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ArribaAbajo- XIII -

Bajo el guante la garra


¡Cuán triste es partir de Lima, cualquiera que sea el motivo que de ella nos aleja, aunque este motivo tenga en perspectiva la felicidad!

¡Cuesta tanto abandonar esta blanda vida de dulces hábitos, poética para todas las edades, donde la niñez tiene exquisitas golosinas, maravillosos juguetes; la juventud, el panorama y la realización de los más deliciosos ensueños; la vejez, el benéfico influjo de una primavera eterna; y donde las penas mismas del corazón pierden parte de su rudeza al suave calor de este arrebolado cielo!

Partid; y a cualquier país donde llevéis vuestros pasos, preguntad a sus moradores, desde la canadiense hasta el argentino; desde el hijo del Lautaro hasta el del Amazonas; y los electrizareis con esta sola palabra: Lima.

Y vos, si la habéis habitado, no importa en qué latitud hayáis nacido, la amaréis como se ama a la patria.

¡Pero si es triste la partida, cuán alegre es el regreso!

  —313→  

Desde que la nave dobla el cabo de San Lorenzo percíbese un suave ambiente, embalsamado con el perfume del suche y del chirimoyo, entre cuya verde fronda vense blanquear a lo lejos las torres de la encantada metrópoli, que se desea volver a ver, con todos los anhelos del alma.

Divisándola así, un grupo de viajeros, hallábase sobre la toldilla del vapor Santiago, en tanto que éste echaba el ancla en la rada del Callao.

-¡Ah! quién pudiera penetrar esa cortina de verdura que me oculta a Lima, y...

-Y a tu amada Rosa, Aura mía.

-¿Quién es Rosa?

-Una querida compañera de infancia, padre mío.

-Nunca la vi entre tus amigas.

-Ahora la verás, y espero que aprenderás a amarla. ¿Y tú mi bella Inés? ¿No es verdad que serás también su amiga?

-¡Dios me libre de poner en ella el menos de mis afectos! Si tú absorbes todos los suyos, ¿qué podía reservar para mí?

-¡Ya lo veremos! veremos si puedes defenderte de esa gracia seductora... ¡Dios mío! ¡cuánto tardan esos botes! ¡No llegarán nunca!

-Helos aquí. Enrique, da la mano a tu esposa; yo acepto el brazo de Luis y que el coronel abra la marcha.

  —314→  

Y los viajeros bajaron alegres la escalera y ganaron el bote que los dejó muy luego sobre las gradas del muelle, cubiertas en ese momento de gente, en la espera de los pasajeros.

-¡Apresurémonos que el tren va a partir! -exclamaba Aura, asida al brazo de su marido, y corriendo hacia la estación.

El coronel reía de aquella impaciencia, contento al ver la alegría de su hija.

-¿Con que es verdad que me abandonas, idolatrado Luis? -dijo de pronto Inés, fijando en el joven sus adormecidos ojos-. ¡Oh! ¡qué horrible gratitud! Di: ¿te negó algo, nunca, mi amor?

Sorprendido con aquella brusca interpelación:

-¡Vos los habéis querido! -comenzaba éste a decir; pero sus ojos encontraron una mirada tan irónica y burlona, que enmudeció. Inés soltó una carcajada.

-¡Calla, pérfido! -le dijo, parodiando una voz sentimental- ¿qué puedes alegar en tu defensa? Hasme arrebatado el corazón que me dieras. ¿Osarías negarlo?... ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡qué compungido estás! No te inquietes, dueño mío, que yo sé dónde encontrar ese corazón rebelde, ¡ah! ¡sí! yo sé dónde encontrarlo.

Luis se estremeció; y el frío del terror penetró en su alma.

En ese momento, sonó el pito de prevención, y   —315→   los viajeros corrieron al tren, que humeaba, listo a partir.

Ocupados los coches, y en el momento en que el convoy se ponía en marcha, una mujer vestida de negro, y cubierto el rostro con un tupido velo, vino a sentarse al lado de Aura y cogió furtivamente su mano.

-¡Rosa! -exclamó Aura, en un arrebato de gozo. Y quiso echarse en los brazos de su amiga. Ésta contuvo aquel movimiento, sujetando la mano que tenía entre las suyas.

-¡Silencio! -le dijo-, guárdate de pronunciar mi nombre; porque ahora más que nunca, Aura mía, estamos separadas.

Reprimida en la expansión de su gozo, Aura prorrumpió en llanto, bajando sobre su rostro el velo para ocultarlo.

-¡Dios mío! -decía, llorando-, ¿qué es lo que viene a destruir mis proyectos de felicidad completa? Habla, Rosa mía, ¿qué ha sucedido?

-Tu padre ha descubierto en Arequipa una conspiración que el mío encabezaba. Muchas prisiones han sido hechas; muchos han perecido en la fuga; pero a mi padre, sin duda porque su muerte habrían atraído grandes venganzas, y su existencia en el país es tan temida, a causa de la influencia que ejerce en las masas, hanse contentado con enviarlo al   —316→   extranjero. Sin embargo, esta lenidad, con el jefe de una conspiración severamente castigada, ha excitado murmuraciones que justificaría nuestra amistad. Ya ves, querida mía, que como antes, es forzoso ocultar el afecto que nos une.

Aura lloraba en silencio, estrechando la mano de su amiga. La pobre niña sentía su corazón destrozado. Entre ella y esa querida compañera de la infancia, veía alzarse siempre la eterna enemistad de sus padres.

-¿Por qué lloras? -la decía Rosa-. ¿No hemos sido tan felices con nuestro oculto cariño? ¿Por qué no lo seremos ahora? ¡Oh! ¡ya verás qué existencia de dicha nos vamos a formar! Las tempestades políticas son nublados de verano: todo ello pasará luego; mi padre volverá y... nuestra dicha no tendrá fin, como decía la madre prelada cuando nos hablaba del cielo -concluyó la generosa joven fingiendo, para alentar a su amiga, una alegría de que estaba lejos su corazón.

Aura sonrió a ese bello miraje que secó sus lágrimas, y abrió de nuevo su alma a la dicha.

-Hijos míos -dijo el coronel, cuando hubieron desembarcado en la estación de Lima-, al daros el uno al otro, guardé la esperanza de que no habíamos de separarnos. ¿Querríais defraudarla? ¿dejaríais solo a vuestro anciano padre?

  —317→  

Aura dijo a su esposo una mirada suplicante.

-Decídelo tú, hermana -dijo éste, volviéndose a Inés-. ¿Consentirás en venir a habitar con nosotros la casa de mi segundo padre?

-El coronel, que se ha declarado mi caballero -respondió ella, con su habitual expresión de broma-, hará cumplir mi voluntad, cuando declare que, hallándome en los veintiún años, edad de mayoría, quiero emanciparme del yugo fraternal, y habitar y mandar en la casa de mis padres.

-Por dolorosa que para mí sea esa resolución -repuso en el mismo tono el coronel-, tengo de inclinarme ante la soberana voluntad que la formula.

Aura sintió a pesar suyo un movimiento de gozo. Sus ojos acostumbrados a hablar con los de su amiga, buscáronla entre la multitud; pero ella había desaparecido.

Mas, ya, durante el trayecto, ambas habían forjado magníficos proyectos para el porvenir; proyectos que Aura debía realizar más allá de sus esperanzas.

Inés fue a establecerse en la suntuosa morada de sus abuelos, reedificada y embellecida con todo lo que pueden dar el arte y el oro. El coronel instaló a sus hijos en el principal de su elegante casa, guardando para sí los altos.

Al siguiente día, Aura recorría su casa, entregada a una extraña preocupación. Observaba la disposición   —318→   de las habitaciones, medía las paredes, calculaba los espacios. Habríase dicho que remedaba a un arquitecto levantando el plano de algún edificio, o a un sitiador en busca del paraje para abrir una brecha. Luego sonrió, y batió las manos con alegría, y corriendo al piano, tocó un aire de triunfo.

En ese momento llegaba Enrique.

-¡Qué trozo de tanta bravura, alma mía! diríase que celebras todas las victorias del mundo.

-¡No es verdad, amado mío! ¡Es que estoy tan contenta! ¡qué elegante, qué confortable es nuestra habitación! ¡Ah! nada es tan bello como mi cuarto. Aquí está el piano; allí, delante de la ventana el caballete, al lado del costurero. ¡Y estos preciosos cuadros! ¡y esta linda alfombra! ¡y ese reclinatorio de ébano y terciopelo color de grana!...

-Mucho más bello y confortable sería si le diéramos un apéndice.

-¿Qué quieres decir?

-Creo que esta línea de cuartos es paralela a otra que abre sobre la calle...

-¡Ah! ¡ni pensarlo! -exclamó Aura palideciendo-. ¿Hablas de hacer una reja de la vecina tienda?

-Precisamente.

-¡Imposible! Habítala hace diez años un viejo soldado asistente de mi padre, que me cuidó y llevó   —319→   en brazos cuando era niña. ¡Ah!, nunca consentiría que se le arrojara de allí.

-Tienes razón, querida mía. Yo ignoraba todo eso. Así, no se hable más de ello.

«¡Si me hubieras visto palidecer como una criminal -escribía Aura a Rosa- al engañar a Enrique, defendiendo ese local, objeto de nuestro gran proyecto! ¡qué turbación! ¡qué remordimientos! Pero tú lo quieres. ¡Así sea!».

