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ArribaAbajoEl lenguaje en la novela latinoamericana

Enunciado en esta forma el tema, me apresuro a decir que lo trataré en la forma más amplia, apartado de los enfoques filológicos, lingüísticos, ya que no es mi propósito, ni creo tener capacidad para tal empresa. La gramática, la retórica y la estilística también las dejaremos aparte. Es el lenguaje, como aventura, lo que me interesa en nuestra novelas.

Los escritores de los países europeos, cuyos caminos idiomáticos están señalados, estratificados a través de siglos de cultura, son dueños de formas verbales hechas, aceptadas, consagradas. Literariamente encuentran el camino a seguir, y lo siguen, hijos de su genio o de su siglo, innovando, a cada quien su estilo, sin jamás sentirse desamparados o manoteando en lo desconocido. Hay un seguir de su universo encadenado a sus expresiones verbales que les facilita la tarea. Echan a andar con un idioma hecho, elaborado a través de generaciones, preciso para designar las cosas, directo en la interpretación de las ideas, dúctil para captar las emociones.

Nada de esto ocurre con los novelistas latinoamericanos, y por eso dijimos que en nuestras novelas estudiaríamos el lenguaje como aventura, la, sin duda, más apasionante aventura humana. Es el empleo de un instrumento cuya gama se desconoce y el que se pulsa un poco por adivinación y otro poco por atrevimiento.

Cada una de las novelas es, por sobre todo, una hazaña verbal. Hay una alquimia. Lo sabemos. ¿Pero cuáles son sus ingredientes? No es fácil darse cuenta en la obra hecha de los materiales empleados. Palabras. Sí, esto es, palabras. Pero, ¿usadas cómo? ¿De acuerdo con qué leyes, con qué reglas? Generalmente no obedecen a ninguna. Han sido puestas como la pulsación de mundos que se están formando. Palabras que suenan como piedras. Que no son palabras, sino piedras. Otras que se oyen como maderas. O metales. Es el sonido, es la onomatopeya. En la aventura de nuestro lenguaje, lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya. Cuantos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases.

Tomar cada una de las novelas hispanoamericanas y cernirla de todos esos residuos sonoros que indudablemente son parte de la aventura verbal del novelista. Un instintivo, llamémoslo así, uso de palabras que al chocar unas con otras o al entrelazar sus sílabas, suenan de distinta forma. Antes del lenguaje literario está el sonido. En el sonido empieza la aventura del novelista latinoamericano. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes. No sabe lo que dicen, pero los oye. Primero   —230→   los oye. Luego sabrá lo que hablan. Las mejores novelas nuestras no parecen haber sido escritas, sino habladas.

El sonido de nuestras novelas es, pues, distinto. Sobrepasa los sonidos intraducibles en las lenguas o idiomas tradicionales que forman la base de nuestra manera de expresarnos. Sobrepasa los sonidos intraducibies de las lenguas indígenas y del castellano. No hay otra dinámica verbal fuera de la poesía que la palabra encierra. Y que se revela, primero, como sonido. Y después como concepto. Y por eso, las novelas hispanoamericanas, son grandes masas musicales vibrando, tomadas así, en la convulsión del nacimiento de todas las cosas que en ellas nacen.

Y la aventura sigue en la confluencia de los idiomas. De todos los idiomas hablados por los hombres. Nuestro español está formado por todos los idiomas. No exagero. Además de las lenguas indígenas americanas que entran en su composición, hay la mezcla de las lenguas europeas y orientales que las masas de inmigrantes llevaron a América. El tema es apasionante. Nuestras novelas responden a la fundición de hablas humanas habladas. Y es en la novela donde encontramos ya con cariz literario muchas palabras que se emplean en la conversación y que antes no habían llegado a plasmarse en ningún texto. Lo familiar, lo popular hallan cabida en sus páginas. Un otro idioma, también muy americano, de la América nuestra, va a regar sus destellos sobre sonidos y palabras. El idioma de las imágenes.

A nadie puede sorprender lo que digo. No son pocas las personas que leyendo nuestras novelas, las ven cinematográficamente. No parecen escritas con palabras, sino con imágenes. Y ésta es otra característica esencial del idioma que emplea la novela iberoamericana. Y lo que la diferencia de la novela europea actual. Los escritores europeos rechazan las imágenes. Y por eso todos los esquemas corrientes del arte de novelar en Europa, apenas si tienen ahora quien los siga, o los imite en América. Y no porque se persiga una dramática afirmación de independencia, sino porque nuestros novelistas están empeñados en universalizar la voz de sus pueblos, con un idioma rico en sonidos, rico en fabulaciones, rico en imágenes. Y no porque haya habido una ruptura con lo europeo, no, sino porque, al margen de lo europeo, nos hemos puesto a elaborar lo nuestro.

