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Modos de vivir que no dan de vivir

Oficios menudos

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil del manuscrito Modos de vivir que no dan de vivir: oficios menudos.]

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Considerando detenidamente la construcción moral de un gran pueblo se puede observar que lo que se llama «profesiones conocidas o carreras» no es lo que sostiene la gran muchedumbre; descártense los abogados y los médicos, cuyo oficio es vivir de los disparates y excesos de los demás; los curas, que fundan su vida temporal sobre la espiritual de los fieles; los militares, que venden la suya con la expresa condición de matar a los otros; los comerciantes, que reducen hasta los sentimientos y pasiones a valores de bolsa; los nacidos propietarios, que viven de heredar; los artistas, únicos que dan trabajo por dinero, etc., etc.; y todavía quedará una multitud inmensa que no existirá de ninguna de esas cosas, y que sin embargo existirá; su número en los pueblos grandes es crecido, y esta clase de gentes no pudieron sentar sus reales en ninguna otra parte; necesitan el ruido y el movimiento, y viven, como el pobre del Evangelio, de las migajas que caen de la mesa del rico. Para ellos hay una rara superabundancia de pequeños oficios, los cuales, no pudiendo sufragar por sus cortas ganancias a la manutención de una familia, son más bien «pretextos de existencia» que verdaderos oficios; en una palabra, «modos de vivir que no dan de vivir»; los que los profesan son, no obstante, como las últimas ruedas de una máquina, que sin tener a primera vista grande importancia, rotas o separadas del conjunto paralizan el movimiento.

Estos seres marchan siempre a la cola de las pequeñas necesidades de una gran población, y suelen desempeñar diferentes cargos, según el año, la estación, la hora del día. Esos mismos que en noviembre venden ruedos o zapatillas de orillo, en julio venden horchata, en verano son bañeros del Manzanares, en invierno cafeteros ambulantes; los que venden agua en agosto, vendían en carnaval cartas y garbanzos de pega y en navidades motes nuevos para damas y galanes.

Uno de estos «menudos oficios» ha recibido últimamente un golpe mortal con la sabia y filantrópica institución de San Bernardino, y es gran dolor por cierto, pues que era la introducción a los demás, es decir, el oficio de examen, y el más fácil; quiero hablar de la candela. Una numerosa turba de muchachos, que podía en todo tiempo tranquilizar a cualquiera sobre el fin del mundo (cuyos padres es de suponer existiesen, en atención a lo difícil que es obtener hijos sin previos padres, pero no porque hubiese datos mas positivos) se esparcían por las calles y paseos. Todas las primeras materias, todo el capital necesario para empezar su oficio se reducían a una mecha de trapos, de que llevaban siempre sobre sí mismos abundante provisión; a la luz de la filosofía, debían tener cierto valor; cuando el mundo es todo vanidad, cuando todos los hombres dan dinero por humo, ellos solos daban humo por dinero. Desgraciadamente, un nuevo Prometeo les ha robado el fuego para comunicársele a sus hechuras, y este menudo oficio ha salido del gremio para entrar en el número de las profesiones conocidas, de las instituciones sentadas y reglamentadas.

Pero con respecto a los demás, dígasenos francamente si pueden subsistir con sus ganancias: aquel hombre negro y mal encarado, que con la balanza rota y la alforja vieja parece, según lo maltratado, la imagen de la justicia, y cuya profesión es dar higos y pasas por hierro viejo; el otro que, siempre detrás de su acémila, y tan inseparable de ella como alma y cuerpo, no vende nada, antes compra... palomina; capitalista verdadero, coloca sus fondos y tiene que revender después y ganar en su preciosa mercancía; ha de mantenerse él y su caballería, que al fin son dos, aunque parecen uno, y eso suponiendo que no tenga más familia; el que vende alpiste para canarios, la que pregona pajuelas, etc., etc.