«Por mucho que te cueste, Aura mía -contestábale Rosa-, así había de ser. Si te amo más que a mi vida, también amo mi orgullo, que me prohíbe tu vista aun ante la presencia de tu esposo».

-Huachalla, mi viejo amigo -dijo Aura entrando furtivamente en el cuarto del soldado-, vengo a pedirte un servicio.

-Hable, mi niña, ¿qué quiere?

-Ya sabes cuánto nos amamos Rosa y yo.

-Amor secreto. Siempre ocultándose una del padre de la otra.

-¡Y bien! nuestras desgracias no han acabado; y ahora más que nunca, el destino nos aparta...

Una camarada de Huachalla interrumpió esta plática. El viejo soldado quiso despedirlo; pero se opuso, y continuó la conversación en voz baja.

-¿Crees tú que este medio inocente de ver a mi amiga no es contrario a mis deberes de hija y de   —320→   esposa? Tú eres anciano, y puedes decirlo. Habla.

-Vosotras no podéis ya reuniros, ni en el templo, ni en el paseo, ni en vuestras casas. ¿Dónde os veréis sino aquí?

-¡Gracias! ¡mi buen Huachalla! -exclamó la joven, abrazando al viejo soldado, radiante de gozo.

Dos días después, la tienda del antiguo asistente hallábase dividida por un tabique, y en la pared del fondo había una puertecita que comunicaba con el cuarto de Aura, oculta bajo el dorado marco de un cuadro.


ArribaAbajo- I -

La sombra del pasado


La hora del almuerzo había reunido en la siguiente mañana al coronel con sus hijos.

Enrique estaba triste, Aura llorosa. En la mesa había un asiento vacío: el de Luis, que acababa de embarcarse de regreso a Europa.

-¿Qué mosca le pica hoy al viejo Huachalla? -dijo el coronel, riendo para alegrar la comida-. ¿No se diría que él también se da a las suntuosidades de la época? Esta mañana hacía colocar una linda farolita de cristales azules en el techo de su cuarto, ¿querrá volver a casarse?

-Él fue siempre elegante y primoroso -presurose   —321→   a replicar Aura-. Creo que ha logrado hacer economías; y ¿en qué emplearlas mejor que en asear su habitación, y darle luz; aunque no fuera sino para alumbrar sus venerandos mostachos?

El coronel rió del dicho de su hija; hablose de otra cosa, y la farola quedó olvidada.

Pero en verdad, lo que ésta alumbraba no era el cano bigote del viejo soldado, sino un preciso oratorio tapizado de raso blanco, sobre cuyo altar, profusamente adornado de las más exquisitas flores, una urna de plata encerraba una bella estatua de la Virgen.

Delante del altar había dos reclinatorios donde Aura y Rosa, venían a prosternarse para elevar sus almas a Dios, en una misma plegaria.

Después, sentada la una al lado de la otra, a los pies de la sagrada imagen, entrelazadas las manos, y contemplándose con acendrado cariño, charlaban alegres, dando recuerdos al pasado, programas al presente, esperanzas al porvenir; como en el tiempo en que niñas todavía, y el alma llena de fantásticas aspiraciones, habitaban los claustros de Belén.

La presencia de su amiga ahuyentó del alma de Aura los extraños terrores que la atormentaban. Cerca de ella, sentíase fuerte, y nada temía.

Sin embargo, de vez en cuando, sorprendía   —322→   en los ojos de Inés miradas furtivas que la hacían estremecer.

-¡Ríe de mí! -decía entonces a Rosa-. ¿No es verdad que soy una visionaria?

Pero ésta callaba, y su rostro tornábase sombrío.




ArribaAbajo- II -

Presentimiento


Un día, Rosa llegó temprano a la cita del oratorio. Traía en la mano un número de El Comercio, de cuya crónica leyó a su amiga el artículo siguiente:

-«En el concierto que tuvo lugar anoche en los salones de la señora S., un coro de hermosas acompañaba a dos bellísimas jóvenes de la alta sociedad, en la más interesante escena de una de las obras maestras del repertorio italiano. Ambas hicieron prodigios de gracia, sentimiento y vocalización; pero la encantadora Inés R., hubo de ceder el triunfo a su incomparable cuñada».

-¡Qué injusticia! -exclamó Aura-. Inés estuvo admirable; y si nuestro dúo mereció aplausos, fue por ella.

Rosa guardó silencio.

-¿En qué piensas? -la dijo Aura.

  —323→  

-Estoy, como David, preguntando a mi alma por qué está triste.

-Busquemos la respuesta de tu alma en el primer epígrafe de este libro.

Y abriéndolo buscó el capítulo primero.

«¡Presentimientos!».

Ésta era la sola frase que formaba el epígrafe.

Al leerla, las dos jóvenes se abrazaron, y cayendo de rodillas oraron con fervor.




ArribaAbajo- III -

Una adición


Cuando Inés leyó el artículo publicado en la crónica de El Comercio, su linda boca se entreabrió con una hechicera sonrisa iluminada por dos hileras de perlas. Pero si Aura hubiera visto esa sonrisa, habríala aterrado más que el siniestro epígrafe.

Inés escribió ese día a una amiga suya residente en París:

«Si vieras la deliciosa existencia que llevo en esta encantada Lima, cuyo nombre suena a tu oído como el de las Hisphan de las Mil y una noches.

La fortuna, empeñada en mimarme, ha realizado   —324→   más allá de mis desvaríos esa vida fantástica que yo me divertía en soñar.

Habito, sola y dueña de mi destino, el antiguo solar de mis abuelos, convertido ahora en un elegante palacio ornamentado con todas las suntuosidades del arte. Rodéame cuanto de exquisito la Europa y el Asia producen para el refinamiento de los goces. Mis banquetes y soirées son renombrados por su riqueza, primor y buen gusto; así como las partidas de campo que organizo, ora a las riberas del mar, ora a los vergeles de un lindo pueblecito que como Belleville y Passay está unido a la ciudad.

En mis cabalgatas, sígueme lo más florido de nuestros jóvenes caballeros; corremos como beduinos y hacemos prodigios de equitación.

¿Recuerdas que en Belén me llamaban la Adriana negra? Pues nunca como ahora merecí este nombre. Bella, rica, independiente, nada me falta, ni aun el amor salvaje y titánico de un Djalma de ojos negros, rasgados, centelleantes; rizada cabellera de ébano, y la altiva frente morena como el crepúsculo. ¡Ah! ¡por qué no tengo también los excéntricos gustos de la bella de los rizos de oro, para saborear el acre perfume de ese amor agreste!

Que el romanticismo me perdone: yo he caído en   —325→   la vulgaridad de preferir el amor acicalado de un inglés.

Guárdate de preguntarme si correspondo ese amor. No se ama sino una vez; y mi amor se transformó en otro sentimiento asaz amargo, pero durable.

Adiós, bella ninfa del poético Sena.

Cuento volver pronto a sus populosas orillas, y reaparecer en las recepciones magníficas de las Tullerías, para continuar en mis lecciones al emperador; aunque ahora no me preguntará ya cómo se dice en castellano ‘Je te vengerai’, sino ‘Je ne t’aime plus’.

¡OTRA VEZ, ADIÓS!

¡Ah!, dicen que las mujeres encierran en la adición el pensamiento capital. Pero he aquí una, cuyo objeto es de lo más insignificante.

Tú sabes qué amor desenfrenado inspiró mi hermano a la excéntrica embajadora de A... Pues bien, yo creo que esta pasión lo ha seguido a este lado de los mares. Helo visto muchas veces recibir cartas de una fisonomía altamente aristocrática.

Así era una que el cartero trajo ayer, en ausencia de Enrique.

Al verla, una oleada inmensa de curiosidad me arrastró fuera de los límites de la delicadeza y la   —326→   discreción: deseaba conocer el estilo amoroso -epístolas de aquella aturdida-, tenía en mis manos la carta; hallábame sola. Breve: abrí aquella misiva.

¡Qué decepción! Era del banquero de mi hermano, y le hablaba del alza y baja de los fondos.

No me atrevo a confesar este pecadillo, que espero redimirás tú, dando a la estafeta de París la carta en cuestión, que te envío bajo una cubierta enteramente igual a la anterior.

Tengo para ti dos pajecitos negros que harán furor en París. Adiós».

Inés no quiso confiar a nadie esta carta; llevola al correo, y cuando la hubo arrojado en el buzón, la misma hechicera sonrisa entreabrió sus rosados labios.




ArribaAbajo- IV -

El canto del cisne


Desde ese día Inés volviose para Aura más tierna y solícita que nunca. Visitábala todos los días, y la colmaba de caricias y atenciones.

Aura se hallaba abrumada de remordimientos; pero cuando quería devolver aquellas caricias sentíase el corazón frío y el labio mudo.

Corría a acusarse a Rosa; pero ésta al escuchar   —327→   el nombre de Inés, volvíase meditabunda y sombría.

Así, poco a poco, y tácitamente, las dos amigas, acabaron por excluir de sus pláticas toda alusión a Inés.

Arrullada por dos dulcísimos sentimientos: la amistad y el amor, Aura veía deslizarse sus días como rosados celajes en un cielo de verano. Su vida era un dorado ensueño, un celeste miraje. Asombrada de tanta felicidad, preguntábase qué había hecho para merecerla. Y sus ojos derramaban dulces lágrimas; y el corazón penetrado de gratitud, elevábase a Dios en ardientes aspiraciones.

