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Novela y modernidad venezolana entre 1920 y 1940

Katharina Niemeyer




Introducción

Venezuela en 1928. Como Arturo Uslar Pietri iba a recordar medio siglo después, en aquel entonces:

Venezuela era un país increíblemente aislado del Mundo. Las cosas importantes pasaban lejos y su eco nos llegaba tarde y de manera incompleta. El régimen político y la pobreza se unían para rodeamos de un ancho foso asordinado que los libros, las informaciones y los viajeros atravesaban con dificultad1.


Sin embargo, 1928 era también el año en el cual se manifestaba:

la presencia activa de nuevas fuerzas sociales en la vida política y cultural del país. En lo político, tanto las ideas reformistas como las revolucionarias comienzan a cristalizar orgánicamente en las luchas antigomecistas, como expresión de los dos sectores que formarán la base social de la nueva oposición: pequeña burguesía (y capas medias) y proletariado. En lo cultural, es el año en que irrumpe la insurgencia juvenil de la Vanguardia contra los epígonos de un Modernismo ya bastante desfasado.


(Osorio [1978] 1994: 23)                


Precisamente la heterogeneidad de la situación, tan patente en las contradictorias reconstrucciones posteriores, pone al descubierto el problema que en Venezuela y en toda América Latina se planteaba en aquel momento con inusitada urgencia y que desde entonces no ha perdido su virulencia: el problema de cómo, en qué medida -y para qué- la periferia se integra en la modernidad, tanto la socio-económica como la estética. Desentrañar las múltiples respuestas/propuestas literarias que en la novela venezolana de los años entre 1920 y 1940, años cruciales en la formación de la novela contemporánea, se formulaban frente a este haz complejo de cuestiones, configura el objetivo del presente estudio.






La modernidad I: el contexto histórico-social

Básicamente, en la época de entreguerras la modernización se presentaba en Venezuela bajo las mismas formas que en los otros países hispanoamericanos. No obstante, había factores que le conferían un cariz particular. Modernización económica y personalismo eran los dos pilares del sistema político gomecista, promoviendo el tránsito de un país agrario y caudillesco a otro, monoproductor de materia prima energética. Pero esa entrada dependiente de una Venezuela petrolera en el orden capitalista mundial (neocolonial) conllevaba una serie de desajustes. Entre ellos destaca el hiato entre la modernización económica, infraestructural y urbanística a raíz de la explotación del petróleo -que de un millón de barriles anuales en 1920 se aumentó a 150 millones de barriles en 1935-, por un lado, y el estancamiento político y cultural debido a la larga dictadura, por otro. El desarrollo de la industria petrolera -en manos de inversores extranjeros- traía prosperidad y ocasionaba los citados cambios sociales a la vez que acentuaba la diferencia entre los centros que se beneficiaban del progreso y las regiones rurales agrarias, cada vez más marginadas. Así, los proyectos entre reformistas y revolucionarios de la nueva oposición antigomecista habían de enfrentarse tanto a los múltiples desfases de la modernización en el propio país, como a la situación dependiente y ««atrasada» de Venezuela respecto de la llamada modernización universal. Y nadie podía sospechar a principios de 1928 que ya a finales del año siguiente este orden mundial iba a derrumbarse. Gracias a la exportación del petróleo, Venezuela se salvó de las consecuencias desastrosas de la crisis económica -incluso pudo solventar la deuda externa en 1930-; tampoco vivió el cambio de régimen político que el fin de la era de prosperidad causó en la mayoría de los otros países del Continente. La dictadura de Gómez, cada vez más dura después de la represión de las protestas de 1928, terminó recién con la muerte de éste en 1935. No obstante, a raíz de la crisis de 1929 también en Venezuela se empezaba a cuestionar la ideología oficial del progreso burgués y del liberalismo (económico). Y después de 1935 la politización de amplios sectores sociales, característica de la década a escala internacional, se acrecentaba cada vez más, dando lugar, finalmente, a una democratización y una movilización social extraordinarias en el contexto latinoamericano de la época de posguerra2.




La modernidad II: el contexto literario

En el ámbito cultural y concretamente en el literario, durante los años 20 y 30, se aceleraba y agudizaba el proceso de diferenciación en torno a la noción de la modernidad estética. Sobre el tapete se hallaban no sólo la cuestión de las marcas de modernidad y de los criterios según los cuales determinarlas, sino asimismo la posición y función del ámbito de lo estético en y para el proceso de la modernidad en general. Históricamente se ofrecían en la época dos posibilidades de cómo entender/practicar la relación entre este ámbito y las otras esferas de la racionalidad moderna -la cognitiva y la evaluativa-, cuya auto-nomización señala, como ya explicaba Max Weber, el proceso de la modernización universal iniciado en las postrimerías del s. XVIII3. La una -predominante en Latinoamérica a partir de la institucionalización de un discurso literario propio en los últimos decenios del s. XIX- consiste en adjudicar al ámbito de lo estético una función complementaria o compensatoria respecto de la modernidad (burguesa)4. Es decir, el arte debía satisfacer los deseos de integridad, unidad y sentido, que en las otras esferas diferenciadas de la sociedad necesariamente ya no se podían tomar en consideración. No obstante la posición crítica frente a la modernidad -en tanto que se la reconocía como necesitada de compensación-, esta determinación de la función del arte participaba de la misma lógica de la modernidad y desembocaba en la afirmación de la supremacía del proceso de la modernización burguesa y en su estabilización a través del «descargo» de sus consecuencias negativas. Ello no excluía la modernización de los contenidos y modos de expresión artísticos en atención a la «realidad actual». Pero había de ser una renovación estética moderada y, sobre todo, firmemente orientada hacia la función de proporcionar experiencias de unidad y sentido en/frente a las circunstancias socio-históricas del momento.

La otra posibilidad se caracteriza por concebir el desarrollo de lo estético en íntima correspondencia con el de las otras formas de la racionalidad moderna. El viraje hacia esa noción se debe históricamente a la creciente autodinamización del desarrollo artístico en correlación con la velocidad cada vez más vertiginosa de los cambios socioeconómicos, científico-técnicos, etc. Ya a mediados del s. XIX empezaba a realizarse -en parte del ámbito estético europeo, primero y más claramente en la obra de Charles Baudelaire- «a major cultural shift [...] to an aesthetics of transitoriness and immanence, whose central values are change and novelty» (Calinescu 1977: 3). Las Vanguardias históricas indudablemente representan el apogeo de este proceso, que en Hispanoamérica tenía su primer despliegue en el Modernismo. En ellas cundió en una redefinición de la modernidad misma, esto es, en el firme deseo de cambiar la función y posición de lo estético para con las otras esferas del actuar social, reproyectando sobre el conjunto de la sociedad las cuestiones supuestamente «marginales» que habían sido relegadas a este ámbito. Sin dejar de reivindicar el estado autónomo del arte -al contrario, ahora se lo afirmaba más insistentemente que nunca, como condición de posibilidad del cambio anhelado5-, los movimientos históricos de Vanguardia oponían al dominio de la racionalidad (instrumental) moderna una «estética de la resistencia» y otorgaban así a la modernidad estética una función contestataria frente a la modernidad (burguesa)6. Es decir, en vez de la crítica social -en cuanto tal conforme a la misma lógica de la modernización-, se orientaban hacia la crítica cultural: sin revolución de la conciencia no habrá revolución social que valga. En último término se trataba, pues, de para qué y cómo el arte podía y debía influir activamente en la dirección (futura) del proceso de la modernidad.

