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De repente, un brazo cariñoso rodeó su cuello: un rostro pálido y mojado de lágrimas se apoyó en su rostro.

-¡Perdón!

-¡Perdón! -dijeron ambos a la vez.

-Y el primer rayo de sol, aguardado como una señal de muerte, alumbró la felicidad de dos seres que casi hubo de separar para siempre el exceso mismo de su amor.

Poco después, con gran sorpresa de sus amigos y de la sociedad limeña, que la idolatraba, la linda Alina Wilson, hija de un ministro extranjero, arrancándose al abrazo paterno que anhelaba retenerla, dejaba para siempre las playas del Perú.

¿Por qué abandonaba así, padre, amigos, adoraciones?

¡Ah! es que, por una ley fatal, aquello mismo que hace la felicidad de una alma, hace la desventura de otra.

En el mundo moral, como en el mundo físico, la luz es causa de la sombra.




 
 
Fin de Una querella
 
 


  —85→   Abajo

Belzu




- I -

Al escribir estas líneas, que bosquejan a grandes rasgos la figura del hombre ilustre cuyo nombre las encabeza, he creído cumplir un deber. Mientras las traza mi humilde mano, dos plumas magistrales se ocupan del mismo objeto, y desarrollarán de un modo brillante los detalles de aquella esplendorosa existencia. Pero la vida humana, y notablemente la de que nos ocupamos tiene dos faces: una de luz, otra de sombra. Una iluminada por los rayos de la dicha, de la fortuna, de la gloria; la otra perdida en la oscuridad de la pobreza, en las tinieblas de los días de dolor y de prueba. Los dos ilustrados biógrafos, fueron testigos y parte integrante de la primera: yo, compañera inseparable de la segunda.

Por tanto, y esperando que este modesto relato sirva en algo al complemento de aquellos importantes trabajos, lo he seguido, y le doy cima.

  —86→  

Manuel Isidoro Belzu nació en la Paz el 4 de abril de 1811. Fueron sus padres don Gaspar Belzu y doña, Manuela Umeres. Recibió su educación primaria en las aulas que los Padres franciscanos tenían en el convento de este orden. Su grande inteligencia le habría hecho distinguir con brillo en la carrera de las letras, si desde muy temprano el joven Belzu no hubiese manifestado un carácter inquieto, aventurero y caballeresco, que se avenía mal en los bancos escolares, y pedía instintivamente una espada y un corcel.

En efecto, apenas a la edad de 13 años, se escapó un día del aula, fue a reunirse al ejército independiente pocos días antes de la batalla de Zepite, y con el fusil al hombro, combatió como soldado en aquella gloriosa jornada. Después, envuelto en el desastre que la siguió, disperso, a pie, y ocultándose de pueblo en pueblo, fue reconocido y arrestado por un oficial amigo de su familia, que lo trajo a la Paz y lo entregó a su madre.

El joven volvió al aula pero no su pensamiento, ni sus aspiraciones, que habían quedado entre las filas de los libres; y las visiones de la guerra venían de continuo a interponerse entre él y los libros de la ciencia, y así pasaron dos años; y los días gloriosos de Ayacucho vinieron, y el ejército libertador se   —87→   derramó como una avenida de luz en todo el alto Perú.

El general Sucre había distinguido entre los oficiales de la secretaría del virrey La Serna a un joven inteligente y laborioso a quien dio su confianza y lo llevó a su lado. Era este un hermano de Belzu, mayor suyo en muchos años, y que habiéndolo criado, lo amaba como a un hijo.

A su paso por la Paz, tomolo consigo, y lo llevó a Chuquisaca, dándole colocación como escribiente en una de las secciones del ministerio.

Pero no era esa la cuenta del joven Belzu. Aborrecía de muerte la existencia sedentaria de las oficinas; frecuentaba las academias militares, y quien lo buscaba estaba seguro de encontrarlo, con el libro de ordenanzas en la mano, sentado en el escaño de los oficiales de guardia a la puerta de los cuarteles.

Un día que el batallón, Legión Colombiana, había salido de Chuquisaca con destino al Cuzco, hacia el fin de la etapa, el capitán Salaverry que mandaba granaderos en aquel cuerpo, fue abordado por un muchacho que le pidió lo diese de alta en su compañía. El capitán reconoció en él al oficinista visitador de los cuarteles: ¿qué descubrió aquel héroe en ciernes en el niño que tenía a la vista? Lo cierto es que en el momento lo recibió como distinguido, y le dio un puesto en la marcha. Desde ese día, Salaverry   —88→   lo tomó a su cargo. Usando con él de un extremado rigor, al mismo tiempo que lo enaltecía, elevándolo así, y tratándolo como a igual suyo, imponíale todas las cargas, y le daba todo los trabajos de la Mayoría del cuerpo, encargada a él en ausencia del segundo jefe. Nunca lo apartaba de su lado. Él mismo le enseñó el manejo de las armas; y el joven ganó, tanto con aquella intimidad, que muy luego obtuvo el grado de subteniente. Belzu recordó hasta el último día de su vida, la saludable influencia que aquella severidad protectora ejerció en su juventud; y cuando vino al Perú con el ejército boliviano en la inicua invasión de 1839, rehusó siempre su acción personal en los combates contra aquel que, según su propia expresión, había dado nueva vida a su alma.

En 1828, iniciada y abierta la campaña contra Bolivia, Belzu vino con el ejército peruano, más bien que como soldado, como acompañante de la esposa del general Gamarra, que lo estimaba y distinguía entre los oficiales de su clase.

Llegado el ejército al Desaguadero, Belzu, viendo realizarse la invasión, pidió su separación servicio, en razón de no poder entrar a su patria como enemigo. Gamarra quiso disuadirlo de aquella idea; pero la bella Francisca Subiaga, que también sabía comprender todo lo que era noble y generoso   —89→   aprobó la resolución del joven; lo abrazó, y usando del supremo ascendiente que ejercía en el ánimo de su marido, le ordenó acceder a aquella demanda.

Belzu volvió a su país, donde poco después tomó servicio como primer ayudante en el batallón 1.º de Bolivia.

Posteriormente, habiendo caído en desgracia del general Santa Cruz, presidente de la República en aquella época, fue confinado a Cobija en clase de ayudante de aquella gobernación.

Belzu marchó a desempeñar aquel triste destino con la alegre imprevisión de la juventud, y permaneció allí algún tiempo; pero un día, a consecuencia de una carta en que su anciana madre le manifestaba el temor de no volver a verlo a causa del estado deplorable de su salud, Belzu, sin solicitar licencia de nadie, ensilló su caballo, ciñó su espada y partió.

Llegado a la Paz, fue a presentarse al general Santa Cruz.

Este, al verlo, se imaginó alguna novedad ocurrida en el puerto; y le preguntó el objeto de su venida.

-El destierro me era insoportable -respondió Belzu, con la cruda franqueza que le fue característica-. No he cometido ninguna falta que pudiera autorizarlo, y vengo a pedir a usted que lo haga cesar.

Santa Cruz, acostumbrado al servilismo que lo rodeaba, quedó aturdido ante aquella audacia   —90→   inaudita en los fastos de su administración; mas volviendo luego de su asombro a impulsos de la cólera, avanzó hacia Belzu con el puño levantado. Pero el joven oficial dando un paso atrás, y desnudando a medias su florete, le dijo con serenidad y mesura:

-Conténgase vuestra excelencia, y lleve entendido, que, si valiéndose de su autoridad, quiere ultrajarme, la nación me ha dado esta espada para hacer respetar al soldado que la sirve.

Santa Cruz se contuvo, en efecto; pero mordiéndose el labio de rabia, llamó a su guardia, y haciendo aprender a Belzu, lo mandó en reclusión a la fortaleza de Oruro.

Un día que el coronel Ballivian pasaba por aquel punto con el batallón lo que mandaba, fue a visitar en su prisión al ayudante que le habían quitado para enviarlo al destierro. Ballivian lo estimaba. Llamábalo el bajo del batallón; lo echaba de menos y escribió a Santa Cruz pidiéndole su libertad y su antiguo puesto en el cuerpo.

Santa Cruz concedió lo primero; pero envió a Belzu como supernumerario al batallón N.º 3, que se encontraba en Chichas, y que poco después pasó de guarnición a Tarija.

Allí, Belzu conoció, amó y se unió en matrimonio con una hija del general Gorriti, emigrado argentino.

Demasiado jóvenes ambos esposos, no supieron   —91→   comprender sus cualidades ni soportar sus defectos; y aquellas dos existencias se separaron para no volver a reunirse sino en la hora suprema al borde del sepulcro.

Santa Cruz, que en su prevención contra Belzu, y a pesar del relevante mérito del joven oficial, lo había postergado hasta entonces, le dio al fin, pero como regalo de boda, la efectividad de capitán, y el grado de sargento mayor.

Después, y sucesivamente, sirvió en el batallón N.º 4 y en el ministerio de la guerra, donde se hallaba cuando en mayo de 1835 se abrió la campaña sobre el Perú.

En la batalla de Yanacocha, donde se distinguió entre los más valientes, fue ascendido a comandante y segundo jefe de un cuerpo, con el que siguió la campaña sobre el norte.

Belzu desaprobó abiertamente la actitud del mandatario de Bolivia, desde el momento en que de auxiliar se convirtió en conquistador. Consagró lágrimas de dolor y de indignación al sacrificio de la ilustre víctima del 18 de febrero, y nunca, según su propia expresión -nunca sino en aquella guerra impolítica, el cumplimiento del deber militar fue penoso para él.

Así, cuando el ejército llamado pacificador hubo llegado a Lima y que Belzu encontró incorporados   —92→   a él muchos de sus antiguos camaradas del ejército peruano que ahora lo abordaron cariñosos, él se alejó de ellos con desprecio: aquella alma honrada no podía perdonarles su traición.

Entre esos hombres había uno, que, incapaz de comprender el noble sentimiento que dictaba la conducta de Belzu en aquella ocasión, se vengó de él más tarde; pero como se vengan los traidores; con una venganza ruin. Ese hombre se llama Pezet.

Entretanto, a pesar de las ideas subversivas de Belzu, el ánimo de Santa Cruz había cambiado mucho respecto a él.

Desde Yanacocha las cualidades de este bravo oficial lo habían forzado a estimarlo; pero demasiado orgulloso para olvidar la severa lección que dio un día a su despótica arbitrariedad, lo mantenía alejado. Mas después del ataque de Ninabamba, en que el valor y la serenidad de Belzu salvaron el honor boliviano, forzando al enemigo a una pronta retirada, Santa Cruz lo olvidó todo, abrazó a Belzu, colmolo de elogios, y lo llevó a su lado.

