Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Modelos estéticos sexuales de la cultura en el Novecientos1

Carla Giaudrone





La exaltación del impulso sexual como estrategia liberadora y respuesta creativa se revela como uno de los aspectos más característicos y originales de la producción literaria del Novecientos2. En los escritores hispanoamericanos más influyentes de su generación -José Martí (1853-1895), Julián del Casal (1863-1893), José Asunción Silva (1865-1896) y Rubén Darío (1867-1916)-, se advertía cierta celebración del instinto genésico como una forma de responder creativamente al vacío de la vida y como un desafío al moralismo conservador. Sin embargo, en sus respectivas escrituras, el deseo suele imponerse en su carácter fijo y unidireccional dificultando, muchas veces imposibilitando, el intercambio erótico entre los participantes: el sujeto masculino dirige su deseo hacia la Mujer, objeto pasivo, la cual aparece invariablemente representada de acuerdo con los estereotipos de pasividad y virtuosidad o sus contrarios de agresión y perversidad. Asimismo, la escritura modernista canónica prefiere disimular el cuerpo, dominio de la sexualidad, tras diversas máscaras: una lectura atenta de los textos más «audaces» en materia erótica revela las variadas tácticas a las que recurren estos escritores para disfrazar un cuerpo erótico que es estéticamente transformado y transferido a otros registros.

La producción modernista del Novecientos presenta la singularidad de situar el cuerpo en el centro de su poética, sexualizando la escritura, mediante un proceso donde las representaciones eróticas del modernismo previo son retomadas y corregidas por medio de imágenes sexuales que con frecuencia, y con diferentes resultados, logran invertir los roles tradicionales de sujeto/objeto. La inserción de nuevos sujetos que enriquecen y cuestionan expresiones fijas del deseo permiten la emergencia de una escritura de intenso contenido erótico que abre una vía de expresión artística a otros deseos -el deseo del Otro-: el de la mujer y el homosexual (masculino). Estas «sexualidades periféricas», como las ha llamado Michel Foucault en su Historia de la sexualidad, consiguen manifestarse en la escritura del Novecientos a través de un discurso propio, original y diferente a aquél que el sujeto masculino irradia desde el centro cultural.

Como se desarrollará en la segunda parte del presente capítulo, desde las primeras reseñas publicadas en revistas de la época, la presencia central del cuerpo y el «impulso sexual» (Real de Azúa) en la escritura modernista uruguaya presentó un problema para la crítica. A grandes rasgos podría adelantarse que la actitud general consistió en relegar la importancia del carácter sexual de la poética a una manía poco seria de los escritores por seguir los caprichos de una moda que exigía «posar» de sensualista.

A un nivel más general, en el Uruguay finisecular, la exaltación del impulso erótico chocó con el «disciplinamiento» de la sensibilidad «bárbara» durante un proceso que, según el historiador José Pedro Barrán (1989), se venía operando en la sociedad uruguaya a partir de las últimas décadas del siglo XIX. Lo particular del caso uruguayo es que dicho proceso -que surgió como resultado del cambio en las valoraciones colectivas y, en lo fundamental, implicó el control, la legislación e institucionalización de los «excesos» de la sexualidad- no sólo se vio amenazado por la escritura de un grupo de artistas atraídos por lo que estaba fuera de la norma. En ese mismo período, el presidente José Batlle y Ordóñez conmocionaba con su nuevo modelo de país -el «país modelo»- a una sociedad resistente a las reformas políticas, económicas y civiles impuestas por su equipo de gobierno. La fracción más radical del batllismo, encabezada por el propio presidente, impulsó una organización social, económica y política que se proponía garantizar las mismas oportunidades de participación a todos los ciudadanos, sin exclusión de género, raza o clase social.

El modernismo uruguayo, como el hispanoamericano en general, surge dentro del marco histórico de los grandes cambios económicos, sociales y políticos conocido como la «modernización». Ante el avance de los nuevos productos de la ciencia y la industria y la entrada de tecnologías masivas como la prensa, los escritores modernistas adoptaron una actitud que vaciló entre la búsqueda de universalidad, encarnada en el ansia de participar en un mundo cosmopolita y moderno, y el recelo a una modernidad cuyo rasgo más sobresaliente en Hispanoamérica residió en la propia conciencia de su fragilidad o, como señala González Echeverría (1980), de su falsedad.

Entre los elementos más representativos de la modernidad, la ciencia médica, concentrada en los aspectos patológicos de la sexualidad humana y la «degeneración» de individuos o razas, pasó a convertirse en la autoridad encargada de determinar los límites que separaban las conductas de comportamiento consideradas «normales» de las «anormales» o desviadas. Ambivalente fue la actitud de los modernistas ante un saber con tanta autoridad como el de la Ciencia, la cual condenó la estética moderna por considerarla peligrosamente excesiva y decadente. Si por un lado los escritores reconocieron y respetaron el saber científico entendido como el dominio progresivo de la naturaleza y como explicación exhaustiva del universo, por otro, y sin dejar los prejuicios morales de lado, los modernistas se mostraron incapaces de resistir la poderosa atracción que en ellos ejercía lo patológico, aquello que se apartaba de los comportamientos que el saber médico entendía saludables.

En un importante estudio sobre deseo e ideología en el modernismo hispanoamericano, Sylvia Molloy (1992) ha señalado la paradójica influencia en los modernistas de dos corpus disímiles que en Latinoamérica se incorporaron simultáneamente como formas de la modernidad. Por un lado, los textos decadentes de Joris-Karl Huysmans (1848-1907), Gustave Moreau (1826-1898), Edgar Allan Poe (1809-1849) y Charles Baudelaire (1821-1867); por otro, los textos científicos o seudocientíficos que denunciaban el proceso degenerativo de la estética moderna, con los nombres del italiano Cesare Lombroso (1835-1909) y el austríaco Max Nordau (1849-1923) a la cabeza. Según Molloy, es de esta contradictoria integración que deviene el doble discurso del modernismo, donde la estética decadente simultáneamente aparece como progresiva y regresiva, regeneradora y degenerativa, sana y enferma, celebrada por su sensualidad y su insistencia fetichista en las formas corporales y, al mismo tiempo, condenada y contenida por su factor transgresor.

Al referirse a los síntomas del «mal del siglo» y la degeneración en Entartung (1895), Max Nordau advertía sobre los efectos nocivos de la decoración recargada e «irreal» del art nouveau así como de las secuelas que éste dejaba en el sistema nervioso de sujetos con temperamentos sensibles. En materia literaria, además de los ya mencionados «malditos» Huysmans, Poe y Baudelaire, circulaban en el ambiente otras lecturas moralmente «aberrantes» como las de Oscar Wilde (1854-1900), Gabrielle D'Annunzio (1863-1938) y Anatole France (1844-1924). En el campo de la plástica, un nuevo universo iconográfico, revelado a través de revistas y folletines principalmente llegados de Londres o París, invadió la sensibilidad de los hispanoamericanos: los cuadros pintados por miembros de la hermandad prerrafaelita como Edward Burne-Jones (1833-1898), las pinturas simbolistas de Gustave Moreau (1826-1898), las ambiguas figuras humanas de los dibujos de Aubrey Beardsley (1872-1898), los diseños de los tapices y las telas de flora hierática de William Morris (1834-1894) que lucían los lujosos objetos traídos de Europa por las familias adineradas.

El «ambiente cultural» del Novecientos uruguayo, como apunta Real de Azúa (1950), no escapó en modo alguno a la miscelánea de posturas y corrientes que confluyeron y antagonizaron en ese período. De ahí que el mencionado crítico proponga hablar, más que de una ideología del Novecientos, «de un ambiente intelectual caracterizado, como pocos, en la vida de la cultura, por el signo de lo controversial y lo caótico» (145). Industrialización, positivismo ideológico y práctico, marxismo, militarismo, ciencia experimental, capitalismo, burguesía y neoidealismo son algunos de los sistemas que confluyeron en esta época. Muchas de estas ideas fueron consideradas peligrosas, ya sea por el carácter dañino que se les atribuyó a los propios pensamientos, ya porque se entendía que dichas nociones podían instigar acciones temerarias. Así, por ejemplo, el crítico peruano José de la Riva-Agüero describe en la madurez lo que recuerda como una atmósfera envenenada por lecturas «imprudentes y atropelladas»:

Nietzsche, con sus malsanas obras y especialmente su Genealogía de la Moral, me contagió su virus anticristiano y antiascético. Poco después, el confuso ambiente universitario, la indigestión de los más opuestos y difíciles sistemas filosóficos, la incoherente zarabanda de las proyecciones históricas, pautada apenas por el tímido eclecticismo espiritualista de Fouillée, o tiranizada y rebajada por el estrecho evolucionismo positivista, me infundieron el vértigo de la razón infatuada, engreída de su misma perplejidad y ansiosa trepidación. ¡Cuántos ingredientes tóxicos se combinaron en aquella orgía de pensamiento! Al rojo frenesí de Nietzsche el demente, se sumaron el negro y letal sopor del budista Schopenhauer, las recónditas tenebrosidades del neokantismo, la monótona y grisácea superficialidad disciplinada de Spencer, y la plúmbea pedantería de sus mediocres acólitos, los sociólogos franceses de la Biblioteca Alcan. Espolvoreando la ponzoña, disfrazaban la acidez de estos manjares intelectuales las falaces mieles del diletantismo renaniano, la blanda progenie de Sainte-Beuve, el escéptico, la elegante sorna de Anatole France y las muecas de Remy de Gourmont.


