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Leopoldo Alas, mediador en la huelga de Gijón: febrero 1901

(Cinco artículos de «Clarín» en El Imparcial)

José María Martínez Cachero





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ArribaAbajoLas postrimerías de Leopoldo Alas

Los últimos meses de la vida de Leopoldo Alas (exactamente hasta la mañana del jueves 13 de junio de 1901), aunque presididos por el dolor de la enfermedad que le causaría la muerte (los médicos diagnosticaron una tuberculosis intestinal), serían de bastante y variada actividad pues siguió con sus clases en la cátedra, hizo algunos viajes, dispuso el contenido de varios libros, mantuvo una abundante colaboración periodística, intervino en actos públicos e incluso se sometió a las incomodidades de un cambio de domicilio; trabajaba ciertamente con enorme dificultad pero lo hacía, obligado en algún caso por compromisos contraídos, ayudado por una voluntad que le llevaba -como al anónimo enfermo de su meditación, tal vez el propio Alas1- a prescindir de lo que llama «metafísica gripal», oportunamente sustituida por «la lógica antiséptica».

Un repaso a esta su postrera actividad nos informa de que por entonces reunió Leopoldo Alas el material, aparecido ya en publicaciones periódicas, con que habían de formarse dos distintos libros -El gallo de Sócrates, cuentos; Siglo pasado, ensayos-, aparecidos póstumamente2. En abril recibió Alas el prólogo de Galdós para la tercera edición3 de La Regenta, tan deseado y perspicaz, que tanto se había hecho esperar; y entregaba a su vez a la editorial Maucci (de Barcelona) la traducción de Travail, de Zola, que le   —656→   había sido encargada con cierta urgencia4, a la que puso un prólogo que ilustra acerca de su relación literaria con el novelista francés y con la escuela naturalista.

La manifiesta precariedad de su salud y la debilidad que con frecuencia se apoderaba de su ánimo no fueron obstáculo para que tomase parte en una velada necrológica homenaje a Campoamor (27 de febrero), fallecido poco antes; se celebró el acto en el teatro ovetense que lleva el nombre del poeta y fue desde luego emotivo y variado, con la lectura y el recitado de composiciones campoamorinas y discursos recordatorios y ensalzadores, entre los cuales llamó la atención el de Leopoldo Alas, evocado así años después por uno de los oyentes, el presbítero Maximiliano Arboleya5: «Según rezaba el programa, debía estudiar en su discurso los Pequeños Poemas; pero fuéranle ustedes con programas al famoso crítico. [...] Habló largo rato, con el tomito de los Pequeños Poemas en la mano, pero sin acordarse ni para bien ni para mal de lo que se anunciaba como objeto exclusivo de su discurso. Allá al terminar, materialmente para terminar, al despedirse del público que no se cansaba de aplaudirlo, confesó que se había propuesto hablar de los bellísimos poemas campoamorinos, y pidió perdón por no haberse acordado de ellos. ¿De qué habló «Clarín»? Pues sencillamente de todo menos del tema de su peroración. Habló de todas las cosas, pero sin orden ni concierto, según se iban enredando, como cerezas, y siempre precipitado, ingenioso, caustico, haciendo reír y haciendo pensar, jugando con los pensamientos, derrochando amenidad [...]»

El 27 de mayo estuvo Alas en León, patria chica de su madre, donde asiste a la reinauguración de la catedral -se abrió de nuevo al culto, consagrada por el obispo de Osma-, después de largas y costosas obras de restauración; a la vuelta de este viaje, cambia de domicilio: «Ahora me mudo a una casa con una gran huerta, muy ancha y alegre. [...]» (en la Fuente del Prado, afueras entonces de Oviedo). Deja el piso tercero del número 3 de la calle de Campomanes, donde había vivido bastantes años, plenos de afanes, satisfacciones y, también, sinsabores; pese a todos los pesares, «Clarín» albergaba aún la esperanza de que un mero cambio físico acarreara cambio para bien en su quebrantada salud. Cuenta Posada6, compañero y fiel amigo de Alas, que éste andaba aquellos días lleno de ilusiones y de planes, entre los que figuraba un cuento que se le habría ocurrido por mor de las circunstancias: «un pobre enfermo que se muda, lleno de entusiasmo, a una casa alegre, toda luz; manda sus muebles, envía sus libros, y se agrava, y al fin, sí, se muda... para el cementerio».

Pero seguía atendiendo a su cátedra de Derecho Natural y, en ocasiones,   —657→   reunía a los alumnos en su propia casa, en el despacho colmado de libros y papeles que daba vista a un paisaje muy próximo, orlado de álamos y cipreses (los del cementerio viejo de Oviedo). Sigue atendiendo igualmente sus colaboraciones periodísticas, algo reducidas en cantidad ahora para dedicarse más de lleno a la traducción de Travail7; el semanario Madrid Cómico continúa ofreciendo sus «paliques» y originales suyos encontramos durante estos meses en diarios madrileños como Heraldo de Madrid y El Imparcial (también, Los Lunes de El Imparcial) y barceloneses (como La Publicidad o los semanarios Arte y letras y Pluma y lápiz).

La familia y los amigos, que a diario le hacen tertulia casera (Adolfo Posada, Rafael Altamira y Aniceto Sela, compañeros de claustro; el profesor y político Melquiades Álvarez; el médico Arango; el canónigo Joaquín de la Villa), constituyen refugio y defensa en estas últimas semanas de la vida de Leopoldo Alas, obsesionado casi por el recuerdo de la muerte: «[...] apenas pienso en otra cosa. En Oviedo vivo cerca de la sepultura de mi padre; en Carreño cerca de la de mi madre. Mi mujer es como el aire que respiro, y mis hijos como una lira, que Dios me conserve intacta. Yo ya, más que un hombre, soy una planta», como le escribía a Galdós el 17 de mayo8.




ArribaAbajoCorresponsal y mediador en Gijón

La huelga de Gijón -gremio de la construcción, en un principio, a quienes secundarían los obreros del muelle y los carreteros de mercancías portuarias- fue acontecimiento importante en la historia del movimiento obrero asturiano y duró buena parte del primer trimestre de 1901, acabando con el fracaso de los huelguistas; no se llegó a un acuerdo -una transacción entre las posturas de las partes en conflicto, tal como «Clarín» deseaba- y el ambiente social gijonés, tenso ya antes de la huelga y difícil, con el largo y movido desarrollo de la misma y con el resultado final empeoró considerablemente.