Fabulación, poesía y pintura americana, tenían necesidad de una lengua universal y ésta se la dio la novela, y mejor si dijéramos colorido, poesía e invención imaginativa encontraron en la novela cauce por donde correr hacia lo universal. Y en manera alguna se trata de un lenguaje creado artificialmente para dar cabida a esa fabulación, o de la llamada prosa poética, sino de un lenguaje vivo, hablado por millones de seres, que conservan en su habla popular todo el lirismo, la fantasía, la gracia, la picardía que caracteriza el lenguaje de la novela latinoamericana.

La poesía-lenguaje que sustenta nuestra novelística es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Lo que más atrae a los lectores no-americanos, es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, sin llegar a ser pintoresco, onomatopéyico   —231→   por adherido a la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas.

Y al hablar de esta relación entre la lengua de nuestras novelas y los resabios ancestrales que afloran inconscientemente en la prosa empleada en ellas, quiero llamar la atención sobre la importancia que la palabra cobra como entidad absoluta, como símbolo. Es por esto que nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis castellana, porque la palabra tiene un valor en sí, tal y como lo tenía en las lenguas indígenas. El poder mágico de la palabra entre los indígenas es tal que su sola enunciación basta. No es necesario más que una palabra, exactamente conocida, para develar un misterio, para no extraviarse en lo desconocido, para apropiarse, para adueñarse de los seres y las cosas. Desde luego que esta sintaxis del español americano con resabios de lo indígena, se descubre mejor en nuestras novelas de corte indianizante.

Pero es que además las lenguas indígenas siguen hablándose en América, y esto influye desde luego en nuestras formas de expresión, cala hondo en nuestra prosa que aprovecha muchas veces de aquel material vivo, e influye desde luego en su construcción prosódica. Hay, y éste es el fenómeno, el mestizaje del idioma. Lo indio y lo español. Y luego todos los otros idiomas europeos. Amalgama que no comienza ahora, que principió al solo terminar la conquista de América, por los españoles, al surgir los primeros escritores y poetas indígenas que, conocedores del alfabeto latino, iban a escribir, ya no en forma ideográfica, sino en nuestras letras, en sus lenguas nativas. Pero la nueva lengua, el español, se impone, y el reflujo de las antiguas lenguas nativas ya sólo se percibe en lo popular, en las creaciones de tipo popular. Casi a través de tres siglos, y éste es un dato que se olvida o no se conoce, florece una literatura indígena americana, escrita en las lenguas originales indígenas. Poesía, narrativa, teatro, historia. Todo debido a la pluma, que ya habían aprendido a cortarla tan bien como sus maestros, de escritores, poetas, dramaturgos, historiadores absolutamente indígenas. Pero, como decíamos antes, poco a poco se deja de escribir en las lenguas nativas, se usa el español y aquellas ya sólo quedan en la boca del pueblo que las habla, que las sigue hablando.

Pero el español no podía mantenerse puro, no podía el idioma castellano salir intacto, después de echarse a correr como un río a través de más de veinte naciones. Arrastra todo, oro y escoria, y va cambiando su sonido, va haciéndose más suave, más tierno, más entrañable, y muda la forma de construir las frases, la palabra alcanza su valor pleno, y un nuevo ordenamiento idiomático encadena los elementos, con una nueva lógica, hecho que dificulta, mucho más de lo que se cree, al europeo, la comprensión de nuestros textos, ya que lo que ocurre con la lengua, pasa también en el plano mental y emocional. Sí, porque la palabra, las palabras no son todo. Son simples auxiliares, medio del que se vale el poeta o el escritor en quien se mezclan lo americano y lo europeo, para crear sus obras, dentro de una manera de pensar y de sentir otra, absolutamente otra. Caótica, para algunos, novedosa para otros, simple paso hacia nuevas estructuras literarias, creaciones que vayan más allá del sortilegio verbal que en Europa parece agotado,   —232→   nuestra novela reivindica, además, lo que podría llamarse el idioma, la lengua de las imágenes.

¿No se deberá a que nuestra literatura fue primero pintada, ideogramas pintados en tablillas hace siglos, el que nos guste pintar nuestra prosa con imágenes?

Si nuestros antepasados para expresarse, y especialmente para expresarse poética o literariamente, recurrían a la imagen, no hace sino seguir la norma indígena-americana el novelista que se vale de imágenes para exponer lo que piensa, lo que siente -él o sus personajes-, a tal punto que hay momentos en que parece no escribir con palabras, sino con imágenes, y por eso no son pocas las personas que, al leer nuestras novelas, las ven casi cinematográficamente. Es en las imágenes, en las que nuestra novela halla su expresión más auténticamente americana, y lo que la diferencia totalmente de la novela europea actual. Jean Cassou opina que no sólo en las artes plásticas, sino en la literatura hay en la actualidad, en Europa, un rechazo de la imagen. La presencia de la imagen singulariza nuestra literatura del ayer más lejano y de hoy. Y no las imágenes, como trasuntos espectrales, sino en toda su fuerza, viva, comunicativa, creadora, insustituible. En este terreno, puramente imaginativo, también nuestros novelistas van inventando su idioma.

