La
situación de las mujeres en España era más
libre que entre los otros pueblos mahometanos. En toda la cultura
intelectual de su tiempo tomaban parte las mujeres, y no es corto
el número de aquéllas que alcanzaron fama por sus
trabajos científicos o disputando a los hombres la palma de
la poesía. Tan alta civilización fue causa de que se
les tributase en España una estimación que
jamás el Oriente musulmán les había tributado.
Mientras que allí, con raras excepciones, el amor se funda
sólo en la sensualidad, aquí arranca de una
más profunda inclinación de las almas, y ennoblece
las relaciones entre ambos sexos. A menudo el ingenio y el saber de
una dama tenían tan poderoso atractivo para sus adoradores,
como sus prendas y hechizos corporales; y una inclinación
común a la poesía o a la música solía
formar el lazo que ligaba dos corazones entre
sí86.
En
testimonio de lo dicho, los cantos de amor de los árabes
españoles manifiestan, en parte, una pasmosa profundidad de
sentimientos. Algunos respiran una veneración fervorosa de
la mujer, a la cual era extraña la Europa cristiana de
entonces. En los movimientos y voces del estos cantares se halla
una mezcla de blandos arrobos y de violentas pasiones, que
recuerdan la moderna poesía por el melancólico. amor
a la soledad, y por la estática y soñadora
contemplación de la naturaleza.
Con
todo, un extraordinario esplendor de colorido y otras muchas
calidades nos hacen pensar en el origen oriental de estos cantos.
Transportémonos por un momento, a fin de conocerlos mejor en
su esencia y propiedades, bajo el hermoso cielo de
Andalucía, donde nacieron. Anochece; la voz del
muecín se ha oído convocando para la oración;
los fieles entran en las mezquitas; el silencio reina sobre el
cerro a orillas del río; su peñascosa cima
está coronada por las almenadas torres y chapiteles de un
alcázar; con los últimos resplandores del sol,
brillan los dorados alminares de la ciudad; las sombras de los
cipreses se proyectan con más extensión; por los
arcos de herradura de los ajimeces se percibe movimiento; por entre
las rejas se ven vagar blancos velos; y murmurando y
alzándose por encima de las copas de los granados, se oye
subir del valle el sonido de un laúd. Una voz canta:
Para comprender de cuánta ternura de sentimientos eran
capaces las almas más nobles y delicadas de los
árabes españoles, se debe leer la descripción
del amor juvenil de uno de los más importantes escritores
del siglo XI, tal como él mismo nos la ha dejado
escrita.
«En el palacio de mi padre, dice Ibn Hazm90,
vivía una joven, que recibía allí su
educación. Tenía dieciséis años, y
ninguna otra mujer se le podía comparar en beldad,
entendimiento, modestia, discreción y dulzura. Las
pláticas amorosas, el burlar y el reír no eran de su
gusto, por lo cual hablaba poco.
Nadie osaba levantar hasta ella sus pensamientos, y sin embargo, su
hermosura conquistaba todos los corazones, pues, aunque orgullosa y
reservada en dar muestras de su favor, era más seductora que
las que conocen a fondo el arte de encadenar a los hombres. Su modo
de pensar era muy severo y no mostraba inclinación alguna
por los vanos deleites, pero tocaba el laúd de un modo
admirable. Yo era entonces muy mozo, y sólo pensaba en ella.
A veces la oía hablar, pero siempre en presencia de otros, y
en balde busqué durante dos años una ocasión
de hablarle sin testigos. Ocurrió en esto que se dio en
nuestra casa una de aquellas fiestas que se acostumbraban en los
palacios de los grandes, a la cual asistieron las mujeres de
nuestra casa y las de mi hermano, y donde, por último,
estuvieron convidadas también las mujeres de nuestros
clientes y más distinguidos servidores. Después de
pasar una parte del día en el palacio, fueron éstas a
un pabellón, desde donde se gozaba de una magnífica
vista de Córdoba, y tomaron asiento en un sitio desde el
cual los árboles de nuestro jardín no estorbaban la
vista. Yo fui con ellas, y me acerqué al hueco de la ventana
donde se encontraba la joven; mas apenas me vio a su lado, cuando
con graciosa ligereza se huyó hacia otra parte del
pabellón. Yo la seguí, y se me escapó de
nuevo. Mis sentimientos le eran ya harto conocidos, porque las
mujeres poseen un sentido más perspicaz para descubrir las
huellas del amor que se les profesa, que el de los beduinos para
reconocer la vereda trillada en sus excursiones nocturnas por el
desierto. Por dicha, ninguna de las otras mujeres advirtió
nada de lo ocurrido, porque estaban todas muy embelesadas con la
vista, y no prestaban atención.
Cuando más tarde bajaron todas al jardín, las que
tenían mayor influjo por su posición o por su edad,
rogaron a la dama de mis pensamientos que entonase un cantar, y yo
uní mi ruego a los de ellas. Así rogada,
empezó, con una timidez que a mis ojos realzaba más
sus encantos, a pulsar el laúd, y cantó los
siguientes versos de Abbas, hijo de al-Ahnaf:
En mi sol pienso
sólo,
en mi muchacha linda.
¡Ay, que perdí su huella
tras de pared sombría!
¿Es de estirpe de hombres,
o de los genios hija?
Ejerce de los genios
el poder con que hechiza;
de ellos tiene el encanto,
pero no la malicia.
Es su cara de perlas,
su talle palma erguida,
blando aroma su aliento,
ella gloria y poesía.
Ser de la luz creado,
graciosamente agita
la veste vaporosa,
y ligera camina;
su pie no quiebra el tallo
de flores ni de espigas.
Mientras que cantaba, no fueron las cuerdas de su laúd, sino
mi corazón, lo que hería con el plectro. Jamás
se ha borrado de mi memoria aquel dichoso día, y aún
en el lecho de muerte he de acordarme de él. Pero desde
entonces, nunca más volví a oír su dulce voz,
ni volví a verla en mucho tiempo.
No
la culpes, decía yo en mis versos, si es esquiva y huye. No
merece por esto tus quejas. Hermosa es como la gacela y como la
luna, pero la gacela es tímida, y la luna inasequible a los
hombres.
Me
robas la dicha de oír tu dulce voz, decía yo
además, y no quieres deleitar mis ojos con la
contemplación de tu hermosura. Sumida del todo en tus
piadosas meditaciones, entregada a Dios por completo, no piensas
más en los mortales. ¡Cuán dichoso Abbas, cuyos
versos cantaste! Y sin embargo, si aquel gran poeta te hubiese
oído, se hubiese llenado de tristeza, te hubiera envidiado
como a su vencedora, porque, mientras que cantabas sus versos,
ponías en ellos un sentimiento de que el poeta
carecía, o que no supo expresar.
Entre tanto sucedió que, tres días después que
al-Mahdi subió al trono de los califas, abandonamos nuestro
nuevo palacio, que estaba en la parte de Oriente de Córdoba,
en el arrabal de Zahira, y nos fuimos a vivir a nuestra antigua
morada, hacia el Occidente, en Balat Mugit; pero, por razones que
es inútil exponer aquí, la joven no se vino con
nosotros. Cuando Hišam II subió otra vez al trono,
caímos en desgracia con los nuevos dominadores; nos sacaron
enormes sumas de dinero, nos encerraron en una cárcel, y
cuando recobramos la libertad, tuvimos que escondemos. Entonces
vino la guerra civil; todos tuvieron mucho que padecer, y nuestra
familia más que todos. Entre tanto murió mi padre el
21 de Junio de 1012, y nuestra suerte no se mejoró en nada.
Cierto día, asistiendo yo a las exequias de un pariente,
reconocí a la joven en medio de las mujeres que
componían el duelo. Muchos motivos tenía yo entonces
para estar melancólico; se diría que venían
sobre mí todos los infortunios, y sin embargo, no bien la
volví a ver, me pareció que lo presente, con todas
sus penas, desaparecía como por encanto. Ella evocó y
trajo de nuevo a mi memoria mi vida pasada, aquellos días
hermosos de mi amor juvenil, y por un momento volví a ser
joven y feliz, como ya lo había sido. Pero ¡ay, este
momento fue muy corto! Pronto volví a sentir la triste y
sombría realidad, y mi dolor, acrecentado con las angustias
de un amor sin esperanza, se hizo más devorador y
violento.