(Citado por Real de Azúa 1950, 150-151)                


Para este crítico, la tríada de filosofía radical (anticristianismo, antiascetismo), locura (el «demente Nietzsche», la idea de incoherencia e incompatibilidad) y patología (las «malsanas obras», las referencias al virus y al contagio), se aplica no sólo al pensamiento de Nietzsche, sino al conjunto de ideas que circulaban en el ambiente. Al igual que ocurría con los desconectados y antitéticos adornos finiseculares, se creía que las lecturas desordenadas de los «más opuestos y difíciles sistemas filosóficos» como los enumerados por de la Riva-Agüero, podían conducir al envenenamiento de espíritus poco voluntariosos. Paradójicamente, estas mismas ideas «ponzoñosas», «tenebrosas», cuando no «letales», conjuntamente con las obras plásticas y literarias de los principales representantes del decadentismo europeo, fueron buscadas y consumidas con voracidad en un afán de novedad rara y exquisita, no faltando los casos en que se creyó reconocer en ellas una cura o antiséptico para la vulgaridad del ambiente burgués.

El discurso político de la clase dirigente uruguaya durante la época del primer gobierno de José Batlle y Ordóñez similarmente se caracterizó por la mezcla «indigesta» de ideas dispares típicas del discurso cultural del Novecientos. Asentado en una estructura ideológica ambigua y poco definida, el proyecto político utópico del batllismo incluyó corrientes tan variadas como la feminista, la anarquista, la enciclopedista, el humanitarismo krausista, el anticlericalismo y una fuerte concepción ética de la sociedad y el derecho. Asimismo, el grupo de políticos pertenecientes a esta fracción del partido Colorado compartió con los intelectuales del Novecientos el mismo espíritu vital despectivo de las costumbres tradicionales. Dicha actitud, junto con la promesa de una mayor integración, acercó a la militancia política a un grupo de intelectuales nuevos, muchos de ellos desconocidos y provenientes de diferentes estratos de la sociedad. La integración de un nuevo sector de intelectuales marca el comienzo de una etapa mixta y transicional, donde los letrados «en vez de atacar las políticas del poder aspiran a que éste acepte e imponga una política social y cultural que recoja las nuevas fuerzas operantes» (Rama 1984, 155). Al mismo tiempo, el elenco político tolera y por momentos llega a promover, ciertas formas de disidencia descartadas por programas estatales democratizadores de otras naciones de la región.


Hacia un «país modelo»: Las políticas culturales del batllismo

Yo pienso aquí qué podríamos hacer para constituir un pequeño país modelo, en que la instrucción esté enormemente difundida, en el que se cultiven las artes y las ciencias con honor, en el que las costumbres sean dulces y finas. Me complazco en imaginarme que podríamos crear universidades en todos los departamentos, grandes institutos científicos y artísticos en Montevideo, desarrollar el teatro y la literatura, organizar los juegos olímpicos, fomentar la riqueza nacional impidiendo que se la lleven los elementos extraños, proveer al bienestar de las clases pobres.


(Carta de Batlle y Ordóñez a Domingo Arena escrita desde Europa en 1908. Citada por Vanger 1983, 49)                


En La ciudad letrada, Ángel Rama reconoce en el baluarte ideológico, la solidaridad nacional y la democracia organizativa, los tres rasgos que definieron los renovados partidos políticos latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XX. La salvaguardia ideológica y la visión solidaria, alimentadas por las doctrinas panteístas de Karl Krause (1781-1832) y difundidas por el grupo intelectual español liderado por Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), alentaron el vínculo de pertenencia al partido, al punto que sus miembros llegaron a verse a sí mismos «como un movimiento de regeneración espiritual, depositario de la nacionalidad, lo que los asociaba estrechamente en una misión redentorista, reforzando así el vínculo cultural que los ligaba mutuamente» (Ángel Rama 151).

La base democrática de las estructuras políticas de principios de siglo XX, que tuvo un antecedente en las políticas impulsadas por José Martí, promovió el triunfo de los primeros movimientos latinoamericanos que rechazaron la dirección de las élites tradicionales tutoras del orden neocolonial (si bien, como apunta Halperin Donghi en su Historia contemporánea de América Latina, a menudo sus dirigentes eran reclutados de esa misma elite). Entre los principales movimientos que presentaron dichas características, los historiadores destacan la fracción del partido Colorado uruguayo liderada por José Batlle y Ordóñez (electo presidente en 1903 y 1911), la Unión Cívica Radical de Hipólito Yrigoyen (1852-1933) en Argentina (electo en 1916 y 1926) y la Unión Liberal de Arturo Alessandri Palma (1868-1950) en Chile (electo en 1920, 1925 y 1932). Pese a las diferencias programáticas que existieron entre estos gobiernos, sus respectivas políticas «no sólo lograron una integración sólida y mejor enmarcada ideológicamente, sino también el ingreso de sectores sociales emergentes, los grupos medios que comienzan entonces su gesta política» (Ángel Rama 151).

Entre los mencionados programas, el batllismo suele ser señalado como el más radical, con un contenido novedoso en lo social y económico que lo distancia y singulariza de otras corrientes progresistas similares3. Halperin Donghi, por ejemplo, considera al proceso uruguayo el «más feliz de democratización y modernización que se dio en esta etapa latinoamericana» (360), en cuanto otros movimientos que disputaron la hegemonía política con un programa democrático, demostraron tener ellos mismos posiciones que distaban de ser innovadoras.

Aquí cabría hacer un paréntesis para exponer algunas diferencias importantes entre la etapa del batllismo en Uruguay y la del radicalismo en Argentina, dos movimientos que con frecuencia aparecen igualados. En primer lugar, se podría decir que mientras que el batllismo acentuó el anticlericalismo e inauguró una sólida política social, el partido radical argentino se consideró aliado de hecho a la reacción católica contra el anticlericalismo aristocrático de la etapa anterior y no consiguió imponer cambios económicos y sociales de importancia (Halperin Donghi 328). Como han observado algunos historiadores, en gran medida, la singularidad del proceso democrático uruguayo de principios de siglo XX tuvo su origen en la debilidad hegemónica de los sectores económicamente dominantes. Si en Argentina y otros países latinoamericanos la oligarquía consiguió constituirse como una fuerza social y política coherente, en Uruguay, dicho sector (integrado mayormente por los ganaderos, el alto comercio y la banca) no alcanzó la misma potencialidad hegemónica y quedó al margen de la actividad política, espacio reservado para el grupo que Barrán y Nahum han denominado los «políticos profesionales». Francisco Panizza ha comentado la diferencia entre la experiencia argentina y la uruguaya. En Uruguay: Batllismo y después, señala que si en el primer caso las clases dominantes se articularon «en un bloque de poder capaz de garantizar la estabilidad del orden político liberal-oligárquico» (29), en Uruguay el patriciado se dispersó en una pluralidad de vías y el batllismo, conformado mayormente por descendientes empobrecidos de ese sector, logró la consolidación del orden político a través de la división de las clases dominantes4. De esta forma, la oligarquía argentina sostuvo, como bloque hegemónico, un enfrentamiento mayor con fuerzas políticas emergentes como el anarquismo y el socialismo, mientras que en el Uruguay los dos partidos tradicionales mostraron mayor capacidad para incorporar las nuevas prácticas.

En un proceso que Raymond Williams (1958, 1977) identificaría como un tipo de incorporación -donde las formaciones ideológicas dominantes aunque poderosas, siempre se encuentran bajo la presión de elementos antagónicos que se producen dentro del propio orden social-, la ideología batllista, por lo menos en sus primeros años de gobierno, limitó y condicionó las fuerzas emergentes a un mínimo, permitiendo la expresión y el desarrollo de elementos alternativos y de oposición.

Para el grupo de reformadores liderados por el presidente Batlle y Ordóñez, la organización social, económica y política del «país modelo» debía garantizar a cada ciudadano las mismas oportunidades para alcanzar el status social deseado: ciudadanía equivalía a participación, y el Estado, en teoría concebido como el representante de toda la sociedad y no solamente de los grupos económicamente dominantes, debía cumplir una función niveladora a través de una política intervencionista.

Varias de las reformas proyectadas por el gobierno fueron celebradas por el grupo de «esteticistas», alentados por el planteo cultural intelectualista y universalista del batllismo. En muchos casos, cuestionando una vez más el cliché del desinterés modernista por la situación política, los escritores se acercaron a Batlle y Ordóñez y a su equipo de colaboradores atraídos por un programa en el cual se reconocían:

La utopía batllista rezumaba un tono iconoclasta, desdeñoso de las convenciones admitidas; pretendía un «hombre nuevo» liberado «de las cadenas de prejuicios seculares» [...]; militaba en favor del anticlericalismo, del matrimonio libre, del divorcio por la sola voluntad de la mujer (también «nueva» ella). Con una presencia extranjera en el país todavía muy fuerte, prefería un «nacionalismo» más ontológico que telúrico, más integrado a las seducciones del mundo que prevenido de sus tentaciones.


(Caetano y Rilla 120)                


Las reformas morales más audaces fueron fomentadas por el ala radical del reformismo, un sector vinculado en sus orígenes al anarquismo. Además de denunciar las injusticias políticas de regímenes anteriores, este grupo radical se mantuvo en el propósito de enjuiciar la mentalidad dominante, «fruto de las opciones psicológicas de las clases conservadoras y servidora de sus intereses» (Barrán y Nahum IV: 147). Entre el círculo de reformistas radicales más cercanos a Batlle y Ordóñez se encontraba Domingo Arena (1870-1939), mano derecha del líder colorado, un escritor anarquista de origen italiano que impulsó las ideas más avanzadas del gobierno en materia social y moral, entre otras la ley del divorcio y la supresión de la pena de muerte.

