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Mujeres de la Revolución francesa

Concepción Gimeno de Flaquer


Estudio dedicado a mi distinguido amigo, el eminente estadista señor Manuel Romero Rubio




I

Las mujeres francesas han tenido siempre afición a los negocios de Estado, muchas de ellas han brillado por su sagacidad en los altos asuntos diplomáticos.

No debió parecerle muy bien al Cardenal Mazarino la intervención de las mujeres en la política, porque hablando una vez con D. Luis de Haro, Ministro español, le dijo que envidiaba a los españoles porque sus mujeres solo eran vanidosas, mientras que las francesas no se contentaban con lucir galas sino que aspiraban a gobernar la nación. Tenemos tres damas, añadió, tan capaces de gobernar tres reinos como de perturbarlos; la Duquesa de Longueville, la Princesa Palatina y la Duquesa de Chevreuse.

Por fortuna, contestó D. Luis de Haro, las españolas solo piensan en gastar el dinero de sus maridos o de sus amigos, pues si les diera por asociarse a nuestros negocios, lo estropearían todo como lo hacen las francesas.

Nada tienen que agradecer las mujeres a la cortesía del Cardenal francés y del Ministro español, pues ambos fueron muy poco galantes al emitir su opinión acerca de ellas, a pesar de que han brillado tanto en España como en Francia, mujeres dotadas de gran civismo y de gran valor.

En el siglo XVI Catalina de Pathernay y Ana de Roban sostuvieron el sitio de la Rochela, centro de las fuerzas calvinistas, y prisioneras en el castillo de Niort demostraron la misma energía de carácter que al defender la Rochela, pues sabido es que a pesar de morirse de hambre no quisieron capitular.

En el siglo XVII, brillaron en Francia muchas mujeres por su habilidad política. La célebre Duquesa de Longueville fue heroína de la Fronda, y la Duquesa de Montpensier prima hermana de Luis XIV conocida con el título de Grande Mademoiselle, manejó la espada con la misma facilidad que la pluma; anhelante de gloria se puso al frente de un ejército para defender a la ciudad de Orleans: arengó a la muchedumbre logrando calmar a los descontentos y estableció la paz. Fue denominada la Doncella de Orleans, porque su valor despertó el recuerdo de Juana de Arco, que dos siglos antes había defendido aquella plaza. Refiérese que habiendo rechazado las proposiciones de casamiento hechas por un hijo de la Reina de Inglaterra, cuando le hablaron a la Reina de las hazañas de la Duquesa de Montpensier, contestó: es natural que haya salvado a la ciudad de Orleans cual Juana de Arco, habiendo empezado por rechazar a los ingleses. Esta irónica agudeza ha sido muy celebrada.

Álzanse ostentando su poder en el mismo siglo, Madame de Maintenon que avasalla nada menos que a Luis XIV, mientras que la Princesa de los Ursinos rige los destinos de España, siendo la consejera de Isabel Farnesio, esposa de Felipe V, que domina al rey, y este a los españoles. Temístocles tenía razón al decirle a la compañera de su vida: Mira, mujer, los atenienses mandan a los griegos, yo a los atenienses, tú a mí, y a ti nuestro hijo; por tanto vete a la mano en tu autoridad, porque aquel manda en todos los griegos.

Es indudable que en la Corte de un Rey imperan las mujeres y en la de una reina los hombres. Aceptada tal verdad no debieran estos haber promulgado la ley sálica.

Y no se crea que solo la mujer amada ejerce influencia política, como la ejercieron la Duquesa de Etampes en Francisco I, Diana de Poitiers en Enrique II y Gabriela de Estrées en Enrique IV; la ejercen también la madre y la hermana, cual Blanca de Castilla en San Luis y Beatriz de Choisseul en el Ministro de Luis XV, la cual indujo a su hermano a rechazar la alianza política propuesta por la Dubarry, favorita del Rey, lo cual ocasionó la caída del Ministerio.