Pero para las Vanguardias en América Latina se planteaba esta tarea de manera particular. Mejor dicho, se planteaba así, pero desde una perspectiva marcada por la conciencia de la propia modernidad periférica. Los problemas que, por consiguiente, acosaban el proyecto vanguardista, los ha esbozado con gran plasticidad Antonio Cornejo Polar (1994: 166s):

si por una parte se trataba de [...] generar una auténtica y libérrima renovación artística y si, por otra, se experimentaba una intensa desazón frente al riesgo de producir una literatura en la que la modernidad no pasara de ser [...] una engañosa cosmética que nacía y moría en un solo gesto de inautenticidad, y todo ello bajo la desasosegante conciencia de vivir en un mundo insoportablemente arcaico, inclusive tomando en cuenta los modestos procesos de modernización de esos años, entonces los proyectos literarios de ese momento tenían que transitar por un campo peligrosamente minado por incoherencias de todo tipo.



Sin embargo, el problema de la modernidad periférica preocupaba no sólo a las Vanguardias. La redefinición de la modernidad y de la propia posición en el campo de tensión entre periferia y (supuesto) centro, configuraba un reto al cual respondía, a su modo, también la llamada vuelta hacia lo autóctono y hacia la estética realista de tradición decimonónica, o sea, el Regionalismo o Criollismo, la corriente (novelística) dominante en toda América Latina durante la época de entreguerras. Detrás de su intento de romper con la orientación de la literatura latinoamericana hacia las avanzadas europeas típica del Modernismo, se hallaba el deseo de enfrentar las relaciones de dependencia y asimetría con medios literarios (cfr. Ille/Meyer-Minnemann/Niemeyer 1994: 101-102). Y a la vez se reafirmaba así la función moderna de la literatura en un momento en el cual el proceso de modernización social parecía más acelerado que nunca -y por lo tanto más necesitado de complementación.




Novela y modernidad en los años 20

Es así como la corriente criollista, iniciada en Venezuela con Peonía (1890), de Manuel Vicente Romero García, y continuada entre otros por Luis M. Urbaneja Achelpohl, llegó a su primer apogeo en los años 20, a la vez que el Modernismo vivía su trivialización definitiva en Peregrina, o el pozo encantado (1921), la última novela de Manuel Díaz Rodríguez. El impacto del paradigma realista-regionalista se manifestaba aun en las obras que ya a principios de la década buscaban el ensanchamiento de los moldes establecidos, como por ejemplo la novela Después de Ayacucho (1920), de Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), los Cuentos grotescos (1922) y La casa de los Abila (escrita entre 1919 y 1921, publicada en 1946), de José Rafael Pocaterra (1889-1955), así como, desde luego, Ifigenia. Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba (1924), de Teresa de la Parra (1895-1936). Estas obras coinciden en ofrecer una visión sumamente crítica de la actualidad venezolana o, en el caso de Después de Ayacucho, de la historia nacional. Plantean el problema de la modernidad ante todo en el plano del contenido, donde su tratamiento deja vislumbrar una versión «modernizada» de la clásica dicotomía sarmentina de civilización vs. barbarie. Tanto La casa de los Abila como Ifigenia, para citar los ejemplos más conocidos, exponen la falta de modernidad socio-cultural «auténtica» como rasgo principal de sus universos venezolanos Acciónales, dominados por un conservadurismo «bárbaro» que, a lo máximo, se sabe adornar con algunos signos exteriores de la modernización, como el automóvil o el teléfono. A María Eugenia, la trágica protagonista de Ifigenia, al final de su «domesticación» -o destino de un Bildungsroman fracasado7- sólo le quedan como las últimas insignias de mujer moderna los dessous parisinos de su trousseau -y ya ni éstos se quiere poner (de la Parra 1992: 481). Únicamente los narradores -en el caso de Pocaterra portavoces del autor implícito, mientras que en el de Ifigenia la relación resulta más ambigua, piénsense entre otros fenómenos en los epígrafes de los capítulos- están «al tanto» de la modernidad (universal), lo que les permite los comentarios entre despectivos y burlones sobre el «atraso» y las pretensiones de modernidad de los personajes, en Ifigenia hasta de la misma protagonista-narradora-autora y su narración «como en las novelas» (de la Parra 1992: 73).

En el plano de la escritura y, más aún, de la poética, las novelas citadas relativizan, sin embargo, la reivindicación de modernidad. Concuerdan en el intento de superar tanto el Criollismo costumbrista como el Modernismo canónico. Pocaterra y Núñez ensayan una estética de lo grotesco (cfr. Tejera 1976; Lasarte Valcárcel 1992: 105). Y en Ifigenia, uno de los mejores exponentes del Posmodernismo en la novela8, se nota el intento de «acomodar las palabras a la vida, renunciando a sí mismo, sin moda, sin pretensiones de éxitos personales», como lo formula la misma Teresa de la Parra (en Mattalía 1992: 27)9, así como una revalorización de la supuestamente típica escritura femenina10. Pero ello no significa en ninguna de las novelas en cuestión una mengua de la creencia en el poder representativo del lenguaje y, también, la aceptación de las otras premisas básicas del mainstream: la temática nacional, la representatividad mimética del mundo narrado con respecto a la realidad extraliteraria y, por último, la intención reformista, más palpable en la obra de Pocaterra (cfr. Tejera 1976). De este modo se explica asimismo la recepción divergente de Ifigenia: mientras en el extranjero se alabaron su realismo psicológico, su «frescura» y elegancia por encima de cualquier retoricismo y su transcendencia respecto de la situación de la mujer en la sociedad latinoamericana de la época11, en Venezuela su feminismo, que dista mucho de ser radical (cfr. Mattalía 1992: 28-35; Boixó 1988), no dejaba de suscitar críticas que «han atacado el diario de María Eugenia Alonso, llamándolo volteriano, pérfido y peligrosísimo en manos de las señoritas contemporáneas» (cfr. de la Parra 1982: 473).

