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Más sobre la novela española en la década de los cuarenta: narrativa de humor

José María Martínez Cachero





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1940 y 1941 ofrecen una cierta abundancia de títulos y, asimismo, una relativa diversidad temática por cuanto ya no es la lucha bélica y política reciente el asunto abordado con exclusiva preferencia, aunque todavía colea. Y son algunos de los integrantes de la llamada promoción de «El Cuento Semanal» (o escritores asimilables) quienes más insisten en la peripecia general española y en la suya individual de los años 1936-1939; junto a ellos, Tomás Borrás tremendiza en Chekas de Madrid, novela de crueles sucedidos, muy leída y reeditada. Pero otros autores, jóvenes todavía en edad y, también, estéticamente, escriben sus novelas hablando de cosas harto distintas; no se trata de incorporación de nombres nuevos, pues cada uno poseía ya antecedentes literarios de alguna importancia. Me refiero ahora a tres miembros de la Generación del 273: Jacinto Miquelarena, Claudio de La Torre y Juan Antonio de Zunzunegui.

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Don Adolfo el libertino es el título de la novela de Miquelarena4; Alicia al pie de los laureles se titula el libro de Claudio de la Torre5 y ambas obras tienen como características comunes las dos siguientes: hacen referencia a un tiempo real pasado; presentan en buen número de pasajes un tratamiento humorístico (rasgos de algunos personajes, índole de ciertas situaciones, ingeniosidades expresivas).

Miquelarena subtitula su obra como «novela de 1900» y en diversas ocasiones (ya desde muy pronto) detiene la marcha, más bien lenta, de la acción -ni abundante, ni trepidante- para situar al lector, por medio de apretadas y significativas recordaciones, en el comienzo del nuevo siglo, como sucede en los capítulos II («quizá convenga decir cómo era Madrid y cómo era el mundo, aproximadamente, en aquellos días. Balbuceaba el 1900», y sigue en páginas 21 a 28 la oportuna noticia), VI (el revistero de salones «Montecristo» informa de una fiesta de sociedad en casa de la marquesa de Squilache), XVI (versos de Sinesio Delgado y corridas de toros con Mazzantini y «el Algabeño») y XIX (veraneo de la Corte y de los elegantes en San Sebastián y verbenas madrileñas y noches de Recoletos). Se mantiene la costumbre del duelo entre caballeros (casi siempre por cuestión de faldas, como le ocurre al libertino don Adolfo en el capítulo VII) y comienza el cine -«la última palabra de la ciencia, lo nunca visto, el invento más grande de todos los tiempos», como pregonaba entusiasmado a la puerta de su barraca el empresario (pág. 106)-. Entre el evocador y lo evocado median bastantes años y ello, unido a la peculiar actitud del evocador, otorga al fruto de su evocación un carácter de realidad no poco distanciada. Esa peculiar actitud aludida es la del humorista: un humor, el de Miquelarena, que se alía eficazmente con la ternura y por eso comprende y compadece a sus criaturas y no las hiere o flagela, aunque muestren flacos para el ensañamiento impiadoso; el humor radica más de una vez en lo insólito y ridículo (como el personaje Carpóforo, desde el mismo nombre hasta su reglamentada   —467→   existencia que le lleva a emborracharse sistemáticamente los jueves por la tarde; personaje, por otra parte, de buen corazón como lo manifiesta en sus relaciones con don Adolfo, su amo, y con doña Penélope y familia; personaje a quien, finalmente, salva, porque da sentido a una vida de persona solitaria y metida en años, el amor de Gregoria). Todo sucede, cualquiera que sea la clase social y la condición económica de los personajes, dentro de unos límites de mediocridad, aceptados y nunca quebrantados; el novelista, que es omnisciente, contempla vigilante. Salvo para la trapecista Mariette, que muere víctima de un desengaño amoroso, el desenlace de la historia es afortunado para todos los personajes (don Adolfo abandona su condición de libertino y se casa; doña Penélope enviuda y puede legalizar su situación marital con Roque; el estudiante don Miguelito y periodista «Minuciano de Atenas», colaborador de El Imparcial, un ambicioso engreído, llegará a hacer carrera en la política). Se cierra así la acción de la novela y concluye 1900 que «para muchas gentes [sus personajes, entre otras] fue deliciosamente sentimental y melancólico» pág. 244), como, sin duda, deseó Miquelarena que resultara su libro.