Ella llora por un muerto que todos estimaban y honraban,
decía yo en mis versos que en aquella época compuse;
pero el que vive aún tiene más derecho a sus
lágrimas. Es extraordinario que compadezca a quien ha muerto
de muerte natural y tranquila, y que no tenga compasión
alguna de aquél a quien deja morir desesperado.
Poco tiempo después, cuando el ejército de los
berberiscos se apoderó de la capital, fuimos desterrados, y
yo tuve que abandonar a Córdoba en el verano de 1013. Cinco
años pasaron entonces, durante los cuales no vi a la joven.
Por último, cuando en el año de 1018 volví a
Córdoba, fui a vivir a casa de uno de mis parientes, donde
la encontré de nuevo; pero estaba tan cambiada, que apenas
la reconocí, y tuvieron que decirme quién era.
Aquella flor, que había sido el encanto de cuantos la
miraban, y que todos hubieran tomado para sí, a no impedirlo
el respeto, estaba ya marchita; apenas le quedaban algunas
señales de que había sido hermosa. En aquellos
infelices tiempos, la que había sido criada entre la
abundancia y el lujo de nuestra casa, se vio de pronto en la
necesidad de acudir a su subsistencia por medio de un trabajo
excesivo, no cuidando de sí misma ni de su hermosura.
¡Ay, las mujeres son flores delicadas; cuando no se cuidan,
se marchitan! La beldad de ellas no resiste, como la de los
hombres, a los ardores del sol, a los vientos, a las inclemencias
del cielo y a la falta de cuidado. Sin embargo, tal como ella
estaba, aún hubiera podido hacerme el más dichoso de
los mortales si me hubiese dirigido una sola palabra
cariñosa; pero permaneció indiferente y fría,
como siempre había estado conmigo. Esta frialdad fue poco a
poco apartándome de ella. La pérdida de su hermosura
hizo lo restante.
Nunca dirigí contra ella la menor queja. Hoy mismo no tengo
nada que echarle en cara. No me había dado derecho alguno
para estar quejoso. ¿De qué la podía yo
censurar? Yo hubiera podido quejarme si ella me hubiese halagado
con esperanzas engañosas; pero nunca me dio la menor
esperanza; nunca me prometió cosa alguna».
Hasta aquí lo que refiere Ibn Hamz de los amores de su
juventud. Si examinamos ahora algunos cantos de amor de diversos
autores, veremos qué variedad de tonos hay en ellos. El
siguiente expresa el alborozo de un alma embriagada de felicidad al
ver cumplidos todos sus deseos:
Cualquiera pensaría, al leer la siguiente composición
de Said Ibn Yudi, que es obra de un Minnesänger o un
trovador. Y sin embargo, el poeta autor de los versos vivió
mucho antes, en el siglo IX:
Muchos de los cantares cortos recuerdan de una manera pasmosa las
seguidillas improvisadas que todas las noches se cantan, al son de
la guitarra, bajo los balcones de Andalucía. Así las
que siguen:
Una
idea que se repite a menudo es la de que dos amantes se ven
mutuamente en sueños durante la ausencia, y de esta suerte
hallan algún consuelo en su aflicción. Ibn Jafaya
canta:
Por
último, muchas de las poesías eróticas de los
árabes españoles son, como acontece a menudo con los
versos de los pueblos meridionales, más bien que la
expresión inmediata del sentimiento, un ingenioso juego de
palabras, y una multitud de imágenes acumuladas por la
fantasía y el entendimiento reflexivo. A esta clase
pertenecen las composiciones que voy a citar. De Ibn Jafaya:
El
poeta Abu Amir dirigió a la hermosa Hind, tan célebre
por su talento en música y poesía, la siguiente
invitación para que viniese a su casa con el
laúd:
Ven a mi casa; ansía tu
presencia
un círculo de amigos escogido;
escrúpulo no tengas de conciencia,
que no se beberá nada prohibido.
Ven, Hind; que agua clara
sólo como refresco se prepara.
De ruiseñores un amante coro
en mi jardín oímos;
mas todos preferimos
tu voz suave y tu laúd sonoro.
Apenas hubo leído estas líneas, escribió Hind
en el respaldo de la carta:
Abd
al-Rahman II amaba con pasión a la hermosa Tarab, la cual se
aprovechaba a menudo interesadamente de esta inclinación.
Una vez se mostró tan enojada y zahareña, que se
encerró en su estancia, donde el califa no logró
penetrar en largo tiempo. Para hacérsela propicia y atraerla
de nuevo a sus brazos, mandó entonces poner muchos sacos de
oro a la puerta. A esto ya no pudo resistir la hermosa Tarab;
abrió la puerta y se arrojó en los brazos de su regio
y espléndido amante, mientras que las monedas de oro rodaban
a sus pies por el suelo. En otra ocasión regaló Abd
al-Rahman a esta muchacha un collar que valía diez mil
doblas de oro. Uno de los visires se maravilló del alto
precio del presente, y el califa respondió: «Por
cierto que la que ha de llevar este adorno es aún más
preciosa que él: su cara resplandece sobre todas las
joyas». De esta suerte se extendió más
aún alabando la hermosura de su Tarab, y pidió al
poeta Abd Allah Ibn al-šamar que dijese algo en verso, sobre
aquel asunto. El poeta dijo:
Para Tarab son las joyas;
Dios las formó para ella.
Vence a su luna y al sol
el brillo de la belleza.
Al dar la voz creadora
ser al cielo y a la tierra,
cifró en Tarab el dechado
de todas sus excelencias.
Ríndale, pues, un tributo
cuanto el universo encierra;
los diamantes en las minas,
y en el hondo mar las perlas.
Abd
al-Rahman halló muy de su gusto estos versos, y
también él improvisó los que siguen:
Hafsa, célebre poetisa granadina, no menos encomiada por su
hermosura que por su extraordinario talento, tenía
relaciones amorosas con el poeta Abu Yafar. El gobernador de
Granada puso en ella los ojos, y como celoso, empezó a
tender lazos contra su rival. Hafsa se vio obligada a obrar con
mucho recato, y estuvo dos meses sin contestar a un billete que su
amante le había escrito pidiéndole una cita. Abu
Yafar le volvió a escribir entonces:
Tú, a quien
escribí el billete,
a nombrarte no me atrevo,
di, ¿por qué no satisfaces
mi enamorado deseo?
Tu tardanza me asesina;
de afán impaciente muero.
¡Cuántas noches he pasado
dando mil quejas al viento
cuando las mismas palomas
no perturban el silencio!
¡Infelices los amantes
que del adorado dueño
ni una respuesta consiguen,
ni esperanza ni consuelo!
Si es que no quieres matarme
de dolor, responde presto.
Abu
Yafar envió a su querida este segundo billete con su esclavo
Asam y ella contestó al punto en el mismo metro y con la
misma rima:
Tú, que presumes de
arder
en más encendido afecto,
sabe que me desagradan
tu billete y tus lamentos.
Jamás fue tan quejumbroso
el amor que es verdadero,
porque confía y desecha
los apocados recelos.
Contigo está la victoria:
no imagines vencimientos.
Siempre las nubes esconden
fecunda lluvia en el seno.
Y siempre ofrece la Palma
fresca sombra y blando lecho.
No te quejes; que harto sabes
la causa de mi silencio.
Hafsa entregó esta contestación al mismo esclavo que
le había traído el billete de Abu Yafar, y al
despedirle, prorrumpió en invectivas contra él y
contra su amo. «Mal haya, dijo, el mensajero, y mal haya
quien le envía. Ambos son para poco y no quiero tratar con
ellos». El esclavo volvió muy afligido a donde estaba
Abu Yafar, y mientras éste leía la respuesta, no
cesó de quejarse de la crueldad de Hafsa. Cuando Abu Yafar
hubo leído, le interrumpió, exclamando: «Necio
¿qué locura es ésa? Hafsa me promete una cita
en el quiosco de mi jardín que se llama la
Palma». En efecto se apresuró a ir allí, y
Hafsa no se hizo esperar mucho tiempo. Abu Yafar quiso darla nuevas
quejas, pero la poetisa, dijo:
El
grande al-Mansur estaba sentado una vez, en compañía
del visir al-Mugira, en los jardines de su magnífico palacio
de Zahara. Mientras que ambos se deleitaban bebiendo vino, una
hermosa cantadora, de quien al-Mansur estaba enamorado, pero que
amaba al visir, entonó esta canción:
Ya el sol en el horizonte
con majestad se sepulta,
y con sus últimos rayos
tiñe el ocaso de púrpura.