Cuando Ortega Munilla, director del diario madrileño El Imparcial, a la sazón uno de los más prestigiosos periódicos españoles, invitó a Leopoldo Alas, su colaborador habitual, a que se desplazase a la villa de Jovellanos para constituirse allí en «corresponsal especial», cabe suponer que el interesado, atraído sin duda por la envergadura del suceso, aceptó, sacando fuerzas de flaqueza, la misión encomendada y llegó a su destino para cumplirla el viernes 8 de febrero; el «insigne literato y eminente sociólogo» declaró a la llegada que había aceptado el encargo para informar a los lectores de El Imparcial de las visicitudes9 de la desavenencia entre obreros y patronos, conocida así por él de cerca y estudiada con ánimo libre de   —658→   apasionamiento. Aquella misma tarde, en conversación que tuvo con los miembros de la junta central obrera que dirigía a los huelguistas, quedó convertido por ésta en mediador -«[...] se ha concedido a D. Leopoldo Alas amplios poderes para intervenir como árbitro en la gravísima cuestión pendiente entre el capital y el trabajo [...]»-, tarea que en ocasiones interferiría la puramente periodística produciendo retrasos en la misma. El jueves 21 de febrero, fracasado el intento mediador y, también, la huelga (que no terminaría hasta entrado marzo), Leopoldo Alas regresaba a Oviedo, convencido de que la presumible derrota de los huelguistas se debía principalmente a «falta de una cabeza que los dirija» y, asimismo, de que los patronos «no abusarán de la victoria»; muchos ovetenses, según recuerda Luis Santullano10, le esperaron en la estación y desde allí le acompañaron al Centro Obrero, en cuyo salón de actos «Clarín» «contó lo que había hecho y lo que se había logrado en Gijón, acompañado su llano informe de reflexiones y comentarios nutridos de justicia y verdad, por encima de toda pasión».

LA CUESTIÓN OBRERA EN GIJÓN

(De nuestro corresponsal especial «Clarín»).

I. Me encarga El Imparcial que hable a sus lectores, en artículos breves, del conflicto económico de Gijón. Mucho me honra la confianza que en mí se pone; pero es tan difícil el empeño, que casi me pesa de haberlo aceptado. Seguro estoy de mi conciencia, pero no de los medios con que puedo contar para el acierto. Que empiece enseguida el trabajo se me pide; mas como necesito informes seguros, inmediatos, precisos, que sólo puedo adquirir hablando directamente con los que dirigen la acción de la lucha, iré a Gijón y procuraré ver las cosas de cerca, y juzgar por algo mejor que apariencias y rumores.

Verdad que los rumores y las apariencias también pueden tener su importancia, en cuestiones como ésta, en que se trata de intereses que tienen un aspecto de vida pública por referirse a la suerte de grandes masas. La opinión, así del público neutral, como de los mismos obreros y patronos que no intervengan en la dirección de los sucesos, como la de las mismas autoridades, puede influir no poco en las visicitudes11 de tales conflictos; y esa opinión puede estar fundada en noticias vagas, inexactas.

Así, por ejemplo, la medida de gobierno, que ya es un hecho, de declarar en estado de guerra (para que haya paz) toda la provincia de Oviedo, obedece, pues buena intención hay que suponerla, a malos informes.

Si se hubiera ido a beber en las fuentes a que yo he acudido, ya para este primer artículo, se hubiera adquirido la convicción que yo tengo de que podrá haber chispazos parciales de desorden, pero sin que se deba temer el contagio, que sería el que pudiera justificar esos alardes preventivos, y algo provocativos, de fuerza.

Si público «burgués» y gobernantes estuvieran un poco más enterados de   —659→   cómo está organizada en España parte de la llamada «clase» obrera, para procurar ir mejorando sus condiciones en su relación con el capital, hubieran podido notar estos días, en la marcha que llevan los sucesos de Gijón, en lo que dependen de los obreros (escuela de «sociología práctica» muy digna de atención), que de las dos grandes tendencias que se disputan el predominio en la dirección de la conducta solidaria de los obreros organizados, ha vencido aquí hasta ahora, y todo indica que seguirá venciendo, el criterio de los prudentes, de los cautos, de los que «se apresuran despacio». Sus fines no son más anodinos que los de los otros, pero son más pacíficos sus medios «actuales», y menos favorables a la propagación de los conflictos, y sobre todo, de los desórdenes.

Como estos artículos han de ser muy cortos, pero han de ser varios, y no puede decirse todo a la vez, prefiero hoy insistir en este aspecto de la cuestión, que es el que perentoriamente interesa al público en general.

¿Debe temerse que la crisis de Gijón se propague a otros grandes centros obreros, por lo menos a los de la provincia? Creo que no.

No hay que confundir la asistencia que a los huelguistas pueden prestar los obreros organizados de otras partes, no sólo de Asturias, sino de toda España, con el contagio de la huelga y menos con una actitud levantisca. Los que hablaron, por ejemplo, del viaje de dos mil obreros de Langreo a Gijón, no debían de estar bien informados.

La organización de «clase» de los obreros de España se divide hoy en las dos grandes tendencias indicadas, que «a grosso modo» podemos denominar socialista y anarquista; pero entendiéndose que ni estas dos tendencias dejan de prestarse auxilio y ofrecer cierta solidaridad cuando se trata de intereses comunes de «clase», ni de tales asociaciones, en la relación meramente «económica, obrera», están excluídos los trabajadores neutros en punto a ideal de «partido». La tendencia que en general puede llamarse socialista, tiene una especie de órgano supremo en la «Unión General de Trabajadores», cuyo comité está en Madrid; institución organizada en forma que podemos llamar federal. «Federación regional de resistencia» creo que se llama otro gran centro, que, como indica su nombre, tiene, entre otros casos, el fin de organizar la resistencia cuando hay que poner en práctica la solidaridad económica, amparando a los obreros sin trabajo por causas que importan a la acción común, como verbi gracia, las huelgas; es decir, ciertas huelgas. Creo que en este organismo predomina, por lo menos, el elemento anarquista. Por supuesto, que aunque su nombre lo indique, también la «Unión General de Trabajadores» tiene entre sus fines el de la resistencia. Parece ser que hay otras asociaciones de obreros, de cierta importancia, desligadas de las dos anteriores, ni de tendencia socialista ni anarquista, a lo menos dentro de partidos oficiales; y creo que es en Andalucía donde radican, teniendo principalmente por objeto intereses del trabajo agrícola. Se me dice que a pesar de las diferentes tendencias, las dos grandes agrupaciones arriba mencionadas prestan su apoyo material a los obreros que lo necesitan, siendo de los organizados, sin distinguir de partido. Más reacias parece que se muestran en este punto esas otras asociaciones que podemos llamar independientes.

En la huelga general de Gijón han empezado a llegar ya auxilios, para la resistencia, de muchos núcleos de España; pero, según mis informes, hasta ahora casi todas las cantidades recibidas provienen de las sociedades que constituyen la «Unión general de trabajadores». La «Federación regional», por ahora, ha mandado poco, dicen. También se han recibido socorros, pues así pueden llamarse, de entidades obreras ajenas a todos los organismos citados.