Poco después, a partir de 1925, se dieron los primeros anuncios de la Vanguardia venezolana en la revista Elite12, donde en 1926 también se podían leer los primeros cuentos de voluntad antitradicional, de la pluma de Felipe Antonio Massiani y Carlos Eduardo Frías, presentado este último por Arturo Uslar Pietri. La aparición de válvula, en enero de 1928, significaba la culminación del proceso de formación de la Vanguardia en Venezuela (cfr. Osorio 1985: 168-173), dando con un manifiesto altamente polémico -redactado por el mismo Uslar Pietri- que retoma rasgos ultraístas y que apenas deja entrever la íntima fusión entre Vanguardia estética y Vanguardia política que ya en el mes siguiente iba a efectuarse en las protestas estudiantiles y populares contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. Pero en la novela, esta irrupción de la Vanguardia a primera vista no parecía cundir en obras significativas. Sólo los cuentos de Julio Garmendia (1898-1977), escritos ya en los primeros años 20 y reunidos en La tienda de muñecos (1927), expresaban claramente una actitud de ruptura frente a los códigos establecidos (cfr. Osorio 1978). Sobre todo destaca el que da título al volumen, ya que representa junto con Débora (1927), del ecuatoriano Pablo Palacio, la primera propuesta hispanoamericana para una narrativa vanguardista metaficcional. Mas el libro de Garmendia apenas tenía difusión en el país (cfr. Mora 1992). En cambio, el mucho más conocido Barrabás y otros relatos (1928), de Uslar Pietri, resulta ser un libro de empeño renovador sin ser propiamente vanguardista (cfr. Osorio 1979).

Esa (aparente) falta de una narrativa vanguardista venezolana en el momento cuando en otros países del Continente la narrativa vanguardista, perfilada como corriente propia a partir de obras como La señorita etc. (1922), del mexicano Arqueles Vela, y Escalas melografiadas (1923), del peruano César Vallejo, ya empezaba a tener algo como una tradición propia13, se explica, en parte, por razones exteriores. La pronta disolución del movimiento vanguardista venezolano por el encarcelamiento de sus miembros más destacados -el caso de Antonio Arraiz, Guillermo Meneses, Miguel Otero Silva, Carlos Eduardo Frías y Nelson Himiob, entre otros-, y por la salida hacia el extranjero de quienes no habían participado en la revuelta -el caso de Uslar Pietri y Enrique Bernardo Núñez- dejaban al país desprovisto de la promoción de escritores más innovadores. Y con Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos (1884-1969), se presentó una novela que por sí misma y por el éxito intercontinental y hasta internacional enorme e inmediato hacía prevalecer la dirección decididamente realista-regionalista como paradigma y norte de la novelística venezolana contemporánea.




El modelo de Doña Bárbara

La famosa novela de Gallegos, quien ya en La trepadora (1925) había emprendido una «puesta al día» del Criollismo, se apoya claramente en la dicotomía civilización vs. barbarie, dándole un perfil no sólo más nítido, sino también más comprometido con la búsqueda de lo autóctono que las novelas arriba mencionadas de Pocaterra y de la Parra. Así, la historia de la lucha dramática entre Doña Bárbara y Santos Luzardo por el poder sobre la región ejemplifica el antagonismo entre ambos estados de la sociedad a la vez que apunta hacia una posible reconciliación entre ellos con base en algo que aparece como el fundamentum inconcussum de cualquier proyecto tanto de identidad nacional como de un desarrollo del país que fuese algo más que una mera copia del proceso metropolitano: la naturaleza14. En ella, o sea, en su grandiosidad y su influencia sobre el hombre, para bien y para mal, se cifran tanto la especificidad venezolana/americana como también, desde una perspectiva condicionada claramente por el ideal (burgués-capitalista) del progreso y la concomitante intención didáctica-reformista, la posibilidad de un futuro bienestar. «¡Llanura venezolana! ¡Propicia para el esfuerzo, como lo fue para la hazaña, tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena ama, sufre y espera!...» (Gallegos 1991: 415), rezan las últimas palabras del narrador. Su fascinación ante la naturaleza trasluce a cada página -también y ante todo en la configuración y presentación de la misma Doña Bárbara, que, como la crítica siempre ha subrayado, resulta de una densidad psicológica mucho mayor que los otros personajes. Semejante fascinación experimenta el personaje Santos Luzardo, quien a lo largo de la historia no sólo aprende a comprender y amar la naturaleza del Llano, sino también a reconocer sus componentes «bárbaros» propios y que así llega a una noción más diferenciada y «profunda» de lo humano/venezolano. Por consiguiente, si en algo Doña Bárbara sigue el esquema de la novela de aprendizaje tan popular en la novela regionalista a partir de Don Segundo Sombra (1926), del argentino Ricardo Güiraldes, es en la presentación de esta formación/concienciación de Santos Luzardo, mientras que el desarrollo de Marisela, hija de Doña Bárbara y símbolo de la naturaleza (femenina) «buena», corresponde al tópico del despertar de la doncella hacia su destino «natural» de esposa y madre. El desarrollo del héroe masculino ilustra, pues, la gestación de una voluntad de modernidad (civilización) que quiere rescatar lo positivo de la «barbarie» y de este modo emprende un camino intermedio y específicamente venezolano/americano entre la modernización ciega y brutal al estilo capitalista metropolitano, por un lado, y la perseverancia no menos ciega y perniciosa en un estado de cosas anacrónico.

En cuanto al plano de la expresión, la novela de Gallegos, en cambio, no puede sino prescindir de la intención de progreso que se comunica a través de la trama. Por cierto, hay ciertos signos de modernidad narrativa, por ejemplo en la estructuración temporal, menos lineal que se suele suponer, y en el gran cuidado lingüístico-estilístico que recoge la herencia del Modernismo en «una vocación estética de indudable estirpe barroca» (Márquez Rodríguez 1985: 245). Pero estos recursos se integran en una escritura que nunca deja lugar a dudas acerca de su carácter realista, o sea, de sus pretensiones de referenciabilidad y representatividad en la línea del Realismo (genético) decimonónico, declaradamente basado en la observación y representación «verídica» de la realidad extraliteraria fáctica. La interrelación entre la configuración particular del mundo narrado y su narración reafirma una estética que identifica la representación con el sentido y el orden «inherentes» al objeto representado y que posibilita así la puesta en escena de una reconciliación entre modernidad (periférica) e identidad nacional bajo la consigna del progreso burgués y la concomitante función complementaria del arte.

