Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —103→  

ArribaAbajo- XX -

Colonización de la California del Norte


La colonización de la California del Norte o Alta California es continuación de las misiones establecidas a través de todo el siglo XVIII en la península californiana. Fue la expansión natural del cristianismo que ya se había arraigado en la parte sur de la gran extensión de territorio que lleva el nombre de California: desde el cabo de San Lucas hasta el estado de Oregón.

Consideraciones de otro orden tuvieron parte en la determinación tomada por el virrey de México para explorar y conquistar las provincias del norte. En esos años se hablaba mucho de dos peligros que amenazaban a California: el peligro ruso y el peligro inglés. Los cazadores de pieles rusos se habían desbordado desde la Siberia hacia el Pacífico; en 1725 Catalina de Rusia había enviado al danés Bering rumbo a América y, por el estrecho a que el famoso marino danés había dado su nombre, los rusos habían empezado a efectuar desembarques en Alaska y lo que es ahora el estado de Oregón. Además, paso a paso iban estableciendo colonias rusas en América hasta llegar a la parte norte de lo que es ahora el estado de California.

Los ingleses también visitaban de cuando en cuando esas mismas costas y, junto con los rusos, significaban un serio peligro de invasión sobre California que España consideraba, cuando menos en teoría, como incluida en el virreinato de México.

Dos hombres iban a representar en la conquista y colonización de California los intereses de la Iglesia y del Estado. Por parte del Estado surgió un hombre de gran carácter y habilidad; su nombre era José de Gálvez. Por parte de la Iglesia surgió la figura extraordinaria del último de los conquistadores. Fray Junípero Serra, quien, no con la espada sino sólo con la Cruz, conquistó para México una extensa provincia y para Dios un mundo de cristianos, preparando además para los Estados Unidos un terreno fértil donde germinaran sus ideas de libertad y democracia plantadas ahí, como en raíz, por los misioneros franciscanos.

José de Gálvez, que había venido como Visitador Real de México en agosto de 1766, dio el primer impulso a la conquista material de California; pero su regreso a España en 1769 hubiera dejado trunca la obra si no hubiera tomado su dirección el valiente y decidido misionero fray Junípero Serra.

El padre Serra nació el 24 de noviembre de 1713 en la pequeña población de Petra, en la isla de Mallorca. Profesó en la orden franciscana el 15 de septiembre de 1731 y, después de haberse ordenado sacerdote, fue nombrado catedrático de la: Universidad Luliana en la ciudad de Palma. Aunque desempeñó su cargo con gran aplauso de todos, sintió fray Junípero que su vocación estaba en tierras de América a donde se encaminó el día 13 de abril de 1749 después de despedirse tiernamente de sus padres a quienes sabía muy bien   —104→   que no volvería jamás a ver sobre la tierra. Iba destinado al Colegio de «Propaganda Fide» (para la Propagación de la Fe) en la ciudad de México50.

Fue pronto designado a las misiones de Sierra Gorda, lugar agreste en la zona tropical del noreste de México que no había podido ser subyugado por las tropas de los virreyes; lugar en que, a pesar de la abundante vegetación, morían los indios de miseria. Fray Junípero, aunque ardiendo en deseos de convertir a esos indios a la fe, se dio cuenta de que, antes de poder resolver sus problemas espirituales, esas gentes necesitaban saciar su hambre. En los nueve años que duró fray Junípero trabajando ahí, no sólo aprendieron los indios a producir abundantes cosechas para su alimentación, sino que lograron empezar un activo comercio de las semillas sobrantes con los más apartados lugares de México. El padre Serra aleccionó a los indios para que cambiaran sus cereales por ganado, herramientas o vestidos. La alimentación de los indios no sólo aumentó en cantidad sino que mejoró en calidad, pues el misionero introdujo el cultivo de legumbres. Las trojes de las misiones que antiguamente no podían sostenerse sin ayuda ajena, llegaron a almacenar cinco mil fanegas sobrantes de maíz51.

En 1758 las misiones de Texas se encontraban en gran necesidad de misioneros debido a que, por una gran conflagración de los indios salvajes, varios misioneros habían sido asesinados y los demás habían huido en desbandada. Fray Junípero fue mandado traer de las misiones de Sierra Gorda al colegio de San Fernando con destino a las misiones de San Sabá en la provincia texana. Pero, a pesar de que fray Junípero se encontraba preparado para emprender el viaje de más de cuatrocientas leguas para sustituir a los mártires de San Sabá, circunstancias de índole administrativa difirieron su viaje. Los superiores religiosos le encomendaron entonces la misión de predicador en las zonas de Mezquital, las Huastecas, Tabuco, Tuxpan, Oaxaca, Tabasco, Tamiagua, Río Verde, etc., etc. Fue, pues, el padre Serra de pueblo en pueblo por casi nueve años anunciando las buenas nuevas del Evangelio a toda clase de gentes y dicen sus biógrafos que los frutos habidos en conversiones fueron muy numerosos.

A esta sazón, el visitador José de Gálvez, recién llegado de España, pidió en 1767 al rector del colegio de San Fernando que proporcionara misioneros para la colonización de las Californias. ¿Quién más indicado para esta delicada labor que el padre Serra? Ni siquiera se le consultó. Se le ordenó volver inmediatamente a México y ahí se le notificó que, en unos cuantos días, debería salir por el puerto de San Blas hacia su destino en la California. Él iría como superior de la compañía de doce misioneros franciscanos que habían sido destinados también a esa misión. El 14 de julio de 1767 salió fray Junípero   —105→   del colegio de San Fernando de la ciudad de México hacia el pueblo de Tepic donde debería de esperar a los otros misioneros.

Como tardaron éstos algo en llegar, fray Junípero aprovechó la espera para reunir ganado, implementos de trabajo y ornamentos de iglesia para las misiones. Por fin, venidos los misioneros y estando todos los preparativos terminados, salieron del puerto de San Blas el 12 de marzo de 1768. Después de diecinueve días de travesía por mar, desembarcó el padre Serra con sus doce misioneros en la Rada de Loreto, capital entonces de la California, el primero de abril de 1768.

Ocho días después salió de México a San Blas el visitador Gálvez y, después de visitar las Islas Marías y el puerto de Mazatlán, desembarcó en la Baja California en la primera semana de julio. Una vez ahí, suplicó al padre Superior que tuvieran una entrevista para organizar mejor la expedición al norte. La reunión se verificó en Loreto. En unos cuantos días esos dos grandes hombres formularon un plan magistral para la colonización y evangelización del presente estado de California. No una, sino cuatro expediciones saldrían casi simultáneamente de la Baja California; dos por mar y dos por tierra. Llevarían todo lo necesario para satisfacer las necesidades de los colonos durante los primeros meses, para lo cual se pediría a todas las misiones de California del Sur que contribuyeran generosamente y aún con espíritu de sacrificio para la magna obra; con ganado, caballos, aperos, víveres, ropa y todo lo necesario para el culto católico. La Baja California, se convertiría así en la evangelizadora y protectora de la California del Norte. El capitán Gaspar de Portolá y fray Junípero quedaron encargados de recoger esas contribuciones.

La generosidad con que ayudaron las misiones de la California del sur para la colonización de su hermana del norte hizo honor a la tradicional liberalidad mexicana. Una verdadera caravana desfiló por los valles y montañas de la península hacia el norte. La misión de Velicatá, recientemente establecida por fray Junípero, vio pasar por ahí centenares de vacas, toros, carneros, ovejas, cerdos, cabras y caballos que iban a la Alta California para servir de principio a los inmensos ganados que más tarde casi cubrirían los valles y montañas del gran estado de California. Velicatá se designó como lugar de reunión de las expediciones por tierra y de todo cuanto se destinaba para las futuras misiones y por esa puerta natural de la nueva California saldrían también más tarde hacia el norte carnes secas, granos de todas clases, semillas, harina, arroz, trigo, naranjas, limones, arbolillos de pera, manzanas, melocotón, ciruela y de otras frutas no conocidas antes en California; por ahí pasaron también las primeras plantas de plátano, así como semillas de flores y legumbres del antiguo y del nuevo mundo que los buenos frailes iban cuidando con esmero casi femenino para que llegaran lozanas a la Alta California y se aclimataran allá.

Las expediciones por mar salieron en dos barcos -el San Carlos y el San Antonio- desde la punta sur de la península a principios de 1769 llevando algunos misioneros y vituallas recogidas en las misiones del sur. Iban también un médico, un abogado, varios técnicos en agricultura, carpintería, herrería, etcétera.

  —106→  

La expedición terrestre se dividió en dos grupos; el primero encabezado por el capitán Fernando Rivera y Moncada, salió el 22 de marzo llevando como capellán al padre Juan Crespi cuyo nombre se habría de hacer famoso por el diario que escribió de la expedición a California. El otro grupo encabezado por el capitán Portolá y por el padre Serra salió de Velicatá casi dos meses después. El viaje duró algo más de cincuenta días y estuvo lleno de penalidades, especialmente para fray Junípero que sufría dolencias muy agudas en una pierna. Por fin el día 15 de julio el segundo grupo divisó las azules aguas de la bahía de San Diego y en ellas los mástiles de los navíos anclados a gran distancia de la costa. El gozo de todos fue grande.

Sin embargo, ese gozo quedó nublado con las tristes nuevas que recibieron al acercarse a la costa. Los dos barcos estaban atestados de enfermos, algunos muy graves, y el San Carlos era un verdadero cementerio. Habiéndoles faltado el agua potable en el camino, determinaron bajar en una isla, donde se surtieron de agua abundante; pero ésta estaba contaminada y toda la tripulación se enfermó. Para esa fecha -15 de julio- ya llevaban cuatro cadáveres arrojados al mar y el resto de la tripulación se hallaba muriendo de escorbuto52. El mismo médico, doctor Prat, se encontraba tan débil que no podía bajar a buscar remedio entre las hierbas del lugar para los enfermos de a bordo.

El padre Serra y sus compañeros empezaron en seguida a construir chozas para albergar a los enfermos. Éstos seguían muriendo a bordo y los que lograban bajar solamente vivían unas cuantas horas. La tragedia más espantosa daba principio a la historia de la Alta California.

Fray Junípero tuvo siempre su confianza puesta en Dios. Ayudado de los soldados, abrió pozos para sacar agua sana y limpia. Él y los otros frailes transportaron a los enfermos a sus improvisadas viviendas y tuvieron cuidado de ellos, dándoles medicinas y el mayor refrigerio posible. Se hicieron verdaderos padres para todos, a pesar de lo cual, tantos colonizadores murieron que faltaba tiempo para enterrarlos. El cementerio de aquellos centenares de hombres que dejaron ahí su vida se llama hasta hoy día La Punta de los Muertos (Dead Man's Point).

El padre Serra escribió en esta ocasión al padre Palau, su amigo y compatriota que había quedado de presidente en la Baja California:

«Yo, gracias a Dios llegué desde ayer, día primero de este mes a este puerto de San Diego, verdaderamente bello y con razón famoso. Aquí alcancé a cuantos habían salido primero que yo así por mar como por tierra, menos los muertos. Aquí están los compañeros, padre Crespi, Vizcaíno, Barrón, Gómez y yo. Todos buenos, gracias a Dios. Aquí están dos barcos y el San Carlos sin marineros, porque todos se han muerto del mal de Loanda (escorbuto) y sólo le ha quedado uno y un cocinero»53.

  —107→  

Después de enterrar a los muertos y de dar cuanto alivio se pudo a los enfermos, se dispusieron los padres a construir una pequeña capilla que estaría dedicada a San Diego, nombre dado ciento sesenta y siete años antes a este lugar por el explorador Vizcaíno. Se terminó la capilla en breve y se colgaron las campanas que habían traído de Velicatá. El día 16 de julio se inauguró la primera de las famosas misiones californianas. El padre Serra celebró una misa solemne, repicaron las campanas y todos cantaron un Te Deum de acción de gracias. La obra de la colonización de California empezaba a realizarse.

Pero los expedicionarios estaban a punto de enfrentarse con una de las más severas pruebas: la de la incertidumbre. Todas las provisiones traídas por mar habían quedado total o parcialmente dañadas durante la terrible enfermedad y mortandad de los marinos. Quedaba sólo lo que los expedicionarios por tierra habían ahorrado después de los dos meses que tardaron en llegar a San Diego. Durante la segunda mitad de 1769 se realizaron nuevas expediciones a Monterrey y a la bahía de San Francisco que fue así descubierta por primera vez en la historia54.

Llegó luego el invierno y no había ni medicinas para los que seguían enfermos, ni comida para los sanos, ni con qué protegerse de los rigurosos fríos de diciembre. Se determinó mandar el barco San Antonio al puerto mexicano de San Blas para que trajera todo cuanto se hacía necesario. Así pasó el resto de 176955.

Pasaron meses sin que se recibieran noticias ni del San Antonio ni del San José que había salido de Baja California con socorros. El 10 de febrero de 1770 se celebró un consejo de todos los dirigentes de la expedición con objeto de decidir lo que debería hacerse en aquellos angustiosos momentos. Todos decidieron volver. La colonización de California había costado ya demasiadas víctimas y demasiados sufrimientos y lo mejor sería abandonar la empresa. Todos aprobaron la decisión menos una persona, el padre Serra que dijo que ni él ni los otros misioneros volverían aun cuando tuvieran que quedarse completamente solos en California.

Se debatió ampliamente el caso y se vio que dejar solos a los padres entre aquellos indios salvajes equivaldría a dejarlos morir a sus manos. Así, pues, todos deberían regresar.

Entonces fray Junípero se arriesgó a hacer una proposición. Esperarían hasta el día 19 de marzo fiesta de San José, bajo cuya protección había puesto Gálvez el proyecto. Si para   —108→   ese día no llegaban los auxilios necesarios, todos regresarían el día siguiente. Se aceptó la idea por unanimidad.