Al referirse a las mujeres del siglo de Corneille y Racine que se distinguieron por su injerencia en la política, no es posible olvidar a la nieta del grand Condé, la ilustrada Duquesa de Maine. Nadie se imaginaba al verla, que su pequeño cuerpo encerrara un alma viril; su estatura era tan exigua, que tanto a ella como a sus hermanas en vez de apellidarlas princesses du sang denominábanlas poupees du sang. Pero aquella muñeca tenía alientos titánicos y algo de su temple revela el emblema y divisa que adoptó. Consistía en una abeja en torno de la cual estaban escritas estas palabras: Piccola si, ma fa pur gravi le ferite.... que pueden traducirse de este modo: pequeña es la abeja y sin embargo hace crueles heridas.

En el valle de Sceaux donde fue visitada por La Bruyère, Descartes y Voltaire se creó una pequeña corte y daba fiestas tan brillantes que rivalizaron con las de Versalles. El papel de Reina le fascinaba tanto, que lo estaba representando constantemente, no dispensándoles ni a sus amigas íntimas el tratamiento de Alteza Serenísima. Como Luis XIV concedió a sus hijos bastardos los mismos privilegios que a sus hijos legítimos, y se le vio alguna preferencia por el Duque de Maine, el hijo mayor de los que tuvo con la Montespan, la ninfa de Sceaux creyó que su marido sería Regente del reino y viendo su inercia, tomó la iniciativa para crearse un partido, mas su desengaño fue espantoso cuando se leyó el testamento de Luis XIV que nombraba Regente al Duque de Orleans. Tramó una conspiración contra él pero quince meses de destierro quitáronle las ganas de conspirar. Dolorosa fue la pérdida de sus esperanzas porque tenía tan alta opinión de sí misma, y tanta fe en la superioridad que le daba su ilustre linaje, pues como César se creía descendiente de Júpiter, que en una carta dirigida a su hermano el Duque de Borbón, se encuentran estos versos:


Ce qui diez les mortels est une effronterie,
Entre nous autres demi dieux
N’est qu’honnèle galanterie.

La Duquesa de Maine era tan culta, su palabra tan elegante, que llegó a decirle Mme. de Lambert: «nuestra lengua no se perfecciona más que cuando vos la habláis o cuando se habla de vos.»

Pero ocupémonos de las mujeres de la Revolución Francesa.




II

Acostumbrada la mujer a la pasividad, al salir de esta es más temible que el hombre porque no ha gastado sus fuerzas. En 1789, las mujeres llevaron la iniciativa en la perturbación de la paz, ellas se pusieron a la Vanguardia de la revolución. En el 14 de julio los hombres se lanzaron a las calles impulsados por las mujeres, en el 6 de octubre ellas extremaron las cosas, queriendo hacer más de lo que ellos habían hecho.

No hay un episodio de la Revolución Francesa, en que directa o indirectamente haya dejado de figurar la mujer. No se contentó con ser espectadora, necesitó ser actor: en unas ocasiones ofició en el altar de la patria, en otras se inmoló.

La piqueta demoledora manejada por los hombres del 14 de julio, derrocó la Bastilla, pero ellos solo tuvieron que derribar los muros, porque moralmente la Bastilla había sido derribada por una mujer. ¿Quién fue esta? -Una obrera: Mme. Legrós, libertadora del prisionero Latude. Aquella valerosa mujer inspirada solamente por la caridad, luchó tres años sin desaliento, soportando calumnias y humillaciones, abandonando el trabajo que le proporcionaba el sustento y arrojándose a los pies del joven Duque de Orleans, de Condorcet y de Villette, para salvar al desgraciado de Bicètre. Malesherbes, Lamoignon y Rohan contentáronse con llorar las desgracias de Latude; Mme. Legrós, se fue a Versalles a pie, enferma y en pleno invierno, y logró conmover a Mme. Duchesne, dama de la Reina. Más tarde la perseverante obrera que alcanzó la libertad de Latude, fue coronada en la Academia como premio a su virtud, y el nombre Legrós quedó en la historia cercado de una aureola.