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Naturalmente, los obreros asociados del resto de Asturias también contribuyen a la resistencia; pero hay que notar que el criterio de la tendencia socialista, la predominante, con mucho, entre los organizados y de partido, es que «no deben vaciarse las cajas», sino ayudar a los de Gijón, con prudencia, pensando en posibles contingencias futuras. Además, y esto es muy importante, repugna esta tendencia -la mejor dirigida, la más disciplinada, creo- un paro más general, que invada a la provincia. Esta conducta es sistemática. Se funda en dos principales razones, una de oportunidad, de «táctica»; otra de «crédito social», a que atienden mucho estos disciplinados socialistas. Si se extiende el paro, menos dinero hay para ayudar a los de la huelga actual, menos podrían éstos defenderse; pues no se les podrá mandar recursos y habrá que distraer para los nuevos huelguistas algo de lo que hoy va a los de Gijón. Estas huelgas de contagio, inmotivadas, desacreditan, y a la que hay que atender es a la originaria, a la que «simboliza» ahora la lucha con el patrono. No hay que dividir la atención ni la fuerza.

La otra razón para rechazar el paro por «contagio» (para asustar al «burgués» o para irritar al obrero hambriento y provocar la lucha) es que a la «clase» le conviene que sepa el mundo que ella no provoca conflictos «por qué sí»; si viene el paro, que venga por culpa de los patronos.

Pues bueno, este criterio templado, que aleja los temores de desorden y de extensión del conflicto, fue el que los elementos de la tendencia pacífica y prudente hicieron triunfar en Gijón cuando, reunidas las diferentes «juntas» de las asociaciones obreras, prevaleció la idea de no provocar el paro general. Hubo quien lo propuso, quien quería intimidar al patrono y al pueblo neutro, llevando a la masa obrera a una situación desesperada, que la arrojara a la violencia. Pero pre dominó el sentido de orden. Y el paro general, o poco menos, vino, pero por acción de los patronos. Podrían éstos acaso justificarlo (de eso hablaré otro día), pero vino porque ellos quisieron, no por huelga general.

¿No lo ve el gobierno? En Asturias predomina una acción obrera orgánica, seria, disciplinada, que tal vez obra con «las de Caín» para ciertos intereses, pero que aborrece el desorden, la propagación injustificada de los conflictos. Estos obreros, siguiendo tal camino, podrán dar mucho que pensar a los patronos, como capitalistas, pero no es probable que susciten cuestiones de orden público. Claro que precauciones de policía, nadie las hubiera censurado, ni los mismos obreros «cautos», los de «las manos en los bolsillos», como diría Iglesias, pues no se puede responder de incidentes aislados, esporádicos, desagradables; pero de eso a declarar la provincia entera en estado de guerra, hay mucha distancia. Malo fuera que el gobierno, con tal aparato militar, provocara aquí un nuevo ejemplar del «Gran Galeoto», de Echegaray.

¿Para qué sirve, por ahora, el estado de guerra? Para evitar, o dificultar a lo menos, que se junten los núcleos directivos de patronos y de obreros, que, de llegar a una inteligencia, son los que tienen que deliberar y convenirse. Para concluir por hoy, y con objeto de que se vea que ese criterio pacífico y disciplinado que hasta ahora reina entre los obreros ofrece garantías de fuerza para seguir predominando, presentaré algunos datos de la organización obrera en Asturias.

Hay centros meramente «económicos» en que entran obreros con partido y sin partido, y hay centros que llaman «políticos», es decir, que son socialistas. También hay centros mixtos, económicos y políticos. En Gijón, Oviedo y Avilés hay asociaciones económicas y políticas (socialistas). En Felguera,   —661→   tres, económicas. En Langreo mixtas (con 2.000 asociados). En Mieres igual, con 4.000. Lo mismo que en Oviedo, aunque no faltan anarquistas, predominan socialistas, cuya regla de conducta queda explicada en Mieres, Langreo y Avilés. En mi próximo artículo empezaré tratando de la historia de la huelga actual; y anticipo que, según informes, no tuvo origen en la concesión de las ocho horas hecha por el Ayuntamiento a sus operarios, cuando el viaje de la reina. De otras «ocho horas» se trata.

CLARÍN

II. Antes de entrar en la materia anunciada en el anterior artículo, quiero tomar en cuenta uno que acabo de leer en El Español. Se dice en él que los anarquistas predominan entre el elemento obrero, no indiferente, de Asturias. Es todo lo contrario de lo que he afirmado aquí. Yo sostengo que predominan los socialistas, y que la masa neutra, por serlo y por el carácter propio de nuestro pueblo asturiano, más se inclina a los pacíficos que a los exaltados y turbulentos. Cuestión de hechos. No temo una comprobación. Tal vez el autor de ese artículo conoce Asturias... de paso. ¡Yo vivo aquí! Es claro que los «ácratas» gritan mucho y parecen más de los que son, según aquella advertencia que ya hizo Balmes, creo que en El Criterio.

La intención de El Español es buena, es llamar a la concordia a los patronos. Pero no conoce bien a los de Gijón, si cree que lo mejor es meterles miedo. ¡No habrá arreglo posible si los patronos creen que se puede poner en tela de juicio su valor! Lo que se logrará insistiendo en afirmar que los levantiscos son mayoría, será lo mismo que El Español desea evitar, que el gobierno exagere los alardes de fuerza. Por lo pronto, ya tenemos en Gijón al capitán general de Castilla la Vieja, Sr. Suárez Valdés. Quiero suponer que viene a asuntos particulares. Ojalá, de camino, se convenza de que no será necesario que los soldados tengan que combatir con sus hermanos los obreros.

En lo que está muy bien orientado el articulista de El Español es en el punto de vista en que se coloca para tratar de esta crisis obrera. Sí hay que atender a la propaganda socialista y anarquista entre los obreros, saber sus progresos y propósitos, para tratar a fondo de este asunto, que es una «cuestión social» práctica, una «clínica» que interesa a todo el país, por aquello de las barbas del vecino. Algunos patronos de Gijón, los menos, muy pocos, me llamarán acaso «teorizante» y creerán que la cuestión «local» que tanto les preocupa es aislada, y podrá tener arreglo definitivo con el triunfo (muy posible) de los suyos.