Pasaban las semanas y no estaba ya lejano el día en que se cumpliría el plazo fatal. Los padres empezaron una novena de oraciones; llegó el día 19 de marzo y, como ya al caer la tarde no se viera llegar la ayuda anhelada, empezaron todos a hacer preparativos para levantar el campo. Era ya muy tarde, el sol se ocultaba ya en el horizonte cuando, ante la mirada expectante de fray Junípero, apareció en alta mar una manchita blanca que por minutos se agrandaba y se acercaba a la playa. Era la vela del navío San Antonioque llegaba a San Diego justamente a tiempo para salvar del fracaso la colonización de la Alta California. El barco San José que había salido mucho tiempo antes del San Antonio jamás volvió a puerto: como tantos otros barcos de aquella época, probablemente se lo había tragado el mar. El San Antonio había andado perdido buscando en vano el puerto de San Diego por las costas de California, hasta que, ya de regreso a la Baja California, los marinos lo divisaron.

Con los socorros llegados de México se dispusieron a continuar la marcha colonizadora hacia el norte. La expedición salió dividida en un grupo que caminó por tierra y otro grupo que se embarcó en San Antonio. A este segundo grupo se incorporó el padre Serra.

El día primero de junio de 1770 se encontraron las dos expediciones en Monterrey. Ahí, junto a su bahía56 fray Junípero celebró misa muy solemne y bendijo una gran cruz con que significaba la toma de posesión de aquellos territorios por parte de la Iglesia y del virreinato de México. Repicaron campanas, y los soldados dispararon tiros de fusilería57.

Así fue establecida la misión de Monterrey, dedicada a San Carlos Borromeo y que vino a servir de casa central donde el presidente (que fue el padre Serra hasta su muerte) vivió y desde donde salía para hacer fundaciones por toda California58.

El 14 de julio de 1771 se fundó la misión de San Antonio de Padua en un fértil valle de las montañas de Santa Lucía. Al año siguiente se fundó la de San Gabriel, cerca de lo que es ahora la ciudad de Los Ángeles; el primero de septiembre de 1772 se puso en servicio la misión de San Luis Obispo, donde los indios, al cuidado de los misioneros, se dedicaron a hacer sarapes y a cuidar los inmensos rebaños de ganado lanar que se multiplicó por la comarca.

  —109→  

La extensión bonancible del trabajo misionero llenaba de alegría a los religiosos; pero fray Junípero consideraba que era necesario unir las misiones de California con las de Nuevo México y abrir camino por las montañas para establecer así un comercio entre California y las provincias internas que habría de resultar sumamente benéfico para todos. Un ilustre mexicano, el capitán don Juan Bautista de Anza, llevaría a efecto este gran proyecto. Nacido en el presidio de Fronteras en el estado de Sonora, había servido por varios años en el ejército y en 1774 se hallaba como capitán en el pueblo de Tubac, del presente estado de Arizona.

Acompañado del misionero fray Francisco Garcés, escaló Anza las montañas que separan Arizona de California y llegó, después de innumerables peripecias, a Monterrey, capital ya de California. Subió luego hasta la bahía llamada hoy de San Francisco; exploró la comarca, escribió un diario de sus descubrimientos y emprendió el viaje hasta la ciudad de México para presentar al virrey un plan de extraordinaria importancia: el de establecer en California no ya sólo misiones, sino ciudades con gobierno civil.

Las misiones habían probado ser muy convenientes para ayudar a los indios; para enseñarles la civilización y para acostumbrarlos a la forma de vida española y cristiana. Pero, según Anza, en California se necesitaban verdaderas ciudades con gobierno independiente de la Iglesia, y cuyas autoridades fueran elegidas por el pueblo, según la forma democrática de vida de los pueblos españoles.

Acogió con beneplácito la idea el virrey don Antonio María Bucareli y en el mes de noviembre de 1774 la junta de gobierno de la ciudad de México aprobó el establecimiento de varias ciudades en California, entre ellas la de San Francisco, encomendando al capitán Juan Bautista de Anza la realización del proyecto. Bucareli obsequió para esta expedición colonizadora cuatro atajos de mulas, muchos caballos, y ganado. Ordenó que las familias de los primeros ciudadanos de San Francisco fueran transportadas a expensas suyas y dispuso que se les diera sueldo de tres años por adelantado. El cabildo de la ciudad de México entregó al capitán gran variedad de animales, víveres y ropa.

A mediados de 1775 salió Anza hacia el norte reclutando voluntarios y el 23 de octubre de 1775 se reunieron todos los colonizadores en San Miguel de Horcasitas (Sonora); eran en total doscientas cuarenta personas de diversas edades y sexos, formando treinta familias. Estas treinta familias mexicanas iban a fundar la ciudad de San Francisco. Figuraban en la expedición veintiocho soldados, siete arrieros, dos intérpretes, tres vaqueros que guiaban ciento cincuenta y cinco mulas, trescientos cuarenta caballos y doscientas treinta cabezas de ganado.

En su camino hacia el norte los expedicionarios pasaron por San Xavier del Bac, Tucson, Casa Grande y muy cerca del lugar donde se establecería más de cien años después la ciudad de Phoenix, Arizona. Continuaron hacia el río Gila y, torciendo aquí, hacia el río Colorado, llegaron hasta Yuma donde el cacique Palma los recibió con muestras evidentes de simpatía. Subieron luego a las montañas cubiertas de nieve donde, en la noche   —110→   de Navidad, nació un niño, pero donde murieron de frío y agotamiento, muchos de los animales que llevaban.

Bajando luego de las montañas hacia el Pacífico, arribaron a la misión de San Gabriel; cruzaron el río Santa Ana por donde se halla ahora el barrio de Riverside en Los Ángeles el cuatro de enero de 1776; y continuaron luego hacia San Luis Obispo, a donde llegaron el dos de marzo; atravesaron con alguna dificultad el río Salinas y por fin pudieron descansar en Monterrey el diez del mismo mes de marzo.

Permanecieron en Monterrey los viajeros más de tres meses mientras se apaciguaban los ánimos bastante exaltados de los indios de San Diego que, como veremos pronto, se habían sublevado. El 27 de junio ya estaban en la laguna de los Dolores en las cercanías del puerto de San Francisco y pronto se pusieron a desmontar la tierra para construir sus habitaciones, y sobre todo la capilla. El 17 de septiembre, ya urbanizado el lugar, se tomó posesión de esos territorios a nombre del virrey de México y se dijo la primera misa. La ciudad de San Francisco California quedaba así establecida. La capilla, sin embargo, no se había terminado para esa fecha y por eso no se considera la misión de San Francisco inaugurada sino hasta el 19 de octubre cuando el padre Palau, recién llegado de la Baja California, cantó ahí la primera misa en presencia de las autoridades y de gran concurrencia del pueblo.

Mientras peregrinaba la caravana de expedicionarios que iba a fundar la ciudad de San Francisco en el norte de California, sucedían hechos sangrientos en la misión de San Diego. En la noche del cuatro de noviembre de 1775 más de mil indios bárbaros atacaron la misión a cargo de los padres Luis Jaume y Vicente Foster y prendieron fuego a las viviendas. Salió el padre Jaume a ver qué ocurría cuando le salió al encuentro una bandada de indios. Los saludó como de costumbre diciendo: «Amad a Dios, hijitos» pero los salvajes se apoderaron del padre, lo llevaron a la espesura, junto a un arroyo y, quitándole el hábito por fuerza, lo golpearon con unas macanas y le dispararon flechas hasta matarlo. Una vez muerto, le machacaron la cabeza y el cuerpo y no le quedó parte reconocible.

Esos indios que se habían dejado seducir de sus hechiceros, siguieron ensañándose con los de su raza que estaban en la prisión, tratando de penetrar en ella y disparando flechas constantemente. Acudieron los soldados del presidio y defendieron la misión con valor extraordinario, pero todos ellos fueron heridos, a pesar de lo cual, mantuvieron a los atacantes a raya hasta que llegó el alba. Entonces los bárbaros, temiendo que llegaran refuerzos del norte, huyeron a las montañas.

Al saber fray Junípero lo que había ocurrido se afligió por la dolorosa muerte del padre y por los sufrimientos de los indios de la misión, pero a la vez dio gracias a Dios porque «ya California se había regado con la sangre de un mártir».

A pesar de esa desgracia ocurrida en San Diego, las misiones siguieron, multiplicándose. El primero de noviembre de 1776 se fundó la de San Juan Capistrano; el 12 de enero de 1777 la de Santa Clara y el 31 de marzo de 1782 la de San Buenaventura.

  —111→  

En 1777 se llevó a cabo otra de las fundaciones de ciudades que había aprobado el virrey de México en 1774. Fue la de San José de Guadalupe (o simplemente San José como se llama en la actualidad esa ciudad que queda al sur de San Francisco). Esta ciudad se estableció con familias mexicanas reclutadas por el capitán Fernando Rivera y Moncada en los estados de Sinaloa y Sonora.

Otra fundación llevada a cabo también por algunas de esas familias fue la de la Ciudad de Nuestra Señora de los Ángeles o simplemente de Los Ángeles como ahora se le llama. Desde el territorio de México salieron esas familias por mar hasta el sur de California y luego subieron por tierra hasta el río de la Porciúncula donde, el cuatro de septiembre de 1781, fueron oficialmente reconocidas por las autoridades de California como un pueblo legalmente establecido.

El Gobernador Neve otorgó a cada uno de esos pueblos cuatro leguas cuadradas de tierra. Ahí se trazó la plaza, rodeada de edificios públicos, tales como el palacio municipal, la iglesia, bodegas, la cárcel y los tribunales de justicia. El gobierno local constaba de un alcalde que, en la mayoría de los casos, fungía como padre y consejero de los habitantes y a quien todos llevaban sus problemas. El ayuntamiento, compuesto de síndicos elegidos por la población, se encargaba de los asuntos públicos, no sólo de la población sino de los territorios circunvecinos que a veces eran de enorme extensión59.

La fundación de Los Ángeles y la de San Buenaventura fueron los últimos dos goces del santo padre fray Junípero. Viejo ya, cansado y, sobre todo, muy trabajado, entregó el alma a su Creador el 27 de agosto de 1784 en la humildísima celda del convento de Monterrey donde había pasado la mayor parte de su apostolado en California. La riqueza de California, creada por fray Junípero, siguió en auge gracias a los trabajos de los demás misioneros, como veremos en el siguiente capítulo.

Al morir el padre Serra tenía setenta años de edad y había trabajado en California dieciséis años. Había fundado nueve importantes misiones, bendecido la erección de cinco ciudades, multiplicado las «estaciones de predicación» y transformado la vida errática de los indios en verdadero y sólido principio de una gran civilización y progreso. Los ganados que había traído del sur se habían multiplicado sobre miles de leguas cuadradas y por todas partes se veían talleres en actividad constante donde los indios californianos trabajaban en hilados y tejidos, en carpintería, herrería y en la construcción de hermosas casas y capillas cuyo estilo, único en el mundo, dio origen al llamado «estilo californiano».

  —112→  

No sin razón es considerado fray Junípero como el fundador de California. Su estatua fue erigida en el Statuary Hall del Capitolio de Washington como representación de la riqueza, cultura y civilización de ese floreciente estado.

Andrew F. Rolle, en su libro California. A History dice así sobre la obra de las misiones en California:

«The missionaries instituted a form of patriarchal government, assuming a paternal attitude towards the Indians treating them as wards. There were usually two friars at an establishment, one of whom had charge of interior matters and religious instruction, while the younger attended to agricultural and other outside work. Each of the mission administrators was subject to the authority of a father-president for all of California. He in turn bowed to the others of the College of San Fernando, the headquarters of the Franciscans in México... The missions were not devoted entirely to religious instruction. Each was also a sort of industrial school, in which the natives learned the formal meaning of work for the first time and where they were taught various trades. Native strength was harnessed with missionary inventive genius and mechanical skill to produce remarkable results notably irrigation works. The Franciscans, indeed, were the pioneers of California's future water system; and some of the mission dams and canals whose construction they directed are still in a good state of preservation. The friars by nature of the task confronting them, served as teachers, musicians, weavers, carpenters, masons, architects, and physicians of both soul and body. In addition, some times putting their own hands to the plow, they raised enough food for mission use, and occasionally more. At mission farms and orchards the missionaries tried adapt various crops to the climate and soil. Semi-tropical fruits, such as oranges, lemons, figs, dates, and olives, flourished in the mission gardens, and their cultivation preceded the development of California horticulture».


(Andrew F. Rolle, op. cit., p. 75).                





ArribaAbajo- XXI -

Gobernadores de California, desde 1794 hasta la invasión americana


No hay duda de que California tiene una enorme deuda de gratitud para los misioneros que trabajaron por su evangelización y colonización. Fueron ellos los que con sus esfuerzos y, a riesgo de su vida, sacaron esta región, que ahora constituye uno de los más importantes estados de nuestra patria, del lamentable salvajismo en que se hallaba todavía a mediados del siglo XVIII, introdujeron en ella los elementos de la civilización occidental y prepararon su economía para el auge que alcanzó a fines de ese mismo siglo.

A los infatigables misioneros franciscanos debe rendir California un homenaje de agradecimiento, es cierto. Sin embargo, no se haría justicia a la verdad histórica si se   —113→   omitiera hacer mención de algunos siquiera -de los muchos civiles (españoles y mexicanos)- que laboraron también por el establecimiento y desarrollo de esta próspera provincia del virreinato de México. Fueron tantos los que cooperaron con los misioneros por implantar aquí la civilización y el progreso, que sólo el dar sus nombres haría excesivamente largo este capítulo. Baste, pues, citar a los gobernadores de California que, a fines del siglo XVIII y principios del XIX dejaron huellas imborrables de bondad y de justicia en estas tierras60.

De don Diego Borica, que gobernó de 1794 a 1800, se expresa así H. H. Bancroft, célebre historiador de California:

«Sobrepasando los deberes rutinarios de su cargo, el gobernador se dedicó leal e inteligentemente a procurar el desarrollo general de la provincia. Ninguna de las clases de California fue desatendida o indebidamente favorecida. Misioneros, neófitos, gentiles, soldados y colonos, todos recibieron comprensión, aliento y ayuda del gobierno. Ninguna industria o institución fue descuidada. Misiones y pueblos, conversión y colonización, agricultura y comercio, gobierno civil, militar y eclesiástico, fueron igualmente atendidos... Don Diego fue un hombre prudente, sensato, honesto y celoso en el desempeño de sus deberes públicos».