La fiebre cerebral que se había apoderado de todos, tenía que invadir con más ardor las cabezas femeninas; en el 6 de octubre convirtiéronse las mujeres en furias infernales. En las plazas, la caballería y la infantería trataron de intimidarlas, pero ellas en vez de arredrarse apedrearon a la caballería y a la infantería. Tomaron el Hotel de Ville y desde sus balcones gritaban entre aullidos salvajes: «armas y pan.» Dirigiéronse después a las Tullerías, desarmaron a la guardia real y se pasearon triunfalmente en los jardines del Rey. Escalaron el Congreso, hicieron callar a los diputados y tomaron la palabra. No contentas con esto, se lanzaron como Euménides sobre Versalles y dispararon sobre los guardias de Corps. Vociferaban, juraban, se herían unas a las otras, pues entre aquellas ocho mil mujeres había republicanas y realistas; ni unas ni otras sabían lo que deseaban; las realistas querían sacar al Rey de Versalles y llevarlo a París, creyendo que de ese modo mejoraría la situación; las republicanas creían que la causa de la miseria que les agobiaba, la causa del hambre, era el Rey y sobre todo la austríaca, y los querían matar.

Aquella turba de mujeres, tenía un Mirabeau, la ciudadana Louison Chabry: ella que había perorado en las calles desembarazadamente, preparó su arenga para dirigírsela al Rey, pero al ver a este de cerca, como no le había visto nunca, al observar la benévola expresión de su semblante, empezó a tartamudear, las palabras se extinguieron en su garganta y solo pudo pronunciar un monosílabo: pan. Luis XVI, con su bondad acostumbrada, le besó la mano y la abrazó paternalmente; ella que tenía mucho corazón se conmovió. Había entrado republicana en el Palacio de Versalles y salió monárquica. Cuando se reunió con las exaltadas que la esperaban en el patio, intentó defender al Rey, y entonces se abalanzaron sobre ella a los gritos de traidora, traidora, y pensando que se había vendido, la registraron buscando el oro que creyeron ocultaba.

Capitaneaba un formidable batallón de mujeres, la joven intrépida y hermosa, Ana Josefa Theroigne de Mericourt, denominada la Mujer Club por su talento para la oratoria. Era el tribuno de su sexo; vehemente cual todas las liejanas, aquellas mujeres que en el siglo XV causaron tantos disgustos a Carlos el Temerario, no es extraño que hiciera huir al regimiento de Flandes. Véase la virilidad de su fogoso estilo en un fragmento de uno de sus discursos excitando a la multitud.

«¿Qué hacéis aquí? ¿Queréis moriros de hambre, mientras que en mesas impías los guardias de Corps y toda la Corte se atestan de manjares delicados y viven haciendo befa de nosotros en medio de la abundancia? ¿Acaso ignoráis que en un banquete acaban de urdir horrenda trama? ¿Que ha sido pisoteada la escarapela tricolor? ¿Que se han afilado sables para nosotros y decretado la muerte contra la asamblea nacional y los patriotas? ¿Que el mismo Rey en persona va a juntar las tropas y marchar contra el pueblo? ¿Que la Reina ha dado banderas a la milicia nacional de Versalles, y que para asegurar el triunfo de la contrarrevolución, Monsieur (el hermano del Rey) ha sido llamado a la presidencia de la asamblea? ¿Nos hemos de dejar acuchillar? ¡Ea! anticipémonos a tan abominables maquinaciones y caiga el daño sobre las cabezas de los que querían producirlo!»

¡Muerte a la nobleza! era su grito de guerra.

¿Qué la arrojó a la revolución?

El amor, o más bien un desengaño de amor. Un noble abusando de su candor, la había deshonrado cuando solo contaba 17 años de edad, y no solo la había deshonrado, sino que la abandonó. Así se explica la persecución de esta mujer a la aristocracia; así el feroz arrojo con que se la veía en los Inválidos, en la Bastilla, en Palacio, en Bicètre, en la Abadía, donde encontró a su seductor y le mató.