Hacia la década de 1910, declararse batllista implicaba algo más que tomar una simple posición político-partidaria (la pertenencia al oficialista Partido Colorado); significaba igualmente adoptar toda una postura vital a contrapelo de la moral reinante. «Ser era batllista», señalan los historiadores Barrán y Nahum, «porque se era partidario de las 8 horas, de la estatización de los servicios públicos, del ataque al "latifundio arcaizante", y también porque se enviaba a los hijos a educarse en escuelas laicas y públicas, se aceptaba sólo el casamiento civil rechazándose al religioso, se impulsaba a las hijas mujeres a estudiar en la Universidad, y se disculpaba a los anarquistas cuando éstos se mostraban "irrespetuosos" ante los símbolos nacionales» (Batlle, los estancieros IV: 147).

Para la época del segundo mandato de Batlle y Ordóñez (1911-1915), el Estado se modernizó, adquirió múltiples funciones y se convirtió en un «frío monstruo», en palabras de Carlos Reyles (1910: 113), que a su paso integraba a la industria, al comercio, a las finanzas y a la cultura. Desde las páginas de El Día, el primer diario uruguayo de circulación masiva, el presidente y su equipo escandalizaban a la aldeana Montevideo exhortando a la juventud a liberarse de «las cadenas seculares de prejuicios» y a colocarse del lado del monstruo, «de la hidra rebelde que amenaza a la sociedad prudente» (citado por Barrán y Nahum Batlle, los estancieros IV: 148). Simultáneamente, los modernistas, atrincherados en los cafés, los clubes sociales y las tertulias, declaraban su intención de jugar «al football con la moral de los montevideanos, con los ídolos abracadábricos de los "trogloditas púdicos"» (Roberto de las Carreras 1967: 62), al tiempo que junto a anarquistas y feministas se proclaman defensores de los derechos de los obreros, activistas del amor libre y la liberación sexual de la mujer.

Siguiendo un patrón similar al «amor libre» reclamado por los anarquistas, el batllismo «avanzado» propuso el «matrimonio libre», fundado no a partir del «interés» sino de una relación de amor «auténtico». La ley del divorcio por la sola voluntad de la mujer (fórmula transaccional impulsada por el filósofo Carlos Vaz Ferreira), fue decretada el 9 de setiembre de 1913 con el apoyo de los sectores progresistas que en forma unánime declararon su propósito de sacar a la mujer de ese «estado de permanente minoría de edad», como señaló en una sección de la cámara el diputado socialista Emilio Frugoni (citado por Barrán y Nahum IV: 164). En teoría, la ley del divorcio formaba parte de un proyecto más amplio que se proponía conquistar los derechos cívicos de las uruguayas fomentando principalmente su acceso a la educación superior y procurando su independencia económica. «En definitiva», indicó en una ocasión Domingo Arena, «nosotros no queremos otra cosa que la liberación de la mujer dentro del matrimonio» (1942: 145). Durante los casi quince años que abarcó el gobierno de Batlle y Ordóñez, el activismo feminista no encontró grandes obstáculos para desarrollarse en Uruguay. En 1911 se lleva al Parlamento un proyecto de ley creando la Universidad de Mujeres y en 1912 fue decretada la sección femenina de Enseñanza Secundaria y Preparatoria. A su vez, fue incrementado considerablemente el número de funcionarias estatales (en la Administración Nacional de Correos, por ejemplo, el número aumentó de dos a cincuenta). El sistema patriarcal fue atacado no sólo por las primeras feministas, como la sindicalista María Abella de Ramírez (1866-1926) y la médica Paulina Luisi (1875-1950), fundadora del Consejo Nacional de Mujeres (1916), sino también por hombres que se autodefinían feministas masculinos, entre quienes figuraron artistas, educadores y reformistas sociales5.

Asimismo, el feminismo y el anarquismo como actitudes vitales muchas veces fueron encarnados por sujetos que no militaron en ninguno de estos movimientos. Un ejemplo específico en el terreno cultural lo ofrecen las escritoras María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini. La crítica tradicional ha tendido a estudiar a estas escritoras como «casos» aislados, desprendidos del contexto de las reformas sociales del batllismo, un gobierno que, como ya ha sido mencionado, amplió el concepto de ciudadanía otorgándole mayor identidad política a la mujer. Los estudios críticos que insisten en el carácter «raro» o «milagroso» de la escritura femenina, muchas veces subrayan la desconexión entre la producción artística y las capacidades intelectuales de las autoras para comprender sus propias obras. Dicha crítica suele presentar a las escritoras como unas «alucinadas», movidas por impulsos que ellas mismas no lograban explicar ni controlar. Por el contrario, en el caso de Agustini y Vaz Ferreira, las autoras, lejos de alucinar, demostraron estar atentas a lo que ocurría a su alrededor, en un ambiente que, a pesar de las restricciones, se mostró relativamente tolerante con ciertas conductas impensables en el período anterior. María Eugenia Vaz Ferreira, por ejemplo, participaba activamente en los salones montevideanos y recibía en su casa a los principales intelectuales rioplatenses que venían a «hacerle la visita» para conocerla en persona. Como jamás se casó, debió trabajar para poder vivir, primero como secretaria y luego como profesora de Literatura en la flamante Universidad de Mujeres, fundada por Batlle y Ordóñez. Agustini, en cambio, llevó una vida más en armonía con el modelo anterior: no trabajó fuera de su casa y se casó con un partido «conveniente». Sin embargo, fue ella la que tomó la iniciativa de su separación (por no soportar tanta vulgaridad, dijo) y dos meses después de su boda comenzó los trámites del divorcio con el abogado Carlos Onetto y Viana, uno de los responsables de la recientemente aprobada ley. En el plano creativo, ambas escritoras tuvieron numerosos interlocutores y admiradores, como revela la variada correspondencia intercambiada con los principales intelectuales del Río de la Plata y de Hispanoamérica en general.

No es la intención de la autora del presente estudio afirmar que estos sujetos fueran plenamente conscientes de sus actitudes, ni que el ambiente se mostrara idealmente permisivo. Los finales trágicos que estas mujeres tuvieron son un cruel indicio de todo lo que aún quedaba por conquistar. Sin embargo, tampoco parece acertado señalar exclusivamente los aspectos represivos del entorno cultural porque en buena medida la expresión de estas nuevas subjetividades fue producto del ambiente inclusivo que promovió el batllismo.

Otro ejemplo, lo atestigua la emergencia de expresiones aún más marginales del deseo. Las novelas que Alberto Nin Frías publicara aproximadamente entre 1911 y 1914 tienen el raro privilegio de ser las primeras ficciones explícitamente homoeróticas escritas en Uruguay y, muy probablemente, en Hispanoamérica. Aun cuando exteriorizan el deseo masculino hacia otros hombres, sus novelas no están enmarcadas por prólogos o estudios seudocientíficos que procuran la medicalización del sujeto, convirtiéndolo en un «caso» patológico a ser expuesto. Como el último capítulo del presente trabajo intenta demostrar, Nin Frías, en la figura de Sordello Andrea, alter ego del escritor, presenta al homosexual masculino no como un individuo enfermo y atormentado en el espacio de la clínica, el gabinete diagnóstico o los antros de «degeneración», sino como un destacado representante de lo que más adelante el autor llamará el «uranismo genuino»: un sujeto netamente viril, poseedor de una gran serenidad, paz interior y una innata superioridad moral y espiritual.

Ningún estudio minucioso del período debería pasar por alto el hecho que subjetividades marginales -como las que se expresaron a través de la escritura de autores como Agustini y Nin Frías, entre otros- consiguieran hacerse oír públicamente en un contexto sociopolítico más inclusivo y receptivo a identidades no hegemónicas6. En el Uruguay del Novecientos el discurso progresista del batllismo, que apeló a los principios universales de los derechos tanto del hombre como la mujer y del sistema político democrático, incorporó, por medio de continuos procesos de ajuste e interpretación, formaciones ideológicas-culturales emergentes y opositoras, en una práctica política hegemónica muy similar al «transformismo» que Antonio Gramsci observa en el período del Risorgimento italiano7. Las políticas sociales del batllismo incentivaron la organización democrática de los sectores obreros al tiempo que le otorgaron derechos civiles a la mujer, integrando a dichos grupos al sistema y, de esta forma, evitando la posibilidad de su constitución como agentes políticos antagónicos. Si, por un lado, mediante esta práctica política el Estado logró establecer una hegemonía expansiva sobre la sociedad, por otro, consiguió alterar antiguos patrones de valor cultural y reformar algunas instituciones sociales que regulaban la interacción de acuerdo con ciertas normas culturales. De esta forma se logró concretar un «reconocimiento» -cierta participación en la interacción social, según lo define la crítica Nancy Fraser- de identidades antes suprimidas como la de la mujer, el obrero y el inmigrante pobre8.

En su trabajo sobre estados welfare, Jürgen Habermas se refiere a cómo en todo proyecto de estado con esas características, es inherente una contradicción entre su meta y los métodos para alcanzarla. La meta del reformismo social demócrata (y la del proyecto intervencionista de Batlle y Ordóñez) consiste en establecer un nivel de igualdad entre los miembros de la sociedad sin bloquear las vías a la autorrealización y la espontaneidad individual. Paradójicamente, el proyecto nivelador del batllismo terminó por caer en una práctica de normalización y vigilancia, desplazando ciertas formas de disidencia que en algún momento habían sido abiertamente toleradas. Así por ejemplo, en el contexto de un reclamo a las minorías no reconocidas por el «país modelo» de Batlle, Alberto Nin Frías critica desde las páginas autobiográficas de Sordello Andrea, un sistema que, según entiende, homogeneiza a los individuos, exigiendo «a todos los hombres servir al Estado de la misma suerte» (100).