Abierta la campaña del norte contra el ejército chileno, Belzu dejó de ser edecán de Santa Cruz para servir como segundo jefe en el batallón N.º 4, se distinguió en Buin, y otros encuentros con los valientes hijos de Lautaro.

Un día, el 20 de enero de 1839, los dos ejércitos,   —93→   perú-boliviano y chileno-peruano, se encontraron frente a frente en los campos del Yungay.

Los hijos de los héroes de Maipú, a fuerza de audacia habíanse hecho dueños del cerro conocido con el nombre de «Pan de azúcar», y desde allí acribillaban con un fuego mortífero el ejército boliviano.

Santa Cruz, viendo diezmados sus escuadrones, que comenzaban a desbandarse tendió en torno una mirada, y exclamó con esa voz que resonó triunfante en Pichincha:

-Venga aquí el soldado más valiente, quien quiera que sea; tome una compañía, y desaloje a los chilenos de aquella cumbre.

Santa Cruz no había acabado de hablar, cuando Belzu, al frente de una compañía, escalaba las ásperas pendientes del cerro.

Un momento después, cubierto de ensangrentado polvo, bajaba solo: la compañía entera había sucumbido.

Sin proferir una palabra; sin pedir órdenes, tomó otra compañía y volvió a la carga.

-Bien ¡comandante Belzu! -le gritó Santa Cruz a lo lejos.

El combate fue ahora largo, encarnizado. Belzu a pie y espada en mano subía al través de la tromba de balas que venían de arriba y barrían a sus soldados,   —94→   cuyos mutilados cuerpos rodaban a los precipicios que flanqueaban su camino.

De repente, y a la revuelta de un peñasco donde se había empeñado una lucha cuerpo a cuerpo, una voz, dominando el tumulto de las armas, gritó en lo alto saliendo de las filas enemigas:

-¡A la derecha, bravo oficial!

Belzu instintivamente se inclinó hacia aquel lado.

En el mismo instante, un trozo de roca, empujado por la mano de un soldado chileno, cayó a su izquierda y se estrelló en tierra.

Poco después Belzu bajaba de nuevo solo: toda su gente había perecido, y él volvía en busca de otro refuerzo.

Esta vez Santa Cruz lo detuvo.

-Basta, bravo entre los bravos -le dijo con voz solemne-. El deber está cumplido, el honor satisfecho. Salvemos a nuestros soldados.

En el desbando completo de aquella retirada, Belzu, merced a la influencia que comenzaba ya a ejercer en el ánimo de estos, fue parte a mantener el orden, y reunir a los dispersos, con lo que se logró formar una división compuesta de dos batallones.

Los generales Otero y Pardo de Zela se pusieron a la cabeza de esta fuerza y marcharon al Sur en la intención de reunirse a Santa Cruz.

Nada se opuso a su paso, hasta el punto de   —95→   Cora-cora más allá de Ayacucho. Allí supieron que aquel a quien iban a buscar, noticioso de la revolución que le cerraba las puertas de Bolivia, se había embarcado en Yslay, y navegaba hacia Guayaquil. Abandonados de su jefe, Otero y Pardo de Zela pensaron al fin en capitular. Para ello era necesario mandar las condiciones al encuentro de Gamarra; y Belzu elegido para el desempeño de esa misión, peligrosa en aquellas circunstancias, marchó inmediatamente a cumplirla.

Dos días después, el coronel Desestua, destacado con una división al alcance de los restos del ejército de la confederación, detenía a Belzu y lo hacía prisionero. Conducido al Callao y encerrado en Casamatas con los oficiales bolivianos que cayeron en manos de los vencedores, muchos entre estos antiguos compañeros suyos en el ejército peruano quisieron sacarlo de allí, garantizando su libre morada en Lima. Belzu rechazó este servicio de la amistad, no queriendo abandonar a sus compatriotas en el infortunio.

Y en efecto durante aquel largo cautiverio, Belzu fue su sostén y su campeón contra la arbitrariedad y las crueldades que el gobernador del Callao, pretendía ejercer con los desgraciados prisioneros.

Si en el campo de batalla había desplegado valor y arrojo, no fue menos el que manifestó desde el   —96→   fondo de esa mazmorra, exponiéndose diariamente a la venganza de aquel funcionario. Hoy arrancaba de la puerta del calabozo común, un cartel humillante, fijado allí por orden del gobernador; mañana, rechazado un nuevo ultraje inferido por este a sus desventurados compañeros salía al encuentro a aquel loco, y lo arrojaba a empellones del recinto de la prisión.

Así, poseídos de gratitud y admiración ante aquel enérgico comportamiento, los prisioneros bolivianos, entre los que figuraban jefes de alto grado, dieron a Belzu el mando de la triste colonia, sometiéndolo todo a su voluntad. De entonces data el ascendiente poderoso que ejerció durante su vida en el alma de sus compatriotas, y que después de su muerte sublevó un pueblo entero a la sola presencia de su cadáver.

Restituido a la libertad en virtud de un tratado entre el Perú y Bolivia, Belzu regresó a la patria rodeado de un prestigio, que pasó en alarma a los ambiciosos, y que después fue con sobrada razón, motivo de recelo para los gobiernos.

Sin embargo, el general Velazco, presidente de Bolivia, lo recibió con distinción, ascendiolo a teniente coronel, y le dio el mando del batallón 7.º de línea, cuerpo recién formado, y que Belzu puso luego en pie brillante de disciplina.

Derrocado el gobierno Velazco por una revolución,   —97→   el general Agreda y el coronel Goitia, que la encabezaban, proclamaron al general Santa Cruz, asilado entonces en Guayaquil, y lo llevaron al poder.

Belzu no tomó parte alguna, ni en pro, ni en contra de aquel movimiento: acantonado con su cuerpo en Laja, pueblo situado a seis leguas de la Paz, dejó correr los acontecimientos al grado de la casualidad, esperando, quizá imponerles, a una hora dada, el poderoso contrapeso de su influencia. Así, esa prescindencia fue luego sospechosa a los jefes que dirigían el nuevo orden de cosas. Atribuyéronla a miras de ambición personal, y resolvieron deshacerse de él, o al menos alejarlo del teatro político; pero temiéndolo mucho para atacarlo abiertamente, recurrieron a la traición.

Una noche que, habiendo cedido su alojamiento a la señora del general Vivanco, llegada allí de paso a la Paz, Belzu fue a pedir una cama en el del coronel Goitia, aprovecharon aquella ocasión, y mientras dormía, se arrojaron sobre él; ligaron sus manos, y custodiado por una fuerte escolta lo enviaron camino del Beni.

Pero no había el prisionero llegado todavía a Samaipata, cuando una nueva revolución ejecutada en el ejército por los partidarios del general Ballivian, lo restituyó a la libertad.

De regreso a incorporarse al ejército, encontró a   —98→   este en Sicasica, donde Ballivian se había retirado para reforzarlo a fin de rechazar la invasión peruana, que a marchas forzadas seguía sus pasos.

Un mes más tarde, la aurora del 18 de noviembre encontró los dos ejércitos, peruano y boliviano, frente a frente, y alineados en orden de batalla a mitad de la extensa llanura de Ingavi.

El batallón 9.º que Belzu mandaba aquel día se encontraba a retaguardia y recibió orden de mantenerse allí de reserva. Belzu no tuvo paciencia para esperar que le mandaran entrar en acción: dejó el mando del cuerpo al 2.º jefe, desenvainó su espada y se arrojó a vanguardia, donde peleó como soldado.

Al siguiente día, Ballivian enviaba a Belzu un edecán portador de las charreteras de coronel y de una orden de arresto por haber abandonado su batallón para ir a batirse sin orden superior.

No obstante, aquella buena inteligencia entre Ballivian y Belzu no debía durar mucho tiempo. Aquellos dos hombres, sintiéndose de igual fuerza en arrojo, audacia y valentía, eran también demasiado semejantes en cualidades y defectos, para que pudieran respirar en paz la misma atmósfera.

Además, un militar de la importancia de Belzu, debía necesariamente inspirar emulaciones y concitarse enemigos, que deseando su caída, trabajaron para ello.

  —99→  

Las sugestiones de estos acabaron de indisponer contra él el ánimo de Ballivian, que, dado a toda suerte de recelos, quiso alejarlo del ejército y lo mandó a ocupar la prefectura y comandancia general de Cobija.

Por una coincidencia singular el odio de dos mandatarios le había dado el mismo punto de destierro.

Mas, ahora, Belzu, lejos de fastidiarse en aquel arido y triste lugar consagrose enteramente a su mejoramiento material y administrativo.

Llamado de nuevo cerca del gobierno, a causa de los amagos de la guerra con el Perú, a su arribo a la Paz fue nombrado comandante general de la división de vanguardia, y marchó a situarse en la frontera. Pero en el momento que recibía la orden de pasar el Desaguadero, y se disponía a ejecutarla, un despacho del gobierno lo llamó precipitadamente a la Paz.

Ballivian lo recibió teniendo en la mano un anónimo en que acusaban a Belzu de conspiración en connivencia con los pueblos del sur. Dióselo a leer, y le hizo reconvenciones en las que llevó el enojo a tal punto, que Belzu se vio forzado a renovar en aquella ocasión la escena habida entre él y Santa Cruz a la vuelta de su primer destierro.

Pero las cosas no pasaron esta vez como en   —100→   aquella; y si el hijo de Juana Basilia Caleumana sabía dominar sus pasiones hasta la hipocresía, el de Isidora Segurola era demasiado leal para ocultarlas, y muchas veces se dejaba arrastrar por ellas hasta el frenesí.

En un arrebato indigno en aquel grande hombre, llamó a su guardia, y haciendo prender a Belzu lo mandó de último soldado al batallón 9.º que con otros cuerpos se hallaba acantonado en el Obraje a una legua de la Paz.

El coronel Honorato, designado para conducirlo, lo entregó al coronel Ballivian, jefe de aquel cuerpo, y Belzu, despojado de las insignias de su rango, fue dado de alta como soldado raso.

Este incidente produjo grande escándalo en el ejército. Los jefes se creyeron ultrajados en su clase, y los soldados, que tenían ya por Belzu esa adhesión que después se elevó a las proporciones religiosas de un culto, lo rodearon, murmurando sordas amenazas, que dieron a Belzu el pensamiento de una pronta venganza.

En efecto, hablar a la tropa y ponerla de acuerdo con sus proyectos, fue para él obra de pocas horas.

Dueño de todas las fuerzas acampadas en el Obraje, a las cuatro de la mañana del 5 de julio, mientras reinaban en torno la oscuridad y el silencio, levantose de repente del jergón en que yacía, y   —101→   dando la voz convenida a cuya seña la tropa se alzó en pie y tomó las armas, púsose a la cabeza del batallón 9.º y seguido de los otros cuerpos, marchó sobre la Paz.