Como bozo en las mejillas,
se extiende la noche oscura
por el cielo, donde luce,
dorada joya, la luna.
En la copa cristalina
que como hielo deslumbra,
del vino los bebedores
el fuego líquido apuran.
Entre tanto, confiada,
he incurrido en grave culpa;
pero su dulce mirar
el corazón me subyuga.
Le vi, y al punto le amé,
él huye de mi ternura,
y con estar a mi lado
la está haciendo más profunda.
A caer entre sus brazos
enamorada me impulsa,
y a suspenderme a su cuello
en deleitosa coyunda.
Al-Mugira fue tan poco circunspecto, que contestó a la
canción de esta manera:
Para llegar hasta ti
abrir camino pretendo,
y una muralla le cierra
de amenazantes aceros;
mas por lograr tu hermosura
perdiera la vida en ellos,
si supiese que me amas
con un amor verdadero;
pues el que noble nació
y se propone un objeto,
ni ante el peligro se para,
ni retrocede por miedo.
Al-Mansur se levantó furioso, sacó su espada, y
gritó con voz de trueno a la cantarina: «Confiesa la
verdad; tu canción iba dirigida al visir. -Una mentira
aún pudiera salvarme acaso, contestó ella; pero no
quiero mentir. Sí; su mirada ha penetrado en mi
corazón; el amor me ha obligado a declarar lo que
debí callar. Puedes castigarme, señor; pero eres
magnánimo y te complaces en perdonar a los que confiesan su
delito». En seguida añadió, vertiendo
lágrimas:
No pretendo sincerarme;
mi falta no tiene excusa,
a lo que el cielo decrete
me resigno con dulzura.
Pero tu poder supremo
en la clemencia se ilustra:
muéstrate, señor, clemente,
y perdona nuestra culpa.
Poco a poco fue al-Mansur calmándose y suavizándose
con ella; pero su cólera se volvió contra el visir, a
quien abrumó de reproches. El visir dejó primero que
cayesen sobre él las quejas, y al cabo dijo:
«Señor, confieso que he faltado gravemente; pero no
podía ser otra cosa. Cada uno es esclavo de su destino y
debe someterse a él con calma. Mi destino ha querido que yo
ame a una hermosa a quien nunca debí amar». Al-Mansur
calló al principio, pero respondió finalmente:
«Está bien; os perdono a los dos: al-Mugira, la
muchacha es tuya; yo te la doy»117.
- V -
Cantos de guerra
Desde el momento dice Ibn Jaldun, en que España fue
conquistada por los mahometanos, esta tierra, como límite de
su imperio, se hizo perpetuo teatro de sus santos combates, campo
de sus mártires, y puerta de entrada a la eterna
bienaventuranza de sus guerreros. Los deliciosos lugares que
habitaban los muslimes en esta tierra estaban como fundados sobre
fuego devorador, y como entre las garras y los dientes de los
leones, porque a los creyentes de España los cercaban
pueblos enemigos e infieles, y sus demás correligionarios
vivían separados de ellos por el mar»118.
Sabido es como aquel puñado de valientes godos que en el
octavo siglo, acaudillados por Pelayo, conservaron sólo su
independencia de los muslimes, defendiéndose en un principio
de la cueva de Covadonga, fueron creciendo en número y
poder, emprendieron la guerra ofensiva, y volvieron a llevar la
bandera de la cruz por toda la Península. Más de
siete siglos duró la guerra entre cristianos y moros, en un
principio con notable superioridad de los últimos;
después de la caída de los omeyas, con frecuente y
brillante éxito para los primeros. Si todavía, hacia
el fin del siglo X, el poderoso al-Mansur penetró hasta el
corazón de Galicia, arrasó en venerable santuario de
Santiago, e hizo traer a Córdoba, sobre los hombros de los
prisioneros cristianos, las campanas de las iglesias destruidas, ya
en el siglo siguiente Alfonso VI hace tributarios a algunos
príncipes mahometanos y conquista a Toledo. Pero más
terrible que nunca ardía entonces la pelea. El Islam
parecía amenazar a toda Europa. Fervorosas huestes, llenas
de religioso fanatismo, se precipitaban de nuevo, y con frecuencia,
desde África en la Península, a fin de lanzarse
contra los ejércitos cristianos, los cuales, reforzados por
caballeros de otros países, y singularmente de Provenza,
sólo reconocían la mar por límite de sus
atrevidas cruzadas. No hay un palmo de tierra en todo el territorio
español, que no esté regado con la sangre de estos
combates de la fe. Cien millares de hombres caían por ambos
lados en las espantosas batallas de Zalaca, Alarcos y las Navas de
Tolosa, confiados firmemente, los unos en que por tomar parte en el
triunfo de la santa cruz alcanzarían el perdón de sus
pecados y se harían merecedores del Cielo; los otros, en que
entrarían como mártires en el paraíso de
Mahoma. «A medianoche (así describe Rodrigo, arzobispo
de Toledo, los preparativos para una gran batalla) resonó en
el campamento de los cristianos la voz del heraldo, que los
excitaba a todos a que se armasen para la santa guerra.
Después de haberse celebrado los divinos misterios de la
pasión, se confesaron y comulgaron todos los guerreros, y se
apresuraron armados a salir a la batalla. Las filas estaban en buen
orden, y levantando las manos al cielo, dirigiendo a Dios los ojos,
y sintiendo en el fondo del corazón el deseo del martirio,
se arrojaron todos a los peligros de la batalla, siguiendo las
banderas de la cruz e invocando el nombre del
Altísimo»119.
Un escritor árabe dice: «El poeta Ibn al-Faradi estaba
una vez como peregrino en la Meca, y abrazándose al velo de
la Caaba, pidió a Dios Todopoderoso la gracia de morir como
mártir. Posteriormente, sin embargo, se presentaron a su
imaginación con tal viveza los horrores de aquella violenta
muerte, que se arrepintió de su deseo y estuvo a punto de
volver y de rogar a Dios que tuviese por no hecha su
súplica; pero la vergüenza le retuvo. Más tarde
alcanzó de Dios lo que le había pedido. Murió
como mártir en la toma de Córdoba, y se cuenta que
uno que le encontró tendido entre un montón de
cadáveres, le oyó murmurar, durante la agonía,
y con voz apagada, las palabras siguientes de la santa
tradición: «Todo el que es herido en los combates de
la fe (y bien sabe Dios reconocer las heridas que se han recibido
por su causa) aparecerá en el día de la
resurrección con las heridas sangrientas; su color
será como sangre, pero su aroma como almizcle. Apenas hubo
dicho estas palabras expiró120.
Apariciones maravillosas inflamaban por ambos lados el celo de la
religión. Un historiador arábigo refiere: «Abu
Yusuf, príncipe de los creyentes, se pasó en
oración toda la noche que precedió a la batalla de
Alarcos, suplicando fervorosamente a Dios que diese a los muslimes
la victoria sobre los infieles. Por último, a la hora del
alba, el sueño se apoderó de él por breve
rato. Pero pronto despertó lleno de alegría;
llamó a los jeques y a los santos varones y les dijo: Os he
mandado llamar para que os alegréis con la noticia de que
Dios nos concede su auxilio. En esta bendita hora acabo de ser
favorecido por la revelación. Sabed que mientras que estaba
yo arrodillado, me sorprendió el sueño por un
instante, y al punto vi que en el cielo se abría una puerta
y que salía por ella y descendía hacia mí un
caballero sobre un caballo blanco. Era de soberana hermosura y
difundía dulce aroma. En la mano llevaba una bandera verde,
la cual desplegada, parecía cubrir el cielo. Luego que me
saludó, le pregunté: ¿Quién eres?
¡Dios te bendiga! Y él me contestó: Soy un
ángel del séptimo cielo, y vengo para anunciarte, en
nombre de Alá, la victoria a ti y los guerreros que siguen
tus estandartes, sedientos del martirio y de las celestiales
recompensas»121.
