúne dichas circunstancias y es una de las más graciosas que tiene. También merecen citarse la oda al Céfiro y la del Amor y la Abeja, que pueden servir de modelos en su clase.

Villegas llevó hasta la exageración los principios de su maestro Bartolomé de Argensola. Fue muy dado a usar verbos nuevos, como los de armiñar, envidrar, enerar, ancianar, que derivó de armiño, vidrio, enero y anciano, por lo que ha merecido las alabanzas de Mayans. No se las tributará por ello, ciertamente, quien tenga en cuenta que esos verbos y otros no menos extraños que usó Villegas, así como la frase de arroyuelo, hecho cinta de hielo y la de la abeja, verdugo de las flores, empleadas por el mismo autor, eran síntomas muy caracterizados de culteranismo.

Tal es la escuela clásica, en la que, en nuestro concepto, se funda la sevillana, llamada también oriental, de que en la lección siguiente tratamos.