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Lección III

Origen y formación de la lengua castellana. -Investigaciones acerca de la primitiva lengua de los españoles: teorías acerca de su origen. -El lenguaje durante la dominación romana. -Vicisitudes que sufrió bajo la dominación visigoda y la invasión musulmana. -Nacimiento de las lenguas romances. -Elementos que han entrado en la formación del idioma castellano: sus excelencias literarias


A largas y numerosas investigaciones y a controversias animadas, de las que aún no puede decirse que haya salido depurada la verdad, ha dado y está dando motivo la cuestión de fijar el idioma de los primeros pobladores de España; bien es verdad que la diversidad de pueblos que se establecieron en nuestra Península antes de la dominación romano, y la confusión que de su mezcla resultara, es causa bastante para dificultar la solución del problema filológico a que ahora nos referimos.

Mientras que algunos sostienen con Humboldt que la lengua de los vascos era la de los iberos y se hablaba por toda la Península230, afirman otros con Hovelacque, que semejante hecho no está científicamente demostrado todavía. Los trabajos lingüísticos más recientes no conforman con la teoría de Humboldt, y cuando más lo que admiten es que los antiguos iberos hablaron una lengua aliada al vasco, y quizá una forma más antigua de éste, lo cual no está completamente probado231. Es posible, y nosotros la admitimos, la identidad entre el vasco y el ibero, teniendo en cuenta que está fuera de duda que el éuscaro es uno de los idiomas más antiguos de nuestra Península y que se hablaba en tiempo de los antiguos iberos, pues que precedió a la invasión de los celtas indo-europeos, pero no exclusivamente ni en toda la Península, como pretenden Humboldt, Maury y otros filólogos232. Todo, pues, lo que cabe admitir es que el vasco es uno de los más antiguos representantes de los idiomas del pueblo ibero, que tuvo varios, lo cual está fuera de duda.

Estos idiomas sufrieron modificaciones con la llegada a nuestra Península de otros pueblos, principalmente el celta, de cuya amalgama con los primitivos habitantes resultó el pueblo celtíbero, cuyo idioma debió ser diferente de los que antes se hablaban. La venida de las diversas colonias que después de los celtas se establecieron en la Península ibera compuestas de fenicios, rodios, foceos, etc., y últimamente cartagineses, fue causa de nuevas modificaciones en el lenguaje de los habitantes de España, modificaciones nacidas de los nuevos elementos que aquellas colonias trajeron al idioma celtíbero y demás que se hablaban en la Península, predominando en unas partes las influencias griegas y en otras las celtas. Cuando los romanos se establecieron en nuestro suelo, había adquirido gran preponderancia el elemento oriental, sobre todo con la venida de los cartagineses.

Y tan notable fue esta influencia, que ha dado lugar a que al tratarse de determinar por los doctos los orígenes de la lengua española, se sustente la teoría que hace derivar a ésta de las lenguas semíticas, en contraposición de la que afirma que del latín y sólo del latín nació el idioma castellano. Sin negar nosotros la influencia que en la formación de nuestra lengua ejercieron los orientales, creemos que el verdadero origen de ella debe buscarse en el latín, como lo indica el nombre de lengua romance que en un principio recibiera, y con que todavía se la designa233.

Esto admitido, y partiendo de la diversidad de elementos que por virtud de las invasiones indicadas vinieron a ejercer su influencia en los idiomas que hablaban los antiguos iberos, veamos cómo de estos orígenes se formó el habla castellana, para lo cual es menester que nos fijemos en la invasión de Roma.

La invasión de nuestra Península por los romanos influyó de una manera considerable en la formación del lenguaje nacional, que entonces ni siquiera se presentía. Sabido es que aquel pueblo poseía como ningún otro el don de saber aclimatar en los territorios que conquistaba sus costumbres y sus instituciones, y en virtud de esta que pudiéramos llamar ley de su política y de su historia, consiguió en poco tiempo hacer que prevaleciese en la Península el bello idioma del Lacio. No había trascurrido todavía media centuria de años desde la entrada de los romanos en territorio ibero, cuando se contaban en la Península, por decreto del Senado, colonias latinas compuestas de invasores y naturales del país, de cuya mezcla resultó una nueva raza; y merced a los privilegios y ventajas que a dichas colonias se otorgaron, multiplicáronse en breve tiempo y adquirieron importancia y poderío. Estas circunstancias, el definitivo establecimiento de los conquistadores en España, y las grandes ventajas con que brindaba a los naturales la civilización romana, ventajas de que los españoles no podían disfrutar bien sino mediante la adopción de las costumbres y del idioma del pueblo vencedor, fueron causa de que la lengua latina se aclimatara en la Península de tal modo que, bien puede decirse, su adopción fue general entre los españoles, a lo cual contribuyó de una manera eficaz la política del Senado.

Pero esto no quiere decir que se perdiera por completo la primitiva lengua de los españoles y de los celtíberos, ni que se olvidaran algunos de los antiguos dialectos que se hablaban en la Península. Testimonios irrecusables prueban lo contrario, y muestran que se hablaban en Iberia distintos lenguajes, aun en tiempos del Imperio romano234. Lo que aquí afirmamos, apoyados en testimonios de gran autoridad, es que el uso de la lengua del Lacio fue general y constante en la Península durante la dominación de Roma, y que era, sin duda, la única empleada en la misma época para toda clase de negocios públicos, en tribunales y conventos jurídicos, en asambleas, en escuelas públicas, en instrumentos, monedas, inscripciones, etc. Si no puede negarse que en el siglo VIII todavía se hablaban, como asegura Luitprando235, además del latín y del árabe, el griego, el cántabro y el celtíbero, y no se habían olvidado todos los antiguos dialectos, no es menos cierto que cuando Estrabón visitó la España la mayor parte de sus pueblos usaban la lengua latina, que si no puede decirse que fuese por completo universal y popular, era el idioma oficial de los moradores de la Península, entre los que, por la época a que nos referimos, fue su uso general y constante.

La irrupción de los bárbaros del norte, que tan grande influencia ejerció en los destinos de la Europa, produjo nuevas alteraciones en el idioma que se hablaba en España, si bien la corrupción que el latín sufrió aquende los Pirineos no fue tan grande como la que experimentara en otros pueblos; debiéndose esto, sin duda alguna, a las relaciones que las razas que aquí vinieron tenían ya desde tiempo antes con los romanos, y a la mucha influencia que llegaron a tener los Obispos españoles en el gobierno de los visigodos, influencia merced a la cual se acortaron las distancias entre vencidos y vencedores, sobre todo desde la unión del clero arriano al católico. Mezcláronse al cabo los dos pueblos (el invasor y el invadido) gracias al lazo de la religión, y proclamada por los obispos católicos la unidad de lenguaje en los asuntos de la Iglesia, prevaleció en la mezcla la lengua latina, si bien con algunas modificaciones, siendo la principal que los invasores introdujeron en dicho idioma la de amoldar sus formas al mecanismo de los dialectos que ellos hablaban. Los godos, pues, adoptaron el vocabulario de la lengua latina, pero alteraron la estructura gramatical de este idioma, adaptándola en lo posible al lenguaje perfeccionado por Ulfilas, al que, como era natural, no renunciaron del todo en un sólo día. Y ya sea por esto, o ya porque no dejaban de hablarse en España otros idiomas, de lo cual no cabe duda, la cierto es que en los últimos tiempos de la dominación visigoda, lo corrupción de la lengua latina se hacía cada vez más sensible a pesar de los esfuerzos que el clero y los doctos hacían por conservarla, de lo cual resultó un nuevo idioma que hablaban las muchedumbres, y que venía a ser un latín bárbaro, como lo calificó San Isidoro. Tenemos, pues, que además de algunos de los antiguos idiomas, se hablaban en la Península dos lenguajes: el latín cultivado por los doctos, y el de las muchedumbres que era producto de la mezcla del antiguo greco-celtíbero, del latín y del visigodo, y que fue el que principalmente ocasionó la corrupción de la lengua romana.

Con la invasión de los árabes el idioma nacional, que ya podemos considerar como en embrión, sufrió nuevas alteraciones, con las cuales recibió a la vez elementos de riqueza inapreciable, y hubiera sido mayor la influencia que en el lenguaje comúnmente usado por los españoles ejerció el que trajeron los musulmanes, si un puñado de valientes no lo hubiese preservado de la general catástrofe.

Los que después de la destrucción del imperio visigodo se retiraron con Pelayo a los fragosos terrenos de Asturias y Vizcaya, en donde erigieron el glorioso baluarte de nuestra nacionalidad, llevaron consigo aquel latín corrompido de que antes hemos hablado; pero si consiguieron esto, no lograron alcanzar que la corrupción del latín dejara de seguir adelante, como lo hacía visible y rápidamente, hasta el punto de que en el siglo IX los legos no entendiesen el latín de los libros. De aquí el que haya que convenir con el señor Monlau en la existencia de dos latines, rústico uno y urbano otro: algunos, como el Sr. Canalejas, admiten además el latín Provincial y el latín eclesiástico, con cuya clasificación no dejamos de estar conformes. Había, pues, cuando menos dos clases de latín, el rusticus y el urbanus, correspondientes a los dos que se hallaron durante la dominación visigoda; y del primero, que fue el que usaron las muchedumbres y que era tosco y grosero, y como tal muy distinto del que hablaban los romanos, resultó el idioma nacional, a pesar del desdén con que era mirado por los doctos y las gentes cultas.

De ese latín informe, a que hemos dado el nombre de rústico, modificado por la mezcla de los elementos propios de los lenguajes ibero, púnico, griego, germano y hebreo, y según exigían la lengua nativa, el genio, la raza y otras condiciones especiales de nuestro pueblo, resultaron como espontáneas aspiraciones a la formación de un idioma patrio, cada vez más necesario, varios dialectos, los cuales recibieron en un principio el nombre de romances, como para denotar que eran hijos de la lengua hablada por los romanos, es decir, de la lengua latina, de la que más principal, directa e inmediatamente provenían.

Estos romances, o lenguas vulgares, aspiraron pronto a la consideración de lenguas literarias, que al fin lograron, pues, merced a esforzados y laboriosos trabajos, consiguieron el dominio, no sólo de las muchedumbres sino también de las gentes doctas. Entre dichos romances descolló el castellano, el cual adquirió muy pronto el rango de idioma nacional, y recibió más tarde el nombre de lengua castellana o española, con cuyos calificativos se designa indistintamente nuestro idioma nacional, formado, según se ha visto, por degeneración, por corrupción de otra lengua mejor, mezclada con elementos extraños y distintos.

De la breve reseña que acabamos de hacer, se deduce que si bien nuestro idioma, como lengua romana, debe considerarse como una derivación de la latina, que es su principal fundamento, en su composición han entrado varios y muy distintos elementos, como son los que le trajeron pueblos tan diversos como los que durante el largo trascurso de tiempo que duró el génesis de nuestro idioma nacional, se establecieron en la Península ibérica, en cuya civilización ejercieron gran influencia, modificando en diversos sentidos y en diferentes períodos, costumbres, instituciones, habla, etc., todo, en fin, cuanto constituye la manifestación de la vida total de un pueblo. De aquí, que cuando se trata del estudio filosófico de nuestro idioma, no pueda prescindirse de esos elementos, cuyas huellas, lejos de borrarse, están como dando testimonio del paso por nuestra Península de todas las civilizaciones a que antes nos hemos referido236.

Y lejos de perjudicar a la belleza del idioma castellano, esa mezcla heterogénea de los elementos que han entrado en su composición, en los que tienen representantes las lenguas indo-europeas, semíticas, etc., parece como que ha venido a favorecerle, sobre todo, por la parte que corresponde a los idiomas de los romanos, germanos, árabes y judíos; pues, la verdad es que la lengua castellana tiene excelencias literarias de inestimable valor, y en las que, salvo la latina, apenas si hay alguna que la aventaje. Es armoniosa y abundante cual ninguna, y a la majestad y elegancia, reúne en alto grado la fluidez y la galanura que todos los filólogos le reconocen. Dulce, pero no afeminada; severa sin ser ruda; sonora y grandilocuente; flexible en alto grado; rotunda y grave en la prosa; llena de riqueza y armonía en el verso, -compite nuestra lengua con la italiana, supera a la francesa y sólo cede en perfecciones a la latina. De aquí el que nuestra literatura llegase a la altura en que la contemplaremos al estudiar los siglos XVI y XVII, y que esta grandeza se deba, más que al fondo, a la forma, más que a la idea, al medio de que ésta se sirve para manifestarse; pues estas mismas excelencias de nuestra lengua han sido causa de que a la belleza de la expresión, más que a la importancia de lo expresado, hayan atendido nuestros escritores, cayendo en un exagerado formalismo, o incurriendo en vicios gravísimos, nacidos del cultivo extremado de las formas literarias externas237.






ArribaAbajoIntroducción. Literatura hispano-latina

(Ciclo primero: siglos I-XII d. de J. C.)



ArribaAbajoÉpoca primera

Dominación romana


(Siglos I-V de nuestra era.)


Lección IV

Estado social de España bajo la dominación romana. -Distintos géneros de manifestaciones que durante esta época ofrece la literatura. -Primeros ingenios españoles: Porcio Latrón, los dos Balbos, Marco Anneo Séneca y otros: caracteres de estos escritores. -Españoles que florecieron durante el imperio y cultivaron la manifestación pagana: Lucio Anneo Séneca; sus obras. -Marco Anneo Lucano; su Pharsalia. -Marcial y otros. -Quintiliano; su libro de Institutione oratoria y su influencia. -Otros escritores. -Caracteres de la literatura hispano-latina en su manifestación pagana


No fue al principio la política romana para con nuestra península, política de asimilación y de dulzura como pudiera inferirse de lo que en una de las lecciones anteriores hemos dicho; fuelo, por el contrario, de opresión y bárbara tiranía, cuyo resultado más inmediato fue separar a los vencidos de los vencedores y ahogar el ingenio español, que sólo en las postrimerías de la República llegó a manifestarse con alguna brillantez. Correspondía esto al estado social de la Península que no fue el más lisonjero, hasta que cambiada aquella política con los primeros emperadores, entró en una nueva fase en la que visiblemente mejoró la situación de nuestro pueblo y se mostró más rico y pujante el ingenio español. Muchos fueron, en efecto, los españoles que durante los tiempos a que nos referimos ilustraron las letras romanas, con no poco provecho para éstas y para el pueblo que los produjo.

Con el entronizamiento del Imperio coincidió un hecho grandioso que en corto tiempo cambió por completo la faz del mundo y que llena la historia de aquella Edad y de la que le siguieron. Nos referimos al advenimiento del Cristianismo, a cuyo sólo anuncio empezó a derrumbarse el mundo pagano, minado ya en sus cimientos por letal corrupción.

