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El infierno en la tierra Viernes de Dolores


No han sido muchos los estudios dedicados a la última novela de Miguel Ángel Asturias, Viernes de Dolores507, acaso porque fue publicada en un momento en el cual el escritor, después de haber aceptado la embajada guatemalteca de París508 y recibido el Premio Nobel en 1967509, había sido progresivamente marginado por los intelectuales latinoamericanos de izquierda más ideologizados, dominados por los cubanos. El premio fue ciertamente motivo para que la adversión hacia el escritor aumentara y a su rechazo contribuyó también la polémica con Gabriel García Márquez, que Asturias había emprendido hacía tiempo, con poca convicción, influido más bien por terceras personas, y que había pronto abandonado510.

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Viernes de Dolores aparece en 1972, lo publica la Editorial Losada y viene a confirmar la gran vitalidad creativa del escritor, su plena madurez, con una constante incidencia original en la lengua, objeto de continua elaboración e invención. Pocos años después declararía: «Yo creo que el valor de la palabra para nosotros es un valor religioso, es un valor sacramental»511.

A la novela, o mejor dicho a la intención de volver a tratar con mayor «detenimiento» los años de su vida estudiantil -período en el que ambientó El Señor Presidente-, Asturias había hecho varias veces referencia, en conversaciones, entrevistas y cartas. También había aludido con frecuencia al título, declarando que la nueva novela se llamaría El bastardo, o Dos veces bastardo. A pesar de lo cual siquiera hoy estamos seguros de que estos títulos representaran una concreta referencia a la novela que apareció con el título Viernes de Dolores. Podría ser muy bien que se tratara de otra novela, aquella en que estuvo trabajando hasta en los últimos días de su vida y cuyo manuscrito, incompleto, fue repartido entre sus herederos512.

El proyecto de la novela Viernes de Dolores, evocación de los años estudiantiles, era bastante remoto, ya que en 1966, en el momento de editar mi libro sobre la narrativa de Asturias, podía escribir, aprovechando confidencias del escritor, que él estaba terminando una nueva novela, que tendría como telón de fondo el período de las luchas universitarias en tiempos de Estrada Cabrera513. En cambio, aparecieron antes las leyendas de El espejo de Lida Sal y la novela Maladrón. Así, pues, la gestación de Viernes de Dolores fue larga y es evidente que para el autor fue una gran ocasión de diversión creativa, sobre todo desde el punto de vista lingüístico.

La nueva novela concluye prácticamente el ciclo narrativo de Asturias, con un regreso a los orígenes de su propia historia personal y creativa. Ya he puesto de relieve cómo el proceso de conjunción, una especie de soldadura del círculo, empieza a realizarse a partir de El Alhajadito, lo acentúan Mulata de tal y Maladrón, junto con las leyendas de El espejo de Lida Sal. Después de Viernes de Dolores el narrador guatemalteco publica todavía, en francés, en 1973, un cuento largo:   —177→   L 'homme qui avait tout tout tout514, cuyo texto original editó después Amos Segala en 1982515.

Desde el punto de vista de la creación lingüística el hilo que enlaza Viernes de Dolores con Maladrón y Mulata de tales más que evidente. Nunca como en estas novelas Asturias se muestra inventor original del lenguaje.

El período de la acción de Viernes de Dolores es el de 1922, como puntualiza Claude Couffon, año de comienzos de la «carrera» del dictador Jorge Ubico, no de Estrada Cabrera. Pero Asturias, como ya había hecho en El Señor Presidente, no denuncia fechas y se limita a hacer solamente una referencia a aquel «calmoso mediodía de un día de marzo del año de gracia mil novecientos veinte y tantos» en que inicia la «Huelga de Dolores», «Huelga y fiesta», pero sobre todo, por contraste, día infeliz, «pues a más gracias y chistes de los estudiantes, más desgracias y tristezas para la patria»516.

Un signo trágico expresan ya estas palabras, pero este signo está presente desde el comienzo de la novela en la lúgubre descripción del cementerio, que marca una realidad de «Cal y llanto», un mundo de «silencio en el silencio», «última frontera sin aduanas», un «muro que une tantas cosas separando tanto»517, frente a la ciudad alegre y sus luces, la capital de Guatemala.