Morato dice bien: la pelota quedará en el tejado. Yo soy de los que creen que esto de ahora se arreglará pronto, que los obreros cederán mucho, que acaso algunos que se han excedido con exigencias intolerables no volverán a las andadas; pero Gijón, aun con esta transacción, que espero y deseo, seguirá siendo, por lo mismo que es un gran centro de riqueza industrial en un país adelantado, uno de los pueblos en que la «ola» de la «organización obrera» más avance, más guerra dé a los intereses contrarios. Opino que los patronos de Gijón tienen muchas cosas de qué quejarse, con motivo, en justicia; hacen bien en reivindicar derechos evidentes que ningún «partido socialista», en el estado actual de la vida económica y política les negaría, si no como tales derechos, como «hechos» que es locura combatir por ahora de   —662→   frente y en absoluto. Pero lo que no deben esperar los patronos es que las relaciones con los obreros vuelvan definitivamente al estado de los tiempos del trabajo «aislado», cuando el obrero estaba solo; no, con la organización del trabajo hay que contar; lo que se puede es rechazar los abusos, las absurdas imposiciones, como ahora han hecho los patronos de Gijón respecto de ciertas asociaciones, cargados de razón, sin duda, en este punto.

Si se me ha encargado de escribir estos artículos, es porque se trata de algo más que luchas locales en que no tendría yo nada que observar ni nada que decir.

* * *

Pero vamos ya a la historia prometida. Seré breve.

El Sr. Ugarte no estaba bien informado cuando dijo que el origen del conflicto estaba en las ocho horas concedidas por el Ayuntamiento cuando vino la corte. No hay tal cosa, según noticias de muy buen origen. Cierto es que el Municipio ofreció las ocho horas y aumento de jornal a sus obreros en aquella ocasión. Pero esos obreros no son los de la huelga. Creo que aquel aumento de sueldo llegó a la práctica, pero lo de las ocho no. Poco importa. Eran otros López.

Los trabajadores del muelle, los de la huelga, pidieron las ocho horas (antes trabajaban diez y cuarto), y las consiguieron creo que ya en 1899. Si esto es cierto, ¿dónde está ni siquiera el mal ejemplo a que podría referirse el Sr. Ugarte? Ocurre preguntar: ¿cómo entonces los patronos concedieron ya las ocho horas a los cargadores del muelle, y creo que también a los obreros de las artes de construcción? Me dicen que se cedió porque entonces había mucho trabajo, y el paro hubiera sido causa de mayores pérdidas para el capital, que la concesión. No se calcularon las consecuencias, sino el interés del momento.

Tal vez esté aquí, por parte de los patronos, el «pecado original» (si esto es pecado, que para mí no lo es). Los cargadores del muelle, la verdad, parece que se envalentonaron con triunfo tan grande y tan fácil. Según noticias de origen obrero, la opinión (casi unánime en esto, a lo menos entre la «burguesía», que es el medio en que yo vivo, no es justa al quejarse de las demasías de las asociaciones obreras imponiendo al patrono trabas y condiciones intolerables.

Se podrá -dicen- citar casos aislados de exigencias excesivas en los demás oficios, pero lo que dio motivo a esa alarma de la opinión, a las quejas de los patronos, a su resolución de luchar a muerte, si era preciso, fue la repetición de varios hechos lamentables, de que son responsables los cargadores del muelle, si no hemos de ver disculpa en las escasas luces que la sociedad ha hecho llegar a estos pobres jornaleros (hablan mis asesores). Se reconoce, por lo visto, que los del muelle se excedieron sistemáticamente. Yo no quiero recordar en qué consistían las imposiciones absurdas que todo el mundo conoce, pues no hay para qué tocar a las heridas, no siendo para curarlas.

Estos trabajadores del muelle, que acaso tienen cierta disculpa en lo mucho que la sociedad descuida la educación del pueblo, deben fijarse en que ciertos hechos suyos «probados», ni puede sancionarlos, con solidaridad teórica ni «económica», ningún partido obrero serio y de porvenir, ni podrán indefinidamente servir de punto de partida para huelgas que amparen con sus recursos todos los demás oficios, dentro y fuera de Asturias. Se ayuda por   —663→   todos a la resistencia, porque se defiende a «la clase» antes de pedir cuenta de su conducta a cada cual; pero no siempre, ni indefinidamente, se pueden emplear los medios de resistencia de todos en mantener situaciones en cuyo origen hay errores lamentables de unos cuantos.

Y he aquí otra causa de aquel aislamiento del conflicto de que yo hablaba ayer. Si los patronos pueden probar, contra mis noticias, que esos obreros, que esas insoportables exigencias eran generales en los oficios asociados, nada he dicho; pero si cabe reducir ese mal a los límites indicados, creo que en las tentativas de arreglo los patronos no deben exigir que para nada absolutamente en los ajustes y relaciones ulteriores con los obreros entren los organismos que los protegen con tutela que en absoluto cabe condenar.

* * *

Y sigamos ahora la historia. En diciembre de 1900 los trabajadores del muelle presentaron nuevas tarifas pidiendo que el jornal subiera de cuatro a cinco pesetas; y para otros jornales menores un aumento en proporción. Si desde el 1.º de enero de 1901 no se les pagaba así, dejaban el trabajo; si se les admitía a éste, entendían que se aprobaba el aumento. Los patronos a esta nueva exigencia creo que no contestaron. El 2 de enero se presentaron a trabajar y no se les despidió. Pero ya antes los patronos habían anunciado por todas partes, por ejemplo en los periódicos de varias provincias cercanas (verbigracia, el popular Norte de Castilla), que se necesitaban braceros; que se formaban brigadas de 75 hombres, de plantilla, con cuatro pesetas y diez horas. No se apuntó ningún obrero de los de la asociación del muelle. Vinieron los 56 castellanos12 que todo el mundo recuerda, y los antiguos operarios abandonaron el trabajo. Después ocurrió lo que no hace falta repetir, pues es muy reciente.

Los carreteros, por compañerismo, siguieron a la huelga a los cargadores.

Es decir, que las ocho horas quedaron implícitamente negadas. La reacción de los patronos, también agremiados ya, ante el peligro, les parece fuerte a los huelguistas. Ya El Imparcial en un buen artículo notaba que quitar ahora las ocho horas, después de tanto tiempo, era algo violento. Pero se contesta que casi en ninguna parte han logrado los obreros tal conquista, y que si Gijón puede con la solidaridad del capital librarse de esa carga que hace imposible la competencia con otros pueblos, es muy legítimo defenderse. Se añade que así como los obreros procuran «ganar terreno» cuando pueden luchar, resistir, el patrono está en el mismo caso y con igual derecho.

Mis noticias son por ahora (pues de esto es de lo que pienso enterarme mejor) que los obreros no harán mucho hincapié en conservar aquellas imposiciones abusivas de que antes hablaba; también cederán en el jornal, por ejemplo, 50 céntimos, (en este punto también creo que los patronos están dispuestos a ser generosos).

