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Novela histórica y escritores católicos en el siglo XIX: las marcas de un género

Solange Hibbs-Lissorgues





A la hora de valorar la aceptación y la difusión de un género específico como la novela histórica, surgen múltiples interrogantes. ¿Por qué, en un momento dado convergen dos géneros aparentemente antinómicos como la novela y la historia? ¿Cuál es la actitud del novelista ante la historia?

¿Se trata de una mirada nostálgica hacia el pasado considerado como un refugio y un pretexto ante el caos y la disolución de la sociedad moderna? O por el contrario, ¿se fragua una reflexión consciente de la relación dialéctica entre pasado y presente? En el primer caso, la historia es perfectamente legible, orientada: para la escritura novelesca es un referente absoluto y conlleva una moral natural. Bajo los accidentes de la historia, se encuentran el hombre eterno, la permanencia de determinados valores. En la segunda alternativa, la reflexión histórica permite actualizar problemas concretos que se plantean en una sociedad en un momento determinado. No es una huida hacia el pasado, una historia (ficticia y real) edificante sino una búsqueda del presente que puede desembocar en una visión del futuro.

A partir de 1840, muchos escritores católicos reivindicaron la legitimidad de la novela histórica. Algunas obras publicadas en aquel período tuvieron considerable éxito y fueron consideradas como un modelo del género hasta bien entrado el siglo XX. Fue el caso de novelas importadas como Fabiola (1857) del Cardenal Wiseman, El hebreo de Verona (1857) del jesuita Antonio Bresciani y las novelas del Padre Juan José Franco de la Compañía de Jesús. Juntamente con estas obras traducidas al castellano y consideradas como «best-sellers» surgieron novelas autóctonas que se reeditaron varias veces a lo largo del siglo XIX. Algunas, poco conocidas por los investigadores, constituyeron el alimento predilecto de muchas familias cristianas. Difundidas en bibliotecas de cierto alcance como La Familia Cristiana, Biblioteca de novelas morales y la Biblioteca Universal Económica de las Escuelas Pías, numerosas novelas católicas respetaban los cánones del género y pretendían hermanar el deleite y el didactismo. Se pueden citar las novelas del escolapio Pedro Salgado, por ejemplo Alfredo o la unidad católica en España (1863). El Padre Salgado, traductor de varias novelas históricas francesas como El Solitario del Monte Carmelo, episodio de los primeros tiempos del Cristianismo y Agustín o el triunfo de la fe católica de Adrien Lemercier, pondera en el prólogo de su novela la oportunidad de recurrir al género histórico:

«[...] no intentaremos hacer de nuestro libro una novela ni tampoco un tratado teológico de la unidad católica. Si nos valemos de diálogos, si intercalamos escenas dramáticas y descripciones novelescas es por la flexibilidad y variedad que el diálogo presta a la discusión, es por el interés que las escenas dramáticas producen en los lectores y por la belleza que las novelescas descripciones dan a la narración amenizando de este modo una lectura que de otro modo carecería de atractivo para muchos lectores; y si en los puntos más trascendentales recurrimos a la severidad filosófica y a la gravedad de la teología, es porque nuestro escrito no se resienta de la ligereza propia de las obras de puro recreo...»


(Salgado, 1863, pg. 5)                


Otros escritores católicos practicaron el género histórico-novelesco. Fue el caso de Leandro Herrero, colaborador de El Siglo Futuro que sólo publicó una novela histórica en 1859, El monje del Monasterio de Yuste, que tuvo bastante éxito como para ser editada varias veces en el siglo, o de José Hernández del Mas, profesor de humanidades y filosofía de los Reales Estudios de San Isidro de Madrid cuya producción histórica es abundante: Guillermo Tell, libertador de Suiza (1857), Los secretos del protestantismo (1858), Felipe V el animoso (1858). No pueden dejar de citarse obras de novelistas aguerridos como Navarro Villoslada cuyas obras Blanca de Navarra, publicada por vez primera en 1846 en El Siglo Pintoresco y en El Español, Doña Urraca de Castilla (1849) y la más tardía, Amaya (1879), tuvieron múltiples reediciones. Es interesante resaltar que, aunque fueron pocos los escritores católicos españoles que cultivaron extensamente el género de la novela histórica, casi todos lo probaron y encomiaron la utilidad de un molde que reunía el deleite y la enseñanza.

¿Cómo explicar la afición por este género, su difusión en un contexto en el que se expresaba constantemente la desconfianza de la Iglesia con respecto a la ficción, y más particularmente la novela?

La lectura de los prólogos de muchas novelas históricas católicas es esclarecedora en este aspecto. En estos prólogos editores y novelistas aclaran las relaciones entre ficción y realidad o ficción e historia.


La novela histórica: un molde adecuado para «hermanar el deleite con la enseñanza»

En un comentario sobre la novela histórica Amaya o los vascos en el siglo VIII de Navarro Villoslada, Antonio de Valbuena declaraba en 1879 que «los escritores católicos van comprendiendo también la obligación en que están de emplear sus talentos en el modo y forma que mejor puedan dar más abundantes y mejores frutos» y que «cumpliendo con la ley principal de la novela» Amaya presentaba «bajo las más sabrosas y deleitables apariencias las más útiles y puras enseñanzas» (Valbuena, 1893, pg. 202).

Con estas palabras nos recuerda dicho escritor cuál era la postura de los católicos y de la Iglesia con respecto a la práctica novelesca. Después de haber considerado la novela como un género dañino en sí y prohibido todas las novelas, la Iglesia había distinguido lo bueno de las novelas y las novelas malas y reconocido la necesidad de darse los medios de producir «buenas novelas». Se contempla, entonces, con cierto realismo, la oportunidad de hacer concesiones al deleite con una ficción ideológicamente inocua y de utilizar el molde novelesco para transmitir una enseñanza conforme a los intereses de la Iglesia. Aunque habría que esperar a los años 80 para que se produjera de manera más definitiva la legitimación del género novelesco, en la década de 1850 es cuando se notan las primeras aplicaciones de este «oportunismo de retaguardia» (Botrel, 1982, pg. 149). Precisamente en aquellos años es cuando, en la línea de Fabiola o la Iglesia de las Catacumbas (1854) del conocido Cardenal Wiseman, se publican novelas católicas históricas como la Colección de novelas cristianas significativamente titulada El Antídoto, Calixta, bosquejo de la Iglesia en el siglo III, novela editada varias veces a lo largo del siglo XIX, Monte San Lorenzo, anunciada en la Biblioteca instructiva de recreo, ciencia, moral y religión de 1863 como «novela histórica y del género de Fabiola», La venganza de un judío, novela original de Guenot, recomendada por el Cardenal Wiseman y vertida al español y Lucía, episodio de la historia de Siracusa bajo el reinado de Diocleciano, novela traducida del francés e incluida en el Catálogo de las obras de fondo de la librería Subirana de 1876. Entre los escritores católicos que se lanzan por la senda de la novela histórica a partir de entonces, hay muchos eclesiásticos cuya aportación al género es una garantía de su inocuidad. Citemos para el caso a Pedro Salgado, escolapio y autor de Alfredo o la unidad católica en España (1863), el jesuita Luis Coloma, autor de La Reina mártir y Jeromín, el padre Conrado Muiños, agustino cuya novela Simi la hebrea sigue difundiéndose en 1909, en la editorial de Gregorio del Amo a 3.000 ejemplares (ibid.). La floración de este género se integra dentro de una estrategia de recuperación del molde novelesco con fines de propaganda o contrapropaganda. La popularidad de la novela histórica, traducida a partir de 1830 y luego autóctona, justifica a los ojos de los católicos y de la Iglesia la «rehabilitación» de un género «cuyo poder de propaganda es enorme» y cuya finalidad consiste en «aprovechar los conocimientos del siglo para inculcar la verdad y proporcionar saludable instrucción y provechoso pasatiempo a sus semejantes» (Duque de Rivas, 1860, pg. 46).

