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Nadie pase sin hablar al portero, o los viajeros en Vitoria

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 106, 18 de octubre de 1833, Madrid.]

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¿Por qué no ha de tener España su portero, cuando no hay casa medianamente grande que no tenga el suyo? En Francia eran antiguamente los suizos los que se encargaban de esta comisión; en España parece que la toman sobre sí algunos vizcaínos. Y efectivamente, si nadie ha de pasar hasta hablar con el portero, ¿cuándo pasarán los de allende si se han de entender con un vizcaíno? El hecho es que desde París a Madrid no había antes más inconveniente que vencer que 365 leguas, las landas de Burdeos y el registro de la puerta de Fuencarral. Pero hete aquí que una mañana se levantan unos cuantos alaveses (Dios los perdone) con humor de discurrir, caen en la cuenta de que están en la mitad del camino de París a Madrid, como si dijéramos estorbando, y hete que exclaman:

–Pues qué, ¿no hay más que venir a pasar? ¡Nadie pase sin hablar al portero!

De entonces acá cada alavés de aquellos es un portero, y Vitoria es un cucurucho tumbado en medio del camino de Francia; todo el que viene entra; pero hacia la parte de acá está el fondo del cucurucho, y fuerza es romperle para pasar.

Pero no ocupemos a nuestros lectores con inútiles digresiones. Amaneció en Vitoria y en Álava uno de los primeros días del corriente, y amanecía poco más o menos como en los demás países del mundo; es decir, que se empezaba a ver claro, digámoslo así, por aquellas provincias, cuando una nubecilla de ligero polvo anunció en la carretera de Francia la precipitada carrera de algún carruaje procedente de la vecina nación. Dos importantes viajeros, francés el uno, español el otro, envuelto éste en su capa y aquel en su capote, venían dentro. El primero hacía castillos en España, el segundo los hacía en el aire, porque venían echando cuentas acerca del día y hora en que llegar debían a la villa de Madrid, leal y coronada (sea dicho con permiso del padre Vaca). Llegó el veloz carruaje a las puertas de Vitoria, y una voz estentórea, de estas que salen de un cuerpo bien nutrido, intimó la orden de detener a los ilusos viajeros.

–¡Hola! ¡Eh! –dijo la voz–, nadie pase.

–¡Nadie pase! –repitió el español.

–¿Son ladrones? –dijo el francés.

–No, señor –repuso el español asomándose–, son de la aduana.

Pero ¿cuál no fue su admiración cuando, sacando la cabeza del empolvado carruaje, echó la vista sobre un corpulento religioso, que era el que toda aquella bulla metía? Dudoso todavía el viajero, extendía la vista por el horizonte por ver si descubría alguno del resguardo; pero sólo vio otro padre al lado, y otro más allá, y ciento más, repartidos aquí y allí como los árboles en un paseo.

–¡Santo Dios! –exclamó–. ¡Cochero! Este hombre ha equivocado el camino; ¿nos ha traído usted al yermo o a España?

–Señor –dijo el cochero–, si Álava está en España, en España debemos de estar.

–Vaya, ¡poca conversación! –dijo el padre, cansado ya de admiraciones y asombros–; conmigo es con quien se las ha de haber usted, señor viajero.

–¡Con usted, padre! ¿Y qué puede tener que mandarme su reverencia? Mire que yo vengo confesado desde Bayona, y de allá aquí maldito si tuvimos ocasión de pecar, ni aun venialmente, mi compañero y yo, como no sea pecado viajar por estas tierras.

–Calle –dijo el padre–, y mejor para su alma. En nombre del Padre, y del Hijo...

–¡Ay, Dios mío! –exclamó el viajero, erizados los cabellos–, que han creído en este pueblo que traemos los malos y nos conjuran.

–Y del Espíritu Santo –prosiguió el padre–; apéense y hablaremos.

Aquí empezaron a aparecerse algunos facciosos y alborotados, con un Carlos V cada uno en el sombrero por escarapela.

Nada entendía a todo esto el francés del diálogo; pero bien presumía que podía ser negocio de puertas. Apeáronse, pues, y no bien hubo visto el francés a los padres interrogadores:

–¡Cáspita! –dijo en su lengua, que no sé cómo lo dijo–, ¡y qué uniforme tan incómodo traen en España las gentes del resguardo, y qué sanos están y qué bien portados!