Apoderose de la plaza sin ser sentido; marchó con tres compañías al cuartel del escuadrón que, junto con un batallón mandado por el coronel Dávalos, guarnecía la ciudad; sacó formados ambos cuerpos, y los llevó a incorporarse al resto de la fuerza. Enseguida, tomando dos compañías, se dirige a palacio, y ordena a la guardia abrir la puerta. Franca ya esta, no se encontró a Ballivian, que avisado a tiempo se había puesto en salvo.

Viendo fracasado el movimiento en su objeto primordial, la tropa se inclinó a las sugestiones del coronel Mariano Ballivian, traído allí preso; y el tumulto de la reacción recorrió las filas.

Belzu oyó los gritos de la defección; y rodeado de enemigos conoció que era necesario huir para salvarse.

En ese momento, una mano amiga echó sobre sus hombros una capa de paisano y lo impelió hacia una calle oscura y solitaria. Era el coronel Mariano Ballivian. Condiscípulo de Belzu, lo había amado siempre; y en ese momento, corazón magnánimo, no solamente lo amaba: lo admiraba.

Belzu salvó a favor de la tenue luz crepuscular.   —102→   Solo, perseguido, y cercado por todas partes, guardose de intentar la salida de la ciudad, cuyas garitas estaban vigiladas; y pasando sobre millares de peligros, logró por fin refugiarse en la choza de un indio, a las orillas del río de Challapampa.

Allí vino a buscarlo un amigo, lo ocultó en un subterráneo bajo los cimientos de su casa, y con salida a la de una señora que vivía en el retiro acompañada de una negra.

A esta dio el ama el encargo de cuidar al fugitivo; misión que la negra desempeñó con la adhesión y fidelidad características en su raza.

Belzu, permaneció allí escondido tres meses, en tanto que, en la ciudad y sus contornos se hacían para encontrarlo, exquisitas diligencias.

Sin embargo, la monotonía de aquel encierro se volvió luego insoportable por el carácter activo, impetuoso y osado del proscrito, que sin hablar de ello a sus amigos, comenzó a buscar los medios de efectuar una fuga a pesar de los riesgos que la hacían imposible.

Una mañana de setiembre el señor Sáenz, argentino establecido en la Paz, se hallaba en la garita del Panteón y hablaba con el guarda en lo bajo del corredor al borde del camino.

Mientras hablaba, su mirada, vagando distraída, cayó sobre un indio que, con el képi a la espalda   —103→   y en la mano el bordón del viajero, subía la áspera senda que conduce a la cuesta. La elevada estatura de aquel hombre, extraña a la raza indígena, fijó su atención en el caminante, y los ojos de ambos se encontraron.

¡Cuáles serían su sorpresa y su inquietud al reconocer a Belzu!

Por una rápida inspiración, cogió bruscamente al guarda por el brazo, y le mostró un águila que volaba sobre sus cabezas, distrayendo de aquel modo la vigilancia del funcionario, mientras el fugitivo se perdía entre los matorrales del camino hondo y pedregoso que desemboca ante el arco del cementerio.

Acostumbrado a las rudas fatigas del soldado, y a favor de aquel disfraz, el proscrito caminó todo el día y a las siete de la noche atravesaba en una balsa el lago de Titicaca, y pocas horas más tarde, descansaba libre en el suelo del Perú.

No de allí a mucho, hallándose en Arequipa, llamolo de nuevo a Bolivia la revolución que, encabezada por los generales Agreda e Irigoyen, estalló en los departamentos del sur. Belzu se situó en Pomata; y una noche acompañado de algunos bolivianos que proscritos, como él habían venido a reunírsele, pasó el Desaguadero y se apoderó de la fuerza que lo guardaba; mas bien esta, al reconocerlos, se le plegó entrando de lleno en sus miras.

  —104→  

Al día siguiente se hacía dueño de dos compañías del batallón 1.º que destacadas contra él de la Paz, a la primera noticia de su entrada al territorio boliviano, lo encontraron en Guarina y se reunieron a él con gritos de entusiasmo.

De allí se dirigió a la provincia de Muñecas, cuyos habitantes, levantados en masa, se pusieron a sus órdenes, proporcionándole toda suerte de recursos. Poco después, la revolución del sur, mal apagada en Vitiche, se extendió al norte, y estalló en la Paz, encabezada, por el coronel Ravelo, quien inmediatamente envió una comisión cerca de Belzu para llamarlo a nombre del pueblo, que reclamaba su presencia.

A su entrada a la Paz recibió Belzu espléndidas ovaciones; y el pueblo, reunido en comicios, le confirió la pluma blanca de general.

Muy luego la revolución se extendió en todos los ámbitos de Bolivia; Ballivian abdicó, retirándose al exterior, y Belzu fue llamado al poder.

Belzu lo rehusó, y envió emisarios al general Velazco, emigrado entonces en la República Argentina, y salió él mismo a su encuentro reuniéndosele en Sucre, y lo invistió del mando supremo.

¿Qué motivos aconsejaron a Belzu no aceptarlo   —105→   para sí? La convicción, quizás, de que aun no había llegado su hora.

La verdad es que él empleó toda su influencia para sostener a Velazco en el poder, hasta que las intrigas de los partidos lograron separar a estos dos hombres, que, unidos, tanto bien habían hecho a Bolivia.

Impresionado por las sugestiones de Olañeta, hombre superior, ambicioso, e interesado en desquiciar el nuevo orden de cosas, Velazco empezó a desconfiar de Belzu, y muy luego la enemistad se declaró entre ellos.

Un día, con la excentricidad caballeresca genial en él, Belzu se declara desligado de sus compromisos con el gobierno, renuncia la cartera de la guerra que servía, y dejando la capital sin anunciarlo a Velazco, marchó al norte, donde unido a varios cuerpos del ejército, proclamó la revolución que aceptaron, Oruro, Cochabamba y la Paz.

Muy luego, y después de un combate con el resto de las fuerzas que le quedaban al gobierno, Belzu invocado por los pueblos, ascendía al poder.

La narradora rehúsa seguirlo en aquel elevado puesto en que la esposa rehusó acompañarlo también.

Pero, llegado a esas cimas vertiginosas de la vida, Belzu no se deslumbró. Guardó siempre su rectitud incontrastable, su amor a la verdad, y una generosidad   —106→   que más de una vez desarmó a sus enemigos convirtiendo su odio en fanática adhesión.

Así logró frustrar infinitas revoluciones tramadas contra él en aquel país clásico de la conspiración, a pesar del oro de los ricos, enconados por la protección que dispensaba a los infelices indios, defendiéndolos de sus inicuas arbitrariedades con severa energía.

Realizó, en la hacienda pública, grandes economías que llenaron las arcas nacionales, mantuvo en respetuosa amistad a las repúblicas vecinas, y cumplido su período legal, caso único desde la fundación de Bolivia, transmitió el poder a su sucesor, y se retiró a Europa.

Allí vuelto a la vida privada, hacíase notar por su conmiseración hacia los menesterosos. En aquellos países, donde la civilización, refinando los goces ha entronizado el egoísmo, mirábase con extrañeza y creíase loco a ese filántropo que recorría las comarcas derramando socorros y consuelos sobre los desgraciados.

Empuñó el bordón de peregrino y visitó la Tierra Santa; habitó bajo las tiendas del árabe; recorrió la Turquía y el Egipto; escaló las Pirámides, y subió el Nilo hasta sus cataratas.

En aquellas remotas soledades, fueron a buscarlo los primeros apremios de sus compatriotas que lo llamaban, invocando su civismo contra la despótica   —107→   arbitrariedad de Linares, elevado al poder por una revolución.

Belzu sabía a qué atenerse respecto a lo que ellos llamaban arbitrariedad en la conducta de aquel mandatario: sabía que era la severidad necesaria en ese país profundamente desmoralizado por la acción de una continuada guerra civil.

Así, no solamente la aprobó, sino que le escribió congratulándolo por aquel rigor saludable en esa actualidad: rigor a que él no tuvo necesidad de recurrir en iguales circunstancias, porque le bastaba solo el prestigio de su nombre.

Como Ballivian, como Velazco, como Córdoba, Linares cayó también, expulsado del poder por sus mismos amigos, y enfermo, casi moribundo, desamparado de todos, refugiose en Chile: y el general Achá, nulidad militar, fue elevado al poder.

Juguete de los partidos, durante el período de su administración se perpetraron en Bolivia atrocidades cuyo recuerdo estremece de horror, y que han dejado en aquel país una herencia de odios que no se extinguirá jamás.




- II -

La campiña de seis días


Bolivia acababa de ver sucumbir su poder constitucional, bajo la acción violenta de un motín   —108→   militar. Las causas que determinaron aquella catástrofe surgieron todas de la debilidad y vacilación que caracterizaron siempre los actos de la administración Achá.

El período de aquel mandatario tocaba a su fin. Las actas populares proclamaban la candidatura del general Belzu, y este nombre de mágica influencia en las muchedumbres, despertaba, de un confín a otro de la república, ideas de prosperidad y bienandanza, olvidadas hacía largo tiempo. La trasmisión legal iba a efectuarse, y Bolivia se presagiaba una era de ventura.

Sin embargo, aquel de quien la esperaba, en un voluntario ostracismo, se mantenía lejano. Sentado en los hogares de un pueblo extraño, solo, pobre y perseguido por la ruin venganza de un gobernante hostil, negábase al llamamiento de sus compatriotas, a los ruegos de sus amigos y al propio anhelo de su alma, no queriendo que su presencia influyera de manera en la espontaneidad del voto nacional.

Entretanto, una hoguera de intrigas ardía en el seno de esa patria, a cuya tranquilidad se sacrificaba él con tanta abnegación. Gavillas de ambiciosos recorrían el país, entregándose a toda suerte de manejos para escalar el poder.

Y así llegó el 28 de diciembre, en cuya alborada estalló en Cochabamba una insurrección de cuartel.   —109→   Encabezábala un soldado oscuro, uno de esos generales forjados por el favoritismo de actualidad, y cuyas charreteras arrancan burlonas sonrisas: Melgarejo.

¿Quién era ese hombre? ¿de dónde salió, y cómo cayó en las cuadras de un cuartel? Nadie se ocupó nunca de averiguarlo. Es probable que una de esas levas, que de vez en cuando espuman las masas, lo llevó a vestir la jerga del soldado.

Una noche en diciembre de 1840 estalló un motín en el batallón «Legión», que guarnecía la plaza de Oruro. Encabezábanlo tres sargentos. Choque, Pecho y Melgarejo.