La «Huelga de Dolores», huelga carnavalesca de los estudiantes universitarios, es el pretexto para evidenciar las llagas de la sociedad; es el momento en que el resentimiento, el sufrimiento por la injusticia y el atropello se manifiestan a través de la sátira impiadosa del carnaval estudiantil, entre máscaras y carros alegóricos que presentan, caricaturizados, a los responsables de la situación nacional. Mundo al revés, como siempre es el carnaval, la función de la huelga es ésta: un día en que el pueblo logra su desquite, busca su alivio, con el resultado amargo de que pronto tiene que regresar a su inalterada condición negativa. Escribe Asturias:

Carnaval de carnavales, amargo, explosivo, mordaz, blasfematorio [...], carnaval de todos los disfraces y todas las audacias, cara al fanatismo, cara a la barbarie, la palabra convertida en guillotina, el gesto en mueca de indefenso   —178→   que bromea por no tener otra arma, la risa estudiantil en carcajada feroz de concubino [...], carnaval con toda la guapería de la denuncia, entre el andar a gatas de la vulgaridad nacional desenfrenada y el granear apocalíptico de la protesta [...]518.



Protesta de jóvenes, los estudiantes, muchos de los cuales, como denuncia Lucrecia Méndez de Penedo, sepultarán más tarde esos años de idealismo para convertirse «en personajes tan explotadores como los que antaño ridiculizaban»519. Asturias, sin embargo, parecería mantener su fe en la juventud y el futuro, como ya se veía en «Torotumbo», de Week-end en Guatemala donde el carnaval asumía un significado redentor, o cuando menos de esperanza en un cambio positivo para el país, puesto que representaba la unión y el entusiasmo de un pueblo oprimido por «un manto de sudor de siglos»520. Pero aquí es una unión pasajera, determinada más que por otra cosa por el deseo de divertirse. Iber H. Verdugo juzga Viernes de Dolores una novela de la alienación y de la degradación521; más exactamente, creo, es una novela de crítica profunda de la realidad nacional, en la cual la alienación y la degradación son los medios para la denuncia.

A propósito de la «Huelga de Dolores» Claude Couffon informa522 que este carnaval estudiantil, satírico y de protesta, tuvo lugar por primera vez en la capital guatemalteca en 1897 y fue repetido al año siguiente, bajo la dictadura de Estrada Cabrera. La manifestación vio en esta ocasión sucesos cruentos: la muerte de un estudiante, asesinado por un policía, que a su vez fue matado por otro estudiante. El dictador aprovechó lo acaecido para prohibir la «Huelga».

Al hecho de sangre mencionado se refiere Asturias en el capítulo V de la novela, en un pasaje de alucinante clima onírico, donde trata de un tranvía arrastrado por dos muías, guiado por un tal Roque Samuel Feler, que va dando vueltas incansablemente por la ciudad, con dentro el cuerpo de un estudiante asesinado, el cual al final será enterrado «sin luces, sin flores, sin rezos, sin familia y sin amigos»523. Al benemérito encubridor del delito el gobierno le da un empleo en telégrafos, hasta su cese con sueldo.

El narrador presenta al personaje insistiendo en los elementos grotescos y ridículos, método que privilegia en su técnica de destrucción de las figuras negativas, abundantes en la narrativa asturiana, como en varias ocasiones he subrayado524. El   —179→   motivo por el que Roque Samuel Feler, una vez empleado en la oficina de telégrafos, tiene que jubilarse ante tiempo es de un humorismo macabro: se debe a «coincidencias fatales e inexplicables en el reino de la razón», pues siempre le tocaban a él los telegramas que anunciaban muerte, y la cosa llegó a tal punto que, al solo verle delante de su propia puerta, las gentes «se descomponían, se desmayaban, les daba ataque. Y por eso tuvieron que cesarle...»525.

En 1922, esta vez bajo la dictadura de Jorge Ubico, se repitió la «Huelga», con todo su significado desacralizador y de protesta. Con los organizadores Asturias participó en la composición de La Chalana -de «chalán», «hablador, propagador de asuntos en la feria», como explica la «Chinche», uno de los muchos personajes estudiantiles de la novela, cuyo apellido el narrador evita mencionar526-, una canción carnavalesca. El primer ideador de la misma fue Epaminonda Quintana, que Couffon ha identificado en el personaje presentado en Viernes de Dolores con el apodo de «Pumus» o «Pumusfunda»527. La música a la canción la puso el maestro José Castañeda, en la novela «Joseh». En el capítulo XVI el escritor reconstruye el momento, subrayando el entusiasmo del joven frente al texto, al que inmediatamente puso música528.