Así como a los árabes se les aparecían los
ángeles del séptimo cielo o el Profeta, los
cristianos veían a Santiago, no sólo anunciando la
victoria, sino también como campeón contra los
infieles. Don Rodrigo, arzobispo de Toledo, cuenta de la batalla de
Clavijo: «Los sarracenos avanzaron entonces en portentosa
muchedumbre, y las huestes del rey Don Ramiro retrocedieron a un
lugar llamado Clavijo. Durante la noche el rey estaba en duda sobre
si aventuraría la batalla. Entonces se le apareció el
bendito Santiago y le dio ánimo, asegurándole que al
siguiente día alcanzaría una victoria sobre los
moros. El rey se levantó muy de mañana, y
participó a los obispos y a los grandes la visión que
había tenido. Todos dieron por ella gracias a Dios, y llenos
de fe en la promesa del apóstol, se apercibieron a la pelea.
Por la otra parte, los sarracenos salieron también a
combatir, confiados en su mayor número. De este modo se
trabó la batalla; pero pronto se desordenaron los moros y se
pusieron en fuga. Setenta mil de ellos quedaron antes en el campo.
En esta batalla se apareció el bendito Santiago sobre un
caballo blanco y con una bandera en la mano»122.
El cronista general de Galicia dice: «Treinta y ocho
apariciones visibles de Santiago en otras tantas batallas, en las
cuales el Apóstol dio auxilio a los españoles, son
enumeradas por el erudito D. Miguel Erce Jiménez; pero yo
tengo por cierto que sus apariciones han sido muchas más, y
que en cada victoria alcanzada por los españoles, este gran
capitán suyo ha venido a auxiliarlos»123.
«Santiago, dice otro escritor español, es en
España nuestro amparo y defensa en la guerra; poderoso como
el trueno y el relámpago, llena de espanto a los mayores
ejércitos de los moros, los desbarata y los pone en
fuga»124.
Aquella grande y secular pelea, que conmovía todos los
corazones, halló también eco en la poesía.
Entre el estruendo de las batallas, el resonar de las armas los
gritos invocando a Alá y el tañido de las campanas,
su voz llega a nuestro oído. Oigámosla, ora excitando
al guerrero de la cruz, ora al campeón del Profeta, ya
prorrumpiendo en cánticos de victoria, ya entonando himnos
fúnebres.
Cuando los cristianos, en el año 1238, estrechaban
fuertemente a Valencia, Ibn Mardaniš, que mandaba en la
ciudad, encargó al poeta Ibn al-Abbar que fuese a
África, a la corte del poderoso Abd Zakariya,
príncipe de los hafsidas, a pedirle socorro. Llegado
allí, el embajador recitó en presencia de toda la
corte la siguiente qasida, e hizo tal impresión, que
Abd Zakariya concedió al punto el socorro demandado, y
envió una flota bien armada a las costas de
España:
Abierto está el camino; a
tus guerreros guía,
¡oh de los oprimidos constante valedor!
Auxilio te demanda la bella Andalucía;
la libertad espera de tu heroico valor.
De penas abrumada, herida ya de muerte,
un cáliz de amargura el destino le da;
se marchitó su gloria, y sin duda la
suerte
a sus hijos por víctimas ha designado
ya.
Aliento a tus contrarios infunde desde el
cielo,
y a tu pesar, ¡oh patria! del alba el
arrebol;
tu gozo cambia en llanto, tu esperanza en
recelo
cuando a ocultarse baja en Occidente el sol.
¡Oh vergüenza y oprobio! juraron los
cristianos
robarte tu amoroso y más preciado
bien,
y repartir por suerte a sus besos profanos
las mujeres veladas, tesoro del harem.
La desdicha de Córdoba los corazones
parte;
Valencia aguarda, en tanto, más negro
porvenir;
en mil ciudades flota de Cristo el
estandarte;
espantado el creyente, no puede resistir.
Los cristianos, por mofa, nos cambian las
mezquitas
en conventos, llevando doquier la
destrucción,
y doquiera suceden las campanas malditas
a la voz del almuédano, que llama a la
oración.
¿Cuándo volverá España
a su beldad primera?
Aljamas suntuosas do se leyó el
Corán,
huertos en que sus galas vertió la
primavera,
y prados y jardines arrasados están.
Las florestas umbrosas, que alegraban la
vista,
ya pierden su frescura, su pompa y su verdor;
el suelo se despuebla después de la
conquista;
hasta los extranjeros le miran con dolor.
Cual nube de langostas, cual hambrientos
leones,
destruyen los cristianos nuestro rico vergel;
de Valencia los límites traspasan sus
pendones,
y talan nuestros campos con deleite cruel.
Los frutos deliciosos que nuestro afán
cultiva,
el tirano destroza y consume al pasar;
incendia los palacios, las mujeres cautiva;
ni reposa, ni duerme, ni sabe perdonar.
Ya nadie se re opone; ya extiende hacia
Valencia
la mano para el robo que ha tiempo
meditó;
el error de tres dioses difunde su
insolencia;
por él en todas partes a sangre y fuego
entró.
Mas huirá cuando mire al aire
desplegado
el pendón del Dios único, ¡oh
príncipe! por ti;
salva de España, salva, el bajel
destrozado;
no permitas que todos perezcamos allí.
Por ti renazca España de entre tanta
ruina,
cual renacer hiciste la verdadera fe;
ella, como una antorcha, tus noches ilumina,
en pro de Dios tu acero terrible siempre fue.
Eres como la nube que envía la
abundancia;
la tiniebla disipas como rayo de sol;
de los almorávides la herética
ignorancia
ante tu noble esfuerzo amedrentada
huyó.
De ti los angustiados aguardan todavía
que les abras camino de paz y de salud;
Valencia, por mi medio, estas cartas te
envía;
socorro te demanda; espera en tu virtud.
Llegamos a tu puerto en nave bien guiada,
y escollos y bajíos pudimos evitar;
por los furiosos vientos la nave contrastada,
temí que nos tragasen los abismos del
mar.
Cual por tocar la meta, reconcentra su
brío
y hace el último esfuerzo fatigado
corcel,
luchó con las tormentas y con el mar
bravío,
y en puerto tuyo, al cabo, se refugió el
bajel.
El trono a besar vengo do santo resplandece
el noble Abd Zakariya, hijo de Abd al-Wahid;
mil reinos este príncipe magnánimo
merece;
el manto de su gracia los sabe bien cubrir.
Su mano besan todos con respeto profundo;
de él espera cuitado el fin de su
dolor;
sus órdenes alcanzan al límite del
mundo
y a los remotos astros su dardo volador.
Al alba sus mejillas dan color purpurino;
su frente presta al día despejo y
claridad;
siempre lleva en la mano su estandarte el
Destino;
aterra a los contrarios su inmensa potestad.
Entre lanzas fulgura como luna entre
estrellas;
resplandores de gloria coronan su dosel,
y es rey de todo el mundo, y por besar sus
huellas,
se humillan las montañas y postran ante
él.
¡Oh rey, más que las pléyades
benéfico y sublime!
De España en el Oriente, con brillo y
majestad,
álzate como un astro, y castiga y
reprime
del infiel la pujanza y bárbara
maldad.
Lava con sangre el rastro de su invasión
profana;
harta con sangre ¡oh príncipe! de los
campos la sed;
A
esta composición, que no carece de empuje, brillo y fogosa
elocuencia, puede contraponerse esta otra en antiguo provenzal,
donde el trovador Gavaudan convoca a los cristianos para una
cruzada contra el muwahide Jacub al-Mansur.
«¡Ah, señores! por nuestros pecados crece la
arrogancia de los sarracenos. Saladino tomó a
Jerusalén y aún la conserva. El Rey de Marruecos, con
sus árabes insolentes y sus huestes de andaluces, mueve
guerra a los príncipes cristianos para extirpar nuestra
fe.
Llama a las tribus guerreras de África, a los moros
berberiscos y masamudes, todos juntos, y vienen ardiendo en furia.
No cae la lluvia más espesa que ellos, cuando se precipitan
sobre el mar. Para pasto de buitres los lleva su rey, como corderos
que van a la pradera a destruir vástagos y
raíces.
Y
se jactan, llenos de orgullo, de que el mundo entero les pertenece;
y se acampan con mofa, amontonados sobre nuestros campos, y dicen:
Francos, idos de aquí, porque todo es nuestro hasta Puy,
Tolosa y Provenza. ¿Hubo nadie jamás tan atrevido
como estos perros sin fe?