Pero entre todos los modos de vivir, ¿qué me dice el lector de la trapera que con un cesto en el brazo y un instrumento en la mano recorre a la madrugada, y aun más comúnmente de noche, las calles de la capital? Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha sola y silenciosa; su paso es incierto como el vuelo de la mariposa; semejante también a la abeja, vuela de flor en flor (permítaseme llamar así a los portales de Madrid, siquiera por figura retórica y en atención a que otros hacen peores figuras que las debieran hacer mejores). Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo el jugo que necesita; repáresela de noche: indudablemente ve como las aves nocturnas; registra los más recónditos rincones, y donde pone el ojo pone el gancho, parecida en esto a muchas personas de más decente categoría que ella; su gancho es parte integrante de su persona; es, en realidad, su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve, encuentra, y entonces, por un sentimiento simultáneo, por una relación simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su gancho, el objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto. La trapera, por tanto, con otra educación sería un excelente periodista y un buen traductor de Scribe; su clase de talento es la misma: buscar, husmear, hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia.

En una noche de luna el aspecto de la trapera es imponente; alargar el gancho, hacerlo guadaña, y al verla entrar y salir en los portales alternativamente, parece que viene a llamar a todas las puertas, precursora de la parca. Bajo este aspecto hace en las calles de Madrid los oficios mismos que la calavera en la celda del religioso: invita a la meditación, a la contemplación de la muerte, de que es viva imagen.

Bajo otros puntos de vista se puede comparar a la trapera con la muerte; en ella vienen a nivelarse todas las jerarquías; en su cesto vienen a ser iguales, como en el sepulcro, Cervantes y Avellaneda; allí, como en un cementerio, vienen a colocarse al lado los unos de los otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los engaños del amor, los caprichos de la moda; allí se reúnen por única vez las poesías, releídas, de Quintana, y las ilegibles de A***; allí se codean Calderón y S***; allá van juntos Moratín y B***. La trapera, como la muerte, equo pulsat pede pauperum tabernas, regumque turres. Ambas echan tierra sobre el hombre oscuro, y nada pueden contra el ilustre; ¡de cuántos bandos ha hecho justicia la primera! ¡De cuántos banderos la segunda!

El cesto de la trapera, en fin, es la realización, única posible, de la fusión, que tales nos ha puesto. El Boletín de Comercio y La Estrella, La Revista y La Abeja, las metáforas de Martínez de la Rosa y las interpelaciones del conde de las Navas, todo se funde en uno dentro del cesto de la trapera.

Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca envejecía, así la trapera no es nunca joven: nace vieja; éstos son los dos oficios extremos de la vida, y como la Providencia, justa, destinó a la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza, como crió el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca, la mosca para el caballo, la mujer para el hombre y el escribano para todo el mundo, así crió en sus altos juicios a la trapera para el perro. Estas dos especies se aborrecen, se persiguen, se ladran, se enganchan y se venden.

Ese ser, con todo, ha de vivir, y tiene grandes necesidades, si se considera la carrera ordinaria de su existencia anterior; la trapera, por lo regular (antes por supuesto de serlo), ha sido joven, y aun bonita; muchacha, freía buñuelos, y su hermosura la perdió. Fea, hubiera recorrido una carrera oscura, pero acaso holgada; hubiera recurrido al trabajo, y éste la hubiera sostenido. Por desdicha era bien parecida, y un chulo de la calle de Toledo se encargó en sus verdores de hacérselo creer; perdido el tino con la lisonja, abandonó la casa paterna (taberna muy bien acomodada), y pasó a naranjera. El chulo no era eterno, pero una naranjera siempre es vista; un caballerete fue de parecer de que no eran naranjas lo que debía vender, y le compró una vez por todas todo el cesto; de allí a algún tiempo, queriendo desasirse de ella, la aconsejó que se ayudase, y reformada ya de trajes y costumbres, la recomendó eficazmente a una modista; nuestra heroína tuvo diez años felices de modistilla; el pañuelo de labor en la mano, el fichú en la cabeza, y el galán detrás, recorrió las calles y un tercio de su vida; pero cansada del trabajo, pasó a ser prima de un procurador (de la curia), que como pariente la alhajó un cuarto; poco después el procurador se cansó del parentesco, y le procuró una plaza de corista en el teatro; ésta fue la época de su apogeo y de su gloria; de señorito en señorito, de marqués en marqués, no se hablaba sino de la hermosa corista. Pero la voz pasa, y la hermosura con ella, y con la hermosura los galanes ricos; entonces empezó a bajar de nuevo la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo; luego mudó de barrios hasta el hospital; la vejez por fin vino a sorprenderla entre las privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la mano, y el cesto fue la barquilla de su naufragio. Bien dice Quintana:

¡Ay! ¡Infeliz de la que nace hermosa!



Llena, por consiguiente, de recuerdos de grandeza, la trapera necesita ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque el mundo da tanto valor a los trapos, no es a los de la trapera. Sin embargo, ¡qué de veces lleva tesoros su cesto! ¡Pero tesoros impagables!

Ved aquel amante, que cuenta diez veces al día y otras tantas de la noche las piedras de la calle de su querida. Amelia es cruel con él: ni un favor, ni una distinción, alguna mirada de cuando en cuando... algún... nada. Pero ni una contestación de su letra a sus repetidas cartas, ni un rizo de su cabello que besar, ni un blanco cendal de batista que humedecer con sus lágrimas. El desdichado daría la vida por un harapo de su señora.

¡Ah!, ¡mundo de dolor y trastrueques! La trapera es más feliz. ¡Mírala entrar en el portal, mírala mover el polvo! El amante la maldice; durante su estancia no puede subir la escalera; por fin sale, y el imbécil entra, despreciándola al pasar. ¡Insensato! Esa que desprecia lleva en su banasta, cogidos a su misma vista, el pelo que le sobró a Amelia del peinado aquella mañana, una apuntación antigua de la ropa dada a la lavandera, toda de su letra (la cosa más tierna del mundo), y una gola de linón hecha pedazos... ¡Una gola! Y acaso el borrador de algún billete escrito a otro amante.

Alcánzala, busca; el corazón te dirá cuáles son los afectos de tu amada. Nada. El amante sigue pidiendo a suspiros y gemidos las tiernas prendas, y la trapera sigue pobre su camino. Todo por no entenderse. ¡Cuántas veces pasa así nuestra felicidad a nuestro lado sin que nosotros la veamos!

Me he detenido, distinguiendo en mi descripción a la trapera entre todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas por la parte del trapo, e íntimamente unida con las letras y la imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos más.

El oficio que rivaliza en importancia con el de la trapera es indudablemente el del zapatero de viejo.

El zapatero de viejo hace su nido en los rincones de los portales; allí tiene una especie de gruta, una socavación subterránea, las más veces sin luz ni pavimento. Al rayar del alba fabrica en un abrir y cerrar de ojos su taller en un ángulo (si no es lunes); dos tablas unidas componen su recinto; una mala banqueta, una vasija de barro para la lumbre, indispensablemente rota, y otra más pequeña para el agua en que ablanda la suela son todo su menaje; el cajón de las lesnas a un lado, su delantal de cuero, un calzón de pana y medias azules son sus signos distintivos. Antes de extender la tienda de campaña bebe un trago de aguardiente y cuelga con cuidado a la parte de afuera una tabla, y de ella pendiente una bota inutilizada; cualquiera al verla creería que quiere decir: «Aquí se estropean botas».