A la vez, esta continuación levemente actualizada de los postulados mimético-realistas manifestaba la vuelta decidida hacia una estética que en la época se consideraba ya intrínsecamente americana, en oposición a las nuevas propuestas de la Vanguardia. Precisamente por esta vía la novela cumple de manera casi prototípica la función moderna en el sentido arriba esbozado: intenta compensar por medio de una experiencia estética tradicional las desiderata de sentido y de integridad nacional de la modernización periférica en nombre de las promesas de esta misma modernización. Sólo en un segundo nivel, apenas actualizado por los contemporáneos, Doña Bárbara, al igual que las otras novelas regionalistas de la época, no puede esconder del todo la precariedad del proyecto. De ahí que marque «the critical departure from its own essence through the presence of a discourse that continuosly affirms that same essence», patente sobre todo cuando «the text lapses into a commentary that tries to elucidate explicitly the relationships that presumably undergird the world it is depicting» (Alonso 1990: 67-68).

El éxito de Doña Bárbara significaba también la vigencia del dilema inherente a su concepción novelística subyacente. Y más que en una deconstrucción implícita y, a todas luces, no-intencionada de los propios postulados realistas, éste consiste en el intento de armonizar lo moderno y lo autóctono a través de la continuación de un modo de apropiación literaria de la realidad cuyo carácter supuestamente nacional/americano se cifra, justamente, en su tradicionalidad frente a las avanzadas literarias europeas. Es decir, no sólo se frena así en el ámbito estético la modernización reclamada en otros aspectos, sino se re-abre en este plano el mismo conflicto entre lo moderno y lo autóctono que en aquel se intentaba subsanar.

Las memorias de Mamá Blanca, la segunda novela de Teresa de la Parra, publicada en el mismo mes que Doña Bárbara, representan una versión distinta del dilema. Mejor dicho, proponen deshacerlo rechazando todo acercamiento a la cuestión de la modernidad. La obra profesa una ideología conservadora y la defensa de los valores de la sentimentalidad frente a los de la razón moderna (cfr. Lasarte 1992: 22), que juntos desembocan en la «trivialización de la historia» (Garrels 1987) y el ideal de un estado de cosas «natural»/ premoderno, proyectado hacia la sociedad terrateniente de mediados del siglo XIX. Esta utopía retrógrada, por imposible no menos acariciada -es lo que impregna la obra de una «íntima tristeza reaccionaria» (Osorio 1988: 249)-, desde luego no podía interesar a la Vanguardia, pero tampoco encajaba sino tangencialmente en el Criollismo15. La escritura de la novela subraya la confrontación implícita entre el mundo idílico/natural del pasado y la civilización/ de generación del presente. Busca un lenguaje llano y sencillo, tan lejos de la retórica modernista -algo que en 1929 ya no era un reto-, como de las innovaciones narrativas vanguardistas. Es decir, no obstante la ironía eventual y el juego sutil con la ambigüedad del testimonio biográfico (ficticio), se afirma el paradigma realista, validándolo como la expresión literaria «natural», esto es, eximida del cambio histórico. Por varias razones, pues, la propuesta de Las Memorias... no lograba relativizar el impacto del modelo criollista galleguiano16. Este se manifestaba aun en las obras de escritores que, como Nelson Himiob y Carlos Eduardo Frías, habían pertenecido a la promoción vanguardista inicial, pero que, a todas luces, después de 1928/29 volvieron a cauces más acordes con el mainstream. Canícula/Giros de mi hélice (1930), el libro que reúne los cuentos de ambos, ya sólo en el prefacio deja recordar alardes vanguardistas, mientras los cuentos siguen el modelo criollista, si bien con una inusitada riqueza de metáforas y un acrecentado interés en la subjetividad de los personajes y su visión fragmentada de la realidad. De ahí que no pueda sorprender que las únicas novelas vanguardistas venezolanas, en todo caso las más innovadoras del momento -Las lanzas coloradas (1931), la primera novela de Arturo Uslar Pietri (1906-1979), y Cubagua (1931), de Enrique Bernardo Núñez- se escribieran en el extranjero y que ambas intentaran un acercamiento a la temática nacional desde un «camino lateral», tanto respecto de la práctica novelística venezolana del momento como, por otra parte, en cuanto a las dominantes de la novela vanguardista hispanoamericana.




Novelas de Vanguardia

Sobre el trasfondo de las marcas específicas de la novela vanguardista hispanoamericana, en particular su intento de cambiar la relación (mimética) establecida entre ficción y realidad, su elaboración de la modernidad estética en apropiación crítica-cultural de la modernidad burguesa -que reconoce como horizonte histórico intranscendible-, así como su problematización del discurso narrativo y del principio del sujeto17, Las lanzas coloradas a primera vista podía resultar una novela bastante convencional18. Con su tematización de una época clave de la historia nacional, el carácter verosímil del mundo narrado y la general correspondencia entre los sucesos históricos Acciónales y los fácticos (cfr. Gewecke 1992; Miliani 1993), el texto se parece atener bastante fielmente a las marcas genéricas y las reivindicaciones (nacionales) típicas de la novela histórica dominante en la época. Por boca de un narrador heterodiegético de focalización cero, la novela presenta a un grupo de personajes que sucumben todos en la Guerra a Muerte de 1813 a 1814, el capítulo más siniestro de la Guerra de Independencia. Ninguno de los personajes aparece como héroe narrativo, ninguno influye en el transcurso de la historia, y esto no porque la historia tenga su propia lógica a seguir, sino porque no tiene lógica. Demuestra el mismo irracionalismo y la misma contingencia que caracteriza a los personajes y sus motivos para participar en uno u otro bando (cfr. también Lasarte 1992: 26). Tampoco los personajes históricos -Simón Bolívar y José Tomás Boves- no figuran en el mundo narrado sino como siluetas, vistas desde lejos y presentes como objetos de miedo y mitificación populares mucho más que como representantes de algún orden político-ideológico o moral.

Todo ello no expresa una interpretación y valoración deficitaria del proceso histórico concreto (Gewecke 1992: 177-179), sino comunica una visión de la historia en general como un caos indiferenciado, como algo absurdo y grotesco. Bien se puede ver aquí cierto impacto de las lecturas de Spengler, presente ya en escritos anteriores del mismo Uslar Pietri19, pero que ahora desemboca en una actitud sólo escéptica y pesimista frente al desarrollo histórico, debida tal vez también a los sucesos nacionales de 1928 -que deshacen para muchos años la esperanza de un cambio político- y a la experiencia de la crisis de 1929. En todo caso, se modifica aquí el modelo spengleriano de modo que asimismo y precisamente la historia de la «joven» América Latina se ofrece como ejemplo al respecto.