Como humorista no está libre Miquelarena del influjo o resonancia de Ramón Gómez de la Serna. Aunque no gregueriza ni neologiza como el maestro (o como por estos años cuarenta lo hacía insistentemente Zunzunegui), resulta claro que algunas comparaciones e imágenes atrevidas o de vanguardia, matizadas por el humor, están en la órbita ramoniana, tan familiar a un escritor en activo antes de 1936; a Ramón suenan expresiones que caracterizan un sentimiento colectivo -«el alma de rayadillo [tras la derrota de 1898 y la repatriación de nuestros soldados] estaba dolorida» (pág. 21), o que apuntan a una circunstancia natural -«en la Moncloa caía la lluvia con una dulce ternura y las hojas de los árboles eran de hule verde» (pág. 221)-. Más llama la atención, de cara al futuro de nuestra literatura de humor, esta ocurrencia de don Adolfo, como remate de una conversación con su criado: «[...] no tiene importancia. Lo más importante del agua caliente es que sea caliente» (pág. 51), ocurrencia que hace pensar en los diálogos estúpidos y sin sentido del semanario La Codorniz y de sus fautores. (Jacinto Miquelarena, dedicado preferentemente   —468→   al periodismo deportivo, al artículo de colaboración y a la corresponsalía en el extranjero, donde murió6, no hizo más novelas después de Don Adolfo el libertino)7.

Un tiempo real pasado para la acción y una ponderada presencia del humor son, también, características acusadas de Alicia al pie de los laureles, la novela de Claudio de la Torre, conocido antes de 1936 como cultivador de éste8 y de otros géneros. La acción, aunque no toda, transcurre en Granda, una ciudad a la orilla del Atlántico, con murallas famosas que no se conservan y hasta seis grandes monasterios; es una acción de andadura no rápida, a lo largo de bastante tiempo; con salidas a Europa -Alicia en París y en Londres-, y evocada por un personaje-narrador (¿el mismo autor?) anónimo que recuerda al cabo de los años, con los altibajos naturales en el fluir de su memoria, hechos y personas de la infancia y adolescencia. Acción situada cronológicamente «en los primeros años de nuestro siglo», cuando «el mundo destilaba aún, gota a gota, un agua de sabiduría por una de sus torres más ingentes, índice de una exposición de alegría universal» (pág. 7); el final de la materia evocada se corresponde con la primera guerra europea, en uno de cuyos combates (diciembre de 1917) muere Carlos Artal, marido de Alicia y soldado USA. Las salidas   —469→   al extranjero -son frecuentes los viajes de algunos personajes, así los padres del narrador, que «vivían, sobre todo, en los barcos. Tan pronto se anunciaba un buen transatlántico hacían alegremente las maletas y se marchaban [de su casa] como de un hotel. Nosotros [el resto de la familia] nos asomábamos a las ventanas y agitábamos unos pañuelos blancos» (págs. 20-21)- y la condición de puerto de mar que posee Granda (turistas en el Hotel Universal) hacían que el ambiente de la ciudad fuera hasta cierto punto abierto y cosmopolita, pero imperaban también, con alguna fuerza, los usos decimonónicos en el seno de la vida familiar, las amistades, las visitas, las reacciones ante lo presumiblemente insólito.