El objeto de aquel motín fue el pillaje. En efecto, saquearon la ciudad y se dispersaron. Melgarejo fue a dar a Tacna, donde se hallaba emigrado el general Ballivian, que lo acogió en su casa, y después lo trajo consigo a Bolivia.

Después, solo tres veces ha sonado el nombre de Melgarejo: las tres en sentencias de muerte pronunciadas por consejos de guerra y revocadas por Belzu, que tres veces le salvó la vida.

El 20 de febrero de 18... la «Época de la Paz» registraba en sus columnas un voto de gratitud dirigido a Belzu por un reo indultado. Firmábalo Mariano Melgarejo.

He ahí el pasado del hombre que el 28 de diciembre asaltó como un bandido el poder constitucional, el   —110→   vándalo, que cañoneó una ciudad pacífica, entregada al sueño; y pisoteando el libro sagrado de la Ley, se invistió del mando supremo por su propia autoridad, pasando sin transición de los bancos de la taberna al dosel presidencial.

Así, el primer acto de su sacrílego triunfo, fue dar muerte a la constitución. Disolvió el Consejo de Estado, suprimió el municipio, ese elemento equilibrador entre el gobierno y el ciudadano. Plantó la pluma blanca, consagrada al mérito militar, en cabezas infames, dilapidó en torpes saturnales el tesoro nacional, y puso la república como se halla: al borde de un abismo.

El general Belzu se encontraba por entonces en Islay. Él, que, sumiso hasta el fanatismo a la ley constitucional, había resistido al llamamiento de los pueblos, que levantados en masa, lo proclamaron unánimes en marzo de 1862, ahora, a la noticia del peligro inminente que amenazaba a la patria, solo, inerme contando únicamente con su valor, corrió a salvarle o morir. Ni en el desfiladero de Leónidas, ni el abismo de Curcio, hubo más abnegación, que en esas etapas solemnes de Arica a Corocoro, donde llegando solo con su criado, se presentó a tomar el cuartel.

Al verlo, los soldados cayeron de rodillas, y le presentaron las armas. ¿Qué sostenía a aquel hombre   —111→   en ese sublime abandono de sí mismo? Su confianza en la misión de dicha prosperidad que tenía para la patria, su fe en el amor del pueblo. No engañó esa fe, al ilustre mártir: el pueblo le ha elevado templos en su alma.

El 20 de marzo, la Paz se despertó conmovida con estas palabras: ¡Belzu viene!

Desde esa hora, la ciudad bullía en gozosa agitación. El pueblo, sin armas, llevando solo en los labios el nombre de Belzu, se arrojó sobre la columna que había quedado de guarnición. El oficial que la mandaba (Cortez) ordenó hacer fuego, pero la multitud ahogó aquel movimiento, arremolinándose, compacta en torno de la tropa, y arrebatándole las armas.

A vista de sus soldados vencidos sin pelear, Cortez se puso en fuga.

Esa noche, y al siguiente día, los caminos estaban invadidos por largas hileras de peregrinos que, el alma llena de fervor, corrían al encuentro de aquel hombre tan largo tiempo deseado. Su inesperada presencia en Bolivia les parecía un sueño. Pero muy luego, aquellos que se habían adelantado, volvieron sucesivamente, clamando:

-¡Ya está en Corocoro! ¡Ya está en Viache! ¡Ya está en el Alto!

Aquello fue una escena de locura, de idolatría. Ese hombre no caminaba: lo llevaban en brazos. Seguíanlo   —112→   pueblos enteros, contemplándolo maravillados; y los que estaban lejos pedían a gritos que los dejaran acercarse para tocarlo, y convencerse de que no era una ilusión. ¡Oh! bello debe ser verse amado de esa suerte: las últimas horas de aquella existencia valían siglos de ventura.

Y él, entregado a esa dicha suprema; al gozo de volver a ver la tierra natal, de aspirar su aire, y soñar para ello la realización de las ideas de mejora y progreso recogidas en sus lejanos viajes, se adormecía en una indolencia extraña en las circunstancias, y enteramente ajena a aquella activa naturaleza. Habríase dicho que lo retenía la mano de la fatalidad.

Así pasaron cuatro días.

En ese corto espacio, cuántos tiernos episodios vinieron a probarle a cada momento el amor entusiasta de sus compatriotas. Los padres le llevaban sus hijos, equipados para el combate; las señoras le enviaban armas cargadas por su mano, y adornadas con ramilletes de flores; las pobres verduleras y fruteras del mercado, desenterrando el producto de los sudores de toda su vida, le llevaron el dinero con que se hizo aquella campaña. Una mendiga paralítica, se arrastró hasta sus pies, y poniendo en sus manos una alcancía en que guardaba, quién sabe cuánto tiempo hacía, los ahorros de la caridad   —113→   pública, le dijo que allí encontraría algo de sus limosnas. Belzu recibió esta ofrenda llorando de enternecimiento.

Los jóvenes más apuestos de la ciudad se le presentaron armados de rifles, para combatir a su lado. Más de doscientos niños de todas edades y condiciones, solicitaron formarse en cuerpo y velar cerca de él.

Entretanto, el tiempo trascurría, sin que los amigos de Belzu pudieran alcanzar de él la orden de fortificar la plaza para ponerse en actitud de defensa contra Melgarejo, que, recibiendo aviso en Oruro, regresaba a marchas forzadas. Indignábase cuando le hablaban de levantar barricadas, que pudiesen causar daño a la ciudad; y con la poca fuerza que contaba quería batirse en el campo.

El 25 de marzo, un extraordinario anunció la aproximación de Melgarejo con su ejército, y algunas horas después una fuerte avanzada se presentó en el Alto. Belzu mismo seguido de algunos de los suyos, le salió al encuentro. La avanzada huyó, dejando un rezagado que fue hecho prisionero. El pueblo, reconociendo en él a uno de los que habían ido de la Paz a incorporarse a Melgarejo, quiso matarlo. Belzu lo defendió y para mejor asegurar su vida, mandó llevarlo a palacio.

Aquella noche, habiendo al fin conseguido de Belzu   —114→   el asentimiento deseado, el pueblo, secundado por Edelmira la heroica hija de Belzu, se entregó a los trabajos de fortificación.

Fantástico era el espectáculo que presentaba aquella noche la Paz. Hombres, mujeres y niños, todos acudían cargando adobes, piedras, y toda especie de materiales. Luego, transformados de cargadores en ingenieros, trabajaron toda la noche, a la luz de las fogatas alimentadas por los niños.

A la mañana siguiente, la plaza como por encanto, se hallaba circuida de fuertes barricadas, y el pueblo, ebrio de entusiasmo, armado solamente de ciento ochenta fusiles, se preparó a la pelea y esperó.

Así pasó el 26 de marzo. En la noche, Belzu visitaba las barricadas, donde fue recibido con gozosas aclamaciones, volvió a palacio, se acostó en su cama y durmió tranquilo, cual si ningún peligro lo amenazara. Cerca de él velaba su hija. La pobre niña, avezada a las catástrofes y profundamente inquieta, sentía sin embargo, abrirse su alma a la confianza, ante aquella impasible serenidad. No presentía que estaba velando el último sueño de un moribundo.

A las doce del siguiente día, Melgarejo llegaba al Alto. Los que estuvieron a su lado cuentan que al divisar la ciudad que se extendía abajo, fortificada   —115→   y hostil, se detuvo para darse lo que es fama que él llama baño de inspiración: la embriaguez.

En efecto, cuanto ese hombre ha hecho hasta hora, absurdo o criminal, todo fue inspirado por ese degradante vicio. Entonces, por ejemplo, dicen que echando en torno una mirada recelosa, dijo a uno de los suyos.

-Hoy desconfío del ejército, y voy a anticipar un escarmiento, fusilando al primero que se me presente.

En ese momento el capitán Cortez, aquel oficial que mandaba la fuerza de guarnición vencida por el pueblo seis días antes, y que huyendo se ocultó en el pueblo de Achocalle, saliendo de su escondite alcanzó al ejército, y vino a presentarse a Melgarejo.

Verlo, mandar salir cuatro tiradores y ordenar hacerle fuego, fue asunto de un instante. En vano el desgraciado probó que había cumplido su deber hasta el fin, en la noche del 21; en vano viendo la inutilidad de su justificación, se asió desesperado a la capa de Melgarejo. Éste lo magulló a golpes con el cañón de su revólver; y uno de sus edecanes haciendo el oficio de verdugo, arrancó de las manos del desventurado, aquel paño, único resto de su esperanza. Entonces empezó sobre el pobre Cortez un fuego graneado que lo mató a pausas; y por encima de su cuerpo palpitante pasó el ejército, acabando de mutilarlo los acerados cascos de los caballos.

  —116→  

Después de este sangriento episodio, Melgarejo descendió del Alto y atacó las barricadas. El pueblo las defendió con un denuedo que puso en derrota al ejército.

El ataque preparado por Melgarejo conforme a un plan que cierto ingenioso sucrense le envió al enemigo, fue dirigido a la barricada de la Merced, penetrando por las puertas traseras del convento, forzadas a cañonazos, como las del templo mismo, que fue el teatro de un sangriento combate. Melgarejo se constituyó allí en persona, con sus mejores materiales de guerra, cañones, jefes y soldados ofreciéndolos en holocausto estéril a los tiros de la barricada, mientras él solo se mantenía a cubierto. Esto explica cómo en aquella matanza horrible que cubrió de cadáveres el atrio y una parte del templo, él solo quedó ileso.

Llegó en fin el momento en que faltó a Melgarejo la obediencia ciega del soldado, ante el espectáculo de la sangre que corría sin provecho alguno para los asaltadores de la plaza. Entonces, desesperado de todo expediente, hizo alto al combate, y fue a vagar solo por las inmediaciones desiertas que estaban al abrigo de los fuegos de la plaza. Ignoraba que allí donde había buscado un refugio se hallaba precisamente bajo los rifles de veinte valientes apostados en las bóvedas de la Merced, y mandados por el bravo Larrea, que les impidió matarlo,   —117→   recordándoles la orden que tenían de Belzu para respetar su vida.

No menor resolución que entre los asaltadores de la barricada de la Merced, reinaba en todos los grupos del ejército agresor. Situados en torno de la plaza, contemplaban con espanto su desesperada posición. Hallábanse entre un pueblo pronto a lanzarse sobre ellos, y las balas de la barricada, certeras, inexorables. Su derrota estaba consumada, y no les quedaba ni el recurso de la fuga; pues los que pudieron huir, eran perseguidos por el pueblo, que, en la previsión de aquel caso, se hallaba fuera de barricadas. Así ninguno de ellos aspiraba a otra cosa que a una ocasión de rendirse, cualquiera que fuese, a todo trance o condición.