(Bancroft, History of California. Traducción tomada de California, Tierra perdida, de Alfonso Trueba, II, p. 5).                


Sucedió a Borica don José Joaquín Arrillaga (1800-1814). Este progresista gobernador emprendió trabajos de exploración en el interior de California; cimentó la agricultura e impulsó el comercio exterior. Durante el período de su gobierno se descubrieron unas famosas minas de oro cerca de Monterrey; se pidieron expertos de México que mejoraran los métodos de cultivo y se introdujeron plantas de cáñamo y de lino.

De Arrillaga dice Bancroft:

«Desde el día de su enlistamiento hasta su muerte ninguna falta fue hallada en su conducta por los superiores, los subordinados o los frailes. Como soldado y gobernador de la provincia obedeció todas las órdenes y cumplió sus deberes con celo, valor y buena fe; ejercía sus funciones con mucho tacto y por eso no tuvo enemigos».


(Ib., p. 27).                


Al gobernador Pablo Vicente de Sola (1814-1822) le tocó decidir sobre la suerte de California al proclamarse la independencia de México. En 1821, el virreinato de México se convirtió en el Imperio Mexicano, después de romper todos los vínculos que la unían a España. El último virrey, don Juan de O'Donojú, reconoció la separación de todos los   —114→   territorios del virreinato para formar la nación libre y soberana de México, mediante el Tratado de Córdoba, firmado por él y por el libertador don Agustín de Iturbide.

La noticia de tan importante acuerdo llegó a California en marzo de 1822. El gobernador Sola convocó entonces a los representantes de las fuerzas vivas de la provincia a una junta en la capital, Monterrey, y en dicha junta se aprobó por unanimidad reconocer al gobierno mexicano nuevamente establecido y prestarle juramento de lealtad61.

En seguida se procedió a instaurar el sistema de representación popular, conforme al cual deberían elegirse cinco diputados por California al Congreso de la Nación. Se eligieron éstos, pues, así como diputados a la legislatura local. Como Sola fue elegido miembro del congreso nacional y tuvo que trasladarse a la ciudad de México, se procedió a la elección de su sucesor. Sola dejó en California imborrables recuerdos de bondad, lealtad y justicia. Fue elegido entonces para regir California el capitán don Luis Argüello, nacido en San Francisco, California, en 1784 «buen soldado y muy popular por su liberalidad y buen genio». Tomó posesión de su cargo en Monterrey el 22 de noviembre de 1823.

Por esas fechas se llevó a efecto un censo de la población y de las riquezas de California que arrojó las siguientes cifras:

«La población española (o mexicana) era de 3000 almas. Había tres anglo-americanos, dos escoceses, dos ingleses, un irlandés, un ruso, un portugués y tres negros. El número de neófitos era de más de 20500. Treinta y siete misioneros atendían a diecinueve misiones. Las misiones poseían 140000 cabezas de ganado vacuno; 18000 caballos; 1882 mulas y 190000 ovejas. La producción agrícola de las misiones era de 113625 fanegas por año, o sea de 5970 fanegas por misión».


(Alfonso Trueba, California, Tierra perdida, II, p. 35).                


En 1824 se fundó una nueva misión importante: la de San Francisco Solana, en la región de Sonoma. Según el historiador Alfonso Trueba, se cultivó ahí una huerta de 3000 árboles frutales, un viñedo de tres mil sarmientos, había caballos en número de 725 y se pastoreaba un ganado de unas dos mil cabezas vacunas y de cuatro mil carneros.

El gobernador Argüello amaba profundamente a su tierra natal y realizó grandes esfuerzos por patrocinar el trabajo de las misiones. Según Trueba, «era un criollo recio, fornido, muy alto y de pelo negrísimo; un ejemplar acabado de aquella raza de mexicanos de frontera que conquistó California. Como gobernante, mostró Argüello una cualidad rara en aquellos tiempos: el sentido común. Sabía mandar de acuerdo con el interés general de la provincia en que había nacido». Murió este buen gobernante en San Francisco, su tierra natal, en 1830.

  —115→  

A partir de la fecha en que ocurrió la prematura muerte de Argüello, México empezó a padecer de dos clases de agresión que iban a minar todas las energías y a precipitarlo en el caos: la agresión interna causada por la intemperancia de los dos partidos políticos reinantes y la agresión externa62.

Las dificultades por que atravesaba el gobierno central de la república afectaron las condiciones políticas, sociales y económicas de California, que se vio pronto desgarrada por levantamientos y revoluciones, cuyo motivo verdadero era la codicia de políticos sin escrúpulos que querían apoderarse de las tierras de las misiones. Para lograr su intento, consiguieron que el gobierno central decretara la expulsión de los misioneros. De este modo, desterrando al misionero, se podrían acabar las misiones, se desbandarían los indios y sus tierras quedarían a merced de los políticos. Afortunadamente, los gobernadores de California hicieron honor, en casi todos los casos, a la justicia y al interés de los indios; y las misiones pudieron sobrevivir a la proyectada tormenta.

La orden de expulsión de los misioneros de origen español llegó a California en 1829. La ley era tan bárbara y afectaba tan profundamente la economía del departamento, que el gobernador Echeandía se rehusó a ponerla en vigor. Presionó el gobierno federal y entonces hubo de obligarse a los buenos misioneros que por tantos años habían velado por el bienestar de sus indios, a abandonar sus respectivas misiones: ¡por el solo delito de haber nacido en España!

De entre los gobernadores del período mexicano merece mención honorífica el general don Juan Figueroa, que había sido por seis años comandante de Sonora y que estaba bien enterado de los asuntos de California. Llegó a Monterrey el 14 de enero de 1833 acompañado de diez franciscanos -todos mexicanos- del seminario de Zacatecas, e inmediatamente dio providencias para continuar la colonización de la provincia hasta el grado 42, contrarrestando así las tentativas de rusos e ingleses por apoderarse del norte de California.

Impulsó también la fundación de nuevas ciudades trayendo contingentes colonizadores desde México. En abril de 1834 salió de la ciudad de México un grupo de doscientos cincuenta personas destinadas a establecer ciudades en California. En la comitiva iban no sólo agricultores, sino médicos, boticarios, pintores, sastres, peluqueros, herreros,   —116→   albañiles y representantes de muchas otras profesiones. Se embarcaron en Acapulco a bordo del bergantín Natalia (bergantín que, según tradición popular, era el mismo en que Napoleón había regresado a Francia después de escapar de la isla de Elba en 1815). Aunque por las condiciones difíciles de la navegación murieron algunos colonos durante la travesía, el grueso de la expedición llegó a Monterrey a 25 de septiembre, dirigiéndose en seguida hacia el norte de California. En el otoño de 1835 fundaban los nuevos colonos el pueblo de Sonoma.

El gobierno de Figueroa, aunque truncado por una muerte prematura (pues murió el ilustre soldado el 29 de septiembre de 1835) fue muy benéfico para la provincia. Figueroa organizo el sistema educativo; dio protección a la agricultura; impulsó el comercio, fomentó la ganadería; defendió las propiedades de las misiones ardientemente codiciadas por funcionarios sin escrúpulos; levantó una estadística que hizo posible al gobierno federal conocer mejor las necesidades del territorio y logró oponerse a la ambición de rusos e ingleses que pretendían ocupar terrenos de California. Fue sin duda uno de los mejores gobernantes de la época de la independencia. Para suceder a Figueroa, nombró el gobierno mexicano a don Mariano Chico, que fue uno de los más discutidos gobernadores californianos.

Chico no pudo permanecer largo tiempo en su oficio de gobernador, como no pudo lograrlo tampoco su sucesor don Nicolás Gutiérrez. El desplome de California había comenzado ya y algunos extranjeros que habían logrado establecerse en sus ricas tierras -Graham, Garner, Coppinger, etc.- convencidos de que la provincia que les había dado hospitalidad debería unirse al movimiento rebelde de Texas, empezaron a manejar, a tras mano, los hilos de la intriga y de la traición.

En la noche del tres de noviembre de 1836, José Castro, líder rebelde, avanzaba al frente de cien hombres sobre la capital, mientras barcos de la escuadra americana -Caroline, Enrope y Don Quixote- bloqueaban el puerto y proveían de armas y municiones a los rebeldes. La sublevación tomó incremento y en dos días escasos el gobernador Gutiérrez fue obligado a renunciar. Los revolucionarios recibieron entonces, de los conspiradores extranjeros la orden de arriar la bandera de México y de izar una bandera con una estrella solitaria, semejante a la de Texas. Sin embargo, los jefes de la asonada no quisieron llegar tan lejos. Aunque movidos a sublevarse por su ambición personal, no querían ver su tierra sometida a los americanos. Además, temieron la reacción que su movimiento causó en el sur, donde, al grito de «¡Viva México!», se organizó pronto un ejército destinado a frustrar los intentos separatistas de los norteños. Al triunfar la revolución, los extranjeros que la habían instigado fueron enviados a prisiones en la capital de la república.

A pesar de este fracaso, los Estados Unidos habían determinado apoderarse de California y así, apenas cinco años después del frustrado complot de Graham, tuvo lugar una invasión temporal del territorio californiano ocasionada por lo que el comodoro Thomas Catesby. Jones, autor del desacato, declaró haber sido una equivocación. Sucedió que Jones, jefe de la escuadra americana que hacía más de diez años patrullaba las costas de California, dio crédito al falso rumor de que los ingleses estaban a punto de invadir esos   —117→   territorios y, sin previa declaración de guerra, determinó tomar por la fuerza la plaza de Monterrey. A las 4 de la tarde del 19 de octubre de 1842 el comodoro envió al capitán James Armstrong a intimar la rendición de la ciudad «en forma pacífica -decía Jones- para evitar pérdidas inútiles de vidas y propiedades».

Cogido así, por sorpresa, Alvarado no supo qué hacer. Pensó que el nuevo gobernador, Manuel Micheltorena, podría levantar rápidamente un ejército en el sur, donde se hallaba aún, pues acababa de desembarcar en California. Pero, ¿qué podía hacer él, sin autoridad ya y sin recursos, ante la avasalladora fuerza de los marinos americanos decididos a apoderarse de la indefensa capital? A las nueve de la mañana del día siguiente la rendición de la plaza fue firmada y, después de arriarse la bandera tricolor, fue izada la de las barras y las estrellas.

Entre tanto, el gobernador Micheltorena enviaba despachos a todos los jefes militares de la provincia, animándolos a defender el resto del territorio con sus vidas si fuera preciso y mandaba también angustioso informe de la invasión a las autoridades de México. La cancillería mexicana envió una fuerte nota de protesta a Washington por el atropello de Jones y Washington se apresuró a contestar que todo había sido un error; que Jones había procedido sin instrucciones del gobierno americano; que se retirarían las tropas de Monterrey y que se repararían los daños causados. Así terminó la primera invasión norteamericana de California.

Según el historiador Trueba, el gobernador Micheltorena «en medio de la pobreza y bajo el temor de la guerra, se ocupó de la educación pública más que ninguno de sus predecesores, excepto Sola y Figueroa. No sólo auxilió al obispo a establecer su seminario, sino que los archivos de 1844 contienen muchas comunicaciones de su puño y letra que muestran el vivo interés del gobernador por la instrucción primaria. En mayo expidió un reglamento para las escuelas de niñas y ordenó que se establecieran en cada una de las siete principales ciudades... También proyectó abrir una escuela de educación superior en Monterrey». (Trueba, op. cit., p. 132).

Las condiciones por que tuvo que atravesar México durante esa borrascosa época de su historia son muy difíciles de comprender. Tres naciones invadieron su territorio (España en 1827, Francia en 1845 y los Estados Unidos en 1847), sociedades secretas trabajaron por socavar el sentimiento patriótico de los mexicanos y algunos políticos se vendieron a potencias extranjeras que buscaban el desmembramiento y aun la aniquilación de la nación mexicana. En esos primeros años de su vida independiente, México no tuvo amigos; sólo enemigos que trataban de robarle sus tierras, sus riquezas, su independencia y aun su existencia de nación autónoma. Nada extraño es, pues, que esas condiciones anárquicas en que vivía México se reflejaran en inquietud, inseguridad y zozobra en California.

El gobierno de Micheltorena no tuvo buen fin. México, desgarrado interiormente por luchas entre hermanos y ocupado en defenderse de las invasiones extranjeras, apenas tuvo tiempo de velar por esta provincia tan alejada de la metrópoli. Especialmente en los últimos años había convertido a California en una colonia penal. El último envío de   —118→   tropas había consistido en un batallón de ex presidiarios y de «cholos» de Acapulco que acompañaron a Micheltorena al venir de gobernador; cosa que irritó sobremanera a los californianos.

Un grupo de jóvenes reaccionó ante este ultraje y se preparó a resistir por la fuerza. Los insurrectos enviaron un ultimátum al gobernador exigiéndole que embarcara para México a los supuestos soldados. El gobernador se negó a hacerlo y la rebelión estalló el 15 de noviembre de 1844. Micheltorena salió de Monterrey dispuesto a aplastar la rebelión, pero fue abatido por los insurgentes que le obligaron a firmar un tratado por el cual se comprometía a sacar de California su famoso batallón de forajidos.

No cumplió el gobernador lo ofrecido, sin embargo. Nuevamente, pues, se reanudó la lucha y, por fin, el 22 de febrero de 1845, salió el gobernador mismo hacia México llevándose el batallón, causa y motivo de la revuelta.

México tuvo entonces el acierto de reconocer la justicia de la revolución y, lejos de castigar a los alzados, nombró a Pío Pico, uno de los rebeldes, gobernador y a Manuel Castro, otro de los insurgentes, comandante, poniendo así en sus manos la defensa de California.