Junto con La Jorgena, una canción duramente satírica contra Jorge Ubico529, La Chalana fue publicada en el número único del No nos tientes -a menudo Asturias hace referencia a esta hoja en la novela-, página satírica editada en ocasión de la «Huelga» por los estudiantes de Medicina, Farmacia y Derecho, facultad esta última a la que pertenecía Miguel Ángel. Ese año, 1922, el No nos tientes formulaba un atrevido enfrentamiento político contra el «desgobierno» nacional, bajo el título «Somos los mismos... ¿Y qué?»530, o sea, los mismos que habían derribado a Estrada Cabrera.

De su período de estudiante universitario Miguel Ángel Asturias presenta en Viernes de Dolores un cuadro animado, particularmente dinámico. Numerosas son las presencias de estudiantes, más compañeros de juerga que de estudios, cada uno bien definido, sin exceder en las descripciones, caracterizándolos más a través de sus apodos y el habla: juegos de palabras, localismos y la típica jerga estudiantil. En cuanto al profesorado, sorprende que el ex estudiante no aproveche la ocasión para presentar en la novela figuras curiosas, que sin duda las hubo. Esto induce a pensar que en la memoria del joven universitario quedó grabada sobre todo, o exclusivamente, la vida goliardica, divertida, rebelde, no lo que se relacionaba más directamente con el estudio. En efecto, que yo sepa, Asturias nunca se refirió   —180→   antes a este período y de sus profesores no hizo nunca mención. Sus referencias se dirigen siempre al período parisino, cuando en la Sorbona asistía a los cursos sobre religiones de la América precolombina de Georges Raynaud, a quien siempre consideró con afecto y orgullo su verdadero maestro.

Viernes de Dolores presenta una estructura circular, que se desarrolla en tres partes y va de la muerte a la muerte. A los extraordinarios capítulos iniciales, del I al IV, que por sí solos bastarían para enaltecer los méritos artísticos del autor, sigue la descripción de la «Huelga de Dolores», a la que está dedicado especialmente el capítulo XVIII; los restantes capítulos, del XIX al XXIII y el «Epílogo», contemplan sobre todo la conclusión de la historia de amor entre Ricardo Tantanis, alias «Choloj», y una muchacha de la clase alta, Ana Julia, historia fracasada y que concluye con la recuperación de parte del protagonista de un sentido de dignidad social. La historia de amor aludida pretende poner de relieve el conflicto entre dos mundos destinados a no entenderse ni a mezclarse: el de la burguesía, que se ha construido una situación económica con su propio trabajo y convive sin traumas con la clase popular, y una especie de aristocracia latifundista, orgullosa de su abolengo y que no está dispuesta a tolerar ningún fácil salto de clase, rígida en la defensa de sus privilegios, muy ligada al gobierno, a la iglesia y al ejército.

La dificultad para el lector de aceptar como un conjunto armonioso las diferentes partes de la novela reside en el contraste entre el predominio, en la segunda y tercera parte, de una trama marcadamente novelesca, de tono sentimental -una historia que se complica más por la intervención de otra mujer, Simoneta, por la cual también se entusiasma el joven Tantanis- y el acentuado carácter costumbrista de la primera parte, sin duda la más artísticamente lograda y novedosa de Viernes de Dolores, marcada originalmente por una fuerte nota escatológica, un humorismo macabro y a la vez descarado, visión desorbitada de las cosas, expresada con una novedad de lenguaje como nunca antes se había visto en la narrativa de Asturias.

Iber H. Verdugo ha interpretado esta primera parte de la novela como una «crónica presentación del sustrato social condicionante» de todo el libro531. Sin embargo Asturias no se limita al cuadro de costumbres, sino que se sirve de él como medio para denunciar la degradada e infeliz situación guatemalteca, desde un punto de observación singular, el cementerio, en la periferia de la ciudad, y el paredón, contra el cual se fusila diariamente a los presos: un verdadero infierno en la tierra. Es un telón de fondo espeluznante, una «necrópolis solemne, suntuosa, funeral»532 , que el escritor se detiene en describir, lugar sin esperanza, por cuya puerta principal «entran los que ya no regresan»533, «tierra con historia», donde reina un «silencio sin silencio», roto sólo por el «gorigori del viento» y que da   —181→   cuenta de «la eterna brevedad del tiempo»534, impresionando tanto a las visitas que la gente, al salir de este sitio,

«parece desorientada, sin saber qué hacer, sin rumbo, sin saber si marcharse a la ciudad en seguida -tranvías, carruajes, automóviles de alquiler-, o quedarse por allí, donde sólo al cruzar la calle espaciosa y arbolada, empieza el suburbio de casas apeñuscadas bajo la polvareda que levantan los ventarrones que barren aquellos campos solos»535.