Una noche, poseída de estos místicos pensamientos, expresábalos en improvisadas melodías que sus ágiles dedos arrancaban al piano.

De repente sus ojos encontraron la partitura de Otelo abierta sobre el pupitre en la romanza del «Sauce».

Atraída insensiblemente por la dulzura infinita de este sublime trozo, Aura cantó, primero a media voz, después con todo el entusiasmo de su alma:

Asisa al pie d’un salice.



Al dar la última nota de aquel doliente canto, la puerta se abrió lentamente, y un hombre pálido, ceñudo, rígido, penetró en el cuarto. Traía apretado   —328→   un papel en su crispada mano; y más que un ser viviente parecía una visión de otro mundo.

Aura pudo apenas reconocer en él a su esposo; y asustada del estado en que lo veía, corrió a echarse en sus brazos. Severo y silencioso rechazola él y señalándole una silla:

-Sentaos -le dijo- y escuchad.

La pobre Aura, aturdida, espantada, dudando si soñaba o estaba loca, sentose maquinalmente y se quedó mirando con aire atónito a su marido. Éste, siempre en el mismo terrible silencio, acercó una mesa, puso en ella recado de escribir; y extendiendo ante los ojos de su esposa el papel que tenía en la mano: «¡Leed!», dijo.

La joven obedeció; y con voz monótona, cual si no comprendiese aquello que leía, comenzó:

«¡Luis! ¡yo no puedo soportar por más tiempo el tormento que me impones: tormento horrible! ¡fingir amor a un hombre que aborrezco! ¡disimular! ¡mentir a todas horas!... ¡Ah!, nuestros cortos momentos de ventura no pueden compensar el horror de este sufrimiento...».

Aura se interrumpió de repente; y el espanto se pintó en sus ojos.

-¡Mi letra! -exclamó y cayó sin sentido.

Enrique, pálido e inmóvil, esperó.

La misma terrible emoción que había anonadado   —329→   a la desventurada joven, volviola a la vida. Alzó la cabeza, que había caído, inerte, sobre la mesa; pasó la mano por su frente, y exhalando un suspiro de alivio: «¡Era un sueño!», exclamó. Pero luego dio un grito y se cubrió el rostro con las manos.

Sus ojos habían encontrado los de Enrique fijos en ella con expresión inexorable.

En ese momento un criado llamó a la puerta, anunciando al coronel.

-¡Padre mío! -murmuró Aura, con dolorido acento. Su esposo la interrumpió; y con voz severa:

-¿Qué juzgáis? -la dijo de lo expuesto por ese mudo acusador que delata la infamia de una esposa culpable.

Abrumada por aquel tremendo cargo que no la era dado recusar; desalentada ante la actitud impasible de su juez, cuya mirada se fijaba en ella inflexible y fría, la desventurada respondió con triste y pasiva resignación:

-Hay pruebas que nada es bastante a desmentir ni aun la voz de la inocencia. ¡Así, aquel sobre quien pesa una prueba tal, debe morir!

En tanto que ella hablaba, él escribía sobre la página en blanco de aquella terrible carta.

-¡Firmad! -le dijo, presentándole el papel.

  —330→  

Aura leyó sus propias palabras, reproducidas en forma de sentencia.

Entonces la misma sensación de desaliento que se las dictara, hízola tomar la pluma, y escribir su nombre.

El coronel oye de repente un grito sordo, que erizó sus cabellos, heló su sangre, y lo arrojó contra aquella puerta.

Enrique, pálido, y como Caín, salpicada la frente con gotas rojas de terrible significación, apareció de súbito en el umbral.

-He sido juez y verdugo -dijo cediendo el paso al coronel-, juzgadme a vuestra vez, señor; y decidid en mi causa; ¡plegue a Dios que no me encontréis culpable!

El coronel se precipitó en el cuarto.

Oyose luego un grito ahogado, grito de dolor inmensurable, seguido de un lúgubre silencio, interrumpido al fin, por una imprecación.

El padre había encontrado a su hija muerta, atravesado el pecho con un puñal, y abierta delante de ella la funesta carta.

El coronel salió con el semblante lívido y brillando en sus ojos una sombría indignación.

-¡Id con Dios! -dijo, dirigiéndose a su yerno-. ¡Estabais en vuestro derecho!... ¡Alejaos! ¡pero, en nombre del honor, silencio!



  —331→  

ArribaAbajo- V -

Más allá de la muerte


El coronel cerró cuidadosamente aquel fúnebre cuarto, y se guardó la llave. Luego, llamando en su auxilio la fortaleza de su alma, serenó el semblante, dio al labio una sonrisa, y fue a presentarse en todos los sitios que solía frecuentar: el club, el palacio, el teatro. Discutió, rió, bromeó y habló de la repentina partida de sus hijos a Europa, de donde se dirigían a Egipto para llegar a tiempo de presenciar la apertura del istmo de Suez.

De vez en cuando, el desventurado introducía furtivamente la mano al seno, y destrozaba su pecho, para que el dolor físico neutralizara el sufrimiento del alma.

Al siguiente día, los diarios publicaban la despedida de Enrique R., y su esposa, que pedían órdenes para Europa.

Al leerla, Rosa palideció, y el papel se escapó de sus manos.

Sin darse tiempo ni para cambiar de traje, corrió al oratorio.

Huachalla triste y pensativo, estaba sentado en el umbral de su puerta.

  —332→  

-¡Cómo! -exclamó viendo llegar a la joven- ¿tú también ignorabas la inesperada nueva? ¡Aura ha partido!

-Lo sé -respondió lacónicamente Rosa-; pero déjame entrar.

La joven abrió la puertecilla del tabique y entró en el pequeño santuario, desierto y silencioso.

Rosa experimentó una impresión de dolor terrible, cual si se destrozaran sus entrañas; y llamó a su amiga con voz angustiosa.

El mismo silencio. Ningún eco se despertó para responderle.

Presa el alma de extraños terrores, Rosa levantó el picaporte, y abriendo la puerta oculta de tras el dorado cuadro, penetró en el cuarto de Aura.

Mas no bien hubo atravesado el umbral, exhaló un grito y cayó sin sentido.

¿Cuánto tiempo estuvo allí caída en tierra, inmóvil y fría como el cadáver de su amiga?

Un largo sollozo fue su primer síntoma de vida.

Alzose trabajosamente sobre sus rodillas y se arrastró hasta donde yacía aquella a quien tanto amara.

Recostada en el respaldo de la silla donde la había asaltado la muerte, Aura perecía dormir.

A vista de aquel bello rostro pálido y los hermosos ojos cerrados para siempre, un sentimiento de   —333→   rabia salvaje se apoderó de Rosa, y le restituyó su fuerza.

Alzose del suelo, y estrechamente entre sus brazos el cuerpo inanimado de su amiga tendió entonces una mirada, como si buscara a su matador.

La carta fatal se ofreció entonces a sus ojos.

A su vista, todo lo comprendió. Rosa, antes de ver la luz, había llorado en el seno de su madre; y por tanto, poseía el don de percepción.

-¡Inés! -exclamó; y en ese nombre su dolor amontonó todas las execraciones.

Besó la frente y las mejillas pálidas de Aura; lavó su herida, peinó sus largos cabellos y abrazando otra vez el yerto cadáver, «hasta luego», le dijo, como otras veces; y salió llevándose la carta.

Al oscurecer de aquella noche, el coronel envió fuera con diferentes pretextos a todos sus criados. Cuando hubo quedado solo, aprestó su carruaje; colocó en el fondo el cadáver de su hija, y disfrazado con la librea del cochero, saltó al pescante, y tomando el campo de Maravillas, atravesó la portada y se dirigió al cementerio.

Llegado a las primeras tapias del fúnebre recinto, el coronel se detuvo; dejó el pescante y acercándose a una puertecita estrecha y baja que daba entrada al campo santo, apoyó el hombro contra las maderas del postigo y dándole un empellón, rompió la   —334→   cerradura y la abrió. Hecho esto volvió hacia el coche y tomando en brazos el cadáver de su hija, internose entre las sombrías avenidas de cipreses.

Detrás de él, deslizábase, con callados pasos una mujer que oculta entre unas matas de higuera cerca de aquella puerta, esperaba desde la entrada de la noche.

El coronel fue hacia un rincón donde habían amontonado varios instrumentos; cogió un pico y una lampa, y abrió una fosa donde dio a su hija ignorada sepultura.

Cuando hubo echado sobre sus restos la última paletada de tierra, sin hacer sobre aquel triste sepulcro la señal de la cruz; sin darle ni una mirada, ni una plegaria, impasible y silencioso, alejose con rígidos pasos.

La luz del alba encontró a la mujer que se introdujera furtiva, en pos del coronel, de rodillas al lado de la tumba.

Aquella mujer era Rosa.




ArribaAbajo- VI -

El punto de honor


Cuando el coronel entró a su casa cumplida la fúnebre tarea, sintiose devorado de fiebre y casi   —335→   moribundo; pero lejos de tomar ni un momento de reposo, aterrado a la idea de que el delirio viniera a arrancarle su terrible secreto, hízose fuerte contra el mal y lo venció.

Hizo más: desterró de la mente y del corazón al recuerdo de su hija, y cuando a pesar suyo, la dulce imagen le aparecía, rechazábala indignado, oponiéndole los rencores implacables de la honra y del orgullo.

Empeñado en olvidar, diose a viajes, a estudios, a ejercicios militares; a todas las distracciones, en fin, que su edad y su rango le permitían.