A medida que la doctrina de Cristo se extendía y ganaba prosélitos, su espíritu se infiltraba en las costumbres o instituciones de los pueblos a que alcanzaba, hasta el punto de que en poco tiempo llegó a informar la vida toda de aquellas viejas sociedades, que parecían como renovarse y entrar en lozana juventud al calor vivificante del Evangelio. Natural era, por lo tanto, que una doctrina que con tal vitalidad se presentaba, que con rapidez tan grande se difundía y que de tal modo hacía rejuvenecerse a aquellas sociedades moribundas, viniera también a informar la vida del Arte y a prestar a éste nuevos elementos de inspiración. Lo que con tal brío y grandeza se reveló en las instituciones y en las costumbres de los pueblos sujetos a Roma, y muy particularmente del nuestro, no podía menos de revelarse también en las esferas del Arte, señaladamente en la Literatura que, como dicho queda, es reflejo fiel de las costumbres, de las instituciones, de las aspiraciones, de la vida toda, en fin, de las sociedades en que se produce; y así es que bien pronto halló el sentimiento cristiano elocuente resonancia entre los españoles que cultivaban las letras romanas, como en un principio la tuvo el paganismo.

Infiérese de estas breves consideraciones que durante la dominación romana hay que considerar en la literatura cultivada por los españoles, o mejor dicho, en la literatura hispano-latina, dos géneros de manifestaciones: la manifestación pagana y la manifestación cristiana.

Empieza la primera en el ocaso de la República, en que ya florecieron no pocos ingenios españoles, entre los cuales el primero que merece mencionarse es el cordobés Porcio Latrón, a quien Quintiliano llamó «primer profesor de esclarecido nombre» y de quien Plinio dice que era «claro entre los maestros de hablar». Ignóranse casi por completo las circunstancias de la vida de Latrón, que se suicidó a los 55 años de edad, en el 750 de la fundación de Roma, por sustraerse a las dolencias de una enfermedad penosa que le atormentaba.

Gozó Latrón fama de orador elocuente y fue muy admirado en su tiempo, mereciendo un entusiasta elogio de su ilustre compatriota Marco Anneo Séneca. Su influencia en la tribuna fue grande, a lo que debió tener no escaso número de discípulos, entre los que merecen citarse Abrono Silón, Floro, Sparso y Publio Ovidio Nasón. Las obras que de él han llegado hasta nosotros son pocas e incompletas, pues sólo nos quedan, merced a la solicitud del citado Séneca, algunos fragmentos de sus Declamaciones, en los cuales se revela bien el vigoroso y libre espíritu de su autor, con cierta aspereza y demasiada fuerza de expresión que ponen bien de manifiesto el carácter de los españoles de aquella época.

Dejando a un lado a Junio Galión, Turrino Clodio y Víctor Estatorio, los tres cordobeses, debe hacerse especial mención de los dos gaditanos Balbos (tío y sobrino) que brillaron en la tribuna en épocas de turbulencias, debiéndose al mayor de ambos, llamado Lucio Cornelio, una obra histórica que tenía por objeto referir las hazañas de Julio César, y llevaba el título de Ephemerides; atribúyesele además otro libro destinado a tratar de las Lustraciones o ritos paganos. Por unas cartas dirigidas a Cicerón, únicas producciones que de los dos Balbos han llegado hasta nosotros, puede colegirse que el autor de ellas, que lo es Lucio Cornelio, no carecía de buen gusto y manejaba con soltura la lengua latina.

También floreció por los últimos días de la República el español Cayo Julio Hyginio238, que fue esclavo de Julio César y liberto de Augusto, que le confió el cargo de prefecto de la biblioteca palatina en donde daba su enseñanza. Fue discípulo predilecto de Cornelio Alejandrino, mereció de sus coetáneos gran estimación y escribió bastantes obras, bien que no todas las que se le atribuyen deben tenerse como suyas. Las que no cabe duda que lo son pueden dividirse en históricas, filosóficas, científicas y literarias. A la primera clase corresponden el libro De vita rebusque illustrium virorum, el De Urbibus y el de Familis troyanis; a la segunda los titulados De proprietatibus deorum y De penatibus; a la tercera su largo tratado De Agricultura, y a la cuarta, el Liber fabularum, los Commentaria in Virgilium y el Propempticon Cinnae. En todas estas obras reveló poseer conocimientos universales, y una erudición que alcanzaba hasta la arqueología; pero si todas las obras que se le atribuyen son suyas, hay que reconocer que pecó de desigualdad en el lenguaje, el cual era unas veces poco puro y elegante, y otras castizo y gallardo.

A grandes controversias ha dado lugar Marco Anneo Séneca, en quien unos han visto al «príncipe de los declamadores romanos», mientras que otros vieron al corruptor de la literatura latina. Nació en Córdoba por los años 695 de la fundación de Roma, de una familia ilustre que se contaba en el orden de los caballeros. Recibió educación esmerada y logró en Roma gran renombre enseñando el arte retórica y declamatoria. A la edad de 72 años emprendió, a instancia de sus hijos, la tarea de recopilar los discursos y las sentencias de los oradores que admirara durante su juventud. Murió el año 785 de Roma, que era el 33 de la Natividad de Cristo. La recopilación emprendida por Marco Anneo y que llevó a cabo con el título de Controversias y Suasorias, es una obra meritoria bajo el punto de vista histórico, literario y crítico, en la cual resplandecen exquisito gusto, erudición profunda y juicio seguro, cualidades que revelan, a la vez que un buen escritor, un pensador profundo.

El escritor de quien acabamos de ocuparnos cierra la serie de los españoles que cultivaron las letras durante la República, en todos los cuales se descubre siempre el ingenio español con esa originalidad y ruda sencillez, esa enérgica independencia y varonil energía que constituyen los caracteres distintivos de nuestro pueblo. Con la iniciación de la escuela cordobesa, cuyos hijos cultivaron con tanto brillo las letras latinas, empiezan ya a manifestarse también los vicios que, andando los tiempos, habían de empañar la hermosa literatura propiamente dicha española.

Uno de los más esclarecidos hijos de esa escuela, fue el cordobés Lucio Anneo Séneca, que apareció en una época de dolorosa corrupción en la vida toda, y de evidente decadencia literaria. Nació el año tercero de la era cristiana, y llevado a Roma por su padre Marco en muy tierna edad, consagrose al cultivo de la Poesía y la elocuencia. Por sus relevantes dotes excitó la envidia y aun las burlas de otros declamadores, entre ellos del emperador Calígula, de cuya temible ojeriza logró salvarse. Muerto Calígula, fue desterrado por Mesalina, que le odiaba, y levantado el destierro por Agripina, que fue esposa de Claudio, obtuvo el honroso cargo de ayo y preceptor de Nerón. Olvidándose Séneca de las máximas que aprendiera de los estoicos, a quienes igualmente que a los pitagóricos tuvo gran afición, obtuvo honores y riquezas, siendo elevado a la dignidad de cónsul; todo lo cual le valió envidias hasta del mismo Nerón (que ya se había emancipado de su tutela), y fue la causa de que se le acusara por el fausto y lujo que desplegaba. Comprendiendo que su estrella se nublaba, dirigió Séneca una oración a su discípulo, en la que al darle sus riquezas le pedía que le señalase una corta renta con que vivir. Negose Nerón a ello y abrazándole públicamente pareció reconciliarse con él. Sin embargo, so pretexto de que estaba complicado en la conspiración de Pisón, fue sentenciado a muerte por su mismo discípulo el año undécimo de su imperio, dejándosele la elección del suplicio que más le agradase: eligiendo Séneca el de ser desangrado en un baño. Espiró Séneca con verdadera resignación y tranquilidad, pronunciando en tan supremos momentos palabras de dulzura y profundas y saludables sentencias.

Distinguiose Séneca como poeta y como filósofo, hasta el punto de que se haya dudado y disputado mucho acerca de si eran uno mismo el trágico y el filósofo, nombres con que indistintamente se le ha designado. Puesto ya fuera de duda que ambos nombres cuadran a nuestro Lucio Anneo, pasemos a dar cuenta de sus producciones poéticas y filosóficas.

Como poeta, fue Séneca cultivador de la tragedia, mostrando preferencia por el teatro clásico griego, a donde va a buscar los personajes y los asuntos de sus producciones, sin que por esto se olvide de la sociedad en que vive, ni de las doctrinas de su tiempo. La Ilíada y la Odisea son los modelos que se propone, por más que a veces parezca como que se complace en borrar las tradiciones poéticas del arte homérico y adulterar sus bellísimos tipos. Lo que desde luego puede afirmarse con el Sr. Amador de los Ríos, es que no fue su intento restaurar la tragedia latina, como algunos han creído, ni popularizarlos infructuosos ensayos que hasta su tiempo se habían hecho para crearla. Las diez tragedias que se le han atribuido, que son las únicas que llevan su nombre, son: Medea, Tebaida, Edipo, Hécuba, Thyestes, Hércules furioso, Agamenón, Hipólito, Troades y Octavia239. Estas obras nunca fueron representadas; se escribieron sólo para alimentar la vanidad literaria de unos cuantos eruditos: se resienten del filosofismo del autor y abundan en situaciones violentas, exagerados caracteres y lenguaje hiperbólico, con mengua de la verdad y detrimento del sentimiento estético. Su estilo es exagerado e impropio.

Como filósofo, salieron de la pluma de Séneca obras muy estimables. Se tienen por suyas las siguientes, que lo acreditan como político y moralista: tres libros De Ira; uno De Consolatione ad Helviam; dos con igual propósito, dirigidos ad Polybium y ad Marciam; los De Providentia; De Tranquillitate animi; De Constantia sapientis; De Clementia; De Brevitate vitae; De vita beata, De Otio aut secessu sapientis; los siete De Beneficiis y las Epístolas a Lucilio. Como naturalista, escribió las Quaestiones naturales, habiéndose también mostrado como geógrafo o historiador en obras perdidas para la crítica. En las obras citadas incurre Séneca en notables y frecuentes contradicciones, lo cual no es de extrañar, cuando se sabe que aspiró a una especie de eclecticismo imposible de realizar. Esto no obstante, sus escritos filosóficos revelan siempre alteza y profundidad de pensamiento, gran amor a la filosofía y vasta instrucción.

Como continuador o heredero del escritor de que acabamos de tratar, se presenta a nuestra consideración Marco Anneo Lucano, nacido también en Córdoba por el año 36 de nuestra era. De noble y distinguido linaje, fue llevado a Roma en su más tierna edad y educado por Séneca, de quien era sobrino. Por este motivo fue compañero de Nerón, cuyos enojos suscitó contra sí, pues ambos jóvenes llegaron a ser competidores en el cultivo de la poesía y de la música. Con motivo de una obra literaria en que Lucano venció al feroz hijo de Agripina, saliose éste del teatro de Pompeyo, en que tuvo lugar su derrota, y prohibió luego a su amigo y condiscípulo, primero que recitase en público, y después que escribiese composición alguna. Tan duro castigo dio lugar a que Lucano tomase parte en la conjuración de Pisón, la cual descubierta, dio por resultado la condenación a muerte del poeta cordobés, con otros varios de los conspiradores, cuando sólo contaba 27 años de edad.

La obra porque principalmente se conoce a este ilustra vate, y a la que debe su reputación, es el poema titulado: Pharsalia, en el cual revela gran imaginación y elevado talento. Es el asunto de este poema, a que algunos quieren dar el nombre de epopeya, la lucha que tuvo lugar entre César y Pompeyo, y terminó en los campos de Farsalia, en donde espiró la libertad del pueblo romano. No obstante ser este poema casi una narración histórica escrita en verso, se descubre en él un gran numen y una brillante imaginación, principalmente en algunas de sus descripciones. Se ve en él que el poeta, siguiendo el ejemplo de su maestro, se separó de las tradiciones de la literatura griega, al par que desechó las sencillas formas cultivadas por Virgilio, teniendo en cambio muy presentes las doctrinas filosóficas de Séneca y su filiación entre los eruditos y declamadores.

Las demás obras de Lucano no tienen el valor de la Pharsalia, por más que en su mayoría no carezcan de importancia y mérito: corresponden a diversos géneros, incluso el oratorio.

Coetáneo de Lucano fue Marco Valerio Marcial, natural de Bílbilis (hoy Calatayud), y hombre que desde la indigencia en que pasó sus primeros días, llegó a alcanzar, a costa de humillaciones, los títulos de quirite, tribuno y padre de familias. Procuró imitar a los vates del siglo de oro; pero lejos de restaurar la Poesía, como fue su propósito, reflejó en sus producciones como ningún escritor la corrupción de aquellos tiempos. Conocedor y observador profundo de la sociedad en que vivía, descargó contra ella el rudo golpe de una sátira enérgica y manejada con talento.

Fue, en efecto, Marcial, poeta satírico de primera fuerza. Todo lo que había de indigno en aquella sociedad corrompida, fue por él combatido. El libertinaje de sus contemporáneos, la usura, la avaricia, el adulterio, el asesinato, la delación, la insolencia de los poderosos improvisados, todos los vicios, en fin, que a la sazón emponzoñaban la sociedad romana, fueron atacados por su valiente y epigramática musa. Todas las producciones de este vate forman catorce libros de epigramas, además del que encabeza las obras: los catorce contienen cerca de mil quinientos epigramas que tratan de diversos asuntos. Muchos de los epigramas de Marcial son excelentes y en su mayor parte pertenecen a un género muy distinto del de Catulo; de toda la colección puede decirse lo que el mismo Marcial dijo: «Algunos son buenos, otros medianos y muchos malos».

Por la época de que ahora tratamos se verifica en la literatura romana una especie de reacción que lleva a los ingenios a imitar los antiguos modelos. Muchos de los escritores españoles siguieron esta dirección, con tanto más motivo cuanto que uno de los primeros en iniciarla es el poeta de quien acabamos de tratar. Entre los que siguieron su ejemplo deben citarse: Pomponio Mela, que escribió un libro titulado De situ orbis; Junio Moderato Columela, a quien se debe otro que lleva el título De Re rustica, y C. Silio Itálico, autor del poema Bella punica. Todos ellos hicieron grandes esfuerzos por restaurar el buen gusto y contener el cáncer que corroía a las letras y en general a las artes romanas.

En el mismo sentido que estos ilustres vates, pero con más éxito que ellos, trabajó otro insigne español llamado Marco Fabio Quintiliano, natural de Calahorra, donde nació por los años del 42 al 45 de nuestra era. Dedicose primero al foro, en el que dio grandes muestras de elocuencia, y después a la enseñanza de la Oratoria que practicó por espacio de veinte años con retribución del Erario. Después de inculcar en sus alumnos las máximas proclamadas por Cicerón, recogió y ordenó los principios de la Oratoria, que había practicado y enseñado, en su importantísimo libro De Institutione oratoria, que no es sólo un tratado de Retórica, como por algunos se ha supuesto, sino un curso completo de educación, pues que en él trata Quintiliano de formar un orador siguiéndole desde la cuna hasta el fin de su vida. Así es que en el primer libro da reglas para educar a los niños y métodos para los estudios gramaticales; en el segundo da preceptos retóricos y ventila varias cuestiones relativas a la Oratoria; y en los demás prescribe multitud de reglas para los que se consagran al estudio de la elocuencia. En toda esta obra, con razón tenida como glorioso monumento levantado a las letras romanas y al nombre de Quintiliano, revela éste un profundo conocimiento de los clásicos, un espíritu penetrante, muy sano juicio, y una crítica elevada y severa. Imitador de Cicerón, diferenciose poco de éste en la elegancia del estilo, por lo que con razón se ha dicho que a él cupo la gloria de dar su interpretación en el terreno de la teoría a la reacción literaria a que antes hemos aludido, dando a la vez ocasión a una especie de renacimiento de la literatura griega, que al cabo vino a contrariar a las letras latinas, cuya decadencia precipitó.