Nunca hubiera hablado en su lengua el pobre francés.

–¡Contrabando! –clamó el uno.

–¡Contrabando! –clamó otro; y «contrabando» fue repitiéndose de fila en fila. Bien como cuando cae una gota de agua en el aceite hirviendo de una sartén puesta a la lumbre, álzase el líquido hervidor y bulle, y salta, y levanta llama, y chilla, y chisporrotea, y cae en el hogar, y alborota la lumbre, y subleva la ceniza, espelúznase el gato inmediato que descansado junto al rescoldo dormía, quémanse los chicos, y la casa es un infierno; así se alborotó, y quemó, y se espeluznó y chilló la retahíla de aquel resguardo de nueva especie, compuesto de facciosos y de padres, al caer entre ellos la primera palabra francesa del extranjero desdichado.

–Mejor es ahorcarle –decía uno, y servía el español al francés de truchimán.

–¡Cómo ha de ser mejor! –exclamaba el infeliz.

–Conforme –reponía uno–: veremos.

–¿Qué hemos de ver –clamaba otra voz– sino que es francés?

Calmose, en fin, la zalagarda; metiéronlos con los equipajes en una casa, y el español creía que soñaba y que luchaba con una de aquellas pesadillas en que uno se figura haber caído en poder de osos, o en el país de los caballos, u Hounhoins, como Gulliver.

Figúrese el lector una sala llena de cofres y maletas, provisiones de comer, barriles de escabeche y botellas, repartidas aquí y allí, como suele verse en las muestras de las lonjas de ultramarinos. ¡Ya se ve!: era la intendencia. Dos monacillos hacían en la antesala con dos voluntarios facciosos el servicio que suelen hacer los porteros de estrado en ciertas casas, y un robusto sacristán, que debía de ser el portero de golpe, los introdujo. Varios carlistas y padres registraban allí las maletas, que no parecía sino que buscaban pecados por entre los pliegues de las camisas, y otros varios viajeros, tan asombrados como los nuestros, se hacían cruces como si vieran al diablo. Allá en un bufete, un padre más reverendo que los demás, comenzó a interrogar a los recién llegados.

¿Quién es usted? –le dijo al francés.

Y el francés, callado, que no entendía. Pidiósele entonces el pasaporte.

–¡Pues!, francés –dijo el padre–. ¿Quién ha dado este pasaporte?

–Su Majestad Luis Felipe, rey de los franceses.

–¿Quién es ese rey? Nosotros no reconocemos a la Francia, ni a ese don Luis. Por consiguiente, este papel no vale. ¡Mire usted –añadió entre dientes–, si no habrá algún sacerdote en todo París que pueda dar un pasaporte, y no que nos vienen con papeles mojados! ¿A qué viene usted?

–A estudiar este hermoso país –contestó el francés con aquella afabilidad tan natural en el que está debajo.

–¿A estudiar, eh? Apunte usted, secretario; estas gentes vienen a estudiar; me parece que los enviaremos al tribunal de Logroño... ¿Qué trae usted en la maleta? Libros... pues... Recherches sur... al sur ¿eh? Este Recherches será algún autor de máximas; algún herejote. Vayan los libros a la lumbre. ¿Qué más? ¡Ah!, una partida de relojes: a ver... London... ése será el nombre del autor. ¿Qué es esto?

–Relojes para un amigo relojero que tengo en Madrid.

De comiso –dijo el padre, y al decir de comiso, cada circunstante cogió un reloj, y metióselo en la faltriquera. Es fama que hubo alguno que adelantó la hora del suyo para que llegara más pronto la del refectorio.

–Pero, señor –dijo el francés–, yo no los traía para usted...

–Pues nosotros los tomamos para nosotros.

–¿Está prohibido en España el saber la hora que es? –preguntó el francés al español.

–Calle –dijo el padre–, si no quiere que se le exorcice –y aquí le echó la bendición por si acaso. Aturdido estaba el francés, y más aturdido el español.

Habíanle entretanto desvalijado a éste dos de los facciosos, que con los padres estaban, hasta del bolsillo, con más de tres mil reales que en él traía.

–¿Y usted, señor de acá? –le preguntaron de allí a poco–, ¿qué es? ¿Quién es?

–Soy español y me llamo don Juan Fernández.

–Para servir a Dios –dijo el padre.

–Y a Su Majestad la Reina nuestra señora –añadió muy complacido y satisfecho el español.

–¡A la cárcel! –gritó una voz–. ¡A la cárcel! –gritaron mil.

–Pero, señor, ¿por qué?

–¿No sabe usted, señor revolucionario, que aquí no hay más reina que el señor rey don Carlos V, que felizmente gobierna la monarquía sin oposición ninguna?

–¡Ah! Yo no sabía...

–Pues sépalo, y confiéselo, y...

–Sé y confieso, y... –dijo el amedrentado dando diente con diente.

–¿Y qué pasaporte trae? También francés... Repare usted, padre secretario, que estos pasaportes traen la fecha del año 1833. ¡Qué deprisa han vivido estas gentes!

–¿Pues no es el año en que estamos? ¡Pesia mí! –dijo Fernández, que estaba ya a punto de volverse loco.

–En Vitoria –dijo enfadado el padre, dando un porrazo en la mesa– estamos en el año 1.º de la cristiandad, y cuidado con pasarme de aquí.

–¡Santo Dios! ¡En el año 1.º de la cristiandad! ¿Conque todavía no hemos nacido ninguno de los que aquí estamos? –exclamó para sí el español–. ¡Pues vive Dios que esto va largo!

Aquí se acabó de convencer, así como el francés, de que se había vuelto loco, y lloraba el hombre y andaba pidiendo su juicio a todos los santos del Paraíso.

Tuvieron su club secreto los facciosos y los padres, y decidiéronse por dejar pasar a los viajeros; no dice la historia por qué; pero se susurra que hubo quien dijo, que si bien ellos no reconocían a Luis Felipe, ni le reconocerían nunca jamás, podría ocurrir que quisiera Luis Felipe venir a reconocerlos a ellos, y por quitarse de encima la molestia de esta visita, dijeron que pasasen, mas no con pasaportes, que eran nulos evidentemente por las razones dichas.

Díjoles, pues, el que hacía cabeza sin tenerla:

–Supuesto que ustedes van a la revolucionaria villa de Madrid, la cual se ha sublevado contra Álava, vayan en buen hora, y cárguenlo sobre su conciencia: el Gobierno de esta gran nación no quiere detener a nadie; pero les daremos pasaportes válidos.

Extendióseles enseguida un pasaporte en la forma siguiente:

AÑO PRIMERO DE LA CRISTIANDAD

Nos fray Pedro Jiménez Vaca, concedo libre y seguro pasaporte a don Juan Fernández, de profesión católico, apostólico y romano, que pasa a la villa revolucionaria de Madrid a diligencias propias; deja asegurada su conducta de catolicismo.

–Yo, además, que soy padre intendente, habilitado por la Junta Suprema de Vitoria, en nombre de Su Majestad el Emperador Carlos V, y el padre administrador de correos que está ahí aguardando el correo de Madrid, para despacharlo a su modo, y el padre capitán del Resguardo, y el padre Gobierno que está allí durmiendo en aquel rincón, por quitarnos de quebraderos de cabeza con la Francia, quedamos fiadores de la conducta de catolicismo de ustedes; y como no somos capaces de robar a nadie, tome usted, señor Fernández, sus tres mil reales en esas doce onzas, que es cuenta cabal –y se las dio el padre efectivamente.

Tomó Fernández las doce onzas, y no extrañó que en un país donde cada 1833 años no hacen mas que uno, doce onzas hagan tres mil reales.

Dicho esto, y hecha la despedida en regla del padre prior, y del desgobernador Gobierno que dormía, llegó la mala de Francia, y en expurgar la pública correspondencia, y en hacernos el favor de leer por nosotros nuestras cartas, quedaba aquella nación poderosa y monástica ocupada a la salida de entrambos viajeros, que hacia Madrid se venían, no acabando de comprender si estaban real y efectivamente en este mundo, o si habían muerto en la última posada sin haberlo echado de ver; que así lo contaron en llegando a la revolucionaria villa de Madrid, añadiendo que por allí nadie pasa sin hablar al portero.

Revista Española, n.º 106, 18 de octubre de 1833.

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 129-135; Artículos de costumbres, ed. Luis F. Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 227-234; Artículos políticos y sociales, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, pp. 43-52; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 163-169; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 297-300.]