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Miguel Hernández: memoria y escritura

José Carlos Rovira

La historia de este poeta se confunde a veces (son problemas de ritmos y de tiempos vividos) con una parte de la historia esencial de nosotros mismos. Hablo de otra época, indudablemente, y en ella encontraremos las claves de formación de un tiempo cultural que empezó más o menos cerca de ese momento histórico que llamamos posguerra. Hernández era esa voz con la que cabía que pasara todo: su significado durante la contienda incivil, la presencia de su libro épico Viento del pueblo, su muerte en el 42 en la cárcel de Alicante, hacían del poeta un símbolo social de la derrota. El rescate en esta línea parecía una tarea imprescindible para la poética y la crítica resistencial. Rescatar a Hernández era entonces introducirlo en un conjunto de evocaciones que se acababan prohibiendo por el poder, era insertarlo en las voces culturales de la clandestinidad, en la escritura de un futuro social que, necesariamente, debería surgir algún día: a fin de cuentas aquel hombre tenía la posibilidad, por su «viento» y su cárcel, de convertirse en el símbolo más genuino de lo que este país había vivido: la recreación por ejemplo de aquel tiempo final, el del Cancionero y romancero de ausencias, la obra en la que un hombre joven y enfermo terminal de historia, se encontraba con su pasado, que era su propia poesía, adquiriendo, a través de la recreación, la reconstrucción y la lectura, un espacio emocional que, difícilmente, habremos vivido luego con otro poeta.

De la lectura simbólica a la social

Otra parte del temporalmente breve universo poético hernandiano llamaba la atención al mismo tiempo: el poeta católico del principio, el del auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, el de los sonetos religiosos, el del mundo rural e ingenuo, bien podía servir para reintegrar a Hernández en la normalidad cultural que se defendía. Una hagiografía adecuada podía realizar esta reintegración. Aquel joven, muerto a los treinta y dos años, había tenido una intensa etapa católica inicial. Luego, las malas compañías quizá, lo habían convertido en algo diferente. Aunque, desde estas posiciones, no se acabara de entender mucho Perito en lunas o El rayo que no cesa, no contradecían estas obras, sin embargo, el propósito: Hernández había existido desde 1932 a 1936. Desde entonces, hasta su muerte en 1942, bien podía aplicársele el título de su auto sacramental.

A este Hernández simbólico, escindido entre dos posibilidades culturales que, desde el poder o desde la confrontación con este, tenían vigencia, se le fue aproximando muy pronto otro tipo de lectura que, centrada por la investigación universitaria, planteó la posibilidad, en medio de todo aquello, poniendo el acento más o menos en una restitución total del poeta y, más tardíamente, del autor teatral, de establecer la coherencia de los sucesivos espacios de escritura -fundamental era atender aquí el barroquista existencializado de El rayo que no cesa y, más tarde, al hermetismo gongorino de su primera obra, Perito en lunas.

Las ediciones de las «poesías completas» de Hernández fueron sintomáticas de los episodios que comento, desde la muy meritoria de Arturo del Hoyo en Aguilar (1952), parcial y censurada, para poder publicar el libro, hasta la de Losada (Elvio Romero, María de Gracia Ifach y Andrés Ramón Vázquez), en 1960, que se conseguía difícilmente en el mercado. Antes de estos, solo una presencia relevante: la edición de El rayo que no cesa realizada en 1949, en la colección Austral, por José María de Cossío. En 1976, fecha sintomática, aparecerá una edición que aspira al rango de «poesías completas», la de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, y unos años después, en el 79, la más amplia de Agustín Sánchez Vidal en Aguilar, apuntando ya hacia la edición crítica de la poesía. Y desde 1975, una presencia editorial imparable en ediciones singulares de libros y antologías de la obra: si uno de los parámetros para determinar la vigencia de un poeta es la existencia de lectores, los datos editoriales que apuntan a esto en Hernández lo demuestran vigente en todos esos años.

Hay otro elemento más que, a partir de 1970, empieza a restituir las posibilidades de una nueva lectura de Hernández y de un nuevo interés por el poeta. En el ámbito de las nuevas estéticas surgidas por aquellos años se producía, con un cierto desprecio, el arrumbamiento de lo que se llamó «poesía social» o «del realismo». En el centro de este proceso, nombres como el de Hernández podían parecer propicios para desprecios y destrucciones. Pero había que seguir manteniendo una cierta atención hacia aquel muchacho, hacia aquel cabrero, que en 1933 había apostado por la poesía pura, o por el hermetismo gongorino. Era curioso encontrar al exaltado cantor de Pasionaria, al rotundo propagador de hoces de rebeldía y martillos de protesta, aliado antes al hermetismo barroco, a la tradición amorosa cancioneril, al lenguaje amoroso de San Juan de la Cruz, al teatro de Calderón, a la restitución de los villanos de nuestro Siglo de Oro a través de la lección de Lope, a una trascendencia quevediana del amor y la muerte, a un conjunto de etcéteras por tanto que resumían -parecía difícil desde sus presupuestos, su formación y su breve escritura- un recorrido continuo entre propuestas estéticas que significan, desde la poesía pura a la del compromiso, el tránsito estético de nuestros años treinta.