Después de Quintiliano, los vates españoles que merecen ser citados de entre los últimos que cultivaron la literatura latina en su manifestación pagana, son: el cordobés Lucio Anneo Floro, autor de un libro no exento de mérito, titulado Epitome rerum romanarum, el poeta y a la vez sacerdote Cayo Voconio, y el retórico Antonio Juliano, de quien apenas se tienen noticias.

Lo que al cerrar el período que termina en los primeros días del Imperio dijimos acerca de los caracteres principales que revelan en sus producciones los ingenios españoles que cultivaron la literatura latina durante dicho período, es aplicable a todos los demás que hemos comprendido en la presente lección. La aspiración a la independencia y, por lo tanto, la tendencia constante a rechazar todo yugo y quebrantar a sabiendas las reglas y preceptos del arte de Horacio y Virgilio, como en son de protesta en favor de la libertad perdida; la inclinación a esas licencias y extravíos de que siempre y en todas las esferas de la actividad diera muestras el espíritu español; su afán de imponer, tomándolos como otros tantos cánones, esos mismos defectos, lo mismo a la tribuna, que a la Poesía, que a la Historia; cierto sello de originalidad y por lo mismo, irresistible inclinación a separarse de los eruditos; -tales son los caracteres dominantes y constantes de la literatura hispano-latina en la manifestación que hemos denominado pagana.




Lección V

Aparición del Cristianismo; sus triunfos e influencia en las costumbres y la literatura del Imperio. -Escritores hispano-latinos que cultivan la manifestación cristiana: Aquilino Juvenco y Prudencio Clemente. -Los Bárbaros: influjo que ejercieron respecto del mundo pagano y de los cristianos y su literatura. -Últimos escritores hispano-latinos del Imperio. -Orosio: sus Historias. -Draconcio y Orencio: sus obras poéticas. -Idacio: su Chronicon. -Resumen general de esta primera época de la literatura hispano-latina


En el punto a que hemos llegado en estos apuntes relativos a la historia de la literatura hispano-latina, empieza a mostrarse la manifestación cristiana a que nos referimos en el comienzo de la lección precedente.

Débese esta nueva fase, que en su desenvolvimiento histórico presenta el Arte literario cultivado por los escritores españoles del tiempo del Imperio, a los progresos que la predicación del Evangelio había realizado, merced por una parte al descrédito en que había caído el gentilismo, y por otra a la buena acogida que tuviera la doctrina de Cristo, ardientemente propagada por hombres llenos de fe y de entusiasmo. La profunda desmoralización a que había venido el mundo pagano, y la activa predicación y tenaz propaganda de los Apóstoles y Padres de la Iglesia contribuyeron, aunque por distintos caminos, a un mismo resultado, al triunfo definitivo del Cristianismo, que al informar, como lo hizo, en poco tiempo la vida de aquellas sociedades caducas, dio nuevos elementos de inspiración al Arte, que ya no podía alimentarse con la que lo ofrecieran los ideales del mundo pagano, cuya total corrupción y descrédito anunciaban su próxima e inevitable ruina.

Fue, pues, el advenimiento y rápido progreso del Cristianismo un hecho a todas luces saludable, en cuanto que a él se debe la regeneración, en virtud de la cual despertaron a una nueva vida sociedades moralmente muertas.

Innegable es la influencia bienhechora que en las costumbres de la Roma imperial ejerció el Cristianismo, influencia que operó una verdadera trasformación en aquel pueblo, al que suministró nuevos principios de vida; y por lo tanto, nuevos elementos de inspiración artística.

Con la paz dada por Constantino a la Iglesia en los primeros años del siglo IV de nuestra era y con la que puede asegurarse que quedó afirmado el triunfo del Cristianismo, se hace más visible aquella influencia benéfica, y comienza a producirse en la literatura hispano-latina la manifestación cristiana, de la que podemos considerar como iniciadores a los Padres de la Iglesia, cuya elocuencia tan poderosamente contribuyó al resultado que señalamos.

Son los primeros españoles que se inspiran en la musa cristiana, C. Vecio Aquilino Yuvenco, que floreció en tiempos de Constantino, y M. Aurelio Prudencio Clemente, que abrazó la religión cristiana en el reinado de Teodosio. Fue el primero de estirpe ilustre y de claro ingenio, y mereció el segundo que la posteridad le otorgase el título de «príncipe de los poetas sagrados». Ambos son merecedores de alabanza por sus talentos y méritos literarios.

Yuvenco, que era Presbítero y a quien se considera como el primero de los poetas cristianos que ha producido España, escribió un poema titulado Historia Evangélica, en el que no se limita, como algunos han dicho, a poner en verso los cuatro Evangelios, sino que refiere la historia del Salvador o mejor, canta la redención del género humano. En tal sentido, ni se inspira para escribir su poema en las obras del siglo de Augusto, ni en la Mitología, ni en el arte de Homero y Virgilio, por más que no dejase de apreciar el mérito incontestable de estos dos grandes poetas; bebe su inspiración en el Evangelio, lo que le lleva a explorar nuevas regiones, valiéndose, sí, de la lengua y metrificación latinas, pero apartándose en gran manera del arte romano. Abunda su poema en brillantes descripciones, en las que por punto general se muestra sobrio, renunciando al aparato y pompa de las figuras y metáforas que plagan la poesía gentílica. Con austeridad y sencillez expone la doctrina evangélica, y lo hace así porque para cantarla no había menester de más ornato que la verdad. Por todo ello, la Historia evangélica, en que al par que la austeridad y gravedad campea un lenguaje armonioso y flexible, es digna de estima, así como su autor, quien de ninguna manera merece el desprecio a que una crítica irreflexiva pretendiera condenarle, sin duda porque se separó del arte clásico de los griegos y los romanos. Juvenco escribió, además del poema citado, unos himnos sobre los sacramentos, de que da noticia San Jerónimo, y algunas otras obras sobre asuntos sagrados, tales como el Liber in Genesis, el De Laudibus Domini y el Triumphus Christi heroicus.

Prudencio, que nació por los años de 348 ó 350 de nuestra era en Zaragoza o Calahorra, fue cultivador de las letras griegas y latinas, ejerció la abogacía y la magistratura, y últimamente, ocupó un lugar en la milicia. Escribió varios poemas religiosos encaminados a defender la pureza del dogma cristiano, a combatir la idolatría, a ensalzar las virtudes de los mártires y a cantar las alabanzas de los Apóstoles. Semejante empresa, no exenta de dificultades en aquellos tiempos, la realiza escribiendo el Libro de los himnos, el Libro de las Coronas, la Apoteosis, el Origen del pecado, el Combate del alma y dos cartas contra Simaco. De todas estas obras se han hecho bastantes ediciones, habiendo merecido sus himnos la honra de ser reproducidos, no sólo en los Breviarios y las Vidas y Actas de los Santos, sino aun en obras meramente históricas como la España Sagrada. Inflamado del espíritu religioso que exalta su fantasía, Prudencio infringe en sus obras las leyes de la metrificación y de la gramática, no obstante lo cual aparece en la esencia como poeta superior a los gentílicos, contemporáneos suyos, y sus descripciones son bellas y sencillas, como elevada, varonil, y a veces majestuosa, la entonación de sus cantos. No sin motivo se le acusa de duro e inarmónico, además de incorrecto, faltas que sin duda tienen su fundamento en que más que en la pulcritud de las formas tenía Prudencio puesta la vista en la majestad y grandeza de las ideas y sentimientos. De todo ello se deduce que aunque no pueda colocársele al lado de Horacio, como pretendía su entusiasta admirador Sidonio Apolinar, merece Prudencio ser tenido como poeta de bastante mérito y relevantes cualidades.

En la época que estamos historiando se realizó un acontecimiento de suma trascendencia que en poco tiempo cambió la faz del mundo, dando en tierra para siempre con el gran imperio de Occidente y coadyuvando, aunque de un modo indirecto, al triunfo definitivo del Cristianismo. Nos referimos a la invasión de los Bárbaros, mediante la cual, pareció al principio como reanimarse el mundo pagano. Pero esta animación era galvánica y fue la precursora de una muerte cierta, desde hacía tiempo claramente presentida. En esta despedida de los antiguos dioses, en esta como agonía del gentilismo, que pugnaba con todas sus fuerzas por no abandonar el dominio del mundo, aviváronse las persecuciones contra los cristianos, a los que se culpaba de cuantos males aquejaban a la sazón al Imperio. Al triunfo cada vez más grande, que el Cristianismo alcanzaba, se atribuían las desdichas que afligían al mundo con la irrupción de aquellas hordas venidas del Norte; y por lo mismo, y a la vez que se resucitaban los ritos, las ceremonias y hasta las fiestas del Paganismo hubo una especie de reacción contra la doctrina del Evangelio, contra la cual, así como contra sus defensores se emplearon la calumnia, el sarcasmo y la sátira más emponzoñada.

No dejaron de responder a tan cruda y encarnizada guerra los campeones de la doctrina evangélica; antes bien entraron en la pelea con denodado entusiasmo varones tan esforzados como Cirilo Alejandrino, Teodoreto, San Pedro Crisólogo, San Máximo, San Jerónimo, el gran Agustín, Tertuliano y otros.

Entre los españoles ilustres que figuran al frente de este movimiento, cuyo principal fin es defender de todo linaje de ataques la pureza de la doctrina cristiana, se cuenta el historiador Paulo Orosio, presbítero, natural de Braga, que floreció por los primeros años del siglo V. Hizo una peregrinación al Asia y al África, visitando a San Jerónimo y San Agustín, y aleccionado por tan sabios maestros hubo de salir a la defensa del dogma católico contra los errores de Celestio y Pelagio, en presencia del cual y del obispo de Jerusalén hizo una relación exacta de lo acaecido en el Concilio de Cartago. No bastando esto, tuvo que escribir su Apologético contra Pelagio, obra en que resplandece una gran elocuencia y en la cual se propuso probar la doctrina del libre albedrío negada por el heresiarca. Para convencer a los paganos de la falsedad de sus creencias, creyó Orosio que era el mejor medio presentar a sus ojos los ejemplos de la Historia, y a este intento escribió sus celebradas Historias, que no por haber dado lugar a contradictorios juicios dejan de tener mérito. Fue aplaudida esta obra durante el siglo V y consultada en los posteriores; y si en ella incurrió Orosio en anacronismos, pecó de crédulo (lo cual era un defecto de la época), y cayó en graves faltas de lenguaje y estilo, no puede en modo alguno negarse que también dio pruebas de estar adornado de dotes excelentes, que le hacen digno de especial mención.

Como colaboradores en la obra acometida por Orosio, si bien pulsando la lira en vez de cultivar la Historia, deben citarse Draconcio y Orencio, el primero de los cuales escribió un poema en versos hexámetros o heroicos denominado De Deo (repartidos en dos libros que constan de 2244 versos), en el cual canta al Numen Único, y en el que, en medio de no pocos lunares, resplandecen claras dotes que le dan un valor que no consiente los dictados de grosero y bárbaro con que ha sido injustamente tildado por los latinistas, pues no deja de tener bellezas de bastante precio. Las obras más notables de Orencio son sus Oraciones (veinticuatro) encaminadas contra la idolatría, y principalmente su Conmonitorio, obra que consta de dos libros y tiene por objeto formar la educación moral y religiosa de los cristianos. Menos ardiente y más sobrio que Draconcio, brilla menos que éste por la imaginación, aventajándole en la dulzura y claridad de los versos; y así como el primero altera con demasiada frecuencia el valor de las sílabas, el segundo apenas sabe observar las leyes del ritmo y del metro. Orencio fue más fecundo que Draconcio, pues además de las dos obras referidas se conservan de él algunos himnos; ambos merecen ser estudiados como cultivadores de la literatura hispano-latina.

En el mismo caso se halla Idacio, que nació a fines del siglo IV en la antigua Limia, hoy Ponte Lima, siendo elevado en el año 42,7 a la silla episcopal de Aguas Flavias (Chaves). Eclesiástico como Orosio, fue como él historiador, siendo las Historias de éste las que principalmente prefiere para escribir su Chronicón, que principia en el primer año del imperio de Teodosio (379), y termina con el tercero de Valentiniano (469). Esta obra es hija a la vez del sentimiento religioso y del patriótico, y no deja de tener mérito; pero no puede desconocerse que está escrita con olvido de las formas empleadas por los antiguos historiadores, y con demasiada rapidez y confusión, a lo cual contribuyó, sin duda, el estado crítico de la época en que se produjo y la abundancia de acontecimientos que encierra, que expone en brevísimo espacio. Idacio es el último de los escritores que florecen en la Península bajo el Imperio, que cuando se componía el Chronicón se halla en sus postrimerías.

Con dicho escritor termina también la primera época de la literatura hispano-latina, en la cual hemos visto que tomando por punto de partida la literatura clásica, así griega como romana, y valiéndose de la lengua del Lacio, extendida por toda la Península ibérica, que por los tiempos a que nos referimos no era más que una provincia romana, el ingenio español dio señales de vitalidad, y al honrar con sus primicias la historia literaria de un pueblo extraño, echó los cimientos sobre que más tarde había de levantarse el gran edificio de nuestra literatura nacional.

En esta época a que nos referimos, múestrase ya el ingenio español adornado de los caracteres propios de nuestro pueblo, que tanto valor dan más tarde a la literatura castellana. Aquella noble y a la vez potente aspiración a la independencia; aquel como rudo empeño en quebrantar las reglas y preceptos del mismo arte en que se inspiran los primeros escritores hispano-latinos; aquella inclinación a usar de licencias poéticas y de lenguaje, y a convertirlas en reglas y hasta imponerlas como preceptos; aquel sello de originalidad seguido de la tendencia a separarse de los eruditos; todo aquello, en fin, que en la lección precedente reconocimos como constituyendo el carácter de los escritores hispano-latinos, que siguieron la manifestación pagana, constituye el carácter de los españoles que cultivan la literatura latina en su manifestación cristiana. Todo ello, pues, forma el carácter especial de la literatura hispano-latina en su primera época.






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Dominación visigoda


(Siglos V-VIII.)