En el gobierno republicano existe siempre la tendencia a excluir la opinión contraria e ignorarla por completo. ¿Con qué resultado? Un socialismo de Estado, laico, nivelador de conciencias, fortunas, de cuanto ha sido y es la grandeza humana: la diferenciación. Lejos de mí el retorno al antiguo régimen o al clericalismo sin valía.


(El énfasis me pertenece, 93-4)                


En el citado párrafo, el escritor, por un lado, se adhiere a una corriente de crítica del exclusivismo del estado batllista que hacia mediados de la década de 1910 ya se había generalizado entre la intelectualidad. Por otro lado, la reacción de Nin Frías contra «una libertad que sólo lo es de nombre» (Sordello 102) debe leerse desde la perspectiva personal de un escritor que ubicó el deseo (homo)erótico en el centro mismo del discurso cultural y que -como se desarrollará en detalle en el capítulo correspondiente al autor- se propuso teorizar conscientemente el lugar de la «diferenciación» sexual en la crítica y la formación cultural.

El impulso reformista del gobierno de Batlle y Ordóñez oficialmente se «frena» (Real de Azúa 1964) tras la derrota electoral de 1916; sin embargo, el proceso de (auto)contención ya era observable a partir de 1914. Muchos de los políticos que habían incentivado ciertas reformas de avanzada no tardaron en recuperar un tono de mesura, poniendo límites al desborde que ellos mismos habían impulsado. La ansiedad cultural respecto a la mujer, por ejemplo, subsistió aun en los autoproclamados defensores de la liberación sexual femenina. El discurso progresista del gobierno batllista que, como ya ha sido señalado, nunca estuvo libre de contradicciones, encubrió un patriarcalismo de hecho muy fuerte, centrado en la figura del propio presidente Batlle y Ordóñez. En una serie de artículos publicados en El Día (1912), por ejemplo, el presidente reclamaba los derechos políticos femeninos, adoptando el seudónimo de «Laura», en un gesto reafirmador del estado de minoría de edad de la mujer contra el cual los batllistas supuestamente estaban luchando.

Un trato similar se observa entre los intelectuales hombres con respecto a la creación literaria femenina. El filósofo Carlos Vaz Ferreira, hermano de la escritora María Eugenia Vaz Ferreira, no obstante su reconocida actuación en defensa de los derechos de la mujer, consideraba que la inteligencia femenina, en el orden de la creación intelectual nunca alcanzaría el nivel del hombre. Según lo expresa en Sobre feminismo, donde aboga por los derechos femeninos en materia civil, la diferencia desfavorable a la mujer se manifiesta «en el más alto grado de la actividad creadora» (100-101). Asimismo, este prestigioso «defensor de los derechos femeninos» había escrito en 1907 una reseña al Libro Blanco de Delmira Agustini donde se refería al «milagro» que representaba la autora: «Si usted tuviera algún respeto por las leyes de la psicología, ciencia muy seria que yo enseño, no debería ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro» (1961: 144). Una disposición similar se observa en el filósofo con respecto a la obra de su hermana, cuyo único libro él mismo publica luego de muerta la poeta. Por su parte, el «activista» de la liberación sexual de la mujer, Roberto de las Carreras, frente a la creación literaria de Delmira Agustini, adopta una actitud autoritaria y censora hacia una feminidad que entiende ripiosa, excesiva, descontrolada, sin advertir que ese aparente «descuido» es precisamente la veta original de la creación de la uruguaya. El sujeto femenino, que había encontrado en la creación literaria su medio de expresión, continuó ocupando un lugar al margen de la institución. La publicación en 1919 de Las lenguas de diamante de Juana de Ibarbourou (1892-1979) marca en cierto grado la domesticación de ese sujeto, el retorno de la mujer al sitio asignado por el hombre.

El batllismo, entonces, pasó de una primera etapa inclusiva a un exclusivismo del Estado que, como apunta Ángel Rama en Ciudad letrada, «afectó también al equipo intelectual al restringir su libertad respecto al poder, sustituida por una integración en las filas partidarias» (148). Hacia 1911, José Enrique Rodó se aparta del sector del partido Colorado liderado por Batlle y Ordóñez con el propósito de combatir «la exclusión deliberada de las fuerzas intelectuales y morales más representativas del país en la obra del gobierno, el personalismo avasallador de la autoridad presidencial, ahogando todas las autonomías y suprimiendo de hecho todas las divisiones del poder» (Obras completas 57). Para 1915, el «país modelo» que había vislumbrado Batlle y Ordóñez en su carta de 1908 a Domingo Arena, termina por convertirse en lo que Alan Sinfield denomina un «modelo de sujeción»entrapment model») de la ideología y el poder. Dicho modelo, si bien dispensa un espacio a la disidencia, al mismo tiempo le brinda al poder dominante un medio de determinar, contener y controlar cada gesto de desafío.

Ya sea entendido como un «modelo de sujeción» o como un proceso más inclusivo de «adaptación», en el sentido que aplica el término Raymond Williams en Marxismo y literatura, el batllismo de las reformas y las utopías, en parte debido a su peculiar compuesto ideológico y ambigua situación respecto a las clases económicamente poderosas, reconoció e incorporó formaciones culturales alternativas y oposicionales. Así se explica, por ejemplo, que en el punto más drástico del proceso de cambios, hasta los propios partidarios del presidente, alarmados por el excesivo radicalismo de las políticas de Batlle y Ordóñez, creyeran necesario alertar a los ciudadanos de los «graves peligros» que corría el país si continuaba en la carrera de convertirse en un «campo de experimentación de exotismos o de novedades» (Pedro Manini Ríos citado por Vanger 1983, 234).




Sexualidad/erotismo

Mediante la delimitación de la noción de desvío en el comportamiento sexual humano, la ciencia médica fue la responsable de la concepción moderna de la sexualidad. El discurso científico-médico del XIX empleó dicho término precisamente para referir a ciertas «anomalías» o «perversiones» físicas y psíquicas que interrumpían lo que se suponía era la función última del sexo, esto es, la reproducción. En la literatura médica del XIX, la sexualidad se encontraba directamente relacionada a la necesidad de mantener la actividad sexual femenina bajo control. Según Stephen Heath en The Sexual Fix, el término sexualidad, utilizado en un sentido muy cercano al moderno, aparece por primera vez en un texto médico de 1889 dedicado al estudio de determinadas enfermedades que solamente parecían manifestarse en las mujeres. En este sentido, no es casual que la proliferación de textos, manuales e informes de carácter científico empeñados en establecer los límites del comportamiento sexual, coincidiera con el desarrollo de las primeras agrupaciones de mujeres organizadas para reclamar sus derechos políticos y sociales.

La construcción moderna de la sexualidad -noción plural y más compleja que aquella que relegaba lo sexual al mundo de los instintos primarios- se concentró más en la satisfacción perversa o «patológica» del deseo que en su aspecto reproductor. Heinrich Kaan escribe su famoso tratado de «patología sexual» (1844) donde trata mayormente casos de masturbación; Richard von Krafft-Ebing (1840-1902) publica su «Psychopatia Sexualis» (1888), donde menciona casos de voyeurismo, exhibicionismo, pedofilia, zoofilia, necrofilia, sadomasoquismo, fetichismo e inversión; a lo largo de la década de 1890, Havelok Ellis reedita sucesivamente su tratado sobre la Inversión sexual mientras que los Tres ensayos sobre sexualidad de Sigmund Freud (1856-1939) aparecen en 19059. En todos esos estudios, el carácter «patológico» de las sexualidades periféricas reside precisamente en su negación al principio de reproducción, entendido como el fin último de la sexualidad.

Los mencionados estudios seudo científicos no solamente daban cuenta de tratamientos, restricciones y represiones a sexualidades marginales, sino que también ofrecieron, como señala Michel Foucault en Historia de la sexualidad, un espacio en el cual aquellos deseos pudieron ser articulados, particularmente en la forma de autobiografías. Mediante su estudio y difusión, nos dice Foucault, las perversiones, lejos de ser suprimidas, adquirieron una realidad analítica, visible y permanente. Las variadas «aberraciones sexuales» eran recogidas, catalogadas y expuestas, primero al reducido público de la comunidad médica y luego al público general, como vicios «sociales» que amenazaban el nuevo orden económico.

En La llama doble (1993), libro que recoge sus principales ensayos sobre erotismo, Octavio Paz separa el erotismo, que define como ceremonia y representación, de la sexualidad, a la cual considera un impulso primario puramente animal. Siguiendo muy de cerca las reflexiones de Georges Bataille desarrolladas en L'erotisme (1957), el escritor mexicano considera el estímulo erótico como parte de un proceso de transformación de la sexualidad:

Aunque las maneras de acoplarse son muchas, el acto sexual dice siempre lo mismo: reproducción. El erotismo es sexo en acción pero, ya sea porque la desvía o la niega, suspende la finalidad de la función sexual. En la sexualidad, el placer sirve a la procreación; en los rituales eróticos el placer es un fin en sí mismo o tiene fines distintos a la reproducción.