Muy pronto iba a ponerse a prueba la lealtad de los nuevos gobernantes. Los Estados Unidos se hallaban seguros de que California estaba a punto de caer en sus manos y, para preparar su invasión, enviaron allá a un oficial del ejército John Charles Fremont, encabezando a cien soldados que venían disfrazados de civiles. Estos soldados atravesaron Nevada, se internaron en tierras californianas en diciembre de 1845, y llegaron hasta la ciudad de Monterrey. El comandante Castro les intimó orden de salir de territorio mexicano pero Fremont contestó que sólo visitaba Monterrey en misión comercial, y que pronto abandonaría California.

Fremont faltó a su palabra, pues solamente se retiró hacia el norte del estado, donde erigió fortificaciones y enarboló la bandera de los Estados Unidos. Castro organizó entonces un pequeño ejército y salió de Monterrey, determinado a enfrentarse con él, pero Fremont, al verle llegar, abandonó precipitadamente sus posiciones y, dejando en el campo gran parte de su equipo, cruzó la frontera de Oregón.

Castro no quiso perseguir a Fremont en territorio que Inglaterra consideraba de su propiedad y volvió a Monterrey; pero, apenas vio Fremont despejado el camino, torció hacia el sur, penetró nuevamente en el estado y tomó por las armas la indefensa ciudad de Sonoma, no sin que antes corriera sangre por ambos bandos.

Alentados entonces con los éxitos de Fremont, los americanos que habían entrado en los últimos años en California y que se habían radicado en las inmediaciones del Río Sacramento se levantaron en armas proclamando la independencia de California contra el gobierno mexicano. William Ida quedó como jefe militar de Sonoma y fue en esa población donde, el día 14 de junio, enarbolaron los rebeldes la bandera del oso con la leyenda California Republic.

  —119→  

El historiador Bancroft avalúa las causas de la revuelta:

«Los colonos rebeldes eran hombres que habían sido hospitalariamente recibidos en una tierra a la que entraron violando las leyes. Los americanos de Sacramento nada tenían que temer de los californianos... Eran gentes que llevaban pocos años de vivir en el país; estaban preparaos por educación a creer todo lo malo respecto de un hombre que tuviera sangre española en sus venas; apenas podían entender el derecho de México a exigir de un libre ciudadano americano requisitos de pasaporte o naturalización y eran firmes creyentes en el destino de su nación a ser el territorio del oeste. Tenían una vaga idea acerca del derecho de un pueblo, aun el mexicano, a gobernarse según su propio modo».


(Trueba, op. cit., p. 139).                


El 13 de mayo de 1846 los Estados Unidos declararon la guerra a México. Casi dos meses después, el comodoro John D. Sloat, comandante de la escuadra americana que, desde años atrás, patrullaba las costas de California, intimó al capitán mexicano, don Mariano Silva, la rendición de la plaza de Monterrey. Como Silva se negara a hacerlo, Sloat desembarcó a su gente y se dirigió a la aduana del puerto donde, después de leer una proclama, izó la bandera americana. Sloat nombró a Robert F. Stockton gobernador de California y con extraordinaria rapidez fueron tomándose todas las demás ciudades del estado. Sloat volvió a embarcarse pensando que la conquista de California era ya un hecho consumado.

Pero Sloat estaba en un error. California iba a defenderse y a defender su libertad. La lucha, a pesar de la falta de preparación militar de los californianos y de la falta de parque, iba a ser muy sangrienta.

Stockton quiso apelar a la ambición de los gobernantes mexicanos, ofreciéndoles confirmarlos en sus cargos a condición de aceptar el dominio yanqui, saludar la bandera americana y prestar obediencia al gobierno de Washington. Tanto el gobernador Pico, como el general Castro se rehusaron a hacerlo y prefirieron el destierro. Al salir de California, ambos funcionarios dirigieron a sus paisanos una proclama en la que aseguraban que iban a México para volver con refuerzos y liberar a California.

Pero ellos también estaban equivocados. El general Zacarías Taylor había ya cruzado la frontera del norte de la república al frente de un poderoso ejército y seguía avanzando hacia el sur. El gobierno mexicano no podía distraer ni un solo soldado de la contienda principal para enviarlo a California. Si los americanos tenían que ser detenidos, eso debería ser con gente y recursos de esa provincia nada más.

Pero California estaba exhausta y pésimamente preparada. Los soldados que había en todos los presidios no llegaban ni a cien y con la salida de Castro estaban en desbandada. California no había sido nunca una provincia guerrera y no contaba, por consiguiente, con armas ni municiones para oponerse al bien equipado invasor. Al parecer, tanto Pico   —120→   como Castro habían hecho lo más lógico: volver la espalda al enemigo y acogerse al destierro.

Sin embargo, en esa hora de suprema angustia, un puñado de jóvenes angelinos, cuyos nombres deberían figurar por su heroísmo en los anales de nuestro estado, se organizaron, lanzaron una proclama de protesta por la invasión americana y, contando con el apoyo decidido de un numeroso grupo de compatriotas, se levantaron en armas. Damos a continuación los nombres de los pronunciados: Serbulio Varela, Hilario Varela, Manuel Cantúa, Pedro Romero, J. B. Moreno, Ramón Carrillo, Pablo Véjar, Nicolás Hermosillo, Leonardo Higuera, Gregorio Atenso, Bonifacio Olivares y Dionisio Reyes.

Más de trescientos ciudadanos de Los Ángeles (algunos de ellos muy prominentes en la sociedad angelina) secundaron el movimiento y, aprestando cualesquiera armas que pudieron encontrar, salieron al campo a unirse a los rebeldes.

El primer choque armado ocurrió en un lugar llamado Rancho Chino a veinte millas de la población, defendido por el destacamento de Ben Wilson. Al momento mismo de atacar, cayó muerto de un balazo el valiente californiano Carlos Ballesteros; pero sus compañeros, lejos de acobardarse, cargaron con tanta furia que forzaron a los americanos a rendirse. Ésta fue la primera victoria de los defensores de California Se hicieron muchos prisioneros, cuyas vidas, amenazadas por las ansias que sentían los californianos de vengar la muerte de Ballesteros, fueron salvadas por la entereza del capitán Varela63.

Se acercaron los insurgentes a la ciudad de Los Ángeles, defendida por las fuerzas de Archibald Gillespie, y le pusieron sitio. Cortaron las comunicaciones con el Fuerte Hill, donde se habían concentrado los americanos, y lograron con su astucia y coraje poner en tan serio aprieto a los soldados de Gillespie, que éste se vio obligado a rendirse. Usando un salvoconducto expedido por Varela, salió Gillespie del fuerte y dejó así la ciudad de Los Ángeles en poder de los californianos. La bandera de las barras y las estrellas fue arriada y en su lugar se izó de nuevo la bandera de México.

Una vez ocupada la plaza de Los Ángeles, fue proclamada capital provisional del estado de California y se procedió a reorganizar un gobierno legítimo para el estado. Se convocó a sesión del congreso de California que se reunió el 26 de octubre. El presidente Figueroa felicitó al pueblo por su fidelidad y por la ayuda que había prestado a la causa de la liberación y propuso el nombramiento de un gobernador y de un comandante militar, para esos puestos que habían quedado vacantes por la huida de Pico y Castro. Por unanimidad se resolvió que, dadas las circunstancias por que atravesaba la provincia, ambos mandos quedaran unificados en una persona. Se eligió al capitán José María Flores jefe civil y militar de California mientras durase la guerra y se le dio orden de continuar la lucha de liberación.

  —121→  

Manuel Farfias, otro capitán insurgente, fue enviado por Flores a Santa Bárbara contra Theodore Talbot, comandante americano que defendía esa población. Talbot, al tener noticia de la proximidad de los patriotas, salió huyendo sin detenerse hasta llegar a Monterrey. Santa Bárbara fue ocupada por Farfias quien puso en prisión a los extranjeros que habían ayudado a Talbot y se apresuró a tomar posesión de San Buenaventura.

Francisco Rico salió con tropas rebeldes hacia San Diego, donde otro grupo de patriotas se había organizado y obligado a Gillespie a salir de California en el barco ballenero Stonington.

En el norte, el comandante Flores designó a Manuel Castro jefe de operaciones en Monterrey y lugares circunvecinos. Era Castro un oficial del gobierno anterior que, al tener conocimiento de la revolución del sur, entusiasmó a sus paisanos para unirse a los patriotas y, acompañado de ciento veinticinco hombres, instaló su cuartel general en San Luis. El 7 de noviembre lanzó un llamado a todos los californianos del norte para que se alzaran en pie de guerra contra los americanos y para que surtieran de armas y parque a los patriotas. El 16 de ese mes se enfrentó Castro con el enemigo capitaneado por Charles Burroughs y F. Thompson. Los californianos se dejaron atacar y aparentemente se echaron a huir delante de los yanquis que disparaban incesantemente sus fusiles; pero, como era su fuga sólo de táctica, se volvieron de pronto y atacaron por sorpresa a sus enemigos que, después de ir tirando a los patriotas, se hallaron en esos momentos con los rifles descargados frente al enemigo que luchaba cuerpo a cuerpo con arma blanca. Burroughs y varios de sus oficiales cayeron muertos acribillados por las lanzas de los rebeldes. El parte oficial fijó en veintiuno los muertos americanos; los californianos sólo tuvieron cuatro bajas e hicieron numerosos prisioneros.

Entre tanto, los americanos empezaron a organizar su contraofensiva y miembros de su escuadra marítima, al mando del Capitán Melvin, desembarcaron en gran número, dispuestos a capturar Los Ángeles. Eran trescientos cincuenta soldados, los cuales se unieron a los que Gillespie había dejado al abandonar la plaza. José Antonio Carrillo salió de Los Ángeles con sólo cincuenta californianos para detenerlo, llevando únicamente un cañoncito y la pólvora que se había estado fabricando en una casa de San Gabriel. Marinos y soldados americanos marchaban formando un solo escuadrón. Carrillo dividió sus hombres en tres partes. Cuando Melvin estuvo cerca de los mexicanos, el cañoncito fue disparado e inmediatamente tirado por reatas a cabeza de silla, para ser cargado de nuevo, a distancia segura64. Los americanos, con su impecable disciplina militar, marchando en bien formada línea, ofrecieron un excelente blanco. Las bajas de los de Melvin fueron muchas y, al fin, los sobrevivientes se dispersaron en desbandada. Derrotado, Melvin retrocedió hacia San Pedro donde se embarcó de nuevo, habiendo dejado en poder de los californianos una bandera y la mayor parte de su equipo.

California estaba ya casi totalmente en manos de los patriotas. El mismo Stockton se hallaba en apuros para encontrar caballos, víveres y otros elementos necesarios para el sostenimiento y transporte de las tropas americanas. Los californianos se habían   —122→   declarado en guerra no sólo en el campo de batalla, sino aun en las pocas ciudades que dominaban los americanos, negándoles los medios más necesarios para existir. «La situación del puerto -declaró más tarde Stockton- era deplorable. Todos los habitantes varones habían abandonado la ciudad. Ni un solo caballo podía conseguirse para el transporte de cañones y municiones. Tampoco podíamos conseguir -ni una res para nuestra alimentación». Alfonso Trueba, op. cit., p. 177.

«Thus General Kearny had found that the Californians, having thought better of their first apparent submission -which was the result of surprise- had thrown off, by force of arms, near three months previously, the foreign yoke; that of the whole great Territory, only three small villages on the coast were dominated by the navy, which had ceased all further efforts, apparently vain enough».


Philip St. George Cooke, The Conquest of New Mexico and California in 1846-1848, Alfonso Trueba, op. cit., p. 177, p. 263.                


El autor es testigo de vista de lo que afirma ya que formaba parte del ejército de Kearny que, como se verá en seguida, llegó a California en los más difíciles momentos de la guerra de ocupación y ayudó a ponerla definitivamente bajo el gobierno americano.

A principios de diciembre llegó al campamento del comodoro Stockton una comunicación alentadora. Era del General S. W. Kearny, el cual le avisaba que, habiendo terminado la conquista de Nuevo México, llevaba sus ejércitos a California para la pacificación de esa provincia.

Stockton ordenó que Gillespie -que había regresado ya a California- saliera con un fuerte destacamento al encuentro de Kearny. El 5 de diciembre se unieron las fuerzas de Kearny y Gillespie cerca de un poblado indio llamado San Pascual. Ahí tuvo lugar la batalla más importante en la lucha por la independencia de California.

En San Pascual, precisamente, se hallaba el capitán don Andrés Pico que había salido de Los Ángeles con sólo cien hombres a fin de cortarle a Gillespie, lo que los patriotas, ignorando la llegada de Kearny, suponían era una retirada de los americanos hacia Arizona. Después de entrevistarse los dos jefes americanos, determinaron atacar a las insignificantes fuerzas de Pico estacionadas en San Pascual y aniquilarlas. Los americanos determinaron atacar por sorpresa y, muy temprano, al amanecer del día 6, cargaron los de Kearny sobre los californianos con tanta rapidez que apenas tuvieron éstos tiempo suficiente para montar sus caballos y empuñar sus lanzas. El capitán Johnson iba a la vanguardia con doce dragones montando excelentes caballos; le seguía el general Kearny con los tenientes Emory y Wagner; a continuación venía el capitán Moore y el teniente Hammond con cincuenta dragones. Marchaban luego Gillespie y Gibson con los voluntarios del batallón de California y en la retaguardia figuraba el resto de la fuerza, de cincuenta a sesenta hombres, que conducían un cañón al mando del mayor Swords.