El anónimo narrador se sirve preferentemente del grupo familiar al que pertenecía, cuya cabeza o presidencia era una abuela que había cumplido ya noventa años. Cerca de la casa familiar, la de Alicia, al pie de unos laureles, constituye, con su seductora inquilina, otro núcleo de la acción, al que frecuente y gustosamente se desplaza el narrador, quien conoció y admiró a la muchacha, y supo de ella las cosas que oyó a parientes y amigos. No son muchos los personajes de la novela y algunos carecen de nombre y rostro concretos, pero el lector cree encontrarse ante un mundo más poblado y bien trabado, al que concede máximo relieve el paso implacable del tiempo y el sentimiento de tristeza producido por el hecho de que, uno tras otro, los personajes van desapareciendo (en la página 176 se lee: «Mientras tanto el nuestro [nuestro mundo] se agotaba. Cada año abría una tumba cerca que nos apresurábamos a llenar con un retrato en el álbum de familia, convertido ya en memoria de los amigos fallecidos [...]. Se habían adquirido nuevas hojas que agregadas al volumen primitivo, recordaban con sus huecos en blanco, en espera de futuros retratos, esas prudentes ampliaciones sanitarias que en los cementerios populosos muestran la colmena de los nichos vacíos»). Cuando esto sucede, comienza a descubrirse en ciertos casos el secreto, patético sin demasías (como en la historia amorosa de don Severino y las hermanas Juárez), y el sentido de aquellas vidas grises.

No parece que ello dé mucha oportunidad para la presencia del humor pero, con todo, hay humor en Alicia...: lo encontramos en las relativamente frecuentes comparaciones y expresiones de cuño ramoniano   —470→   -vgr.: el silencio que cada una de las dos Juárez guarda con su hermana respecto al interés amoroso hacia don Severino, se materializa así (pág. 168): «[...] extendían entre ambas un intenso silencio, sujetándolo cada una por una punta, no sólo para que se destacara la actividad manifiesta de sus manos, sino para que nadie se permitiera interrumpirla»-. Sin duda, hace más al caso ese «mundo irreal» en el que viven algunos personajes de la novela, insólitos, estrambóticos, excéntricos -don Severino, las Juárez, el tío Alberto, Juanito Vances (que no era militar, pero que se presentó de visita una mañana en la casa familiar del narrador luciendo «un brillante uniforme», acaso como réplica a «la difícil situación del mundo»)-, que ya por sí mismos o bien por algunas de las situaciones que protagonizan son motivo de humor9.

Dos novelas de tiempo pasado10 y si no de humor, sí con presencia del humor en sus páginas; lejos, pues, una y otra, y sus respectivos autores, de la peripecia bélica y de la rotundidad tremendista, tendencia grata a algunos colegas de aquel momento.

Ambas novelas se insertan en una línea narrativa que viene de la preguerra -recordemos solamente la serie de «Grandes Novelas Humorísticas» que sacaba «Biblioteca Nueva»11 con autores como, entre otros, Edgard   —471→   Neville y Samuel Ros-; prosigue en la guerra -zona nacional: La Ametralladora, periódico para los combatientes12 en el que trabajaron Enrique Herreros, Neville, «Tono» (Antonio de Lara) y Mihura (Miguel Mihura), autores los dos últimos de la novela en colaboración María de la Hoz13,

en cuyo título se deforma intencionadamente el nombre de la protagonista de una muy popular canción y en cuyo texto son presentados burlonamente gentes y sucesos relacionados con nuestra guerra-; y continúa en la inmediata postguerra (tiempo durante el cual se pasa de La Ametralladora a La Codorniz14 y en el que cabe registrar la aparición de autores y títulos como los que van a seguir).

Empezaré en orden cronológico por Edgard Neville, Frente de Madrid (1941), colección de cinco novelas cortas en las que la Guerra Civil está presente -Madrid, ciudad sitiada; el frente de combate; los refugiados españoles en París- y el dramatismo de los sucesos no resulta incompatible   —472→   con la expresión greguerizante y deformada de la realidad, ni con lo pintoresco por insólito de algunas situaciones. Fiel a sus antecedentes literarios15 y libre de la obsesión bélica, Neville continúa por el camino del humor en La familia Mínguez (1946, editada en Barcelona por Janés), conjunto de personas distintas, ciertamente, a las que rodeaban a Pascual Duarte en su pueblo extremeño (1942) y, también, a las que habitaban el piso de la barcelonesa calle de Aribau, donde vino a parar la joven Andrea, protagonista de Nada (1945).16