Convencidos con escarmiento de que las barricadas eran, no solo inexpugnables, sino inatacables, poseídos de esta certidumbre, cesó el fuego de ataque en todas direcciones.

Aprovechando este momento, el coronel Peña invitado a fraternizar con el pueblo, entró en la plaza con ciento treinta hombres de su cuerpo, no pasado sino vendido. Belzu los recibió con abrazos, y prohibió el desarme de los rendidos: imprudencia ajena de un veterano, y que tan caro debía pagar luego.

Es indecible el gozo que se apoderó de los soldados   —118→   al penetrar en la plaza, viéndose recibidos con tan magnánimas demostraciones de simpatía.

Los soldados apostados en otras direcciones siguieron el ejemplo de los primeros: se presentaron rendidos en las barricadas, que les dieron entrada franca; y bien pronto el palacio en que se hallaba Belzu, y sus inmensos salones se llenaron de jefes y soldados, que estrechándose en torno de él y mezclados con los defensores de la plaza, formaron una delirante confusión de abrazos y aclamaciones.

Esta escena, aunque tornó la suerte de ese día en sangre y luto para los vencedores, y por largo tiempo en ruina y exterminio para Bolivia, será también un timbre de gloria para los nobles hijos del Illimani. El terrible desenlace de esa jornada habrá servido al menos, para realzar la virtud y el heroísmo de ese pueblo que venció por su valor y sucumbió por su magnanimidad. ¡Enorgullécete Paz, Níobe trágico y sublime de los Andes! aun cayendo, conquistaste siempre un nombre inmortal. Y tú, grande y gloriosa víctima de ese día; regocíjate que tu sangre no habrá corrido en vano para el porvenir de esa tierra que te fue tan querida.

Mientras Belzu, se adormecía imprudente, al arrullo de aquella inmensa ovación, por las barricadas abandonadas ya, en la certeza del triunfo, entraban y salían emisarios que informaron a Melgarejo del   —119→   estado de la plaza, y de la insensata confianza que embargaba a Belzu en aquel momento decisivo. Eran estos, jefes y oficiales, desecho del ejército en épocas anteriores, recogidos por Melgarejo, y que aviniéndose mal con el triunfo de Belzu, penetraron pérfidamente con el objeto de provocar una reacción en el ejército rendido, una vez que esta era ya superior en armas y número a los defensores de la plaza.

Melgarejo que un momento antes solo y abandonado quería darse un balazo, para escapar a la vez de la vergüenza y de la ira del pueblo, doblemente reanimado ahora, por la esperanza y por el alcohol, que en casos dados es para él un motor de coraje, tuvo una idea; idea siniestra que irradió en su estrecho cerebro, como la luz que enciende la noche en la pupila del tigre.

Rondando en torno de la plaza, por calles desiertas, volviose de repente a los pocos húsares que lo acompañaban y les ordenó seguirlo.

Bajo la pendiente calle a espaldas de la Merced, costeando sus muros; torció a la derecha, y se presentó en la barricada que cerraba la calle de las Cajas.

Por desgracia, los soldados que la guardaban, arrastrados por el contagio de la funesta confianza de Belzu, habían abandonado su puesto, y mezclados con los rendidos llenaban en ese momento la plaza.

Tan desierta estaba la barricada que los húsares   —120→   tuvieron tiempo para derribar los adobes necesarios al paso de los caballos.

Melgarejo no fue apercibido hasta que llegó al ángulo de la plaza. Allí un grupo de soldados lo detuvo; pero él vivó a Belzu, y estos le dieron paso.

La súbita presencia de Melgarejo en el patio de palacio pasmó a todos, soldados y paisanos. Lo creían prófugo y de repente lo veían allí. Así, unos lo juzgaban prisionero, otros que rendido venía a presentarse a Belzu.

Este, al saber lo que ocurría, creyó lo mismo; y dio orden para que lo dejaran entrar, reiterando la orden que ya había dado para que no se le ofendiera en manera alguna. Y cuando uno de los suyos (Machicado) lo insultó en la escalera de palacio, y lo asió por el cuello, Belzu mandó a su sobrino para que prohibiera en su nombre el tocar siquiera a la persona de Melgarejo.

Cuatro veces había salvado la vida a ese hombre: y tenía por aquella existencia el apego simpático que nos inspiran los objetos librados por nosotros de la destrucción.

Pero la muerte de Machicado, que cayó bajo la espada de Melgarejo, puso de manifiesto el carácter con que este entraba.

Los paisanos, que habían ya dejado las armas, viéndose cercados de soldados, y creyendo en una   —121→   traición preconcebida, recurrieron a la fuga; y estos hallándose dueños del sitio, y al frente suyo el jefe que un momento antes los mandaba, obedecieron maquinalmente a la reacción.

Aprovechando este momento de asombro, Melgarejo subió hasta la antesala que precede al gran salón de palacio.

Belzu ignoraba lo que en ese momento acababa de pasar, lleno de confianza y desarmado, salió a recibir al funesto huésped, y le tendió los brazos. El coronel Campero que precedía de un paso a Melgarejo, interceptó aquel abrazo.

Melgarejo entonces en voz baja, dio orden a dos rifleros que habían subido con él, de hacer fuego sobre Belzu. Estos no obedecieron.

En ese momento Belzu, separándose de los brazos de Campero, los tendió de nuevo a Melgarejo.

-Está usted libre -comenzó a decirle. Pero a las primeras palabras la voz se extinguió en su labio y cayó al suelo bañado en sangre.

Melgarejo había sacado de su seno un revólver, y mientras con el brazo derecho simulaba un abrazo, con su mano izquierda le atravesó las sienes con una bala que produjo la muerte instantánea.

Después de este crimen, Melgarejo saliendo a la galería que se abre sobre el patio, gritó:

-Belzu ha muerto.

  —122→  

Estas palabras consumaron la reacción. El asesino huyó de aquel sitio, espantado por la sombra de Belzu, cuyo cadáver, recogido con religiosa veneración, fue trasladado a su casa, seguido por una multitud de pueblo, que no arredraba la tromba de balas que barría las calles, acribillando a los fugitivos vencedores, de la plaza.

En un salón convertido en capilla ardiente, el cadáver de Belzu yacía rodeado del triple silencio de la noche, de la muerte y del dolor.

Hacia fuera, en la calle, al otro lado de la puerta cerrada, oíase un rumor que iba creciendo gradualmente y que a la primera luz del alba se tornó formidable. Muy luego, golpes espantosos sacudieron aquella puerta que amenazó caer. Abierta al fin, una inmensa multitud invadió el patio y las escaleras; y precipitándose en el salón mortuorio, se arrojó sobre el cadáver exhalando gritos de dolor. Allí permaneció tres días, renovándose sin cesar, gimiendo, amenazando.

Asustado Melgarejo ante la audacia de aquel dolor popular, pretendió hacer a Belzu los honores fúnebres que prescribía su rango. El pueblo declaró que no lo consentiría; y que daría muerte al soldado que se atreviera a seguir el convoy fúnebre. Y apoderado del cadáver, el pueblo lo revistió de las insignias del   —123→   supremo mando, y lo llevó en procesión a su última morada.

Así pasó a la tumba y a la historia aquel hombre que pudo gloriarse de haber fanatizado y hecho eterno el más inconstante de los sentimientos humanos, el amor popular.

La distinguida señora, la pobre obrera, el artesano, el mendigo, guardan entre los relicarios venerados de su piedad, el retrato de Belzu. Penetrad en el interior de las punas, y veréis en las chozas de los miserables indios, arder devotas lámparas ante su imagen.

El solo vínculo que puede unir entre sí, a los pueblos de Bolivia, antagonistas en intereses y carácter, es el sentimiento democrático; y Belzu era el primero, el último y poderoso representante de ese sentimiento, que fue el secreto de la mágica influencia que ejercía y ejercerá todavía largo tiempo en el alma del pueblo.

Hoy solo quedan allí caudillos locales, que para sublevar las multitudes se ven obligados a representar recuerdos nefastos, y a predicar en teorías y hechos la disolución.

Ojalá que aquella catástrofe, y el holocausto de ese protagonista de la democracia cierren el drama terrible entre Caín y Abel, que se repite en ese país con espantosa frecuencia.

  —124→  

Bolivia en pleno siglo diez y nueve, parece vivir todavía bajo el inexorable numen de la fatalidad mitológica. Su prolongada y sangrienta tragedia reproduce hoy todos los horrores que refleja en nuestros días el teatro antiguo; y sus hijos ofrecen en espectáculo al mundo de los cristianos otros tantos Orestes y Agamenones, Eteocles y Polinices. Sus presidentes pasan a nuestra vista como los reyes de Macbeth, brotando sangre y protestando contra el crimen que les arrancó la vida.

¿Cuál será el término de este cúmulo de horrores? ¿dónde nos conducirá?

¡Haga el señor, como en el Génesis, de ese caos nacer la luz!




 
 
Fin de Belzu
 
 


  —125→   Abajo

Los mellizos del Illimani

Historia contemporánea



Eran dos; y en efecto, se les hubiera creído gemelos. Sin embargo, Álvarez y Loaiza eran solo amigos.

Pero amigos, con esa amistad de la infancia, lazo más fuerte que el parentesco y que el amor.

Hijos de dos familias unidas por una larga vecindad, nacidos en un mismo día, meciolos la misma cuna, y de ella bajaron asidos de las manos para recorrer los senderos de la vida.

Juntos entraron en la escuela; juntos lloraron ante el terrible problema del alfabeto; juntos atravesaron el monótono espacio que se extiende desde el Ba hasta el Zun. Juntos hicieron las primeras travesuras, y juntos recibieron los condignos palmetazos. Juntos dejaron la miga para pasar al colegio; y juntos se rellenaron de griego y de latín; juntos hicieron su entrada en el mundo; juntos corrieron la vida   —126→   borrascosa de solteros, y juntos pidieron, obtuvieron y recibieron en matrimonio a dos buenas mozas, amadas con idéntico amor, y con igual entusiasmo.

Pero ¡ay! que aquí esa doble existencia se bifurcó de una manera dolorosa para aquellos dos corazones fundidos en uno solo.

Las esposas se rebelaron contra esa amistad llevada al terreno de lo sublime; creyéronse defraudadas en sus derechos al amor que contaran monopolizar; y la mujer de Álvarez miró de reojo a Loaiza; y la mujer de Loaiza dio a Álvarez con la puerta en las narices.

Pero ellos estaban demasiado habituados a esta vida de intimidad inalterable, para resignarse a romperla y si el hogar del uno estaba vedado al otro, la ciudad les ofrecía su larga alameda, sombrosa y perfumada, donde los dos amigos pasaban largas horas entregados a las encantadas reminiscencias del pasado.