La gente de Pico resistió valerosamente la acometida de los dragones de Johnson. Cuando el enemigo estuvo a tiro de fusil, dispararon los patriotas sus armas haciendo   —123→   caer a sus pies, muertos, a Johnson y a un dragón, causando con ello la desbandada de toda la compañía. Arremetió entonces Kearny con sus tropas y los californianos, siguiendo su táctica de no atacar en seguida, aparentaron huir delante del enemigo. Pero de pronto se volvieron contra sus perseguidores que acababan de agotar la carga de sus fusiles y, en lucha cuerpo a cuerpo, dejaron el campo cubierto de cadáveres. Kearny resultó tan seriamente herido que hubo de renunciar al mando de las tropas en manos del capitán Turner; Gillespie quedó en tierra con tres heridas y contado ya por muerto. Sin vida quedaron también el capitán Moore y los oficiales William West, Geo Ashmead, Joss Campbell, John Donlop, William Dalton, Samuel Repoll, Otis Moore, David Johnson y muchos otros soldados. Las pérdidas de vida entre los patriotas fueron insignificantes.

Después de la batalla, los invasores se dedicaron febrilmente a enterrar a sus muertos y a curar a sus heridos, preparándose así para huir al día siguiente hacia San Diego. Los patriotas se abstuvieron de atacar a su enemigo, movidos de piedad al verlos ocupados en tan lastimosos menesteres; pero, al día siguiente, cuando el ejército de Kearny prosiguió su marcha, salieron de San Pascual los californianos y los atacaron con tanta furia, que los obligaron a abandonar el ganado que conducían y a refugiarse en el cerro.

Tres días duraron los americanos cercados por los patriotas, sin poder avanzar y privados de alimentos. Para saciar su sed tuvieron que hacer un pozo en el cerro; para satisfacer su hambre, mataron mulas para comer sus carnes. Ahí en el sitio murió el sargento Cox; otros heridos seguían en condiciones sumamente críticas. Kearny, mejorado ya de las heridas sufridas en la batalla de San Pascual, había asumido nuevamente el mando; pero su ejército, según propia declaración, era «el más andrajoso y mal alimentado que haya desfilado bajo los colores de los Estados Unidos».

El día 11 llegaron refuerzos que mandaba Stockton desde San Diego. Doscientos soldados, perfectamente equipados y llevando vituallas abundantes y medicinas para los heridos, llegaron bajo las órdenes del teniente Gray, a las inmediaciones del campamento de Kearny. Los californianos habían desaparecido. No teniendo armas adecuadas ni parque, ni hombres en número suficiente para oponerse a un enemigo mucho más numeroso65, optaron por alejarse del campo de batalla y dedicarse a acosar al enemigo siguiendo su sistema de guerrillas. Kearny pudo así llegar a San Diego el 12 de diciembre66.

El tiempo fue, sin duda, el mejor aliado de los ejércitos invasores. Los patriotas se agotaban en una lucha desesperada y sabían que no podrían vencer definitivamente a los americanos, cuyas posibilidades de recuperarse eran mayores después de cada derrota. Mientras México, que luchaba contra un poderoso enemigo en su propio territorio, estaba imposibilitado de dar ayuda a los californianos, los Estados Unidos tenían todo cuanto podía asegurarles la victoria final: excelente armamento, organización militar impecable, y abundantes recursos pecuniarios. La causa de los patriotas era justa -de ello no había duda- pero también demasiado romántica para   —124→   asegurarles el triunfo. No tenían más que unas pocas armas viejas y estropeadas y carecían casi totalmente de parque. Además, pocos de ellos eran soldados: la mayoría de los insurgentes estaba integrada por individuos que nunca antes habían disparado un fusil. Por eso, cuando se bajaron los cañones de los barcos; cuando los marinos de la escuadra americana que patrullaba el Pacífico recibieron instrucciones para luchar como soldados en tierra firme; cuando se recibieron más refuerzos para combatir a los rebeldes y, sobre todo, cuando se unificaron las fuerzas dispersas en el territorio californiano para dar el golpe decisivo a la rebelión, pudieron los patriotas prever que su causa estaba perdida.

El 29 de diciembre de 1846 avanzó desde San Diego hacia Los Ángeles el grueso de un flamante ejército llevando al frente la flor y nata de la oficialidad americana. Por diez días caminó sin hallar indicio alguno del enemigo hasta que, el día 8 de enero, vieron interceptado su paso por el comandante Flores con el grueso del ejército insurgente.

Llevaba Flores cuantos hombres y recursos pudo encontrar disponibles para impedir a los americanos el paso del Río San Gabriel que daba acceso a Los Ángeles. Arengó a su gente haciéndoles ver que iba a librarse la batalla decisiva por California. Por una hora y media se luchó valerosamente por ambas partes, pero el enemigo estaba ahora muy bien preparado y Flores hubo de retirarse, dejándolo avanzar hacia la otra orilla del río.

Al día siguiente atacó Flores nuevamente arremetiendo con furia por ambos lados de la columna americana que tenazmente avanzaba hacia su meta, pero de nuevo fue rechazado el ataque de los patriotas que se vieron obligados a retirarse. Los Ángeles estaba ya destituido de defensa y los invasores pudieron tomar la plaza sin disparar un fusil.

La causa de los californianos estaba definitivamente perdida. Una a una fueron cayendo en poder de los yanquis las demás ciudades; los insurgentes del norte habían fracasado también y depuesto las armas bajo condiciones favorables y, por fin, el 13 de enero de 1847 se firmó en el rancho de Cahuenga un tratado de paz, por el que los rebeldes ofrecían rendir las armas y los americanos otorgaban una amnistía general a los vencidos.

Así terminó la lucha de tres meses y medio que probó ante el mundo y ante la historia el amor a la independencia que animaba en el pecho de los patriotas californianos. No fue una lucha estéril. Si fracasó (como indudablemente tenía que suceder), vino a atestiguar el valor y la dignidad de un pueblo que supo pelear y aun morir por defender sus derechos.

El capitán José María Flores, último gobernador mexicano de California, prefirió el destierro en Sonora, a vivir bajo el dominio de los invasores.

  —125→  

A más de un siglo de los acontecimientos que acabamos de narrar en este capítulo, podemos evaluar con ecuanimidad y sin rencor las circunstancias por que atravesaba California en esos críticos años de 1816 y 1847. México había decaído mucho en los últimos lustros y no era ya aquella potencia que aun a fines del siglo XVIII podía disputar a Rusia y a Inglaterra el dominio de los mares. Lejos de estar en condiciones de sostener trabajos de colonización en Norte América, veía ahora su existencia misma amagada por la ambición de las potencias extranjeras que codiciaban hasta el último palmo de su territorio. Lastimosamente debilitada en su interior, la República Mexicana no tenía fuerzas para oponerse a los gobiernos de Rusia, Inglaterra y aun Francia que tenían sus ojos puestos en la riqueza y en las posibilidades casi sin límites de California. ¿Y que haría California abandonada a sus propias fuerzas o dependiendo de la raquítica ayuda que México podría darle? Ese territorio caería, más pronto o más tarde, en manos de alguna de las potencias europeas que la codiciaban.

Los Estados Unidos tomaron California en el momento oportuno. Sustraído al poderío de las belicosas naciones europeas, este estado ha gozado de una ininterrumpida paz por más de un siglo; bajo el vigilante gobierno americano, ha llegado a la cumbre de su prosperidad y riqueza y, abriendo sus brazos a México, ha dado hogar a millares de mexicanos que llegaron y todavía llegan a ella en busca de mejores medios de vida.

Las batallas ganadas y perdidas en San Pascual y en San Gabriel no representan ya frases de triunfo o derrota para dos pueblos enemigos. Los mexicano-americanos de hoy «vencimos» y «fuimos vencidos» en cada uno de ellos. Ahí se estaba forjando nuestro destino, pues ahora todos somos, con orgullo, americanos.

Al repasar la historia de los hechos heroicos de la campaña californiana, no debemos creer en una permanente rivalidad entre americanos y mexicanos, sino en el coraje y la entereza de un pueblo que se aferró a su momento histórico y trató de cumplir con su deber. Ahora, en el siglo XX, tenemos también un presente histórico que nos urge responsabilidades y obligaciones. ¡Ojalá sepamos abrazarlas y cumplirlas como lo hicieron los héroes cuyas proezas aquí, muy brevemente, hemos contado!




ArribaAbajo- XXII -

Derechos del indio sobre la tierra americana. El virreinato de México. Expediciones mexicanas a Alaska.


El tema de la legalidad de la conquista de América ha sido discutido en todos los tiempos (y en todos los tonos) desde que Colón puso pie en una pequeña isla de las Antillas en 1492. Ignorando el verdadero significado de su descubrimiento y queriendo compensar a la corona española por los gastos de sus expediciones, Colón quiso hacer en América lo que los portugueses habían hecho ya en África: empezar el comercio de esclavos. La insigne Isabel la Católica, sin embargo, dictó entonces el tono en que por siempre habría de expresarse la monarquía española respecto a los habitantes del Nuevo Mundo:   —126→   «¡Válgame Dios que nadie vaya a convertir en esclavos a mis hijos los indios!» (El tema de este capitulo no se refiere al trato que los encomenderos dieron a los aborígenes americanos. Hay muchas obras que tratan de ese asunto. La leyenda negra recarga las tintas y presenta a los españoles como verdugos de los indios. Los autores que se proponen denigrar a España no distinguen entre las leyes emanadas de la monarquía (que siempre fueron de protección y amparo a los indígenas) y los abusos cometidos por los españoles en América. Tampoco toma en cuenta el número considerable de amigos de los indios que trabajaron, pelearon y aun murieron por hacerles el bien. La historia imparcial rechaza hoy día tanto la leyenda negra como la «leyenda blanca». Si se hubiera de evaluar la realidad histórica de la conquista usándose una «frase hecha» podría decirse que la conquista española (como todas las conquistas) tiene una leyenda «gris». Abunda en abusos, es cierto; está sembrada de crímenes, no hay duda; pero también está iluminada con incontables hechos heroicos y con el ejemplo de muchísimos españoles que fueron figuras de maravillosa virtud, abnegación y talento).

La legalidad con que España y el virreinato de México ocuparon y poseyeron grandes porciones de tierras en América podrá comprenderse mejor con una pregunta que se refiere a algo muy concreto y de actualidad, pero que sirve para ilustrar el caso de la propiedad de la tierra americana. «¿Con qué derecho vende el gobierno de los Estados Unidos parcelas de terreno en los estados de California, Arizona y, en general, en todo el sudoeste del país? ¿No son esas tierras propiedad de los indios que primero las ocuparon? ¿No fueron propiedad de México?»

Jurídicamente esas tierras pueden ser vendidas por el gobierno federal en virtud de tratados firmados por nuestra nación con México y con las diversas tribus indias que originalmente las ocuparon No se discute aquí la forma en que se concluyeron esos tratados. Si se cree que son injustos se puede (y se debe) llevar el caso ante los tribunales internacionales para que se estudie y se dicte un fallo más de acuerdo con la equidad. Pero, mientras no rinda una corte competente su veredicto oficial, el gobierno de nuestro país podrá seguir disponiendo de esas tierras que tiempo atrás no le pertenecían y que ahora posee de acuerdo con las leyes del mundo.

Del mismo modo puede plantearse el problema de la legalidad con que España y México obtuvieron en propiedad vastísimas regiones del continente americano. Antes de 1992 los indios habían ocupado algunas regiones del nuevo mundo, pero ni la ocupación de esas regiones ni el uso de ellas pudo haberles conferido título a perpetuidad sobre todo el continente. A la llegada de los españoles había enormes extensiones no afectadas que constituían verdaderos «bienes mostrencos» no poseídos por nadie.

España (y más tarde México) obtuvieron la propiedad de la tierra americana (I) por decisión de una corte mundial; (II) por el derecho de primera ocupación; (III) por tratados celebrados por los españoles con indios; y (IV) por derechos de primera exploración. Todos estos títulos, considerados en conjunto, dieron legalidad jurídica en el continente norteamericano al virreinato de México.

  —127→  
- I -

Las tierras americanas fueron afectadas por el derecho jurídico de propiedad cuando España y Portugal, únicas naciones dedicadas en el siglo XV al descubrimiento de territorios desconocidos necesitaron definir la extensión de los territorios donde podrían llevar al cabo sus descubrimientos. (El mundo conocido de los europeos hasta mediados del siglo XV era muy pequeño. Se reducía a Europa, al norte del África y a algunas regiones del Asia Menor. Sólo algún atrevido viajero, como Marco Polo, había visitado países del Extremo Oriente, pero no se habían logrado establecer rutas marítimas o terrestres para llegar a ellos. La expansión del mundo empezó con el trabajo de investigación llevando a cabo por el príncipe portugués Enrique, llamado por antonomasia «el navegante», (1394-1460). Él descubrió las Azores y las Islas del Cabo Verde en las costas orientales del África. Sus discípulos descubrieron todas las costas del África y llegaron a la India, dejando en pos de sí, bien trazados caminos que permitieron entablar un activo intercambio cultural y comercial con la India, China, el Japón, y algunas islas de Oceanía. El descubrimiento de América por los españoles alarmó a Portugal que, como único explorador hasta 1492, reclamaba la hegemonía del mundo. Para evitar un conflicto armado, ambas naciones decidieron apelar al papa como árbitro). A falta de un tribunal civil de jurisdicción internacional, acudieron ambas naciones a la autoridad máxima en esa época -el papado- cuyo influjo sobre el mundo occidental era indiscutible en el siglo quince.

El papa Alejandro VI dividió entonces el mundo desconocido en dos partes, tomando como punto de referencia las Islas Azores y el Cabo Verde. Un meridiano fue trazado a cien leguas marítimas al oeste de las Azores, dividiéndose así en dos sectores: el del oeste para España y el del este para Portugal. (En junio de 1494, el tratado internacional de Tordesillas cambió la línea divisoria de propiedades doscientas setenta leguas marítimas más hacia el oeste de las Azores. Este cambio de meridiano dio a España la oportunidad de colonizar en 1564 las Islas Filipinas y a Portugal grandes porciones de lo que es ahora el Brasil. El virreinato de México proporcionó barcos, dinero y soldados para la conquista de las Filipinas; por eso ese archipiélago quedó incorporado a México y permaneció como parte del virreinato hasta 1821). De este modo se dio a Portugal el derecho de descubrir África, el sur de Asia y Oceanía y a España se le concedió casi en toda su integridad el continente americano. (Ni las bulas pontificias ni el Tratado de Tordesillas concedían a España o a Portugal un dominio absoluto sobre las tierras descubiertas. La evangelización de esas regiones era el principio jurídico sobre el que se basaba la cesión. Por tanto solamente se otorgaba el dominio de la tierra en cuanto fuera necesario para la reducción de sus habitantes a la religión cristiana y a la civilización occidental).