La configuración del discurso narrativo subraya esta visión ahistórica y antiheroica de la historia. Y a la vez ahonda en su efecto ruptural frente al discurso oficialista sobre la Guerra de Independencia y, en particular, frente al culto a Bolívar en el cual se complacía, para fines de legitimación política, el régimen gomecista. Así, la larga analepsis (cap. II hasta el final del cap. VI) acentúa el carácter cíclico e irracional del proceso histórico desde hace siempre dominado por el azar y la violencia. Y la fusión entre la cuidadosa elaboración poético-paradigmática del lenguaje20 y la marcada escritura fílmica21 - manifiesta en la enorme atención a lo visual y a la repartición de luz y sombra, en las muchas descripciones que se centran en detalles metonímicos de los personajes y acciones y así sugieren el close-up o que «imitan» el girar de la cámara-, tiende a desindividualizar y desintegrar la imagen de los personajes y ambientes en una serie de impresiones fragmentadas que subrayan el autodinamismo y la independencia de la acción/violencia frente al sujeto humano:

Los ojos ya no ven venir seres humanos, sino brazos con lanzas rojas, y los otros no ven tampoco venir hombres sino brazos con lanzas, brazos rojos con lanzas rojas.

No han visto de los caballos sino las dos orejas erizadas que flotan sobre las patas nerviosas, las dos orejas erizadas como la lanza.

Por instantes se pierde la conciencia de las cosas, de la forma, del color, y entonces ya los ojos encarnizados sólo ven terribles ojos duros y fríos cristalizados de furia, pálidas miradas mortales en el vuelo de las lanzas, entre el relampagueo de las lanzas, bajo el árbol frondoso de las lanzas. Ojos de vidrio de los muertos, ojos de aceite de los caballos, ojos punzantes del hombre que viene.


(ibid., 290)                


La escena final -Presentación Campos, agonizante, intenta agarrarse con una mano de la reja de la ventana para levantarse y ver a Bolívar, pero justo antes «suavemente dejó resbalar la memo de la reja, y fue a desplomarse sobre la tierra húmeda, la carne pesada de muerte» (ibid., 302)- significa el apogeo de esa fusión entre escritura fílmica y elaboración poética. Gracias tanto a estos procedimientos -que en el tratamiento de las escenas de lucha y en el final hacen pensar en All quiet on the Western Front (1930), de Lewis Milestone22-, como a otras técnicas tales como la introducción de voces narrativas populares -el famoso comienzo de la novela-, los diálogos anónimos y el empleo del monólogo interior de cuño joyceano -el delirio final de Presentación Campos- la novela adquiere una modernidad narrativa indudable, orientada claramente hacia la avanzada - y la concomitante ruptura con el Criollismo, en particular el modelo galleguiano y su esquematismo de civilización y barbarie. Así, la negación del cambio histórico en el plano del contenido corre parejas con la afirmación de la posibilidad y necesidad del progreso por medio del cambio en el plano de la expresión y la estética. Este juego con el cambio histórico, que se reivindica en lo estético y se niega en el plano del mundo narrado, pone de relieve la inversión necesaria según la perspectiva vanguardista entre la modernidad burguesa (latinoamericana) -revelando el «engaño» de su discurso del progreso, que tomaba como punto de referencia precisamente la propia historia a partir de la época de Independencia- y la autodinámica de la modernidad estética. Las lanzas coloradas rechaza suplantar en el ámbito de ésta las cuestiones y desiderata causadas por aquella: la historia vivida hasta ahora no explica nada, ni es un modelo para nada, y una novela histórica (vanguardista) sólo puede asumir y elaborar este sinsentido -y convertirlo en dimensión crítica-cultural de la experiencia estética nueva.

Si en Las lanzas coloradas puede verse un exponente típico del carácter generalmente «moderado» de la Vanguardia venezolana (cfr. Osorio 1985a; Lasarte 1996), no así en Cubagua. Aunque Enrique Bernardo Núñez sólo participó muy de lejos en actividades vanguardistas, esta su tercera novela, escrita en Cuba y Panamá entre 1929 y 1930 y publicada en París, vale actualmente y con razón como «el texto que lleva a su máxima expresión las posibilidades de la Vanguardia narrativa en Venezuela» (Lasarte 1992: 97) y/o como la obra fundacional de la novela estéticamente contemporánea en el país23.

A través de una instancia narradora heterodiegética la novela presenta a un grupo de personajes residentes en La Asunción/Isla de Margarita y cuenta la historia de la excursión de algunos de ellos a Cubagua, antiguamente Nueva Cádiz, ciudad en ruinas que pertenecía a las primeras fundaciones de los españoles en el, para ellos, Nuevo Mundo. Y allí uno de ellos, Leiziaga, vive una serie de sucesos maravillosos -es transplantado al tiempo de la colonia, transformado en el conde de Lampugnano, otra vez en el presente tiene un encuentro con el dios antiguo (tamanaco) Vocchi, que se halla acompañado por algunos de los compañeros de Leiziaga-, hasta que regresa a La Asunción, donde, empero, no tarda en embarcarse otra vez rumbo a Cubagua, pronto a la vista. «Ya no son voces que se alzan del mar: murmullos, clamores vagos, estremecedores, palpitantes, infinitos. Todo estaba como hace cuatrocientos años» (Núñez 1987: 63), termina la novela.

El discurso a través del cual se presenta esa trama bastante escueta es de una indudable modernidad estética. Ella se perfila en la elaboración altamente poético-metafórica del lenguaje (Bravo 1994, Carrera 1994), en su «plurilingüismo», su «entrecruzamiento de formas orales, Acciónales e históricas o documentales» (Bohórquez Rincón 1990: 66), pero también en el carácter fragmentado de la narración y las descripciones que adquieren un valor propio casi surrealista. Sin embargo, lo que más llama la atención es el tratamiento del tiempo narrado, concretamente la superposición de pasado y presente, así como el juego con la identidad/no-identidad de los personajes que aparecen en uno y otro tiempo. El narrador heterodiegético no prescinde de comentarios, pero no da la menor explicación acerca de la «aventura» misma: el transplante de un tiempo a otro sucede porque sí, al igual que el descenso al reino de Vocchi y los demás sucesos maravillosos referidos todos por este mismo narrador. Así, Cubagua parece anticipar efectivamente la puesta en escena de lo «real maravilloso» en relación, además, con el postulado de Carpentier de que «el hombre es el mismo en diferentes épocas» (cfr. también Bravo 1994: 102).