Vestidos con la rigorosa igualdad que usaron desde la infancia hasta la vejez, bajo cuya apariencia los presentamos, cubría sus hombros una capa española de color turquí, que contrastaba singularmente con sus cabelleras blancas de largos y plateados bucles.

Cada tarde a la hora del crepúsculo, cuando el sol se oculta, y que el sacromonte a cuya falda se extiende la opulenta Chuquiago, hace resplandecer   —127→   en el éter la nieve de sus ventisqueros, y cambia en azul el rojo violado de su granítico pie, veíase aparecer al mismo tiempo a los dos amigos, el uno atravesando el puente de Socabaya, el otro descendiendo la calle de Cochabambinos, reunirse bajo el arco de la alameda, estrecharse las manos y desaparecer juntos entre la fronda de los rosales.

En las pláticas de aquellos solitarios paseos, el presente y el porvenir estaban proscritos.

-¿Te acuerdas? -decía el uno, señalando el vuelo de una ave en busca de su nido.

-¿Te acuerdas? -decía el otro, escuchando a lo lejos las dolientes notas de un yaraví.

Y Álvarez dirigía una mirada de temor hacia la calle de Chirinos; y Loaiza otra de miedo hacia la plaza de San Francisco.

Un día, Álvarez esperó en vano a su amigo: Loaiza no vino; y Álvarez regresó a su casa, quebrantado el corazón, y el alma llena de lúgubres presentimientos. ¿Cómo saber lo que había sido de Loaiza? Álvarez estaba desterrado de la morada de su amigo; y el nombre de este proscrito en su casa.

Y la ausencia de Loaiza se prolongaba, y una terrible inquietud se apoderaba de Álvarez, inquietud que se aumentaba con la extraña alegría, que se pintaba en el semblante de su mujer.

  —128→  

Álvarez, fue a vagar en torno a la casa, de su amigo, y pasó ante su puerta.

El patio estaba lleno de gente arrodillada en la actitud de la plegaria.

Álvarez, con el corazón palpitante y la voz trémula, preguntó lo que aquello significaba.

-El dueño de esta casa está moribundo y le administran los sacramentos -le respondieron.

Álvarez cayó como herido del rayo, y fue conducido a su casa privado de conocimiento.

Tres días después dos féretros ocupaban lo alto de un catafalco, levantado en el templo de la Merced; y algunas horas más tarde, la puerta del cementerio se abría para recibir los restos de aquellos que no habían querido separarse ni en la muerte, y que eran llamados los mellizos del Illimani por sus capas azules y sus nevadas cabelleras.




 
 
Fin de Los mellizos del Illimani
 
 


  —129→   Abajo

Una visita al manicomio




- I -

En el lindo pueblecito del Cercado, lugar sombroso y romántico, situado como un apéndice de Lima, entre el circuito de sus murallas, elévase ese suntuoso y lúgubre edificio rodeado de huertos, jardines y fuentes.

Envuélvelo profundo silencio, tan solo interrumpido allá, de vez en cuando, por algún extraño grito que aleja a los paseantes de aquel ameno sitio, y desgarra el corazón a aquellos que vagan atraídos por el amor de seres queridos encerrados entre sus fúnebres muros. Cuán honda compasión inspiran esas madres, hijas y esposas que vienen cada día a pasar horas enteras ante la gran verja, pegado el rostro a las barras de hierro, fijos los tristes ojos en esa puerta que recuerda el Lacciate ogni speranza de la terrible leyenda.

-Jamás me atrevería a pasar esos siniestros   —130→   umbrales, madre Teresa -dije a la hermana de Caridad, superiora de esa casa, un día que pasando por allí me divisó desde el peristilo, y me llamaba con expresivas señas.

-Pues sí, que los atravesará usted -insistió ella, viniendo a mí, que me había detenido cerca de la verja. Estaba vacilando, entre usted y Carmencita, para dar a la una o la otra una delicada misión.

-¿De qué se trata, madre?

-De devolver a su familia a Delfina H. que está ya del todo curada de su locura; pero empleando para ello las precauciones necesarias a fin de que no se aperciba de qué lugar sale, pues la hemos hecho creer que se halla en una casa de campo a seis leguas de Lima, donde la hermana María y yo estamos convaleciendo, y la trajimos a ella enferma de tercianas a la cabeza. He ahí todo. Ahora invente usted a su modo y compóngase como pueda.

-¡Y bien! ¡espéreme usted aquí un momento!... Supongo que en este carruaje he de llevarla.

-Precisamente.

-Vuelvo luego.

Corrí a casa de una amiga que habita en la huerta inmediata, dejo mi manto, endoso una talma, calo un sombrerito, y regreso a reunirme con madre Teresa. Di previamente algunas órdenes al cochero, y seguí   —131→   a aquella en el interior de esa mansión más temible que la tumba.

Asida al brazo de la superiora caminaba yo profundamente conmovida a la idea de las escenas dolorosas que iba a presenciar.

Pero a medida que avanzábamos, ofrecíanse a mis ojos cuadros de una alegría y sencillez infantiles que serenaron mi espíritu y me dieron ánimo para contemplar en todos sus detalles la fantástica existencia de esos seres, cuya alma habita el mundo misterioso de los delirios.




- II -

Un diablo enamorado


Era la hora de la recreación. Los pensionistas de la casa tenían ante sí ese tiempo de ocio, y lo empleaban al grado de su fantasía, riendo, hablando o meditando.

Aquí entre las columnas de un pórtico, una antigua actriz ensayaba su rol y exclamaba:

-¡Quiere que crea que lo persigue un Dios!... ¡Como si los dioses fueran como Dido!...

-¡Lucía! -dijo con dulce acento la hermana Teresa.

-Madre -respondió la reina de Cartago, cambiando en un gracioso movimiento la amarga sonrisa de su labio.

  —132→  

-Cuide usted su voz para las letanías del rosario.

-Ya, ya, madre; heme aquí silenciosa. Y nos despidió con un majestuoso ademán.

Más allá, sentada en una piedra, juntas las manos y los ojos elevados al cielo, una hermosa italiana cantaba el «Stabat mater».

Habíala vuelto loca la muerte de su hijo asesinado en sus brazos por los celos de un marido feroz.

No lejos de ella una docena de lindas jóvenes cuyos cabellos cortos indicaban la aplicación de la nieve a sus enfermos cerebros, sentábanse en semicírculo, y figurándose en el teatro, aplaudían sonriendo aquel canto lastimero.

Luego, alzándose como una bandada de aves corrieron a coger flores que entretejían con sus nacientes rizos, mirándose en el agua azulada de los estanques: después, separándose en parejas derramáronse por todos los senderos del jardín, unas silbando a los pájaros, otras llamando a las nubes; esta platicando cariñosa con el tronco de un ciprés, aquella procurando estrechar en sus brazos un rayo de sol que se deslizaba entre dos ramas; y todas cantando, bailando, riendo.

Habíamos llegado al fondo del jardín.

-Esta puertecita da entrada al huerto -díjome la hermana Teresa abriéndola con una llave que tomó de su bolsillo.

Una vasta selva de árboles frutales, fresca,   —133→   sombrosa, agreste a la vez que cultivada, extendía en un largo espacio su verde fronda poblada de armoniosos rumores.

-En este lado del edificio, continuó la hermana Teresa -hay una habitación aislada con puerta y ventana al huerto. En ella he alojado a Delfina, que tanto por las miras de su padre, como porque no es el médico de la casa quien la asiste sino la doctora Retamoso, debía permanecer aquí oculta a las miradas de todas, ignorando su hospedaje desde el capellán hasta los empleados del establecimiento. ¿Quiere usted esperarme aquí en tanto que voy a prepararla a esta visita? Pero quizá tenga usted miedo de quedarse sola.

-¡Oh! ¡no, madre! ¿Soy acaso una muchacha?

Pero cuando la blanca toca de la hermana Teresa, hubo desaparecido entre el ramaje, púseme a temblar, y un extraño terror invadió mi mente.

-¡Si estuviera yo loca, y que la visita a este sitio temible, la misión dada por la hermana Teresa y las escenas del jardín, fueran otros tantos desvaríos de un cerebro enfermo!

Y un sudor frío bañó mis sienes y alzando los ojos al cielo, oré con fervor, pidiendo a Dios que apartara de mí aquella horrible alucinación.

-¡Psit! ¡psit! -oí decir de repente, y mirando en torno inquieta, vi venir hacia mí, ocultándose entre   —134→   los troncos de los árboles a un joven moreno, flaco y pálido, de ojos vivísimos aunque vagarosos, que andando de puntillas, con un dedo sobre los labios cual si me impusiera silencio, sentose a mi lado y me dijo con ademán sigiloso:

-¿Quién quiera que seas: puedes encargarte de una embajada al reino de las tinieblas?

-Ignoro en qué continente se asienta esa negra monarquía; pero quien boca tiene a Roma llega -respondí sonriendo para ocultar mi inmenso miedo. Él lo conoció, sin embargo, con esa lucidez extraña que a veces se revela en los dementes.

-No tema -me dijo- que aunque diablo y perteneciente a la décima legión, llevo debajo la diamantina coraza un corazón asaz blando; y tanto que cierta dulcísima pasión, encontrándole muy cómodo, ha hecho de él un asiento. Breve: estoy enamorado; enamorado, ¡y de quién! de una esposa de Dios, vulgo monja. Pero ¡qué monjita, Belcebú! con unos ojos de hurí, y una boca de coral; y un piececito limeño, y un donaire de gitana, y, y, y cien mil íes de más, en aquel cuerpo gentil.

Pero pálida y cenceña como la flor del café.

Mas esa palidez da nuevo realce a su belleza.

¡Y luego, aquellos blancos cendales, que la   —135→   idealizan! Es de la Concepción, como si dijéramos: el país de las buenas mozas.

Vila un día que me colé en el convento, oculto bajo el antojo de una mujer en estado interesante.

La vi, y olvidé las profundas regiones del fuego, y los espacios infinitos donde me llevaba la voluntad del dueño: hice oídos de sueco a su tremenda voz y todo lo olvidé, y todo lo arrostré, para pensar tan solo en la suprema dicha de contemplarla, y buscar valiendome, si era necesario, de todos los medios infernales la manera de quedarme en ese estrecho recinto.

¡Ah! era que para mí encerraba una eternidad de amor.

¿Pero dónde esconderme? ¿de quién asirme, allí, que no fuera a dar conmigo en el lugar vedado?