ArribaAbajo- VII -

La intuición del odio


Inés lo había todo adivinado. La desaparición de los esposos, la lúgubre alegría del coronel, y una cesión de todos sus bienes, que su hermano la envió de Panamá, no la dejaron ya nada por saber respecto al terrible desenlace preparado por ella.

Al abrir el pliego, que contenía sólo el acta de donación, Inés sonrió con su encantadora sonrisa; y volviéndose a un bello joven de raza sajona, que sentado al lado suyo le contemplaba con amor:

-Querido Welsley -le dijo-, la hora de nuestra   —336→   felicidad se acerca. Un obstáculo de menos y seré vuestra.

-¡Oh! amada mía -exclamó el joven, con apasionado acento-, ¿qué es necesario hacer para apresurar esa hora de ventura? ¿Dónde existe ese obstáculo? Nómbralo y yo lo venceré.

-Mi hermano tiene esa misión. ¡Cuán hermoso es mi hermano! ¿Sabéis que acaba de hacerme inmensamente rica? En otro tiempo esta circunstancia habríame sido completamente indiferente; pero desde que me amáis...

-¡Ah! ¡siempre ese lenguaje ceremonioso!

-Y bien, Edgardo mío, desde que tú me amas, desde que yo te amo, doyme a soñar contigo en las delicias de una vida nómada, errante y suntuosa a la vez, al través de los mares, y de los lejanos continentes habitando hoy un palacio en París; mañana un kiosco a las orillas del Bósforo; otro día un alcázar en la fantástica Bagdad... Di: ¿no te sonríe esta variada existencia, oh, hija de la excéntrica Albión?

-¡Ah! -exclamó Edgardo, besando la blanca manita tendida hacia él-. ¡Cuán hermoso es ese sueño de tu poética fantasía! Place por sí sólo a mi gusto, de suyo aventurero. ¡Cuál será realizado contigo!

En ese momento trajeron a Inés una carta. Encerrábala un sobre tosco, y llevaba un timbre que   —337→   turbó visiblemente a la novia de Welsley. Pero, disimulando su emoción:

-¿Permite mi amado señor? -dijo con su deliciosa sonrisa. Y abrió aquella carta.

Una mano impaciente, estrujando la pluma, había trazado en ella estas palabras que hicieron palidecer a Inés:

«Tú que conoces la violencia de mi carácter y la inmensidad de mi amor, debes comprender que tu ausencia es la muerte, y mi espera el infierno.

¡Y bien! piensa que te amo y espero...».

Inés hizo un violento esfuerzo para llamar la serenidad a su frente.

-¡Pobre querida chica! -exclamó-. Esta hija de los campos se ha prendado de mí con un cariño verdaderamente salvaje, y quiere a todo trance venir a reunirse conmigo, abandonando a sus padres, y desafiando el ridículo que aquí la aguarda. Amaríasme tú, Edgardo, con tanta abnegación.

-Ruégote que pongas a prueba mi amor.

-¡Oh!, tiempo de sobra tengo para probarlo con el hierro y con el fuego... como a los antiguos mártires -añadió, mirando contenta en una espejo, el rosado tinte que había reemplazado su palidez.



  —338→  

ArribaAbajo- VIII -

Más allá de la muerte


-¡Jesús! ¡en el principal están penando!

-¡Ah! ¡lo has oído tú también! Y me llamaban visionario, cuando te dije que había visto la otra noche un bulto negro atravesar el salón.

-Anoche estaban llorando en el cuarto de la señorita.

-Cómo no, si el señor se empeña en tenerlo todo cerrado. Aunque no fuera sino para sacudir. Cuando la niña vuelva encontrará un quintal de polvo en cada mueble.

-¿Sacudir? No entrara yo allí ni aunque lo mandara el Papa. Yo no quiero caerme muerto.

Así hablaban una noche, en la cocina, los criados del coronel.

Huachalla callaba. Él sabía qué alma en pena era la que lloraba. Rosa había guardado siempre la llave del oratorio; y, con asombro el viejo soldado, en vez de esperar tranquila el regreso de su amiga, venía todas las noches enlutada y llorosa a vagar gimiendo en su desierta morada.



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ArribaAbajo- IX -

Allende los mares


Un día los diarios de París trajeron a Lima la relación de un suceso que derramó el dolor en los altos círculos sociales.

«Un duelo misterioso -decía La Patrie en su crónica- ha tenido lugar ayer en el bosque de Boulogne. He aquí el hecho, referido por el único testigo que ha podido dar alguna luz sobre este extraño acontecimiento.

Anoche, el joven y distinguido Luis S., secretario de la Legación Peruana, asistía al baile que el embajador de Persia daba en su magnífico palacio. En tanto que el joven americano se entregaba al placer de aquella brillante fiesta, un desconocido se presenta en su casa. Recíbelo su ayuda de cámara. Pregunta a éste por su amo. Al saber en dónde se encontraba, pidió al ayuda de cámara que lo acompañara para trasmitirle un aviso.

El criado lo siguió hasta su coche, donde el incógnito lo mandó tomar asiento al lado de un hombre, al parecer criado suyo.

Llegados a la embajada de Persia, el desconocido dio al ayuda de cámara una tarjeta para su amo;   —340→   tarjeta que el criado no pudo leer porque iba encerrada en una cubierta inscripta para aquel.

El criado la entregó a un oficial de la embajada.

Poco, momentos después, el joven secretario se precipitaba en el coche, gozoso, risueño, tendiendo los brazos al desconocido.

Pero este ceñudo y silencioso presentole dos pistolas.

Y el ayuda de cámara creyó entender estas palabras dichas en español, idioma que el criado no conocía.

-He aquí el abrazo que debe reunirnos.

El semblante del secretario expresó, primero asombro, después dolor; y su labio murmuró un nombre. Después, ambos guardaron profundo silencio.

El cochero instruido de antemano por su amo, del sitio donde debía llevarlos, condújolos al bosque de Boulogne.

Los dos adversarios se colocaron a un paso de distancia apoyada el arma del uno en el pecho del otro. El desconocido pidió una seña. Diola su criado, y la siguió una detonación.

Luis S. había caído muerto. Su contrario estaba en pie: Luis no había disparado su arma.

El desconocido cogió la pistola cargada de entre la mano yerta del cadáver; aplicola a su propio pecho,   —341→   y cayó a su vez, atravesado de una bala su corazón.

El criado del incógnito tomó en sus brazos el cuerpo inanimado de su amo, y lo colocó en el coche, que partió a galope y desapareció.

El cadáver del joven secretario fue conducido a su casa, sin que la Policía haya podido descubrir huella alguna del de su misterioso adversario».

Dos personas solamente sabían quién fue el matador de Luis.

Inés y el coronel.

Inés lo adivinó; y la palidez del crimen subió por primera vez a su frente; y por vez primera el terror del delito penetró en su alma. Tuvo miedo de su soledad; miedo supersticioso, y escribió a Welsley: «El obstáculo que impedía nuestra unión ha desaparecido; y ahora puedo ser tuya».

El coronel recibió una carta datada en París y que contenía estas líneas:

«Al primer naufragio que tenga lugar en el Mediterráneo, los diarios de París anunciarán entre los nombres de los que hayan perecido los de Enrique R. y su bella esposa, que regresaban de Egipto. Vivid en paz. Desde mañana una tumba ignorada guardará para siempre nuestro secreto».



  —342→  

ArribaAbajo- X -

La deuda de sangre


La elegante casa de Inés hallábase una noche brillantemente iluminada; sus salones llenos de una escogida concurrencia. Numerosos criados, vestidos de ricas libreas, circulaban entre los convidados ofreciéndoles exquisitos refrescos. El suelo estaba sembrado de flores, el aire saturado de perfumes. Las jóvenes vestían blancos cendales, las señoras costosas galas; los hombres el frac negro de rigorosa etiqueta. Un grande acontecimiento, el acontecimiento capital iba a tener lugar esa noche: Inés daba su mano al bello, rico y espiritual Edgardo Welsley.

Ocho preciosas jóvenes amigas de la novia hacían los honores de la fiesta en tanto que ésta se aprestaba para hacer su entrada en el salón, donde la esperaban, el sacerdote, el esposo y los testigos agrupados en torno a un altar improvisado, cubierto de flores y ricas telas.

Sola en su retrete, Inés daba la última ojeada a su elegantísimo tocado compuesto de rizos, brillantes y azahares. Estaba tan bella, que no se cansaba de contemplar, su imagen, reproducida en el espejo; y le enviaba sonrisas y adoraciones.

  —343→  

De repente exhaló un grito.

Detrás de su corona de novia, Inés vio surgir dos ojos negros llameantes, terribles, que la miraban con expresión siniestra.

-¡Bruno! -exclamó aterrada ante la inesperada visión.

-¡Sí! -respondió éste, Bruno, a quien no esperabas, enteramente olvidaba de tus promesas.

-¡Oh Dios! ¿qué me quieres pues?

-¡Vengo a reclamar el precio de mi crimen: tu amor!

-¿Desgraciado, ignoras que en este momento voy a dar mi mano a otro?

-¡Infame! sal de aquí, o mando a mis criados que te arrojen.

-¡Perjura! ¡vas a seguirme!

-¡Edgardo! ¡socorro! -gritó espantada Inés.

-¿Quieres darte a otro? ¡Pues muere!

Y Bruno hundió su puñal en el pecho de la joven bañando en sangre su blanco vestido de novia.