Sus partidarios la denominaron Primera Amazona de la libertad. Amaba la libertad, pero no el abuso de ella, no quería a Mirabeau por sus inmoralidades; censurando la conducta de Robespierre, dijo ante un público numeroso que si él condenaba sin pruebas, le retiraría su estimación. Los amigos de Theroigne eran los más austeros, Siéyes, Romme, y el virtuoso Desmoulins. Un día que este se hallaba en una Asamblea, se presentó ella y le interrumpió.

La historia de Francia refiere el suceso del siguiente modo: «Sintiose un murmullo de admiración, una joven entró y quiso hablar.

«Era Theroigne con su rojo redingote de seda y su gran sable del 5 y 6 de octubre. El entusiasmo llegó a su colmo. «He ahí la reina de Sabá, -grita Desmoulins-, que viene a visitar al Salomón de los distritos.» Con paso ligero atraviesa toda la Asamblea, y sube a la tribuna. Su divina o inspirada cabeza, lanzando rayos de genio, se veía entre las apocalípticas sombras de Danton y de Marat. Si sois verdaderamente Salomones, -dijo Theroigne-, probadlo edificando un templo, el templo de la sacra libertad, el palacio de la Asamblea nacional... Y le edificaréis en el mismo lugar donde existió la Bastilla. Mientras que el Poder Ejecutivo habite el palacio del Louvre, le sucederá lo que a la paloma de Noé, que aún no ha podido hallar lugar para detenerse. Esto no puede seguir así. Es preciso que el pueblo viendo los suntuosos edificios que deben ocupar los dos Poderes, marche por la sola vía que conduce al verdadero Soberano. ¿Qué es un soberano sin un palacio? Lo que Dios sin un altar. ¿Quién reconocerá su verdadero y legítimo culto? Edifiquemos, pues, ese altar tan necesario. Contribuyamos todos con nuestro oro y nuestras pedrerías; he aquí todo lo mío. Edifiquemos el solo verdadero templo. Ninguno es digno, más que aquel en el cual se han confirmado los derechos del hombre. París, guarda de ese templo, será la reunión de la patria y de los tribunales; será, en fin, su Jerusalem.»

Aterrada por los crímenes que se cometían, amainó un poco en sus ideas de libertad y se alió a los girondinos. La jornada del 10 de Agosto le valió una corona dedicada por los marselleses. ¿ De qué murió Theroigne? De pudor. Un día que se paseaba en las Tullerías, unos desalmados se vengaron de ella desnudándola ante la multitud. No pudiendo resistir tal afrenta, enloqueció y la locura es la muerte civil y moral.

Las mujeres alentaron los sucesos del noventa y tres en diversas formas, ya tomando parte en ellos materialmente, ya inspirando sus ideas a los hombres: tanto en la barricada como en el Club, aparecía la mujer. Los primeros jacobinos fundaron su asociación prestando el juramento civil ante una mujer, una viuda israelita a la cual propusieron la compra de bienes nacionales, y contestó que no quería lucrar con la revolución, que deseaba el triunfe de ella, no por interés propio, sino por las ventajas que había de reportar a las clases populares.

Las mujeres organizaron sociedades secretas, figurando entre las organizadoras, Rosa Lacombe y Olimpia de Gouges, de la cual se ha conservado la siguiente frase: Las mujeres tienen derecho a subir a la tribuna ya que suben al cadalso. También presidían las mujeres los salones políticos, siendo los más famosos el de Mme. Staël, el de Mme. Roland, la Egeria de los Girondinos y el de Mme. Condorcet. El sabio Condorcet pidió en 3 de julio de 1790, la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía, obligado por ellas. Cuando se halló proscripto, dedicose su mujer a hacer retratos para enviarle recursos pecuniarios. La bella y virtuosa Sofía, tuvo que luchar para conservar su honra, tanto como la encantadora Lucila, que al implorar de Robespierre la libertad para Camilo Desmoulins, le dijo con apasionado acento: Tú nos matarás a los dos, porque herirle a él es matarme a mí. Lucila Desmoulins, subió al cadalso con gran valentía.