(10-11)                


Conjuntamente con el pensador francés, Paz entiende la sexualidad como un grupo de caracteres primarios determinados por el sexo que se presentan tanto en los seres humanos como en los animales sexuados. La sexualidad se transforma en erotismo en un proceso donde pierde sus rasgos instintivos o primitivos y, por lo tanto, su finalidad reproductora10. Paz no niega el aspecto paradójico del erotismo que, si por un lado se presenta como represivo, porque regula la sexualidad, al mismo tiempo, al anular la función reproductora, el erotismo acentúa su aspecto licencioso o perverso. La fórmula que propone Paz en sus ensayos, sin embargo, polariza los mencionados términos: «lo sexual», ubicado en el terreno de los instintos primarios, la naturaleza y la barbarie, aparece contrapuesto a «lo erótico», identificado con la cultura y la civilización.

La oposición sexualidad/erotismo ha prevalecido a nivel de la crítica tradicional literaria hispanoamericana, particularmente cuando se trata de estudios que se refieren al período finisecular. En general, y sin mayor rigor interpretativo, el término sexualidad aparece vinculado a construcciones femeninas, que relacionan a la mujer con la naturaleza, lo corporal, lo instintivo o irracional, mientras que el erotismo suele conectarse con construcciones masculinas que asocian al hombre con la cultura, la civilización y el pensamiento racional.

En el capítulo titulado «La paloma de Venus» de La poesía de Rubén Darío (1948), Pedro Salinas consagra al nicaragüense como el máximo exponente de la poesía erótica en las letras hispanoamericanas. Según el crítico, desde la publicación de Azul (1888), Eros se revela en Darío como «su guía constante, más que por varios, por casi todos los rumbos que probó su poesía» (55). Al plantearse la pregunta sobre la posición de Darío frente al deseo, «¿poeta amoroso, poeta erótico?» (57), Salinas termina por ubicar el erotismo de su poética en una línea intensificadora «[d]el deseo físico y su cumplimiento en el amor carnal» (59), al tiempo que resalta el carácter impulsivo del deseo en la obra dariana, contrapuesto al «sentimiento amoroso» de la poesía provenzal.

Esta concepción de Darío como representante mayor del «deseo erótico elemental» (Salinas 62), predomina entre la crítica hispanoamericana hasta bien entrada la década de 1980. Así, por ejemplo, en un artículo de Rafael Ferreres, publicado por primera vez en 1963 y recogido por Lily Litvak en El modernismo (1975), el crítico señala el «acusado erotismo, arrebatado de sexualidad» (173) del escritor nicaragüense y su «furioso apetito de carne», que únicamente encontró una continuación en «las poetisas, sobre todo las hispanoamericanas» (177). Tanto en el trabajo de Salinas como en el de Ferreres, queda implícita la oposición entre una poética amorosa pasional, que tendría su origen, según el estudio de Denis de Rougemont sobre el amor en Occidente (1940), en el «amor cortés» provenzal de los siglos XI y XII, y otra esencialmente sexual e impulsiva que en la escritura española moderna tiene a Rubén Darío y las innombradas «poetisas hispanoamericanas» como sus nuevos y originales cultores.

En Erotismo fin de siglo (1979), Lily Litvak estudia los símbolos, los temas y los asuntos de actualidad que expresaron las preocupaciones eróticas de la belle époque en España e Hispanoamérica. Allí la crítica comienza señalando la «obsesión con el sexo» (1) en el arte finisecular, concentrándose en tres importantes escritores de la literatura peninsular: Juan Ramón Jiménez (1881-1958), Ramón del Valle Inclán (1866-1936) y Felipe Trigo (1865-1916). En cuanto a la escritura modernista hispanoamericana en general, Litvak destaca la presencia de un deseo con elementos «negativos» (necrofilia, satanismo, fetichismo, mujer fatal y perversión) estrechamente relacionado a los gustos de la escuela decadente francesa. La delectación morbosa de los escritores del Fin de Siglo con el «Eros negro», chocó, según la crítica, con la represión sexual del sistema burgués, el cual había establecido una separación del concepto del amor en dos partes excluyentes: la procreación y el placer sexual.

Si bien en la primera parte de su estudio Litvak alterna indistintamente los términos sensualidad, sexualidad y erotismo, al estudiar el «Eros negro» en la escritura de Valle Inclán, la crítica propone una lectura a partir de la distinción dicótoma sexualidad/erotismo planteada por Octavio Paz. Según Litvak, «[l]a sexualidad es simple, se basa en el instinto que mueve al animal a perpetuar la especie, pero en la sociedad humana, el instinto se enfrenta con un sistema de prohibiciones que dan su complejidad al acto erótico y al mismo tiempo frenan su sexualidad» (86). Paradójicamente, la referencia inmediata que hace la crítica a las perversiones en la obra de Valle-Inclán, problematiza la idea de la sexualidad como una simple serie de eventos fisiológicos interrelacionados. La influencia de los ya mencionados estudios médicos relacionados con nociones de patología sexual y degeneración que la crítica observa en la producción cultural finisecular, pone en evidencia, entre otras cosas, el complejo proceso donde el placer erótico se transforma en sexualidad.

Los estudios del género y la diferencia sexual en la crítica literaria hispanoamericana que comenzaron a cobrar importancia a finales de la década de 1980, ampliaron la acepción puramente biológica del término sexualidad11. Para el caso concreto de la crítica uruguaya anterior a esta década, la propuesta poética «sexualizada» del Novecientos, que nunca llegó a ser suprimida por completo, puso en evidencia los prejuicios y problemas de dicha crítica respecto a deseos comprendidos fuera de los límites «normales» de la sexualidad.




La crítica literaria uruguaya y la cuestión sexual

En su estudio de la visión crítica de Alberto Zum Felde sobre la obra de Delmira Agustini, Uruguay Cortazzo (1996) se refiere a la «interpretación represiva» de las propuestas estético-sexuales del Novecientos que planteaban los trabajos críticos sobre el modernismo uruguayo, los cuales habrían bloqueado sistemáticamente «una auténtica propuesta de revolución sexual entre muchos artistas de la época» (68). No obstante, como lo demuestra una lectura exhaustiva de la crítica, muchas interpretaciones tradicionales del Novecientos -incluidas las primeras lecturas que hace Zum Felde de la obra de Agustini- subrayaron la importancia de la temática sexual en la comprensión de la producción cultural del período12. En esa línea, por ejemplo, se encuentra el clásico artículo de Carlos Real de Azúa sobre el «Ambiente espiritual del 900», publicado en la revista Número en el marco de los festejos del Cincuentenario del Novecientos, donde el crítico advierte un «impulso erótico y genésico sin trabas», peculiarizado por su «sesgo político-social de protesta contra la regla burguesa y de desafío a las convenciones de la generalidad» (162). Años después, en Sexo y poesía en el 900 (1967), Emir Rodríguez Monegal propondrá una lectura de «lo sexual» en las obras individuales de Delmira Agustini y Roberto de las Carreras, quienes, según el crítico, coinciden en ilustrar «en forma simbólica la actitud básica del hombre y de la mujer ante el sexo» (67-8).

Sexo y poesía, en parte, respondía a las interpretaciones sociológicas del modernismo hispanoamericano, muy difundidas a partir de 1960, las cuales explicaban la producción cultural del movimiento de acuerdo a las circunstancias socioeconómicas de la época. Dicha posición -que predomina a lo largo de la década de l970, destacándose el influyente ensayo de Ángel Rama, Los poetas modernistas en el mercado económico (1967)- reaccionaba contra las hipótesis tradicionales del supuesto desinterés modernista respecto al entorno sociopolítico, atendiendo a la profesionalización del escritor en un sistema moderno de producción literaria. Otros trabajos que partieron de dicho enfoque -Las contradicciones del modernismo (1978) de Noé Jitrik, Literatura y sociedad en América Latina (1975) de Françoise Perus y Poesía y sociedad de Hugo Achugar (1985)-, privilegiaban el aspecto de clase dejando de lado asuntos de género o nación. Así, por ejemplo, en el estudio de Achugar, donde se analiza la producción del período (1880-1911) como «respuesta y propuesta estético-ideológica de las diferentes fracciones y/o sectores de las clases sociales actuantes en ese período» (11), la obra de María Eugenia Vaz Ferreira, única escritora estudiada en el libro, es exclusivamente analizada en cuanto a su «clara adscripción a la fracción letrada vinculada al patriciado» (193).

Para finales de la década de 1980, los estudios feministas y construccionistas sociales alcanzan cierta difusión en Hispanoamérica, influyendo principalmente el terreno de los estudios interdisciplinarios. Como se analizará en mayor detalle en la próxima sección del presente capítulo, en Uruguay José Pedro Barrán propone una lectura de tipo foucaultiana del proceso cultural, en los dos tomos que conforman la Historia de la sensibilidad en el Uruguay (1989 y 1992), donde el historiador formula la coexistencia de dos sensibilidades esencialmente diferentes que en forma sucesiva rigieron la sociedad uruguaya a lo largo del siglo XIX y principios del XX: la cultura «bárbara» y la «civilizada».

A mediados de la década de 1990, gracias al aporte de los estudios feministas, surge un vivo interés en el estudio de figuras femeninas disidentes y olvidadas, tanto del Novecientos como de otros períodos de la historia de la cultura uruguaya13. En cambio, en lo que respecta al estudio de expresiones homoeróticas del deseo, puede decirse que el Uruguay mantiene su puesto de «campeón en homofobia», para utilizar la expresión del título de una reseña del libro del sociólogo Carlos B. Muñoz sobre la homosexualidad en Uruguay14. La actitud homofóbica de la crítica erradicó del canon literario la extensa obra de Alberto Nin Frías, autor que se estudiará extensamente en el capítulo final, al tiempo que suprimió y/o despreció aquellos textos de difundidos autores del período que podían comprometer categorías fijas de género. Caben citarse, por ejemplo, aspectos andróginos de la poética de Pablo Minelli González (Paul Minelly), Julio Herrera y Reissig, Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, entre otros, así como también expresiones homoeróticas del deseo en Federico Ferrando, Ángel Falco y las alucinadas manifestaciones de pánico homosexual en el Horacio Quiroga del «Consistorio del Gay Saber».