Inés cayó sin poder dar un ¡ay!: el puñal de Bruno le había atravesado el corazón.

Consumado el crimen, Bruno, en vez de huir, esperó.

Los convidados, atraídos allí por los gritos de Inés,   —344→   encontraron al asesino sentado tranquilamente al lado de su víctima.

Como el coronel, como Rosa, como Enrique, él también guardó su parte en el secreto de aquel fúnebre drama; y preguntando por los motivos que lo llevaran a perpetrar aquel horrible asesinato, declaró que había asaltado a la novia con el objeto de robarla sus diamantes, y que resistiéndose ella a entregárselos, la mató.

Y sus labios selláronse sobre esta declaración durante el largo tiempo que, cargado de cadenas, permaneció en el fondo de un calabozo.




ArribaAbajo- XI -

La voz del alma


Apoyado en la rara energía que le era característica, el coronel había logrado serenar su alma, y dar una marcha normal a su solitaria existencia. Cerró su corazón como un sepulcro; sellolo con la fría lápida del orgullo, y vivió sólo de las áridas combinaciones de la cabeza. Huía de toda tierna reminiscencia, de todo dulce sentimiento, y comparándolo con los tormentos que había sufrido, hallábase bien con aquel marasmo del alma.

Un día sin embargo, el corazón habló más alto que   —345→   el orgullo, y se sobrepuso a las vanas combinaciones de la cabeza.

El coronel atravesaba el puente una tarde, a la caída del día. El sol se ocultaba entre las enrojecidas nubes de occidente; y el cielo y la tierra tomaban ese tinte melancólico, tan propicio a las suaves emociones.

De repente, el coronel se detuvo, con la mirada fija en lontananza.

Sus ojos habían divisado el cementerio, cuya bóveda destacábase blanca sobre la oscura fronda de los cipreses.

A esa visita, el coronel sintió desgarrársele el corazón, y un hondo sollozo resonó en su pecho.

De lo alto de aquella lejana cúpula, diez y ocho años de ventura le sonrieron con la dulce sonrisa de su hija.

Viola niña, viola joven, viola muerta... Pero vio también ante su cuerpo inanimado aquella carta fatal; y huyó espantado, llorando, maldiciendo y contemplando, destruido en un momento el edificio de helada tranquilidad que alzará en torno de su alma.




ArribaAbajo- XII -

La revelación


Al entrar a su casa, el coronel encontró, esperándolo, a un oficial perteneciente a la guardia de   —346→   la cárcel. Venía a darle parte del deseo que un reo condenado manifestaba de verlo para hacerle una declaración.

El coronel lo siguió.

Llegados a Carceletas, el coronel fue introducido al calabozo donde yacía el sentenciado esperando su traslación al antro formidable donde morirían quince años de su vida.

Larga fue la plática del reo, interrumpida de vez en cuando por el coronel con sollozos e imprecaciones.

-¡Matadme! -díjole el reo, al terminar aquella conferencia-. Por eso he querido haceros esta revelación.

-¡No! -respondió el coronel-, que te debo la inmensa felicidad de poder llorar a mi hija.

El coronel salió con el dolor pintado en el semblante; pero la frente iluminada con la aureola de una santa alegría.

De allí, sus pasos se encaminaron al cementerio; y cuando penetró en el sagrado recinto llevaba henchido el corazón de un sentimiento dulcísimo, mezclado de amor y de esperanza.

Al acercarse al sitio donde sepultó a su hija el coronel, vio con asombro que sobre aquella escondida tumba se alzaba un mausoleo de mármol coronado   —347→   de una bella estatua de alabastro, de una identidad tan pasmosa, que suplía al epitafio.

Apoyada la cabeza en el pedestal, una bella joven enlutada, elevados al cielo sus ojos, oraba en muda plegaria.

El coronel cayó de rodillas ante aquella mujer y ante la imagen de su hija.

A su vista, la joven se turbó, y una expresión de dolor y de resentimiento pintose en su semblante.

-¡Ángel del cielo! -exclamó el coronel-, tú, que vienes a velar el sepulcro que yo abandonaba, dime tu nombre para amarlo y bendecirlo.

-Fui su amiga, juré amarla más allá de la muerte, y cumplo mi promesa.

-¡Tu nombre! ¡tu nombre!

-Soy la hija de aquel a quien vos llamáis vuestro enemigo, y que gime en el destierro...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Un día, a la hora en que la luna se alza, blanqueando los mármoles y ennegrecidos los cipreses, dos ancianos y una joven de rodillas ante el sepulcro de Aura, oraban, con las manos entrelazadas, en señal de reconciliación.






 
 
FIN DE JUEZ Y VERDUGO
 
 


Abajo

El pozo del Yocci

  —348→     —349→  

A María Patrick

Cuando al escribir estas líneas, te las dediqué, Mary, lejos estaba de imaginar que cuando las publicara, traicionados los vínculos que nos unían, y la probidad del más noble de los sentimientos, esta dedicatoria había de ser para ti un sangriento reproche. Que Dios te perdone, Mary, como te perdona el corazón que destrozaste sin piedad.





  —350→  

ArribaAbajo- I -

El Abra de Tumbaya


Mediaba el año de 1814. La libertad sudamericana había cumplido su primer lustro de existencia entre combates y victorias; era ya un hecho: tenía ejércitos guiados por heroicos paladines, y desde las orillas del Desaguadero, hasta la ciudadela de Tucumán, nuestro suelo era un vasto palenque, humeante, tumultuoso, ensangrentado, que el valor incansable de nuestros padres, disputaba palmo a palmo, al valor no menos incansable de sus opresores.

En aquel divorcio de un mundo nuevo, que quería vivir de su joven existencia, y de un modo añejo, que pretendía encadenarlo a la suya, decrépita y caduca; en ese inmenso desquiciamiento de creencias y de instituciones, todos los intereses estaban encontrados, los vínculos disueltos; y en el seno de las familias ardía la misma discordia que en los campos de batalla.

A los primeros ecos del clarín de mayo, los jóvenes habían corrido a alistarse bajo la bandera de los libres. Los viejos, apegados a sus tradiciones, volvían los ojos hacia España; y temiendo   —351→   contaminarse al contacto del suelo rebelde que pisaban, recogían sus tesoros, y se alejaban desheredando a sus hijos insurgentes y dejándoles por único patrimonio una eterna maldición.

Vióseles a centenares, arrastrando consigo el resto de sus familias, vagar errantes, siguiendo los ejércitos realistas en sus peligrosas etapas al través de frígidos climas, o marcharse a la Península, dejándolas abandonadas entre hostiles pueblos del Alto Perú.

De esos tristes peregrinos, cuán pocos volvieron a ver el suelo hermoso de su patria. Dispersos, como los hijos de Abraham, moran en todas las latitudes; y en las regiones más remotas, encontraréis con frecuencia, bajo una cabellera cana dos ojos negros que han robado su fuego al sol de la Pampa, y una voz, de acento inolvidable traerá a vuestra mente el radiante miraje de esa tierra amada de Dios.

Sin embargo, los que a ella regresaron, en fuerza del tiempo y de acontecimientos, vinieron tristes y devorados de tedio.

Pensaron hallar en sus hogares la dicha de la juventud, y encontraron, sólo, un doloroso tesoro de recuerdos.

Al ponerse el sol de una tarde de octubre, tibia y perfumada, una columna, compuesta de un   —352→   escuadrón, y dos batallones, sabía la quebrada de León, mágico pensil que desde la tablada de Jujuy, se extiende, en un espacio de nueve leguas, hasta las mineras rocas de El Volcán.

Era aquella fuerza la retaguardia de las aguerridas tropas que, victoriosas en Vilcapugio, invadieron segunda vez el territorio argentino, y que retrocediendo ante las improvisadas huestes de San Martín, se retiraban, sino en desorden, llevando, al menos, vergüenza y escarmiento.

En pos de la columna, y cubriendo todos los senderos de la quebrada, venía una numerosa caravana, compuesta de jinetes, bagajes y literas.

Era la emigración realista.

Eran los godos, que se alejaban murmurando con rencor el judica me Deus; mientras obcecados por una culpable ceguedad, arrastraban a sus hijas, coros de hermosas vírgenes, hacia aquella gente non sancta, entre la cual tantas fueron profanadas.

Numerosas falanges de guerrilleros patriotas coronaban las alturas de uno y otro lado de la quebrada, flanqueando al enemigo con un vivo y sostenido fuego.

Los realistas rugían de cólera ante la imposibilidad de responder a esa mortífera despedida de adversarios, que, ocultos entre los bosques que cubren nuestras montañas, los fusilaban a mansalva,   —353→   acompañando sus descargas de alegres y prolongados hurras.

En fin, diezmados, y pasando sobre los sangrientos cadáveres de sus compañeros, los españoles llegaron a la boca de la quebrada. Los cerros, en aquel paraje, apartándose a derecha e izquierda, forman un vasto anfiteatro cortado al norte por el Abra de Tumbaya, honda brecha abierta por la ola hirviente del volcán que le dio su nombre. Figura una ancha puerta, que, cerrando el risueño valle de Jujuy, da entrada a un país árido y desolado, verdadera Tebaida, donde acaba toda vegetación. Enormes grupos de rocas cenicientas se alzan en confuso desorden sobre valles estrechos, sembrados de piedras y de salitrosos musgos. Nunca el canto de una ave alegró esos yermos barridos por el cierzo y los helados vendavales; y cada uno de aquellos grises y pelados riscos, parece una letra, parle integrante del fúnebre lasciate ogni speranza de la terrible leyenda.