Como antídoto contra las dañinas novelas de Alejandro Dumas, Ayguals de Izco, Víctor Hugo y Eugenio Sue, los editores y libreros católicos proponen lecturas saludables cuidadosamente escogidas y publicadas con licencia eclesiástica. Hasta finales del siglo coexisten en los catálogos novelas de Chateaubriand (El último abencerraje), Dickens (El Marqués de St. Evremont), Roger de Flor de Rafael del Castillo, Elisenda de Moncada de Torcuato Tárrago y naturalmente Walter Scott. El «inmortal Walter Scott, padre verdadero del romance histórico», según palabras del Duque de Rivas, es una referencia insoslayable para escritores católicos españoles que se aventuran por el género histórico-literario. Las novelas scottianas están incluidas en los catálogos de editores católicos desde el año 1833 y difundidas en colecciones como Biblioteca de las Damas y la Biblioteca instructiva de recreo, ciencia, moral y religión. Se seguirá publicando a Walter Scott en la sección recreativa del Diario de Barcelona y en colecciones de novelas católicas como las de la Librería y Tipografía Católica de la Inmaculada Concepción hasta finales de siglo.

Numerosos novelistas católicos reivindican el arte de un Walter Scott por haber dado a la novela histórica «una forma de existir concreta y distinta de las demás especies con que andaba confundida» (Valbuena, 1878, pg. 28). Evidentemente en este caso la novela scottiana «instructiva y amena» es la que más se asemeja a la antigua epopeya por su dimensión épica. El afán de rescatar una historia nacional y la voluntad de reproducir el héroe y la época en que vivió «en su verdad trascendente más aún que en su verdad objetiva» confieren a la novela scottiana una dimensión moral y didáctica imprescindible para todo escritor católico. Los comentarios de varios novelistas católicos acerca de Walter Scott esclarecen las razones por las que se le paga tributo y se le imita. El buceo histórico e incluso arqueológico en el pasado ofrece garantías contra los excesos de la ficción pura tan peligrosa, a los ojos de la Iglesia, para la salud mental y moral. Precisamente lo que se encomia en la novela scottiana es la habilidad del autor por conferir a sus personajes «una vida tan verdadera», rodearlos de «figuras tan conocidas y hacerlos moverse en una escena tan exactamente ajustada a la verdad histórica». En su intento de objetivación muchos escritores hacen suyo el imperativo verista de Walter Scott.

Debido a que en el hombre «la propensión a imitar tiene fuerza considerable», puntualiza Antolín López Peláez, sacerdote y escritor, conviene proponer a los lectores las lecciones más saludables y edificantes del pasado. Por lo tanto resulta necesario «no estropear la historia con la ficción y la ficción con la historia» y brindar como «el príncipe del género, Walter Scott, obras más verdaderas que la historia misma» (López Peláez, 1905, pg. 177). Este «realismo de tiempos pretéritos» es una de las armas que debe esgrimir el novelista católico para «instruir deleitando». El valor de la novela histórica radica en su menor o mayor comprometimiento documental para rescatar valores intemporales. De hecho, el género no es más que, para los escritores católicos, la forma moderna de la epopeya en la que acciones ejemplares y héroes míticos inclinan a «todo lo bueno y grande, a todo lo grande y hazañoso» (Nocedal, 1860, pg. 36). La recuperación del pasado mediante la escritura novelesca y la reconstrucción de un período determinado encaminada a proponer una sanción moral que afecte a lo contemporáneo son indudablemente las características de muchas novelas históricas católicas producidas a partir de los años 40. La concepción de la historia que impregna estas obras remite a las circunstancias particulares que afectan a la Iglesia a mediados del siglo XIX. La rehabilitación de una historia «ranciamente española» basada en la unidad religiosa y la identificación entre religión y nacionalidad había adquirido particular relieve con la llamada cuestión romana y el impacto de la revolución de 1854, durante la cual se habían planteado cuestiones como la confesionalidad del Estado y la tolerancia de cultos. Más que nunca la defensa del papel salvaguardador de la Iglesia y la dependencia entre unidad política y religiosa están en el centro de los debates. La cuestión romana, lento proceso por el cual a partir de la revolución italiana de 1848 la Iglesia iba perdiendo su poder temporal, tuvo enorme resonancia en los católicos. Ante la amenaza de una sociedad cada vez más secularizada, la gesta de las conquistas de la civilización cristiana era fuente de inspiración para la nueva «cruzada».

En este contexto puede comprenderse que para el mundo católico la novela fuese una epopeya moderna que reflejara una historia inmóvil, sin densidad, en la que pasado y presente se uniesen para desembocar en una misma lección de moral eterna. Esta historia fosilizada es una anti-historia: no se utiliza el pasado para comprender mejor el presente, no se enjuicia una dinámica social y política. Pero se utiliza el pasado como un refugio ante una realidad contemporánea considerada inaceptable. Es el presente el que debe inspirarse en el pasado; no existe más que una verdad; evidentemente en este caso se confunden verdad histórica y verdad religiosa. Se escogen por lo tanto cronologías y acontecimientos ejemplares ya que, como afirma Navarro Villoslada, desde las páginas de su novela histórica Blanca de Navarra (1846), aunque algunos «períodos pueden carecer del atractivo de la novedad» pueden «servirnos en cambio de no pequeño ejemplo y enseñanza» (Villoslada, 1904, pg. 251).