¿Y en las horas? La transacción de las nueve no se admitió por ahora. Acaso los obreros en este punto también cedan un poco. En algunos oficios,   —664→   los de construcción, por ejemplo, la igualdad de jornada les importa mucho, porque si en verano es mucho mayor, temen quedar sin trabajo por el invierno. Pero en otras tareas, por ejemplo la del muelle, la transacción podría consistir en jornadas graduadas, es decir, ocho, nueve y hasta diez horas, según la época del año. Si el «tesón» entra por algo en el conflicto (y puede que sí), por este camino nadie aparecería «cediendo él solo». Pero es el caso que la cuestión está complicada con la huelga de los carreteros y el paro general a que se creyeron obligados los patronos. Veremos esto otro día. Lo que no quiero creer es que se trate de suspender el trabajo de las mujeres en la Fábrica de Tabacos. La terrible medida podría tener una eficacia... de dos filos.

CLARÍN

III. Pido perdón, ante todo, al director de El Imparcial por haber tardado tanto en enviarle este tercer artículo. Llegué a Gijón sin más propósito que el de conocer de cerca la huelga; mas una invitación para mí muy honrosa, me hizo por algunos días tomar parte activa en varios trabajos de mediación, para procurar un arreglo; y es claro que creí más útil esto que escribir noticias y comentarios. Si la huelga hubiera terminado, todavía se debía hablar de ella, por las lecciones que encierra, pero sería de modo muy diferente y omitiendo pormenores y consideraciones ya inútiles en tal caso, y tal vez perjudiciales.

Por desgracia, a la hora en que escribo, sigue el conflicto, y merece ser estudiado detenidamente. Supongo que perdiendo la frescura de actualidad «nueva», para muchos lectores este asunto se hará enojoso; pero El Imparcial, serio y no «efectista», continuará dedicando atención y espacio, aunque la prolongación del litigio lo haga pesado y «viejo», pues no faltará quien siga atendiendo a la cuestión, sólo por continuar ésta planteada.

* * *

Después de lo que he visto, oído y observado en esta vida fabril del Gijón trabajador y apasionado, que no me hablen los partidarios del célebre «materialismo histórico» de la exclusiva fuerza etiológica del fin económico. La «infraestructura» famosa de Marx y los suyos, en esta cuestión de la huelga gijonesa, tiene muchos elementos que no son cosa del «vientre», y acaso llegáramos al nervio del asunto, mejor que hablando de tonelajes, salarios y plantillas, estudiando psicológicamente a los actores principales de este drama interesante. Pero dejo este camino, que me asusta por demasiado poco trillado, aunque algo aprovecharé de esta influencia tan poderosa que niegan los miopes, los cuales, por obstrucción, creen que tratándose de patronos y obreros se trata de problemas simplemente económicos.

A las dos horas de estar en Gijón celebraba yo mi primera conferencia con el presidente de la junta de patronos, D. Emilio Olavarría. Además de ir recogiendo las noticias y opiniones que me facilitaba, y he de aprovechar si sigo esta serie de artículos, estudiaba yo a «mi hombre», y aprendía mucho más con este estudio que con nada. Primer dato que ofrezco para meditación de los obreros gijoneses: los patronos tienen concentrada su acción, sin abdicaciones ni dictaduras, gracias a una muy justificada confianza, en una persona que merece dirigir. «Lo que Olavarría le diga a Vd., esto le decimos todos; lo   —665→   que él conceda por todos los patronos está concedido». Esto me repetían todos los de este bando, sin que a nadie se le ocurriera discrepar. De modo que por este lado tienen los patronos una gran fuerza: la de la unidad. Los obreros tienen al frente de sus intereses muchos nobles y simpáticos trabajadores, algunos de los cuales me encantaron, en la primera entrevista, por su inesperada cultura, sana intención y espíritu de justicia; pero no tiene la masa obrera un Olavarría, no tiene una «cabeza» en que todos pongan espontánea confianza. Si la hubiera habido, a estas horas estaría resuelto el conflicto actual, no con carácter definitivo, que esto es un sueño, pero sí del modo que hiciera salir a Gijón del presente estado insostenible, ruinoso, que acaba con el espíritu y con el cuerpo, con el corazón y con el bolsillo.

Lo que privadamente, por amor al obrero, les dije yo a aquellos dignos menestrales, después de ciertas confesiones suyas, no puedo hacerlo aquí público, pero si hubiera habido entre ellos una «cabeza», no un «formulario» repetido monótonamente por varios excelentes sujetos, a estas horas no seguiría la huelga; los obreros hubieran salvado los «principios», el interés de la causa general, que es lo que dicen que más les importa, y se hubiera evitado lo peor de todo: que esto acabe por la victoria completa de cualquiera de las dos partes.

Sí, porque esto es lo grave. A Gijón le importa mucho, para el porvenir, que la solución sea una transacción, no la humillación de uno de los contendientes.

«Si triunfan los obreros, hay que emigrar» -dicen los patronos. «Yo -decía un dueño de casas- dedicaré mi capital a jugar a la brisca».

En efecto, la queja común, el mal mayor, la «causa honda» del combate estriban en ese estado de irritación, de rencor casi (no muy hondo a mi ver, como examinaré otro día), que existía entre obreros y patronos. Lo que no se podía resistir, según los «burgueses», eran las exigencias, los abusos del jornalero, alentado por su organización obrera y por las victorias ya conseguidas. Pues si los obreros triunfan por completo, se teme, es claro, que abusarán más, que pedirán la luna. Por Gijón corre esta frase: «el trabajo fue el esclavo, es libre y quiere ser tirano». -No hablo yo, habla la opinión «burguesa» de Gijón.

Vencer, pues, en absoluto los obreros, porque el capital no pudiera resistir, sería el «pánico» entre los patronos; muchos industriales se retraerían; las luchas menudas, pero terribles, de cada día, del pormenor de la vida industrial, serían un infierno continuado, y los conflictos graves, generales, estallarían luego otra vez.

Mediten esto los obreros y no se hagan ilusiones respecto del tiempo que el capital gijonés podrá resistir. Me dicen los obreros: «No haga usted caso. Ellos tienen el corazón en la caja; pierden 20.000 duros diarios y tienen 70 millones sin ganar interés (en estos datos están conformes Olavarría y la comisión obrera); luego se rendirán». No lo creo. Los conatos de deserción o desfallecimiento, tal vez iniciados, se contienen, se corrigen; la disciplina, la unidad de conducta, se mantendrán. Es verdad que al capital le duele mucho perder, como él llama a no ganar en grande; pero en Gijón tienen calculados los sacrificios, y comparada la pérdida material, concreta, en dinero, pudiera decirse, con las pérdidas indefinidas que supondría la victoria del obrero, con sus pretensiones cada día mayores. Y es mucho, mucho lo que el patrono de Gijón ha de esforzarse por no sucumbir.