Oye, emperador; oíd, reyes de Francia y de Inglaterra; oye,
conde de Poitiers; tended una mano protectora a los reyes de
España; nunca tendréis mejor ocasión de servir
a Dios. ¡Oídme, oídme! Dios os dará la
victoria sobre los paganos y los renegados, a quienes ciega
Mahoma.
Se
nos abre un camino para hacer penitencia de los pecados que
Adán echó sobre nosotros. ¡Confiad en la gracia
de Jesucristo! Sabed que Jesucristo, de quien dimana la verdadera
salud, ha prometido darnos la bienaventuranza y ser nuestro amparo
y defensa contra esa canalla feroz.
Nosotros, que conocemos la verdadera fe, no debemos vender esta
promesa a esos perros negros, que se aproximan furiosos desde el
otro lado del mar. ¡Sús, pues!, apresuraos, antes que
la desgracia caiga sobre nosotros. Por largo tiempo hemos dejado ya
solos a Castilla, Aragón, Portugal y Galicia, para que
caigan entre sus garras.
No
bien las huestes de Alemania, adornadas de la cruz, y las de
Francia, Inglaterra, Anjou y Bearn, con nosotros los provenzales,
estemos unidos en un poderoso ejército, derrotaremos al de
los infieles, cortaremos sus cabezas y sus manos, hasta que no
quede nada de ellos, y nos repartiremos el botín.
Gavaudan el vidente os lo anuncia; los perros serán pasados
a cuchillo; y donde Mahoma impera, será adorado Dios en lo
futuro126.
Pero la predicción del trovador no se cumplió, porque
la batalla de Alarcos puso término a la cruzada, que
él había convocado, con una terrible derrota de las
huestes cristianas127.
El
mismo escritor árabe, de quien hemos copiado la historia de
la aparición que anunció al rey mahometano la
victoria durante la noche que precedió a la batalla, refiere
la batalla de esta manera: «El maldito Alfonso, enemigo de
Dios, se adelantó con todo su ejército para atacar a
los muslimes. Entonces oyó a la derecha el redoblar de los
tambores, que estremecía la tierra, y el sonido de las
trompas, que llenaba los valles y los collados, y mirando a lo
lejos, columbró los estandartes de los muwahides, que
se acercaban ondeando, y el primero de todos era una blanca bandera
victoriosa, con esta inscripción: -¡No hay más
Dios que Alá; Mahoma es su profeta; sólo Dios es
vencedor!- Al ver después a los héroes musulmanes que
hacia él venían con sus huestes, ardiendo en sed de
pelear, y al oír que en altas voces proclamaban la verdadera
fe, preguntó quiénes eran, y obtuvo esta respuesta:
«¡Oh maldito! quien se adelanta es el Príncipe
de los creyentes, todos aquellos con quienes hasta aquí has
peleado eran sólo exploradores y avanzadas de su
ejército. De esta suerte, Dios Todopoderoso llenó de
espanto el corazón de los infieles, y volvieron las espaldas
y procuraron huir; pero los valientes caballeros muslimes los
persiguieron, los estrecharon por todos lados, los alancearon y
acuchillaron, y, hartando sus aceros de sangre, hicieron gustar a
los enemigos la amarga bebida de la muerte. Los muslimes cercaron
en seguida la fortaleza de Alarcos, creyendo que Alfonso
quería defenderse allí; pero aquel enemigo de Dios
entró por una puerta y se escapó por otra. Luego que
las puertas de la fortaleza, tomada por asalto, fueron quemadas,
todo lo que había allí y en el campamento de los
cristianos cayó, como botín, en poder de los
muslimes; oro, armas, municiones, granos, acémilas, mujeres
y niños. En aquel día perecieron tantos millares de
infieles, que nadie puede decir su número; sólo Dios
lo sabe. A veinte y cuatro mil caballeros de las más nobles
familias cristianas, que en la fortaleza quedaron cautivos,
mostró su piedad el Príncipe de los creyentes,
dejándolos ir libres. Así ganó alta fama de
magnánimo; pero todos los muslimes, que reconocen la unidad
de Dios, censuraron esto como la mayor falta en que puede incurrir
un rey»128.
Oigamos ahora un cántico triunfal de los árabes, en
el cual se celebra, no esta victoria de las armas
muslímicas, sino otra casi tan brillante. Cuando Abu Yusuf,
después de la batalla de Écija, entró en
Algeciras, recibió del príncipe de Málaga, Ibn
Ašqilula, la siguiente qasida,
felicitándole:
La
siguiente composición contiene otro llamamiento a la guerra
santa, cuando ya los cristianos se habían enseñoreado
en la mayor parte de la Península. La escribió, por
encargo de Ibn Ahmar, rey de Granada, su secretario Abu Omar, a fin
de avivar más el celo de combatir contra los enemigos de la
fe en el corazón del sultán Abu Yusuf, de la
dinastía de los Banu Merines, a quien entregaron los versos
en Algeciras, en el año de 1275:
En
contraposición de estos versos, citaremos aquí otro
llamamiento poético a la cruzada. Parece que el trovador
Marcabrún le escribió, cuando Alfonso VII preparaba
una expedición contra los moros andaluces, y que se
cantó en España, en cuya parte de Oriente la lengua
provenzal era entendida:
«Praxim nomine Domini. Marcabrún ha compuesto
este canto, música y letra; escuchad lo que dice: El
Señor, el Rey del cielo, lleno de misericordia, nos ha
preparado cerca de nosotros una piscina que jamás la
hubo tal, excepto en ultramar, allá hacia el valle de
Josafat; y con ésta de acá nos conforta.
»Lavarnos mañana y tarde deberíamos
según razón, yo os lo afirmo. Quien quiera tener
ocasión de lavarse mientras se halla sano y salvo,
deberá acercase a la piscina, que no es medicina
verdadera, pues si antes llegamos a la muerte, de lo alto caeremos
en una baja morada.
»Pero la avaricia y la falta de fe no quieren
acompañarse con los méritos propios de la juventud.
¡Ay! cuán lamentable es que los más vuelan
allá donde se gana el infierno. Si no corremos a la
piscina antes de que se nos cierren la boca y los ojos,
ninguno hay tan henchido de orgullo, que al morir no se halle con
un poder superior.
»El Señor, que sabe todo cuanto es y cuanto
será y cuanto fue, ha prometido el honor y nombre de
emperador... ¿y sabéis cuál será la
belleza de los que irán a la piscina? más que
la de la estrella guía-naves, con tal de que venguen a Dios
de la ofensa que le hacen aquí, y allá hacia
Damasco.
»Cundió aquí tanto el linaje de Caín,
del primer hombre traidor, que ninguno honra a Dios; pero veremos
cuál le será amigo de corazón, pues en la
virtud de la piscina se nos hará Jesús amigo,
y serán rechazados los miserables que creen en agüero y
en suerte.
»Los lujuriosos, los consume-vino, apresura-comida y
sopla-tizón quedarán hundidos en medio del camino
y exhalarán fetidez. Dios quiere probar en su piscina
a los esforzados y sanos. Los otros guardarán su morada, y
hallarán un fuerte poder que de ella los arroje, con oprobio
suyo.
»En España, y acá el Marqués (Raimundo
Berenguer IV) y los del templo de Salomón sufren el peso y
la carga del orgullo de los paganos, por lo cual la juventud coge
menguada alabanza; y caerá la infamia, a causa de esta
piscina, sobre los más poderosos caudillos,
quebrantados, degenerados, cansados de proezas, que no aman
júbilo ni deporte.
»Desnaturalizados son los franceses si se niegan a tomar
parte en la causa de Dios, pues bien sabe Antioquía
cuál es su valor y cuál su prez. Aquí lloran
Guiena y Poitú, Señor Dios junto a tu piscina.
Da paz al alma del Conde y guarda a Poitú y a Niort el
Señor que resucitó del sepulcro131.»