No es una casualidad, por tanto, que la materia histórica que alimenta los relatos novelescos esté centrada en períodos particularmente significativos para la Iglesia y el catolicismo. Entre los temas de la historia remota figuran las persecuciones de los primeros cristianos en Roma, la conquista y las cruzadas a Tierra Santa, el reinado de Felipe II. Estos acontecimientos son los que confieren a la historia de España sentido netamente católico: en las gloriosas conquistas de la Iglesia se había forjado la raza española y católica. Apoyándose en estos argumentos, escritores como Cándido Nocedal afirmaban, al enjuiciar la novela en general, y más precisamente la novela histórica, que la novela católica tenía que ser: «verdaderamente española, ansiosa de retratar fiel nuestras creencias, costumbres, tradiciones y aquel honor castellano inmaculado que nos valió en todos los siglos el respeto y la estimación de las gentes» (Nocedal, 1860, pg. 36).

Veremos más adelante que a medida que aumenta la presión de los acontecimientos adversos para la Iglesia, más precisamente después de 1868, la novela histórica católica busca referencias más contemporáneas e incluso llega a ser una novela testimonial.




Los cánones del género: Fabiola (1857) del Cardenal Wiseman y El hebreo de Verona (1857) del Padre Bresciani

Entre los muchos modelos de los que disponían los escritores católicos para elaborar una novela histórica con sentido moralizador hay otras referencias ineludibles como las obras del jesuita italiano Padre Bresciani y sobre todo las del Cardenal Wiseman, Arzobispo de Westminster. En la década de los años 50 y hasta bien entrado el siglo XX, Fabiola o la Iglesia de las catacumbas, publicada en Londres en 1854 y traducida al español en 1856, es el modelo del género. Fabiola tuvo más de 30 ediciones en España y numerosas adaptaciones: una adaptación para el teatro en 1946, Fabiola o los mártires de Roma, drama en cuatro actos y en prosa, otra para los niños en 1950 y una adaptación catalana en 1948. Esta novela histórica de «género nuevo» publicada por primera vez en la Civiltà Cattolica en 1856 era, a juicio de los editores españoles, el contraveneno idóneo para luchar contra la «lamentable plaga de errores, de vicios y deformidades que con el nombre de novela» se había abatido sobre el mundo. Fabiola reunía el didactismo imprescindible para toda novela que se preciaba de católica y la necesaria amenidad:

«Su fin es noble y aún santo, como quiera que se encamina a hacer conocer y amar la católica fe de nuestro padres; [...] su estilo es fluido y sobrio como conviene a una obra principalmente de recreo; y sobre todo esto, ni en la totalidad de su plan, ni en ninguno de sus pormenores hay nada que el padre más morigerado y prudente no quiera hacer saber, entender y amar a su mujer y a sus hijos [...]»


(Fabiola, 1857, Prólogo)                


En 1857, el editor Tejado que daba a conocer la novela del Cardenal Wiseman anunciaba que «para proteger aquellas sagradas causas, para lograr estos importantes fines, seguirán a Fabiola una serie de obras de su mismo género que el editor de la presente está preparando» (ibid.).

Fabiola es el modelo predilecto de editores y libreros católicos, el molde al que debe ajustarse toda novela histórica. Una novela de esta índole, que es a la vez «un trabajo literario y un libro religioso», puede ser leída por las «masas populares tan estragadas en nuestros tiempos por escritos volcánicos y producciones tan románticas como monstruosas» (Wiseman, 1867, pgs. 8-16). Naturalmente la validez de esta obra no reside sólo en su tejido estético sino esencialmente en su intención edificante y en la concepción de la historia que propone a los lectores. Fabiola es la fábula por excelencia en la que se compaginan: «la poesía y la verdad histórica» y su autor es «no tanto el poeta que describe como el filósofo que discurre y el historiador que dilucida» (Wiseman, 1867, pg. 9).

La novela del Cardenal Wiseman, «una verdadera epopeya en prosa [...] que reproduce con notable exactitud escenas de los primeros tiempos del cristianismo», se convirtió en una inagotable fuente de inspiración (López Peláez, 1905, pg. 177). Fuera de España el jesuita Juan José Franco hizo una reelaboración del tema en su novela Simón Pedro y Simón Mago (1881) muy difundida en España por la Biblioteca de Novelas morales. La afición por el tema de los primeros cristianos de las catacumbas puede notarse en la producción de novelas históricas españolas, como Monte de San Lorenzo y La hechicera del Monte Meltón, ambas publicadas en 1864 y de narraciones históricas que bajo la forma de folletines se proponían a los católicos desde revistas tan conocidas como La Ilustración Católica, La Hormiga de Oro o la Revista Popular. Para el presbítero Buenaventura Ribas, autor del prólogo de Fabiola en la edición española de 1867, la adaptación de la obra del Cardenal Wiseman cumple con un doble propósito: ofrecer a los escritores católicos, en un momento en que la difusión del impreso y la irrupción de la novela se consideran peligrosas para las conciencias cristianas, un molde que reúne «los atavíos de la poesía y la veracidad de la historia». En este terreno «poco menos que virgen en la literatura cristiana» se trata de evocar con relativa escrupulosidad histórica los primeros tiempos del cristianismo durante el reino de los emperadores Diocleciano, Nerón y Maximiano y los «héroes de la más gloriosa de las epopeyas» (Wiseman, 1867, pg. 15). Dentro del marco general de la peligrosidad del libro, la novela histórica es quizá uno de los géneros que pueden resultar más útiles. Como lo recalca el autor del prólogo, Fabiola transmite la verdad histórica. Evidentemente el concepto de verdad histórica tiene una fuerte carga ideológica ya que dicha verdad es la que refleja y repercute la superioridad y grandeza del cristianismo. No se trata en ningún momento de definir lo que se entiende por historia. La historia se asemeja más bien a la epopeya que transmite valores eternos, refleja hechos y personajes que simbolizan fuerzas contrarias. En el caso de Fabiola se escenifica la lucha entre el paganismo sensual y la decadencia moral de los romanos enemigos de la Cruz y las «generosas enseñanzas del cristianismo, la grandeza inmutable de la filosofía cristiana de los que saldrían una raza inmortal de soberanos, así espirituales como temporales, para ser obedecidos en mundos no visitados por las águilas romanas» (Wiseman, 1867, pgs. 11-12).

La exploración de la historia lejana es un pretexto para extraer una significación moral y religiosa abstracta, independiente del lector y del hacer histórico: el heroísmo y la entereza de los cristianos perseguidos son rasgos definidores de un cristianismo superior a toda otra religión o filosofía. La historia de los cristianos de las catacumbas es una historia con legibilidad orientada y definitiva, es «una fecunda semilla que se reproduce en el decurso de los siglos, que alienta nuestra fe, sostiene nuestra esperanza y enciende nuestro amor a Dios, por el cual tantos murieron» (Wiseman, 1867, pg. 12).