Además, en estos últimos tiempos, el capital gijonés ha hecho muy   —666→   grandes ganancias, muy buenos negocios; yo he visto documentos que lo prueban. Esto ayuda a resistir. Basta con hacerse la cuenta de que no ha habido tan buen año. Lo que ahora se pierde con el paro está compensado de antemano con las grandes ganancias de la temporada.

Supongamos ahora lo contrario, que el triunfo es de los patronos, por completo.

Pues tampoco podrán estar contentos. El obrero, al pasar por las horcas caudinas, volverá con más odio del que antes ya tenía, con peores propósitos. Trabajará en diez horas menos que antes en ocho o diez; lo que el patrono tenía por más intolerable, lo que trajo el paro, no en el muelle, sino el general, volverá: la imposibilidad de que trabajo y capital vivan juntos en esa guerra latente de todos los instantes, en todas sus relaciones.

Por eso doy tanta importancia a que la cuestión se resuelva, y no por cansancio de unos o de otros. Ahora fíjense los patronos. No basta que ellos digan: Es que después de vencer, y espontáneamente, nosotros seremos generosos, concederemos muchas ventajas. Suponiendo que esto se cumpliera, hoy el obrero no agradece esas limosnas, quiere derechos ganados por él. El obrero de Gijón, si vuelve al taller o al muelle o a la obra, vencido, volverá como los airados jornaleros que Zola pinta en su novela Trabajo (que yo estoy traduciendo), con el pensamiento puesto en la próxima batalla y en las escaramuzas de todos los días.

Hay que terminar el conflicto por transacción.

¿Tan difícil es ésta? No. Tal como quedó la cuestión cuando el último rompimiento de los tratos para el arreglo, no es cuestión de «ocho horas», ni de dignidad personal, ni nada de eso. Es cuestión, como decía un nobilísimo miembro de la comisión obrera, «es cuestión... de perras». Y pocas.

Se va el correo. Seguiré mañana.

CLARÍN

IV. Para probar lo que decía al final de mi anterior artículo, a saber, que la dificultad actual para la solución del conflicto es «cuestión de céntimos», creo que lo mejor es empezar por un rápido resumen de las últimas tentativas de avenencia en que tuve la honra de intervenir. El telégrafo les ha adelantado noticias a los lectores de El Imparcial, pero conviene saber pormenores significativos.

Con gran sorpresa y mayor satisfacción supe que una comisión del Centro Obrero quería conferenciar conmigo. En la tarde del viernes se reunieron en «La Iberia» los seis o siete representantes, todos muy corteses, inteligentes, y con ellos hablé confidencialmente de muchas cosas; me «abrieron el pecho» y ante aquella franqueza, más y más interesado por su causa, les propuse medios de transacción que me parecieron honrosos... y urgentes. Conste que si yo propuse transigir en condiciones en que mejor librados quedaban los «principios» que las «colonias», fue por lo que me dijeron los obreros de sus propósitos. En materia de la lucha económica con un adversario fuerte y hábil, con unidad de miras y planes bien combinados, es imposible defenderse con unos cuantos lugares comunes, más o menos radicales. Debieran ser los obreros cándidos como la paloma... y astutos como la serpiente. Luchan en Gijón sin asomos de estrategia; se les indica algo de esto, entienden algunos un poco... y acaban todos, o los más, por encastillarse en   —667→   sus fórmulas e ilusiones. ¡Qué hermosa ocasión están perdiendo aquí, de aprovechar algo más que la fuerza del número y cierta disciplina; de aprovechar...! Pero, sigamos. Me dijo la comisión que me autorizaba o para entenderme yo con los patronos, en su nombre, con las bases que convinimos, o para celebrar ellos mismos una reunión con la junta de patronato, en mi presencia. Preferí esto.

Vi al Sr. Olavarría; le dije las bases alternativas, y le pareció la mejor la del tonelaje, que «disolvía», no «resolvía» la cuestión de horas. Esta solución ya la había él propuesto, pues existe en varias partes; por ejemplo, en Barcelona. El sábado, en «La Iberia» también, se celebró la junta de obreros y la de patronos; la primera, compuesta de los mismos señores de la reunión anterior, y la otra del presidente y secretario del patronato asociado. Se discutió la base de arreglo, fundada en el trabajo por toneladas; pero, como todos temíamos, la cantidad de garantía para el contrato que el Sr. Olavarría señaló, ciento veinte mil duros, pareció muy grande para que los obreros pudieran encontrarla. La otra proposición por parte de los patronos era las ocho horas, reconociendo la obligación de trabajar otras dos, siempre que previamente se reclamaran, por necesidades del servicio. Estas dos horas se pagaban a dos reales cada una; la jornada de ocho, a cuatro pesetas. Si había más horas extraordinarias, como antes, se pagarían a peseta; en las construcciones se contentaban con los dos reales. A mis objeciones contestaron reduciendo la peseta de las dos horas a setenta y cinco céntimos, y aún llegaron a esto: en vez de peseta por las horas que pasaran de diez, tres reales por todas las extraordinarias, desde la novena.

En la reunión con los patronos el Sr. Labiada, representante de los cargadores, insistió en las dos pesetas por las horas novena y décima. Ya no era lo que me habían ofrecido a mí el día anterior, pues habían bajado a los tres reales por toda hora extraordinaria. Otros representantes no se mostraron conformes con Labiada; el Sr. D. Félix López, discretísimo, conciliador y socialista muy convencido, manifestó que no había que atender sólo al interés de los del muelle, sino a todas las industrias paradas, y que no seguirían siendo solidarios si se exigía más de lo posible.

Como no había entre ellos unanimidad, decidieron presentar la base del Sr. Olavarría a la junta de las asociaciones (unos cien individuos). Pero antes de separarse se habló de la «plantilla»; es decir, del sistema actual de cuadrillas en que trabajaban los llamados «esquiroles», los forasteros. Olavarría declaró que antes moriría que consintiera en despedir a los castellanos; los obreros no querían precisamente que se les despidiera, sino que entraran en libre oferta de trabajo, como los demás, sin preferencia. Y en esto estuvo la ruptura... por el momento. Patronos y obreros se separaron, sin arreglo posible, por causa de la «plantilla».

Tal fue la versión oficial, y esto se dijo y telegrafió. Pero yo sabía que lo de los forasteros podía tener arreglo sin la imposible ingratitud odiosa de despedir a los castellanos del muelle que quisieran continuar. Por lo cual, por mi cuenta, no por indicación de Olavarría -¿verdad, Sr. Olavarría?- hice que mi querido amigo Martínez, el muy ilustrado y activo corresponsal de El Imparcial en Gijón, que ha trabajado con entusiasmo en todas estas gestiones, buscara algunos de los obreros que acababan de salir de la fonda. Encontramos a dos y les dije: que prescindieran de la «plantilla», que yo les aseguraba que en este punto habría arreglo, sin perjuicio de nadie, y lo esencial era que las juntas reunidas discutieran la base de las ocho horas y dos reales por la novena y décima, que habían propuesto los patronos.

