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Muertos célebres. Conversaciones femeninas

Concepción Gimeno de Flaquer

En el momento en que tomo la pluma para conversar con vosotras, por medio de la palabra escrita, señoras mías, prepárase la multitud a conmemorar el día de difuntos; por tal motivo, véome obligada a hablaros de muertos célebres, pues los seres vulgares no merecen ser mencionados: entre los muertos notables, elijo a Eloísa y Abelardo glorificados por el amor; ¿os agrada el asunto? Nada más oportuno que ocuparse de amor al hablar con vosotras, queridas mexicanas, que sois tan apasionadas, tan tiernas de corazón.

El amor es la única atmósfera respirable para el alma de la mujer: con razón dijo Mme. Staël, aquella insigne escritora que tuvo la gloria de contar entre sus enemigos a Napoleón I, y digo gloria porque la importancia de nuestros enemigos nos enaltece, que el amor era para el hombre un episodio de la vida, y para la mujer, la vida entera.

La eterna discusión sobre quien ama más, entre el hombre y la mujer, queda resuelta, saliendo triunfante el sexo femenino al pensar en Abelardo y Eloísa, los famosos amantes del siglo XII, sublimados por la historia, la novela y la leyenda.

Abelardo ama a Eloísa, pero más que a ella a su gloria; vésele ocultar su amor, no porque pertenece a la clase sacerdotal, pues las costumbres de la época son harto licenciosas en Francia, para que nadie se escandalice de aquel amor, sino porque no quiere renunciar a la admiración de todas las mujeres. Esbelto, elegante, dotado de varonil hermosura, filósofo, orador y polemista, atrae la atención universal fascinando a las mujeres con su elocuencia. Es hijo de un hidalgo, pero renuncia al derecho de primogenitura, no como Esaú por un prosaico plato de lentejas, sino por delirante afición al estudio. Cultiva todas las ciencias conocidas en su tiempo, y es innovador porque mediando en las luchas establecidas por los sutiles dialécticos escolásticos, divididos entre nominalistas y realistas o sea los que sostienen ya que las ideas son substanciales y reales, ya que son abstracciones del espíritu, crea una doctrina mixta denominada conceptualismo, dando por resultado tales disquisiciones, la fundación de las principales universidades de Europa. Las luchas teológicas con San Bernardo dieran celebridad al amante de Eloísa, si no la hubiera tenido. Aclamado como maestro en París conviértese en ídolo de la juventud.

¿Cuál es entretanto la situación de Eloísa? Ve en la gloria de su amante una rival formidable, pero generosa, abnegada como toda mujer que ama, retírase de los lugares públicos a que Abelardo asiste, para no empañar con su pecaminoso amor el limpio espejo de la reputación del Maestro, y recluida en la soledad no llegan a su oído ni los ecos del aplauso tributados a su amante, esos ecos que tan dulcemente resuenan en el corazón de la mujer enamorada. Ella es inteligente, ilustrada, posee el latín, griego y hebreo; escribe sus cartas en la lengua de los sabios, porque anhelante de ser digna del filósofo admirado por todo el mundo, estudia para nivelarse con él, hácese discípula suya y de aquellas lecciones surge el idilio de amor, que será inagotable manantial de poesía en todas las edades. La lucha de las ideas que perturba en aquel momento histórico al famoso orador, no le preocupa, porque abstraída en su ardiente pasión, para ella no existe más mundo, más vida, más gloria que Abelardo. A pesar de que el dueño de su corazón la domina por completo, hasta fundir su ser moral en el suyo, ajena a todo egoísmo, dice que no es justo posea ella sola al hombre eminente que pertenece a su época, que no es justo que aquel a quien ha creado la naturaleza para todos, sea de una mujer. Así se ama, este es el verdadero amor: Eloísa se nulifica, prescinde de su personalidad para que brille radiante la de Abelardo.

Cuando los enemigos de este se vengan cruelmente haciéndole sufrir la mutilación que más degrada al hombre, la que tanto le pone en ridículo, resuelve encerrarse en el claustro, y su primer pensamiento hacia Eloísa es una ofensa, porque celoso, pídele que pronuncie votos sagrados, ya que él se ha visto forzado a pronunciar votos eternos.

¿Sabéis cómo contesta aquella sublime mujer al amante que duda de ella? Con la siguiente frase: «¡No tenía que hacer esa petición a quien le seguiría si se arrojara en una hoguera!».