El acta primitiva de la República, cuya esencia encerraba la petición de no reconocer ni a Luis XVI ni a otro Rey, fue obra de una mujer, de la colaboradora del «Diario del Estado y de los Ciudadanos», Mlle. Keralio, literata erudita, Mme. Robert cuando escribió el acta que firmó su marido el famoso convencional.

«Mientras Marat viva ¿quién podrá vivir? Había exclamado una mujer, él ha abolido la ley del 2 de junio, si muere el asesino de la ley ¿volverá a florecer la paz? Qué importa el sacrificio de mi existencia si salvo a Francia, y armada de resolución con la idea de ser útil a su patria, clavó un puñal en el corazón del exterminador, haciendo inolvidable la fecha del 13 de julio de 1793, y el nombre de Carlota Corday.

Las crueldades de Danton, el león enamorado, como le denomina Houssaye, fueron reprimidas por su primera y segunda mujer, las dos eran piadosas, luchaban suavemente contra su ateísmo y abogaban por el clero. El león, furioso en la plaza pública, pero domado en el hogar, amó tanto a su primera mujer, a su Gabriela, que cuando murió, se desesperaba no pudiendo resignarse a no verla más. A los siete días de enterrada, mandó abrir el ataúd para contemplarla otra vez. Ella le hizo jurar que salvaría la vida del Rey, la de los niños, en nombre de sus hijos, y la de la angelical Princesa Elisabeth; pero Danton se vio obligado por las circunstancias a votar la muerte del desgraciado Luis XVI.

Enero de 1889.




III

Conclusión


De las mujeres de la Revolución Francesa pueden citarse grandes errores; pero también grandes heroísmos. Mme. Lefort compró el permiso de ver a su marido, vendiendo todas sus joyas: entró en la prisión y con recursos hábiles consiguió convencerle de que debían cambiar de traje para que él se escapara a favor del disfraz, pues a ella no la sacrificarían. Al día siguiente se descubrió la trama, y el alcaide horrorizado preguntó a Mine. Lefort:

-¿Qué has hecho, desgraciada?

-Mi deber -respondió ella- haz ahora el tuyo.

Mme. Clavier al recibir la noticia de que su marido se había clavado un puñal en el corazón, se dio la muerte con socrática serenidad.

Una viuda seguía la carreta homicida lanzando gritos desgarradores pidiendo la llevaran al suplicio con su amante; los soldados no le hacían caso; faltaban pocos momentos para llegar allí y al observarlo, quitó rápidamente el sable a uno de los soldados y se atravesó el corazón.

Cuando el verdugo llamó a Mr. de Sombreuil, diciéndole que iba a morir por aristócrata, gritó su hija: yo también lo soy; ¡viva el Rey! La belleza, la juventud y el amor filial de aquella heroína, conmovieron al tribunal, mas como de aquellas almas solo podía brotar una piedad incompleta, uno de los jueces le preguntó con sonrisa sarcástica: ¿qué harías para salvar a tu padre?

-Lo que queráis, repuso la joven apresuradamente.

-Has gritado viva el Rey, añadió su interlocutor y esto equivale a una sentencia de muerte.

-Lo sé, contestó ella, si mi padre muere, quiero morir.

-No moriréis ni tú ni él, dijo el republicano, pero en castigo de tu audacia, tienes que beber sangre de esos odiosos aristócratas.

Presentáronle un tosco vaso lleno de sangre humeante, y exclamando con exaltación ¡por la vida de mi padre! apuró aquel terrible cáliz sin vacilar.

El pueblo asombrado, la llevó en triunfo acompañada de su padre, en un carruaje descubierto, gritando: ¡Viva la ciudadana María, Viva Sombreuil!

Las princesas y las mujeres de la nobleza tuvieron muchos rasgos de virtud; ejemplo de fidelidad en la amistad, será siempre la princesa Lamballe, que siguió a María Antonieta a la prisión del Temple y que fue víctima de su leal afecto a la esposa de Luis XVI.

Isabel de Francia, la virtuosa Elisabeth, uno de los caracteres más elevados y generosos que hayan podido enaltecer a una mujer, es un buen modelo de amor fraternal.