Uno de los elementos que dan más carácter americano a nuestra novela, es éste de las imágenes, de las metáforas. Pues, a veces, como si no fuera bastante una imagen, el novelista nuestro recurre a la acumulación de imágenes, lo que se llama paralelismo, o bien al difrasismo, consistente en aparear metáforas. En ambos casos, paralelismo o difrasismo, fueron recursos estilísticos de la más antigua expresión literaria indígena-americana. Hay, en la novela contemporánea hispanoamericana, un aflorar de aquellas formas, olvidadas durante siglos, mientras nuestras bellas letras fueron calcadas en lo europeo. Y en este sentido, la novela europeizante que ahora se escribe en América, cualquiera puede hacer la constatación, es producto de manipulaciones de biblioteca, vacía de contenido humano. Lo que antes de existir la novela-canto, la novela-imagen, no podía establecerse bien, no podía delimitarse con precisión, se nos presenta ahora en forma tan clara, que ya no hay lugar a confusión. La auténtica novela americana de nuestros países es la que nos da aquel mundo de imágenes, transposición fascinante y rica en la que la palabra, como concepto y como sonido, juega papel de encantamiento. Nadie entenderá nada de nuestra literatura, de nuestra poesía, si quita a la palabra este poder de encantamiento.

Francis de Miomandre, gran hispanista francés, traductor de muchísimos libros del español al francés, traductor de Don Quijote, para empezar, me decía en cierta ocasión: «En los textos de las novelas americanas publicadas últimamente -se refería a las novelas en español, americanas de la América española-, se tropieza con la dificultad de que no se pueden traducir, si no se encuentran las palabras que exacta o estrictamente signifiquen lo que el escritor quiso decir. No se puede emplear cualquier sinónimo. Hay que hallar el término justo. Y es justo el término, cuando no mata la palabra, sino la deja viva, dinámica, con todas sus   —233→   posibilidades mágicas. Antes traducir era traducir. Ahora traducir a los latinoamericanos, es convertirse en mago».

Si recapitulamos, para ordenar un poco las ideas, lo que hemos dicho del lenguaje en la novela latinoamericana, y empleamos este término para abarcar la novela brasileña, tan importante, y la escrita en francés, en Haití (pensamos en Los gobernantes del rocío de Jacques Romain), si recapitulamos tenemos el lenguaje como aventura, el lenguaje en nuestras novelas es una aventura, una hazaña, algo que el novelista inventa, crea, recrea, encuentra, transforma, trasega de la lengua popular o del lenguaje culto o de formas antiguas de hablar o de modismos locales, de los que a veces se abusa, así como de expresiones en lengua indígena.

Aludimos en seguida, bien someramente por cierto, a las transformaciones que el español sufre en América, hecho que nos permite usar una lengua que en nuestros países goza de todas las libertades, una lengua mestiza riquísima.

Y después a la importancia de la imagen en nuestra novelística y más ampliamente, en nuestra literatura, que, por momentos, no parece pensada en palabras, sino en imágenes.

Pero, además, debemos estudiar el lenguaje en nuestras novelas, como una toma de conciencia. A través del lenguaje, el novelista y sus personajes participan en el mundo que crean. Más allá de la repetición vacua, lexicográfica, tiene que estar despierta la conciencia que participa positivamente en esa creación. Aquí ya el lenguaje juega otro papel. Se vale de las palabras para hacer participar al lector en la vida, casi siempre dramática, de sus creaciones. Debe inquietar, desasosegar, obtener la adhesión del lector, el cual olvidándose de su cotidiano vivir, entrará a compartir el juego de situaciones y personajes. Palabra e imagen, en una novelística así, mantienen intactos sus valores humanos. No se usaban para desvirtuar al hombre, sino para completarlo. Y esto es lo que perturba en ella, aunque muchas veces no se confiese, lo que se transforma en vehículo de ideas, en intérprete de pueblos.

Damos entonces al lenguaje, en la novela hispanoamericana, su dimensión literaria, su valor mágico, imponderable, y su proyección humana.



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ArribaPaisaje y lenguaje en la novela hispanoamericana

Magnífico Rector:

soy hijo de una cultura oral, de una cultura que pasó de palabra a figurilla de barro, a figura de piedra, de madera, y que por fin desembocó en el gran océano de la lengua española, y esto, recuerdo que dije hace nueve años en la nobilísima cátedra de esta por mil títulos benemérita Universidad, al iniciar una serie de diálogos que tuve con los estudiantes que se especializaban en literatura hispanoamericana.

Mi presencia en Venecia, en esta Universidad, en febrero de 1963, fue el inicio de toda una labor, podría decir hasta, una campaña, en pro de nuestras letras, antes privadas de ciudadanía, pues se enseñaban como parte de la gran literatura española.