Según fue España descubriendo, conquistando y colonizando los territorios de América fue estableciendo jurisdicciones y gobiernos para su administración. Al principio fue la Isla de La Española (Santo Domingo) la sede del gobierno de América, pero tan pronto como se conquistaron los dos grandes imperios americanos: al norte el de los aztecas y al sur el de los incas, se usaron éstos como centros alrededor de los cuales quedó organizada definitivamente la estructura política de América. Con fecha 17 de abril de 1535, México fue constituido capital del Virreinato de la Nueva España que comprendía todos los territorios americanos al norte del Istmo de Panamá; y Lima, capital del Virreinato del Perú que comenzaba en Panamá y se extendía hasta la punta sur del continente   —128→   (excluyendo Brasil que, por estipulaciones del Tratado de Tordesillas, quedó bajo la jurisdicción de Portugal).

El virreinato de la Nueva España -o Virreinato de México como por razones antes indicadas se le llama en esta obra- estaba dividido en capitanías generales: la del centro que abarcaba el actual territorio de la República Mexicana y todas las regiones del norte (Como en 1535 no se conocía la geografía de la América del Norte, el decreto que creaba el virreinato no especificó los límites hacia el norte. Los derechos del virrey de México para colonizar hasta el extremo norte de América nunca fueron puestos en duda. Sólo a fines del siglo XVIII le disputó Inglaterra los territorios de Oregón y del Canadá, así como Rusia reclamaba Alaska por las exploraciones de Bering. Como veremos en este capítulo, el virreinato de México trató de hacer valer sus derechos contra Inglaterra y Rusia, extendiendo sus trabajos de exploración hasta Alaska y defendiendo con acciones de guerra sus títulos sobre Oregón); la de La Habana que comprendía el Caribe, La Luisiana y La Florida (Debe tenerse en cuenta que en los siglos XVI y XVII se llamaba Florida a toda la extensión de tierras sobre el Atlántico del Norte y no sólo a la península que hoy lleva ese nombre. La Luisiana, tal como fue adquirida por los Estados Unidos en 1803, comprendía toda la región del oeste del Misisipí hasta Montana, con exclusión del Sudoeste) y la de Guatemala que abarcaba los territorios que constituyen hoy día las repúblicas de la América Central. Políticamente así cristalizaron en la América del Norte y del Centro las bulas de Alejandro VI y el Tratado de Tordesillas.




- II -

El decreto de ocupación


Según se ha podido comprobar en el transcurso de esta obra, los virreyes de México procuraron hacer efectivo el derecho del virreinato sobre la América del Norte. El primer virrey don Antonio de Mendoza envió navíos por la costa del Pacífico para descubrir tierras que forman hoy día los estados de California, Oregón y Washington y para tomar posesión de ellas. Hacia el centro, subieron Marcos de Niza, Alarcón, Coronado, Espejo, Oñate, etc. Todos ellos reafirmaban la propiedad de la tierra que hoy forma el Sudoeste americano a nombre del virrey de México que los enviaba y del rey de España. Más allá de los territorios del Sudoeste subieron expediciones no enumeradas en esta historia, pero cuyos vestigios se encontraban aún fehacientes en el siglo XIX, en comarcas colindantes con la frontera del Canadá. Así lo atestiguaron Lewis y Clark en su famoso viaje a través de los actuales estados de Wisconsin, Idaho y Montana. Por el lado del Atlántico, uno tras otro fueron llegando a sus costas marinos españoles desde 1513 y, muy pocos años después, capitanes, soldados y colonizadores mexicanos cuyo primer acto fue siempre tomar posesión de tierras vírgenes a nombre de España y que con sus incansables esfuerzos lograron por fin incluir esas vastísimas comarcas en el virreinato de México. (Como se ha visto en el capítulo de la colonización de Florida, fue el virrey de México quien, por espacio de casi trescientos años, sostuvo económicamente el gobierno y las misiones de la Gran Florida. El «situado» (cantidad que el virreinato enviaba para las actividades religiosas y militares de la península) llegaba periódicamente desde México y, además, se proveía desde México de cuanto hacía falta para la protección y seguridad de los colonos).

La Luisiana fue propiedad de México, según los tratados originales, pero fue colonizada originalmente por Francia. Sabido es ya que fue devuelta al imperio español en 1762 y   —129→   que fue la influencia de México la que hizo llegar esa provincia a la cumbre de su desarrollo cultural y económico.

Primero, pues, que otra nación alguna, aseguró España su derecho de propiedad sobre esas regiones hacia el norte y, al erigir a México capital del virreinato, trasmitió España (vicariamente) a su favor el dominio militar, social y político de esas inmensas posesiones. Por su parte, México afianzó su dominio sobre esas comarcas al invertir la plata de sus minas y la sangre de sus hijos para hacer efectiva esa posesión.




- III -


Acuerdos con los indios de Norteamérica

Al tomar posesión de las tierras vírgenes de la América del Norte, los exploradores evitaron atropellar los derechos de los indígenas, digan lo que quieran los propugnadores de la leyenda negra. Individualmente, algunos españoles cometieron abusos; se sabe de muchos casos en que los colonizadores les arrebataron a los indios sus alimentos, sus casas y hasta sus mujeres; pero hay un acervo enorme de documentación fidedigna para probar que, al llegar los expedicionarios colonizadores a los territorios que ahora forman parte de los Estados Unidos, los jefes expedicionarios entablaron negociaciones amistosas con los indios para arreglar de común acuerdo todos los derechos de propiedad.

En Nuevo México, por ejemplo, don Juan de Oñate, el conquistador, convocó a los jefes y delegados de los pueblos de la región para explicarles el motivo de su llegada y los términos del convenio que iba a realizarse entre ellos y el representante del rey. Según el testimonio de testigos presenciales y de las actas notariales que se levantaron de esas memorables asambleas, no hubo coacción de ninguna especie contra los indios; antes gozaron éstos de absoluta libertad para deliberar y exponer sus puntos de vista. Su decisión fue en todos los casos la de atenerse a las ventajosas condiciones que les brindaban los representantes del virrey.

Consta por documentos de la época que los españoles establecían sus habitaciones cerca de los poblados indígenas y que en algunas ocasiones tuvieron que cambiar de lugar cuando los indios mostraron descontento con su proximidad. Así ocurrió, por ejemplo, en el pueblo de Taos67.

Que hubo extorsiones y abusos, nadie lo duda; pero ni el gobierno ni la iglesia los condonaban. Muy al contrario, el rey de España, el virrey de México, los superiores de las órdenes misioneras y el mismo papa hacían incesantes exhortaciones para que se respetara la propiedad de los indios. Famosa es, entre otros documentos referentes a este asunto, la bula del Papa Paulo IV titulada Sublimis Deus fechada en Roma el primero de junio de 1527. En ella, además de proclamar la igualdad de los indios con los europeos y de afirmar que debían ser tratados como tales por las autoridades civiles y eclesiásticas, añade:

«Determinamos y aclaramos con autoridad apostólica, que los indios, aunque estén fuera de la ley de Jesucristo, en ninguna manera han de ser privados de su libertad ni del dominio de sus bienes; que libre y lícitamente pueden usar y gozar de sus propiedades; que en ningún modo se les puede hacer esclavos y que si se   —130→   hiciese lo contrario, sea de ningún valor y fuerza».


(Mariano Cuevas, Historia de la Nación Mexicana, p. 385).                


Más que en Nuevo México hubo respeto a la propiedad india en Florida y en California donde la colonización se redujo casi exclusivamente a las misiones que se erigían, no para la explotación, sino para el beneficio de los indios. Hubo ahí concesiones de tierras, es cierto; pero eran de tierras baldías y que no contaban mucho en esos inmensos territorios abiertos a todo el que quisiera explotarlos. En toda la colonización de Norteamérica apenas se sabe de algún indio que fuera privado de sus tierras; sí sabemos, en cambio, que el derecho de propiedad de los indios fue defendido durante todos los siglos de la colonia.

IV. Exploraciones en Alaska. Los derechos del virreinato de México sobre todo el norte del continente americano fue la idea motriz que alentó por tres siglos a los mexicanos -fueran éstos nacidos en México o no- a llevar a las más apartadas regiones su idioma, costumbres y religión. Fue ese anhelo de colonizar «lo suyo» el que impulsó, muy avanzado ya el siglo XVIII, la colonización de California y el establecimiento de sus grandes ciudades; y fue ese mismo empeño por conservar el suelo patrio el que, ya ante la invasión rusa e inglesa de las comarcas muy al norte del continente, lanzó al mar a los últimos navegantes mexicanos para explorar y tomar posesión -siquiera efímera y temporal- de las regiones árticas.

Desde el año de 1725 Catalina de Rusia había enviado al danés Vitus Jonassen Bering a descubrir y explorar territorios de Norteamérica. En su primer viaje (1725-1730) el nuevo descubridor pasó por el estrecho que recibió su nombre y abrió así el camino a traficantes en pieles que durante el siglo XVIII establecieron la población de Kadick y empezaron a comerciar por barco en las costas de Oregón.

Esas incursiones rusas alarmaron al virrey de México que vio en ellas un gran peligro de perder parte de sus propiedades del norte. Dadas las condiciones por que atravesaba el país a mediados del siglo XVIII, nada o casi nada se hizo para remediar la situación en el norte del continente, pero al ocupar el poder en el virreinato el emperador conde de Bucareli, se empezaron a enviar barcos y más barcos para tomar posesión formal de aquellos territorios.

A once de junio de 1774 salió de Monterrey el capitán Juan Pérez, acompañado de misioneros y marinos a bordo de la corbeta «Santiago». Subieron los exploradores por las costas del Canadá hasta el extremo sur de la península de Alaska y, aunque no encontraron lugar adecuado para establecer colonia, sí tuvieron oportunidad de escribir mapas y de entablar relaciones amistosas con los indios de la región. La fragata regresó hasta México para dar cuenta al virrey de las exploraciones realizadas.

Una fragata y una goleta salieron en seguida del puerto de San Blas, en las inmediaciones de Tepic, con órdenes de tocar tierra, tomar posesión de ella y buscar los mejores lugares para establecer puertos. Era su capitán el marino mexicano don Bruno de Ezeta68. El trece de julio desembarcaron los   —131→   tripulantes en costas de lo que es hoy el estado de Washington y tomaron posesión de la tierra. Fray Miguel de la Campa y fray Benito Sierra, misioneros de la expedición, erigieron una cruz e hicieron labor evangelizadora con los nativos. Empero, por la plaga del escorbuto que se había propagado entre los navegantes, la fragata hubo de regresar. La goleta, en cambio, siguió adelante y subió por las costas del Canadá hasta llegar a las playas de Alaska. Desembarcaron sus tripulantes a altura de 58 grados en un lugar que ellos llamaron Nuestra Señora de los Remedios: tomaron posesión de la tierra y nuevamente levantaron una cruz. Continuaron adelante hasta el grado 61 de altitud donde descubrieron un buen puerto al que llamaron de la Trinidad. Trataron de seguir adelante, pero vientos contrarios se lo impidieron, teniendo entonces que descender un poco, hasta la Bahía Bodega (llamada así en honor de un miembro de la expedición) donde anclaron el tres de octubre. Después de permanecer ahí varios días, optaron todos por regresar a Monterrey para escapar de los rigurosos fríos del invierno que ya se aproximaba.

El año de 1779 zarpó del mismo puerto de San Blas una flotilla formada por las fragatas La Princesa y La Favorita, al mando del capitán Ignacio Arteaga, mexicano por nacimiento como el jefe de la expedición anterior. Esta flotilla subió hasta una isla que llamaron Isla de Flores en las costas del Canadá, donde los tripulantes, después de tomar posesión, se surtieron de agua para seguir adelante. Siete meses duraron los expedicionarios reconociendo las costas del norte de Canadá y explorando costas de Alaska donde establecieron las ciudades de Valdez y Córdoba a los sesenta y dos grados de latitud: no lejos del lugar donde se fundó más tarde la ciudad de Anchorage.

Alegres por haber llevado al cabo su misión sin contratiempos y después de contribuir con importantes datos a la cartografía del Pacífico, regresaron a México.

Al recibir noticia el virrey Bucareli del éxito de estas expediciones, escribió al apóstol de California urgiéndole que siguiera colonizando hacia el norte para que pudiera el virreinato ocupar efectivamente los territorios de Alaska y hacer firmes así sus derechos sobre toda la América septentrional. Decía el virrey a fray Junípero:

«El puerto de la Trinidad, descubierto por don Bruno Ezeta, nos convida a un establecimiento; y, para no perder de vista ese objeto que tanta extensión puede dar al evangelio, debemos consolidar esos establecimientos y es a lo que espero contribuya el fervoroso celo de vuestra reverencia. Para podernos establecer en lo más distante ya descubierto, es preciso que esas reducciones puedan subsistir por sí en lo correspondiente a víveres, y a eso espero se dedique el celo de los padres misioneros, fomentando las siembras y la cría de ganado».


Por desgracia para México, los rusos continuaron avanzando hacia el sur y poniendo así en peligro la propiedad del virreinato sobre las costas del Pacífico del Norte. Si el derecho de primera ocupación tenía realmente preeminencia sobre el creado a favor de España y de México por la bula de Alejandro VI y el Tratado de Tordesillas, no tardarían los rusos en reclamar como suya la península de Alaska.

  —132→  

Para obtener informes fidedignos de la situación, envió el virrey una nueva expedición en 1788 a cargo del capitán Martínez69, quien regresó con muy fundados temores de que, tanto como el peligro ruso en Alaska, el peligro inglés se cernía sobre las costas de lo que se llamaba entonces California del Norte y que son ahora los estados de Washington y Oregón. Era preciso que el virreinato tomara medidas drásticas paro evitar el colapso, ya inminente, de todas esas regiones, con la pérdida de inmensos territorios que por más de doscientos años se habían juzgado propiedad de México.