Muerte y soledad: un dantesco «Lasciate ogni speranza voi ch'intrate»536. Gobierna este reino un singular Caronte, erótico y lúgubremente festivo, Tenazón, guardián del cementerio, el cual «repite, cada vez que recibe un nuevo huésped, "Más combustible... adelante... aquí la muerte es natural como la vida"»537, y cuando es el día de su santo -«San Tenazón, santo que con una gran tenaza saca carbones del infierno y los apaga a soplidos», bromea Asturias538 -ese «podrido cenaoscurana» suelta globos al aire, que «suben del cementerio a pasearse por el cielo como si fuesen tumbas»539. Y además de eso, el fúnebre personaje, de edad indefinible -«Ni joven ni viejo, el contraste de su piel fresca, sin arrugas y su cabello cano, amarilloso, color de ajo machacado, le daba y le quitaba edad»540-, pretende a la «Cobriza», mujer joven, bella y arisca541, que se mofa de él. Amor y muerte, juventud y vejez precoz por tanto estar con los muertos, contrapuestas, como la vida y la muerte.

El arte de Asturias aprovecha los mínimos detalles para lograr escenas maestras, mezcla seriedad e ironía para alcanzar efectos de humor. Como cuando describe los panteones y monumentos del cementerio en que de repente se fija asustada la «Cobriza», que está llamando a Tenazón, al final del día -«Entre el ir y venir de las últimas gentes, trapudas, fantasmales y el desfile de perros largos, largos»542-, sin obtener respuesta:

Desesperada, sin saber qué hacer, asomó la cabeza al interior del cementerio por una de las puertas laterales y derecho fueron a dar sus ojos con el mausoleo de doña Agapita de Ángulo. Todo esculpido en mármol, se miraba a la señora como si estuviera viva, estaba agónica, de tamaño natural, alzada   —182→   del lecho por un ángel que con el índice le señalaba el cielo, y no muy lejos, aunque desde allí donde estaba no se alcanzaba a ver bien, la otra sepultura famosa: un militar caído entre cañones y banderas y una mujer furiosa, encamisonada, despeinada, con los ojos redondos, fijos, casi fuera, y una espada quebrada en el puño, tratando de defenderlo... de quién... allí, de nadie...543



En el grande y sobrecogedor espectáculo del cementerio, verdadera pintura negra goyesca, que con plena originalidad se acerca también al Sueño del Infierno, en un clima de triunfo de la muerte, el contraste de la otra orilla, el barrio donde prosperan cantinas y fondines, frente al «damero» fúnebre y al alto muro, «Cal y llanto», «que une tantas cosas separando tanto»544. Un mundo, el de los vivos, que de la muerte se nutre, dominado por el tiempo, que impone su lección hasta en un viejo almanaque «hojeado por el viento», porque «Ni en la basura pierde sus ínfulas el tiempo. Marca días antiguos, fechas»545.

Las cantinas llevan nombres alusivos: El Último Adiós, La Flor de un Día, Los Siete Mares, Las Movidas de Cupido, Los Angelitos, y Sepulcri es el apodo del genovés propietario de la marmolería más importante del sitio -la broma está al servicio del horror-; el mármol presenta manchas que son, en palabras de Asturias, «¡El vómito de los siglos!»546. En las fondas, de sugestivos nombres que delatan la tragedia y transparentan la ternura, se sirven bebidas de sugerencia mortuoria y por estar a tono con el ambiente se come mortadela, «que así la muerte no faltaba ni en sus alimentos». Hay botellas barnizadas de negro, negras son las tablas de las tazas del water, «como salvavidas negros para traseros de personas de luto»547.

Figuras inolvidables llenan el mundo de los vivos-muertos, expresión de un excepcional genio creativo. Son el borracho «pequeñito y pestañudo, como poney, que, como explica con humor el narrador, «era del mismo alto sentado que parado»548; la serie de borrachines «paralizados, mineralizados casi por el aguardiente que ingerían, más piedra lumbre que aguardiente», los cuales despiertan «del sueño despierto, sueño de antesala, en que esperaban no se sabía qué»549; gente que baila en Los Angelitos -«más era zangoloteo»-, donde se lloran los «tiernos», pero sin lágrimas, para no mojarles las alas con las que tienen que subir al cielo: un baile a tono con el dolor, «al compás de la música valseada, que molía un fonógrafo de entraña negra y trompetón de pico de ave marina»550.