La columna realista atravesó el solemne paso.

Siguiola el inmenso convoy de emigrados, que al trasponerlos, volvieron una dolorosa mirada hacia la hermosa patria que dejaban.

Nosotros también, un día de eterno luto, paramos en esa puerta fatal, y al contemplar los floridos valles que era forzoso abandonar, y los dédalos de   —354→   peñascos sombríos que al otro lado nos aguardaban, invocamos la muerte... Y después... después, la alegría y la dicha volvieron; y perdido nuestro edén, bastonos el cielo azul; y encontramos poesía en aquellos peñascos, y los amamos como una segunda patria. ¿En qué terreno, por árido que sea, no te arraigas, corazón humano?

Guerreros y peregrinos, atravesada el Abra, desfilaron a lo largo de los fragosos senderos, y se alejaron, confundiéndose luego con la bruma del crepúsculo... para perderse después en ese huracán de balas de metralla que, durante catorce años, barrió Sudamérica del septentrión al mediodía.




ArribaAbajo- II -

El vivac


Las sombras han sucedido al día, y a su bélico tumulto la plácida calma de la noche.

En el fondo de la quebrada, a la orilla izquierda del río de León, una línea de fogatas eleva sus rojas llamas bajo el ramaje florido de los duraznos. Es el campamento de los guerrilleros patriotas.

Allí, centenares de hombres de razas, costumbres y creencias diversas, unidos por el sentimiento nacional, guerrean juntos; partiendo la misma vida   —355→   de azares y de peligros; y en aquel momento, sentados en torno de la misma lumbre, reunidas en pabellones sus heterogéneas armas, y mezclando sus dialectos, se abandonan a las turbulentas pláticas del vivac.

Allí se encuentran, al acicalado bonaerense; el rudo morador de la pampa; el cordobés de tez cobriza y dorados cabellos; y el huraño habitante de los yermos de Santiago, que se alimenta de algarrobas y miel silvestre; y el poético tucumano, que suspende su lecho a las ramas del limonero; y los pueblos que moran sobre las faldas andinas; y los que beben las azules aguas del Salado, y los tostados hijos del Bracho, que cabalgan sobre las alas veloces del avestruz; y el gancho fronterizo, que arranca su elegante coturno al jarrete de los potros.

-Qué flaco está el rancho, sargento Contreras -exclamó un mulato salteño, dirigiéndose a cierto hombrón de rostro bronceado y ondulosa cabellera, mientras revolvía un churrasco en las brasas del hogar-. Nadie diría que hoy hemos matado tanto gallego de mochila repleta.

-Y llevando un convoy de víveres frescos, que no había más que pedir.

-¡Al diablo el comandante Heredia y su fuego de flanco! Otra cosa habría sido, si mandara cargar   —356→   por retaguardia: ni un sarraceno pasara el Abra para ir a contar el cuento. ¡Que no hubiese hecho cada uno como el capitán Teodoro: desobedecer y atacar!

-¡Pobre capitán Teodoro! ¡tan valiente y tan buen mozo!

-Hubiéralo yo seguido, si me encuentro cerca de él.

-Yo me hallaba entonces a la otra banda del río, encaramado en la copa de una ceiba vaciando sobre aquellos diablos la carga de mi fusil; y vi al capitán arrojarse, espada en mano, al centro de la columna. ¡Caramba! ¡Hubo un fiero remolino! Estocada por aquí, mandoble por allá... Luego sonaron casi a un tiempo cuatro tiros, y... todo se acabó... ya sólo vi un caballo que huía espantado río abajo.

-Yo hacía fuego, acurrucado en el hueco de un tronco, y vi al pobre capitán caer atravesado de balas. Por más señas que de una litera salió un grito que me partió el corazón. Fue una voz de mujer: de seguro era algo de él.

-O del oficial godo que mató del primer hachazo. ¡Pulsos tenía el capitán Teodoro!... y eso que no llegaba a veinte años.

-¡Teodoro! ¿Por qué no llevaba apellido?

-¡Quién sabe!

  —357→  

-Yo lo sé: porque su padre es un gallego ricacho y testarudo, que le achacaba a delito el servir en nuestras filas, y lo había desheredado, y hasta quitádole el nombre.

-¡No importa! así, Teodoro a secas, era un valiente soldado. ¡Malhaya la mano que le mató! No le pido más a Dios, sino el consuelo de ponerle a tiro de mi cuchillo.

-¿Dónde cayó el capitán?

-En la angostura del río, más allá de los cinco alisos, al salir a la altura de los sauces. El mayor Peralta fue ya en busca de su cuerpo.

-¡Hum! ¡Quién sabe si podrá encontrarlo!

A esa hora, el sol no se había puesto; y una pandilla de cóndores revoloteaba en el aire. Esos diablos en un momento despabilaban el cadáver de un cristiano...

-¿Quién vive? -gritó a lo lejos la voz de un centinela.

-¡La Patria!

-¿Qué gente?

-Soldado.

Y un jinete, llevando en brazos un cadáver, entró en el recinto del campamento.

-Por aquí, Peralta -gritó un hombre, saliendo de la única tienda que había en el campamento.

-¿Logró usted encontrarlo?

  —358→  

-Sí, comandante -respondió, con voz sorda, el otro; ¡aquí está!

El comandante recibió en sus brazos el cadáver y lo condujo a la tienda, donde lo acostaron sobre una capa de grana bordada de oro, despojo que, al principio de la campaña, había el comandante Heredia tomado al enemigo.

-He ahí, a donde conduce un ardimiento imprudente -exclamó el jefe dando una mirada de dolor al rostro ensangrentado del muerto-. ¡Pobre Teodoro! Acometió una locura, que ni aun sus veinte años podían excusar: ¡arrojo inútil y temerario, que lo ha llevado a la muerte! ¡Se habría dicho que la buscaba!

-Sí -respondió aquel que había traído el cadáver-, fue a su encuentro; pero así lo exigía el deber. No se compare usted con él, comandante. El alma de usted es reflexiva, fría y reside en la cabeza: la suya moraba en el corazón.

-¡Locos! -murmuraba Heredia, abandonando la tienda, convertida en capilla ardiente-. ¡Locos! Traer a esta guerra sagrada el imprudente arrojo de un torneo, es robar a la patria la flor de sus campeones. ¡Cuántos valientes más contaran nuestras filas con algunas calaveradas menos!

-¡El cumplimiento de un deber! -repetía Peralta, solo ya con el cadáver de su amigo-, el cumplimiento   —359→   de un deber: he ahí lo único que yo sé, noble amigo, del trágico desenlace de tu historia; pero tu fin ha sido grande y glorioso. ¡Duerme en paz!

Y sentándose en una piedra, ocultó el rostro entre las manos y se hundió en dolorosa meditación, en tanto que los rumores del campamento se extinguían, sucediéndoles el canto del búho y el aullido de los chacales, que no lejos de allí destrozaban los sangrientos miembros de los muertos.




ArribaAbajo- III -

El punto de honor


Pocos días antes de aquel en que tuvieron lugar los sucesos mencionados arriba, al promediar una noche de primavera, tibia y resplandeciente de estrellas, dos jinetes vadeaban el río de Arias, raudal límpido, que se desliza encerrado entre dos floridas márgenes perfumadas con setos de rosas, y en cuyos remansos, las hermosas hijas de Salta, van a zambullirse y triscar como las ninfas de la fábula, abandonando a la honda sus largas cabelleras.

Profundo silencio reinaba ahora en estos parajes, y sólo se oía el zumbar de los insectos nocturnos, y el manso murmullo de la corriente rompiéndose entre los guijarros.

  —360→  

Ganada la opuesta orilla, los dos caminantes subieron el barranco, ocultaron sus cabalgaduras entre la fronda de un matorral, y se internaron en el tenebroso paisaje, siguiendo con precaución los senderos que conducían a la ciudad, que al frente, y a corta distancia, se destacaba en vagas siluetas al misterioso claroscuro de la noche.

Salta, la heroica, la ocupada momentáneamente por tropas realistas, y circuida, casi asediada, por los guerrilleros patriotas, yacía, sino dormida, tétrica y silenciosa. De su seno se elevaba de minuto en minuto, como los gemidos de una pesadilla, el alerta inquieto de los centinelas españoles, contestado a lo lejos por las amenazantes imprecaciones de los patriotas, cuyos fuegos brillaban en la falda de San Bernardo, y sobre las alturas de Castañares.

Llegados al frente de la quinta Isasmendi, uno de los dos viajeros detuvo por el brazo a su compañero.

-Henos aquí -le dijo- a la entrada de la ciudad.

En el corto plazo de dos horas, ambos tenemos que cumplir, en parajes diversos, tú una orden del comandante, yo un anhelo del corazón. Es la una. A las tres me encontrarás en este sitio. Separémonos.

-¡Cómo! ¿No vienes conmigo? Yo creía que habías pedido licencia para acompañarme en la   —361→   difícil misión de decidir a ese avaro Salas a que suelte los cordones de su bolsa para equipar nuestra gente.

-No; otro motivo me trae; motivo inaceptable para el comandante, y quizá para ti mismo, querido Peralta; por eso te hice de ello un misterio.