Una poderosa escuadra salió de México en 1789 para salvar, por la fuerza si fuera preciso, las propiedades de México sobre las costas del Pacífico. La escuadra mexicana tuvo encuentros frente a las costas de Washington con barcos ingleses en los cuales salieron victoriosos los marinos de México. Contraatacaron los ingleses, después de recibir refuerzos de navíos que merodeaban frente a Oregón, pero nuevamente se defendieron los mexicanos con tal denuedo que llegaron a capturar varios barcos del enemigo. El disgusto de Inglaterra por la captura de sus barcos no tuvo límites; protestó ante la corte española y a punto estuvo de provocar una guerra. El primer ministro inglés alegaba propiedad de la costa canadiense fundando sus derechos en el Tratado de París de 1763, pero España los defendía con el título que le concedía su pacífica posesión desde las exploraciones de Vizcaíno en 1602. Por fin, ambas naciones convinieron en firmar el Tratado de 1790 sobre la propiedad del territorio de Nutka (Nootka). El coronel mexicano don Juan Manuel de Alba fue el encargado de poner en ejecución el tratado. Fue este oficial a Nutka, devolvió a Inglaterra los barcos confiscados, pero hizo que se bajara la bandera inglesa y reafirmó la propiedad del virreinato sobre Nutka que, por mucho tiempo, siguió siendo abastecida periódicamente por barcos de la flota mexicana.

Nuevamente surgieron dificultades con Inglaterra cuando, en 1792, el capitán inglés George Vancouver reclamó para su patria las tierras al norte del Estrecho de Juan de Fuca, al norte del actual estado de Washington. La isla al norte de ese estado pertenecía, según él, al Canadá; según el representante del virrey pertenecía a México por haber sido explorada por el marino del virreinato de México, Juan de Fuca, que desde el siglo XVI le había dado su nombre.

Tratando de llegar a un acuerdo con Vancouver, salió de San Blas don Francisco de la Bodega, comisionado del virrey. Nada se pudo dilucidar respecto a la propiedad de la isla, pero México entonces despertó a un interés mayor sobre los territorios del norte. Ese mismo año de 1792 salieron del paraíso tropical de Acapulco las goletas La Sutil y La Mexicana rumbo a las heladas regiones del Canadá. Iban comandadas por los capitanes Dionisio Galindo y Cayetano Valdés. Su intento era la exploración del Estrecho de Juan de Fuca, porción del Pacífico que divide actualmente el estado de Washington de las tierras del Canadá. Cumplieron su misión, entraron por el estrecho hasta rodear la península de Olimpia y alcanzaron a divisar la majestuosa cúspide del Renier.

La suerte, sin embargo, estaba ya echada. Inglaterra se había adueñado ya de esas regiones y los marinos mexicanos no podían, desde los convenios de 1790, establecer colonias en esas tierras que, aunque teóricamente pertenecían al virreinato, habían sido   —133→   invadidas por los cazadores de martas de la poderosa Albión. Para esas fechas también Alaska había quedado totalmente dominada por los rusos.

A principios del siglo XIX se paralizaron todos los intentos de exploración y colonización del norte por causa de las guerras de independencia. En 1818 Inglaterra, que se había quedado dueña de los territorios al norte de California, firmó un tratado con los Estados Unidos por el cual tanto Oregón como el actual estado de Washington se considerarían en adelante tierra abierta a cazadores y mercaderes de ambos países.

Como se ha dicho ya en los capítulos dedicados a la colonización de Florida y de Texas, el embajador de España en Washington vio en 1819 que la ocupación de Oregón por los americanos era ya un hecho consumado y pensó que el virreinato de México saldría ganancioso de un tratado por el cual se obtuviera el reconocimiento de Texas como territorio mexicano a cambio de la cesión de Florida, de Oregón y de Washington a los Estados Unidos. Las autoridades americanas acogieron con agrado la proposición del embajador y España firmó ese mismo año de 1819 un convenio con Washington cediendo a los Estados Unidos las regiones comprendidas desde los límites oeste de La Luisiana hasta las costas del noroeste del Pacífico. Con ese tratado concluyó, automáticamente, el dominio de México sobre esos territorios.

Con la cesión mexicana del sudoeste en 1848 y la compra de Alaska a Rusia, toda la América Septentrional al norte del Río Grande vino a quedar en manos de Inglaterra y de los Estados Unidos. ¡Así se iba cumpliendo el sueño de Jefferson! ¡Así tomó cuerpo en América del Norte el Destino Manifiesto de nuestra nación!






ArribaAbajo- XXIII -

Contribuciones de los mexicano-americanos al progreso económico de los Estados Unidos


Todo cuanto se ha dicho en el curso de esta obra queda abarcado en el título del presente capítulo. Ángel Cabrillo, el descubridor de California; don Juan de Oñate, el conquistador de Nuevo México; Juan Bautista de Anza, etc., todos cuantos realizaron obras de exploración o colonización en territorios que forman ahora la Unión Americana hicieron contribuciones importantísimas a este país. Ellos -y los millares de hombres y mujeres que figuraron en sus expediciones- estaban ya forjando una patria. Su trabajo, sus esfuerzos, su vida, su presencia misma en estas tierras constituía una aportación al futuro de la nación americana.

Pero ahora vamos a estudiar las aportaciones que los mexicano-americanos hicieron durante trescientos años al acervo económico de nuestra patria, trayendo árboles frutales, plantas alimenticias, animales de trabajo, materias primas para la industria, etc. (Se da aquí el nombre de «mexicano-americano» a todo hijo de México, o naturalizado en el virreinato de México, que vino a territorios que son ahora parte de los Estados Unidos y que, en alguna forma, influyó en el proceso de este país). Todos los elementos básicos   —134→   de la vida y de la civilización que eran desconocidos en estas regiones y que llegaron de México importados por los conquistadores, mandados por los virreyes o amorosamente transportados por los misioneros.


- I -

Desde antes de 1492 México había surtido de ideas, y de productos alimenticios a los habitantes del Sur de los Estados Unidos. Enumeraremos aquí sólo los más importantes, siguiendo el parecer del Lic. Heriberto García Rivas en su interesante obra Aportaciones de México al Mundo70.

El maíz. Según conjeturas de la ciencia antropológica, el maíz apareció sobre la tierra en México hace unos 16000 años. No pertenece a ninguna familia conocida y fue obtenido por los indios en la región de las Huastecas mediante un proceso de hibridación. De ahí se propagó poco a poco a través de milenios por las regiones del norte, donde el profesor Paul C. Mongesdorf halló ejemplares prehistóricos en unas cuevas de Nuevo México, y por la zona del Caribe, donde Colón lo conoció en su tercer viaje. El maíz fue por más de diez mil años la base de las grandes civilizaciones indias y aun hoy día es fundamental para la alimentación del hombre y del ganado. Además es una fuente extraordinaria de riqueza pues de él se extraen almidón, dextrina, glucosa, azúcar, aceite, disolventes y lacas, xilosa, cartón, papel, seda artificial, sémolas y muchos otros productos.

El tomate. Su nombre se deriva de la palabra tomatl o xitomatl con que fue conocido por los indios de México miles de años antes de la conquista. Actualmente se usa en los cinco continentes. Llegó a España en el siglo XVI y al sur de los Estados Unidos había pasado desde tiempo inmemorial pues ya los descubridores encontraron ahí plantíos de este fruto.

El frijol. Los indios mexicanos llamaban a los frijoles ayacotl y fueron los primeros en el mundo en cultivarlos. De México pasaron a los países del norte y en el siglo XVI a España. En Francia el nombre mexicano ayacotl se convirtió en haricot; en Italia, se inventó un nuevo nombre: fiesoles del que los españoles sacaron la palabra frijoles.

El chile. Figuraba en la farmacopea azteca como uno de los remedios principales. Su nombre era tzilli. De la planta original se derivaron los chiles dulces o pimientos.

El aguacate. Árbol frutal originario de México y su nombre se deriva de la palabra náhuatl ahuacatl. Avocado o Avocat (en francés) son corrupciones del nombre mexicano.

El cacao. Los indios mexicanos cultivaban el cacao siglos antes del descubrimiento del Nuevo Mundo y su fruto servía no sólo de alimento sino también de moneda. Era, por tanto, un producto muy valioso. El emperador Moctezuma recibía sólo de la ciudad de Tobago 160 millones de boyas de cacao con las que se le preparaban diariamente   —135→   cincuenta tazas de chocolate. De México se propagó el cacao por todos los países vecinos especialmente en los trópicos. Cortés envió el primer cacao a Carlos V en 1529. De España pasó a Francia y de ahí a la corte austriaca.

El chocolate. Con el cacao se hace el chocolate, cuyo nombre es netamente mexicano así como el producto que fue conocido por Cortés en la mesa de Moctezuma. El chocolate es actualmente un producto que, por usarse en muchas formas, constituye una fuente de riqueza para nuestro país.

La vainilla. La Academia de Ciencias y Artes Gastronómicas de París rindió en 1921 un homenaje «al indio anónimo que arrancó a la naturaleza el secreto de la vainilla», homenaje que -dice acertadamente el Lic. García Rivas- fue para México, ya que en México fue donde se descubrió esa maravillosa orquídea aromática que es originaria, como el maíz, de la Huasteca.

Frutas. Son originarias de México y de ahí se extendieron al resto del mundo: la piña o anona, la guayaba, el cacahuate y la papaya. La piña la cultivaron, antes que nadie en el mundo, los aztecas y fue enviada por Cortés a Carlos V de España, de donde se propagó por las tierras de los trópicos constituyendo ahora una fuente de ingreso muy considerable. El cacahuate cacahuatl en idioma náhuatl. Según el doctor George Washington Calver, se obtienen más de trescientos usos de esa raíz bulbosa, tales como cremas, aceites, pinturas, plásticos, gomas, etc. La papaya tiene muchas aplicaciones en medicina.

El pavo común (Guajolote)71.

Según la Enciclopedia Británica, fueron los aztecas quienes, siglos antes de la llegada de los españoles, domesticaron esta ave, y mezclándola con otras de la misma especie, lograron obtener de ella una carne blanda y sabrosa. En ninguna otra parte de América se conocía esta clase de pavo hasta que los españoles la llevaron a Europa donde tomó varios nombres y donde pronto se hizo muy popular. A nuestro país llegó por dos direcciones: de México y de Inglaterra de donde la trajeron los primeros colonizadores ingleses.

El hule. El árbol del caucho o hule fue cultivado por los olmecas, indios prehistóricos, más de dos mil años antes de la llegada de los españoles. Desde entonces lo usaban los indios para fabricar pelotas para sus juegos sagrados. Por toda la extensión de México lo mismo que en algunos lugares de Arizona pueden verse estadios donde se practicaba este deporte.

  —136→  

El chicle. Los indios de México masticaban tzictli que extraían del árbol del zapote blanco oriundo de las cálidas regiones del sureste mexicano; pero nadie más en el mundo practicaba esa costumbre tan común ahora, hasta que el americano Tomás Adams pensó en las ganancias que podría obtener industrializándolo y vendiéndolo en los Estados Unidos. Adams se hizo rico en 1869 con este producto mexicano. En 1907 se gastó un millón de dólares en la publicidad del chicle, pero ya en 1910 esa industria produjo sólo para uno de sus fabricantes -William Wrigley- la cantidad de cuatro millones y medio de dólares.

El algodón. A diferencia de los productos hasta aquí mencionados, que no se conocían en ninguna parte del mundo hasta que los mexicanos se los obsequiaron, el algodón sí se conocía en Europa antes de 1492. Sin embargo, era de distinta especie. El algodón de México se originó en el suelo mexicano y de ahí vino a las regiones de Arizona y Nuevo México muchos años antes de la conquista. En tiempo de Moctezuma era México un gran productor de algodón. Se calcula que la producción anual de fibras y telas sólo en la meseta central ascendía a 50000 toneladas. Diez años después de la conquista, México exportaba grandes cantidades de algodón a Europa. Desde entonces el mundo empezó a cultivar el algodón mexicano gossympium hirsutum, por considerarlo de mejor calidad que el originario de la India.

Otras fibras. El ilustre arqueólogo mexicano doctor Alfonso Caso dice que «el cultivo de las plantas que producen fibras es una de las contribuciones más importantes que el indio de Mesoamérica ha hecho a la economía del mundo»72. El algodón actual, el henequén, la pita, el ixtle y la raíz de zacatón han duplicado el conjunto de fibras usadas por la cultura europea. Del henequén se hacen sogas, lazos, cordones, cables, calabrotes, hamacas, redes, sacos, costales y la seda artificial mexicana, o artisela. El plástico moderno se obtiene de la mezcla del henequén con polyaterina y sirve para fabricar tanques de aviones, puertas y muchos otros objetos de aplicación industrial.

El añil. Se usan actualmente en el mundo más de doscientas especies de la indigofera cistatis y todas ellas se derivan de las plantas originarias de México. «En un principio, durante la Colonia, se cultivaba el añil en toda la Nueva España; pero pronto la Corona española no vio con simpatía su explotación, por considerar que tal industria era altamente dañosa para la salud de los indios. Así, en 1579, se hizo extensiva en el virreinato mexicano la Real Cédula, dada con anterioridad para Guatemala, prohibiendo el cultivo del añil porque, se decía, "debe preferirse el bien y conservación de los indios, más bien que el aprovechamiento que pueda resultar de su trabajo, mayormente donde interviene manifiesto peligro y riesgo de sus vidas". En cambio de ello se fomentó el uso de la grana»73. La grana, «uno de los más preciosos frutos que se crían en nuestras Indias Occidentales, mercadería igual como el oro y la plata»74.