Lección VI

Estado social de España bajo la dominación visigoda. -Influencia del monacato y de la elocuencia religiosa. -Escritores hispano-latinos de la monarquía visigoda: Leandro de Sevilla y Juan de Biclara. -Nuevos triunfos del Catolicismo y sus consecuencias. -Fulgencio e Isidoro de Sevilla. -Importancia y obras de éste: influencia que ejerció en la cultura patria. -Continuadores del renacimiento de las letras iniciado por Leandro e Isidoro. -Escritores visigodos. -Decadencia de las letras a fines del siglo VII: sus causas. -Noticias acerca de la poesía popular latina en esta época. -Los himnos religiosos: su importancia. -Resumen general del movimiento de la literatura hispano-latina durante la dominación visigoda


Grandes y trascendentales acontecimientos tuvieron lugar en el mundo durante el siglo V. Con la caída y desmembramiento del Imperio, se constituye y arraiga la unidad del Cristianismo, cuyo poderío e influencia son cada vez más crecientes. Roma encontró castigo a sus culpas en la invasión de los Bárbaros, que acabaron de una vez para siempre con su poder, subyugando como a pobre esclava a la que antes fuera señora del mundo.

Como era consiguiente, España no fue de los pueblos que menos sufrieron con la invasión de los Bárbaros. Abandonada a sus propias fuerzas, sufrió todas las rudas consecuencias de aquella irrupción devastadora, que parecía dispuesta a no dejar piedra sobre piedra, sin que tuviera alientos para oponerse con energía al torrente feroz que todo lo avasallaba, enervada y envilecida como estaba por los romanos, que ahora la entregaban a los invasores como presa codiciada que pudiera distraerlos y dar un punto de reposo al espirante Imperio. Después de las primeras feroces invasiones de los Bárbaros, enseñoreáronse al cabo de la Península ibérica los visigodos, que aunque no tan feroces como sus antecesores los alanos, suevos y vándalos, trataron a los españoles como a vencidos, con aquella dureza de que habían dado muestras en todas sus invasiones. Excluyeron a los españoles de toda participación en el gobierno, todos los fueros y privilegios fueron para los vencedores, y no contentos con esto establecieron la inicua ley de razas, por la cual se establecía una barrera infranqueable entre vencedores y vencidos. Para que el estado de anarquía a que se hallaba reducida la Península fuera mayor, presentose la herejía de Arrio a reñir batalla con el Catolicismo, con lo cual vino a reflejarse en los dominios de la conciencia aquel estado profundamente anárquico que se enseñoreaba de todo el territorio español. Partidarios los visigodos del Arrianismo, hubieron de renovarse para la mayoría de los españoles aquellas crueles persecuciones que recuerdan las de Nerón: Eurico fue el que inauguró esta lucha, (que tiene como desenlace el suplicio de Hermenegildo), con su persecución contra los prelados católicos, y en ella pareció renacer el heroísmo de los españoles.

Tal era el estado social, brevemente bosquejado, de la Península ibérica, en los días que siguieron a la invasión de los Bárbaros y al triunfo definitivo de los visigodos.

El monacato de Occidente, institución que llegó a ejercer gran influencia en las costumbres y tuvo alta representación en la Iglesia, y la elocuencia sagrada que contó esforzados e ilustres representantes, lograron al cabo contrarrestar el poder de los visigodos, con cuya raza llegó a competir la hispano-romana que moralmente se rehabilitó mucho, dando señales evidentes de lo que antes fuera; en lo cual influyó, sin duda, la nueva persecución que contra el Catolicismo se llevó a cabo después del concilio arriano de Toledo (580). Mas el Arrianismo estaba moralmente herido.

Entre otros varones ilustres contribuyeron a este resultado Leandro de Sevilla y Juan de Biclara, ambos prelados de la Iglesia española y ambos también nacidos en el suelo de nuestra Península.

Leandro, que era erudito y conocía las lenguas griega y hebrea, siendo docto en la latina, y que gozó en su tiempo de universal reputación, se consagró durante su destierro, según el testimonio de San Isidoro, a escribir «contra los dogmas heréticos dos libros», en los que rebatió con enérgico estilo la doctrina arriana. En ambos dio relevantes muestras de elocuencia. Exornó la Salmodia con los himnos y oraciones duplicadas y unos comentarios sobre dicho libro. Por su elocuencia, saber y erudición ejerció gran ascendiente entre la grey católica, por todo lo cual merece lugar distinguido entre los ingenios de la época en que floreció.

Juan de Biclara se distinguió también por su fervor en combatir al Arrianismo. Era instruido en las letras griegas y latinas, y fue continuador de los Cronicones escritos por los cristianos, componiendo su Crónica en la que abraza el período que media desde el año de 567 al de 589, y en la que si se olvidó de las galas del estilo y del lenguaje, no dejó de prestar un buen servicio a la cultura de aquellos tiempos.

Por este tiempo obtiene el Catolicismo un nuevo y trascendental triunfo con la abjuración que del Arrianismo hizo Recaredo y confirmó ante el tercer concilio de Toledo (589), no sin haber decretado antes la reparación completa del episcopado católico, el cual ejerció desde este hecho gran influencia en los destinos de la nación, alentado por el rey y los Concilios que dieron muestras de intolerancia, sobre todo contra los judíos, entre cuya raza y la española abrieron un abismo que dio por resultado a la larga el decreto de expulsión dado por los Reyes Católicos. Estos hechos, acompañados de otras circunstancias que no son de este lugar, dan por resaltado la enervación de la raza visigoda, y con el mejoramiento del pueblo español, coincide una especie de renacimiento de las letras clásicas, principalmente las latinas, cuya lengua, hecha ya idioma común de los católicos en el tercer concilio de Toledo, llegó a ser la preferida en la corte de los visigodos, que la sustituyeron a la suya.

Contribuyeron a este renacimiento de las letras clásicas, los obispos católicos, principalmente Fulgencio de Astigi (Écija) e Isidoro de Sevilla, continuadores de la obra comenzada por Leandro de Sevilla, que fue quien inauguró la era de bienandanza en que al punto que hemos llegado se encontraba el Catolicismo. Dejando a un lado a San Fulgencio de Astigi (que no hay que confundir con el natural de Leptis, antigua ciudad del África, y obispo de Ruspo, también de aquella parte del mundo), nos fijaremos en San Isidoro que le sobrepujó en talentos, saber e influencia.

Recibió San Isidoro una brillante educación literaria y científica, gozando por esto, como por la claridad de su talento, por los eminentes servicios que prestó a la Iglesia y por las condiciones de su carácter, de alto renombre y fama universal, por lo que mereció que sus coetáneos le apellidasen Doctor de las Españas, Espejo de obispos y de sacerdotes y Segundo Daniel. Aunque su vocación principal eran las letras sagradas, no por eso dejó de cultivar con éxito las profanas, en las que dio muestras de poseer vastos y variados conocimientos. Fue San Isidoro verdadera lumbrera de aquellos tiempos, por lo que merece lugar distinguido en la historia de la cultura nacional.

Fue continuador de la escuela formada por San Leandro y, como éste, llegó a familiarizarse con la elocuencia y la poesía de los griegos y latinos, si bien nunca perdía de vista su objeto capital, que era para él el triunfo de la doctrina católica. Como Leandro, dedicose en su juventud al estudio de la Poesía, inspirado por la musa religiosa, que le hace prorrumpir en himnos de alabanzas al Señor, y ensalzar las altas virtudes de los mártires. En tal sentido, y teniendo, sin duda, presente el primer libro de Draconcio, compuso su poema Fabrica Mundi, cuya ejecución artística no raya a mucha altura, y es inferior a la de los versos que escribió a su Biblioteca, en los que revelando más el espíritu didáctico que resplandece en sus demás obras, muestra que no es sólo el entusiasmo lo que le anima, sino el amor a la ciencia.

Pero mucho más que por sus obras poéticas distinguiose Isidoro por sus composiciones en prosa, que son a las que debe su fama como hombre de letras. Además de las interpretaciones que hizo de la Biblia, desde el Génesis hasta el Libro cuarto de los Reyes, de una exposición de la historia de los Macabeos, y de sus proemios al Antiguo y Nuevo Testamento, en todos cuyos trabajos se propuso la depuración de la doctrina católica, escribió otros libros, en los cuales manifiesta más su saber y su deseo de ensanchar la esfera de los conocimientos humanos: tales son los titulados De differentiis, De synonimis, De Propietate sermonum y De Natura rerum. Este último, sobre todo, en que a la par que grandes conocimientos, muestra profundo respeto a la ciencia de griegos y romanos, merece particular mención, pues en él revela San Isidoro su vasto y profundo saber de aquella ciencia.

Mas el libro que mayor fama ha dado al metropolitano de Sevilla y el que más atención merece de la crítica, es el titulado: los Orígenes o las Etimologías, del cual dice el señor Amador de los Ríos, que es un monumento inestimable de aquella civilización que se amasaba con los despojos del antiguo mundo, revelando al propio tiempo cuantos elementos de vida y de cultura se habían desarrollado desde la caída del Imperio de Occidente240. Escrita esta obra con un fin altamente didáctico, obedecía al pensamiento de recoger en ella, reduciéndolo a un sólo punto de vista, cuanto a la sazón se sabía dentro y fuera de España, poniendo tan vastos conocimientos al alcance del mayor número de inteligencias. Por lo mismo que la empresa era atrevida, a la vez que de utilidad y conveniencia notorias, y como quiera que su realización correspondió a estas circunstancias, fue acogida con general aplauso, y aún hoy es mirada con profundo respeto, siquiera no se la considere más que como un gran monumento de la civilización hispano-latina, triunfante de la visigoda.

Divididas las Etimologías en veinte libros, comiénzase en ellas por la exposición, conforme a las doctrinas de Platón y Aristóteles, de la idea del arte y la ciencia, entrándose después en el estudio de las siete disciplinas liberales que formaron durante la Edad Media el trivio y el cuadrivio (gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, música y astronomía). Después trátase en este libro de la medicina, la legislación, la cronología y la bibliografía, a continuación de lo cual, que se expone a manera de iniciación en esta clase de estudios, se trata en los dos siguientes libros (VII y VIII) de la doctrina católica, pasando más tarde a ocuparse de la constitución social de aquella época, y particularmente de la civilización romana, de la filología, de las ciencias naturales, la cosmografía, la arquitectura, la agricultura, la indumentaria, las costumbres, la milicia y la marina. Por estas someras indicaciones se comprende fácilmente la magnitud de la empresa acometida por San Isidoro, y la multiplicidad de conocimientos, de que para su realización necesitaba estar adornado el metropolitano de Sevilla. En tal sentido, las Etimologías ejercieron gran influencia en la cultura de aquella época, fueron una de las obras que más popularidad alcanzaron durante la Edad Media y merecieron ser traducidas a la lengua castellana en tiempos del Rey Sabio.

Además de esta importantísima obra se deben a San Isidoro otras de carácter didáctico también: tales son sus Varones ilustres, su Historia de los godos y su Cronicón. Escritas ambas bajo el mismo sistema y método que las historias del Biclarense e Idacio, no llegaron a alcanzar la fama de las Etimologías, ni en verdad, tienen el mérito de éstas, pues no suponen tan profundos y variados conocimientos como ellas, por más que en las tres Historias revelase Isidoro las dotes de talento y saber que le han dado la fama de que justamente goza.

Entre los que siguieron las huellas de San Isidoro, deben citarse: San Braulio, obispo de Zaragoza, escritor de los más fecundos de su tiempo y autor, entre otras obras, de la Vida de Emiliano (San Millán), que más tarde inspiró la musa de Berceo, y Máximo Y Constanicio, obispos de Zaragoza y Palencia respectivamente, con los que se realiza una como reaparición de la poesía cristiana y se reanuda la tradición de los Prudencios y Draconcios, tradición que encontramos luego sostenida en los comienzos de la literatura propiamente nacional.

Continuadores también del movimiento iniciado por San Leandro y San Isidoro, son San Eugenio, metropolitano de Toledo, que fue reformador de los oficios eclesiásticos, perito en el arte de la música y cultivador de la Poesía, que a veces se manifiesta en él esencialmente lírica, revistiendo el carácter de elegiaca; San Ildefonso, que también ocupó la silla de Toledo, cultivó la poesía religiosa, componiendo himnos, y se distinguió por su fecundidad como prosista didáctico, en quien resplandece con vivos fulgores la elocuencia sagrada; San Julián, que asimismo se sentó en la silla de Toledo, y se distinguió como poeta, orador, historiador, filósofo y teólogo; Paulo Emeritense, que se señaló como historiador, más por las condiciones propias de su lenguaje y estilo que por la atención que prestase a los modelos de la antigüedad clásica; y otros prelados que cultivaron la literatura hispano-latina por los tiempos a que nos referimos, tales como el obispo de Zaragoza Tajón, conocido con el sobrenombre de Samuel y el asceta Valerio.

No fueron solo los prelados españoles los que se dedicaron al cultivo de las letras hispano-latinas, pues también algunos visigodos se distinguieron en este concepto, con la circunstancia de que eran todos ellos magnates. Además del Conde Bulgarano, gobernador de la Galia Gótica, de quien se conservan algunas cartas que encierran verdadero interés histórico, y no dejan de estar escritas con algún esmero, debe citarse al rey Sisebuto, que fue instruido y elegante en el decir, y prestó gran protección a los estudios: si es dudoso que la Vida del mártir Desiderio (Obispo de Viana) sea suya, no cabe tal duda respecto a sus Epístolas, por las que se muestra que trató de cultivar la Poesía, y que era fecundo y no carecía de ingenio. También Chindaswinto aspiró al lauro de poeta, escribiendo unos epitafios, que más que como hijo de las Musas, lo acreditan por su ilustración y cultura; escribió también varias epístolas.

El renacimiento de las letras, que se produce a consecuencia de los triunfos logrados por la Iglesia desde la abjuración de Recaredo y el tercer Concilio toledano, se detiene, dejando entrever una tendencia precursora de la gran catástrofe en que había de caer envuelta la monarquía visigoda. Esta como parálisis, se observa en los últimos días del siglo VII y primeros del VIII, y no deja de tener su explicación.

Triunfante el Catolicismo, aspiró a la supremacía temporal, esto es, trató de inspirarse en nuevos ideales, realizados ya los que le sirvieron de norte hasta obtener el triunfo.

Trae esto consigo, como secuela inevitable, la corrupción del clero llevada hasta lo increíble, como lo atestiguan las decisiones y declaraciones de los Concilios y Padres de la Iglesia. A tan funesto resultado contribuye, por un lado la circunstancia de haber entrado a la sazón muchos visigodos a formar parte del clero católico, y por otro la participación tan activa que éste tomara con la nobleza (la raza goda) en las contiendas y asuntos de la vida pública, a lo cual hay que añadir el abatimiento y la abyección a que había venido a parar el pueblo visigodo, como bien claro se puso de manifiesto con la invasión árabe, a que apenas pudo o supo oponerse, y en la afición con que se entregó a las fiestas paganas, condenadas por el dogma de su Iglesia.