Varias veces le dijo María Antonieta que se expatriara, pero ella quiso sufrir la suerte de sus hermanos. Su resignación no se debilitó un momento.

«No deseo el martirio, decía, pero si esa es mi suerte, estoy dispuesta a soportarlo con valor, fijo mi pensamiento en Dios».

No se puede dudar de su patriotismo, pues cuando supo que ejércitos extranjeros acudían en defensa de la monarquía, dirigió a una de sus amigas una carta en que se leía el siguiente párrafo:

«Rusia, Prusia, Suecia y Alemania van a caer sobre Francia; España no sabe aún lo que hará; Inglaterra tampoco; pero no tengas cuidado, amiga mía, nuestro país adquirirá una gloria más y eso será todo. Trescientos mil guardias nacionales, perfectamente organizados y naturalmente valientes, defienden las fronteras y no dejarán acercarse a un solo lancero austríaco. Malas lenguas aseguran que en Maubeuge ocho soldados alemanes hicieron correr a quinientos guardias nacionales, que llevaban además tres cañones. Hay que dejarles hablar ahora, si eso les distrae; después podremos burlarnos nosotros a nuestras anchas.»

Cuando fueron a sacarla de la prisión para llevarla a la guillotina, creyendo que era la Reina, un escudero hizo notar que era la Princesa Elisabeth y al oírlo esta admirable mujer, exclamó: no los saquéis de su error.

María Antonieta supo morir cristianamente, presentándose en el cadalso con la majestuosa dignidad con que la habían visto en el trono de Francia; la Princesa Elisabeth murió también con valor.

La familia de Luis XVI se distinguió por sus virtudes, Mme. Royale, la hija de los infortunados Reyes de Francia, cuya historia es una odisea de lágrimas, demostró su caridad y abnegación en los últimos momentos del abad Edgeworth, el que acompañó a Luis XVI a la guillotina, consolándole cuanto pudo. Hallábase el abad enfermo de un espantoso tifus, todo el mundo le abandonó, y al saberlo la Princesa quiso asistirle. Inútiles fueron las prohibiciones de los médicos; la hija de Luis XVI contestó: nada me impedirá cuidar al abad Edgeworth, a nadie pido que me acompañe.

Después de mencionar sublimes rasgos de estas princesas, debemos recordar otros no menos grandes de varias damas: la Mariscala de Noaïlles, la Duquesa de Ayen y la Vizcondesa de Noaïlles, fueron condenadas al espantoso suplicio; la anciana Maríscala sufrió la muerte con valentía, lo mismo su hija la Duquesa de Ayen: tocole el turno a la nieta de la Mariscala, a la bella Vizcondesa, y en vez de amilanarse con los horrores que acababa de presenciar, superiores a las fuerzas humanas, tuvo aliento para intentar la conversión de un hombre que estaba blasfemando, y deseosa de que se salvara el alma de aquel réprobo le dijo con humildad: arrepentíos, caballero, aún es tiempo, pedid perdón a Dios, que es muy clemente y no os lo negará.




IV

El departamento de la Vendée había permanecido siempre pacífico, porque el pueblo, contento del trato que le daban los señores feudales, no tenía porqué sublevarse: los nobles seguían con interés los sucesos de París y de Versalles, sin tomar parte en ellos; lamentaron la prisión de Luis XVI, pero permanecieron inactivos; lo que les hizo tomar las armas fue la muerte del Rey. Los vendeanos habían sido siempre monárquicos, y al saber la funesta catástrofe, se pusieron a las órdenes de Lescure, Larochejaquelin, Bonchamps, Rouarie, Cathelineau, Sapinaud, Gastón y Bourdie y se lanzaron contra la República. Fue una revolución formada por la nobleza, el clero y las mujeres. La Marquesa de Larochejaquelin, al ayudar a su marido, ayudó a la revolución.