Al igual que Neville, Samuel Ros había hecho narración humorística antes de 193617 y continuó haciéndola después en forma de relatos breves, como Meses de esperanza y lentejas18, estampas dramáticas o regocijantes (el caso del cazo eléctrico) del cautiverio de su autor en el Madrid republicano de la Guerra Civil, asilado en la embajada de Chile, o el volumen Cuentos de humor (1944), menos descoyuntados o vanguardistas (si se me permite decirlo así) que sus creaciones de otro tiempo, cual si la peripecia guerrera y sus circunstancias personales hubieran impuesto relativa seriedad en el alegre juego de su humor. (Ros murió el 6 de enero de 1945, tras unos años, los primeros de la postguerra, de mucha actividad literaria y éxito no pequeño)19.

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Un año más tarde fallecía en su casa de Buñola el mallorquín Miguel Villalonga, humorista dado a la befa y al sarcasmo, escritor que «hiere con todas las desengañadas espinas de la ironía y eriza las púas de la acritud»20, tal como hizo en la novela Miss Giacomini (cuya primera edición pasó desapercibida y cuyo éxito comenzó a partir de la segunda, en 1941), donde una cerrada y prejuiciosa sociedad provinciana, enfatuada en sus pergaminos y dineros, es objeto de duro varapalo. En El tonto discreto (1943) extrema Villalonga su hostilidad a las criaturas novelescas que pone en pie, necias y risibles en sus gustos y palabras. Acaso la actitud crítica frente a un mundo hipócrita y caduco conceda al humor de Villalonga, a su malhumor desencantado y cínico, una trascendencia o intención que no existe en sus colegas coetáneos de modalidad21.

La novela estrictamente finalista en el primer «Nadal» (dos votos frente a tres, que tuvo Nada), En el pueblo hay caras nuevas, de José María Álvarez Blázquez, es una muy legible narración policíaco-humorística a cuyo término sabemos que la muerte del coronel Le Coste, objeto de pesquisa desde el capítulo tercero, fue una desgraciada casualidad y no un hecho criminal. En el manejo de la trama, en la presentación de bastantes personajes, en el tono de algunas situaciones a lo largo de las tres partes que integran el relato, Álvarez Blázquez, narrador omnisciente que más de una vez deja sentir su presencia (para pedir disculpas al lector por una obligada digresión o por alguna falta de maestría en que ha incurrido; para dar noticia de algún rasgo propio: «al autor no le agradan las apuestas» (pág. 145), compone un regocijado relato que sitúa en una pequeña localidad francesa, con no muchos ni muy lucidos vecinos (el coronel constituía excepción entre ellos), años después de concluida   —474→   la guerra de 1914-1918, en la que Le Coste había actuado brillantemente. No es por el camino vanguardista de Gómez de la Serna, sino por el más tradicional de su paisano Wenceslao Fernández Flórez (dado también a asuntos detectivescos) por donde transita muy discretamente Álvarez Blázquez, que pocos años después (en la cuarta convocatoria del «Nadal») repetiría como concursante, esta vez con menos fortuna22.

La colección «El lagarto al sol» fue un interesante proyecto de la madrileña librería «Clan» (esto es: Tomás Seral y Casa, fundador también de la revista literaria Punto, después Índice), que tuvo no muy dilatada existencia. Sólo iba a contar, en un momento de avalancha de traducciones, con autores españoles, y en la lista de volúmenes publicados y anunciados predominan ostensiblemente los narradores, así conocidos (Ramón Gómez de la Serna, Claudio de la Torre) como noveles (Marcial Suárez, Eusebio García Luengo). Eran unos libros en octavo, a la rústica, de unas doscientas páginas, con cubierta en color y algunas ilustraciones; abrieron marcha en 1947 los Cuentos de fin de año, de Ramón Gómez de la Serna (que ilustraba Eduardo Vicente); como número tres de la serie apareció a fines de 1948 Las palmeras de cartón, novela de Antonio Mingote (con dibujos de Lorenzo Goñi).