Eloísa quiere consagrarse a Dios como Abelardo le indica, enciérrase en el convento de Argenteuil, pero las tempestades de su alma fogosa, se desencadenan furiosamente entre la lucha del amor a Dios y el amor al hombre. Entrégase a prácticas austeras, mas la penitencia, el cilicio y el hielo de aquella mansión, no pueden apagar el fuego de su pasión. Suplica, llora, reza; su amor no se debilita porque el cielo se lo impone como castigo, ya que amó a quien no debía amar, ya que su amor fue criminal.

Dido abandonada por Eneas, no es más desgraciada que Eloísa: las cartas de Abelardo escritas en la abadía de Saint Denis penetran en el convento de Argenteuil; pero aquellas cartas que le hablan de resignación no satisfacen sus sentimientos. Cuanto más frías son las cartas de Abelardo más se enardece el corazón de Eloísa; en esa dolorosa tragedia palpitante de verdad, sucede como en las tragedias creadas por el arte, la víctima es el ser que ama más. No solo su espíritu sino hasta su naturaleza física, sublévase contra aquella situación insoportable: el claustro no amortigua la energía de su amor; y en donde solo debieran surgir célicos pensamientos, brotan pensamientos sensuales.

¡Espantoso infierno no ideado por el poeta de lo terrible, por el inmortal poeta florentino!

Eloísa llegó a ser abadesa de Argenteuil; en la misma época Abelardo funda el Paracleto, ermita cuyo nombre significa consuelo. El odio le persigue allí y tiene que refugiarse en la Abadía de Cluny, protegido por Pedro el Venerable. De esta sale para el oratorio de San Marcelo, en donde se extingue la fama del que había llenado el mundo con su nombre, del fundador de la filosofía de la Edad Media. Convertida la ermita del Paracleto en convento, ofréceselo a Eloísa que fue a habitarlo con sus hermanas en Jesucristo.

La correspondencia epistolar que ha inmortalizado a estos amantes, no terminó hasta la muerte de Abelardo acaecida en 1142. Su cadáver fue trasladado al Paracleto por orden de Eloísa: esta vivió veintidós años más que él, gozando de las mayores consideraciones entre los Papas Eugenio III, Anastasio IV, Adrián IV y Alejandro III.

Al morir la tierna amada de Abelardo, fue sepultada en la tumba de su amante según dejó dispuesto. La muerte estrechó con eterno abrazo a los que no pudieron enlazarse públicamente en vida: el matrimonio de aquellas almas ha debido verificarse solemnemente en un mundo más perfecto, al que no llegan nunca, las trabas impuestas por las leyes de los hombres. En 1787 fueron trasladados los restos mortales de los famosos amantes, al Museo de los Agustinos, y de allí al cementerio del Père Lachaise, en donde se les erigió soberbio mausoleo en la época del primer Imperio.

Los seres dotados de espíritu poético, los corazones sensibles, las almas apasionadas convierten la tumba de Abelardo y Eloísa en sagrado altar ante el cual pronuncian los más tiernos juramentos de amor. El panteón de aquellos mártires del amor, es de estilo gótico, tiene esbeltas columnas y artística cúpula: las estatuas yacentes de Abelardo y Eloísa aparecen sobre un túmulo de piedra.

Mucho llamó mi atención, lectoras mías, el ver flores frescas en torno de dicha sepultura: son homenajes ofrecidos por las piadosas manos de jóvenes exaltados por el amor, a los amantes glorificados por la tradición. Nunca faltarán flores frescas en el panteón de Eloísa y Abelardo, pues por el parentesco del corazón y por la religión del amor que es la que tiene más prosélitos, los célebres amantes de la Edad Media se hallarán ligados a los amantes de todas las generaciones.

Ya veis, queridas mexicanas, que la celebridad no solo es patrimonio del arte y la ciencia, también la da el amor; en alas del amor han penetrado en el templo de la inmortalidad Dante con Beatriz, Taso con Eleonora, Romeo con Julieta, Miguel Ángel con Victoria Colonna, Petrarca con Laura, Rafael con Fornarina, Isabel con Diego Marcilla y Boccacio con Fiametta.

Amad, lectoras mías, amad: el amor es vida, inmortalidad. Santa Teresa lo ha dicho: «¿qué es infierno? Todo lugar en donde falta amor». Que améis mucho para que seáis inmortalizadas por el amor, es lo que anhela, CONCEPCIÓN GIMENO DE FLAQUER.

México, octubre 31 de 1889.