  —668→  

No se atrevían a reunirse, por el estado de guerra, pero yo tenía autorización del gobernador militar, el bravo y muy discreto general Rubín, para decirles que tratándose de procurar transacciones, autorizaría la reunión de las juntas. Así fue, y a las once de la mañana del domingo se celebró la asamblea, que llegaría a unos noventa o cien individuos. Y aquí de Le Bon y la poca fe que tiene en la perspicacia de las multitudes. Si con los siete obreros de comisión casi nos habíamos llegado a entender, con las juntas reunidas fue imposible.

Me buscó una comisión nombrada por la asamblea, que quedaba en sesión permanente, para proponerme... 18 reales por las ocho horas de jornal normal, y una peseta por cada hora extraordinaria. Imposible todo acuerdo. Ante actitud semejante, que no dejaba muy bien parada la autoridad con que la comisión primera había tratado conmigo y con los patronos, yo di por terminada, por lo pronto, mi intervención en el asunto. El Sr. Huergo, muy culto y prudente miembro de la comisión, alfarero, que había propuesto los 16 reales por la jornada de ocho horas y 75 céntimos por las horas extraordinarias, presentó la dimisión de su cargo al verse desautorizado, y lo mismo dicen que hizo el Sr. Serrano.

Yo creo que la masa obrera de Gijón es la que debe obligar a los trabajadores del muelle y a las juntas a ponerse en terreno más práctico. No se olvide que todos los obreros de las industrias van a volver con las diez horas de antes y el jornal de antes; no hay derecho para exigirles tantos sacrificios como supone el paro, por el afán de que exijan «en vano» 26 reales de jornal los cargadores. Así los patronos ¿cómo han de transigir? ¿No hay, dentro o fuera de Gijón, en el trabajo organizado, quien tenga autoridad para intervenir con «inteligencia» y hacer que se presenten soluciones viables?

Pero supongamos por un momento que en estas pretensiones (excesivas, dada la fuerza de resistencia con que pueden contar los del muelle), se cede, y se vuelve a lo razonable, a los 75 céntimos por horas extraordinarias y cuatro pesetas por la jornada de ocho horas. Creo esto posible, probable, manejando ciertos resortes. Pero ¿y los patronos? ¿Ceder? ¿Darán ese real más por hora, total 50 céntimos más?

Mañana hablaremos de esto. Pero los «hechos» demuestran lo que ayer decía, y que tanto importa tener presente al gobierno; a los obreros de Gijón «no cargadores» (más bien «cargados»); a todos los obreros de España que amparan la huelga; a los patronos de Gijón que no tienen barcos; esto es, que el grave conflicto es ya, en «último análisis», cuestión de céntimos; y si los obreros prudentes triunfan de sus compañeros, cuestión de «50 céntimos» por jornal. Medítese.

CLARÍN

V. Antes de continuar mi trabajo en el punto en que lo había dejado, necesito hacerme cargo de las últimas visicitudes13 porque han pasado las tentativas de arreglo, de las cuales ya sabe El Imparcial por los telegramas del discreto y muy activo señor Martínez.

Cada vez que intentan arreglarse patronos y obreros se separan más. Los obreros, que habían llegado por boca de sus legítimos representantes, los señores de la comisión de arbitraje, a conceder esto: jornada normal de ocho horas, con cuatro pesetas; obligación de trabajar dos horas más si lo exige el   —669→   interés del negocio; tres reales por cada hora extraordinaria; ahora exigen: jornada de ocho horas, sin obligación de trabajar más en ningún caso; horas extraordinarias, voluntarias todas, a peseta.

Por su parte, los patronos insisten en pagar cinco pesetas por diez horas; pero en la última reunión que celebraron en el Círculo Mercantil declararon, por labios del Sr. Santos, que hablaba por todos, que no reconocerían la jornada legal. Es decir, si no entiendo mal, que no quieren ya las ocho horas, ni siquiera en las condiciones «inofensivas» en que el Sr. Olavarría las admitió, delante de mí, al tratar con los obreros. Caminando así, cada cual por lado opuesto, no es fácil que patronos y obreros se encuentren, como no sea en los Antípodas.

A pesar de tan desagradables apariencias, yo creo que el tiempo, es decir, lo que cada parte va perdiendo según pasa el tiempo, hará que se vuelva a la moderación en las pretensiones. Los obreros reconocerán que deben contentarse con que se les reconozca la jornada de ocho horas normal, aunque se busquen por los patronos garantías para asegurar el trabajo de otras dos, que en muchos casos necesitan, si no han de perder mucho. En presencia de la comisión de arbitraje, que nada tuvo que decir en contra, la representación de los patronos exponía estas razones para pedir que las ocho horas se prolongarán hasta diez cuando el servicio lo exigiera. Un barco de unas 800 toneladas puede cargar o descargar, por ambas escotillas, en diez horas. Si se trabaja ocho quedan dos para el día siguiente; se pierde la marea, no se puede salir hasta la de la tarde siguiente; veinticuatro horas con todos los gastos que suponen, más el pago de las dos horas que hay que trabajar el segundo día, que se cobra como medio jornal. Si todo esto es verdad (y si no lo es El Imparcial por mi conducto admite rectificación) hay que confesar que los patronos no pueden transigir, aun admitiendo las ocho horas normales, aunque no sea obligatorio trabajar otras dos, cuando el servicio lo exige.

A la objeción de que de esta manera la jornada de ocho horas resulta ilusoria, nominal, contestan varios patronos, a quienes he consultado, que no es cierto, que en muchos casos se despacha en las ocho horas la faena y que en otros conviene subdividirla en varios días, de modo que por ahorro de las horas extraordinarias, más caras, el mismo patrono procurará ceñirse a las ocho horas, en tres jornadas, por ejemplo.

Además, al discutir este punto yo mismo con varios obreros del muelle (el presidente del gremio, Telesforo González, y el Sr. Labiada, por ejemplo), noté que siempre, cuando se suponían pagadas las dos horas suplementarias a peseta cada una, admitían que la jornada normal de ocho horas era efectiva, y cuando se trataba de pagar las horas novena y décima a dos reales o tres cada una, volvían a opinar que la jornada de ocho horas era aparente.

-Si no pagan a peseta esas horas no son extraordinarias -decía D. Telesforo. Y yo repliqué: -Usted, por lo visto, cree que extraordinario significa lo mismo que peseta. La hora puede ser extraordinaria, páguese a peseta o páguese a tres reales.