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Impresiona la capacidad inventiva de Asturias. La gran farsa de la muerte alcanza hasta el dominio de lo erótico; con sorna el escritor denuncia la curiosidad «militar y eclesiástica», que se detiene a fisguear, a mirar a los que están en los retretes con medias puertas de Los Angelitos, donde el industrioso dueño ha inventado máscaras con las que, alquiladas, los necesitados se encubren la cara y se les quita la vergüenza cuando atienden a su función. Es aquí donde el juego escatológico alcanza, en singular crescendo, un extraordinario resultado de humor-ternura, a través de un ejercicio lingüístico que una vez más confirma la originalidad de Asturias, no solamente en el ámbito de la creación fantástica, sino también del idioma:

Un cuento de hadas después de cada entierro, tal parecía, un cuento para niños representado por deudos llorosos, aquel alternarse de diablos, reyes, ángeles, payasos, perros, toros, gatos, monos, osos, en el «water» de «Los Angelitos», mientra el fonógrafo, trompetón de pico de ave marina, no cesaba de tocar «Píntame Angelitos Negros».

Ora era el afligido padre, pálido, inconsolable, con máscara de Mefistófeles soltando cuernos estercóreos.

Ora la abuela que exoneraba el vientre riéndose con máscara de payaso, cuando bajo el antifaz lloraba la muerte de su nietecito. Ora el tío que sentíase celestial en aquella penosa diligencia, escondido tras una máscara de ángel.

U otro cualquiera de los acompañantes.

Nadie sabe. La tripa aprieta. El frío del cementerio, La caminata. El lenitivo que hace de bajativo.

La Profe de kinder, si el fallecidito ya iba a la escuela, aliviándose el apurón con máscara de mono parajismero.

El padrino, maldita la mano que tuvo, se le murió el ahijado, sudando la gota gorda con máscara de Negro Pansiete. [...]551.



Y luego interviene el juego soez en la descripción divertida de los defecantes: «Cagatinta», «Cagaluto», «Caga-aceite», «Cagachín», «Cagarriendo»...552 No cabe duda, Asturias se divierte, al mismo tiempo que pinta en profundidad el elemento popular, el cual se desquita en la palabra y el signo gráfico en una inocente pornografía macabra, con la que condecora los excusados:

paredes convertidas en pizarras de locos sexuales sueltos, delirantes, que dibujaban, más allá del amor carnal, en el reino del amor óseo, esqueletos y esqueletas poseyéndose: besos, no de labios, sino de engranajes blancos, dientes contra dientes, dedos de manos radiografiadas en busca de senos y pezones en los vacíos intercostales, piernas entrelazadas como compases, y   —184→   sobre estas figuras acopladas, esqueléticas, rodillas y codos de varillas de paraguas, la artillería gruesa: calaveras de frasco de veneno, falos en lugar de tibias, y un miembro viril que recorría las paredes, desplegando en su avanzar irrefrenable su nombre, «el filarmónico», escrito con letra de carta, y sexos de mujeres pintados del suelo al techo volando como mariposas entre cortinas de telarañas, [...]553.



En estas páginas de Viernes de Dolores construye Asturias su «triunfo de la muerte», una muerte que se impone con su poder absoluto, en el «golpe fofo de la argamasa que pegaba sus cachetes a la sepultura ya cerrada», en el «frote arcilloso del afinador», en el «plin-plin-plan..., plin-plin-plan...» de la cuchara del albañil de los sepultureros, en el ruido escalofriante del ataúd, pues «a duras se desliza el féretro hacia adentro con ruido arenoso de arrastre sin mulillas», en toda la serie de personajes de última hora: postillones, quevedescamente definidos «jinetes de la muerte, recostados en un gran silencio de sepelio», aurigas, llamados con juego de palabra «Exequiosos», que guardan sus distancias de los sepultureros, carpinteros y ebanistas, con metáfora feliz definidos «grandes sastres del vestido de madera a la medida», protagonistas acompasados de la escenografía en cuanto «por las calles céntricas de la urbe representaban el paseo funeral conduciendo carruajes negros, tirados por caballos negros, gualdrapados de negro, enjaezados de guarniciones principesca»554.