Y un poeta joven, desde sus ingenuidades textuales, cogido a un lápiz y a muchos papeles, conseguía ir abriéndose camino, desbrozando la selva de la ingenuidad inicial, entrando en una tensión estética que resume -no creo que haya un caso igual- un decenio de vida, cultura e historia de nuestro siglo. Quedará este decenio y quedará este poeta en medio de él. Por su tensión cultural, aquella que alguno pensó que lo ahogaba, o por su trabajosa espontaneidad, la que consiguió emborronando, tachando, rehaciendo continuamente sus propuestas y sus poemas. Se dieron cuenta de esto algunos contemporáneos. Juan Ramón Jiménez, probablemente, el primero de todos, al saludar El rayo que no cesa. Y paternalmente, Neruda o Alberti, y con amistad sincera Vicente Aleixandre.

Era extraño por otra parte aquel tipo llegado desde la huerta oriolana, con sus mitos de ganados y cabras, con su pesada formación religiosa, en el Madrid de los años treinta. La extrañeza acompañó al joven provinciano al que Ernesto Giménez Caballero bautizaba como «el poeta pastor». Anécdotas de rusticidad acompañan siempre la vida madrileña previa al tiempo épico. Se han reiterado tantas... Habrá que reiterar también la profunda atención que el joven provinciano desplegaba hacia todo lo que veía. Unos días iba a la tertulia del café Pombo y las imágenes de Gómez de la Serna o de Bergamín quedaban firmes, para crear tipos literarios, en su retina y en su memoria. Luego emergían como personajes de El torero más valiente y, sobre todo, como discursos culturales que le abrían la literatura y las posibilidades. El joven que quería triunfar en el teatro cambiaba de tercio, casi sin notarlo, desde el universo barroco del auto sacramental que le había publicado Bergamín en Cruz y Raya, al mundo taurino que -vía Sánchez Mejías o Joselito- tanto interesaba a los intelectuales de la época.

Otra edición para el cincuentenario

Es en esos años de Madrid donde la escritura siguiente encontrará un sedimento duradero. Las líneas de análisis parecen que podrán desarrollarse, a partir de ahora, de otra forma. Intentaré explicarme brevemente. Durante algunos años hemos trabajado con el amplio conjunto de papeles que Miguel Hernández escribió: más de mil soportes manuscritos son en la actualidad la base de una nueva edición de la Obra Completa de Miguel Hernández 1. El valor que esta nueva edición pueda tener es algo que no me corresponde obviamente afirmar. Pero quisiera, por vía de ejemplo, dejar constancia aquí de lo que los apéndices textuales de esta obra pueden proporcionarnos, que es básicamente el proceso de escritura -los borradores y esbozos- de una gran parte de poemas o de obras teatrales.

Del archivo del poeta elijo uno de los primeros fragmentos breves, sin conclusión, consistente en dos líneas. Es el siguiente2:

madre, te siento hundirte en barro, tú que me diste

huesos como espadas y labios como-



Un ejemplo semejante, en el límite de los fragmentos por su extensión, puede ser obviamente valorado por la relación evidente que establece con Espadas como labios de Vicente Aleixandre. El motivo que aparece en la línea última es un juego con el título de la obra, conduciéndonos a leer inmediatamente el poema «Madre Madre» del libro citado:

La tristeza u hoyo en la tierra

dulcemente clavado a fuerza de palabra

[...]

La tristeza como un pozo en el agua

pozo seco que ahonda el respiro de arena

pozo. -Madre ¿me escuchas?



Parece clara la relación que se establece entre el breve apunte de Hernández y los motivos del poema de Aleixandre («hundirte en barro» = «hoyo en la tierra», «pozo seco»). Sería suficiente prueba para concluir en la lectura temprana de esta obra de 1932, pero el apunte nos lleva además no solo a la temprana afición por la poesía de Aleixandre, que confluye en 1935 en el poema «Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre», sino a que algunos términos y contextos de este poema coinciden con centros de construcción posterior del lenguaje de Hernández. Releemos otro fragmento de «Madre Madre»:

La tristeza no siempre acaba en una flor

ni ésta puede crecer hasta alcanzar el aire

surtir...



y nos introduciremos probablemente en palabras-claves y desarrollos metafóricos (la flor, el hoyo, el pozo) que lo son del lenguaje final hernandiano, por supuesto que con otra dimensión sistemática, con otras claves expresivas, pero sin que dejen de recordarnos en alguna medida este poema.

El breve ejemplo debe servir solo aquí para insistir sobre el valor principal que el material citado, e incluido en el aparato textual de la nueva edición, puede tener.

Finalmente, memoria y escritura

Comenzaba narrando un espacio todavía emocional de la memoria y concluyo con un ejemplo, esbozado rápidamente, de las tensiones previas de la escritura hernandiana. Quizá para abordar lo que en la actualidad puede crear una nueva reflexión sobre Hernández: tendremos ante nosotros en este cincuentenario no solo la totalidad de su obra, sino las etapas germinales de ella, el conjunto de materiales que la determinan. Introducirnos en su esfuerzo de escritura puede ser quizá la mejor manera de entender su dimensión creativa: aquella que es resultado de un trabajo continuo sobre el texto, de una tensión que le hace ocupar, desde unos presupuestos culturales de varia procedencia, un lugar indudable en nuestra literatura del siglo XX.

La visión global de la escritura hernandiana será ahora una forma de restituir su significado en la creación literaria, cuando los mecanismos de la memoria tienden a ceder por el tiempo, y cuando ya definitivamente la pasión resistencial, o cualquier otra, es solo un recuerdo. De la dialéctica entre memoria y escritura, pervivirá finalmente esta última, como forma concreta de transmisión, más allá de nuestra época, de uno de los ejemplos esenciales de ella.