Renata Bordereau, cuyo padre había perecido a manos de los republicanos, se disfrazó de hombre para vengarle y se distinguió por su arrojo: una niña de 13 años de edad que se alistó en un regimiento en calidad de tambor, murió en un combate valerosamente, cuando apenas había brillado para ella la aurora de la adolescencia. Juana Rolein que murió combatiendo, decía al jefe que mandaba su compañía: Mi General, nunca podréis adelantarme porque yo iré delante de todos. En la batalla de Dol, si algún hombre desfallecía, las mujeres le insultaban tanto que le obligaban a tomar las armas.

Las monjas arrojadas de los conventos, viendo derruidos los altares, profanados los templos y ocupadas sus celdas por los soldados, sintieron gran indignación y tomaron parte activa en aquellos acontecimientos. Preguntáronle a una abadesa ¿qué se proponía al arrostrar tales peligros? y respondió virilmente: hacer temblar a la Convención.

Es famoso el denuedo de aquellas santas mujeres: querían obligarlas a cambiar la cruz por el gorro frigio, pero se resistieron con mucha energía. Las encerraron en las cárceles entre mujeres perdidas, y estas al ver aquellos rostros de expresión seráfica, aquella hermosura que les prestaba el heroísmo del martirio, se inclinaron ante ellas y pidieron la bendición. Seis meses las tuvieron encerradas sin que ellas quisieran prestar el juramento que exigía el Comité Republicano. A Sor Odila Beaugard y a Sor Mariana Vaillart las ataron en una cuerda de presos, y las pasearon por las calles escarneciéndolas; algunas personas gritaban al verlas: ¡piedad para las hermanas! Pero aquellos desalmados no querían oír. La pobre Odila, que era la más joven, palideció; Mariana sostuvo a su compañera y la consoló; pero abrumada por el peso do la conmoción que sentía, cayó desmayada. Detúvose la marcha: los conductores de los sentenciados blasfemaban y airados descargaban golpes sobre las hermanas. Por último, la pobre víctima recobró las fuerzas. Tenía una mano herida y cubierta de sangre.

El jefe de los ejecutantes de la justicia quiso transigir diciéndolas: voy a manifestar que habéis prestado el juramento, aunque no sea cierto.

De ningún modo, repusieron con resolución.

Esa resolución les costó la vida.

Ensañáronse en ellas de un modo cruel; y en medio del martirio, Sor Mariana y Sor Odila exclamaban: perdonadlos, Señor.

Entre las mujeres víctimas de la Revolución, solo una murió cobardemente, la du Barry; y sin embargo, el número de las sacrificadas es imponente.

En una estadística formada por Proudhomme, se encuentran estas cifras:

Mujeres de la nobleza guillotinadas750
Religiosas350
Mujeres de labradores y artesanos1467
Mujeres que murieron de partos prematuros causados por el terror3400
Mujeres que murieron de tristeza348
Mujeres muertas en la Vendée15000

No solo en 1793 se pronunciaron los de la Vendée por iniciativa de las mujeres; en 1832 la Duquesa de Berry encendió la guerra civil para colocar a su hijo en el trono de Francia; mas el cautiverio do esta intrépida mujer, acabó con la revolución de la Vendée.




V

El hacha de Juan Pablo Marat, de Jorge Danton, y de Maximiano Robespierre, había tronchado muchas cabezas femeninas; pero las mujeres quedaron vengadas por la mano de la mujer. Marat fue asesinado por Carlota Corday, Robespierre debió su caída a Madame Tallien. Era justo que sucediera así, pues entre las últimas sentencias de muerte firmadas por Robespierre, se encuentran la de la esposa de Hebert (Francisca Goupille), y la de la interesante Lucila Desmoulins.

Las mujeres habían dado a Robespierre su popularidad: como en sus discursos hablaba contra los déspotas, contra los opresores y en favor de la moralidad y la religión, las mujeres le eran muy adictas.

Denominábanle el incorruptible, el sacerdote del derecho, el apóstol de la humanidad. El poético sentimentalismo de que revestía sus discursos, su tipo simpático, y la elegancia de su toilette1 le hacían ser muy querido del sexo femenino. En casa de Catalina Théot alzaron un altar, colocando su efigie en él; en dicha casa reuníanse sociedades de mujeres, y entre gritos entusiastas le apellidaban el dios.