-¡Anhelos del corazón! Algún amorcillo de la infancia. ¡Claro está! Dejaste Salta a los doce años; pasaste siete en los claustros de la universidad cordobesa; los dejaste para servir en el ejército y hoy vuelves por primera vez a la ciudad natal... ¡Ah! ¡Teodoro! ¡Tú me sacrificas a una muñeca de escuela! Yo contaba con tu elocuencia para destruir los horribles argumentos de aquel tacaño. ¿Qué puedo decir a ese maldito enterrador de tesoros, para determinarlo a exhumar uno de ellos? Me dará un no redondo; y yo no llevo eso al comandante.

-Nada más fácil que persuadir a Salas -recuérdale su hijo Alberto, que prisionero en Vilcapugio, yace cargado de cadenas en la Casamatas del Callao-. He ahí un poderoso estímulo para ablandar su avaricia.

-¡Tienes razón! Ni siquiera había pensado en ello. ¡Sea!... Pero... ¡Teodoro!... ¿Dónde vas?

  —362→  

-Al oírte, se diría que te interesa mucho saberlo.

-Inmensamente. Escucha. Bajo esas bóvedas que blanquean en las tinieblas, duermen o velan algunas docenas de bellos ojos que tienen cautiva mi alma.

Este exordio, ¿no te revela el recelo de tener un rival, y la necesidad de tranquilizar al amigo que te pregunta? ¿Dónde vas?

-A casa de mi padre -respondió el interrogado, sonriendo tristemente.

-¡A casa de tu padre, que te ha maldecido y cerrado sus puertas porque sigues la bandera de los libres!

-Aunque injusta, me inclino ante esa cólera, y no pretendo desafiarla. Dios, en la equidad de sus juicios, acordará a cada uno de nosotros, la parte de indulgencia que merece: al uno como americano, al otro como español.

Pero hay en esa casa, vedada para mí, un ser querido, una hermana que deseo abrazar; hay un sitio vacío por la muerte, donde anhelo prosternarme y llorar antes que mi padre, decidido a emigrar a la Península, me haya arrebatado la una y enajenado el otro. Esta llave de una puerta excusada del jardín, que yo llevé conmigo, como un recuerdo, me abrirá paso a ese recinto sagrado, donde voy a   —363→   introducirme como un ladrón, en busca de tesoro de recuerdos.

-¡Perdóname, querido Teodoro! Perdona a este incorregible calavera las ligerezas que viene a mezclar a los dolores de tu alma...

-Incansable charlada; ¿olvidas que el tiempo no vuelve?

-¡Tienes razón! ¿A las tres te encuentro aquí?

-Si así no fuere, ruégote que no me aguardes; vuelve solo al campamento.

Y aquellos dos hombres separáronse y tomando rumbo distinto, el uno siguió adelante y se internó en las revueltas callejuelas de la Banda, el otro torciendo a la derecha, se dirigió hacia la parte meridional de la ciudad, costeó el Tagarete durante algunos minutos; atravesolo por el arco derruido de un puente, y entró en una calle flanqueada por un lado de fachadas góticas, por el otro de altas tapias, sobre las cuales desbordaba la exuberante vegetación de esos románticos jardines, que tanta poesía derraman en las vetustas casas de Salta.

Recatando el rostro, la espada y el azul uniforme de los patriotas bajo el embozo de su capa de viaje, el joven se deslizaba a la sombra de los muros, con el rápido paso del que conoce su camino, deteniéndose tan sólo, para absorber en suspiros el ambiente perfumado de la noche.

  —364→  

La rama de un jazmín, que descolgaba sus blancas flores sobre la calle, rozó al paso el ala de su sombrero.

A este contacto el joven patriota levantó la cabeza y paseó una triste mirada por los grupos de árboles que descollaban en obscuras masas al otro lado del muro.

-¡He ahí el vergel que plantaron tus manos, madre querida! -murmuró con doloroso acento-, he ahí las flores que tanto amabas. ¡Ah!, deja un momento la mansión celeste y mezclándote a su deliciosa esencia, ven a acariciar la frente de tu hijo proscrito y maldecido.

Calló; y apartando los enmarañados festones de lianas que lapizaban las paredes, buscó a tientas, y encontró una puerta que se dispuso a abrir, con la llave que había mostrado a su compañero.

Pero en el momento que la introducía en la cerradura, la puerta se abrió y en su vacío obscuro se dibujó una sombra.

Dos exclamaciones partieron a la vez.

-¡Un hombre saliendo a esta hora de la casa donde Isabel habita!

-¡Un hombre que pretende entrar a la morada de Isabel!

-¿Quién eres tú que osas cerrarme el paso?

Dijo furioso el uno.

  —365→  

-Soy su amante; ya ves que tengo derecho para impedirlo -respondió con aplomo el otro.

-¡Yo soy su hermano y tengo el derecho de matarte! -rugió el joven patriota, arrojándose sobre su contrario y haciéndolo retroceder hasta el interior del jardín.

-¡En guardia! infame profanador de mi honra -continuó, arrojando su embozo-, ¡defiéndete!, porque de aquí, no saldrás sino muerto o pasando sobre mi cadáver.

-Mátame -respondió el otro-, pero sabe que amo a tu hermana y que iba a ser su esposo, tan luego que la severa disciplina de campaña me permitiese demandar su mano.

Y desembarazándose de la capa que lo cubría presentole su pecho sobre el que se cruzaban los alamares de un rico uniforme color de grana.

-¡Ah! -exclamó el patriota, paseando sobre su contrario una mirada de odio-, ¡eres un godo! ¡Bendito sea Dios, que me trae a tiempo de evitar, matándote, tu alianza, más vergonzosa que la misma deshonra!

Y los aceros se cruzaron.

La espalda del patriota atacaba con furia; la del realista ceñíase a una estricta defensa.

-¡Quién vive! -gritó de repente una voz de acento español; y al mismo tiempo, las culatas de   —366→   muchos fusiles descansaron con fracaso en el umbral de la puerta. Era una patrulla.

-¡Hermano de Isabel! No huyo; te salvo -dijo en voz baja el realista, ganando la puerta que cerró tras sí.

El joven patriota exhaló un rugido, y se arrojó sobre la puerta, procurando abrirla. Esfuerzos vanos: el español había dado dos vueltas de llave.

Desesperado, mirando en torno con ojos chispeantes de ira, apercibió las ramas trepadoras del jazmín y se abalanzó a ellas.

Pero en el momento que dejaba el suelo, dos brazos rodearon sus rodillas con fuerza convulsiva.

Volviose colérico, y vio a sus pies una figura blanca, pálida y desmelenada, que le tendía las manos en angustioso silencio.

-¿Qué me quieres tú, ser desgraciado? -exclamó el joven-, vil capricho de un godo, ¡suelta! yo no te conozco, si no es para maldecirte.

Y rechazándola con desprecio, asiose al ramaje, escaló el muro y saltó a la calle. Pero ésta hallábase desierta: su enemigo había desaparecido.

Una lágrima de rabia surcó la mejilla del joven patriota.

-Infame sarraceno -exclamó-, ¡yo te sabré encontrar para arrancarte la vida, aunque te ocultes en las entrañas del infierno!

  —367→  

Y sombrío, silencioso, sin dar siquiera una mirada a esa casa donde venía en busca de tiernas emociones, alejose a largos pasos y se perdió en la noche.

Poco después, en la quebrada de León, teniendo por testigos un millar de héroes, el joven patriota cumplió su voto: buscó y mató a su adversario entre las filas mismas de los suyos, y a los ojos de aquella cuya deshonra iba a vengar. Cercado de enemigos, vendioles caro su vida; pero cayó, en fin, atravesado por las balas realistas al lado de las víctimas que acababa de sacrificar.

Peralta recogió su cuerpo y lo sepultó en el cementerio de Santa Bárbara, recinto fúnebre situado a la vera del río Chico, entre los perfumados jardines de Jujuy. Un grupo de adelfas cubre su tumba, embalsamándola con la deliciosa esencia de sus rosadas flores. Quien escribe estas líneas, sentose a su sombra un día de dolorosa memoria.




ArribaAbajo- IV -

El barro de Adán


Cinco lustros habían pasado sobre aquellos días de sacrificios y de gloria. El mismo escenario se   —368→   ofrece a nuestras miradas; pero cuán diferente el drama que en él se representa.

Los héroes de la independencia, una vez coronada con el triunfo de su generosa idea; conquistada la libertad, antes que pensar en cimentarla, uniendo sus esfuerzos, extraviáronse en celosas querellas; y arrastrando a la joven generación en pos de sus errores, devastaron con guerras fratricidas la patria que redimieran con su sangre. Olvidados de su antigua enseña: unión y fraternidad, divididos por ruines intereses, volviéronse odio por odio, exterminio por exterminio. Un nombre, un título, el color de una bandera pusieron muchas veces en sus manos el arma de Caín, que ellos ensangrentaron sin remordimiento, obscureciendo con días luctuosos la hermosa alborada de la libertad.

El cáliz amargo de la ingratitud apurado a largos tragos, dio muerte al gran Bolívar, Sucre, Córdoba, Dorrego, Salaverry, cayeron asesinados o sentenciados por sus antiguos hermanos de armas; La Mar, Arenales, Gorriti habían muerto en el destierro; y en el momento que tenían lugar los sucesos que vamos a referir, los paladines de Pichincha y Ayacucho, y los de Salta y Tucumán, separados por una doble línea de fortificaciones, enviábanse mortales saludos, anhelando, impacientes, la hora de llegar a las manos.