Maravilloso fúnebre, danza poderosa de la muerte a través de sus ministros y ayudantes; en el inmenso y lóbrego cuadro está reunida toda la «funérea aristocracia hedionda a caballeriza y el proletariado sepulcral con olor a tierra de huesos»555, la misma que, como repetición de un rito, se junta en la cantina Las Movidas de Cupido, hermanada no sólo por la muerte sino por el aguardiente:

Los cocheros, postillones, palafreneros y maceros de pompas fúnebres, enlatados como conservas de la muerte, en sus cuellos, pecheras y puños de almidón y pez, charolados, emplumados, espejeantes, brindaban, entre nubes de humo de tabaco, con los sepultureros rojizos de polvo de ladrillo de tumba, marmoleados de cal, con los tipógrafos de esquelas mortuorias, con los carpinteros de ataúdes y con todo aquel que algo representaba en la próspera industria funeraria. Caían de paso a tomarse su traguito, sólo de paso, curas de responso y hoyo, notarios de última voluntad, periodistas de necrologías, [...]556.



Y por encima de todo, la belleza de la expresión, la vivacidad, el dinamismo de ciertas escenas, como aquella en que se nos presenta al borracho pendenciero   —185→   que entra equivocado en la cantina de La Flor de un Día, arma un escándalo, reta al dueño y a su mujer, pronuncia un discurso alocado, propio de su condición, hace alusiones obscenas, sale «más de allá que de acá, las paredes se le acercaban, se le alejaban», y se cuela en Los Siete Mares, pide un «pésame con sonrisa de marqués»557, que medio le hace mostrar la dentadura «con rígida sonrisa de marqués», echa a andar con la sensación «de ir nadando», se detiene en la cervecería Las Movidas de Cupido, intenta un rápido manoseo bajo las faldas a una de las meseras, la Pichona, y luego sale «cariacon-bebido, no cariacontecido, tan mal acontecer llevaba en la cara y tal cantidad de bebida entre pecho y espalda», sin esperar el bofetón de la mujer, pisando de paso una pata al perro que dormía a la puerta de la fonda, el cual «tras tirarle una tarascada instintiva, huyó con la pata herida, desatornillando alaridos interminables»558.

Esta primera parte de Viernes de Dolores, no cabe duda, podría tener vida autónoma y siempre seguiría siendo una de las creaciones maestras de Asturias. Dentro de la novela es punto obligado de referencia, de donde se sacan las motivaciones profundas que llevan a la «Huelga de Dolores». Por otro lado, estos capítulos no quedan olvidados en lo sucesivo de la novela: al contrario, el autor sigue evocando lugares, situaciones, personajes vivos en ellos. Justamente en el capítulo XX vuelven los sitios descritos con tanto acierto en la primera parte de Viernes de Dolores, las fondas de El Último Adiós, Las Movidas de Cupido, Los Angelitos, y además El Quitituy. En el mismo capítulo, una vez terminada la «Huelga», dos jóvenes, Choloj y Pan, caen en poder de las «locas energuménicas» y lúbricas, hambrientas de sexo, y es una nueva escena de encendida sexualidad en la locura, llevada a cabo con un ritmo acelerado creciente, que corresponde al terror y a la desesperación de los dos desventurados, convertidos en breve en piltrafas por las locas enardecidas559.

La onomatopeya tiene, como siempre, papel determinante en la obra de Asturias: el grito de «una jamona de entrepierna rajada hasta la espalda, músculos fláccidos, rodillas torneadas como perillas de féretro, pubis alborotado, venas como ríos de varices de mapamundi», que agarra a uno de los malaventurados gritando «¡...abungalampó! ¡... abungalampó!»560 recuerda el «¡Alumbra lumbre de alumbre!» de El Señor Presidente, mientras la escena evoca las infernales pocilgas donde se está atormentando a los pordioseros, pues aquí en el manicomio, tras las rejas, se consume una humanidad no menos desgraciada.

Pero aún más: en el capítulo XXII, al terminar la novela, cuando la furia del pueblo está a punto de descuartizar al Judas levantado por Choloj en el techo de su casa, según la tradición, y que representa al odiado tío de Ana Julia, aparece un borrachín, personaje característico del panorama humano de fondas y «briagos»   —186→   presentado en la primera parte de la novela. Es significativo, además, que la última ceremonia simbólica del carnaval de Dolores tenga lugar en la pequeña plaza donde se halla el terminal de los tranvías, tirados por mulas, que volvían del cementerio: «Subían gentes con flores y bajaban otras llorosas»561. Y esto sobre el menudear de una presencia negativa, la de los policías, presencia inquietante ya en la primera parte de la novela, alrededor del cementerio, y ahora concretamente activa y de manera sangrienta, según su índole, como denuncia Asturias.