Mientras que la poesía provenzal podía competir
así con la arábiga en brio y rapto lírico,
para animar a la guerra santa, la castellana, que ya desde el siglo
XII se había atrevido a dejar oír su tímida
voz, no podía aún entrar en competencia. Pero, no
bien esta poesía encontró un órgano adecuado
en la lengua que poco a poco iba formándose de la latina,
tomó también por asunto de su canto las expediciones
guerreras contra los enemigos de Cristo. Estos comienzos, aunque
briosos, todavía rudos y poco hábiles, de una
poesía que estaba en la infancia, no se podían
comparar con el arte de los árabes, llegado ya a su madurez;
su torpe tartamudear se ahogaba entre el sonido de las trompas de
los poetas mahometanos; los severos contornos de su dibujo
palidecían ante el brillo del colorido deslumbrador de la
poesía oriental132.
Sin embargo, éste es el lugar de presentar en el espejo de
las noticias arábigas al héroe que ensalza el canto
más antiguo escrito en lengua castellana tanto más
cuanto que el cuadro de estas noticias encierra algunas
poesías que iluminan a dicho héroe con una luz
completa. Nadie se admire de que el famoso Cid Rui Díaz el
Campeador, a quien la tradición nos pinta como un modelo
ejemplar de piedad, de lealtad y de todas las virtudes del
caballero aparezca de un modo menos brillante en las descripciones
de sus enemigos. Si aquélla le retrata como un varón
excelente, fiel a su injusto rey, aunque hablándole con
severa franqueza, éstas nos le hacen ver como un cruel
tirano, quebrantador de la palabra dada, y que no pelea por
defender a su rey y a su religión, sino para servir a
pequeños príncipes mahometanos133.
La narración arábiga nos coloca en el momento en que
el príncipe de los almorávides, Yusuf Ibn
Tašufin, ha invadido a Andalucía con sus hordas
africanas, y amenaza derrocar los tronos de los príncipes
mahometanos españoles. «No bien, dice, Ahmad Ibn Yusuf
ibn Hud, el que en estos mismos momentos se agita en la frontera de
Zaragoza, se cercioró de que los soldados del emir
al-Muslimin salían de todos los desfiladeros, y se
subían por todas partes a los puntos elevados, excitó
a un cierto perro de los perros gallegos, llamado Rodrigo y
apellidado el Campeador. Era éste un hombre muy sagaz, amigo
de hacer prisioneros y muy molesto. Dio muchas batallas en la
Península, y causó infinitos daños de todas
especies a las taifas que la habitaban, y las venció y las
sojuzgó. Los Banu Hud, en tiempos anteriores, fueron los que
le hicieron salir de su oscuridad. Le pidieron su apoyo para sus
grandes violencias, para sus proyectos viles y despreciables. Le
habían entregado en señorío ciertas comarcas
de la Península, y puso su planta en los confines de sus
cinco mejores regiones, y plantó su bandera en la parte
más escogida de ellas, hasta el punto de robustecer su
imperio; y semejante a un buitre, depredó las provincias
cercanas y las más apartadas. Entre tanto, Ahmad, temiendo
la caída de su reino y notando que iban mal sus asuntos,
trató de poner al Campeador entre él y la vanguardia
del ejército del emir al-Muslimin, y le facilitó el
paso para las comarcas de Valencia, y le proporcionó dinero,
y le mandó después hombres. El Campeador sitió
entonces la ciudad, en la cual había grandes discordias, y
el cadí Abu Yahaf se había apoderado del mando.
Mientras que las parcialidades ardían en lo interior,
Rodrigo continuó el sitio con vivo celo, persiguiendo su
objeto como se persigue a un deudor, y estimándole con la
estimación que dan los amantes a los vestigios de sus
amores. Cortó los víveres, mató a los
defensores, puso en juego toda clase de tentativas, y se
presentó sobre la ciudad de todas maneras.
¡Cuántos soberbios y elevados lugares, cuya
posesión había sido envidiada por tantas gentes, y
con quienes no podían competir ni la luna ni el sol, cayeron
en poder de este tirano, que profanó sus misterios!
¡Cuántas jóvenes, cuyos rostros daban envidia a
los corales y a las perlas, amanecieron en las puntas de las
lanzas, como hojas marchitas por las pisadas de sus viles
soldados!
»El hambre y la miseria obligaron a los habitantes de la
ciudad a comer animales inmundos, y Abu Ahmad no sabía
qué partido tomar, y no tenía dominio sobre sí
y se culpaba de todo. Imploró el auxilio del emir
al-Muslimin y de los vecinos que rodeaban sus cercanías, mas
como aquél estaba lejos, demoró su venida, unas veces
porque no oyó sus quejas, otras porque le impidió
venir algún inconveniente. Sin embargo, en el corazón
del emir al-Muslimin había piedad, y se condolía de
sus males prestándoles oído, mas fue tardo en dar
socorro, porque se encontraba muy distante de la ciudad y sin poder
para otra cosa. Cuando Dios dispone un suceso, abre las puertas y
allana los obstáculos134.
»Mientras que Valencia estaba en el mayor apuro, se dice que
un árabe subió a la torre más alta de los
muros de la ciudad. Este árabe era muy sabio y entendido, e
hizo el siguiente razonamiento135:
«El tirano Rodrigo logró, al fin, sus vituperables
designios con su entrada en Valencia, en el año de 487,
hecha con engaño, según su costumbre, y
después de la humillación del cadí, que se
tenía por invencible a causa de su impetuosidad y soberbia.
El cadí se sometió a Rodrigo y reconoció la
dignidad que le daba la posesión de la ciudad, y
contrató con él pactos, que, en su concepto,
debían guardarse, pero que no tuvieron larga
duración. Ibn Yahaf permaneció con el Campeador corto
tiempo, y como a éste le disgustaba su
compañía, buscó un medio de deshacerse de
él, hasta que pudo lograrlo, dícese que a causa de un
tesoro considerable de los que habían pertenecido a Ibn
Du-l-Nun137.
»Sucedió que Rodrigo en los primeros días de su
conquista preguntó al cadí por el tal tesoro, y le
tomó juramento, en presencia de varias gentes de las dos
religiones, acerca de que no le tenía. Respondió el
cadí, jurando por Dios y sin cuidarse de los males que
debía temer de su ligereza. Le exigió Rodrigo,
además, que se extendiese un contrato, con anuencia de los
dos partidos, y firmado por los más influyentes de las dos
religiones, en el cual se convino en que si Rodrigo averiguaba el
paradero del tesoro, retiraría su protección al
cadí y a su familia, y podría derramar su sangre.
»Rodrigo no cesó de trabajar para descubrir el tesoro,
valiéndose de diferentes medios. Al fin llegó a
conseguirlo, poniendo al cadí y a su familia en el colmo de
la desesperación. Después hizo encender una hoguera,
donde el cadí fue quemado vivo.
»Me contó una persona que le vio en este sitio, que se
cavó en tierra un hoyo, y se le metió hasta la
cintura para que pudiese elevar sus manos al cielo, que se
encendió la hoguera a su alrededor, y que él se
aproximaba los tizones con el fin de acelerar su muerte y abreviar
su suplicio. ¡Quiera Dios escribir estos padecimientos en la
hoja de sus buenas acciones, y olvide por ellos sus pecados, y nos
libre de semejantes males, por él merecidos, y nos impulse
hacia lo que se aproxima a su gracia!
»También pensó Rodrigo, a quien Dios maldiga,
en quemar a la mujer y a las hijas del cadí; pero le
habló por ellas uno de sus parciales, y después de
algunos reparos, no desoyó su consejo y las libró de
las manos de su fatal destino.
»La noticia de esta gran desgracia cayó como un rayo
sobre todas las regiones de la Península y
entristeció y cubrió de vergüenza a todas las
clases de la sociedad.
»El poder de este tirano creció hasta el punto de ser
gravoso a los lugares más elevados y a los más
cercanos al mar, y de llenar de miedo a los pecheros y a los
nobles. Y me contó uno haberle oído decir, cuando se
exaltaba su imaginación y se excitaba su codicia: -En el
reinado de un Rodrigo se perdió esta Península, y
otro Rodrigo la libertará; -palabras que llenaron de espanto
los corazones, y que infundieron en ellos la certeza de que se
acercaban los sucesos que tanto habían temido. Con todo,
esta calamidad de su época, por su amor de la gloria, por la
prudente firmeza de su carácter y por su heroico
ánimo, era uno de los milagros de Dios. Murió a poco,
de muerte natural, en la ciudad de Valencia.