Después de Venecia, dialogué, di conferencias, cursillos en casi todas las Universidades de Italia, pero el punto de partida fue Venecia, y de aquí que ahora me conmueva profundamente, como todo lo que tiene mucho de destino, el que se me conceda el título de Doctor Honoris Causa, de vuestra Universidad, tantas veces centenaria y por mí tan amada.

Esta significativa distinción me identifica con vuestra ciudad, ampliando el concepto, pues toda vuestra ciudad es una lección viva de artes y letras que han formado la base de una de las más grandes culturas de la humanidad. No sé por qué sólo se ha de ver y celebrar lo histórico, lo puramente histórico, fechas y dinastías, o bien lo comercial, el ir y venir de las más ricas y fabulosas mercancías, cuando se habla de Venecia, y no de su papel de señora de saberes y de madre de pintores, escultores, músicos, poetas, y cuantos en ella sentíanse navegar en el más amable sueño.

Esta es la Venecia que nosotros amamos, la de vuestra Universidad, porque aquí universidad sí quiere decir universal, la que fue amparo de libertad de pensar, para tantos espíritus, la que enciende las antorchas de la luz más clara, en sus canales, para señalar las rutas de la inteligencia, del saber y del arte.

Sin pecar de inmodestia, permitidme que me sienta orgulloso, como me sentí al recibir el Premio Nobel, de vuestra laurea, de esta magnífica insignia que sale de las manos de la historia, de la simpatía generosa de vuestros profesores, señaladamente del Profesor Meregalli, y de las autoridades, especialmente de vuestro Rector, como de Profesores como Giuseppe Bellini, tan conocedor de nuestras   —236→   letras, y debo hacer mención también del Profesor Amos Segala, quien actualmente enseña en la Universidad de París, y que yo me complazco en que esté presente, pues fue a iniciativa suya que inicié mis lecciones de literatura latinoamericana en Venecia.

Además de escribir novelas he meditado sobre su contenido, lo que ocurre al artesano en los momentos en que se abstrae de su trabajo y recapacita en las materias que maneja, la sabiduría aprendida en el oficio y los resultados que éste o aquel procedimiento le han dado. El novelista, y pienso en Don Pío Baroja, es el artesano de la literatura, a tal punto que cuando se ha terminado una novela, se tiene la impresión agradable de haber llevado a término un trabajo material, antes que sentir aquello de creador iluminado, inspirado, fantástico, de que muchos hablan.

De ese meditar sobre los materiales de la novela, de las novelas, de mis novelas y de las que he leído, es de donde traigo las reflexiones que voy a exponer sobre el paisaje y el lenguaje de la narrativa hispanoamericana.

Son las reflexiones de un artesano de la novela, sin más sabiduría que la de su oficio.

Al hablar del paisaje, no circunscribo el término a lo que se entiende por paisaje. Lo amplío al ambiente, al medio, a todo lo que en la novela rodea a los personajes. Al paisaje visual, sonoro, olfativo, táctil y emocional. Para mí, el paisaje en nuestras novelas va desde la naturaleza hasta la ternura de los personajes.

El paisaje, en las novelas románticas, que tomando por escenario América, escribió Chateaubriand, es un simple telón de fondo, marco pintoresco, el adorno exótico, lo que sitúa y aísla a los personajes en un mundo extraño. Esto era lo que comúnmente se entendía por paisaje en la novela, la descripción que enmarcaba las escenas, que rodeaba a los personajes, fijándolos en un determinado ambiente propio de la situación en que se encontraban, y los novelistas, para facilitar la lectura de sus obras, alternaban diálogos y descripciones, acción y paisaje, sólo que éste era un adorno de teatro, una bambalina cambiable.

El paisaje, en la novela hispanoamericana, ha dejado su papel pasivo, ya no es telón de fondo, ni marco, ni tramoya, convertido en personaje principal, en algo así como el magma sanguíneo, savia y sangre, barro y nube, del hombre inmerso en su realidad. Insisto, el paisaje en nuestra narrativa, no es sólo la descripción más o menos feliz con que se rellenaban los vacíos entre los diálogos y los movimientos de los personajes, vacíos que a pesar de las palabras con que se pintaban seguían siendo vacíos literarios. En nuestra novela, el paisaje cumple funciones de personaje de múltiples ojos, de múltiples brazos, de múltiples voces, y los protagonistas no son sino estados de conciencia del autor.

Esto es indispensable dilucidarlo bien. En la novela europea, de tierras en que la naturaleza ha sido dominada por el hombre, la descripción se antoja prefabricada o fabricada con elementos retóricos conocidos y aun sorpresivos por audacia literaria de los autores; lo que en esas novelas es inanimado y estable, en nuestra novelística se agita, participa, actúa, como es fácil comprobar en La Vorágine de Eustasio Rivera. La selva es aquí el personaje principal.