Pero en la novela de Núñez tan diferentes tampoco son: En ambos tiempos se trata de la explotación de la riqueza -primero las perlas, después el petróleo- y del choque violento entre cultura indígena y los emisarios del mundo occidental/moderno. Y lo mítico-mágico, propio de la cultura indígena, se expande a todos los ámbitos del mundo narrado. En cierto sentido hasta logra infiltrar la civilización blanca, en tanto que no deja de irritarla haciéndola sentir la presencia del «secreto», de lo «otro». En la isla misma se empieza así a desmoronar la oposición entre mito y racionalidad, si bien no entre explotadores y explotados (cfr. también Bohórquez Rincón 1990: 48-51). Lo ejemplifica el desarrollo de Leiziaga, quien después de su vivencia como Lampugnano recién empieza a vislumbrar su condición de extranjero/conquistador en medio de un ambiente mágico y que finalmente empieza a aceptar otra visión del mundo, del tiempo y de sí mismo:

El sol hostiga. Los valles, los cardones, las palmeras se cubren de un vapor cálido. Sobre la ciudad pasan las horas de bochorno lentas, agobiadoras. Ahí sentado frente a él, hay un hombre pálido que sonríe plácidamente. ¿Lampugnano? ¿Es Lampugnano? Y era él mismo. La barba del intruso es rubia y la suya negra.

-Te ruego te apartes de mí. Somos uno mismo, realmente no tengo necesidad de verte.


(ibid., 62)                


Con todo, Cubagua no es sólo novela sobre una concepción mítica y anticolonialista de la historia latinoamericana, sino es ella misma su expresión, su equivalente narrativo en tanto que cuestiona también en el plano de la narración el pensamiento racionalista y la idea lineal de la historia, rompiendo con las concomitantes exigencias de una perspectiva y un tratamiento del tiempo verosímiles. Más aún que Las lanzas coloradas, la novela de Núñez significa un reto fundamental para la novelística venezolana (e hispanoamericana) mainstream del momento: presenta por primera vez la posibilidad de una visión narrativa a la vez americana y moderna, mítica y crítica de la historia del Continente, reivindicando la estética vanguardista como la estética intrínsecamente latinoamericana.




Novela y modernidad en los años 30

Pero cuando se publicaron las dos novelas, en Europa lo mismo que en Latinoamérica la Vanguardia ya empezaba a hallarse en la retirada. Las circunstancias históricas y las luchas ideológicas cada vez más enardecidas se traducían en la politización creciente del campo cultural y literario. El surgimiento de una literatura «comprometida», estrechamente vinculada a la difusión de la doctrina del Realismo Socialista, por un lado, y la insistencia en la «transcendencia» humana de los valores artístico-humanistas «eternos» de quienes intentaban mantener la autonomía del arte, por otro, eran las manifestaciones más obvias de este cambio. Éste significaba también la relegación del problema de la modernidad y su redefinición desde/para la periferia a un segundo lugar. Por un lado, la misma diferencia entre centro y periferia parecía relativizada por la simultaneidad y ubicuidad de las preocupaciones político- sociales generales y de la búsqueda de una respuesta literaria pertinente; por el otro lado, la urgencia de la dimensión política favorecía asimismo la insistencia en lo nacional.

Es así como el Regionalismo experimentaba modificaciones considerables. Ellas responden, en parte, a todo este proceso, pero también demuestran algo como una influencia «subterránea» de las innovaciones vanguardistas -mientras que las novelas de Uslar Pietri y Núñez habían obtenido un eco público más bien escaso dentro del país. Las novelas escritas durante los años 30 se mantienen en general fieles a la exigencia de una temática regional/americana y al postulado de la mimesis realista, a la vez que buscan, dentro de este marco, la presentación de aspectos hasta entonces marginados y/o poco conocidos de la realidad nacional, un mayor ahondamiento en la subjetividad y el acercamiento hacia visiones no-occidentales/no-racionalistas del mundo. Ello corre parejas con cierta flexibilización del discurso narrativo, también en lo que se refiere a la integración del lenguaje coloquial, dialectal y sociolectal, con la apropiación de las nuevas técnicas de introspección, cierto «ensordinamiento» de la voz narradora (autorial) y la tendencia hacia una cautelosa fragmentación de la narración, en función de presentar mundos Acciónales más abiertos y ambiguos.

Las novelas Cantaclaro (1934) y, sobre todo, Canaima (1935), de Gallegos, representan este desarrollo de manera casi prototípica. La dicotomía civilización vs. barbarie, o sea, lo moderno vs. lo autóctono, se disuelve, aunque nunca por completo, en una ambivalencia creciente de las taxonomías del mundo narrado y una mayor polifonía de la narración24. Los procesos de formación complementaria de Marcos Vargas y Gabriel Ureña, en Canaima, exponen en conjunto lo que hace falta para conciliar la realidad de la selva y su herencia indígena con la tradición culta y letrada ajena en la formación de una identidad social y cultural «plena»: «en la encrucijada de dos tradiciones culturales distintas que, no por opuestas y objetivamente separadas, pueden dejar de mirarse la una en la otra» (Pérus 1991: 442). El reconocimiento de la heterogeneidad cultural desemboca en una suerte de mestizaje que conjuga elementos de ambas esferas a la vez que sabe distanciarse de las aberraciones respectivas, un mestizaje que sin embargo resulta posible recién a partir de un proceso catártico de retomo a los orígenes, abandono de sí mismo y la sumersión temeraria en los «verdes abismos». El hijo de Marcos Vargas, «un mestizo, bien templado el rasgo indio» (Gallegos 1991: 194), que es enviado por su padre de la selva a «la civilización», tal vez podrá realizar este ideal: «Ureña lo lleva a dejarlo en un colegio de la capital [...] y es el Orinoco quien lo va sacando hacia el porvenir... El río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures... Ya le rinde sus cuentas al mar... » (ibid.).

Menos ambiciosas, también respecto de la narración, son Canción de negros (escrita en 1932, publicada en 1934) y el cuento largo La balandra «Isabel» llegó esta tarde (1934), de Guillermo Meneses (1911-1978). Con su nuevo tipo de protagonista -el marginado social urbano/el afrovenezolano- y el interés en su interioridad, sus técnicas de narración subjetivadora y atenta hacia lo fluido y caótico de la realidad (ficcional) y su sexualidad más abierta se «distancia[n] de manera significativa [...] de su tradición narrativa inmediata» (Lasarte Valcárcel 1994: 83), gracias justamente al acercamiento a planteamientos y procedimientos vanguardistas, en cuya promoción a través de la revista Élite Meneses había participado activamente. La modernización narrativa se halla, sin embargo, claramente funcionalizada en pro de un realismo (supuestamente) mayor y de cierta preocupación social. El problema de la relación entre modernidad e identidad cede paso a la cuestión de las consecuencias sociales de la modernidad, o sea, de la posición e integración de los marginados en la sociedad venezolana moderna/capitalista. El trasfondo regionalista, patente en la atención a paisajes, ambientes y tipos, relativiza esta preocupación a la vez que subraya la intencionada pertinencia de los textos al mainstream. La guaricha (1934), de Julián Padrón (1910-1954), la trágica historia de una humilde familia agricultora, que finalmente pierde su propiedad a los prestamistas, toma este mismo camino de la fusión entre Regionalismo, preocupación social y modernización moderada de la expresión narrativa, esta vez cifrada ante todo en la metafórica y cierta disolución de la narración lineal en una serie de cuadros más o menos vagamente enhebrados.