Como muchas novelas históricas extranjeras y españolas, Fabiola es una obra circunstancial en la que ficción e historia están puestas al servicio de una misma causa: edificación y contrapropaganda ideológica. Fabiola ilustra la filosofía tradicionalista de la historia, lo que el Abate Bremond llamó «la continuité bienfaisante de l'histoire». La continuidad entre pasado y presente se establece mediante la sanción moral lanzada contra la sociedad contemporánea. La condena de la decadencia de la sociedad pagana de Diocleciano y la exaltación del cristianismo así como de la unidad nacional no podían dejar de despertar un eco en los lectores de aquella segunda mitad del siglo XIX. Existe una asimilación implícita entre las persecuciones de los cristianos de las catacumbas, las tribulaciones de los primeros papas fundadores de la silla apostólica y el contexto político-religioso posterior a la cuestión romana. Gravemente afectada por las sucesivas medidas de los liberales en los años treinta y cincuenta, la Iglesia había desarrollado una actitud defensiva y militante y su visión del proceso histórico era fundamentalmente negativa, por no decir apocalíptica. En una sociedad que cuestionaba el dogma, el autoritarismo y el centralismo de la institución eclesiástica, en la que se operaba un cambio de mentalidades ante el catolicismo, la Iglesia y la mayoría de los fieles tenían la mirada puesta en las antiguas estructuras de la cristiandad. Con el pontificado de Pío IX (1846-1878), el Papa se había convertido en una figura mítica, un ejemplo vivo de las consecuencias nefastas de la Revolución. El desmantelamiento del poder espiritual y temporal de la Iglesia no podía más que suscitar un heroísmo y un combate parecidos a los de antaño:

«Si el título de cristianos ha de ser muy luego baldón de ignominia y un título para adquirir la gloria del martirio o para devorar las amarguras del destierro y de la confiscación, si en fin están más o menos cercanos días que nos recordarán los días de los martirologios y aquellas épocas de las siete persecuciones no debemos nosotros discutirlo; pero tampoco debemos adormecernos en ilusiones que la historia cuida de desvanecer.»


(Wiseman, 1867, pgs. 7-8)                


El procedimiento literario que consiste en utilizar el pasado para hablar del presente tiene por finalidad demostrar la intemporalidad de la historia: se ilustra así la perennidad y la superioridad de la civilización cristiana que siempre supo sobreponerse a las persecuciones y a los avatares de la historia. En esta historia «neutralizada», incluso «fosilizada», la topografía, el detalle arqueológico cobran particular importancia. Monumentos y recorridos por la Roma antigua son elementos clave de una memoria colectiva. También simbolizan el paso del tiempo y la «inconsistencia de los destinos individuales totalmente dominados por la providencia».

El éxito asombroso de Fabiola se debe, sin lugar a dudas, a que junto a la recreación del tiempo pasado se verifica una intencionalidad política inmediata. En estas condiciones, ¿qué sitio queda para el deleite? La concepción de la historia así como la intención social y política del autor afectan a las técnicas narrativas. Una de las consecuencias es la necesaria y constante objetivación para el lector, bajo el control del narrador. Esta objetivación suele realizarse con la apelación a fuentes y a documentos que garantizan la verdad (o verosimilitud) del relato. Dicha voluntad de objetivación se integra dentro de la contraofensiva de los escritores católicos contra los excesos de la novela romántica e histórica anticlerical, que «desfigura la historia, achica los personajes» (Duque de Rivas, 1860, pg. 45). Como se desprende de varios comentarios del Duque de Rivas en 1860 acerca de la novela histórica, para no resultar dañino, este género requiere condiciones particulares: el novelista debe amoldarse «estrictamente al carácter, posición y tendencias del personaje histórico que evoca y reproduce [...] y debe pintarle tal cual fue la época en que se le coloca» (Duque de Rivas, 1860, pg. 48).

El carácter documental puede resultar de una ambientación arqueológica y de una topografía codificada. En Fabiola, el recorrido de los protagonistas se hace por los sitios y monumentos simbólicos para el cristianismo: cementerios y catacumbas cuyas características se describen al lector con mapas, epitafios reconstituidos, basílicas primitivas sobre las que se erigieron iglesias conocidas en Roma, etc. Por otra parte, el autor interviene directamente en el relato: «cuatro palabras al lector» (capítulo XI, pg. 92), para asumir el papel de cronista, exponiendo sus fuentes documentales y su interpretación de los hechos como historiador. Naturalmente la presencia del autor-narrador en esta reconstrucción histórica es una garantía más contra las exageraciones de la imaginación y los excesos de la sensibilidad:

«Compare el lector la sensibilidad febril y la exagerada exaltación que un escritor francés se propuso producir con su imaginaria descripción del Último día de un reo de muerte a la melancolía sin afectación y encantadora sencillez que resaltan en la análoga narración de Vivia Perpetua, joven romana de elevada alcurnia, de veinte y un años, y no vacilará en afirmar que las sencillas narraciones cristianas son infinitamente superiores en naturalidad, gracia e interés a las más atrevidas ficciones de la imaginación.»


(Wiseman, 1867, pg. 322)                


Esta objetivación también se lleva a cabo por medio de la ejemplaridad natural o didáctica. La ejemplaridad natural reside en la evocación de las costumbres y tradiciones de los primeros cristianos: vida comunitaria, fraternidad, comportamiento codificado por rituales precisos (rezar, confesar, etc.). También está presente esta ejemplaridad natural en novelas posteriores como Amaya (1879) de Navarro Villoslada en la que se oponen la vida rural, natural y sencilla de los vascos en un contexto geográfico totalmente escenificado a la corrupción y riqueza de cierta nobleza goda. En cuanto a la ejemplaridad didáctica vemos que los personajes y sus historias simbolizan ideas que dan que pensar de manera unívoca. Personajes como Fabiola, Syria, Pancracio o Sebastián son unívocos y se integran perfectamente en el discurso aleccionador de la novela. Como en las vidas de santos y santas la conducta de los personajes es una incitación a meditar, a imitar:

«¿Quién al narrar o leer el relato de la historia de los mártires [...] no siente hervir en sus venas la sangre de cristiano y no recuerda con entusiasmo y como héroes de la más gloriosa de las epopeyas los santos nombres de Sebastián y Felicitas, de Inés y de Pancracio?»