Por dicha a la mujer del antojo antojósele visitar la celda de mi bella. Se extasió ante los caprichosos dibujos de las blondas que adornaban profusamente su lecho virginal; ante la Urna y los magníficos ramos de briscado tachonados de pedrería colocados ante ella; cosechó impíamente las perfumadas rosas de su jardincito; acarició a la cuculí que arrullaba entre los dorados alambres de una jaula; admiró la belleza de las sultanas del gallinero, y las lucientes plumas del valiente jiro que las acompañaba...

  —136→  

Rápida como un relámpago, cruzó mi mente una idea; y de ella a la ejecución, no mucho más largo espacio.

De repente el gallo exhaló cantos de alborozo que hicieron estremecer a mi monja. Era que yo había hecho de él mi escondite. ¿Qué sitio más cómodo ni más próximo a mi amada? Desde entonces el tiempo tornose para mí dulce como un sueño de amor. Veíala a toda hora, ya sola, ya rodeada de sus lindas compañeras. Como la luna entre miradas de estrellas. Mi canto era el regulador de sus horas: coro, labor, lectura, descanso. Entonces con qué delicia contemplaba yo la expresión meditabunda de su mirada, que algunas veces se elevaba al cielo cual si buscara la explicación de algún misterio.

Era que la atmósfera de mi amor circundaba su alma, y ella aspiraba sin saberlo, sus ardientes efluvios.

Pero no hay dicha durable; y he ahí que un día mi monja cayó enferma, enferma de languidez; y los médicos ordenando el cambio de aires arrancáronla de su bello monasterio y la relegaron al de C. antro de tarascas, todas viejas como las parcas y feas como el pecado.

Y allí tuve que seguirla; y abandoné al déspota del corral bajo cuya pluma habíame ocultado; y   —137→   me embarqué en el sahumador; y próximo ya a cerrarse la portería de nuestra nueva morada, me encarné, en el atrasado cuerpo del mandadero, que fue lo primero que se me presentó.

¡Mas lo que puede el amor! allí me aclimaté; y por los bellos ojos de mi princesa me he dado al servicio de aquellas brujas.

Pero ¡ca! si apenas me dejan tiempo para mirarla a la cara. Todo el día me estiran a comisiones, de la mañana a la noche; del austro al septentrión; y de la aurora al ocaso.

«Como que vas a la portada del Callao, acércate por Cocharcas», suelen decirme aquellas pécoras; y me aturrullan con mensajes al confesor, al síndico, al abogado, al padre capellán.

El tedio de vida tal me habría devorado, si no hallara una excelente manera de conjurarlo, pescando los dichos y hechos que, de mañana a la noche ruedan por las veredas de esta excéntrica ciudad.

Compré una canasta en el almacén del té, y allí los echaba en graciosa confusión para llevarlos a mi hermosa, que los recibía con la ávida curiosidad de una monja y la sonrisa de una hada.

Un día que en mi canasta, llevaba, mezclados con el recado, diálogos de todos los colores, desde el rojo subido hasta el azul de cielo, encontré con un diablo amigo mío.

  —138→  

-¡Qué sed tengo! -me dijo echando humo por la boca-. ¿Llevas siquiera guayabas en esa elegante canasta?

-No, que son acordes y discordancias.

-¡Malditos sean ellos! ¿para qué guardas esa peste?... Sin embargo; ahí anda uno de nuestros camaradas dando serenatas de violín... Da eso, que está a proposito para que haga un potpourrí.

-Pero si es para las monjas.

-¡Para las monjas! ¡quita allá, mentecato!

¿Necesitan acaso de tu chismografía las que tienen a su servicio una legión de mujeres de todas las castas, que se la llevan a cuál mejor? ¿Quieres saber las cosas más ocultas de la calle? Pregúntalo en los conventos.

Y hablando así, vació de mi canasta a sus enormes bolsillos todo lo que no era huevos, papas, yucas y coles, me hizo una mueca, y se largó.




- III -

Después de hablar así, el joven inclinó la cabeza y quedose pensativo.

De pronto, haciendo un gesto de sorpresa:

-¡Mujer! -exclamó-, ¿qué has hecho de mi relato? Ya puedes devolvérmelo porque si yo me enojo...

  —139→  

-¡Cómo! -apresureme a responder, muerta de miedo, pero aparentando serenidad-, si tu relato me está sonriendo entre tus dientes. He ahí el momento en que el cronista vacío tu canastilla.

-¡Ah! -repuso él- ¿comprendes la extensión de mi desgracia? ¡El ser infernal habíame robado mi precioso botín, la diversión de mi bella, la golosina de la abadesa, el pasto de aquella fiera condición sin la cual érame imposible penetrar en el convento! ¿Qué hacer? ¿de qué asirme para tener la dicha de contemplar a ese astro de mi vida que me escondían aquellos muros malditos?

Vagando errante la mirada encontré a una beata que, caído sobre los ojos el manto, el ademán compungido y en las manos un bolsón, dirigíase a la iglesia.

«He aquí pescado mi asunto -pensé-. Esta bruja lleva en su saco los anales de la semana para regalar los oídos al confesor. Carguemos con ello al convento».

Correr tras ella, arrebatarle el saco y tornarme en humo, fue obra de un pestañeo.

La beata se dio a gritar: «¡Al ladrón! ¡Celador! ¡celador!».

¡Nada! ya había yo andado diez calles.

Llego al convento, traspongo la portería, arribo a presencia de la abadesa, que abiertos sus redondos   —140→   ojos en todo su fatídico grandor, fijábalos en el saco cual signos de interrogación.

Alarga la mano, apodérase del bolsón, lo abre con impaciente ansiedad...

El bolsón contenía solo algunas libras de cólera, de envidia y de hipocresía, artículos que la abadesa tenía para dar y prestar en su maldito cuerpo.

La horrible bruja apartó los ojos del saco para clavarlos en mí con una llameante mirada que me fascinó porque pareciome reconocer en ella la del sombrío rey del abismo.

Alzose siniestra, terrible; con una mano abrió aquella puerta fatal que te ha conducido aquí; con la otra me arrastró a esta prisión, en donde como a un simple mortal guárdame encerrado hace tanto tiempo. Allá algunas veces, a intervalos que mi amor cuenta como eternidades, la hermosa estrella de mi dicha perdida aparéceme a lo lejos; me mira, sonríeme y pasa. Pero ¡ah! que yo no diera la ventura de ese fugitivo instante por toda la felicidad de otro tiempo allá en la mansión celeste.

El joven se interrumpió de repente; y mirando con terror a la hermana Teresa que venía hacia nosotros:

-¡La abadesa! -exclamó, saltando con asombrosa agilidad los setos de rosales y desapareciendo entre el ramaje.

  —141→  

-¡Siempre con el mismo terror hacia un ser fantástico que él llama la «abadesa» -dijo la hermana-. Era un excelente joven, hijo de una honrada familia. Hacía poco que servía como inspector en el cuerpo de celadores, cuando una noche tuvo que entrar en el convento de la Concepción llamado por la campana de alarma. Las monjas habían sentido ladrones en los techos y pedían socorro. Dióselo el joven inspector, que registró el convento y tranquilizó a la comunidad. Pero al despedirse de las religiosas dejó entre ellas el juicio. Al siguiente día fue conducido loco a este recinto.

Hablando así la hermana Teresa, llegó conmigo a la apartada habitación donde moraba Delfina.




- IV -

El amor de una virgen


Tenía quince años, y era bella con los últimos fulgores de la infancia y los primeros destellos de la juventud. Su corazón dormía como un lago rodeado de azucenas apenas rizado por las brisas de la mañana, sus pensamientos como blancas mariposas volaban plácidos en el oasis de la vida cosechando rientes ensueños que cada primavera coloreaba más y más con los tintes más seductores que los de las rosas que abrían en el jardín donde la linda joven, entre   —142→   una romanza y un vago suspiro, daba todavía los últimos saltos de la niñez.

Una noche, con todo ese tesoro de belleza, de dicha y de candor, sin contar un elegantísimo vestido de muselina blanca; sembrada de jazmines la negra cabellera, y prendido al pecho un ramilletito de violetas, Delfina hacía su primera entrada al mundo en un resplandeciente salón de baile.

Un silencio de admiración acogió su presencia en ese terrible palenque de las bellas y muy luego los más apuestos bailarines se disputaron el honor de pedirla una cuadrilla.

Uno, el más bello, el más elegante, se inclinó silencioso ante ella y le tendió la mano.

A esa muda invitación, Delfina se levantó; y sin dignarse mirar a los otros solicitantes, asiose al brazo del caballero, y fue a tomar sitio con él en la cuadrilla, dejándolos resentidos y picada en lo vivo su vanidad.

¿Qué la importaba a ella? ¿podía advertirlo siquiera? Dos bellos ojos, los ojos de su caballero interceptaban, digo mal, absorbían todas sus miradas, y no se apartaron de ella en toda la noche.

Al dejar el baile, el lindo ramilletito de violetas había desparecido del pecho de Delfina; pero en su frente irradiaba un nuevo encanto:

La aureola del amor.



  —143→  
- V -

Un paseo a la Oroya


Enrique Meiggs lo había organizado para festejar a un joven y apuesto literato, hijo de la capital más prestigiosa de las repúblicas sudamericanas. La sala de espera en la estación estaba llena de una elegante concurrencia. Las muchachas más lindas de Lima eran de la partida; y calados blancos sombreritos de paja, y el rostro medio oculto entre azules velos, esperaban impacientes el áspero silbato de prevención, alegres, risueñas, felices.

Pero había entre ellas una que era más feliz que todas:

Delfina.

Al llegar a la estación, sus ojos divisaron al héroe de la fiesta; y aunque él se hallaba a distancia, y que sus miradas no se volvieran hacia ella, allí estaba el tren pronto a partir y acercábase la hora deliciosa en que, reunidos en los muelles asientos de un vagón, recorrerían juntos el vertiginoso camino que se eleva serpeando sobre abismos en las vertientes altísimas de los Andes.

El pito suena, el tañido de la campana llama a los viajeros a su puesto; el convoy parte.

Pero aquel que embargaba las miradas de Delfina   —144→   y absorbía su corazón, no estaba cerca de ella. Hallábase al lado de una bellísima blonda de azules ojos; torneado cuello, y cuyo canto era el hechizo de los salones.

Los rosados labios de la rubia sonreían sin cesar a su vecino, monopolizando sus miradas, sus palabras y toda su atención, con dolor de la pobre Delfina que veía desvanecerse la visión de dicha que la había aparecido en los salones del baile.

Una esperanza la alentaba. Su ramillete, el ramilletito de violetas que despareció de entre las blondas de su cotilla al dejar el sarao, asomaba sus azulados pétalos, medio oculto en el pecho de su caballero.

Pero la hermosa blonda lleva al cinto una camelia blanca.