Entre las fiestas a que el pueblo visigodo se entregó con más afán, figuran las escénicas, que tenían además de un origen gentílico, un sentido verdaderamente depravado, y acusaban una gran corrupción en las costumbres. Trataron de oponerse los Padres de la Iglesia a una dirección tan opuesta a la moral del dogma, y viendo que no era fácil apartar al pueblo de ella por entero, acudieron entre otros medios al de hacer que se pusieran en escena obras más en armonía con la doctrina católica. A semejante intento responde el diálogo titulado Synonima, de San Isidoro, que vino a ser como la primera piedra sobre que más tarde había de levantarse el edificio del arte escénico cristiano, que, como luego veremos, nació bajo las bóvedas de los templos. No pudo, sin embargo de los esfuerzos hechos, atajarse el mal que se quería extirpar; antes bien, parecía el remedio de resultados contraproducentes, y a las fiestas indicadas vinieron a mezclarse, cada vez con más profusión y mayor contentamiento del pueblo, los magos, nigrománticos, encantadores y otros personajes de este jaez, que mostraban que los gustos gentílicos y depravados del pueblo visigodo iban en aumento, lejos de disminuirse. La Poesía siguió el mismo camino. Los banquetes nocturnos, las fiestas de Himeneo, los cantos funerarios de procedencia pagana, trascendieron con rapidez inusitada de la nobleza visigoda, que se había aficionado a ellos grandemente, al pueblo, que no quiso ser menos que sus señores y magnates. Mas, de todo esto, que constituye lo que podríamos denominar la poesía popular latina del tiempo de los visigodos, no debe prescindirse, puesto que todo ello, en medio de sus formas toscas y de su sentido corrompido, señala el punto de partida, los gérmenes del arte poético cristiano, cultivado por los españoles en la lengua nacional.

Para remediar el mal que en el párrafo anterior hemos señalado, la Iglesia llamó a los fieles a que participaran de sus ceremonias y ritos, que al efecto acompañó de cantos propios para alimentar la fantasía del pueblo, que al mismo tiempo sirvieran para avivar y excitar en él los sentimientos piadosos y le fortificaran en su amor a la pureza del dogma y de las costumbres. Nacieron de aquí los himnos religiosos, primera y más bella forma de la poesía cristiana, que a su vez es la que produce las primeras manifestaciones del arte poético español, propiamente dicho. Tienen, pues, grande importancia los himnos de la Iglesia, cuyo influjo civilizador fue mucho en aquella época, en cuanto que su sentido religioso señala el origen de las formas poéticas de la literatura patria, y se trasmite a los cantos populares, influyendo de una manera beneficiosa sobre las costumbres. De aquí la importancia por todos reconocida a los himnos, de cuyas colecciones la más interesante, sin duda, por su número y por referirse a la época de que ahora tratamos, es la que lleva el título de Himnario hispano-latino-gótico, y procedente de la catedral de Toledo se conserva en la Biblioteca nacional. Los himnos que contiene pertenecen a las primicias de este género de composiciones, es decir, al siglo VII, siendo por lo tanto más antiguos que los de la célebre Hymnodia Hispánica de Arévalo, que en su mayor parte corresponde a época muy posterior a la invasión sarracena. Es, pues, el Hymnario que se halla en el Códice Toledano, y fue conservado por los mozárabes de aquella población, el monumento más interesante que poseemos de esta clase de composiciones poéticas, y corresponde a la época de los visigodos, atestiguando que en ésta y en los himnos deben buscarse los orígenes de la poesía española.

No deja, ciertamente, de ser digna de detenido estudio la marcha que sigue la literatura hispano-latina durante la época cuyo cuadro acabamos de bosquejar, o sea durante la dominación visigoda. Con Leandro y el Biclarense se inicia ya una especie de renacimiento de las letras clásicas, si bien la Poesía conserva los caracteres que en la lección anterior señalamos, por lo que en el renacimiento a que ahora nos referimos se nos ofrece con la misma inspiración de que se alimentara la musa de los Prudencios y Draconcios. En los días de los Fulgencios e Isidoros se acentúa dicho renacimiento de las letras griegas y latinas, muy particularmente de éstas últimas, cuya lengua es ya el idioma de los visigodos; y a la vez que esto sucede, sigue también aquella misma reaparición de la poesía cristiana, reanudándose con más fuerza la tradición que antes hemos indicado, y apareciendo en algunas composiciones el elemento lírico. Detiénese este movimiento al terminar el siglo VII y en el comienzo del VIII, cuando tiene lugar la ruina del imperio visigodo, y nuevos elementos vienen a perturbarlo todo y a ejercer su influencia en los dominios del Arte. Y en fin, a la vez que en esta época se va caminando con la adopción del latín por los visigodos y su corrupción, a la formación del idioma nacional, de las ruinas del arte clásico empieza a surgir la literatura patria, que ya se vislumbra en las fiestas en que hemos visto mostrarse la literatura popular latina de la época de los visigodos, y señaladamente en los himnos de la Iglesia, a cuyo calor nacen luego, como veremos, las primeras manifestaciones de la literatura española propiamente dicha.






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Dominación musulmana


(Siglos VIII-XII.)


Lección VII

Estado social de la Península ibérica después de la derrota de Guadalete. -Califato de Córdoba. -Carácter de la civilización mahometana. -Escritores hispano-cristianos del siglo VIII: Juan Hispalense, Cixila, Isidoro Pacense y otros. -Política del Califato y sus consecuencias. -Persecución musulmana contra la Iglesia. -Escritores del siglo IX: Esperaindeo, San Eulogio y San Álvaro, Samsón, Leovigildo y Cipriano. -Carácter de estos escritores y decadencia de las letras hispano-cristianas


En Guadalete (711), se hundió para siempre la monarquía visigoda que había imperado en la Península ibérica desde el siglo V de nuestra era. Con este hecho desgraciado, en que representó papel tan principal la traición de un conde y de un obispo, se trastorna por completo la manera de ser del pueblo español, cuya constitución social y política sufre una nueva trasformación con la invasión de los hijos de Mahoma. Religión, instituciones políticas, costumbres, ciencia, arte, todo en fin, lo que constituye la vida de un pueblo sufre más o menos la influencia de aquel acontecimiento, del cual parece como que surge al cabo la nacionalidad española.

Tres años bastaron para que los vencedores en Guadalete acabaran con la dominación visigoda, venciéndola en las llanuras de Lorca y sujetándola a su dominio en Orihuela, último baluarte de aquella monarquía. Derramadas por las provincias de España las primeras huestes invasoras que acaudillaba Tarig-ben-Zeyad, cayó sobre ellas nueva nube de desgracias y desventuras que recordaban las primeras invasiones de los Bárbaros. Por donde quiera que los soldados del Profeta paseaban sus estandartes, sembraban la ruina, la desolación y la muerte. Así como bajo la planta de los soldados de Atila se hundió para siempre el mundo pagano, con la invasión agarena tembló y vino a tierra para no volverse a levantar el edificio de la civilización visigoda, con lo que el estado social de la Península experimenta de nuevo grande y profunda perturbación.

Al estrépito producido por las instituciones que se derrumban; al espanto, congoja y cruel devastación que causan las correrías de los árabes, que nada respetaron, hay que añadir la lucha religiosa que se inauguraba y en la que empezaba por verse echada de los dominios, que con tanto trabajo había conquistado, la religión cristiana, tan querida a la sazón de los españoles. Y para mayor desventura viéronse éstos acometidos por los judíos, los eternos enemigos de aquella religión, que habían sido sacados de sus encierros y armados por los invasores, quienes después de sus primeras correrías fueron tomando asiento en diversos puntos de la Península, celebrando convenios con los naturales, estableciendo un gobierno, y organizándose, en fin, como quien había invadido la Península para algo más que para llevarse sus riquezas. Esto ocasionó a los españoles profunda amargura, pues harto comprendieron que la estancia de los árabes en la Península había de durar más de lo que en un principio creyeran; lo que vino a corroborar el que a medida que el tiempo pasaba la invasión perdía su carácter religioso y adquiría el de dominación material y política. Y mientras todo esto sucedía surge una como división en los españoles: unos quedan sometidos a los invasores y otros se conservan independientes. Los primeros, a los que se ha dado el nombre de mozárabes, son como los depositarios de la tradición visigoda para trasmitirla, aunque influida por la civilización árabe, a sus hermanos los cristianos independientes, que son los que llevan en sí el germen de nuestra nacionalidad, la cual fundan mediante el hecho glorioso de la Reconquista que a la vez entraña una profunda revolución social en el pueblo cristiano.

Tal era el estado social de nuestra Península en los primeros años del siglo VIII, o sea, en los que siguieron a la derrota en que se hundió para no volver a levantarse la monarquía visigoda, estado muy semejante al que se originó de las primeras conquistas de los visigodos a la caída del imperio de Occidente.

No desconocieron los invasores cuál era su situación en la Península y cuál la suerte que les esperaba si no hacían un esfuerzo para sobreponerse a las circunstancias que parecían conjurarse contra el poder naciente. La resistencia de los naturales del país, aun de los mismos mozárabes, y los esfuerzos y amenazas de los primeros campeones de la Reconquista, por una parte, y por otra los odios y rencores que existían entre las diversas razas y tribus que habían venido a España bajo las banderas del Profeta, eran causas suficientes para abreviar los días de la dominación musulmana en la tierra que acababan de conquistar. De aquí el que se pensase en establecer un imperio independiente del Califato de Damasco, a cuya cabeza se puso (755) al ilustrado Abd-er-Rahman, único vástago que restaba de los Beni-Omeyas, dando así nacimiento al celebrado Califato de Córdoba, y con él a la dominación de los Emires o Califas españoles.

Nacía el nuevo Califato bajo los mejores auspicios, debiéndose esto muy principalmente al primer Califa, hombre de excelentes condiciones, tan bravo en la guerra como amante de las artes, las ciencias y las letras, y que a la vez que ponía coto a la anarquía que amenazaba dar en tierra con el naciente imperio, sembraba los gérmenes de aquella cultura que tan pujante se mostró en la celebrada Medina Andalus (Corthobáh) que fue émula del Cairo y de Bagdad, y foco y emporio de ilustración.

En el Califato de Córdoba hallamos como compendiados todos los rasgos característicos de la civilización mahometana, que debemos estudiar aquí para determinar la influencia que ejerció en nuestro pueblo y especialmente en la literatura española.

La intolerancia religiosa y política fue lo que principalmente impulsó a Mahoma en su conquista. El pueblo que acaudillaba, joven y ardoroso, era más dado a las empresas guerreras que a la cultura del espíritu, a la que se sintió inclinado sólo después de apoderarse de la Grecia. Deslumbrado al contemplar la civilización de los vencidos quiso emularlos; y como quiera que careciese de artes, de ciencias y de literatura, pidió al Asia sus leyendas misteriosas, a la Grecia su ciencia y su filosofía y a todos los pueblos que había subyugado sus artes. Fomentaron y dirigieron esta inclinación los príncipes Abbassidas, entregándose unos al estudio de la astronomía, la filosofía y la medicina, estudiando otros los tesoros de la antigüedad con preferencia a la cultura helénica, trayendo éstos a su literatura los apólogos y ficciones de la India y la Persia, y contribuyendo todos a formar el cuadro brillante de una civilización que por bastante tiempo deslumbró al mundo con sus resplandores, pero que al cabo era allegadiza y derivada, como que se fundaba en la imitación. No por esto deja de ser importante ni puede negársele que ejerciera influencia, no sólo en cuanto que contribuyó a despertar el gusto por la antigüedad clásica, sino porque sirvió como de vehículo para transmitir los tesoros de aquellas civilizaciones al arte de otros pueblos, señaladamente del nuestro, en cuya literatura tanta influencia tuvo desde los comienzos la forma oriental o simbólica que en parte fue importada por las relaciones que el Rey Sabio tuvo con los árabes.

No obstante el triunfo de las armas mahometanas y los peligros que corrían los cristianos, se cultivaron las letras por los españoles a la vez que se echaban los cimientos del Califato de Córdoba. Entre los escritores hispano-cristianos que florecieron en el siglo VIII, colócase el primero a un prelado de Sevilla a quien se supone contemporáneo del primer Califa y se llamó Juan Hispalense. Atribúyesele una versión o exposición arábiga de las Sagradas Escrituras, de lo cual han colegido algunos que la lengua latina ni se usaba ni se entendía ya en aquella época, lo que, si no es admisible, prueba al menos la influencia que la lengua de los árabes ejercía sobre los ingenios españoles. Oscuras y contradictorias son las noticias que existen del Hispalense, a quien se supone docto en la lengua y las letras latinas, así como al prelado de Toledo Cixila que ocupó aquella silla por los años de 744, y siguió las huellas de San Isidoro y San Julián, completando la obra de éste con la Vida de San Ildefonso, que se debe a su pluma y en la que paso no pocas rimas. De más importancia que los dos varones citados es el Obispo de Paz Augusta, Isidoro Pacense, que nació en los últimos días de la dominación visigoda. Su obra más importante es un Epítome en el que, comenzando por el reinado de Heraclio hace la narración de los principales sucesos que provinieron de la invasión sarracena, y trata de continuar la obra acometida antes por el gran Isidoro. Elipando, que también ocupó la silla de Toledo (782) y siguió la doctrina de Nestorio, y Etherio y Beato que combaten vigorosamente esta herejía y a su mantenedor, fueron asimismo cultivadores en dicha época de las letras hispano-cristianas, y se inspiraron todavía, como que debieron su educación literaria a la monarquía visigoda, en la Escuela de Sevilla, fundada por Leandro e Isidoro.

En el siglo IX tuvo lugar un hecho que influyó sobremanera en la suerte de los mozárabes y de las letras cristianas. Había sido política del Califato la de atraerse a los mozárabes, protegiéndolos y fomentando la unión entre ellos y los muslimes. El esplendor de la corte de Córdoba, en que cada día se cultivaban con más brillo y éxito las artes, las letras, y las ciencias, las escuelas y academias establecidas en la misma, y la prohibición de que en los Estados del Califa se hablase y escribiese la lengua latina, teniendo que acudir a las escuelas musulmanas los hijos de los cristianos, todo contribuía al resultado a que la sagaz política de Abd-er-Rahman iba encaminada, que no era otro que el de adormecer el patriotismo de los mozárabes e introducir entre todos los cristianos la perturbación y el desaliento. Semejante política, ciertamente meditada y de éxito seguro, contribuía, además de lo indicado, a quebrantarla tradición de los estudios hispano-latinos y a dar alientos y mayor influencia a la lengua y literatura arábigas.