(Wiseman, 1867, pg. 14)                


La univocidad de los personajes y del discurso se apoya en la caracterización antitética. Los protagonistas se convierten en arquetipos y la constante oposición que simbolizan, con el paganismo por un lado y el cristianismo por otro, refleja una visión maniquea de la existencia. A nivel de la estructura de la novela, los títulos de los capítulos funcionan como hitos dentro de un paisaje moral: La casa cristiana, La familia pagana, Pobres y ricos, La tentación, La caída, La lucha, El soldado cristiano, Muerte lúgubre, Muerte gloriosa... Esta ejemplaridad también se transparenta en la organización del discurso narrativo: adjetivos y sustantivos ordenan la materia narrativa en un mundo cerrado, sometido enteramente a la providencia. Esta estructura cerrada no deja intersticios para lo fortuito, los accidentes de la historia o el sentido individual de las existencias.

Dicha estructura refuerza la caracterización simbólica: se describe a los protagonistas por sus atributos morales: la esclava Syra tiene «digna mansedumbre» y «fervorosa mirada»; Pancracio, niño mártir, es «un gallardo doncel con corazón franco y sensible»; el maestro Casiano se distingue por su «sabiduría y virtud». En contraste con estos cristianos que tienen «el glorioso deber de morir por la fe», están Fabio, «opulento romano, buen vividor», Fulvio, que tiene «la malignidad del tigre y pérfidas miradas», etc. La ejemplaridad del relato se refleja en el destino de cada uno: castigo o salvación. En general la lógica moral coincide con la lógica novelesca. También se impone la objetivación por medio del discurso aleccionador: el narrador-historiador aclara el propósito de su novela y la interpretación final está a cargo del cuentista o de su sustituto. En el caso de la novela de Wiseman, este sustituto es la propia Fabiola, heroína ejemplar cuyas palabras representan una lección para el presente:

«El ejemplo de nuestro Redentor ha hecho los mártires, y el ejemplo de los mártires nos conduce a Dios. [...] ¡Ojalá no olvide nunca la Iglesia en sus días de triunfo y de paz lo mucho que debe al siglo de los mártires!»


(Wiseman, 1867, pg. 470)                


La acogida que tuvo la novela del Cardenal Wiseman en España ilustra el oportunismo ideológico de dicha obra. Otra fuente de inspiración para los novelistas católicos españoles es la obra del jesuita Antonio Bresciani y más precisamente El hebreo de Verona (misterios de las sociedades secretas). Publicada por primera vez en 1858, esta novela pertenece al grupo de las novelas históricas que podríamos llamar de tema contemporáneo. Redactada de 1846 a 1850 para ser difundida en la Civiltà Cattolica, El hebreo de Verona narra los sucesos de la Roma revolucionaria de Mazzini y Garibaldi y constituye una ardorosa defensa de Pío IX. La finalidad del autor, que confiesa haberse hallado «en medio de todos los disturbios y trastornos de Italia», haber contemplado «su pavoroso aspecto», es convencer a los lectores católicos del «exterminio con que amenazan las sociedades secretas a pueblos y reyes» y recordarles que:

«[...] el único puerto de salvación para ellos es creer, obedecer, venerar, favorecer, auxiliar y sostener resueltamente y con todas sus fuerzas a esa Iglesia católica tan combatida por los impíos, única autoridad que reorganiza al hombre, a la familia, a los pueblos, naciones y estados bajo un perfecto plan de sociedad.»


(Bresciani, 1886, pg. 15)                


También reivindica el Padre Bresciani la rehabilitación moral de la novela en una época en que «la ausencia de toda regla de arte [...] caracteriza la mayor porción de las novelas de nuestros tiempos» y en que dichas novelas «envuelven todas sus doctrinas y todos sus sentimientos en una especie de nebulosidad» (López Peláez, 1905, pg. 182).

Pese a la distancia cronológica que separa los sucesos históricos de esta novela de los de Fabiola, El hebreo de Verona refleja la misma visión providencialista de la historia, el mismo discurso aleccionador. Recoge temas esenciales para el catolicismo defensivo y militante: el hombre apartado de Dios es incapaz de realizar el bien, existe una providencia divina que rige el curso de la historia y permite el triunfo del bien sobre el mal, el catolicismo constituye una verdad inmutable ajena a cualquier contingencia histórica. Además, en todas las épocas de la historia la tolerancia con la herejía es inaceptable porque no se puede tolerar el error, transigir con él.

En el desenlace de la novela que relata el restablecimiento de Pío IX en 1849, la narración está, como en Fabiola y muchas otras novelas católicas, a cargo del cuentista que resume la intención ejemplar de su relato:

«Ya veis, lectores católicos, cómo después del momentáneo tiempo del mal, vino el triunfo definitivo del bien. Por eso no hay que desconfiar nunca de la Providencia, que es el ojo y el brazo derecho de Dios, que es Dios mismo, con toda su sabiduría y toda su omnipotencia, aunque se congreguen contra los buenos todos los impíos del mundo y todas las furias del infierno.»


(Bresciani, 1886, pg. 445)                


Portada de obra

Por su proximidad histórica y su dimensión testimonial, la novela del Padre Bresciani tenía una evidente intención política. Constituye una crítica demoledora de las «sectas» en las que se incluyen protestantes, librepensadores y liberales que apoyaron a los gobiernos revolucionarios y difundieron los principios de la revolución francesa. Se establecen conexiones entre la historia contemporánea de la Iglesia, víctima del liberalismo, y los acontecimientos pasados de los primeros tiempos del cristianismo. La condena de una época en la que la percepción de la Iglesia es la de una institución perseguida desemboca a menudo en la evocación de las glorias católicas pasadas, de la épocas lejanas de cruzada y reconquista. Predomina una visión paseísta que suprime la dinámica y densidad históricas.

En la línea de El hebreo de Verona, se publicó una novela católica española de Hernández del Mas, profesor de humanidades y filosofía de los Reales Estudios de San Isidro de Madrid. Los Secretos del protestantismo (1858), que narra la persecución de dos jesuitas en Londres en el siglo XVI, también es un cuadro de las herejías, y sobre todo del protestantismo, que amenazaban a los católicos. Esta novela en cuyo prólogo se encomia «la envidiable habilidad de instruir deleitando» describe las perturbaciones y las desgracias de una nación que apostató de la Iglesia católica y «abrazó la secta de Lutero». Hernández del Mas recurre a fuentes históricas como las obras del historiador inglés Hume, traducidas al castellano por Eugenio de Ochoa (Historia de Inglaterra desde la invasión de Julio César hasta el fin del reinado de Jacobo II, 1689). Pero la intención del novelista es establecer un vínculo entre la tumultuosa historia de la nación inglesa, víctima de las sectas y de las herejías, su decadencia en el momento en que se convirtió al protestantismo y la crítica situación político-religiosa que afectaba a la Iglesia católica española durante el bienio de 1854-56. En aquel momento, aunque no llegasen a aplicarse, la confesionalidad del Estado y la libertad de cultos constituían una nueva amenaza para la Iglesia.

La reedición de El hebreo de Verona en 1886 y su continuación hasta la época de la muerte de Pío IX refleja la recuperación con fines doctrinales de determinadas novelas históricas. Para los lectores de 1886 resultaba natural rescatar las lecciones del Padre Bresciani: defensa de un catolicismo universal cuyo centro neurálgico era Roma, apología y defensa del Papa-Rey, rechazo de toda «herejía» que pudiese poner en peligro la verdad inmutable del catolicismo. En un contexto político-religioso que ponía en entredicho para la mayoría de los católicos la unidad religiosa de España, era ideológicamente oportuno cristalizar la devoción en un Pontífice infalible. Obras de historiadores católicos españoles como El Apostolado de Roma (1869) del eclesiástico Vicente Manterola recogían la interpretación histórico-religiosa de novelas como El hebreo de Verona y Simón Pedro y Simón Mago del Padre Franco que reflejaban la imagen de un Papa, «padre y pastor», la exaltación de la acción civilizadora de la Iglesia universal. En su folleto, Vicente Manterola encarecía la perfección de la Iglesia universal y de un Pontífice «soldado y protector». Escrito con el celo de la defensa religiosa, proponía, desde el punto de vista providencialista, la visión de un Papa llamado por Dios a asegurar, una vez más, el triunfo de la verdad sobre el error (Hibbs, 1995, pgs. 83-84).

En cuanto a Fabiola, fue la marca registrada que sirvió de referencia a lo largo del siglo XIX. Escritores católicos conocidos como Modesto Hernández Villaescusa, José Luis de Ahumada, Josefa Pujol de Collado utilizaron el molde en sus folletines históricos. La historia de las persecuciones de los primeros cristianos, y de los primeros Papas como Pedro y Pablo, es fuente de inspiración en momentos críticos de la historia de la Iglesia española. En tiempos de perturbación religiosa y de tempestad social es cuando más necesita la Iglesia una literatura «ejemplar». Después de 1868, ante el caos de la sociedad moderna, secularizada, se buscan explicaciones providencialistas y los puntos de referencia son los héroes cristianos, la gesta católica, la «eterna» esencia de la vida.

Significativamente coexisten en las revistas católicas de postrimerías del XIX crónicas históricas en las que abundan descripciones exaltadas de la gesta cristiana y narraciones históricas bajo la forma de folletines. Así es como en los años 1890 y 1891, en la conocida revista La Hormiga de Oro, se publica una historia popular de las cruzadas, un ensayo histórico del integrista Hernández Villaescusa titulado Recaredo y la unidad católica y folletines como La venganza de un ángel o Filia Luminis.

Estos folletines son una reelaboración de Fabiola y de otra novela histórica muy leída del jesuita José Franco, Simón Mago y Simón Pedro1. En Filia Luminis, Josefa Pujol de Collado exalta los prodigios del cristianismo y la heroica muerte de Filomena perseguida en tiempos del emperador romano Diocleciano. Es una mezcla de relato hagiográfico, de novela histórica y sentimental. En cuanto a La virgen cristiana de Ruiz de Ahumana, la fuente de inspiración en el Cardenal Wiseman es aún más obvia: la joven Julia, como Fabiola, proveniente de la aristocracia romana en el siglo IV, «imitando el desprendimiento de los primeros discípulos de los apóstoles [...] consagró sus quintas y palacios [...] sus joyas [...] dedicándolos al culto de las catacumbas» (La Hormiga de Oro, 1888). En el mismo año otro folletín histórico, Madre e hija, relata la historia de una joven pagana, Hortensia, convertida al cristianismo por una esclava como lo había sido Fabiola por Syra. Una vez más la intención didáctica prevalece sobre el realismo histórico. La herencia del Cardenal Wiseman se reivindica de manera aún más explícita en folletines como La venganza de un ángel de Modesto Villaescusa, publicado en La Hormiga de Oro en 1893. La heroína de este relato, Carolina de Torralba, lee Fabiola y «su tierno corazón se entusiasmaba contemplando aquellos ejemplos sobejanos de virtud, abnegación, de caridad, de amor divino que habían convertido la tierra en morada de ángeles durante los primeros siglos del cristianismo [...]» (Villaescusa, 1893, pg. 159).

Con estas palabras nos recuerda Villaescusa que el propósito de la literatura recreativa es ante todo edificar y proponer un código de conducta totalmente conforme con la verdad cristiana. El desenlace de la novela en el que, corno en muchas novelas edificantes, coinciden la lógica novelesca y la lógica moral, describe la conversión de Carolina que, «bajo el poderoso influjo» de los ejemplos de virtud y abnegación retratados por el Cardenal Wiseman, «había consagrado a Dios la virginidad y pureza de su alma» (Villaescusa, 1893, pg. 160).

Por otra parte, al reunir en estas narraciones esclavos y amos unidos por una misma fe, la única, según los escritores, que puede llevar a la libertad y a la igualdad de condición, se reitera la superioridad del catolicismo para solventar la tan temida cuestión social. Si la historia es fuente de inspiración para la literatura, la literatura debe aprovecharse del valor de los héroes del pasado para influir en las costumbres . La novela es objeto de imitación y por lo tanto puede ser tanto una «escuela de maldad» como «una escuela para el bien». Las novelas históricas deben ser, según palabras del católico Valbuena, «libros de textos» en los que se aprenda la historia. Evidentemente no toda realidad o historia es novelable, y por eso cuando la novela es histórica «necesita reproducir el héroe y la época en que vivió, en su verdad trascendente, más aún que en su verdad subjetiva [...]» (Pidal, 1906, pg. 15).




El propósito moralizador y didáctico neutraliza la historia

En este punto se plantean las cuestiones de la fiabilidad de los materiales históricos y de la censura que llegaron a practicar los propios novelistas con respecto a acontecimientos «no novelables». La indefinición del género de la novela histórica, denominada, según los autores, «novela moral», «novela religiosa», «novela contemporánea», «leyenda histórica», refleja la indecisión de muchos novelistas ante la historia y sus fuentes. En numerosas novelas se nota la contaminación del relato histórico por la apologética, la hagiografía. Las historias de santos, expurgadas y reelaboradas, constituían una de las fuentes más utilizadas para la reconstrucción de un período histórico. Es significativo en este aspecto el éxito de novelas y relatos llamados históricos de la escritora y periodista católica Antonia Rodríguez de Ureta. Las novelas de la directora de La Semana Católica de Barcelona inspiradas en vidas de santos y santas como La Beata Imelda (1890) se vendían a más de 1.500 ejemplares en el momento de su publicación. Por otra parte, el alcance histórico contemporáneo de Casilda o episodio de la guerra de Independencia que salió a la luz en 1889 era neutralizado por el propósito fundamentalmente moralizador de la obra, tildada por la propia autora de «leyenda moral». Se puede citar también el caso de otra novela anónima, Anita o la Condesita en la Casa de la Caridad (1861), publicada como todas las novelas edificantes con licencia eclesiástica y cuyo título especifica que es «novela histórica a propósito para desarrollar en los niños sentimientos de gratitud hacia Dios y sus padres». De hecho el contexto histórico es escasísimo y sirve de pretexto para desarrollar una historia sentimental en la que aparecen los tradicionales temas del huérfano, del reconocimiento y de la providencia divina.

El «oportunismo ideológico» de algunas novelas históricas católicas había sido subrayado por historiadores y escritores del siglo XIX y la polémica que suscitó se enmarcaba en un contexto en que se enfrentaban concepciones opuestas de la historia. Con ocasión de una reedición de Fabiola en el año 1889, el historiador Adolfo de Castro subrayaba la ocultación histórica del Cardenal Wiseman que había practicado una verdadera censura con respecto a las fuentes de la novela y más precisamente con respecto al texto de San Jerónimo.

En un largo artículo publicado en La España moderna, Adolfo de Castro planteaba la cuestión de la interpretación de los textos antiguos por el Cardenal Wiseman. Según este crítico, el autor de Fabiola había censurado las fuentes utilizadas y su novela resultaba aséptica y de poco alcance histórico. Como novela histórica no respetaba los cánones del género ya que no retrataba los acontecimientos religiosos y políticos de la época de Diocleciano. Por razones evidentes de oportunismo ideológico había dejado fuera del relato la vida de Fabiola: «Wiseman nos la pinta rica y caritativa, convertida al Cristianismo por la virtud de algunos mártires[...]. Tras luengos años de santidad de vida, nos la deja en el sepulcro» (Castro, 1889, pg. 68). Al omitir la narración del divorcio y de la segunda boda de Fabiola, el Cardenal Wiseman trataba de ocultar una práctica probablemente mal vista e incluso condenada por los cristianos romanos pero tolerada por los emperadores cristianos. El Cardenal Wiseman había pasado en silencio hechos y sucesos que podían dar armas a los partidarios del divorcio y reflejar una visión de la sociedad cristiana en los primeros siglos de la Iglesia muy poco conforme con la historiografía católica del siglo XIX. Una narración más «realista» históricamente hubiese aminorado la finalidad fundamentalmente amena y doctrinal de esta obra. Por otra parte, una apología de la Iglesia primitiva y de sus mártires, tal como se hacía en Fabiola, conllevaba necesariamente para el novelista una censura de los aspectos más polémicos.

Esta historia idealizada constituía también una respuesta a las interpretaciones que los historiadores liberales hacían de algunos textos para demostrar que en la iglesia primitiva habían existido tolerancia y cierta independencia con respecto a Roma. La reedición de obras como Fabiola a lo largo del sido no respondía por lo tanto a un mero fenómeno de moda o de afición por la novela histórica. La historia que inspiraba las novelas católicas era una historia escrita en sentido católico, con fuerte carácter apologético.

Por otra parte, cabe subrayar que esta historia idealizada propicia la inclusión de los personajes históricos en una epopeya. El novelista (e historiador) neutraliza todos los aspectos negativos de la realidad y recurre a la solución providencialista para explicar el acontecer histórico. Esta transfiguración de la historia la reduce a una serie de acciones ejemplares en la que los personajes se convierten en héroes. La historia no es más que un pretexto para reflejar valores eternos borrando de este modo las contingencias del tiempo y de lo circunstancial. Esta visión de la historia es la que se desprende de las observaciones hechas por el eclesiástico Cayetano Soler, director de una Biblioteca crítico-histórica, en su obra El fallo de Caspe (1899). Para este miembro de la Academia de la Historia, la historia sólo puede engrandecer lo bueno y, como en la tragedia antigua, inspirar compasión por los grandes infortunios que nacen de la lucha entre las fuerzas del bien y del mal. Los personajes que se presentan en esta lucha no «pueden ser en ningún caso víctimas de propios naturales defectos que, al justificar lo que ellos llaman sus desdichas, destruirían todo el encanto que produce la lucha del hombre ideal contra una fuerza superior que le impele y arrastra al abismo o lo aplasta bajo su incontrolable planta» (Soler, 1899, pg. 33).

Consideraciones semejantes son las que incluye el novelista y crítico neocatólico Antonio de Valbuena en su elogioso comentario de Amaya o los vascos en el siglo VIII (1879) de Navarro Villoslada. Para Valbuena el principal mérito de esta obra era, además «de retratar admirablemente una época, cumplir con la ley principal de la novela [y] presentar bajo las más sabrosas y deleitables apariencias, las más útiles y puras enseñanzas» (Valbuena, 1893, pg. 203).

Amaya, que había tenido un lento proceso de maduración, se publicó bastante más tardíamente con respecto a las primeras novelas históricas de su autor (Mata Induráin, 1995, pg. 256). Aunque algunos críticos, como el Padre Blanco García, consideraban que Amaya «llegaba a deshora» por estar desacreditado el género novelesco histórico, dicha novela fue considerada como la más lograda de Villoslada y recogió entusiastas alabanzas de escritores y periodistas católicos. Indudablemente Amaya ilustra la recuperación con fines ideológicos por parte de la historiografía y de la prensa católicas de una novela histórica en la que se juntaban intención edificante y amenidad. Según palabras del mismo Valbuena y del Padre Blanco García, el mérito de esta novela, que «moralmente nos eleva a Dios» es haber descrito «la virtud sencilla, el heroísmo espontáneo y modesto» (Valbuena, 1893, pg. 204), y elaborado «una epopeya tan magnífica y deslumbradora en la que se respira un aire de sencillez ingenua, patriarcal y homérica» (Padre Blanco García, 1891, pg. 263).

El éxito de la novela de Navarro Villoslada no puede entenderse sin tener en cuenta su inserción en un contexto político-religioso particular. En Amaya, Villoslada recoge la tesis de la nacionalidad española forjada gracias a la unidad católica. La descripción de la situación del reino visigodo a finales del año 710 y de la fusión de los pueblos vasco y godo unidos por el mismo afán religioso desembocan en una exaltación de los valores tradicionalistas. Paralelamente a la visión idealizada de una España periférica (foralismo rural vasco) caracterizada por sus tradiciones seculares, se elabora en Amaya la reivindicación de una entidad nacional cuyos rasgos esenciales son la unidad religiosa y la resistencia a la herejía y al error. Es la Cruz la que une los pueblos vasco y godo y esta unión es simbolizada por el matrimonio entre Amaya y García, «alma de ángel en cuerpo de atleta, héroe de la fe y del amor que refleja las grandezas de Amaya [...]» (Blanco García, 1891, pg. 276). La novela se cierra significativamente con una referencia a la unidad católica, «pensamiento dominante, espíritu vivificador, y sello perpetuamente característico de la monarquía española» (Villoslada, 1914, pg. 411).

En el marco de la Restauración, la defensa de una Iglesia católica unida, promovedora del progreso de los pueblos y de la civilización cristiana adquiría particular relieve. A los ojos del sector católico más tradicionalista, la constitución canovista de 1876, que había reconocido la libertad de cultos, atentaba contra la unidad católica y contra el modo de ser nacional. La tesis de una raza española y católica que había logrado imponerse sobre todas las herejías y que había mantenido una férrea adhesión a Roma se elaboraba tanto desde la historiografía como desde las columnas de la prensa nea. Numerosos novelistas como Ceferino Suárez Bravo, Jorge de Pinares, Francisco Hernando, enfocaban sus relatos desde el ángulo de una historia tradicionalista.

En las columnas de El Pensamiento Español, el mismo Navarro Villoslada había censurado la obra de historiadores krausistas y más particularmente el Discurso sobre los caracteres históricos de la Iglesia española (1866) de Fernando de Castro tildándolo de «nacionalismo o particularismo herético» por oponerse al principio ultramontano (Campomar Fornieles, 1984, pg. 286). Historiadores krausistas y católicos se enfrentaban en su interpretación de los primeros siglos del cristianismo y de la Iglesia primitiva. Uno de los temas delicados de este enjuiciamiento histórico era el de los Concilios toledanos y de la Iglesia visigoda.

La historiografía católica defendía la perfección y la unidad de la Iglesia universal. En el primer volumen de la Historia de los Heterodoxos (1880), Menéndez Pelayo proponía una versión de los primeros tiempos del cristianismo conforme con el criterio ultramontano. La visión idealizada de una Iglesia primitiva, sumisa a Roma, se oponía a la de los historiadores krausistas (Fernando de Castro, Gumersindo Azcárate) que predicaban la independencia del culto y costumbres de la Iglesia de los Concilios de Toledo. La indagación de los orígenes de la Iglesia primitiva podía resultar un tema polémico en el ámbito del Concilio Vaticano I y de la centralización romana. Para Menéndez Pelayo como para Modesto Villaescusa, por sólo citar algunos historiadores neocatólicos, el argumento insoslayable era la unidad católica.

En la Historia de los Heterodoxos, la acción civilizadora de la Iglesia se había extendido al imperio visigodo «evangelizando y suavizando las costumbres, dando al catolicismo español un carácter universal y humano» (Campomar Fornieles, 1984, pg. 105). En juicio de Menéndez Pelayo, la época visigoda había sido época de barbarie y los visigodos habían sido debidamente conquistados por la Iglesia romana. En Amaya, Villoslada pinta una sociedad goda entregada al lujo y a la corrupción y cuya rápida caída se debía a su degradación. La novela contiene numerosas referencias a una sociedad cruel, y de poca consistencia moral. Se puede citar la alusión a la deserción de los nobles godos en la batalla del Guadalete, a la crueldad de Witiza entre muchas otras. Sólo en el momento de su unión con los vascos, consiguen los godos constituirse en una entidad nacional, y sólo con la fusión de ambos pueblos podrá emprenderse la Reconquista española.

En 1890, con ocasión del XIII centenario de la conversión de Recaredo, Hernández Villaescusa recogió en el prólogo de una obra suya premiada por el círculo tradicionalista de Madrid, la descripción del heroísmo cristiano de personajes como García Jiménez, «caudillo de los indomables vascos», descritos en Amaya. Hernández Villaescusa se inspira tanto en el fondo como en la forma de la conocida novela histórica de Villoslada para describir la Iglesia visigoda que tendió a «engrandecer la Patria, a elevarla sobre todas las naciones por el imperio de la virtud, de la justicia y del derecho» y «la fatal organización social y política del pueblo visigodo, el carácter turbulento de su indómita nobleza [...]» (Villaescusa, 1890, pgs. 301-302).

Como novela de tesis, Amaya entronca con la novelística «edificante» anterior. Mezcla de leyendas y de sucesos históricos remotos, en la novela de Villoslada se fragua una historia idealizada. En 1879, pocos años después de la última guerra carlista y en un momento en que el centralismo castellano aparecía inoperante a causa de las grietas del sistema canovista, la visión idílica del pueblo vasco adquiría un impacto político evidente. Por otra parte la fusión de dos pueblos simbolizaba el inicio de una unidad católica, jamás abandonada por el sector católico más neo, hasta la constitución canovista de 1876. El carácter documental de la novela desemboca en un intento de convertir en literatura y de eternizar las costumbres y tradiciones a punto de desaparecer, amenazadas por la «modernidad» y el progreso social.

En esta recuperación nostálgica del pasado, por otra parte característica de muchas novelas históricas católicas, también aflora la hostilidad con respecto a la novela de la Restauración. En contraste con la concreta ética social del naturalismo, se acentúa el carácter documental de la novela histórica. La autenticidad documental de la novela está garantizada por la «fidelidad» y la perspicacia del autor más que por la íntima mecánica de la realidad descrita (Bonet, 1970, pg. 27). Incluso cuando la novela histórica es contemporánea, testimonial como Los Conspiradores de Francisco Hernando o La heroína de Castellfort de Jorge Pinares, la dimensión documental prevalece sobre la reflexión histórica. En ambas novelas, se trata de denunciar las tristes secuelas de la revolución liberal en la sociedad española y de rescatar la grandeza pretérita de una España incontaminada por herejías filosóficas y políticas.

Con la nueva problemática de la novela «realista» y naturalista de finales del XIX, la utilización del molde histórico con resabios costumbristas se consideraba como una cómoda fórmula de recambio. No por nada Alejandro Pidal, en su elogio del Padre Coloma y de sus novelas históricas, encomiaba en 1908 «el idealismo realista», el naturalismo al revés del eclesiástico que supo meterse «en los arcanos de la historia», rescatar las «gloriosas hazañas y más altas empresas» de los héroes «llamados por Dios a sacrificar su vida por su patria» (Pidal, 1908, pg. 53).

También es significativo el intento de recuperación de Galdós, que se situaba en los antípodas en cuanto a concepción de la novela. En 1898, con motivo de la publicación de un episodio nacional, Zumalacárregui, el escritor y crítico católico, Valentín Gómez se felicitaba de que su autor, «volviendo al antiguo hogar», hubiese ofrecido a los lectores «hartos de innovadores [...], antropólogos coloristas, estetas o decadentistas» una verdadera epopeya que contrastaba con «los cuadros más repugnantes de la existencia humana en el desgrane de sus vicios individuales» (Gómez, 1898, pg. 9).








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