Los obreros no deben insistir en la jornada de ocho horas pura y simple, porque los patronos perderían muchísimo si no tuvieran seguridad de poder aprovechar otras dos horas. Por esto lucharán con grandísimo empeño. ¿Y los obreros? ¿Hasta dónde pueden luchar? ¿Están decididos los ocho o nueve mil jornaleros parados a morir de hambre o a emigrar, como de sí decía D. Telesforo González? No son esas mis noticias. Si yo propuse a los obreros que salvaran, al menos, los «principios», admitiendo las ocho horas como se   —670→   les ofrecían, fue porque pude medir la fuerza de resistencia de unos y otros.

Y ahora volvámonos a los patronos. Si la declaración del Sr. Santos significa que no se admiten las ocho horas en ningún concepto ni en «principio», aquí ya no se trata de intereses, sino de «tesón», de la lucha por la lucha. Pero no será tan fiero el león. Además, en la misma junta en que eso se aprobó, se aprobó también, por aclamación, dar plenos poderes al Sr. Olavarría. «Lo que él haga, hecho quedará». Esta fue la fórmula. Y el Sr. Olavarría, hombre serio, de palabra, había llegado ya a las ocho horas de jornada, siempre que no perjudique; a las ocho con las dos suplementarias, si las exigía el servicio. Y es seguro que a ellas volverá si los obreros vuelven a ponerse en razón y a acercarse a una transacción admisible.

Como esto espero, vuelvo a suponer que la diferencia se reduce otra vez a los términos en que ya había estado en las primeras inteligencias en que intervine. Es decir, los obreros por diez horas (dos de ellas extraordinarias) piden 24 reales, y los patronos dan 20. Bajando la peseta de cada hora extraordinaria a tres reales, según habían propuesto ya varios comisionados obreros, estamos en 22 reales y los patronos en sus 20.

¿No hay modo de transigir ni en estos 50 céntimos? Y ahora vuelve al punto en que había quedado al final de mi anterior artículo.

Oigamos a la más autorizada representación de los patronos:

«Gijón, en la cuestión de puerto sólo puede pretender igualar o superar para la competencia mercantil las condiciones de los puertos que se encuentran en la misma costa, esto es, desde Pasajes a Vigo, y especialmente las de los que, como Santander o Bilbao, tienen igual o mayor desarrollo industrial. Ahora bien, dada la diferencia de horas y salarios entre Bilbao y Gijón, el producto asturiano se veía recargado en un 14% más que el de Bilbao por este concepto; si se añade a esto las pésimas condiciones de nuestro puerto, no accesible en todo tiempo ni en todas las mareas a buques de más de 1.500 toneladas, con escasísima línea de ataque (Bilbao tiene millas) que hace que esperando turno pierda, como se ha dado caso, un mes un buque, se comprenderá que pronto se compensa la ventaja de tener cerca el carbón, que es lo único que nos defiende.

El trabajador de Gijón en el muelle, sin duda por cálculo (pero no es peor que los de otras partes), hace sus faenas con una lentitud tal, que puede calcularse que tarde doble que en los demás puertos; así, por ejemplo, igual número de trabajadores tardan dos días en descargar 150 toneladas aquí, mientras en Bilbao casi nunca llega al día entero. ¿Por qué? Porque la tendencia del trabajador del muelle ha sido hacer largas las faenas para cobrar más jornales, y prueba eso que cuando alguien quiso contratar a un tipo alzado «con el centro» la descarga de un buque de trigo, el presidente dijo que no podía ser sino por administración y encargándose ellos, pues lo que querían no era «despachar pronto », aunque la ganancia de cada cargador fuese mayor, sino que la descarga durase muchos días para que se empleasen más jornales; con este criterio anti-económico y anti-mercantil, sin verdadero provecho del obrero, resulta este puerto la ruina del patrón.

El secreto de esta conducta es el siguiente: en Gijón faltan brazos (como pasa en las minas también) en la construcción y en las fábricas, pero sobran en el muelle, donde hay 500 adscritos cuando no hay trabajo continuo para 200; esos 300 sobrantes, en vez de buscar trabajo en obras o fábricas, donde los jornales son el 50% más baratos que en el muelle, logran vivir con el   —671→   aumento de jornales exagerado a que han llegado en sus pretensiones y con la «duplicación» de las faenas, por las menos horas y lo mal trabajadas «calculadamente».

Con estos factores se verá claramente que en la «cuestión muelle» se ha alambicado cuanto se podía, así es que el menor aumento constituye una verdadera ruina, pues al encarecer la mercancía pone al mercado en condiciones de imposible competencia; nosotros hicimos un esfuerzo (por prurito de decir que no discutíamos ni regateábamos el salario, sino su duración) al conceder «cinco» pesetas en vez de las «cuatro» que hasta 1.º de enero venían ganando, pero es de temer que tal vez no se haya calculado bien y que sea excesivo e insostenible el aumento. ¿Cómo sobre esta base aumentar un céntimo lo concedido?

Otra de las dificultades de arreglo en el muelle estriba en que nosotros hemos, a semejanza de Bilbao, unificado los jornales, mientras que ellos tenían uno para carga general, una peseta más para mineral, otra peseta más para estiva de carbón (7 pesetas); sobre ellos hacen gran hincapié los jefes, porque como son los que distribuyen el trabajo (dado que se imponen a nuestros capataces y contramaestres), se reservan lo mejor y más retributivo.»

Más ha de decir todavía en su defensa esta representación de los patronos y por eso no he de hacer ahora observación de ningún género.

Sólo diré, para concluir por hoy, que los obreros de Gijón, interesados en este asunto, también podrán, por mi conducto publicar aquí sus argumentos, que yo repetiré fielmente, pues es mi deber procurar que se los oiga a todos.

CLARÍN








ArribaFinal

No se impuso a las partes en litigio el ánimo conciliador de Leopoldo Alas, satisfecho inicialmente con el papel de moderador y desencantado a poco ante las vicisitudes de su desarrollo, cuando los obreros, faltos de una dirección unánime y segura, al estilo de la de Emilio Olavarría entre los patronos, cambiantes de una día para otro en sus propuestas, resultaban víctimas propiciatorias, hacia quienes él sentía estimación y afecto -«nobles y simpáticos trabajadores », «nobilísimo miembro de la comisión obrera», «discretísimo, conciliador (don Félix López)», «muy culto y prudente miembro de la comisión (Sr. Huergo)» son calificativos enaltecedores que el cronista les aplica-. Las meditaciones teóricas de Alas acerca de la llamada cuestión social que le convirtieron, al decir de Adolfo Buylla14, en «sociólogo notable», bien documentado (por una parte) y (por otra) ayudado por «aquel sentimentalismo reflexivo, aquel pensar con el corazón [...] que ponía en todas sus cosas», quedaban contrastadas y enriquecidas con experiencias directas como la de esta huelga gijonesa, ya en el crepúsculo de su vida.



 
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