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¿Qué motivaba aquella contienda entre bolivianos y argentinos? Un trozo de tierra que juntos arrancaran en otro tiempo al enemigo. Dueños de inmensas y fértiles regiones, abandonadas a las fieras, dispútanse a sangre y fuego un rincón semisalvaje, aislado por las moles inaccesibles de los Andes.

Dos campeones de la guerra sagrada mandaban ahora los ejércitos beligerantes: Felipe Braun y Alejandro Heredia.

El uno, teniente del protector de la conferencia perú-boliviana, seide, el otro, del feroz dictador de la confederación argentina, cada uno de ellos hacía la guerra al uso del poder que servían. Éste lanceaba a sus prisioneros; aquel los enviaba al interior de Bolivia, de donde los hacían marchar al Perú para ser enrolados al ejército; y atravesada la frontera, Braun procuraba mantenerse en la prudente reserva prescrita en su plan de campaña; Heredia, al contrario, aplaudía, celebrando con fiestas y ascensos al temerario vandalismo a que se abandonaban con frecuencia los jefes de su vanguardia, que seguidos de algunos soldados, y extraviando caminos, ayudados de la noche, burlaban la vigilancia del enemigo y se introducían en el territorio boliviano, arrasándolo, con furiosos malones, como llamaban ellos al pillaje que en tales ocasiones ejercían sobre personas   —370→   y bienes, regresando cargados de botín a su campamento, donde eran recibidos con gritos de alegría.

Estos atrevidos golpes de mano que envolvían en sí un sangriento ultraje, llenaban de indignación al ejército boliviano, sobre todo a los oficiales jóvenes, que, contenidos a pesar suyo por la helada calma de Braun, envidiaban con venenoso despecho la salvaje libertad concedida a la audacia de sus enemigos.




ArribaAbajo- V -

La fuga


Una noche, en el consejo de guerra, exasperados por su forzada inacción, sublevábase contra las restricciones que el jefe imponía a su ardoroso coraje. Un nuevo insulto inferido en la persona de un cura anciano y venerable, había venido a colmar la medida de su cólera; los argentinos, en una de sus nocturnas invasiones lo arrebataron del templo mismo de su parroquia, a pocas leguas del ejército, mientras que rodeado de sus feligreses imploraba para todos los hombres, la paz y la concordia.

Tratábase de vengar este agravio; y el consejo en un voto unánime pedía esta satisfacción, agobiando a Braun con muestras de profundo descontento.

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-¿Qué queréis? -decíales el antiguo veterano-, ¿puedo yo algo contra las decisiones inapelables del supremo poder? Hoy mismo, un correo de gabinete me ha traído órdenes apremiantes a este respecto. El protector quiere regularizar la guerra en la esperanza de un pronto arreglo que le permita reconcentrar todas sus fuerzas en el Perú, para hacer frente a la poderosa cruzada que en este momento se organiza en Chile. ¿Cómo realizar aquella idea si devolvemos al enemigo escándalo por escándalo? Convenid, pues, en que las represalias, en tales circunstancias, serían un hecho impolítico, absurdo. Además...

-¡Ah! general -exclamó un oficial interrumpiéndolo-, no era así como usted y el mismo cuya autoridad invoca, hacían la guerra allá, cuando la sangre de la juventud corría por sus venas. Por Dios, ¡cuánta paciencia dan los años!

-Ella es su único privilegio, comandante Castro -respondió Braun, sonriendo a ese juvenil arranque con su calma alemana-. ¡Oh! Si supieran aguardar los que atraviesan la florida edad de la vida, no tan sólo tendrían el mundo a sus pies; lo soliviarían en sus manos...

En ese momento la voz del centinela profirió un enérgico ¡atrás! y casi al mismo tiempo un hombre jadeante de cansancio, y cubierto de polvo, se   —372→   precipitó en la tienda pasando sobre el arma que aquel cruzaba para detenerlo. Quien así infringía, a riesgo de su vida, la severa consigna de campaña, era un mensajero del corregidor de La Quiaca, pueblo situado a diez minutos de la línea divisoria de ambas repúblicas; traía el aviso de que una fuerza enemiga, introduciéndose dispersa, por diferentes puntos en el territorio boliviano, había asaltado la hacienda del gobernador de Moraya, saqueádola, entregádola a las llamas, y huido, llevándose prisioneros al propietario y su hija, la doncella más linda de la comarca.

-¡Lucía! -exclamó el comandante Castro, entre la explosión de gritos airados que estalló al oír esta nueva; y una veintena de adalides encabezados por él se arrojó en tumulto a la puerta de la tienda para correr hacia los potreros donde pastaban las caballadas del ejército.

Braun les cerró el paso.

-¡Deteneos! -gritó-. ¿Dónde vais? ¿Qué pretendéis hacer? ¿Correr tras esos bandoleros? ¡Qué locura! ¿Sabéis siquiera el camino que llevan en ese laberinto de quebradas donde en cada recodo encontraríais una emboscada en que pereceríais sin gloria, sin alcanzar vuestro objeto?

A estas palabras, los oficiales se detuvieron vacilantes. Castro palideció de indignación, y se   —373→   adelantó solo hacia el viejo guerrero.

-¡Paso! -exclamó con acento breve y resuelto- ¡paso! mi general, porque es forzoso que yo persiga a estos bandoleros, que los alcance y los extermine, vive Dios, o que deje en sus manos mi vida. ¿Sabe usted quiénes son los cautivos que a esta hora arrastran en pos suya, atados quizá a la cola de sus potros? Los seres que más amo en este mundo; mi padre adoptivo, su hija, mi desposada, la elegida de mi corazón. Cada minuto que pase es un crimen para mí; un peligro más para ellos... ¡Paso, general!

-Hola -gritó Braun, con severo acento volviéndose a la guardia-, detened a ese hombre; condúzcasele a su tienda y que se le guarde con centinela de vista.

En cuanto a ustedes, señores -continuó, dirigiéndose a los demás revoltosos- exíjoles la promesa de renunciar a esa locura, y reservar su valentía para las numerosas batallas que tendremos que dar hasta que hayamos dado cima a la grandiosa obra de la confederación perú-boliviana.

Forzado a ceder, Castro entregó su espada; pero murmurando con voz sorda:

-¡Tanto mejor!

Sus camaradas otorgaron también la promesa exigida y se retiraron cabizbajos; y al parecer resignados.

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Cuando Braun hubo quedado solo con su secretario y el mensajero, volviose a aquel, riendo con una risa silenciosa.

-¿Qué dice usted de esto, señor diplómata? ¿No es cierto que el mismo Talleyrand me envidiaría este golpe de estrategia? ¡Y esos muchachos se quejarán todavía! A todos ellos los he puesto en el punto que deseaban; es decir en el disparadero; al uno bajo la fuerza que sabe romper; a los otros en el lazo que saben desatar. En cuanto a mí, móvil de esos complicados resortes, pero sujeto a las prescripciones de ajena voluntad, réstame un papel: el de espectador; sí; pero espectador de los resultados deseados de mi propia obra, ¡qué diablo! Venga usted, doctor. Y tú -añadió volviéndose al mensajero- ve a decir al corregidor, que mañana a esta hora el gobernador de Moraya y su bella hija estarán en nuestro campamento...

-¿Ves esa bolsa? -dijo, de pronto, Fernando de Castro, acercándose al centinela que lo guardaba con ocho hombres y un oficial, dormidos en ese momento a la puerta de la tienda-, ¿ves que está llena? Mira lo que contiene.

-¡Oro! -murmuró el centinela.

-Es tuyo, si me dejas salir de aquí... ¿Ves esto? -añadió mostrándole un puñal-. Es para   —375→   atravesarte el corazón si das una voz, o haces el menor movimiento. Elige.

El soldado dejó caer su arma y quedó inmóvil.

-¡Bien! He aquí tu oro; guárdalo, y entrégame tus manos; porque tu resignación es como la mía de ahora ha poco, de todo punto falsa.

En un momento el joven agarrotó al centinela púsole una mordaza, y huyó por una abertura, que su puñal hizo en un lienzo de la tienda.

La noche era oscura; pero al dudoso resplandor de las estrellas Fernando divisó a espaldas de una tapia un grupo de hombres al parecer en acecho.

-Amigos o enemigos -se dijo-, vamos a ellos.

Eran sus compañeros, que lo recibieron murmurando en voz baja gozosas aclamaciones.

-Y ahora, Fernando -dijo uno de ellos-, ¿nos llamarás todavía tontos, cuando acabamos de interpretar tan maravillosamente el puñado de tierra con que has cegado al general?

-¡Oh!, ahora si que estás verdaderamente estúpido, Ávila. ¿Podía traducirse de otro modo mi conducta?... Pero ¡en qué fruslerías nos detenemos! Vamos a buscar nuestros caballos.

-Están prontos allá en el fondo de aquel barranco. Todos son nuestros caballos de estimación...

-¿Por dicha, cuéntase entre ellos mi volador?

¿No lo oyes?

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Relinchaba en ese momento un caballo en lo hondo del barranco indicado.

-¡Oh!... ¡gracias, amigos! Esto se llama tener a más de talento corazón...

Pocos instantes después Braun oculto con su secretario a la vuelta de una roca, vio desfilar veinte jinetes que se internaron en los tortuosos senderos de una quebrada, corriendo como sombras, sin despertar rumor alguno. Fernando y sus compañeros habían envuelto en lienzos los cascos de sus caballos para apagar el ruido de sus pasos.