Sin contar estudios recientes como Amor y transgresión en Montevideo (1919-1931) (2001) de José Pedro Barrán, donde se profundiza sobre aspectos «perversos» de la intimidad uruguaya, se podría concluir que, en cuanto al estudio de formas alternativas del deseo, más que «sexofóbica», como ha denominado Cortazzo el aspecto represivo de los estudios literarios en Uruguay, la crítica tradicional sobre el Novecientos ha demostrado ser profundamente misógina y homofóbica.

En muchos de los estudios críticos uruguayos sobre el Novecientos anteriores a la década de 1990, el aspecto sexual de la escritura se encuentra indefectiblemente conectado a las biografías de los escritores del período: «lo sexual» en la crítica tradicional uruguaya parecería remitir, más que a la producción creativa, al campo de las actividades sociales del cuerpo.

Este problema se observa claramente en el ensayo de Emir Rodríguez Monegal, Sexo y poesía en el Novecientos (1967), el primer estudio crítico del Novecientos que pone sobre el tapete la «cuestión» sexual en la escritura del período. Como ya ha sido señalado, dicho ensayo -concentrado en las figuras de Delmira Agustini y Roberto de las Carreras- en gran parte respondía a determinadas orientaciones críticas del momento («los sociólogos populares de estos últimos tiempos», 9) que atribuían la rebelión poética y sexual en la escritura de la época a la represión del ambiente sociocultural. Para Rodríguez Monegal, en cambio, la opresión social no fue la única causa de la rebelión en Agustini y de las Carreras, sino que mucho tuvo que ver una «necesidad de escándalo» que tendría su origen en la búsqueda personal y poética, así como «una pasión de sinceridad y autenticidad, que lleva a Roberto a sucesivas exposiciones hasta alcanzar el centro mismo de la locura, en tanto que Delmira se va hundiendo poéticamente en su sexo insatisfecho hasta encontrar en el holocausto sangriento la última impostergable voluptuosidad» (67).

Desde el inicio del ensayo, subtitulado «Los extraños destinos de Roberto y Delmira», Rodríguez Monegal aísla a dichos escritores, estudiándolos como «casos» excéntricos, extravagantes y escandalosos que se abatieron violentamente contra el ambiente cultural y social del período15. Al marginalizarlos y distanciarlos de su entorno (el término «extraño» del subtítulo estaría funcionando en el doble sentido de raro y de ajeno al ambiente), Rodríguez Monegal acentúa las respectivas rarezas personales de los escritores: «Roberto» y «Delmira» se convierten en unas figuras desgraciadas, solitarias y enfermas; un bastardo resentido (34), «ocasionalmente potente» (24), el primero y «la pobre Delmira» (50), una esquizofrénica (43) «al borde de la psicosis» (50). Asimismo, el crítico extiende su compasión a otros «extraños» del Novecientos, entre ellos, el sadomasoquista Horacio Quiroga (66) y el «pobre» André Giot de Badet, «pequeño mariposón poético» (56).

En Sexo y poesía, los escritores que ocupan la atención del crítico quedan irremediablemente unidos por el escándalo: el nacimiento ilegítimo y la celebración del sexo extramatrimonial en el «caso» de Roberto de las Carreras; los «arrebatos de pitonisa en celo, de hembra ardida» (8) y el divorcio e inmediato asesinato en manos de su esposo, en el «caso» de Delmira Agustini. De las Carreras es desestimado como escritor; según el crítico, su mayor gloria literaria consistió en introducir a Julio Herrera y Reissig en la literatura simbolista a través de los libros que trajera de su viaje a Europa. En cuanto a la amistad entre los dos escritores y el gesto desafiante que evidencian los textos en colaboración, Rodríguez Monegal le atribuye a Herrera y Reissig, «de sexualidad normal, algo moroso» (30), una actitud discreta y razonada que lo mantuvo a una distancia prudente de los excesos de su amigo. En conjunción con su talento natural, la «normalidad» de Herrera y Reissig, manifestada a través de un erotismo medido, consagró su producción poética y personal para la posteridad. El potencial subversivo de la «pose» (Molloy 1994) de Roberto de las Carreras es anulado: según Rodríguez Monegal, este Narciso impotente elige la «exhibición» no como estrategia creativa, sino a manera de terapia, esto es, para aliviar sus «horribles tensiones interiores» (24), de la misma forma que había buscado en sus primeros escritos un espacio donde ventilar su «horrible sentimiento de bastardo resentido» (34).

La explosión erótica en la obra de Delmira Agustini se salva en lo que atañe a la resolución creativa, pero no escapa a la cadena de «horribles» circunstancias biográficas que, según entiende el crítico, contribuyeron en forma decisiva a otorgarle originalidad a su obra. Si bien, por un lado, Rodríguez Monegal se convierte en uno de los primeros en cuestionar la lectura de Alberto Zum Felde que insistía en la potencia mental de la poeta, posición que bloqueaba el elemento sexual en su escritura, por otro, el crítico se va al extremo de considerar casi exclusivamente los aspectos biográficos en el estudio de la obra de Agustini. Entre otros ejemplos, le atribuye demasiada importancia a la «monstruosa sujeción a la madre» (40), a quien califica de neurótica, posesiva y dominante. Asimismo, considera que los ardientes versos de Los cálices vacíos (1913) parten de una experiencia de amor concreta y no de un proceso de evolución poética: apoyándose en la correspondencia personal que la escritora intercambiara con Manuel Ugarte (1878-1951), poeta con quien Agustini parecería haber estado involucrada sentimentalmente por la época de su matrimonio con Enrique Job Reyes, Rodríguez Monegal convierte al escritor argentino en el «hombre que ha provocado esos versos terribles» (55). Igualmente en este caso, la actitud de Agustini respecto a la creación se contrapone al razonado y sano proceso poético que el crítico le atribuye a Herrera y Reissig: según propone Rodríguez Monegal en su «hipótesis biográfica» (55), el extraordinario y superior estilo del que sería el último libro publicado en vida de Agustini, surge como el producto de la obsesiva y fantasiosa atracción sexual que sentía la autora por la figura atractiva, varonil y siniestra de un escritor colega.

Muchas de las revisiones que en los últimos veinte años han aparecido sobre la obra de Agustini, se han propuesto corregir las «hipótesis» exclusivamente biográficas que le quitaban autoridad textual a la escritura de la mujer. Sin embargo, tan temprano como en 1925 una crítica mujer, Luisa Luisi, ya exhortaba a leer la poesía de Agustini no desde su biografía, sino a partir de la propia producción literaria. «La tragedia de Delmira», advierte la crítica, «al atraer sobre sí misma la atención unánime y la simpatía general, robó a su obra lo que de derecho le pertenecía. La leyenda va en camino de borrar la poesía; tal la injusticia que, sin quererlo, están cometiendo sus mismos panegiristas» (170). A lo largo del ensayo, Luisi evita leer la biografía de la autora como un texto y busca concentrar su análisis en la escritura misma. Al mismo tiempo, la crítica se convierte en una de las primeras en reconocer el «predominio avasallador del instinto sexual» (174) o el «sexualismo» de la poética de Agustini. El «efecto revelador de la sexualidad, que desvió hacia su cauce el torrente magnífico de su poesía» (177), no reduce el talento poético de Agustini al desahogo del «ardor sexual» que, cuarenta años más tarde, le atribuiría Rodríguez Monegal. Al dejar en claro que el «sexualismo» en Agustini «está muy lejos de ser el torpe instinto que han visto con ojos torpes sus menguados comentadores» (176), Luisi le confiere a la poética de Agustini un control autorial que otros críticos cancelaron con alusiones a la intuición y al «milagro» de la creación femenina.




Sexualidad «bárbara»/sensualidad «civilizada»

Los trabajos publicados a lo largo de veinte años por el historiador José Pedro Barrán, particularmente los dos tomos de la Historia de la sensibilidad en el Uruguay (1989 y 1992), constituyen un aporte fundamental para el estudio de los usos cotidianos, las costumbres sexuales y los hábitos de conducta que dominaron a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX. En los mencionados volúmenes, el historiador plantea la hipótesis de dos formas de sensibilidad que de manera sucesiva marcaron un patrón de comportamiento en la sociedad uruguaya durante el mencionado período: la cultura «bárbara» y la cultura «disciplinada». La primera forma de sensibilidad, que Barrán sitúa aproximadamente en el período de 1800 a 1860, expresó su barbarie a través de la práctica de la violencia física, justificándola como el gran método de dominio. Dicha sensibilidad estuvo marcada principalmente por la omnipresencia del juego, la sexualidad espontánea y la exhibición macabra de la muerte. Hacia la década de 1860, recae sobre la cultura bárbara «el disciplinamiento» que impuso a la sociedad la gravedad y el ocultamiento del cuerpo, el puritanismo en la sexualidad y el descubrimiento de la intimidad impenetrable, marcada por la vergüenza, la culpa y la represión.

Respecto a la tendencia bipartita que sustenta este trabajo seminal, algunos críticos han señalado que el mayor problema deriva de la poca flexibilidad que presenta este tipo de modelo. Así, por ejemplo, en su trabajo sobre la mujer y la idea de nación en la literatura uruguaya decimonónica, María Inés de Torres acusa la lectura de Barrán de poseer «una buena dosis de idealismo y rigidez en la determinación y caracterización de los períodos y de una bipolaridad que podría sugerir el mismo maniqueísmo de la propia noción sarmientina en sentido inverso» (57). La bipolaridad igualmente conlleva a cierta generalización que simplifica la intrincada relación entre la facción política dirigente, el batllismo, y muchos intelectuales de avanzada.