No puede establecerse en un portal sin previo permiso de los inquilinos, pero como regularmente es un infeliz cuya existencia depende de las gentes que conoce ya en el barrio, ¿quién ha de tener el corazón tan duro para negarse a sus importunidades? La señora del cuarto principal, compadecida, lo consiente; la del segundo, en vista de esa primera protección, no quiere chocar con la señora condesa; los demás inquilinos no son siquiera consultados. Así es que empiezan por aborrecer al zapatero, y desahogan su amor propio resentido en quejas contra las aristocráticas vecinas. Pero al cabo el encono pasa, sobre todo considerando que desde que se ha establecido allí el zapatero, a lo menos está el portal limpio.

Una vez admitido, se agarra a la casa como un alga a las rocas; es tan inherente a ella como un balcón o una puerta, pero se parece a la hiedra y a la mujer: abraza para destruir. Es la víbora abrigada en el pecho; es el ratón dentro del queso. Por ejemplo, canta y martillea y parece no hacer otra cosa. ¡Error! Observa la hora a que sale el amo, qué gente viene en su ausencia, si la señora sale periódicamente, si va sola o acompañada, si la niña balconea, si se abre casualmente alguna ventanilla o alguna puerta con tiento cuando sube tal o cual caballero; ve quién ronda la calle, y desde su puesto conoce, al primer golpe de vista, por la inclinación del cuello y la distancia del cuyo, el piso en que está la intriga. Aunque viejo, dice chicoleos a toda criada que sale y entra, y se granjea por tanto su buena voluntad; la criada es al zapatero lo que el anteojo al corto de vista: por ella ve lo que no puede ver por sí, y reunido lo interior y exterior, suma y lo sabe todo. ¿Se quiere saber la causa de la tardanza de todo criado o criada que va a un recado? ¿Hay zapatero de viejo? No hay que preguntarla. ¿Tarda? Es que le está contando sus rarezas de usted, tirano de la casa, y lo que con usted sufre la señora, que es una malva la infeliz.

El zapatero sabe lo que se come en cada cuarto, y a qué hora. Ve salir al empleado en Rentas por la mañana, disfrazado con la capa vieja, que va a la plaza en persona, no porque no tenga criada, sino porque el sueldo da para estar servido, pero no para estar sisado. En fin, no se mueve una mosca en la manzana sin que el buen hombre la vea; es una red la que tiende sobre todo el vecindario, de la cual nadie escapa. Para darle más extensión, es siempre casado, y la mujer se encarga de otro menudo oficio; como casada no puede servir, es decir, de criada, pero sirve de lo que se llama asistenta; es conocida por tal en el barrio. ¿Se despidió una criada demasiado bruscamente y sin dar lugar al reemplazo? Se llama a la mujer del zapatero. ¿Hay un convite que necesita aumento de brazos en otra parte? ¿Hay que dar deprisa y corriendo ropa a lavar, a coser, a planchar, mil recados, en fin, extraordinarios? La mujer del zapatero, el zapatero.

Por la noche el marido y la mujer se reúnen y hacen fondo común de hablillas; ella da cuenta de lo que ha recogido su policía, y él sobre cualquier friolera le pega una paliza, y hasta el día siguiente. Esto necesita explicación: los artesanos en general no se embriagan más que el domingo y el lunes, algún día entre semana, las Pascuas, los días de santificar y por este estilo; el zapatero de viejo es el único que se embriaga todos los días; ésta es la clave de la paliza diaria; el vino que en otros se sube a la cabeza, en el zapatero de viejo se sube a las espaldas de la mujer; es decir, que se trasiega.

Este hermoso matrimonio tiene numerosos hijos que enredan en el portal, o sirven de pequeños nudos a la gran red pescadora.

Si tiene usted hija, mujer, hermana o acreedores, no viva usted en casa de zapatero de viejo. Usted al salir le dirá: Observe usted quién entra y quién sale de mi casa. A la vuelta ya sabe quién debe sólo decir que ha estado, o habrá salido un momento fuera, y como no haya sido en aquel momento... Usted le da un par de reales por la fidelidad. Par de reales que sumados con la peseta que le ha dado el que no quiere que se diga que entró, forma la cantidad de seis reales. El zapatero es hombre de revolución, despreocupado, superior a las preocupaciones vulgares, y come tranquilamente a dos carrillos.