Él la dice a media voz una palabra; y la flor desprendida del cinturón pasa a manos del joven que al colocarla junto al corazón arroja el marchito ramillete, que va a caer entre dos piedras al borde del camino.

El rumor fragoso del tren ahogó el grito desgarrador que arrancó a Delfina aquella última decepción.

Mas, tornose luego impasible, y en su bello semblante se esparció una lúgubre serenidad.

Dos días después de aquella fiesta, la pobre   —145→   niña, presa de una locura silenciosa y triste, era conducida a la secreta morada donde la señora Retamoso, con el maravilloso remedio que ella sola posee, le devolvió la salud.




- VI -

El riego de lágrimas


Cuando llegamos a su habitación, Delfina sentada al piano tocaba con gusto exquisito, el Último pensamiento de Weber.

La hermana Teresa, como lo habíamos convenido, apartose de mí y me dejó entrar sola.

-¡Tú aquí! -exclamó, Delfina, corriendo a mi encuentro- ¿qué vientos te traen a este chacarón, donde perezco de fastidio?

-Vengo a robarte -díjela, fingiendo mirar con recelo en torno.

-¡A robarme! ¡qué idea tan bella y novelesca! Pero, dime, ¿por qué me trajeron aquí? La hermana Teresa, dice, que tuve unas horribles tercianas al cerebro; que deliraba y que los médicos ordenaron mi traslación a este valle, tanto con la esperanza de curarme, como por ocultar a mi pobre mamá enferma, el estado en que yo me encontraba.

-¡Y bien! tus tercianas han desaparecido; te   —146→   hallas en buena salud, lozana y bellísima. Mas, como el doctor Macedo teme todavía, y tu padre es de su opinión, tu mamá y yo hemos organizado este rapto que debe llevarse a efecto ahora mismo, si tú quieres.

-Pues no he de querer, si estoy harta de tedio.

-Y bien, todo está listo... Solo que hay una pequeña dificultad, que salgas de aquí sin ser vista de las hermanas y de la mujer del mayordomo.

Llamaban así delante de ella a la señora Retamoso.

-¡Dios mío! ¿qué hacer entonces?

-Previéndolo todo, traje conmigo una beatita que me acompañó hasta esta puerta y que dejándome su manto y su rosario, se deslizó por un portillo de la huerta y se queda escondida en la chacra vecina. ¿Quieres endosar estas prendas?

-Que me place -exclamó la chica apoderándose de la manta, cubriéndose con ella el rostro y enredando entre los dedos el rosario-: ¿estoy bien disfrazada así? Partamos.

-Un poco más caído ese capuz: así sobre los ojos. Poco importa que no veas: aquí esta mi brazo para guiarte.

Y apoderándome del suyo, atravesamos el huerto   —147→   y los patios exteriores, donde por orden de la superiora habíase hecho profundo silencio.

El coche con sus persianas y cristales cerrados, aguardábanos en una callejuela desierta, al costado de la casa.

-Henos aquí en plena libertad -dije abrazando a Delfina, para impedirle echar hacia atrás su embozo, al tomar asiento en el carruaje y a tiempo que este partía a galope, por el lado de Barbones.

Cuando hubimos traspuesto las últimas casas de los arrabales, y que por entre tapias y callejones dejamos atrás el cementerio y la Pólvora, internándonos entre los primeros grupos de colinas que se alzan al pie de los Andes, bajé yo misma las persianas del coche, y volviéndome a Delfina invitela a mirar, el magnífico panorama que de allí se divisaba.

Pero ella había ya dejado la manta, y reía, aplaudiendo gozosa aquella novelesca escapada.

Hacia la tarde, el cochero dio un rodeo, y tomando por la izquierda, descendió al valle del Rímac y regresó siguiendo la vera del ferrocarril de la Oraya.

A vista de aquella línea, la sonrisa desapareció de los labios de Delfina, y su mejilla cubriose de una palidez que me asustó.

  —148→  

Con la cabeza inclinada fuera del coche, contemplaba el paisaje, cual si buscara algún sitio de ella conocido.

De pronto, mandó parar el coche, y arrojándose fuera del carruaje, sin esperar que este se detuviera, diose a registrar con la mirada en torno.

-¡Ah! -exclamó de repente sacando de entre dos piedras un objeto que estrechó en su pecho-. ¡Mi ramillete! ¡mi pobre ramillete de violetas!

Y un torrente de lágrimas regó las marchitas flores.

Pero muy luego llegamos a su casa y la alegría de la familia, y los besos maternales secaron aquellas lágrimas, como los rayos del sol secan sobre los pétalos de una rosa el rocío de la mañana.

Delfina ha recobrado la salud y con ella la plácida sonrisa de otro tiempo.

Consagrada a la música, toca y canta, con gusto primoroso; pero en su piano, así como en su voz, hay una nota más: la del dolor.




 
 
Fin de Una visita al manicomio
 
 


  —149→   Abajo

Un viaje al país del oro

Al niño Ernesto Quesada






- I -

La leontina


Un día, a la última hora de la tarde, cansada, enferma y helada de frío, azuzaba yo mi caballo para llegar a la capilla subterránea de Uchusuma, larga y forzosa etapa de diez y ocho leguas, atravesada como una amenaza en el camino de Bolivia a Tacna.

Había ya dejado atrás el Mauri, y las ásperas serranías que lo aprisionan, y cruzaba corriendo las áridas llanuras barridas por el cierzo y cortadas de pantanos, que avecinan al grupo de piedras rocallosas, arrojadas por algún cataclismo, en cuyo centro se halla la entrada de esa especie de cueva, único albergue para el viajero en aquel fingido yermo.

  —150→  

De pronto, y al través de las ráfagas de viento que me cegaban, vi relumbrar un objeto entre los guijarros del camino.

Volvime atrás, y desmontando, para examinar lo que era, recogí una elegante y excéntrica joya. Era una leontina compuesta de doce pepas de oro de forma y colores diversos. Engarzábanlas anillos mates del mismo metal, y en algunas de ellas había incrustadas partículas de pizarra y cuarzo.

Juzgué, desde luego, que aquella alhaja había sido perdida recientemente, y me proponía averiguarlo adelante, cuando vi venir a lo lejos un hombre, que, inclinado sobre el cuello de su caballo, y apartando con la mano las ramas de los tolares, parecía buscar algo en el suelo.

Al divisarme, corrió hacia mí con visibles muestras de angustia, que yo abrevié yendo a su encuentro, y presentándole la joya.

Imposible sería pintar la expresión de gozo que al verla brilló en sus ojos. Me la arrebató, más bien que la tomó de mis manos; estrechola contra el corazón, y la enganchó en el reloj y el ojal de su chaleco con un anhelo que se balanceaba entre la veneración y la codicia.

Enseguida, y como si saliera de un éxtasis, volviose a mí, y me saludó dándome gracias y rogándome perdonara su preocupación.

  —151→  

-Motivo había para ello, caballero -respondile yo con un tanto de ironía-. Perder doce lingotes de oro, no es asunto de poco más o menos.

-¡Ah! -replicó él con sentido acento-, no es el valor intrínseco de esta prenda lo que la hace preciosa para mí: es que cada una de esas pepas encierra, al lado de un recuerdo de sufrimientos, otro de inefable abnegación.

Creílo fácilmente; pues aunque la oscuridad me impedía ver el rostro de mi interlocutor, la voz que me hablaba era joven y tenía armoniosas inflexiones que anunciaban franqueza y espontaneidad.

Seguimos juntos nuestro camino, y llegamos, en fin, al montón de peñascos que, hacía media hora, divisaba yo en el horizonte, como un dolmen druídico.

Desensillamos nuestros caballos, y ateridos de frío, nos refugiamos en la cueva dejándolos al cuidado de un indio viejo, seco y negro como un árbol quemado, único resto de su familia devorada por la tifus.

El desdichado se alzó de la piedra en que yacía, solo y acurrucado en la actitud de la momia, para entregarse con la diligente actividad de su raza, a los cuidados del hospedaje. Hizo beber a los caballos, dioles un pienso de cebada, y los cubrió con sus mantas, fue enseguida a recoger las ramas secas de la tola, encendió una fogata y concluyó trayéndonos luz y agua caliente.

  —152→  

Pude, entonces echar una mirada sobre la persona de mi accidental compañero.

Era un joven de abierta y simpática fisonomía. En lo alto de su frente, el abrigo del sombrero había conservado, como una aureola, el color primitivo de su rostro, tostado por el sol de largos viajes o rudos trabajos a la intemperie.

La hora, el lugar, la circunstancia fortuita de nuestro encuentro, y sobre todo, la diferencia de nuestras edades, establecieron luego entre nosotros la confianza. Juntos hicimos el café aplicando a su confección los conocimientos de ambos, y riendo de nuestra ciencia a la Brillat Saverin. Pero en el momento de servirlo, encontramos que no teníamos azúcar.

Mi compañero dejó tristemente su taza sobre la piedra que nos servía de mesa, y se puso a mirarme con envidia tomar mi café a la turca.

Recordé entonces que llevaba en mi bolsillo una bombonera llena de esos microscópicos alfeñiques de azúcar que, regalan a sus favorecidos, las monjas Concebidas de la Paz.

-Vamos, niño mimado -le dije, vaciando en su taza el contenido de la bombonera, he ahí endulzado el café. Tómelo usted y de hoy mas, habitúese a las amarguras del paladar y a las de la vida.

En los labios del joven vagó una triste sonrisa, que   —153→   apagó la mía, recordándome las palabras con que acogió mi observación, al recobrar la leontina.

Alentado por la amistosa familiaridad que reinaba ya entre ambos, pedile me contara la historia de aquella joya, y él me refirió la siguiente:

-Nací bajo la presión de un destino hostil. Mi padre murió en Uchumayo, cerca de Arequipa, defendiendo contra los invasores la entrada de la ciudad Santa, y yo vine al mundo entre las lágrimas de la viudez, y el desamparo de la orfandad...

¡Digo mal! Al ver la luz encontré los brazos cariñosos de una madre. Cuando un niño tiene madre, posee todos los tesoros de la tierra: es un monarca en su hogar, donde tiene un reino maravilloso: el corazón maternal.

Los primeros años de mi infancia deslizáronse risueños, como una alborada de primavera. Nuestra casucha a orillas del Chili, aseada, fresca y sombreada de higueras y perales, tenía siempre un aire de fiesta; y en los ojos de mi madre brillaba una ternura tan ardiente, que yo equivocaba todo aquello con la felicidad. Así, cuando había pasado el día jugando o leyendo al lado de mi madre, entre los tiestos de flores, mientras ella hacía encajes, sentada a su telar, y que al cerrar la noche me dormía en sus brazos al plácido murmullo del río, parecíame imposible una existencia más feliz que la nuestra.