Los problemas con el modelo bicultural se hacen más evidentes cuando se estudia la literatura erótica del Novecientos, la cual parecería escapar a la cultura del rigor y la austeridad sexual que, según Barrán, se impuso desde las denominadas «clases dirigentes». Según queda planteado en su estudio sobre los cambios en la sensibilidad uruguaya de principios de siglo XX, el proceso que condujo a la sociedad «civilizada» fue producto de la transformación de las valoraciones colectivas tanto en el sector conservador como en el liberal. En lo fundamental, dicho cambio implicó el control, la legislación e institucionalización de los «excesos» de la sexualidad, la gran enemiga del ascetismo y el orden que la modernidad pretendía imponer. El sector de las clases dirigentes (en Historia de la sensibilidad Barrán comprende en el grupo a cabildantes, gobernadores, presidentes, ministros, legisladores, periodistas y, fundamentalmente, el clero), aparece como el encargado de impulsar desde «arriba» el proceso disciplinador que luego se habría generalizado al resto de la sociedad. A la exaltación del placer, el disfrute y el desenfreno característico de la cultura «bárbara», le siguió la represión y el control propio de la cultura del «disciplinamiento».

La hipótesis de la sensibilidad «civilizada» dominando la mentalidad del Novecientos cancela la teoría del modelo demográfico que había desarrollado previamente el propio Barrán, conjuntamente con Benjamín Nahum, en Batlle, los estancieros y el Imperio británico (1979-1987), un importante estudio en ocho volúmenes sobre el período batllista. En el primer tomo de la colección, referente al Uruguay del Novecientos (1979), los historiadores atribuían los cambios sustanciales en la postura respecto a la experiencia de la sexualidad a la introducción de un nuevo modelo demográfico. Dicho modelo respondía a una estructura socioeconómica que ofrecía un limitado número de empleos y había hecho del control de la natalidad su mayor cruzada. El crecimiento urbano y la llegada masiva de inmigrantes a las capitales del Río de la Plata, se cuentan entre los hechos más influyentes en el desarrollo del referido fenómeno. La reducción significativa del núcleo familiar se había convertido en la forma más rápida de alcanzar el ascenso social en una sociedad que comenzaba a valorar el éxito económico de acuerdo a pautas de conducta burguesas. «De confiar en las estadísticas oficiales», señalan Barrán y Nahum, «se llega a la conclusión que de 1880 a 1920 la tasa de natalidad por mil habitantes descendió a la mitad» (Batlle, los estancieros I: 53). Según los autores, hacia la década del veinte, un país joven como el Uruguay ya presentaba la demografía de una «nación vieja», es decir, una demografía típica de países industrializados y desarrollados en una región dependiente y de estructura económica agraria.

En esta nueva sociedad montevideana de principios de siglo XX, Barrán y Nahum advertían dos formas muy diferentes de adaptación al nuevo modelo demográfico. Por un lado, la Iglesia y determinados sectores conservadores ligados a ella optaron por limitar el número de hijos por medio del retraso de la edad matrimonial. Es así que el culto a la virginidad, que reemplazó el culto a la fecundidad del período anterior, se manifestó en la estricta separación de sexos en lugares públicos y privados, la reclusión de la mujer, la implantación de los noviazgos eternos y la vigilancia continua.

Al puritanismo de las clases conservadoras se contrapuso un erotismo exaltado que, según los historiadores, consistió en la contrapropuesta de la elite culta a la represión de la sexualidad que el mismo modelo había impulsado para lograr sus fines:

El modelo demográfico, en realidad, no rechazaba al sexo sino a la fecundidad. El puritanismo era una reacción primaria frente a ese modelo y hallaba su única justificación práctica como fundamento moral del retraso en la edad matrimonial. El erotismo fue la reacción inversa pero también funcionó dentro del modelo. A éste le era indiferente que el sexo volara por sí mismo, siempre y cuando lo hiciera separado de la procreación, para escándalo de la Iglesia Católica.


(Barrán y Nahum 1979: 81)                


Según los historiadores, tanto el erotismo como el puritanismo funcionaron dentro de las pautas del nuevo modelo. Los grupos conservadores, atados a los preceptos morales del período anterior, exhortaron a la abstinencia, en tanto que los grupos radicales (anarquistas, feministas y ciertos sectores vinculados al propio presidente José Batlle y Ordóñez) reivindicaron el deseo sexual liberado de la función procreadora. En el período del batllismo, el nuevo modelo demográfico que devaluó el papel de la mujer fecunda, la impulsó a buscar alternativas a la «carrera» matrimonial, «liberándola» de su exclusivo papel de madre. Este hecho explicaría el desarrollo de un feminismo militante en ese período, al cual no se le opuso demasiada resistencia porque en última instancia coincidió con ese orden por cuanto ambos negaban el viejo valor atribuido a la fecundidad (Barrán y Nahum I: 89).

Asimismo, la literatura erótica del período (Roberto de las Carreras, Delmira Agustini y Carlos Reyles, entre otros), floreció bajo el amparo de los sectores progresistas en el poder. El tono libertario y desafiante del grupo no reaccionó contra un bloque homogéneo de conservadores vinculados con la clase dirigente (muchos de estos escritores pertenecían a dicha clase), sino contra ciertos grupos conservadores ligados a los intereses de la Iglesia, en pugna con las ideas anticlericales del gobierno de Batlle y Ordóñez.

Para sostener la hipótesis del sistema binario de sensibilidades planteada diez años después en Historia de la sensibilidad, Barrán enfatiza el aspecto represivo de la cultura «disciplinada», oponiendo la «sexualidad genésica» característica de la cultura «bárbara» (1800-1860) al «sensualismo» decadente del Novecientos. La reflexión «bárbara» de lo sexual, «que combinaba la escasa culpa con la alegría jocunda y llamaba a las cosas por sus nombres "soeces"», apunta Barrán, «hubiera chocado de seguro a los "decadentes" del Novecientos, más proclives a la sensualidad -vivida y sobre todo, imaginada- que a la sexualidad» (Historia de la sensibilidad II 167). Siguiendo la misma línea homogeinizadora que Ángel Rama planteara en Las máscaras democráticas del modernismo, el historiador considera que el «libertinaje» de los modernistas uruguayos e hispanoamericanos en general buscaba, más que una exploración real de la sexualidad, su refinamiento, su disfraz o su máscara, empleando el impulso sexual a modo de manifiesto antiburgués. Según lo plantea en su estudio sobre la sensibilidad uruguaya, «el rechazo al placer signó a la nueva sensibilidad pues el placer dejó de ser sólo el viejo desafío a Dios para transformarse también en desafío al nuevo orden económico-social, traición a la familia, perversión antinatural o enfermedad y, por fin, delito» (Historia de la sensibilidad II: 203). De esta forma, Barrán privilegia la separación entre sentimiento amoroso y sexualidad o, mejor, entre la concepción idealista del amor que exalta la pureza, la virtud y la ternura, y el erotismo «carnal» considerado impuro, vulgar y lascivo. El amor, dice el historiador, «no se vinculaba con la plenitud y la felicidad de los sentidos, era exclusivo del "alma". Sólo así esta cultura represiva admitía el elogio del sentimiento, de otra manera se le "vulgarizaba", de ésta, se le espiritualizaba» (Historia II 185).

El «divorcio perverso entre amor y sexualidad» (186) que, según Barrán, es un elemento característico de la sensibilidad «civilizada», no encuentra eco en el deseo exaltado que se observa en la poética del Novecientos ni en algunas de la políticas sexuales impulsadas durante el gobierno de Batlle y Ordóñez. Si bien es cierto que a fines del XIX «fue desde el Poder que [...] partió el puritanismo, es decir la sensibilidad "civilizada" para la sexualidad» (Historia I: 231), por medio de decretos y reglamentos tendientes a controlar los «excesos», también es cierto que en el Novecientos desde el Poder (en manos del batllismo) sale el impulso contrario que se expresa, como ya ha sido señalado, mediante diferentes proyectos de leyes «libertarios» que sacudieron a las clases conservadoras y al clero. Pese a que propio Barrán ha aclarado que los términos cultura «bárbara» y cultura «civilizada» no deben entenderse en sentido excluyente, sino que corresponden a tendencias hegemónicas atravesadas por ideas muchas veces contrapuestas, su estudio sobre la sensibilidad sacrifica a favor de una postura binaria la compleja relación entre las diferentes fuerzas que dominaron el período. Al presentar a las clases dirigentes como un bloque «disciplinador», Barrán desatiende el espacio que el proyecto hegemónico del batllismo brindó a ciertas subjetividades disidentes o alternativas. El estudio previo que el historiador escribiera en colaboración con Benjamín Nahum, proponía una lectura menos rígida que tenía más en cuenta la compleja interacción de las diversas tendencias que convivieron en el Novecientos.

Pese a ciertos esquematismos en su planteo, los trabajos de Barrán abrieron el camino a innovadoras perspectivas en la manera de encarar la historia cultural uruguaya, dentro de las cuales busca incluirse el presente libro. A partir del estudio de la formación de identidades sexuales y sus inscripciones en el ámbito socio político del período, este estudio busca recuperar una lectura integradora del Novecientos que considere en lo posible las diversas tendencias en toda la complejidad que ellas representan.