Tales exageraciones acabaron por arrojar sobre su nombre gran ridículo, a este siguió el desprestigio, y luego la más completa impopularidad. En el 9 Thermidor concluyó Robespierre, pues aunque fue guillotinado al día siguiente, la revolución fraguada en contra suya, en el 9 Thermidor (27 de julio de 1794), había decretado su muerte ya.

¿Quién arrojó contra el tirano la primera piedra? Monsieur Tallien; pero esa piedra la recibió de la bella mano de Teresa Cabarrús. Débese a la influencia que ejerció en aquellos sucesos Mme. Tallien el que haya sido denominada Nôtre Dâme de Thermidor.

Teresa Cabarrús, hija del Conde Cabarrús, nació en España; era una hermosa zaragozana que empezó a figurar en la Corte de Luis XVI, cuando su padre fue nombrado Embajador de España en París. Casada con el Marqués de Fontenay, recibía en sus salones a las personas más prominentes. Estalló la revolución y quiso, cual Mme. Roland, tomar parte en ella: su primera manifestación de enérgica actividad fue un elocuente discurso que dirigió a la Convención, pidiendo derechos políticos para las mujeres. A pesar de sus ideas republicanas, no aprobaba los horrores que se cometían en la época del terror; para no verlos resolvió marchar con su padre a Madrid. Detenida en Burdeos por sospechosa, conoció a Monsieur Tallién, que había sido enviado para guillotinar a los últimos girondinos dispersos. Monsieur Tallien se enamoró de ella, y la libró de la prisión. Teresa, agradecida; correspondió a su amor. La intrépida aragonesa suavizó la severidad de Tallien empleando su influencia en beneficio de los desgraciados, mas los decretos benévolos de Tallien, le valieron la acusación de moderado: teniendo que presentarse en París para explicar su cambio de conducta, supo defenderse y adquirir el favor perdido; pero no pudo evitar que Teresa fuera encarcelada, bajo pretexto de conspirar contra la República. Robespierre, que odiaba a Tallien, se vengó hiriéndole en la fibra más sensible, sin sospechar que aquella venganza preparaba su ruina. La prisionera de Robespierre dirigió a Monsieur Tallien las siguientes líneas desde la prisión, fechadas en el 7 Thermidor:

«El jefe de policía acaba de indicarme que mañana me he de presentar al tribunal, lo cual quiere decir que debo prepararme para la guillotina. Esto es bien distinto de lo que he soñado en esta noche: soñé que Robespierre no existía y que todas las cárceles habían sido abiertas, pero merced a vuestra gran cobardía, pronto no habrá en Francia ninguno capaz de realizar mi sueño.» Tallien le respondió:

«Teresa, procurad que iguale vuestra prudencia a mi valor, y esperad.»

Dos días después se presentó Tallien en la Asamblea, y secundado de sus amigos, provocó una sedición contra el poderoso que imperaba en la Convención, en los Jacobinos, y en la Comunne. Robespierre subió al cadalso, y Teresa salió de la prisión. Al poco tiempo pidió el divorcio, fundándose en que el Marqués de Fontenay había derrochado su fortuna, y en el día 26 de diciembre del mismo año, se casó con Monsieur Tallien.

Teresa Cabarrús era muy bella, las mujeres tachaban su belleza de incorrecta; los hombres la encontraban encantadora. Aficionada a lucir sus formas escultóricas, fue una de las primeras damas que adoptó el traje griego; consérvase un retrato suyo en el que aparece con la cabeza coronada de rosas, ostentando rosas en su alabastrino cuello, y en sus torneados brazos, que causaron admiración general.

Esta célebre mujer de la Revolución Francesa, siguió brillando en la época del Directorio: inició un movimiento reaccionario que fue secundado por la mayor parte de las mujeres.

Las mujeres con sus pasiones exaltadas habían impulsado a los hombres a la revolución, pero asustadas de su obra, fueron los principales agentes de la reacción.

Febrero de 1889





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