Flores. La poinsettia o Flor de Nochebuena es uno de los más bellos regalos que ha hecho México a los Estados Unidos y al mundo. Es originaria de Taxco, donde los indios   —137→   la obtuvieron mediante injertos de varias plantas y por la hibridación de sus semillas. Antes de la conquista, adornaba los invernaderos de Netzalhualcóyotl y Moctezuma. Vino a los Estados Unidos cuando el primer ministro de nuestro país en México, envió a su tierra natal, Carolina del Sur, unas semillas de esa planta con instrucciones de cómo cultivarla. A su regreso a los Estados Unidos dedicó su tiempo y sus energías a propagarla logrando así que se le diera su nombre a la flor e ingentes ganancias económicas. Se cree que su mercado anual representa más de 200 millones de dólares.

La dalia. Los mexicanos domesticaron y cultivaron amorosamente esta flor que es el símbolo de México. Según el sabio botánico don Francisco Hernández, es originaria de Cuernavaca, donde los indios la obtuvieron cruzando numerosas variedades de plantas. En 1784 obtuvo el abad Cabanilles, director del Jardín Botánico de Madrid, las primeras semillas de esa flor que salieran de México. El padre Cabanilles las sembró y cuidó las plantas con esmero logrando una variedad que denominó Dahlia variabilis en honor de su amigo, el botánico sueco. Dahl sembró varios bulbos en Dinamarca de donde pronto se propagó por todos los países nórdicos especialmente en Holanda, donde constituyó pronto uno de sus más lucrativos negocios. Los ingresos de Holanda por el comercio de las dalias asciende a más de 50 millones de dólares anuales. Francia obtiene 500 millones de francos en sólo una semana, la semana en que se celebra en París la Exposición de las Dalias.

Las orquídeas. «Todas las especies de orquídeas que existen en el mundo, dice García Rivas, son originarias de México»75. Los indios cultivaban una enorme variedad de ellas. Actualmente se calcula que existen en la república más de dos millones de variedades de orquídeas. Los indios las venden a precio bajo pero en los Estados Unidos, donde son muy estimadas, se cotizan muy bien. Una orquídea mexicana (cinco bulbos, y una guía) se vendió en 10000 en los Estados Unidos, según afirma Heriberto García Rivas. La Laelio grandiflora fue cultivada en Michoacán y se vendió en Nueva York en 5000 dólares.




- II -

A raíz del descubrimiento del Nuevo Mundo principió entre Europa y América un intercambio de productos que constituye, quizá, el capítulo más fabuloso y apasionante en la historia de la humanidad. América -con México a la cabeza- empezó a enviar al Viejo Mundo las riquezas que atesoraba no sólo en oro y plata sino en cosas más útiles y delicadas: alimentos, fibras, plantas medicinales, flores, etc.

La magnificencia de la corte de Moctezuma con todos los atractivos que habían cautivado la admiración de Cortés y de sus soldados se volcó en España de donde otras naciones recibieron flores y frutos tropicales, jamás imaginados.

Exuberante como fue, sin duda, la contribución de América a Europa, quedó muy por abajo, no obstante, de las aportaciones que España hizo a América. Al ser descubierto   —138→   el Nuevo Mundo mandó la reina Isabel que trajera Colón semillas, plantas e implementos de trabajo desconocidos en América. Años después, el conquistador Hernán Cortés nombraba a su padre don Martín como su agente para buscar en España cuantos animales, plantas medicinales y otra infinidad de objetos se necesitaban en México, y con insistencia pedía al emperador -que no dejara salir barcos con destino a la América a menos que trajesen a bordo plantas y animales útiles de este lado del océano. Fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México hacía la misma petición: «Que los oficiales de la Contratación de Sevilla envíen en los navíos toda planta de todo género de árboles y viñedos, según fuere el navío, y que se le haga traer hasta Veracruz proveído de agua, de manera que no se le pierda ni se seque por el mar».

De este modo, México se convirtió en el puente por el que pasó, rumbo a nuestros territorios de California, Arizona, Nuevo México, Texas y las demás regiones de los Estados Unidos, toda aquella inmensa variedad de animales, plantas, flores, aperos de labranza y útiles totalmente desconocidos por los indios de estas comarcas.

Entre los animales que España dio al Nuevo Mundo enumera García Rivas los siguientes: vaca, gallina, cabra, cerdo, carnero, pato, paloma, caballo, mula, burro y gato. Entre las plantas: olivo, morera, caña de azúcar, trigo, arroz, cebada, vid, naranjo, manzano, plátano, peral, fresa, durazno, membrillo, albaricoquero, cerezo, higo, datilero, granada, melón, limón, toronja, lima, castaña, ciruela y melocotón. Entre las legumbres: ajo, repollo, zanahoria, coliflor, remolacha, rábano, acelgas, espárragos, nabos, chícharos (guisantes), habas, lentejas, alcachofas, lechuga, trufas y algunas clases de cebollas. Entre las flores: rosas de Alejandría, jazmines, claveles, violetas, azucenas y otras muchas76. Se tratará aquí en particular solamente de los más importantes de estos productos.

El caballo. Es oriundo de América, pero desapareció de nuestro continente hace muchos miles de años y cuando Cortés trajo algunos de ellos para la conquista, los indios sentían miedo de su aspecto arrogante y feroz. Más caballos llegaron después y, como había en México muy expertos caballistas, pronto llegaron a multiplicarse extraordinariamente conservándose siempre de pura raza y en las mejores condiciones para la equitación. Todos los exploradores y colonizadores que partieron de México trajeron caballos a nuestros territorios donde se aclimataron pronto y se multiplicaron también en tal extremo que en grupos de millares de ellos recorrían las praderas causando daños en los sembradíos y pánico a sus habitantes.

El ganado vacuno. Sabido es que no había ni toros, ni vacas en América antes de la llegada de los españoles. Cortés los trajo a México y ahí se reprodujeron con extraordinaria rapidez. En 1541 Coronado trajo algunos de estos animales a Nuevo México para sustento de los miembros de su expedición. No se sabe con certeza si algunos de esos animales quedaron aquí a la partida de los españoles, pero sí es un hecho que don Juan de Oñate, en 1598, incluyó en su lista de importaciones, de México gran cantidad de toros y vacas no ya sólo para alimento de su gente, sino, sobre todo, para el establecimiento de establos y ranchos en las nuevas tierras. De esa fecha acá no cesó de entrar ganado vacuno traído desde México por los hacendados de Nuevo México, por los   —139→   exploradores y, sobre todo, por los misioneros. (En algunas ocasiones ciertos descubrimientos tardíos dejaron informes escritos sobre productos y animales encontrados en estas regiones y que ellos creyeron ser oriundos de aquí. Así, por ejemplo, en 1598 el inglés White anunciaba a su reina el encuentro de viñas en las costas, de la Bahía de Chesapeak. White, pues, creyó ser la uva indígena de esas tierras, pero olvidaba que por ahí habían pasado colonizadores españoles desde 1527 y que en la segunda mitad del siglo XVI, los jesuitas habían establecido misiones en toda esa comarca importando muchos productos ahí desconocidos y enseñando a los indios a cultivarlos. Las viñas que encontró White muy bien pudieron ser residuos de plantíos anteriores. También sucedió algo parecido en 1680 con las vacas encontradas en Texas por los soldados del capitán don Alonso de León. Esas vacas habían quedado abandonadas por otros exploradores cuando, por cansancio, se negaron a caminar de regreso a México).

En algunas ocasiones llegaban aquí en rebaños de miles de cabezas, como en 1716, cuando fray Margil de Jesús que traía acopio de animales por él mismo recogidos para Texas, encontró que otros franciscanos conducían ya más de mil cabezas de ganado con el mismo fin. Innumerable cantidad de toros, vacas y becerros entraron desde Baja California para las misiones de fray Junípero, y, en Arizona, el padre Kino transportaba, en incesantes peregrinaciones, millares de esos mismos animales para los indios de sus misiones. Con el ganado obtenían estas regiones una fabulosa riqueza en pieles, leche, mantequilla, quesos, cuyos beneficios ascendían a cantidades fabulosas.

El burro. La rueda. En América no había animales de carga. Tampoco se conocía la rueda. El transporte tenía que hacerse sobre las espaldas de los indios. Dos hombres compasivos se movieron a piedad en México: Cortés y fray Juan de Zumárraga. Ellos trajeron los primeros burros a América. El beato fray Sebastián de Aparicio implantó el uso de la carreta, dándoles a conocer así a los indios el valor de la rueda como medio de transporte. Pesadas carretas subían periódicamente desde la ciudad de México al norte trayendo alimentos, semillas, muebles y artefactos para las misiones. Los indios de estos territorios recibían con el burro y la rueda dos instrumentos más para aliviar sus fatigas.

El trigo. No se conoció el trigo en América antes de 1493 en que Colón en su segundo viaje trajo el que se sembró en la isla de Santo Domingo. La llegada de este importantísimo grano a México es referido por el secretario de Cortés, Francisco López de Gómara, en su libro Historia de las Indias: «Un negro esclavo de Cortés que se llamaba, según pienso, Juan Garrido, sembró en un huerto tres granos de trigo que halló en un saco de arroz; nacieron dos y uno de ellos tuvo 180 granos; tornaron luego a sembrarse aquellos granos y poco a poco hay infinito trigo». Cortés, en cuyo huerto se cosechó el primer trigo de México, premió a Juan Garrido con una parcela que se transformó pronto en un hermoso huerto plantado con hortaliza y verduras de las que llegaban en los barcos de España de esa huerta se extendieron por todo México y muy pronto también por los territorios de nuestro país. El renombrado historiador Herbert Bolton afirma que el trigo que se cría en California debe su origen a los granos de esa gramínea obsequiados por el padre Kino a un cacique de Yuma77.

Animales domésticos y legumbres. Si como hombre cometió Cortés errores, hay en cambio a su favor un gran cúmulo de méritos que justifican el título que le dan algunos historiadores de «Padre de México». Además del caballo, del ganado y de animales de transporte que introdujo en México, a él debe Norte América la mayor parte de las hortalizas, árboles frutales y otras plantas que vinieron a enriquecer la dieta y la vida de los habitantes de este continente.

El conquistador mexicano estableció haciendas -verdaderas granjas de experimentación-, donde se aclimataban los vegetales llegados de España; a esas granjas llegó la caña de azúcar, traída anteriormente por Colón a las Antillas y plantada por Cortés en Tuxtla, Veracruz, desde 1519. A esas granjas de Cuernavaca, Vista Hermosa, Cuautla, Coyoacán, etc., llegaron también muchas otras plantas y semillas, y árboles frutales como el manzano, el naranjo, la toronja, que, cultivados con amor, se propagaron rápidamente por el suelo mexicano, y aún llegaron a las apartadas regiones del norte.










ArribaBibliografía

Baegert, Jakob, Observation in lower California (Translated from original German by M. M. Brandenburg and Carl L. Baumann), University of California Press Berkeley, 1952.

Baker, Nina, Juan Ponce de León, Knopf, 1957.

Bannon, John Francis, Bolton and the Spanish borderlands, University of Oklahoma Press Norman, 1964.

Bauer, Helen, California Mission Days, Doubleday, 1951. Beard, Annie E., Our foreignborn citizens, Crowell, 1968. Behrens, June, Who am I?, Elk Grove, 1968.

Bolton Herbert E., Rim of Christendom, Russell and Russell, New York, 1960.

Bolton, Herbert Eugene, The Spanish Borderlands, Yale University Press New Haven, Connecticut, 1921.

Burma, John H., Spanish speaking groups in the United States, Duke, 1954.

Carrillo, Pablo Carrera, Fray Junípero Serra, civilizador de las Californias, Jus, 1960, México, D. F.

  —141→  

Caughey, John W., California, Prentice, 1953.

Chernoff, Dorothy A., ed., Call us Americans, Doubleday, 1968. Colorado, Antonio, América de todos, Rand, 1967.

Cooke, Phillip St. George, The conquest of New Mexico and California in 1846-48, Río Grande Press Chicago, 1964 (Reproduced from 1878 ed.).

Cooke, Phillip St. George, The conquest of Mexico and California, Horn and Wallace Alburquerque, New Mexico, 1964.

Trueba, Alfonso, California, Tierra perdida (dos vol.) Jus, México, 1958.

Trueba, Alfonso, Ensanchadores de México, Jus, 1959, México D. F.

Trueba, Alfonso, Expediciones a la Florida, Jus, 1955, México, D. F.

Cuevas, Mariano, Historia de la Nación Mexicana, México, D. F., 1940.

Davis, Edwin Adam, Louisiana, the Pelican State, Louisiana State University Press Baton Rouge, 1959.

Day, A. G., Coronado and the discovery of the southwest, Meredith, 1967.

Faulk, Odie B., The last years of Spanish, Texas, The Hague Monton, 1964.

García Rivas, Heriberto, Aportaciones de México al mundo, Diana, 1964 México, D. F.

King, Spencer Bidwell, Georgia voices; a Ducumentary History to 1872, University of Georgia Press Athens, 1966.

Koch, Adrienne and Peden, William, The life and selected writings of Thomas Jefferson, The Mordern Library, New York, 1944.

Mallo, Jerónimo, España: Síntesis de su civilización, Scribner, 1957.

Ocaranza, Fernando, Crónica de las provincias internas de La Nueva España, Unam, 1964, México, D. F.

Perrigo, Lynn Irtvin, Our Spanish Southwest, B. Upshaw Dallas, 1960.

Ríos, Eduardo Enrique, Fray Margil de Jesús, Apóstol de América, Jus, 1964, México, D. F.

Rolle, Andrew, California; A history, Crowell New York, 1963.

  —142→  

Sánchez, George I., Forgotten people, C. Horn, 1967.

Shea, John Dawson G., Narr. and Crit. Hist. Am.

Tepaske, John Jay, The governorship of Spanish Florida.

Villagrá, Gaspar Pérez, Historia de la conquista de la Nueva México, Alcalá, 1610.

Waterhouse, Edith B., Serra: California conquistador: A narrative history, Parker and Son Inc., 1968.

Wellman, Paul I., Glory, God and Gold, Garden City, New York, Doubleday, 1954.