Mene, novela de la vida en la región petrolera del Estado Zulia (1936), de Ramón Díaz Sánchez (1903-1968), significaba otro hito en este proceso. Tratando por primera vez en la literatura venezolana el tema de la explotación del petróleo y sus consecuencias para la estructura y la vida de la región, la novela combina un enfoque sociológico con el interés por la subjetividad de los personajes, por su percepción de los cambios socio-económicos y sus propias transformaciones. En las novelas anteriores, la modernización socioeconómica y cultural del país aparece más bien de forma abstracta, ubicada en los márgenes de los mundos narrados cuya trama se centra, justamente, en lo (todavía) no-moderno y/o lo «otro» de la modernidad. Frente a ellos, Mene no sólo acomete directamente el problema de la modernización en su forma más llamativa -la industrialización, la presencia de los dirigentes estadounidenses, que encaman el orden neocolonial, el surgimiento de la clase obrera y del lumpen-, sino también expresa de manera muy clara la conciencia tanto de la irrefrenabilidad de este proceso como de la imposibilidad de una alternativa que no se funde en él y sepa aprovechar su dinámica. La fascinación ante la técnica y la promesa de porvenir y bienestar que comporta el petróleo, configura, así, la otra cara de la crítica social y antiimperialista. La estructura fragmentada de la obra y el estilo de reportaje enfatizan el intencionado realismo «objetivo» y documental, a la vez que apuntan hacia el cambio de modelos literarios típico para el viraje hacia la literatura social, si no comprometida, que caracteriza el proceso literario de los años 30 tardíos. Con su mezcla entre documentación y ficción, muy en consonancia con el tema y la intención realista-crítica, Mene recuerda desde una perspectiva netamente venezolana la literatura sociocrítica estadounidense (de los llamados muck-rackers) y la narrativa soviética, y se inscribe en esta vasta corriente del Realismo Social, haciendo suya sus reivindicaciones de modernidad «auténtica» (en el sentido de «adecuada» a la situación social contemporánea). No obstante, evita comprometerse con alguna tesis política (de izquierdas) ni, mucho menos, acudir al appel au profane (Pérus 1991), o sea, la referencia a alguna autoridad extraliteraria (política) para legitimar la posición reclamada dentro del campo literario, una referencia casi obligatoria de la entonces llamada literatura proletaria, tanto en Europa como en Latinoamérica.

A todo este respecto, el desarrollo de la novela venezolana tomaba otra vez, pues, un camino intermedio, moderado. Este ya se anunciaba en La galera de Tiberio. Crónica del Canal de Panamá, novela que Enrique Bernardo Núñez escribió en 1931/1932 y que se publicó en Bruselas en 193825. La trama reúne episodios fantásticos -la aparición en el Canal de un buque fantasma, llamado la galera de Tiberio, y de un anillo mágico- con la historia de la concienciación política y nacional del narrador, un joven integrante de un grupo de exiliados venezolanos residentes en Panamá durante el año 1930 en medio de un ambiente perturbado por las noticias y consecuencias de la crisis económica, y de otro personaje, Pedro Revilla, que había participado en la huelga estudiantil de 1928 y que pronto se convierte en protagonista intrínseco de la narración homodiegética. Escéptico frente a los proyectos revolucionarios de sus compatriotas y la situación en Venezuela, pero motivado por su fe en el futuro, Revilla finalmente va a establecerse en la costa de Paria:

Así la tierra verde, atalayada de serranías, se ofreció desierta. Revilla la palpó con sus manos y sintió en ella la vida y el porvenir de su raza. Aquella soledad era al mismo tiempo el libro en que iba a escribir la historia de su pensamiento y de su acción y aquel libro tardaría siglos en quedar concluido.


(Núñez 1987:142)                


El «mensaje» americanista y antiimperialista de la novela se explícita, además, en las narraciones intercaladas, primero el fragmento de la historia futura universal que es referido por un erudito alemán, Herr Camphausen, quien prevé un período de dominio absoluto por los EE.UU., en el cual la galera de Tiberio sirve como símbolo oficial del imperialismo, y después el desquiciamiento total. Desaparecerá el Canal, «orgullo del siglo XX»; nadie leía ya y «el hombre y la tierra recobraron su juventud» (ibid., 87). Y, segundo, la historia de Cirene que escuchan los protagonistas, la parábola de una nación que vive y se define por el culto a su historia -«El criterio cirenés era inmutable. Corrían los otros pueblos hacia el porvenir, ocurrían en el mundo las mayores transformaciones sin que Cirene se diese por aludida» (ibid., 138)-, y que por ello finalmente se aniquila.

Con todo, La galera... ejemplifica a su modo burgués-liberal el acercamiento de la Vanguardia (estética) a la política y, por consiguiente, hacia procedimientos literarios más convencionales. Por los mismos años, autores como Vicente Huidobro llevaban a cabo este viraje de modo más extremo -piénsense en La Próxima. Historia que pasó en poco tiempo más (escrita en 1930, publicada en 1934)-, para no hablar de Pablo Neruda, Pablo de Rokha y tantos otros. La galera... en absoluto deja de reivindicar su carácter de novela y su distancia categorial frente a la literatura proletaria en auge -como tampoco la novela mencionada de Huidobro deja de marcar su «literariedad» de claro tinte vanguardista, mientras que César Vallejo en El tungsteno (1931) se convirtió al Realismo Socialista-, pero la configuración del discurso apenas mitiga la predominancia del contenido ideológico26. Los iniciales elementos entre fantásticos y grotescos y las narraciones intradiegéticas, que al principio otorgan cierta polifonía también ideológica al discurso, pronto se integran en el relato bastante «realista» y regido por la noción de un tiempo lineal y único de una concienciación político-histórica en cuyo transcurso se supera la concepción cíclica y pesimista original de la historia por la esperanza, igualmente no exenta de cierto cariz vitalista, en el porvenir (de la raza) y el cambio. Esta vuelta a un tiempo unidimensional, así como la transparencia del lenguaje narrativo manifiestan más claramente la intención de «moderar» las innovaciones crítico-culturales vanguardistas en función de una novela de nuevo orientada hacia el estudio y la crítica sociales o, en este caso, histórico-políticos.