Mas a mediados del referido siglo IX cambió mucho este estado de cosas. Merced a las predicaciones y esfuerzos de la Iglesia, que no podía desconocer el mal que en su seno se estaba labrando, el Califato tuvo que cambiar de rumbo, y en vez de aquella política de atracción y de tolerancia, empleó la fuerza y la intransigencia, acudiendo a la persecución contra la Iglesia. Las predicaciones de ésta reanimaron el espíritu religioso y el sentimiento patriótico de los mozárabes, inaugurándose con ello una lucha terrible en la que se derramó mucha sangre, y en medio de la cual renació el culto por la tradición en que antes se inspirara el arte cristiano. La doctrina de Isidoro volvió a estar en boga y en la misma Córdoba imperaron las escuelas que más de dos siglos antes vimos establecidas. La sangre de los mártires de la persecución a que acabamos de referirnos, parecía contribuir a este resultado.

En esta reacción del espíritu cristiano y del sentimiento religioso, que llevaba consigo el renacimiento del arte hispano-latino, tuvo una gran parte la elocuencia de los escritores eclesiásticos, siendo el primero en dar el ejemplo el Abad Esperaindeo, que para condenar el extravío de los que abandonaban la ley de Cristo por seguir la de Mahoma, para desvanecer errores y para fortalecer a los débiles escribió su Apologético contra Mahoma, en el que recaba para la elocuencia sagrada toda su antigua energía, y se muestra, por su arrebatado entusiasmo, émulo de San Ildefonso. A Esperaindeo se debe principalmente la exaltación del sentimiento religioso entre los cristianos y la persecución a que antes nos hemos referido, que hizo brotar por todas partes nuevos mártires.

Comprendió el Califato que era necesario variar de conducta, y con este intento convocó en Córdoba una especie de Concilio presidido por Recafredo, metropolitano de la Bética, y cuyo objeto no era otro que el de desautorizar la virtud de los mártires. No dejó de responder el Concilio a los deseos del Califa, con lo que vino a ponerse en grave conflicto a la Iglesia, a la que no por esto faltaron defensores, entre los que deben mencionarse San Eulogio y San Álvaro, que desde muy jóvenes se profesaron estrecha amistad y que unidos por el vínculo de la doctrina, contribuyeron a reanimar y fortificar el espíritu religioso y el sentimiento patriótico entre los cristianos españoles, a la vez que promovieron una especie de restauración de las letras latinas, ejerciendo por todo ello una grande y saludable influencia entre los mozárabes.

Escribió Eulogio las siguientes obras: el Memorial de los Santos, escrito en medio de la persecución, en la cárcel y en el destierro; la Enseñanza de Mártires, escrita también en la cárcel de Córdoba; una Epístola a Wiliesindo y el Apologético de los Santos, que fue la última producción que salió de su pluma. En todas ellas resplandece su elocuencia, su espíritu religioso y patriótico, y no deja de haber bellezas de estilo: era erudito en las letras clásicas, y sobradamente declaran sus obras que vivía en la imitación de los buenos modelos. Solía adornar la prosa con el ornato de la rima, y escribió algunas composiciones poéticas sueltas.

La obra más importante de Álvaro es el Indículo luminoso, que es una acerba impugnación del Korán y una elocuente defensa del Cristianismo y sus adeptos, y constituye uno de los mejores monumentos de las letras españolas en el siglo IX, por más que su autor se empeñe en exagerar la rudeza y el desaliño de su pluma. Como Eulogio, era Álvaro erudito en las letras clásicas, como lo prueban sus Epístolas, en las que cita con frecuencia a los historiadores y poetas del siglo de oro, singularmente a Virgilio. Además de la Obra que lleva por título Libro de las Centellas, y en la que acopia e ilustra la doctrina moral de la Iglesia, salieron de la pluma de Álvaro algunas composiciones poéticas, siguiendo las reglas dadas por Eulogio, de quien dice que restableció las leyes de la metrificación, por lo que, sin duda, hubo de seguirlo y mejor puede decirse que copiarlo. Una de las mejores composiciones poéticas de Álvaro es el himno In diem Sancti Eulogii, escrito con ocasión de la muerte de su amigo y compañero Eulogio.

Continúan la obra que hemos visto emprender a los tres ilustres varones de que acabamos de tratar, algunos otros de no escaso mérito. El Abad Samsón que escribe (864) un Apologético contra el heresiarca Hostegesis y sus secuaces; el presbítero Leovigildo que en su De Habitu Clericorum explica con textos sacados de la Biblia la significación mística del traje sacerdotal, y el archipreste Cipriano, que como Samsón, escribe versos para honrar la memoria de sus hermanos, son dignos de notarse, máxime cuando los tres se manifiestan como conocedores y cultivadores de las letras latinas, si bien todos ellos ponen de manifiesto la decadencia en que a la sazón se hallaban, decadencia que se manifiesta aun en el mismo renacimiento iniciado por Esperaindeo.

A partir de éste, los escritores hispano-cristianos revelan en efecto una constante inclinación hacia la antigüedad clásica, al mismo tiempo que dejan ver una inevitable decadencia literaria, en la que cabe una gran parte a la gramática, cuyas leyes son infringidas con deplorable frecuencia. En Esperaindeo, Eulogio y Álvaro, aparece subordinado todo a la elocuencia, inspirada por la grande idea que les impulsaba a escribir. Tanto estos escritores como los tres que después de ellos hemos mencionado, se presentan como eruditos, pero van desapareciendo en los escritos de los últimos la espontaneidad, el calor y la vida que resplandecían en las obras de los primeros. Las obras de todos estos ingenios se hallan plagadas de defectos de estilo y lenguaje que las afean no poco, rebajándoles el mérito que por otros conceptos puedan tener, e imprimiéndoles un carácter especial que acusa esa decadencia a que antes nos referíamos, precursora de la desaparición de los mozárabes andaluces, que en el siglo XII desaparecen por completo, como pueblo, de la Península ibérica.




Lección VIII

Comienzos de la Reconquista: primeros estados cristianos. -Su cultura literaria. -Historiadores de aquella época: Sebastián de Salamanca. -La Chrónica Albeldense. -Sampiro, Pelayo de Oviedo y el Monje de Silos. -Crónicas latinas del siglo XII. -Historiadores religiosos. -Poesía heroico-religiosa y heroico-histórica: sus principales monumentos como manifestación de la poesía vulgar. -Separación entre ésta y la latino-erudita. -Movimientos y direcciones literarias de esta época. -Aparición del elemento oriental: Pero Alfonso y su Disciplina Clericalis. -Pedro Compostelano y su tratado De Consolatione Rationis. -Resumen general de la manifestación hispano-latina: transición al estudio de la literatura nacional propiamente dicha


En la lección precedente nos hemos referido, al tratar de la manifestación hispano-cristiana, a los españoles que por vivir confundidos con los sarracenos llevaron el título de mozárabes. Realizada la extinción de éstos por efecto del edicto de Alí-ben-Yuzeph, que los condujo al África (1147), debemos fijarnos ahora en los españoles independientes que, mediante la heroica y gloriosa lucha llamada de la Reconquista, echan los cimientos de la nacionalidad española.

Dase comienzo a la Reconquista con la memorable batalla de Santa María de Covadonga, ganada por Pelayo (719) al amir Alaor, y con las conquistas de Alfonso el Católico y su hijo Fruela (757) se funda la monarquía asturiana que en el siglo X desaparece, y da lugar a la monarquía leonesa, que juntamente con la de Navarra y Aragón y el condado de Barcelona, independiente ya de los francos, son los estados cristianos que hubo en España durante el expresado siglo. Levantadas estas monarquías a impulso del valor heroico de los cristianos independientes, todas contribuyen a un mismo fin, a la expulsión del suelo español de la raza musulmana, vencida al cabo por los Reyes Católicos.

Ocupados los españoles independientes en la ardua empresa de reconquistar a los árabes el suelo perdido en Guadalete, no era dable que pudieran dedicarse al cultivo de las letras, para el que tanto se necesita de los beneficios de la paz. La guerra contra los enemigos de su religión y de su patria les absorbía todo el tiempo y embargaba toda su actividad, en aquel período de verdadera y profunda tribulación. Las semillas sembradas por los Padres de la Iglesia española son, sin embargo, conservadas por aquellos nobles y esforzados campeones, y de vez en cuando dan muestras de su existencia, mostrando que no se había interrumpido por entero la tradición que personificaban los Leandros e Isidoros, sino que por el contrario, estaba pronta a manifestarse, como andando el tiempo sucedió, aunque enriquecida con nuevos elementos, que lo fueron de ornato y riqueza para las ciencias y las letras españolas. En todo esto juega papel muy importante la Iglesia, que ayudada por la espada de los príncipes cristianos, algunos de los cuales no olvidaron el fomento de aquella cultura en germen, sacaba a salvo los monumentos de la civilización hispano-visigoda, y aunque de una manera incompleta, procuraba reanudar, en tiempos de Alfonso III señaladamente (866), los estudios históricos, valiéndose al efecto de los Cartularios, Necrologios, Leccionarios, Calendarios y Santorales.

Nacieron de aquí, en el último tercio del siglo IX, unas especies de crónicas, que más eran poemas, en que se relataban las hazañas de los héroes cristianos, y que juntamente con los cantos populares en que se celebraban dichos hechos con la rudeza propia del pueblo que los entonaba, constituyen el cuadro de la manifestación cristiana durante aquella época, y son como el germen de los poemas heroico-religiosos con que da comienzo la literatura nacional. Puede decirse que de esas manifestaciones vagas y pasajeras a que aludimos, se originan luego los poemas religiosos y los heroicos que han de ocuparnos en las primeras lecciones que consagramos al estudio de las letras españolas propiamente dichas; siendo de notar que este movimiento hacia la formación de la literatura nacional, reanudando la tradición hispano-visigoda, se manifiesta ahora primera y principalmente en los estudios históricos (o sea por medio de las crónicas), que ya hemos visto son muy cultivados durante la época visigoda.

La primera de las crónicas que debemos mencionar, es debida a Sebastián de Salamanca, obispo de esta diócesis. Su Chronicón, que se ha atribuido al rey D. Alfonso III, empieza en el reinado de Wamba y termina en el fallecimiento de Ordoño I, teniendo por objeto, no sólo narrar la historia de esta época (672 a 866), sino también el intento de confirmar las creencias del pueblo cristiano acerca de los maravillosos acontecimientos de la Reconquista. Sigue en esta obra Sebastián la autoridad de San Julián, de San Isidoro y de otros de sus antecesores, y con ella da testimonio de la postración a que habían venido las letras, pues su estilo es desaliñado y nada bello su lenguaje, a lo que hay que añadir cierto amaneramiento nacido del afán conque el prelado de Salamanca se esforzaba por llenar de uniformes rimas sus difíciles cláusulas.

De autor no bien determinado, por más que algunas veces se haya atribuido erróneamente al presbítero Dulcidio, es la Chrónica Albeldense, dada a luz casi al mismo tiempo en que se elaboraba el Chronicón antes mencionado. Consta dicha Chrónica de dos partes, de las que la primera y principal se terminó de 881 a 883; y se escribió la segunda en 976 por Vigila, monje de Albelda, a cuyos cuidados se debe la conservación de este monumento, de lo cual y de haberlo adicionado han deducido algunos que era suyo en totalidad. Empieza esta Chrónica con la era de la Reconquista, está precedida de una especie de preámbulo geográfico-cronológico, y su principal intento es bosquejar el reinado de Alfonso III: termina con un importante catálogo de los monarcas de Navarra, desde Sancho García hasta Sancho II, puesto por Vigila, que había añadido al de los reyes asturianos, los nombres de los que suceden a Alfonso el Magno hasta Ramiro III. Importante esta obra bajo el aspecto histórico, no deja de serlo bajo el literario, en cuanto que parece compendiarse en ella todo el ideal de aquella época y está escrita con entusiasmo y vigor. Su estilo, aunque cortado, desaliñado y rudo en su principio, y salpicado, según era costumbre, de rimas que le dan cierta uniformidad y monotonía, no deja de aspirar al verdadero tono de la Historia, y la dicción, muy adulterada y corrompida, lo cual era propio de la época, no dista mucho de la empleada por San Eulogio y San Álvaro.

Sampiro, que ocupó la silla de Astorga (1020-1040), y había sido notario de la casa real de León, ofrece, un siglo después, otro monumento de la clase de los que dejamos mencionados, escribiendo su Chronicón que abraza desde el reinado de Alfonso el Magno hasta la muerte de Ramiro III (866-982). Mostró Sampiro desconocerla Crónica Albeldense, con la cual no guarda concordancia, siendo la suya inferior a aquélla y a la de Sebastián en las formas, en el estilo y en el lenguaje, y dando con ello pruebas de la existencia del romance que ya se siente palpitar en las dos crónicas anteriores, por lo que debe considerarse ésta como uno de los primitivos monumentos de la historia y letras nacionales. Lo propio puede decirse, y con más razón todavía, de otras dos crónicas escritas a principios del siglo XII, una por Pelayo de Oviedo y otra por un Monje de Silos, cuyo nombre no conocemos. Continuación la primera de la de Sampiro, abraza desde el reinado de Bermudo II hasta el fallecimiento de Alfonso VI; siendo objeto de la segunda las hazañas de este monarca. Por más de un concepto aparece el monje de Silos superior al obispo de Oviedo, que peca de oscuro y de parcial y revela gran postración en el estilo y el lenguaje, al paso que aquel se muestra más docto en los estudios de la antigüedad, más esmerado en el uso de la lengua latina, y más abundante en el acopio de los hechos. Su afán por restaurar, siguiendo a Isidoro, las disciplinas liberales, debe considerarse como un buen síntoma, no menos que las sentencias morales y políticas y la erudición que en su Chronicón abundan.

Aunque el romance español empezaba a ser hablado por muy diferentes pueblos (astures, leoneses, castellanos, aragoneses, y navarros), y a dar muestras de vitalidad, no era fácil que despojase de pronto al latín de los dominios en que desde hace tantos siglos imperaba. Además de que los eruditos lo miraban con indiferencia y hasta desdén, tenía la contra de que el latín estaba íntimamente ligado con el saber y la cultura literaria de aquella época, representando respecto de uno y otra la tradición toda, y era por otra parte el lenguaje del clero, cuya influencia era grande. De aquí que todavía en el siglo XII se cultivase el latín de la manera que hemos visto y demuestran las obras históricas que en el mismo se escribieron y se conocen con el nombre de Crónicas latinas.

Las más dignas de mencionarse entre ellas por su importancia, son las tituladas: Gesta Roderici Campidocti, Historia Compostelana y Chrónica Aldephonsi Imperatoris. Aunque todas tienen gran interés, la primera es la que merece que nos fijemos en ella con más detenimiento, por referirse al Cid, dándonoslo ya a conocer, sino tal como lo pinta la tradición poética castellana, al menos de tal suerte que ya se descubren en la Gesta los gérmenes poéticos que más tarde había de desenvolver la musa popular de Castilla, pues que todos los sentimientos que resplandecen en el héroe cantado por ésta, animan al de la crónica latina, cuya circunstancia no carece de valor y debe tenerse muy en cuenta al estudiar el poema castellano. El autor de la Gesta, cuyo nombre es desconocido como el del poema español, siguió el camino, que antes de ahora hemos notado, de ornar la prosa con rimas, al intento de embellecer su rudo estilo: narra con sencillez, pobreza o ingenuidad; pero su libro tendrá siempre el mérito de ser el primero de carácter histórico en que se toma por héroe un caudillo de la Reconquista.