En otro cuarto es la niña la que produce: el galán no puede entrar en la casa y es preciso que alguien entregue las cartas; el zapatero es hombre de bien, y por tanto no hay inconveniente; el zapatero puede además franquear su cuarto, puede... ¡qué sé yo qué puede el zapatero!

Por otra parte, los acreedores y los que persiguen a su mujer de usted, saben por su conducto si usted ha salido, si ha vuelto, si se niega o si está realmente en casa. ¡Qué multitud de atenciones no tiene sobre sí el zapatero! ¡Qué tino no es necesario en sus diálogos y respuestas! ¡Qué corazón tan firme para no aficionarse sino a los que más pagan!

Sin embargo, siempre que usted llega al puesto del zapatero, está ausente; pero de allí a poco sale de la taberna de enfrente, adonde ha ido un momento a echar un trago; semejante a la araña, tiende la tela en el portal y se retira a observar la presa al agujero.

Hay otro zapatero de viejo, ambulante, que hace su oficio de comprar desechos..., pero éste regularmente es un ladrón encubierto que se informa de ese modo de las entradas y salidas de las casas, de..., en una palabra, no tiene comparación con nuestro zapatero.

Otra multitud de oficios menudos merecen aún una historia particular, que les haríamos si no temiésemos fastidiar a nuestros lectores. Ese enjambre de mozos y sirvientes que viven de las propinas, y en quienes consiste que ninguna cosa cueste realmente lo que cuesta, sino mucho más; la abaniquera de abanicos de novia en el verano, a cuarto la pieza; la mercadera de torrados de la Ronda; el de los tirantes y navajas; el cartelero que vive de estampar mi nombre y el de mis amigos en la esquina; los comparsas del teatro, condenados eternamente a representar por dos reales, barbas, un pueblo numeroso entre seis o siete; el infinito corbatines y almohadillas, que está en todos los cafés a un mismo tiempo; siempre en aquel en que usted está, y vaya usted al que quiera; el barbero de la plazuela de la Cebada, que abre su asiento de tijera y del aire libre hace tienda; esa multitud de corredores de usura que viven de llevar a empeñar y desempeñar; esos músicos del anochecer, que el calendario en una mano y los reales nombramientos en otra, se van dando días y enhorabuenas a gentes que no conocen; esa muchedumbre de maestros de lenguas a 30 reales y retratistas a 70 reales; todos los habitantes y revendedores del rastro, las prenderas, los... ¿no son todos menudos oficios? Esas «casamenteras de voluntades», como las llama Quevedo... pero no todo es del dominio del escritor, y desgraciadamente en punto a costumbres y menudos oficios acaso son los más picantes los que es forzoso callar; los hay odiosos, los hay despreciables, los hay asquerosos, los hay que ni adivinar se quisieran; pero en España ningún oficio reconozco más menudo, y sirva esto de conclusión, ningún modo de vivir que dé menos de vivir que el de escribir para el público y hacer versos para la gloria; más menudo todavía el público que el oficio, es todo lo más si para leerlo a usted le componen cien personas, y con respecto a la gloria, bueno es no contar con ella, por si ella no contase con nosotros.

Revista Mensajero, n.º 121, 29 de junio de 1835. Firmado: Fígaro.

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 399-407; Artículos, ed. de Enrique Rubio, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 350-361; Artículos de costumbres, ed. Luis F. Díaz Larios, Madrid, Austral, 1998, pp. 389-400; Artículos políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 231-241; Artículos varios, ed. E. Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1984, pp. 521-531; Artículos de costumbres, ed. José R. Lomba y Pedraja, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, pp. 243-256; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 438-446; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 440-444.]