El tiempo en que Margarita, la muchacha demente huida del manicomio y que se hace llamar Isla, vive con Froilán del Pirineo, coprotagonista de la acción y su relator, da fin con la muerte voluntaria de ella, adentrándose en el mar a lo Alfonsina Storni hasta ahogarse. Todo fue un «raro ensueño» (pág. 22), inmersos ambos en «un mundo fantástico» (pág. 36), como en viaje «por un cielo intransitado» y «hacia las más altas nubes de lo imprevisto» (pág. 113); fue, también, «una nueva vida» (pág. 45) la que, tras la sorpresa inicial ante la llegada y la actitud de Margarita, presidida por el amor («prodigioso cataclismo», pág. 112), vivieron ambos. Las insólitas palmeras de cartón que dan título y que Margarita-Isla obtiene recortando primorosamente cuanto viene a sus manos, son el emblema de esa vida, y colocadas tanto en los muebles de la casa de Froilán como en los rincones de su alma significan liberación de lo trivial y   —475→   consabido, de aquello que puede representar el personaje Roberto, tío de Froilán; Roberto o la seriedad canónica, ya que «una atmósfera densa de seriedad le rodeaba siempre, cubriéndolo como una armadura de acero. Y la barba negra con que ornaba su rostro era el justo símbolo de aquella Seriedad que presidía toda su vida» (pág. 56). Este personaje, por ejemplo, y algunas de las situaciones que ocasiona el desajuste entre la realidad de todos y la inocencia de Margarita-Isla (así los comentarios en alta voz de la muchacha durante la representación de una zarzuela, págs. 113-117), más determinadas comparaciones y expresiones, dan consistencia humorística a este lírico relato del novel Antonio Mingote23.

El Premio Nacional de Literatura 1948 fue convocado para premiar una novela de humor; el jurado que presidía el catedrático Joaquín de Entrambasaguas (al que acompañaban los escritores José Montero Alonso y Alfredo Marqueríe) galardonó La úlcera, de Juan Antonio de Zunzunegui, y concedió dos «accésits»: a Julio Angulo y a M. Ciriquiain Gaiztarro24. Diríase que con tal convocatoria se reconoce oficialmente la existencia e importancia de la línea narrativa que vengo documentando.

Zunzunegui, escritor que comenzó su carrera antes de 1936, acusa en cuanto humorista la huella de Gómez de la Serna, que resulta evidente en ¡Ay..., estos hijos! (1943), donde la greguería y el neologismo comparecen página tras página; en La úlcera, de cinco años después, ambos rasgos, su frecuencia, se han reducido mucho. La moraleja de la novela está declarada paladinamente por el alcalde de Aldealta en la necrología de don Lucas: «De la muerte de nuestro indiano se deduce que en la vida hay que ocuparse de algo, aunque sea con una úlcera» (pág. 249); cuando al protagonista le faltó tamaña ocupación (porque su úlcera fue curada), aburrido, desocupado, se murió. Zunzunegui cuenta las vicisitudes de   —476→   don Lucas, enriquecido y jubilado de los negocios, tras su vuelta al lugar natal y, también, las de sus convecinos, amigos y enemigos, destacando la rivalidad con otro indiano. Lo que pasa con su amada úlcera, compañera a la que cuida mimosamente, y las conversaciones don Lucas-Úlcera, fruto de la confianza que entre ambos llegó a establecerse (véanse, vgr., las págs. 202-203 y 210-211), ramonianas y codornicescas, dan consistencia humorística a un relato en el cual algunos de los otros elementos integrantes no caen dentro del humor25.

No osaría yo calificar a estos narradores españoles de la década de los 40 como «desorientados» o «distraídos» en el cultivo del humor, tal como ha hecho un docto colega en el tema26. Diré, por el contrario, que su oriente fue otro que el de los novelistas a vueltas por entonces con la Guerra Civil o con los casos patológicos del tremendismo; la atención a un tiempo pretérito y a un universo insólito la estimo distracción (valga la palabra) legítima en uso de su libertad creadora. Fueron una tendencia más en un momento no demasiado rico en variantes, lo cual ya es mérito para que no los olvidemos ni menospreciemos27.





 
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