La rebelión contra la «polis» termina con la detención y fusilamiento del presunto culpable de la muerte de un policía. La novela vuelve de esta manera a conectarse con su comienzo, cuando se imponía la presencia del muro contra el cual iban a parar las descargas de los fusiles en las ejecuciones. Vuelven como en una síntesis las mismas palabras:

... el muro del cementerio... si se borrara... si se borrara... si desapareciera... alto, plomizo, interminable... fuera, la vida.... dentro, las cruces... une tantas cosas separando tanto... si se borrara... si desapareciera... alto, plomizo, interminable... los gritos de los locos, lejos, lejos... las momias del hospital de leprosos... se retorcieron esa madrugada al oír la descarga de fusilamiento... las cruces... las cruces del cementerio... cal y canto... cal y llanto... cal y llanto...562



La conexión es perfecta, el círculo se cierra: de la sombra a la luz y de nuevo a la sombra, de la muerte a la vida, una falsa vida, y luego nuevamente a la muerte.

Más que de la degradación, Viernes de Dolores es la historia de una tragedia, a pesar de que la novela parece concluir con un despertar positivo de la conciencia, con la renuncia de Ricardo Tantanis a los títulos recién obtenidos de abogado y notario, para no entrar a formar parte de un sistema judicial de tipo «policíacomilitaroide», injusto y vergonzoso, negador de todo derecho humano, sometido al «vaivén político y a los caprichos del mandamás o dictador de turno...»563.

Debido a esta decisión, el personaje puede parecer un héroe positivo, aunque en el fondo no lo es, y por ello no creo, como hipotiza Couffon564, que en Tantanis el escritor haya querido representarse a sí mismo, aunque sí es posible que Asturias haya tenido una aventura sentimental parecida a este personaje, sin que su condición social presentara las desigualdades que provocan el fracaso de las relaciones amorosas del joven con Ana Julia, ni mucho menos que sufriera la humillación que le inflige el tío de la muchacha.

En su personaje el narrador ha querido representar a un hombre tentado por el deseo de ascenso social; la situación económica de sus padres, ricos «cholojeros»   —187→   -o sea comerciantes de entrañas de cerdo y de caballo-, y el acceso a los estudios universitarios, favorecido por el bienestar de la familia, no logra hacerle superar el sentido de inferioridad frente al relumbrante mundo de los ricos verdaderos, de las familias con historia. Exactamente se ha subrayado565, a este propósito, el contraste que el joven percibe entre el jardín de la muchacha apetecida, «auténtico jardín, sin mezcla de hortalizas»566, y el suyo, donde la lechuga se mezcla con las rosas, falta el sentido del arte, la verdadera belleza en su opinión.

La traición a su propia identidad la consuma Ricardo aceptando servilmente la forma de pensar y de vivir de la familia de Ana Julia y es por eso que se avergüenza de su propia casa, de su manera de vestir, del olor que se desprende de su mansión, mientras la de los Montemayor

olía a maderas de fragancia antigua, a enredaderas de hojas parpadeantes al menor soplo del viento, [...] al frescor del agua en las fuentes, en los primeros patios, y más adentro a manteles guardados, alacenas fragantes como embarcaciones llenas de especias, y más adentro, a velas encendidas, cirios benditos, alcanfor, incienso y ese como olor a humo de vidrio que se despedía de los espejos...567



Ana Julia representa, además, el éxito en la profesión y se convierte en medio para el ascenso social y económico, que Asturias interpreta como descenso moral. Más allá de la atracción por la bella muchacha hay una idealización alocada del mundo apetecido, que al joven se le presenta siempre en una atmósfera envuelta en aromas, olor embriagador de flores, «cascadas de perfume con resplandor de luna a mediodía»568; un paisaje irreal, rezumando poesía, en el que el narrador interpreta la maravilla de su país, pero también el especial estado de ánimo del enamorado, el efecto del amor y de la belleza femenina que se aviene con la del ambiente, una realidad que esfuma en la irrealidad: «La noche tibia. Las casas no parecían pegadas a la tierra, sino colgadas en el aire. Todo sin peso. Aroma de magnolias. El ruido de la ciudad, lejano... [...]»569.

