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Mirándola dormir [selección]

Homero Aridjis





Ay de ti que duermes navegando.

Como el pájaro que duerme con los ojos abiertos.

Con la imperfecta serenidad de la que irradia perfectamente trastornada.

Con las manos tensas y el mentón altivo; los ojos un poco inclinados hacia dentro, un poco de soslayo, un poco a la manera del que mira sin mirar.

Con los senos de fuego, altisonantes.

Con los poros de la ternura violentada, activos resoplando.

Y los dedos sobre extensiones carnales y perdidas, en pulcritudes domésticas y bárbaras, sobre juegos de azar y de certeza.

Con el instante un poco a la deriva, en el parpadeo de su órgano nupcial.

Con el parpadeo fabuloso de la creación que se celebra en la pura filigrana del amor.

Recostada plácidamente, si tu placidez no es aquel subterfugio del dibujo lácteo que denuncia al mar, del dibujo etéreo que describe a una mujer arrodillada ante algo indescifrable.

Recostada y soñando con la fauna al cuello, con pretensiones de ola sin memoria, con tu más hermoso sentimiento remojado, casi en el ahogamiento, en las clemencias deleznables.

Sumergida con Dios a la mitad de la sombra y con el Diablo a la mitad de la luz, como si se cohabitara largamente con el arcaísmo.

Bajo los altos edificios y las mínimas comprobaciones; a lo largo de los puentes y de los sonidos cortados; entre la mirilla de algo y lo invisible de alguien.

Y donde escalas a pulso cotidianamente un pedazo de alma que comerte.

Casi rememorando lo tangible, lo superficial, lo bien centrado, la mano impostergable.

Casi en ti misma embriagada, sujeta sujetante en el dorado estallido de la luz.

En el libro abierto en la novena página, en el cuerpo presentido bajo las axilas, en el breve encuentro y las telúricas constelaciones.

Tendida, desnuda y tatuada, con los ojos absortos al fondo de lo que haces, pero tal como si fuera una frase repetida, un tedioso recomenzar lo mismo con el mismo tic.

Ya el vestido azul abandonado y el brasier y la ventana por donde entra el aire suculento.

Y las imponentes pestañas anudadas, trenzadas y a prueba de basura externa, de paisajes polvosos y clarividentes miserables.

Tendida a lo largo de lo que eres.

Desnuda tan sólo en lo que tienes de oculto y redondeado.

Tatuada con el nombre de aquel desconocido, como si lo repugnante te vistiera el muslo izquierdo.

Fantástica en esta dimensión que crece, se agolpa y se confunde.

En tu cuerpo que se llama Berenice.

En tus caderas para el amor ocioso.

En un paraíso más vasto que la serpiente provocante.

Tan vasto como la pornografía de Eva prostituida, de Perséfone vitoreando el cataclismo en los burdeles.

En tu cuerpo que se llama Berenice, once de la noche del verano, amanecer púrpura de tus cabellos.

Como una nueva conciencia en tus rodillas, con un desenfado tan rotundo que llega a lo monstruoso.





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