La Chrónica Compostelana fue escrita de orden de don Diego Gelmírez por Munio Alfonso, Hugo y Giraldo, canónigos los tres de Compostela, y no tiene un interés tan general como la Chronica Aldephonsi, cuyo objeto es el reinado del llamado «Emperador de las Españas». Ambas son superiores a cuantas crónicas se escribieron hasta el tiempo del arzobispo D. Rodrigo, y muestran, juntamente con la otra que hemos mencionado, que ha pasado el tiempo de los Cartularios, Necrologios y Santorales, y empieza la época del cultivo de la verdadera historia.

Como era consiguiente, dado el carácter de la época y los sentimientos que en ella dominaban, al par que la historia profana, se cultivaba la religiosa. Entre los que cultivaron este género, debe mencionarse al monje Giraldo, que al declinar el siglo XI escribe la Vida de Santo Domingo de Silos; como siglo y medio más adelante lo hace Berceo, el primer poeta erudito castellano de nombre conocido. Renallo Gramático escribió por los años de 1106 la Vida y pasión de Santa Eulalia; Rodulfo, monje de Carrión, narra al comenzar el segundo tercio del mismo siglo, la relación de Algunos milagros de San Zoilo, y Juan, diácono de León, compendia la Vida de San Froilán.

El mismo camino que hemos visto seguir a la Historia, sigue en esta época la Poesía. Inspirada por los mismos sentimientos que aquélla, reviste iguales caracteres y ostenta idénticas galas; de aquí también el que se limite a cantar hechos religiosos o hechos profanos, y sea por lo mismo, heroico-religiosa o heroico-histórica. La religión y la patria son sus principales y casi exclusivas fuentes de inspiración, y tanto la poesía religiosa como la profana, nacen al abrigo de las bóvedas de los templos, según hemos visto acontecer respecto de la Historia. Débese este hecho, no sólo al íntimo consorcio que existía entre los dos sentimientos que inspiran la literatura de esta época y resumen la vida del pueblo español de la Reconquista, sino a la influencia que el clero ejercía en toda esa vida, a la participación que tomaba en todos los sucesos, y, en fin, a que él era en realidad el depositario de la cultura antigua y el único que podía conservarla y enlazar su tradición con el presente.

Dejando a un lado aquellos monumentos de la poesía religiosa, cuyos autores nos son desconocidos, nos fijaremos en algunos de los que llevan los nombres de los ingenios a quienes se deben. Podemos citar, por lo tanto, a Romano, que fue prior del monasterio de San Millán, floreció por los años de 871 y escribió sus poesías sobre la pauta de los Salmos: Salvo, abad del Albeldense, que murió en los primeros días del siglo XI, fue erudito y escribió himnos y otras poesías con mucha elegancia; Grimaldo, monje de Silos, que florece en la segunda mitad del siglo citado, y escribió una especie de himno con que termina el poema de su Vida de Santo Domingo Manso, y Philipo Oscense, a quien se apellidó el Gramático, y a quien se debe el mejor de los himnos compuestos para la canonización del referido santo (1076).

El fraccionamiento que sufrió el territorio español con la invasión sarracena, dio ocasión a que se rompiera la unidad de las ceremonias del culto, y por consecuencia, la del canto religioso, lo que fue causa de que además del Himnario hispano-latino-visigodo, cada diócesis, cada ciudad, cada parroquia y cada monasterio poseyese uno diferente, con lo que vino a aumentarse y enriquecerse esta importante literatura, de que en la lección VI tratamos, señalándola como una de las fuentes de la poesía popular. Multiplicáronse por este medio los himnos a la Virgen, a Santiago, a la clemencia divina, de que dan muestras las colecciones que hasta nosotros han llegado, por el estilo del Himnario antes referido y de la Hymnodia de Arévalo.

Y del mismo modo que estos himnos religiosos eran comunes al clero y al pueblo, en cuanto que éste era llamado por la Iglesia a tomar parte en las ceremonias del culto, así también los Cantos bélicos, inspirados en los mismos sentimientos que aquellas otras composiciones, eran de la propia manera comunes al pueblo y al clero, resultando de esta especie de consorcio una doble manifestación de la que había de ser más tarde poesía popular, preludio del arte con que se inaugura la literatura propiamente dicha castellana, que como la de que ahora tratamos, comienza por la poesía heroica, en sus dos indicadas manifestaciones de religiosa e histórica. El Canto elegiaco de Borrel III, el fragmento del Poema de la conquista de Toledo, el Cantar de Rodrigo Díaz, los versos laudatorios a Berenguer IV, el Poema de Almería y otras composiciones por el estilo, que forman parte de la poesía latino-popular, dan testimonio de esto que decimos.

Por más que en todos estos cantos se advierta cierta tendencia en favor de la tradición clásica y se descubran los caracteres del arte erudito, la verdad es que representan un paso hacia la poesía vulgar y ponen ya de manifiesto, sobre todo el Poema de Almería, la separación entre uno y otro elemento, que se muestra más aún en aquellos cantos populares en que se oía la voz de los yoglares, así de boca como de peñola, que tan gran parte tuvieron en las fiestas y diversiones públicas de aquella época. Semejantes canciones fueron compuestas por lo general en los idiomas vulgares, sin que bastase a despojarlas de su condición de populares la circunstancia de que se hubieran compuesto, como algunos opinan, en el idioma latino. Y aunque el esfuerzo de los eruditos se opusiera a ello, es lo cierto que los himnos religiosos, los cantos bélicos y en especial las canciones a que acabamos de referirnos, hicieron tomar cuerpo a la poesía vulgar, que auxiliada de las lenguas romances, no sólo realiza la separación que hemos indicado entre el arte vulgar y el erudito, sino que al cabo da el triunfo al primero, y con ello origen y comienzo a la poesía castellana. Contribuyen a este triunfo los epitafios latinos, que aunque por modos indirectos, fomentan el desenvolvimiento de la poesía vulgar, a la que trascienden las formas poéticas de la literatura latino-eclesiástica, por conducto de otras formas, tales como los proloquios, adagios, refranes, etc.

De aquí resulta un doble movimiento literario en esta época, representado por las dos distintas tendencias que siguen los estudios clericales en la misma. Al prestar la literatura latino-erudita elementos de vida y desenvolvimiento a la poesía vulgar, mediante aquella como fatal inclinación que hemos apuntado más arriba, y que era debida a causas muy complejas, no abandona la tradición clásica, a la cual vuelve constantemente la vista, incitada por el ejemplo de las Etimologías que la alientan en el cultivo de las disciplinas liberales y la inclinan al estudio de los poetas, historiadores y filósofos del antiguo mundo. El arte erudito o clásico y el vulgar o popular, arrancando de los estudios clericales como ramas que parten de un mismo tronco, representan en la época de que tratamos, un movimiento doble, dos direcciones distintas en la esfera de la literatura hispano-latina del siglo XII, movimiento y direcciones a que viene a agregarse un nuevo elemento que ejerce más tarde señalada influencia en la literatura de Castilla.

Nos referimos a la aparición del elemento oriental en la literatura hispano-latina.

Débese esta nueva dirección de las letras a la raza judía que desde el siglo anterior se había distinguido en el cultivo de éstas y de las ciencias, y cuyos representantes empezaban ahora a ser honrados por los monarcas cristianos. El primero de entre los de esa raza que trae por vez primera la forma simbólico-oriental a la literatura latino-eclesiástica, es el converso Rabbí Moséh, que al entrar en el gremio de los católicos tomó el nombre de Pero Alfonso. Después de escribir unos Diálogos contra los errores de hebreos y sarracenos, acometió la empresa de enriquecer la literatura latino-cristiana con los conocimientos que había adquirido en el estudio de las letras orientales, y al efecto compuso dos libros, titulados De Scientia et philosophia y Disciplina Clericalis.

Imitando en este último (que es el más importante), los antiguos libros de la India, traídos a España por los árabes, y sin olvidarse de la tradición bíblica, presentaba la enseñanza de un modo didáctico, explanándola después y haciéndola sensible por medio de fábulas, cuentos y apólogos, a la manera que se hace en los famosos libros del Pantcha-Tantra y de Sendabad. En la Disciplina Clericalis trata Pero Alfonso todas las cuestiones metafísicas bajo el punto de vista católico, e inspirándose en los libros bíblicos, siembra con profusión máximas y sentencias morales en estilo que decae con frecuencia y se hace por demás llano, pero no exento de méritos poéticos, por lo cual y por constituir un verdadero acontecimiento en la historia del arte hispano-latino, merece ser tenido en cuenta en un estudio de la índole del presente.

De idéntica consideración es digno el tratado De Consolatione Rationis, escrito con igual intento que el anterior al mediar el siglo XII, por Pedro Compostelano. En esta obra, compuesta de dos libros, en que alternan el verso y la prosa sigue el autor las huellas de Boecio y se recuerda el libro De Synonimis, de San Isidoro, al propio tiempo que se deja conocer el influjo de la filosofía arábiga. Su autor hace alarde en ella de gran erudición, mediante la que da muestras de que la tradición clásica no se había extinguido, sino que por el contrario, era tal su arraigo, que en todos los monumentos se descubre su huella, y en cuantas direcciones siguen las letras no puede menos de sentirse su influencia. El tratado de Pedro Compostelano puede considerarse como una especie de poema didáctico, destinado al esclarecimiento del dogma católico: en su forma es diferente del de Pero Alfonso.

Si para resumir echamos una ojeada sobre el cuadro que en breve bosquejo hemos trazado de la literatura hispano-latina, observaremos cómo desde sus comienzos empiezan a determinarse en ella los caracteres propios de las letras nacionales, y cómo en todo el largo trascurso de tiempo que hemos recorrido se manifiesta una constante y como fatal tendencia hacia la formación de una literatura nacional. El mismo camino que en la lección III vimos recorrer al lenguaje, hasta convertirse del latín al romance, ha podido notarse ahora por lo que respecta a las letras en general. Y así como de ese romance surge luego la lengua castellana, del propio modo de la literatura vulgar, en que degenera la latina clásica, surge también la literatura de Castilla.

Lo mismo en los ingenios españoles del tiempo de la República que en los del Imperio, así en los que cultivan la manifestación gentílica, como en los que se consagran a las letras cristianas en tiempos de la dominación romana, se manifiestan los caracteres propios del pueblo español, notándose en todos, como parte esencial de estos caracteres, la tendencia a la espontaneidad y a la libertad, que se revela principalmente por su constante y enérgica aspiración a separarse de todas las reglas, a romper con los eruditos (de lo cual presenta ya ejemplo el mismo Yuvenco), como al cabo lo realiza al finalizar el siglo XII, en que nace ya con verdadera vida el arte vulgar, no obstante los esfuerzos que por restablecer las letras clásicas se hacen en diversas épocas, desde los Leandros, Fulgencios e Isidoros, hasta los Eulogios y Álvaros, en los que la decadencia es notable.

Y precisamente la Iglesia, que es la que más contribuye a esas maneras de renacimientos de las letras antiguas, es la que más ayuda a la formación de la literatura vulgar. Al abandonar las letras gentílicas para entregarse con entusiasmo al cultivo de las cristianas (echando así la base de uno de los sentimientos en que más y con mayor fuerza ha de inspirarse luego toda nuestra literatura), no deja de volver con cariño la vista hacia el pasado, aun cuando da por entero a la literatura el carácter de eclesiástica; pero tal vez sin pensarlo, y acaso porque no le sea posible llevar a cabo la restauración que intenta, el resultado que obtiene es contraproducente, puesto que lo que hace, ora fomentando ciertas manifestaciones del arte escénico, ora creando los himnos que el mismo Leandro y aun Prudencio cultivan, bien cobijando bajo su manto los cantos bélicos, es abrir paso a la literatura popular a expensas de la erudita, con lo que echa los verdaderos cimientos de la literatura propiamente dicha española, a la cual aporta los distintos elementos que en su larga peregrinación por entre tantas vicisitudes, y en su afán de conservar como en depósito toda la tradición, recoge a veces con singular esmero, o sin quererlo ella le suministran pueblos que, como el árabe, viven en contacto con los hispano-cristianos. Convertido el antiguo arte hispano-latino en literatura latino-clerical, y realizado el divorcio entre ésta (que decaía cada vez más y representaba a la sazón el arte erudito) y la poesía vulgar, que era el primer aliento de una aspiración nueva y legítima, puede darse como cerrado el ciclo de la literatura hispano-latina y abierto el de la castellana.

En la lección inmediata, en que empezamos el estudio de esta nueva fase de la evolución literaria en nuestro pueblo, veremos confirmadas las conclusiones que exponemos en los párrafos que preceden.








ArribaAbajoLiteratura nacional

(Ciclo II: desde el siglo XII al XIX.)



ArribaAbajoÉpoca primera

Edad media


(Siglos XII-XVI.)


Primer período

Desde los orígenes hasta Alfonso X


(Siglos XII-XIII.)


Lección IX

Indicaciones acerca del estado social de España en la Edad Media y de las civilizaciones que durante ella existen en nuestro suelo. -Efecto de la influencia que aquel estado y estas civilizaciones ejercieron en la literatura castellana: aparición de las lenguas romances y trasformación general del Arte. -Géneros a que corresponden las primeras manifestaciones de la musa castellana. -Primeros monumentos escritos de la poesía vulgar: el Libro de los tres Reys d'Orient, el poema de los Reyes Magos y la Vida de Santa María Egipciaqua. -Caracteres de estos monumentos: representación e importancia de los mismos. -Origen de las formas de nuestra Métrica


Al bosquejar en la lección precedente el cuadro que ofrece la literatura hispano-latina en sus últimos siglos, indicamos cuál era el estado social de España en el siglo XII, en que la obra de la Reconquista adelantaba camino e infundía cada vez con mayor fuerza la esperanza del triunfo. Divididos los cristianos independientes en varios estados, y ocupado por los musulmanes gran parte de nuestro suelo, estaba completamente rota la unidad nacional, que sólo existía a la sazón en el ideal que servía de norte a los españoles, y que puede resumirse en estas dos palabras: Dios y Patria. La fe religiosa y el entusiasmo patriótico eran, pues, las dos capitales manifestaciones del estado social de España en la época a que ahora nos referimos, manifestaciones que se resolvían en la guerra contra los infieles, enemigos de nuestra nacionalidad.