Las polémicas literarias que durante los primeros años 30 se entablaron entre las revistas Elite (segunda época, 1930ss.), Arquero (1932), Gaceta de América (1935) y El Ingenioso Hidalgo (1935), trataban de estas mismas cuestiones. Las tres primeras revistas -a las que se hallaba vinculada la mayoría de los autores, desde Meneses y Díaz Sánchez hasta Miguel Otero Silva- coincidían, mutatis mutandis, en propagar un nuevo nacionalismo, americanista y universalista, y la conciencia política como rasgos intrínsecos de la literatura específicamente contemporánea, rechazando tanto el Criollismo convencional como la Vanguardia, atacada por artepurista. La posición más extrema de esta concepción de la novela venezolana -que considera a Gallegos uno de los modelos primordiales para la necesaria reformulación del Criollismo- era la misma «idea de un intelectual y un arte militante» (Lasarte Valcárcel 1996: 189) que animaba a tantos escritores y lectores de la época como el «mandato de la hora» y que en 1936 iba a reunirlos en el compromiso antifascista. En cambio, El Ingenioso Hidalgo, que acogía el grupo minoritario en tomo a Uslar Pietri, defendía la autonomía de la literatura, insistiendo en la tradición clásica y la aspiración a lo eterno universal (cfr. ibid.). No obstante la aparente coincidencia con la postura (burguesa) convencional de la época, las reflexiones sobre la novela que se publicaron en esta revista, ante todo el artículo «Interludio de la novela» de Uslar Pietri27, retomaban rasgos de la poética vanguardista, transformándolos en parte de un nuevo ideal novelístico. Así, detrás del énfasis en la alteridad de la novela respecto del mundo social, en su carácter de creación autónoma y, a la vez, su posibilidad de configurar un camino propio para el conocimiento y la vivencia más auténticos de la realidad28, se anuncia en el postulado de que la (verdadera) novela busca «el parentesco misterioso de los seres [...] la presencia de la armonía inmanente con las palabras que ordinariamente significan otra cosa» la concepción del «realismo mágico», tal como el mismo Uslar Pietri la iba a explicitar en 1948, algo antes de que Alejo Carpentier, su viejo amigo de los tiempos parisinos, hablara de lo «real maravilloso».

Sin embargo, en los años 30 tardíos esta nueva concepción de la novela, cuyo antecedente venezolano y aun latinoamericano bien puede verse -desde la retrospectiva, Kafka crea a sus precursores...- en Cubagua, distaba de concretarse en la novelística nacional, dominada por el Regionalismo y el Realismo Social(ista). La situación después de la dictadura gomecista no sólo favorecía la orientación sociocrítica hacia la actualidad, tan patente en Mene y, también, en Campeones (1939), de Guillermo Meneses, una novela que tematiza el deporte profesional -el béisbol- y la vida y las aspiraciones sociales fallidas de unos jóvenes deportistas de clase baja, y que obtiene el Premio «Elite» de 1938 - por un jurado presidido por Uslar Pietri. También hizo surgir una serie de textos narrativos que dan cuenta, sobre el trasfondo de las experiencias autobiográficas de sus autores, de la represión sobrepasada. El relato La carretera (1937), de Nelson Himiob, y las novelas Puros hombres (1938), de Antonio Arráiz (1903-1962), y Fiebre. Novela de la revolución venezolana (1939), de Miguel Otero Silva (1908-1985), son los ejemplos más destacados de este intento de rememorar el pasado nacional traumático y formular el mensaje político correspondiente. Valiéndose básicamente de las técnicas narrativas convencionales típicas del Realismo Social(ista), los tres textos tratan del trágico destino de estudiantes que han participado en las protestas de 1928. Puros hombres presenta el submundo de la cárcel y las posibilidades de concienciación política y dignidad humana gracias a la intervención y el ejemplo de un joven comunista, mientras Fiebre relata el proceso que lleva a un joven estudiante ingenuo a participar en la lucha e intentar sobrellevar el encarcelamiento y el trabajo forzado pensando en «el dolor de mi pueblo!» (Otero Silva 1940: 221)29. Ambas novelas, narradas básicamente en presente a modo de la narración intercalada entre los sucesivos momentos de la diégesis, y desde una perspectiva más o menos estrictamente personal, hacen terminar su trama y su acto narrativo en la cárcel, con la muerte o agonía de sus protagonistas en algún momento del año 1929, pero con profesiones de fe en un futuro político-social mejor: «Algún día su espíritu descenderá sobre esta pobre gente», reza la última frase de Puros hombres (Arráiz 1974: 219). De tenor semejante es el monólogo delirante dirigido a Dostoievsky que enuncia el protagonista-narrador de Fiebre: «Yo sé que mi pueblo ha de despertar un día. Despertará como el tuyo, viejo Dostoievsky, como todos los pueblos forjados en el dolor [...] Y tú le contarás al mundo, con tu voz sembradora, lo que yo no puedo contar» (Otero Silva 1940: 223).

En ambas novelas, en fin, la cuestión de la modernidad -en su doble faz de apropiación literaria de un proceso socio-histórico y de toma de posición estética-aparece transformada en la reivindicación de vanguardia política. Ella domina el plano de la estética, funcionalizándola en atención al mensaje político, basado a su vez en la concepción teleológica marxista de la historia, cuya «verdad» el lector enfocado debía/podía ver confirmada por el desarrollo venezolano contemporáneo a la redacción/publicación de los textos30. Sin embargo, la novela de Arráiz manifiesta, a través del carácter metaficcional-burlesco de los títulos de los capítulos y la estructura temporal ambigua, una gran preocupación por la concatenación de la trama y la configuración del discurso31. Ello relativiza la presunta autenticidad documental, agregando a la práctica de Realismo Social «desnudo» una dimensión de autoironía estético-ficcional y de complejidad narrativa que a su vez expresa una intención de literariedad moderna, deudora de los experimentos y planteamientos vanguardistas ya históricos. Es decir, Puros hombres representa algo como el intento de «recoger» (en un sentido casi hegeliano) las experiencias de la Vanguardia en un proyecto narrativo que no obstante sus objetivos extraliterarios -y en cuanto tales opuestos-, se sabe parte de la historia de las múltiples respuestas/propuestas literarias en tomo a la cuestión de la modernidad. Una vez más, el desarrollo de la novela venezolana de la época de entreguerras se revela así como un complejo proceso dinámico y dialógico. En el campo de tensión entre centro y periferia, lo moderno (supuestamente) universal y lo autóctono, buscaba, rechazaba, replanteaba y reformulaba desde distintas perspectivas y con objetivos cambiantes la noción y la práctica de la modernidad literaria, dándole un perfil por a menudo contradictorio, generalmente moderado y a veces sorprendentemente radical no menos propio -ni menos moderno.






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