»La victoria, maldígale Dios, siguió constante
su bandera, y él triunfó de las taifas de
bárbaros, y tuvo varios encuentros con sus caudillos, como
con García el de la boca torcida y con el príncipe de
los francos. Desbarató los ejércitos de Ibn Radmir, y
con pequeño número de los suyos mató gran
copia de los contrarios. Cuéntase que en su presencia se
estudiaban los libros y se leían las memorias heroicas de
los árabes, y que, cuando llegó a las hazañas
de Muhallab, se exaltó su ánimo y se llenó por
él de admiración».
En
aquel tiempo, Ibn Jafaya dijo sobre Valencia lo que
sigue138:
Sin
música no hay fiesta. «¡Oh reina de la
hermosura! Beber sin cantar no es estar alegres», dice, en la
perla de las Mil y una noches, en el cuento de Nurud-Din y
de la bella Persiana, el viejo jardinero que hospeda secretamente a
los fugitivos en el pabellón del califa. Esta sentencia
tenía no menos valor en España que en Oriente. Grande
es, pues, el número de los cantares que celebran el vino y
los festines en todos los días y estaciones del año.
Desde la mañana temprano, durante la primavera,
solían circular los vasos en los aromáticos jardines,
según lo atestiguan estos versos:
Burlándose de los preceptos religiosos que ordenan a los
creyentes la oración de la mañana en las mezquitas,
al-Mutadid de Sevilla fingió otro precepto que prescribe a
los fieles beber a la misma hora:
Abu-l-Hasan al-Merini refiere: «Estando yo una vez con
algunos amigos bebiendo alegremente en frente de la Ruzafa, se
llegó a nosotros un hombre mal vestido y se sentó a
nuestro lado. Nosotros le preguntamos por qué venía a
sentarse sin conocernos de antemano. Él sólo
contestó: -No os enojéis desde luego contra
mí.- Un momento después levantó la cabeza y
dijo:
«Mientras que junto al
alcázar
de Ruzafa estáis borrachos,
poneos a meditar
cómo cayó el califato,
y cómo el mundo está siempre
en un incesante cambio.
Cuando sobre esto medita
el espíritu del sabio,
ve que la gloria, el poder
y el señorío son vanos;
pronto el tiempo los destruye,
y los borra el desengaño.
Nada son y nada valen
todos los seres creados;
sólo el vino y el amor
importan y valen algo».
»Apenas acabó de hablar así, le besé la
frente y le pregunté quién era. Entonces dijo su
nombre, y añadió que la gente le tenía por
loco.- Por cierto, repliqué yo, que los versos que has dicho
no son de un loco; sabios hay que no los hacen mejores.
Quédate, por Alá, en nuestra compañía,
y recítanos más versos sentenciosos, a fin de que
nuestro placer sea completo.- Efectivamente, él se
quedó entre nosotros y dijo otras composiciones, que nos
regocijaron mucho. Por último, le dejamos
sosteniéndose contra las paredes para no venir al suelo, y
gritando: ¡Alá, perdóname!145»
Después de estos días amenos, la noche azul-profunda
se levanta con sus lucientes estrellas y trae nuevos placeres. En
una ligera barquilla va el poeta, en compañía de
gente joven, sobre las mansas ondas del Guadalquivir:
Frecuentemente la musa de los árabes españoles se
entrega a la contemplación de la naturaleza de su hermosa
patria, y presta alma a flores, estrellas, bosquecillos y fuentes.
Los seres animados e inanimados la saludan con amor cuando entra en
los encantados jardines de Andalucía:
El
recuerdo hechicero de tales paseos por el Guadalquivir es
también el punto céntrico de un cuadro en que pinta
el español Ibn Said, durante su permanencia en Egipto, los
placeres de su antigua vida en la patria andaluza:
Éste es Egipto; pero
¿dó está la patria mía?
Lágrimas su recuerdo me arranca sin
cesar;
locura fue dejarte, ¡oh bella
Andalucía!
Tu bien, perdido ahora, acierto a ponderar.
¿Dónde está mi Sevilla? Desde
el tiempo dichoso
que yo moraba en ella, lo que es gozar no
sé.
¿Qué apacible deleite cuando, al son
melodioso
del laúd, por su río, cantando
navegué!
Gemían las palomas en el bosque, a la
orilla;
músicas resonaban en el vecino
alcor...
Cuando pienso en la vida alegre de Sevilla,
lo demás de mi vida me parece dolor.
¡Y aquellas gratas horas en el prado
florido!
¡Y aquella en los placeres suave
libertad!
Recordando mi dulce paraíso perdido,
cuanto en torno me cerca es yermo y soledad.
Hasta el eco monótono de la movible
rueda
que el agua de la fuente obligaba a subir,
cual si cerca estuviese, en mis oídos
queda;
toda impresión de entonces en mí
suele vivir.
No eran por la censura mis goces perturbados;
la ciudad es tan linda, que se allana el
Señor
a perdonar en ella los mayores pecados;
allí hasta el fin del mundo puedes ser
pecador.
La soberana pompa del caudaloso Nilo
se eclipsa ante la gloria del gran
Guadalquivir.
¡Cuántas ligeras barcas en su espejo
tranquilo
se ven, al son de músicas alegres,
discurrir!
Y los oídos gozan, y gozan más los
ojos
con las bellas muchachas que en las barquillas
van,
y cuya tersa frente y cuyos labios rojos
el fulgor de la luna avergonzando
están.
Con su sonar los vasos, las flores con su
aroma,
dicha en el alma infunden y lánguido
placer:
en noches de verano, hasta que el alba asoma,
es grato las orillas en barca recorrer.
En pos deja la barca su luminosa estela,
sueltos hilos de perlas sobre ondulante chal;
es la barca, adornada por su cándida
vela,
cisne que se columpia en líquido
cristal.
También con sus memorias Algeciras me
abruma,
y su enriscada costa recuerdo con amor;
en ella el mar bramando alza montes de
espuma,
que estremecen los árboles de angustia y de
terror.
No
sólo la naturaleza, sino asimismo las obras de la mano del
hombre, y especialmente los palacios de los príncipes,
fueron ensalzados en verso. Cuando una poesía de esta clase
alcanzaba grande aplauso, se le concedía la honra de
grabarla con primorosas letras de oro sobre las paredes del mismo
palacio que ensalzaba. Ya citaremos más adelante muchas de
estas composiciones, que encomian las quintas y palacios de
Sicilia, o que brillan aún sobre los muros de la Alhambra.
Entre tanto vamos a trasladar aquí varias composiciones que
celebran a toda Andalucía o algún lugar
determinado:
Para los cantos en alabanza de los califas y príncipes se
presentaban las mu'allaqat a los árabes de todos los
tiempos como modelos clásicos. Así es que siempre
ponían en estos cantos encomiásticos las
reminiscencias de la antigua poesía. Las quejas de amor y
las descripciones de la vida de los beduinos no podían
faltar en ellos, y hace una impresión extraña el
considerar que los ojos del poeta se apartan de la magnificencia
que le rodea, del suelo fértil de Andalucía y del
lujo extraordinario de las cortes de sus príncipes, y se
fijan en los desiertos de Arabia como en una patria mejor y
más antigua. Ibn al-Haddad empieza una qasida en loor
de al-Mutasim, rey de Almería, como si fuese un pastor
errante de la época de Imru-l-Qays:
Los
reyes, que solían habitar en palacios suntuosos, en medio de
fértiles jardines, son casi siempre representados como
príncipes nómadas, en cuyo campamento hallan un
refugio los que vagan en el desierto durante la noche. Ibn Billita,
por ejemplo, dice en una qasida:
Tampoco la descripción de la despedida del dueño
amado o del comienzo del viaje, que ha de llevar al poeta a la
corte de su valedor, falta, casi nunca en esta clase de
composiciones; pero en esto suele haber pinturas donde se retrata
la rica naturaleza de Andalucía, y que nunca un árabe
del desierto hubiera podido imaginar. Así, por ejemplo,
cuando Ibn Jaraf canta:
En
un canto encomiástico de Ibn Darray al poderoso al-Mansur,
en vez de la descripción de la tienda del beduino, pinta el
poeta su verdadera casa, como si estuviese en una ciudad. Al
empezar habla con su mujer, y dice:
Peor que la muerte, ¡oh
mujer!
Es este largo sosiego;
es una tumba mi casa,
en que de todo carezco.