Obras citadas

  • Achugar, Hugo. Poesía y sociedad (Uruguay 1880-1911). Montevideo: Arca, 1985.
  • Arena, Domingo. Escritos y discursos del Dr. Arena sobre el Sr. Batlle y Ordóñez. Montevideo: Biblioteca Batlle, 1942.
  • Balderston, Daniel. Sex and Sexuality in Latin America. Nueva York-Londres: New York University Press, 1997.
  • Barrán, José P. y Nahum, Benjamín. Historia rural del Uruguay moderno. Montevideo: Banda Oriental, 1971, 1972 y 1973.
  • ——. Batlle, los estancieros y el imperio británico. Tomos I al VIII. Montevideo: Banda Oriental, 1979.
  • Barrán, José P. Historia de la sensibilidad en el Uruguay. La cultura «bárbara» (1800-1860). Montevideo: Banda Oriental, 1989.
  • ——. Historia de la sensibilidad en el Uruguay. El disciplinamiento (1860-1920). Montevideo: Banda Oriental, 1992.
  • ——. Amor y transgresión en Montevideo: 1919-1931. Montevideo: Banda Oriental, 2002.
  • Bataille, Georges. El erotismo. Traducción de Antoni Vicens y Maríe Paule Sarazin. Barcelona: Tusquets, 1997.
  • Bergmann, Emilie y Smith, Paul Julian, editores. ¿Entiendes? Queer Readings, Hispanic Writings. Durham-Londres: Duke University Press, 1995.
  • Caetano, Gerardo y Rilla, José. Historia contemporánea del Uruguay. Montevideo: CLAEH-Fin de Siglo, 1994.
  • Carreras, Roberto de las. Psalmo a Venus Cavalieri y otras prosas. Prólogo de Ángel Rama. Montevideo: Arca, 1967.
  • Cortazzo, Uruguay. «Una hermenéutica machista: Delmira Agustini en la crítica de Zum Felde». Delmira Agustini: Nuevas penetraciones críticas. Coord. Uruguay Cortazzo. Montevideo: Vintén, 1996, 48-74.
  • Ferreres, Rafael. «La mujer y la melancolía en los modernistas». El modernismo. Edición Lily Litvak. Madrid: Taurus, 1975, 171-183.
  • Foucault, Michel. Historia de la sexualildad. Tomo 1. Madrid-México D. F.: Siglo XXI, 1995.
  • Fraser, Nancy. «Rethinking Recognition: Overcoming Displacement and Reification in Cultural Politics». Conferencia. Setiembre 27 1999.
  • Freud, Sigmund. «Tres ensayos para una teoría sexual». Obras completas. Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres. Buenos Aires: Losada, 1997.
  • Fuss Diana. «Lesbian and Gay Theory: The Question of Identity Politics». Essentially Speaking. Feminism, Nature and Difference. Nueva York, Routledge, 1989, 95-112.
  • González Echevarría, Roberto. «Modernidad, modernismo y nueva narrativa: el recurso del método». Revista Interamericana de Bibliografía 30 (1980): 157-159.
  • Gramsci, Antonio. Cuadernos de la cárcel. Edición Valentino Gerratana. Traducción Ana María Palos. México D. F.: Era, 1975.
  • Guerra, Fabio. Reseña de Uruguay homosexual: Culturas, minorías y discriminación, de Carlos B. Muñoz. Brecha 557 (s. f.) Web. Abril 2004
  • Habermas, Jürgen. «The New Obscurity: The Crisis of the Welfare State and the Exhaustion of Utopian Energies». The New Conservatism. Cultural Criticism and the Historians' Debate. Edición y traducción de Shierry Weber Nicholsen; introducción de Richard Wolin. Cambridge, Massachusetts: MIT Press, 1989, 48-70.
  • Halperin Donghi, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. México D. F.: Alianza, 1996.
  • Heath, Stephen. The Sexual Fix. Nueva York: Schocken Books, 1984.
  • Jitrik, Noé. Las contradicciones del modernismo. Producciones poéticas y situaciones sociológicas. México D. F.: El Colegio de México, 1978.
  • Litvak, Lily. Erotismo fin de siglo. Barcelona: Antoni Bosch, 1979.
  • Louis, Julio A. Batllle y Ordóñez: Apogeo y muerte de la democracia burguesa. Montevideo: Nativo Libros, 1969.
  • Luisi, Luisa. A través de libros y autores. Buenos Aires: Nuestra América, 1925.
  • Martínez Ces, Ricardo. El Uruguay batllista. Montevideo: Banda Oriental, 1962.
  • Molloy, Sylvia e Irwin, Robert McKee (Editores). Hispanisms and Homosexualities. Durham-Londres: Duke University Press, 1998.
  • Molloy, Sylvia. «Too Wilde for Comfort: Desire and Ideology in Spanish America Fin de Siècle» 1992, Social Text (31), 187-201.
  • ——. «Las políticas de la pose». Culturas del fin de siglo en América Latina. Rosario: Beatriz Viterbo, 1994, 128-137.
  • ——. «His America, Our America: José Martí Reads Whitman». Modern Language Quarterly 57.2 (1996): 369-379.
  • Montero, Oscar. Erotismo y representación en Julián del Casal. Amsterdam-Atlanta: Rodopi, 1993.
  • ——. «Modernismo and Homophobia: Darío and Rodó». Sex and Sexuality in Latin America. Eds. Daniel Balderston y Donna J. Guy. Nueva York-Londres: New York University Press, 1997, 99-117.
  • Muñoz, Carlos Basilio. Uruguay homosexual: Culturas, minorías y discriminación desde una sociología de la homosexualidad. Montevideo: Trilce, 1996.
  • Nin Frías, Alberto. Sordello Andrea (Novela de la vida interior). Montevideo: Bertani, s. f.
  • ——. Alexis. El significado del temperamento urano. Madrid: Javier Morata, 1932.
  • Nordau, Max. Degeneration. Nueva York: Appleton, 1895.
  • Panizza, Francisco E. Uruguay: Batllismo y después. Pacheco, militares y tupamaros en la crisis del Uruguay batllista. Montevideo: Banda Oriental, 1990.
  • Paz, Octavio. La llama doble. Amor y erotismo. México D. F.: Seix Barral, 1993.
  • Pérus, Françoise E. Literatura y sociedad en América Latina: El modernismo. La Habana: Casa de las Américas, 1975.
  • Peyrou, Rosario. «María Eugenia Vaz Ferreira. Su paso en la soledad». Mujeres uruguayas. El lado femenino de nuestra historia. Tomo I. Montevideo: Alfaguara, 1997, 195-221.
  • Rama, Ángel. Los poetas modernistas en el mercado económico. Montevideo: Universidad de la República, Facultad de Humanidades y Ciencias, 1967.
  • ——. La ciudad letrada. Introducción Mario Vargas Llosa. Prólogo Hugo Achugar. Hanover: Ediciones del Norte, 1984.
  • Rama, Germán. El ascenso de las clases medias. Enciclopedia uruguaya. Vol. 36. Montevideo, 1969.
  • Real de Azúa, Carlos. «El ambiente espiritual del 900». Número 6-7-8 (1950): 15-36.
  • ——. Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora? Montevideo: Centro de Informaciones y Estudios del Uruguay-Banda Oriental, 1984.
  • Reyles, Carlos. La muerte del cisne. París: Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas, 1910.
  • Rodó, José Enrique. Obras completas. Edición y prólogo Emir Rodríguez Monegal. Madrid: Aguilar, 1967.
  • Rodríguez Monegal, Emir. José E. Rodó en el Novecientos. Montevideo: Número, 1950.
  • ——. Sexo y poesía en el novecientos. Los extraños destinos de Roberto y Delmira. Montevideo: Alfa, 1967.
  • Rougemont, Denis de. Love in the Western World. Traducción Montgomery Belgion. Nueva York: Fawcett World Library, 1966.
  • Salessi, Jorge. Médicos, maleantes y maricas. Higiene, criminología y homosexualidad en la construcción de la nación Argentina. (Buenos Aires: 1871-1914). Rosario: Beatriz Viterbo, 1995.
  • Salinas, Pedro. La poesía de Rubén Darío. Ensayo sobre el tema y los temas del poeta. Buenos Aires: Losada, 1948.
  • Sinfield, Alan. «Art as Cultural Production». Cultural Politics-Queer Reading. Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 1994, 21-39.
  • Torres, María Inés de. ¿La nación tiene cara de mujer? Mujeres y nación en el imaginario letrado del siglo XIX. Montevideo: Arca, 1995.
  • Vanger, Milton I. José Batlle y Ordóñez. El creador de su época (1902-1907). Traducción Amelia Aguado. Buenos Aires: EUDEBA, 1968.
  • ——. El país modelo. José Batlle y Ordóñez (1907-1915). Traducción Benjamín Nahum. Montevideo: Arca-Banda Oriental, 1983.
  • Vaz Ferreira, Carlos. Sobre Feminismo. Montevideo-Buenos Aires: Edición de la Sociedad Amigos del Libro Rioplatense, 1933.
  • ——. «Carta de Carlos Vaz Ferreira a Delmira Agustini». Fuentes. Órgano del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios. Montevideo, 1961, 143-147.
  • Visca, Arturo Sergio. «Prólogo». Antología de poetas modernistas menores. Montevideo: Biblioteca Artigas. Colección de clásicos uruguayos, 1971, vii-lxvi.
  • Weinstein, Martin. Uruguay: The Politics of Failure. Londres-Westport: Greenwood, 1975.
  • Williams, Raymond. Culture and Society. Nueva York: Columbia University Press, 1958.
  • ——. Marxism and Literature. Oxford: Oxford University Press, 1977.






 
Indice