Pero Ricardo es atraído de repente también por la no menos bella Simonetta, una muchacha como salida de un cuadro de Botticelli, hija del «artista» que fabrica Judas, estatuas de santos y ángeles, hombre de costumbres algo dudosas, cuando escapa a la vigilancia de las mujeres de su casa. La muchacha, sin embargo, no sirve para el salto de nivel social, porque, por bella y deseable que sea, pertenece a la misma clase del joven, quien a esta altura se siente «plebeyo, apto para   —188→   todas las bajezas», y considera los idealizados seres de la clase alta «nobles e incapaces de malas acciones»570.

Para no estorbar el camino de sus ambiciones y por cobardía, Ricardo Tantanis quita del carro alegórico titulado «Los horrores del Cristianismo», el fantoche del tío de Julia, representante poderoso del mundo que él idealiza, mientras su madre lo ve realísticamente como uno «que echa fuego por la boca», «hombre de horca y cuchillo», que «anda con dos pistolas, una atrás y una adelante, y un látigo en la mano»571. Sólo al final, frente al personaje, fuerte por la inconciencia de la borrachera, el joven lo verá en su verdadera dimensión violenta. Ricardo será otra de sus víctimas, cuando el prepotente señor, que lo ha invitado a su casa, lo obligará a comerse un enorme racimo de plátanos, destruyéndolo en el ridículo y cerrándole así para siempre las puertas del paraíso deseado. Entonces la decisión de defender al negro falsamente acusado de asesinato, su renuncia a los títulos académicos, el regreso a la casa de Simonetta, donde, justa punición, constatará que un amigo se le ha adelantado en el corazón de la muchacha, y la decisión de partir: «encontró un pasaje para Liverpool»572.

Es la misma ciudad a la que se dirigió en barco, en 1923573, el joven abogado Miguel Ángel Asturias, pero no hay mayor punto de contacto entre él y Ricardo Tantanis, personaje sobre el cual el escritor no proyecta ninguna simpatía, individuo más bien negativo puesto que sólo al fracaso debe su recuperación. El viaje hacia Europa es una fuga de sí mismo.

Una vez más en la novela se afirma el compromiso moral de Asturias. Sobre el problema él interviene con frecuencia, a través de sus personajes y con la fuerza convincente de los sucesos que presenta, denunciando un sistema en cada momento opresor, del cual es parte duramente activa la policía, cuya respetabilidad destruye acudiendo a la broma cruel, al juego equívoco de palabras, para rematar un rechazo que empieza desde El Señor Presidente. El personaje del policía es destruido   —189→   acudiendo a todos los medios, en particular a la degradación escrementicia, como ya en Los ojos de los enterrados. Valga el pasaje del capítulo XXIII de Viernes de Dolores, donde Asturias presenta la obstinada intervención de los policías en la casa del profesor Saturnino Casayuca, testigo desatendido de la inocencia del negro acusado de asesinato y ya acostumbrado a este tipo de intervenciones encarnizadas y destructoras:

... el acabose con los policías otra vez metidos en su casa... llegaron a registrar al solo pasar el zafarrancho, volvieron en la tarde, al anochecer, y ahora ya estaban de nuevo trastumbando muebles, arrastrándose en los aleros, metiendo las narices en los armarios, alacenas, la carbonera de la cocina, el retrete...574



Viernes de Dolores es una extraordinaria galería de personajes, de cuadros de ambiente, de folclore, de usos y costumbres. Una vez más Asturias se preocupa, como ya en Mulata de tal, por conservar y transmitir la que considera savia de su país, lo que representa genuina expresión de su pueblo y su cultura. El color lóbrego de la parte inicial de la novela va paulatinamente transformándose y, a pesar de la desaventura de Ricardo y de sus ambiciones, estalla en la fiesta carnavalesca, para volver finalmente al panorama inicial, dejando al lector en suspenso sobre lo que hará en Liverpool el protagonista. Novela ciertamente abierta, por encima de situaciones negativas y fracasos, a la esperanza. En su discurso de aceptación del Premio Nobel, hablando de los escritores latinoamericanos, Asturias se había definido a sí mismo como «escritor de verbo activo»:

La vida. Sus variaciones. Nada prefabricado. Todo en ebullición. No hacer literatura. No sustituir las cosas por palabras. Buscar las palabras-cosas, las palabras-seres. Y los problemas del hombre. El hombre. Sus problemas. Un continente que habla575.





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