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«En verdad, escribe Leopoldo Rodríguez Alcalde, en su libro La hora actual de la novela en el mundo, toda la hermosura, todo el horror de la selva, todo el heroísmo y la ferocidad que pueda alcanzar el hombre se encuentran cifrados en La Vorágine. Únese la atracción voluptuosa y caníbal del inmenso laberinto verde, a la crueldad inaudita de los hombres que en los umbrales del paraíso letal y suntuoso, cometen las más sangrientas fechorías, en nombre de su codicia y con desprecio a la vida humana. El realismo de la novela llega a ser insoportable, salta la sangre de heridas que nos obligan a volver el rostro con escalofrío irreprimible, pero en todo momento nos arrastra la brutal seducción de la jungla, el calor ebrio de colores del ambiente nos sofoca con su ímpetu, y los atroces aventureros que luchan y mueren con las botas puestas cobran la salvaje gallardía de héroes de romance y de leyenda. Si el argumento de "La Vorágine" narrado en sus líneas escuetas, puede confundirse con el de una clásica novela de aventuras, al desarrollarse en las páginas vigorosas se convierte en vasto poema, en canto trágico de la tropelía y la ley del más fuerte, ley cuyo triunfo inexorable se manifiesta una vez más cuando los protagonistas, a pesar de su audacia desesperada, son absorbidos por la selva, campeón final (personaje final diría yo) de esa lucha sin cuartel de delitos y ambiciones y en un plano superior, hombre y naturaleza tan bella como despótica, decidida a guardar su secreto».

En la novela hispanoamericana, el paisaje no está, sino es. Es, repito. Actúa personificado, voluntarioso y humano, y puede ser la selva, la pampa, el llano, la montaña, el río, el mar, una isla, los pueblos, una ciudad.

En Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, percibimos la infinitud de la pampa, inmenso mar estático, por el movimiento de las novilladas a lo largo del terreno.

La novillada marchaba bien -escribe Güiraldes-, las tropillas que iban delante llamaban siempre con sus cencerros claros. Los balidos de la madrugada habían cesado. El traqueteo de las pezuñas, en cambio, parecía más numeroso, y el polvo alzado por millares de patas iba tornándose más denso y blando. Animales y gentes se movían como captados por una idea fija: caminar, caminar, caminar... A veces un novillo se atardaba mordisqueando el pasto del callejón y había que hacerle una atropellada. Influido por el colectivo balanceo de aquella marcha, me dejé andar al ritmo general y quedé en una semi inconsciencia que era sopor, a pesar de mis ojos abiertos. Así me parecía posible andar indefinidamente, sin pensamiento, sin esfuerzo, arrullado por el vaivén mecedor del tranco, sintiendo en mis espaldas y mis hombros el apretón del sol, como un consejo de perseverancia.



Qué bien se percibe la pampa, la novillada, el paso de los caballos en que los gauchos van montados, todo fundiéndose en la llanura lisa y polvorienta. El paisaje no es vertical, sino horizontal. Horizonte más horizonte, por donde se puede andar, andar y andar, indefinidamente.

Vemos al hombre fundido con el paisaje, que es distancia, espacio, y a los jinetes seguir como dormidos con los ojos de par en par.

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No obstante estar a faz de suelo


siguen siendo profundas, las pampas argentinas,
y por subir se alargan, se extasían, se pierden,
sin más límite manso que un viento de guadañas...



Al final de Huasipungo del ecuatoriano Jorge Icaza, hay un despertar de la tierra vitalizada y partícipe de la lucha. (Repito mi advertencia sobre el término «paisaje» que abarca todo lo que rodea a los personajes, entra en ellos y sale de ellos, como un magma sanguíneo).

Volvamos a nuestra cita de las páginas inolvidables de la novela de Icaza: «Parece que la loma se ha despertado, mientras el valle y la montaña con sus mil "huasipungos" siguen dormidos (parad mientes en que es el paisaje, es la loma personificada, la que se ha despertado).» Dice el novelista: «despertar parcial, que ponía más furia desordenada y salvaje en los rebeldes. El cartel sonoro del cuerno no entró en todas las chozas. Las cien familias indias se precipitaron solas. La tierra siente el cosquilleo de los pies desnudos que corren». (Parad mientes que este testigo, la tierra, es la tierra que siente, es la parte del paisaje humanizado, percibiendo el cosquilleo de los pies desnudos que pasan. La loma se despierta antes que los indios, la tierra que los siente en su correr se nos convierte en verdadero «huasipungo», todo el paisaje aquí se transforma en ser animado por donde a la hora de la sublevación rodará el alarido del grito de guerra: «Nucachic huasipungo»).

Esta personificación del paisaje en la novela hispanoamericana, supresión del ambiente, del mundo que envuelve a los personajes, llega hasta borrar al ser humano como protagonista, tal y como lo expresara un crítico al referirse a Hombres de Maíz. Perdonad mi inmodestia al citar una obra mía, pero no tuve a la mano otro ejemplo de esta personificación del paisaje, del paisaje viviendo por sí, sin necesidad de la presencia humana. En el capítulo de María Tecúm, se lee:

Un guardabarranca se llevó la selva en un trino, un cenzontle en un trino, un cenzontle en un trino la regresó a su lugar. El guardabarranca con ayuda de pitos reales se la llevó más lejos rápidamente. El cenzontle auxiliado por pitos reales la regresó a las volandas. Guardabarrancas y cenzontles, pitos de agua y pájaros carpinteros, chorchas y turpiales llevaban y traían selvas y trozos de selva, mientras amanecía...



Es el paisaje, es la naturaleza americana animada, vitalizada, humanizada, en un conflicto de pájaros y selvas.

Para el ensayista Pedro Grases «las grandes novelas de América han rectificado el concepto tradicional de dicho género, ya no es el hombre, ni siquiera el factor humanidad, lo fundamental, el protagonista de esa novela.» Sus grandes personajes son «vitalizaciones de la naturaleza», grandes símbolos que reencarnan lo que podríamos llamar, con Felipe Massiani, «la geografía espiritual de los ingentes hechos naturales, actuantes y operantes en la vida de ese Continente. Los tipos   —239→   humanos reducidos a simples accidentes, sus acciones viven apegadas a la sombra de acontecimientos geográficos, influyentes y definitivos, los cuales intervienen en una suerte de existencia y de dinamismo imponente».

Esta afirmación tan rotunda de Grases, publicada en el libro Dos estudios (Caracas, 1964) fue prontamente atajada por el Profesor Arturo Torres-Ríoseco, el cual en un estudio publicado en Nueva York, hacía notar que la afirmación de Grases, sólo parece considerar las «novelas de la tierra», no así otras importantes novelas que se han escrito en América, en las que no hay este predominio del paisaje, como las de corte picaresco y otras; pero en favor de Grases están muchos críticos europeos, franceses, italianos y alemanes, que ven el renacer, el arrancar de la novela americana, de esa presencia inapartable del paisaje, del elemento geográfico. Por otra parte, Grases opina que es el predominio de la naturaleza lo que ha llevado a rectificar el concepto tradicional que se tenía de dicho género.

Aunque Torres-Ríoseco acusa a Grases de valerse de un sofisma para defender su tesis, en eso no hay sofisma alguno. La narrativa hispanoamericana, en su forma tradicional, desde María de Jorge Isaacs, tan influida por Átala de Chateaubriand y por Rafael de Lamartine, hasta el guatemalteco José Milla, que se firmaba Salomé Gil, tan influido por Hugo o por Dumas, esa narrativa produjo grandes novelas y aun entre los contemporáneos existen esta clase de obras escritas conforme a los moldes europeos, que desde luego son importantes, pero no pueden clasificarse en la corriente novelística hispanoamericana que rompió amarras, desatose hasta donde pudo ropa y empezó la aventura de la existencia propia, y ese momento, que nosotros hemos fijado al final de la primera guerra mundial, lo determina la «vitalización» de la naturaleza de que habla Pedro Grases, el aparecimiento del mundo ambiente americano, como personaje, como protagonista principal, reducido el ser humano a simple accidente.

Negar las influencias europeas, aun hoy, en nuestra narrativa, sería torpe o vano, pero también sería renunciar a lo propio, callar que esa novelística se ha ido independizando de dichas protectoras influencias literarias, conquista que en mucho se debe al imperio de nuestra geografía, de nuestra naturaleza y de nuestra realidad. Es imposible, junto a los Andes, en el Perú o en Bolivia, imaginar una novela de corte europeo, sin falsear las substancias profundas de la vida; nadie puede concebir separados los personajes y la naturaleza, en Canaima del maestro Rómulo Gallegos, en los cuentos de Horacio Quiroga, y fuera de Venezuela, donde situar Las Lanzas Cobradas de Arturo Uslar Pietri, y fuera del Perú, dónde situar El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, Los ríos profundos, de José María Arguedas, y fuera de Bolivia, dónde Yanacuna, la hermosa novela de Jesús Lara, fuera del Paraguay, dónde cabe Hijo de Hombre de Augusto Roa Bastos, y fuera de México dónde situar Oficio de tinieblas de Rosario Castellanto y dónde imaginar, fuera del Brasil, las maravillosas novelas de Guimaraes Rosas, y los no menos sorprendentes relatos de Jorge Amado, y qué mejor espejo trágico de los yerbatales que El Río Obscuro, de Alfredo Varela...

Hay una realidad americana. Lo reconocemos. Pues si hay una realidad americana tiene que haber una novela americana, y en esa novela la tierra, los elementos,   —240→   la naturaleza, son el denominador común, el que ha de marcar a esta nueva novilla, permitidme que llame así a nuestra narrativa, porque plásticamente se me antoja como una joven novilla, nerviosa, ansiosa de vida, apta para el ataque, de palpitantes ijares y ojos de cristal de sueño.

La actitud de los que no aceptan, como lo más representativo de nuestras letras, en este género, las novelas que un poco peyorativamente llaman «de la tierra», presumimos que se debe a que casi todas estas novelas son de protesta, de insurgencia, de lucha, de replanteo de nuestros problemas sociales, llámense Mamita Yunai de Fallas, Puerto Limón de Joaquín Gutiérrez, ambos costarricenses, Prisión Verde del hondureño Amaya Amador, o novelas de la lucha social como las del ecuatoriano Aguilera Malta, El Muelle de Pareja Diez Canceso, Carbón del chileno Diego Muñoz, Hijo del Salitrede Volodia Teitelboim, Hijo de ladrón de Manuel Rojas, El Metal del Diablo de Augusto Céspedes, Juyungo de Alberto Ortiz y tantas y tantas más.

Movilizar lectores y conciencias del mundo entero, para salvar al hombre que habita nuestras tierras -mestizos, indios, mulatos, negros, zambos-, es para mí la función vital de la novela, y por eso en ella se contrastan la maravilla de su naturaleza, rica, esplendorosa, con los problemas, cada vez más agudos, del hombre americano, del habitante de nuestras tierras. El paisaje con sus contrastes violentos, la naturaleza con su fuerza de mundo en formación, moldean los caracteres de personajes que se van convirtiendo en arquetipos.

El paisaje, naturaleza, ambiente, geografía, atmósfera de la novela hispanoamericana, mundo trasladado a sus páginas, se obtiene no sólo por el don de fabulación del novelista, sino por su capacidad poética. Un fabulador sin ese don poético podrá escribir novelas policiales, novelas de aventuras, relatos muy bien urdidos, con gran suspenso, y un desenlace sorpresivo, pero no logrará animar sus novelas con la vida que a las cosas comunica la poesía.

Cabría emparentar el lenguaje que transpone a la narración la realidad ambiente, con una vasta pintura mural, y por esta similitud se ha emparentado nuestra novela con la obra imponderable de los muralistas mexicanos.

El crítico italiano Cesco Vian, en un estudio sobre la novela ecuatoriana, escrito en 1952, establecía un paralelo entre el primer período de la narrativa de Jorge Icaza y la obsesión indianista del pintor mexicano Diego Rivera. En ambos, según Vian, la técnica del fresco y de la estilización es la misma. Momento de pura esencia poética, en el que el drama persiste, pero sometido y definido por la amplitud del cuadro que el ser humano no alcanza a sobrepasar.

Antes de seguir adelante sobre la poesía como elemento de nuestra novelística, conviene aclarar que estoy muy lejos de referir que se entiende por «novela poética», al estilo de Jarnés, Morand, Cocteau o Montherland, o sea esa novela deshumanizada, sin arraigo real, creada diríase para dar salida a bellas imágenes, a juegos de ingenio y soluciones irreales, mitológicas, caprichosas y ambiguas.

La poesía, lenguaje que sustenta nuestra novela, es algo así como su respiración. Novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Sí, es el ambiente de poesía, naturaleza convertida en idioma robado al poema,   —241→   lo que más atrae en nuestras obras a los lectores no americanos, y hasta podría afirmarse que la universalidad se ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, que no es pintoresco, onomatopéyico por adherido no sólo a los ruidos naturales, sino a las antiguas lenguas, onomatopeyas que evocan en su sonoridad viejas equivalencias, sagradas magias. En el español de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, encontramos la estricta dulzura del náhuatl y en la novela El Trueno entre las hojas de Roa Bastos, el guaraní parece escapar bajo el español, con el ruido del agua en los ríos y las lluvias del Paraguay.

En esta relación entre la lengua de nuestras novelas y los resabios ancestrales que afloran inconscientemente en la prosa de nuestra narrativa quiero llamar la atención sobre algo que me parece muy importante. La lengua castellana se construye con frases. Es una lengua docta, madura, en la que las palabras, encadenadas por una estricta sintaxis, desarrollan los conceptos. En el español que nosotros escribimos, la palabra, entidad absoluta, contiene en sí tanto simbolismo que en una palabra encerramos los conceptos. Es por ello que nuestra prosa, sin el ordenamiento de la sintaxis castellana, aparece como incisiva, directa, poseedora de una riqueza conceptual, pero al mismo tiempo apretada y sencilla. Esta prosa en la que la palabra adquiere un valor tan importante, que no depende de las otras palabras, sino de lo que cada una de ellas encierra de fuerza expresiva, es lo que ha contribuido a que se dé carta de universalidad a nuestra literatura, especialmente a la novela.

Llama la atención a los lectores no americanos que la riqueza, el esplendor, la hermosura y hasta la trágica grandeza del paisaje y naturaleza descritos, no estén dados en frases exuberantes e imágenes rebuscadas, hijas de aquel tropicalismo que hacía temblar al gran Alfonso Reyes, sino en un idioma estricto, duro, si se quiere, en el cual parecen ir, pasadas por sabidurías antiquísimas, las valoraciones, la adjetivación, el rápido desenvolverse de los verbos. Cabría decir, cabría agregar que la tónica de este lenguaje, en una frase, en un párrafo entero, lo da muchas veces una sola palabra. Este corte absoluto entre la prosa castellana y el español que nosotros escribimos debe ahondarse en estudios especiales, lo que nos permitirá apreciar en todo su valor lo que hasta ahora parece haber pasado inadvertido.

Muchos creen, juzgando a la ligera, que estamos destruyendo el idioma. A mi juicio estaríamos destruyendo el idioma, si tratáramos de ajustamos a la sintaxis castellana, imitando la nobilísima lengua de nuestros maestros españoles. Lo que estamos haciendo es inventar, crear una lengua, un vehículo de expresión de lo nuestro, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, de nuestra carne, de nuestra naturaleza, de nuestros problemas, de todo lo que sería inexpresable si no llegamos a poseer nuestro propio idioma, ese que se ha movilizado ya, como una avalancha, en nuestras novelas.

Y no lo estamos inventando porque sí, por capricho, por novelería, por exotismo, o bien porque en algún momento creyéramos indigno vehículo la más hermosa, la más sonora de las lenguas, la que hablaron Cervantes y Quevedo, Fray Luis y Santa Teresa, Lope y Garcilaso. Lo hacemos impulsados por la sangre indígena   —242→   y en el caso nuestro, en el caso guatemalteco, porque se nos exige, como ya ocurría en nuestras mitologías, para develar el misterio, encontrar la palabra exacta, el término preciso, aquel que los dioses escondieron como parte del fuego sagrado y que las tribus fueron descubriendo en su peregrinar.

En el Libro de los Muertos, de los Osiris americanos, cuando las almas de los desaparecidos descendían a Xibalbá, se exigía de los que no querían extraviarse y perecer definitivamente el conocimiento de los nombres que en la profunda oscuridad les permitirían orientarse y en las luchas entre los dioses del bien y del mal, los brujos y brujitos, jugadores de pelota, la derrota llegaba cuando el rival lograba desnudar a su enemigo empleando el nombre preciso, dejándolo sin la cobertura que lo disfrazaba.

¿Qué otra cosa hacemos nosotros, poetas y novelistas de América, sino ir desnudando la realidad, con la palabra precisa, con la palabra motor, con la palabra que hará llegar a lo universal nuestro particular anhelo, nuestra demanda de justicia, nuestra protesta y nuestra esperanza?

El paisaje, concepto ampliado a todo lo que rodea al personaje, el lenguaje recreado en cada obra, hacen inconfundible nuestra narrativa que llamamos ficción, pero que en realidad no lo es, o lo es cada vez menos, hasta hacer decir a algunos que nuestras novelas son más veraces que la historia de nuestros países.

El hallazgo de nuestro lenguaje y nuestro paisaje nos ayuda a liberarnos de las formas que hasta ahora habían constreñido nuestra producción literaria, ajustándola a moldes europeizantes que resultaban estrechos y ajenos a la realidad, a la vida y a los problemas que tratamos de expresar.

Naturaleza, lengua y magia sustentan la novela americana, magia de la tierra, lengua de sus pueblos y geografía de su mundo. Sé que habría que discutir aquí el problema del «criollismo», del empleo conveniente o no de los términos locales, del uso del «vos» o del «tú», de si mejora o no el texto la copia conversacional del pueblo en el diálogo, pero todo nos parece secundario cuando se analizan lo valores verbales de las obras que forman ya constelación de primera magnitud en la narrativa actual.

No podemos separar nuestra novela de la mente mágica americana, del lenguaje que hablamos y del mundo que nos rodea.

Llegamos al momento en que podemos dar como otra característica de nuestra novela el haber nacido a la vida sustentada dentro de lo nacional, la nación concebida como Continente, por aquellas inquietudes sociales y políticas que privaban en los hombres y su circunstancia, hasta transformarla en vehículo de ideas.

El existir de América era por sí solo la gran fábula, la fábula que enloqueció al Conquistador. Los escritores y poetas mestizos de esta fábula americana, de esta locura geográfica, de esta majestad de cielos y mares, fauna y flora prodigiosas, no iban a guardar en sus obras sólo la transcripción de tanta belleza, pues urgidos por problemas más apremiantes, dejaron que los péndulos de nuestro tiempo se muevan por el peso de novelas que encadenadas a la realidad de nuestra América hacen correr a saltos el reloj del hombre.





 
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