El peligro y las fatigas
del viaje que hacer quiero,
si beso a al-Mansur la mano,
lograrán colmado premio.
A beber aguas salobres
me resigno en el desierto,
y hartaré mi sed al cabo
de su gracia en el venero.
Más adelante describe así el poeta la despedida de su
mujer y de su hijo:
Vacilaba mi firmeza,
movida por sus lamentos,
cuando vino a despedirme
del día al albor primero,
rogándome no olvidase
su firme y ardiente afecto.
Al lado estaba la cuna
de nuestro hijo pequeño,
que apenas hablar sabía,
pero que hería mi pecho
con su sonrisa inocente
y con sus dulces ojuelos.
En nuestras almas moraba
el niño, y era su lecho
el regazo de su madre,
su blanco y hermoso seno.
Por la que el seno le daba
de amor hubiera yo muerto.
Mi alma se enternecía
al ir a apartarme de ellos;
mas la sonrisa del niño
y de mi adorado dueño
las lágrimas y las quejas
detenerme no pudieron.
Por último, me ausenté;
y el profundo sentimiento
a mi mujer desolada
hizo caer por el suelo.
Todas estas cosas, como se ve, podían ocurrir perfectamente
en una ciudad de España; pero no había de faltar el
imprescindible viaje por el desierto, aunque Ibn Darray, que
vivía en Córdoba como poeta de corte de
al-Máncer, no había menester peregrinar tanto para
llegar a donde su protector se hallaba. Con todo, la
descripción de este fingido viaje se distingue por una gran
viveza:
En
cuanto a la parte meramente encomiástica de esta clase de
composiciones, se debe decir que una grande hinchazón la
afea con frecuencia. La repetición constante en el elogio de
la valentía, de la liberalidad y de la magnificencia regia,
forzaba a los poetas a buscar en lo extraño de la
expresión, en lo pomposo del estilo, y en lo rebuscado y
raro de las comparaciones, un medio de tener novedad, y con todo,
incurrían en este defecto, sin lograr por eso libertarse de
la monotonía de que ansiaban huir. A veces, sin embargo, en
medio de lo hueco e hiperbólico, se hallan pasajes que
sorprenden por la energía de la expresión o por el
atrevimiento de las imágenes. Dos o tres ejemplos
bastarán a mostrarnos las buenas y malas cualidades de que
hemos hablado.
Abu
Amir dice en un canto, alabando a un general famoso:
Casi con el mismo celo que el encomio, era cultivada la
sátira, y es admirable el atrevimiento con que los poetas
solían disparar los más agudos dardos contra los
poderosos. Véase, por ejemplo, esta composición,
escrita cuando al-Máncer, el poderoso ministro del impotente
omeya Hišam, gobernaba el imperio:
A
veces aparece la sátira como parodia de la qasida
encomiástica, y empieza también con pinturas de la
vida del desierto. Así es que Ibn Ammar, en unos versos que
compuso contra al-Mutamid, rey de Sevilla, empieza saludando a una
tribu de beduinos que hay en Occidente, y en cuyo campamento las
tiendas se aprietan unas a otras; pero en vez de proseguir con los
amorosos recuerdos de su querida, habla burlescamente el poeta de
la aldea de donde procede la familia del rey, y la llama la capital
del mundo; después se complace en escarnecer a la mujer del
rey, que no vale más que el cabestro de un camello,
etc170.
También los poetas se perseguían entre sí con
sátiras literarias. Con estos versos zahería Ibn Ujt
Ganim a su rival Ibn Šaraf de Berja:
Como la mayor parte de las poesías de este género,
más que a censurar en general las debilidades humanas, van
dirigidas contra determinadas personas y han sido compuestas en
circunstancias especiales, no ofrecen sino poquísimo
interés a la posteridad. Me limitaré, pues, para
terminar este capítulo, a citar aquí algunos versos
epigramáticos.
El
poeta al-Nahli, protegido del rey de Almería al-Mutasim, en
un viaje, que hizo a Sevilla, se presentó en la corte del
rey al-Mutadid, y dejó que se le escapasen los siguientes
versos en una poesía encomiástica:
Mutadid, con tu triunfo
celebrado
las berberiscas tribus exterminas;
también al-Mutasim ha exterminado
la casta de los pollos y gallinas.
No
sospechando que esta burla fuese conocida de su antiguo valedor, el
poeta se volvió a Almería, y a poco recibió
una invitación para ir a cenar con el rey. Apenas
entró en el comedor, al-Mutasim le acogió con suma
benevolencia y le llevó delante de una mesa cubierta toda de
pollos y gallinas. «Quería mostrarte, le dijo, que
toda esta casta no ha sido completamente exterminada por
mí»172.
El
poeta al-Husri, mientras que se hallaba en África, fue
convidado por al-Mutamid para que viniese a su corte, pero se
excusó diciendo:
Lo
más bello de cuanto posee la literatura de los árabes
en el género elegíaco es sin disputa lo que compuso
en la prisión el infortunado rey al-Mutamid, de Sevilla.
Más adelante daremos a conocer sus obras. Casi igual en
mérito es una elegía, llena de los más
profundos sentimientos y de los más elevados raptos, en la
cual Abu Bakr, de Ronda, después de la toma de
Córdoba y Sevilla por San Fernando, deplora la inminente
caída del Islam en España.
Goza de fama singular otra elegía compuesta por Ibn Abdum a
la caída de la dinastía de Badajoz; pero
difícilmente podemos convenir con los críticos
árabes, que la encomian como una obra maestra. Esta
elegía está sobrecargada de erudición
histórica, y su estilo lleno de antítesis, y sus
muchas alusiones, que apenas se entienden sin comentario, hacen
creer que la tal poesía no ha sido verdaderamente inspirada
por el sentimiento de las desgracias de aquella familia real.
Un
sentimiento más verdadero hay en los versos
elegíacos, que al-Abbas, de Jerez, el cual había
vivido en Damasco mucho tiempo, escribió, recordando con
amor los días que allí había pasado:
Al
poeta Abu-l-Majši, que vivió en tiempo de Abd
al-Rahman I, le sacaron los ojos por orden del príncipe
Sulayman, porque se atrevió, en unos versos que le
había dirigido, a hacer algunas alusiones ofensivas a su
hermano Hišam, de que Sulayman se creyó en el deber
de tomar venganza.
Aquel desgraciado escribió las siguientes líneas con
motivo de su ceguera:
Cuando el poeta se hizo llevar delante del Califa y le
recitó estos versos, Abd al-Rahman se conmovió hasta
verter lágrimas, y le dio dos mil dineros, mil por cada ojo.
También Hišam, cuando subió al trono,
recordó con piedad esta desgracia, que Abu-l-Majši
había tenido por causa suya, y siguiendo el ejemplo de su
padre, le dio mil dineros por la pérdida de cada ojo.
La
siguiente elegía religiosa se compuso a la memoria del rey
de Granada Abu-l-Hayyay Yusuf, asesinado traidoramente en la
mezquita, mientras hacía oración. La elegía
adorna como epitafio la losa de su sepulcro:
Con
esta elegía se puede decir que hemos entrado en el dominio
de la poesía religiosa, y, por consiguiente, debemos
presentar aquí algunas otras muestras de ella.
También en España hallaron numerosos parciales el
misticismo y el ascetismo, que ya aparecieron en los primeros
siglos del Islam, y alcanzaron en el sufismo su
perfección más alta. Así en las ciudades como
en la sociedad de los montes se levantaron claustros y ermitas,
donde piadosos anacoretas, apartados del mundo, se consagraban
enteramente a la contemplación de lo infinito184.
Sin embargo, en las poesías religiosas del pueblo
español de entonces, al menos en aquéllas que nos son
conocidas, en balde hemos buscado la mística profundidad por
donde se distinguen las obras de los sufíes
orientales. No hay en ellas aquel arrobo, aquella embriaguez divina
de un alma que se anega en la inmensidad del sentimiento y que
llega a aniquilar su propio ser en el abismo del amor de Dios, sino
severas consideraciones sobre lo pasajero de la vida,
arrepentimiento de los pecados y esperanza en la misericordia del
Altísimo185.
De
los siguientes versos asegura su propio autor Ibn Suhayd, que cada
uno que los recite para implorar la gracia de Dios, verá
satisfecho su deseo: