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No lo creo

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 73, 2 de julio de 1833, Madrid.]

-¡Señor Fígaro! ¡Sálvese usted, señor Fígaro! -entró diciendo a voces en mi cuarto, esta mañana, un hombre cuadrado que habrán ustedes visto por esas calles, y dígolo porque se parece a todos los tontos, bien así como se parecen todos los tontos entre sí. El hombre no me era conocido; sudaba y respiraba con dificultad; no parecía sino que acaba de traducir una escena de melodrama.

-Sosiéguese usted, caballero -le dije-: siéntese, respire y sepamos qué urgentísimo asunto le trae tan azorado en busca mía.

-Señor Fígaro: yo soy un aficionado a leer, a quien gustan mucho las aprensiones de usted...

-¡Muchas gracias!

-Sí, señor; me llamo Juan Medrana; el teatro era mi pasatiempo favorito hasta que usted ha empezado a abrirme los ojos con sus artículos, que así creo que se ha de llamar lo que usted hace...

-Sí, señor, precisamente.

-Y le he cobrado a usted tal afición, que no quisiera que le mataran a usted.

-¡Hombre! ¿Matarme...? ¿Sabe usted que eso me da que pensar...? ¡Habrá picarillos...!

-Sí, señor, matarle; y plegue al cielo que no pase de ahí. En una palabra, llevado de mi celo y de mi afición a los artículos de usted, vengo a prevenirle que líe su maleta y ponga pies en polvorosa, lo más pronto y lo más callandito que usted pueda.

-Pero ¿qué hay? ¿Se va a echar alguna traducción original? ¿Quiere usted que me escape por no oírla?

-¡Peor!

-¿Sale algún actor nuevo?

-Peor. ¡Cien veces peor!

-¡Acabe usted, por Dios, señor Medrana! ¡Me tiene usted asustado!

-Hace un mes, semana más o menos, que le andan buscando a usted para...

-¡Oiga! ¡Ya se ve! No me habrán encontrado: ¡como no ando por ninguna parte! ¿Y por qué?

-¿Y usted lo pregunta? ¿Usted, que escribe artículos de teatros? ¿Usted sabe lo que anda entre bastidores?

-¡Ve usted! Yo creía hacer mucho favor a los teatros...

-Favor, ¿eh? ¡Contentos tiene usted a algunos actores! ¡Buenas cosas dicen de usted!

-¡Hola! ¿Dicen cosas buenas? ¡Vea usted! Quantum mutatus ab illo! ¿Y qué dicen?

-Le diré a usted, por supuesto, que los buenos no dicen nada; pero ¡los otros...! En primer lugar, dicen que es usted parcial, y que sólo alaba a los que lo hacen bien...

-¡Habrá picardía!

-Que no guarda usted consideración alguna a los que lo hacen mal. Eso clama a los cielos. Añaden que es usted hombre de muy malas entrañas, como todo el que es amigo de la justicia y de la razón. Que tiene usted más cariño a los progresos del arte que a los malos cómicos, y que eso es una mala partida. Hay quien dice que si hubieran tenido la precaución de enviarle a usted, en calidad de regalo, cuatro frioleras de gusto, no les sucedería lo que les sucede.

-¡Ah, señor Medrana! ¡Esos, esos han conocido el carácter de Fígaro!

-Que en ningún país culto se permite hablar de los cómicos, ni juzgar si lo hacen bien o mal; eso sólo se ve en los climas habitados por los iroqueses, como, por ejemplo, Francia, Inglaterra, Italia, Alemania y el resto de Europa. Que tienen los periodistas un extraordinario interés y malevolencia en criticar sus defectos...

-En eso tienen razón; porque el interés de todo hombre está en granjearse enemigos.

-Que los adelantos grandes hechos por los Talmas y los Kean, se han debido a la impunidad, y que sólo alabando a los malos actores llegan éstos al ápice de la perfección; y, por último, si algunos se conforman con la censura periodística, ha de ser con la condición de que no ha de contener nunca personalidades la crítica.

-Cierto; sólo que hay señores actores que llaman personalidades a todo lo que no es decirles que representan a las mil maravillas.

-En fin, señor Fígaro: que en España todo actor es una cosa sagrada, y que nunca se ha visto el escandaloso abuso que hoy, por causa de los periódicos, reina.

-Dicen bien, señor Medrana: en prueba de ello, aquí tengo uno de los primeros periódicos que en España se han publicado. Vea usted lo que decía en enero de 1788 el Memorial literario acerca de los actores, y si hablaba de ellos con más respeto que Fígaro: «Los teatros de esta Corte cada vez irán a peor, ínterin resida entre los ignorantes cómicos la potestad de ser jueces del gusto teatral, que es bien malo; esto es, que esté a su arbitrio elegir y representar las comedias que quieran, sean buenas o malas, etc.». Ya ve usted, pues, que desde el año 1788 acostumbraban los periódicos a hablar libremente de los cómicos. Recorra usted ahora para sí esos periódicos que le han sucedido en diversas épocas; vea usted ese Diario Literario del año 24; lea usted... Concluyamos, señor Medrana, que en este país no queremos acostumbrarnos a sufrir la crítica merecida.

-Y añada usted, señor Fígaro, que en mi entender nos ha de alcanzar la muerte antes de que nos acabemos de acostumbrar, como al caballo del doctor le aconteció. Si va a decir verdad, yo me inclino algo a favor de los actores que tanto se quejan; no hay nada más justo que el que se critique a un poeta que da una mala comedia, a un pintor que pinta un mal cuadro, a un escultor que contrahace una estatua, a un arquitecto que construye mal un edificio; pero por la misma razón ya se deja entender que no hay nada más injusto que criticar a un actor que representa mal; porque ¡qué distancia hay de la esencia y naturaleza de un actor a la de los demás hombres! ¿En qué se parece un actor malo a los hombres? En nada, señor Fígaro: un actor malo es una especie de semidiós que tiene figura de hombre por una extraña degeneración de la especie. ¿Hay cosa más respetable que un mal actor? Luego entra lo que ellos dicen: figúrese usted que un actor malo es un hombre que vive de representar mal, y si usted le critica, le priva usted de su subsistencia. ¡Por caridad cristiana siquiera...!

-Ya se ve que está esa razón muy bien entendida. Porque aunque en la sociedad sucede comúnmente que el que no sabe su oficio no puede vivir de él, aunque sucede que el mal médico no tiene enfermos, el mal abogado no encuentra pleitos, y el mal sastre perece por falta de parroquianos, todo esto es una clarísima injusticia que hace el mundo pícaro a los ignorantes. El actor, aunque sea malo, debe tener ajustes sobrados y buenos sueldos, y la caridad que no usa la sociedad con los demás, debe usarla con él. Por esa razón cometió Moratín tan gran picardía cuando sacudió su látigo contra los Andorras de nuestra escena porque les quitó el pan. Por esa razón es un evidente disparate el consejo que en El Café da por boca de don Pedro a los Comellas de su época, por el cual les aconseja que el que no sepa escribir aprenda otro oficio. Por esa razón es una crueldad pretender que el mal cómico abandone las tablas, porque lo que le hace falta a un país culto es que vivan holgadamente los que no saben representar. Esta es, señor Medrana, la base de la prosperidad de un país.

-Pues ¿qué diría usted, señor Fígaro, si le asegurase yo a usted que ya han dado en el hito de la dificultad, y que acaso no se pase mucho tiempo sin que deje usted de hablar de los actores?

-No lo creo, señor Medrana, no lo creo.

-¿No lo cree usted? ¿Y si le digo yo a usted que van a hacer una representación por la cual piden y reclaman en justicia que no se hable ya más de ellos? ¡Éste es el golpe; éste es el golpe mortal!

-No lo creo. ¿Cómo quiere usted que yo crea que dan la mano a semejante plan apreciables actores que yo personalmente conozco, y que son precisamente los principales, quienes piensan de muy distinta manera? ¿Cómo quiere usted que pidan semejante cosa aquellos que saben que han de decir de ellos los periódicos más bien que mal? ¿Qué fuerza había de tener una representación en que no figurasen los buenos actores? ¿No conoce usted cuán en ridículo se pondrían los que tal representación hiciesen? ¿No ve usted que sería lo mismo que decir: Somos tan malos que tememos la crítica? Y ¿qué les servirá tal representación mientras haya público que haga de ellos la merecida justicia? Y ¿representarán también contra las silbas de los espectadores? ¿Lograrán, por ventura, una orden para ser buenos actores? Hago más favor a los cómicos; creo que hay muchos entre ellos tan sensatos, que oponen la enmienda a la justa crítica de los periódicos; ésa es, señor Medrana, la mejor representación. Haylos, en fin, que conocen que no existe otro camino que la crítica para la perfección; haylos que saben muy bien que todo el que da al público su habilidad en espectáculo, da también a cuantos le ven el derecho de criticarla. En fin, señor Medrana, no lo creo.

-Pues sí, señor, la hacen: yo no tengo bastante memoria para repetírsela a usted entera, y bien podría sucederme lo que a Sancho, cuando recitó en la venta, delante del Cura y el Barbero, la dulce misiva de su señor Don Quijote a Dulcinea. Pero esté usted seguro de que se apoyarán en fundadas razones; sí señor: En vista del abuso que reina en los periódicos de criticarlos con indecorosas personalidades; en atención a que los teatros no pueden prosperar mientras no se alabe todo lo malo que en ellos se presente; atendiendo a que el público no tiene afición al teatro nacional, a causa del mal estado en que se halla, nacido el tal estado de los periódicos, que es como si dijéramos que andamos a oscuras en el mundo a causa del sol; y siendo los malos actores la causa principal del bienestar de una nación: pedirán que nadie sea osado, en público ni en secreto, solo o en compañía de otro, a hablar, escribir ni menos pensar, en perjuicio de los citados malos cómicos (aunque sean realmente tales malos cómicos), sin distinción de fueros ni personas; pedirán que sea castigado con la más rigurosa pena, como reo de leso-cómico, quien a otro indujere a hablar, escribir, hacer seña con pies o manos, bastones o silbatos, pensar, imaginar, discurrir, sospechar o barruntar siquiera que un cómico no ha representado, representa o representará con la más escrupulosa perfección, de noche o de día, ensayo o pública representación, en el teatro o fuera de él, etc., etc., etc., y demás contenido en la ley del ejercicio. Pedirán que todo buen español amante de la felicidad de su patria, sea amonestado y requerido de concurrir con tres pesetas, propias y bien ganadas, amén de los consabidos dos cuartos del pico, las cuales hará ingresar en las arcas de la casa, para tener el gusto de alabar, aplaudir y encomiar, con todo género de demostración de sincero y bien sentido contento (como son aplausos, palmadas, bravos y bravísimos, y demás señales de costumbre), toda representación, por mala que sea (que sí será); debiendo en todo caso fingir, disimular y aparentar, en su rostro y todo su cuerpo, el sobreentendido entusiasmo, si no lo sintiese realmente (como no lo sentirá) desde el momento en que entre por las puertas del teatro; y debiendo durarle la dicha embriaguez del citado entusiasmo, éxtasis y arrobo hasta después de la conclusión de la comedia, y en su propia casa, y al otro día si ser pudiese, y hasta después de su muerte si hubiese lugar. Requiriéndosele igualmente para que se dé la enhorabuena por la enajenación de sus enunciadas tres pesetas y ocho maravedises cada noche, que le habrán procurado tan grande acumulación de contento y entusiasmo, mas que sea fingido por respeto al tenor de los dichos malos cómicos, y más que lo finja hasta reventar en obsequio de los progresos del arte declamatorio, y de dicha preciosa subsistencia de los ya dichos malos cómicos, etc., etc.

-Basta, señor Medrana, basta por Dios, que repito que no lo creo.

-¿Y si las empresas directoras de los teatros apoyasen algún día una representación tan justa...?

-No lo creo; porque las empresas y las comisiones de directores de teatro, y los ayuntamientos conocen mejor que usted y que yo sus verdaderos intereses, y encierran en su seno personas de talento; éstas saben que a nadie tiene más cuenta que a las empresas teatrales el que se hable mucho de los actores, y el que la censura de los periódicos les obligue a hacer esfuerzos que sin su temor no harían. Las empresas debieran pagar y sostener periódicos con el objeto sólo de hablar al público de teatros, dando importancia a este ramo, y haciéndole concurrir a él en consecuencia; periódicos, en una palabra, que corrigiesen a los malos actores, que no son los que hinchen sus arcas de dinero, ni los que producen sus grandes entradas. El creer la suposición de usted sería hacer poco favor a las luces distinguidas de nuestro ilustrado Ayuntamiento, que se desvela por la prosperidad del teatro, como en muchas y diversas ocasiones lo ha probado. No lo creo.

-¡Ah, señor Fígaro, señor Fígaro! Ya veo que mi visita ha sido inútil; ¿y si, a pesar de cuanto usted dice, lo lograsen?

-No lo creo; en un país donde rige un Monarca ilustrado que ha hecho imprimir a su costa las obras de Moratín, dando esta pública prueba de su protección al teatro nacional y honrando la memoria de nuestro primer poeta dramático, y un Monarca tan amante del teatro español que ha establecido recientemente escuela de declamación, nadie puede ignorar que la censura decorosa de los periódicos es acaso el único medio que puede elevar la escena al grado de esplendor y perfección de que se halla tan lejos en el día; nuestro sabio Gobierno ha dado y da diariamente demasiadas muestras de cuánto protege las letras y las artes, para que nos sea lícito dudar del éxito de una representación semejante, si, como no creo, llegase un día en que los actores desnudos de mérito, no contentos con la protección abierta que continuamente se les dispensa, se propasasen a tan extraordinarias exigencias. No lo creo, señor Medrana -añadí, despidiendo a mi solícito amigo-, no lo creo, sin que esto sea, por otra parte, mostrarme poco agradecido al celo y amistad que usted acaba de manifestarme: si llegase un día en que los actores se creyesen con derecho a exigir un silencio más humillante y ridículo para ellos que para nadie, los poetas y autores de toda clase de libros no podrían menos de creerse con igual derecho, porque unos y otros viven de darse al público; se acabarían entonces los medios de rebatir la ignorancia o la mala fe de un libro, y la polémica literaria, única fuente del saber humano. No lo creo, señor Medrana, no lo creo. Vaya usted, pues, seguro de que ni los actores piensan en hacerme el menor daño personal, ni yo lo temo. Si, a pesar de mi incredulidad, sucediese sin embargo cuanto usted amistosamente me anuncia, colocaría lo malo que acontecerme pudiese entre los contratiempos de la vida, a que vivo sumamente dispuesto y resignado; y si personas de más luces que yo no creyesen justas mis ideas y fuese preciso obedecer y callar en materia de actores, crea usted que no sería el mayor mal para Fígaro, y que cuesta menos desvelos callar que hacer artículos de periódico.

Revista Española, 2 de julio de 1833.

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[Nota editorial: Otras eds.: Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 381-390.]