Este estado, que por fuerza tenía que ser anárquico, máxime si se tiene en cuenta que los mismos cristianos estuvieron a veces en guerra entre sí, como sucedió también entre los príncipes musulmanes, aparece todavía más perturbado cuando se considera que durante toda la Edad Media el feudalismo alentó en España, ejerciendo en sus destinos no escasa influencia. Y a la diversidad y complejidad que le daban estas causas, venía a agregarse otra que, a la vez que más difícil, hace más interesante el estudio de la historia patria durante la época que nos ocupa. Nos referimos a la diversidad de civilizaciones que existían por entonces en nuestro suelo y, como no podía menos de ser, se manifestaban más o menos en todas las esferas de actividad del mismo, muy señaladamente en las ciencias y las letras.

Además de la civilización hispano-latina-visigoda, que entrañaba en su seno muy distintos elementos y era conservada -aunque con la degeneración consiguiente a las vicisitudes sufridas y a la amalgama operada-, por los españoles que luchaban por el triunfo de la fe de Cristo y la independencia de la patria; además de esa civilización, decimos, en cuyo seno habían depositado los Bárbaros los gérmenes del feudalismo, habían sido importados a nuestro pueblo por los judíos y los árabes, elementos de las civilizaciones hebrea y arábiga, que ya empiezan a germinar en las postrimerías del ciclo hispano-latino, en ese período que, como hemos visto, puede considerarse de verdadera gestación de la literatura propiamente dicha nacional, en la que todas esas civilizaciones ejercen gran influencia en cuanto que más o menos directamente contribuyen a determinarla.

Pero este laborioso o interesante trabajo se opera sin que mediante él desaparezca el genio y carácter nativo del pueblo español, que lo que hace es asimilarse los elementos de aquellas civilizaciones, que le son más afines, y modificarlos, al hacerlos suyos, de modo que queden como subordinados a los rasgos particulares que constituyen su peculiar fisonomía, y juntos con éstos, formen una unidad superior en la cual se armonizan todos esos elementos distintos, dando por resultado la expresión de la vida total de nuestro pueblo.

Nótase esto principal y primeramente en la formación de la lengua, según puede verse en la leción III. Formada en un principio con diversos elementos, viene a desaparecer con la adopción y generalización del idioma latino, el cual no sólo sufre la influencia de aquellos elementos, sino que después experimentó modificaciones debidas a la influencia visigoda. Crecen estas modificaciones con la venida de los árabes y otras causas que oportunamente hemos apuntado, y de la unión de tan diversas influencias y elementos tan distintos resulta al cabo la corrupción que en la lección citada y en la precedente hemos señalado, y que al finalizar el siglo XII da por resultado la formación de los romances, es decir, de las lenguas vulgares, de las que al cabo nace el idioma nacional. Como se ve por estas sumarias indicaciones, éste se ha formado por asimilación de elementos distintos, que armonizándose bajo una unidad superior -el genio y carácter de los españoles-, han producido un lenguaje que tiene algo de todos los idiomas que han contribuido a formarle, y de todos se diferencia por una como fisonomía peculiar, que corresponde a la fisonomía propia del pueblo español.

Y no sin motivo citamos este hecho; porque precisamente de la aparición de las lenguas romances que en la lección anterior apuntamos y que tiene lugar en el siglo XII, debemos partir al tratar de la manifestación literaria propiamente dicha nacional.

Como ha podido notarse, la aparición de las lenguas romances es consecuencia de la acción de los elementos sociales a que antes nos hemos referido, y de los hechos que tienen lugar durante la época de la Reconquista. A las mismas causas es debida la trasformación general que sufro el Arte literario en el siglo XII, en que la literatura vulgar surge de entre las ruinas del arte latino-erudito (últimamente eclesiástico), así por lo que a la Poesía se refiere, como por lo que a la Historia respecta. Sin renegar por completo de su origen (lo que tampoco hizo al trasformarse la lengua), se opera en ella una verdadera revolución que se anuncia con el divorcio entre la poesía latino-erudita y la vulgar, revolución que sin ahogar por completo la manifestación erudita, a la que en este mismo período de la literatura castellana veremos dar señales de vida, es como el génesis de un nuevo mundo, el comienzo de un arte nuevo; que a tal equivale la trasformación que sufren las letras hispano-latinas por la época de que tratamos.

No es el arte que nace de esta trasformación uno, armónico y perfecto en su manifestación exterior, como el arte clásico, cuyas tradiciones esenciales había roto; pero reúne aquellas perfecciones en su fondo, en la idea que le inspira: la fe religiosa y el amor patrio que constituyen su dogma. Sus galas verdaderas están en la verdad del sentimiento y sus encantos en la fuerza de la pasión. Nace de una manera espontánea y se manifiesta, como es natural que lo haga en el período de la infancia, rudo, vago, y hasta caprichoso, a la vez que cándido y sencillo, como arte primitivo. Pero en medio de estas circunstancias, propias de los albores de toda vida, tenía el nuevo arte la condición de reflejar las creencias, los sentimientos y las costumbres del pueblo castellano; era sobre todo, como queda dicho, un arte religioso y patriótico, que son los caracteres porque más se distingue el pueblo español de aquella época. La mitología es reemplazada en él por la idea de Dios, sus personajes por los héroes nacionales, y las costumbres de los griegos y romanos, que viven en la plaza pública, por las de los españoles que hacen, no una vida exterior como aquellos, sino de recogimiento. De todo esto nace un arte distinto en su espíritu, tendencias y formas del arte clásico en que había pugnada por inspirarse la musa hispano-latina.

Operada esta trasformación al calor del sentimiento religioso y del patriótico, manifiéstase desde sus comienzos por medio de la poesía vulgar épico-religiosa y épico-heroica, géneros cuyos orígenes hemos hallado en los himnos de la Iglesia y en los cantos bélicos, cobijados, tanto unos como otros, bajo las bóvedas de los templos. Son épicas, por tanto, las primeras manifestaciones de la poesía popular castellana, con lo cual se cumple en ésta la ley que sobre la aparición y desarrollo de los géneros poéticos queda expuesta en lugar oportuno241.

Los monumentos más antiguos que de esta primera manifestación han llegado hasta nosotros, corresponden al género épico-religioso.

Tres nada más son estos monumentos, y tienen por título: Libro de los tres Reys d'Orient, poema de los Reyes Magos y Vida de madona Santa María Egipciaqua242.

No es el asunto del primero de estos poemas, como pudiera creerse y su autor anuncia, el nacimiento de Jesús, ni la adoración de los Reyes Magos. La historia de éstos se expone como preliminar a la del buen ladrón Dimas, y a la detención de la Sacra Familia, en su huida a Egipto, por unos bandoleros, uno de los cuales era Dimas, hijo del ladrón que se opuso a los designios de su compañero, que quería dividir en dos partes al niño Jesús, y el otro es Gestas el mal ladrón, hijo del que propuso tan bárbaro crimen. Con motivo de esta leyenda, tomada en parte de las Escrituras y en parte de las tradiciones piadosas, se hace la apoteosis de la fe, que es el objeto capital del Libro de los tres Reys d'Orient.

Este poema es desaliñado y grosero en sus formas exteriores, y su metrificación, rima y lenguaje son muy imperfectos. Los versos carecen, por lo general, de medida determinada, pues en los 250 de que consta la obra, los hay de siete, de ocho, de nueve, de diez y aún de once sílabas.

De más interés y acción es el poema de los Reyes Magos243, cuyo argumento parece ser la adoración de los Reyes o la degollación de los Inocentes, lo cual no puede determinarse con exactitud, por haber llegado a nosotros incompleto el manuscrito. En sus caracteres intrínsecos y extrínsecos, revela este poema una antigüedad muy respetable; sus versos, que son remedo y a la vez trasunto de los llamados leoninos, rimados en ambos hemistiquios, y de los hexámetros y pentámetros, rimados en los finales, atestiguan aquella antigüedad, si bien son a la vez testimonio de la trasformación que se empezaba a operar en el Arte. Su lenguaje, más allegado al latín que el empleado en los primeros poemas heroicos, revela también que este monumento es uno de los más antiguos de la literatura castellana, y anterior a la Leyenda y al Poema del Cid, de que en la lección siguiente trataremos.

Se ha disputado sobre el carácter que debe darse a este monumento, que algunos consideran como una leyenda piadosa, y otros miran como una de esas representaciones litúrgicas, uno de esos misterios con que da comienzo nuestro teatro. La afición de la Iglesia a estas representaciones y la circunstancia de que la forma de este poema no es narrativa, sino dialogada, juntamente con la de que los personajes van apareciendo sucesivamente en la escena, la cual cambia a medida que la acción adelanta, parece dar la razón a los que consideran dicha obra como una de las representaciones poéticas del tiempo a que antes nos hemos referido244.

Más importante que los dos monumentos mencionados es el titulado Vida de Santa María Egipciaqua, así por su mayor extensión245, como por su pensamiento. Su asunto es la conversión de aquella Santa, y su objeto presentar a la humanidad, víctima de todas las pasiones y de todos los vicios, salvada por la fe y la penitencia. La falta de habilidad, la demasiada candidez que revela el poema, dan a algunos pasajes un carácter poco edificante, pues pecan de deshonestos. Mas esto no es bastante para justificar el desdén con que este monumento ha sido mirado por los eruditos246. Cierto que sus formas son toscas, groseras e imperfectas, como era natural, correspondiendo este poema a las primicias de un arte, pero no por eso es merecedor de ese desprecio, en cuanto que sobre estar de acuerdo con la cultura intelectual de aquella época y corresponder a las necesidades morales de la misma, no deja de ofrecer pasajes y descripciones de algún mérito, dada la pobreza de los medios artísticos de aquellos tiempos y la rusticidad de la lengua, todavía en embrión, en que se escribía el poema de que tratamos. En la Vida de Santa María Egipciaqua se notan ya los gérmenes poéticos que más tarde habían de desarrollarse en la literatura castellana, por lo que es un monumento digno de ser estudiado.

Los tres poemas en que acabamos de ocuparnos, fueron escritos indudablemente en la primera mitad del siglo XII, y ninguno de ellos tiene autor conocido, pues todos son anónimos, circunstancia que se explica fácilmente, recordando que la gloria literaria apenas era conocida y estimada por los primitivos escritores. Por sus caracteres exteriores revelan estos poemas la respetable antigüedad que les hemos asignado, pues en ellos las formas artísticas y la lengua declaran que la poesía vulgar se halla en sus primeros albores, y que lengua, metro y rima tienden casi exclusivamente a satisfacer la imperiosa necesidad del canto. Por lo que a los caracteres internos concierne, se justifica también la antigüedad de estos poemas, en los cuales el sentimiento religioso parece ser la fuente única de su inspiración, y la ingenuidad de las ideas, la candidez con que se exponen y narran los hechos, la simplicidad con que se hacen las descripciones y la credulidad que esas mismas narraciones revelan, dicen bien claro, no sólo que son producto de una época en que el Arte se hallaba en su infancia, sino también obra de un pueblo como el del siglo de que tratamos.

Aun dejando a un lado la antigüedad de estos monumentos, fuerza es convenir en que tienen una gran importancia, siquiera no sea más que por la representación que les corresponde en la historia de las letras castellanas. Mediante ellos se comunican a los semidoctos las formas artísticas de la poesía latino-eclesiástica (que como hemos visto, es la que da origen a la vulgar religiosa a que estos poemas pertenecen), y llegan a las muchedumbres en forma adecuada y para ellas más instructiva, las tradiciones piadosas de la Iglesia. Preparaban, pues, estos poemas vulgares-religiosos la manifestación erudita que pronto veremos aparecer en el campo de nuestra literatura, y al determinar los comienzos de ésta, muestran el carácter de la trasformación que en el Arte se opera y que se manifiesta más claramente aún en los comienzos del siglo XIII, en cuya época aparece terminada la especie de transición que los poemas antes mencionados indican, y en realidad simbolizan.

Esta transición, y en general la representación que hemos asignado a los referidos poemas, se muestran también en la versificación de éstos, por lo que bien puede determinarse ya el origen de las formas de nuestra métrica. El metro y la rima aparecen, en efecto, en los tres poemas informes, toscos y groseros, es decir, con las mismas condiciones que el idioma, pero como éste, descubriendo su origen.

Los metros que en dichos poemas se emplean, tienen de diez hasta diez y ocho sílabas, y se derivan claramente de los hexámetros y pentámetros latinos, así como también de los tetrámetros yámbicos u octonarios. Los tipos que en ellos se encuentran pueden reducirse a tres: 1º., metros de diez y ocho sílabas, cuyo hemistiquio de nueve se ha confundido con los versos de ocho; 2º., los de diez y seis sílabas, a que Pero López de Ayala llamó versetes de antiguo rimar, y en siglo XV recibieron el nombre de pies de romance, y 3º., los de catorce, divididos por un hemistiquio de siete.

En cuanto a la rima, se emplea en dichos poemas, ya exornando los hemistiquios y finales de los versos, como en los metros llamados leoninos, ya colocado sólo en los finales, como en los pentámetros, llamados también alejandrinos, habiéndose empezado por cierta asonancia que satisfacía a los doctos, y haciendo uso indistintamente y a la vez de ésta y de la consonancia247, aunque en cierta proporción semejante a la de los modelos que se proponían sus autores.

En comprobación de lo que acabamos de indicar, citaremos algunos versos de cada uno de los tres poemas a que nos referimos, con lo cual presentaremos a la vez muestras del lenguaje en que están escritos estos monumentos de la poesía vulgar.

Del Libro de los tres Reys d'Orient:


    Los Reys sallen dela cibdat,          et catan a toda part:
e vieron la su estrella          tan luciente e tan bella,
que nunqua dellos se part          fasta que dentro los met,
dó la gloriosa era,          el rey del cielo et de la tierra.

Del poema de los Reyes Magos:


    Deus Criador quál marauela!...          no se quál es achesta strela:
agora primas la e ueida:          poco tiempo a que es nacida.
Nacido es el Criador          que es delas gentes Senior...
Non es uerdad, nin sé qué digo:          todo esto non ual uno figo, etc.

De la Vida de Santa María Egipciaqua:


    Esta de qui quiero fablar          María la hoí nombrar:
et su nombre es en escripto,          porque nació en Egipto.
De pequenya fue bautizada,          malamientre fue ensenyada;
mientre que fue en mancebia,          dexó bondat et priso follia, etc.

Si se tiene en cuenta que, como después veremos, la Leyenda o Crónica de las Mocedades del Cid, estriba principalmente en el octonario latino, así como el Poema en el pentámetro latino, y que en las siguientes manifestaciones se observa el anhelo constante de que sirvan como de norte el metro y la rima en que se fundan los de los poemas a que corresponden los versos que dejamos copiados, no podrá menos de convenirse en que las manifestaciones latino-erudita, latino-popular y latino-eclesiástica de nuestra poesía, tienen su origen y se basan las formas de la métrica de la poesía castellana, formas que hasta llegar a ser lo que fueron en el siglo de oro de nuestra literatura, sufrieron notables o importantes trasformaciones, según veremos a medida que avancemos en este estudio.