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Mademoiselle de Hautefort. 1616-1691

Concepción Gimeno de Flaquer



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Delicada, poética, dulce y sentimental era la figura de Mlle. de Hautefort. Su semblante respiraba tan apacible quietud, tan gran candidez, que al inspirar amor, inspiraba veneración.

Su espléndida cabellera tenía el áureo tinte que solo poseen las rubias de Ticiano, sus grandes y rasgados ojos el azul del cielo granadino, su rostro los arreboles del ángel del pudor.

La encantadora joven fue fille d'honneur de María de Médicis y dame d'autours de Ana de Austria. Luis XIII la vio por primera vez en Lyon, donde se bailaba enfermo y libre del dominio de Richelieu, que combatía en Italia. El misántropo Luis XIII, que había sido insensible a las ingeniosas astucias de hábiles coquetas, no pudo serlo a la inocencia de Mlle. de Hautefort. María y Luis se amaron; pero María no fue una favorita del rey: Amola el monarca como pudiera haber amado a una vestal.

Las almas sensuales, a las que están vedadas las delicias de los castos amores, no creen en ellos porque son incapaces de sentirlos; mas para las almas puras el amor no es una convulsión de la materia, es un estremecimiento del espíritu. El amor sensual ha querido burlarse del amor platónico sin poderlo conseguir, pues mientras aquel muere asfixiado en sus propios ardores, este alza su vuelo hasta el infinito. Yo representaría al amor casto con un pie en la tierra y un ala en el cielo. Quitadle al amor su aspiración a la inmortalidad, y de afecto sublime se convertirá en vulgar pasión. Los amores castos tienen también su luna de miel; hay cierta voluptuosidad del alma en negarle a la materia lo que pide imperiosamente, hay una noble satisfacción en el triunfo del espíritu, porque este triunfo es la más alta apoteosis de la dignidad humana.

Casado Luis XIII con una mujer que ni le amó ni supo hacerse amar de él, necesitaba una dulce confidente que supiera ahuyentar la constante tristeza que padecía. Esta tierna amiga la encontró en Mlle. de Hautefort; ligáronse ambos con un afecto que tenía todas las dulzuras del amor sin sus tempestades, con un afecto que en vez de manchar purificaba.

La primera sonrisa de Mlle. de Hautefort iluminó el alma del sombrío rey, con luz de alborada; sin María no hubiese amanecido en aquella alma jamás.

Mlle. de Hautefort no se envaneció nunca con los homenajes que el rey le tributaba, y tal modestia desarmó hasta a la misma envidia. La primera galantería que le prodigó el monarca fue en el templo, en presencia de su esposa la muy altiva Ana de Austria, y en presencia de toda la Corte.

María de Hautefort se hallaba sentada en el suelo, cual todas las damas de la reina, oyendo un sermón, y el Rey tomó el almohadón de terciopelo destinado para arrodillarse y se lo envió. María quedó tan turbada con tal deferencia, que bajó la vista negándose a tomarlo, hasta que la reina cortó su confusión indicándole que lo recibiera: lo aceptó pero no hizo uso de él. Este rasgo de humildad encantó a todos los circunstantes.

Ana de Austria, que no tuvo celos del rey porque le era indiferente, se divirtió mucho con aquellos amores que apellidaba infantiles. Un día, hallándose terminando su toilette ayudada de Mlle. Hautefort, entró el rey en el cuarto-tocador, y se puso a bromear con las dos, queriendo quitarle a María una carta que asomaba en su bolsillo. María quiso esconderla porque era de una amiga íntima que se permitía dirigirle algunas indirectas respecto al favor de que gozaba en la corte; insistió el rey en apoderarse de la carta y ella en defenderla, hasta que, como último recurso, le ocurrió ocultarla en el pecho, cosa muy fácil porque su vestido era escotado. La reina, que estaba de buen humor, sujetó las manos de María y le dijo al Rey: «cógesela»; el rostro de la joven se encendió de rubor, sus ojos dirigieron al monarca una mirada suplicante, y al verla este, tomó unas tenacillas de plata que estaban sobre la chimenea y las introdujo en el seno de María para apoderarse del papel sin que sus dedos tocaran la nívea epidermis. La carta había caído muy abajo. María pidió piedad al monarca, el cual renunció a su capricho. La reina soltó las manos de su dama y la dejó partir, mientras se reía de la timidez de su marido y de las angustias de Mlle. de Hautefort.

Este rasgo honra a Luis XIII como amante y como rey, por ser un rasgo muy caballeroso.

Los generosos sentimientos de Mlle. de Hautefort se revelaron cuando se acentuó el odio de Richelieu hacia Ana de Austria. El astuto político reinaba en Francia aunque Luis XIII poseía el cetro. Ana de Austria disputaba su influencia al cardenal, y esto despertó profunda enemistad entre los dos. El favorito convenció al rey de que su esposa había entrado en la conspiración de Chalais, y descubrió su correspondencia secreta con España, dándole aviesa interpretación. El hijo de Enrique IV, que carecía del talento y del carácter firme de su padre, se dejó subyugar por el cardenal y condenó a la reina a las mayores humillaciones. Ana de Austria se sublevó ante el ofensivo desprecio del rey, y en tal lucha adhiriose María de Hautefort al ser más desgraciado, a la hija de Felipe III, perseguida constantemente por los amigos del poderoso cardenal.

La bella María de Hautefort ofrece un rasgo de abnegación que rara vez se ha visto en la Historia: la abnegación de una mujer hacia otra mujer; Mlle. de Hautefort le sacrificó a la reina el favor de Luis XIII, la amistad de Richelieu, su porvenir, su vida, y lo que es más, su reputación.

Con objeto de entregar a La Porte, que poseía toda la confianza de la reina, una carta en la cual le daba instrucciones importantes acerca de una conspiración, Mlle. de Hautefort se disfrazó de griseta y fue a la Bastilla, donde La Porte estaba encarcelado.

Sabiendo que se hallaba allí un caballero que había expuesto en otra ocasión su cabeza por la reina, Francisco Rochechouart, intentó dirigirse a él para que lograse por medio de algún ardid entregar a La Porte la carta de su soberana. Fingiose hermana del ayuda de cámara de este y solicitó verle; largo tiempo esperó teniendo que sufrir las picantes bromas de algunos soldados que la tomaron por una mujer de dudosa virtud. Cuando se dignó salir Rochechouart, le dirigió la palabra bruscamente, hasta que ella, levantando la gran cofia que le desfiguraba el rostro, se hizo reconocer. «¡Ah, Mademoiselle, sois vos, os estáis comprometiendo!», exclamó el asombrado prisionero. Callad, repuso ella, no se trata de mí; tomad esta carta de la reina y haced que llegue a manos de La Porte.

El caballero Rochechouart entregó dicha carta, valiéndose de mil recursos que pudieron haberle costado muy caros, y la reina se salvó del destierro y hasta de una separación matrimonial. La abnegación de María de Hautefort sostuvo la corona sobre las sienes de la hija de Felipe III. En cambio Ana de Austria se olvidó por completo de la adhesión de Mlle. Hautefort y fue ingrata con ella. Richelieu desterró a la noble y generosa joven; Luis XIII, que era muy débil, no se atrevió a contrariar a su ministro, y la reina se doblegó ante los dos.

Marchose María con su hermano Monsieur de Montignac a una de las posesiones de su familia, hasta que fue llamada de nuevo por Ana de Austria cuando después de muertos Luis XIII y Richelieu, se encargó de la regencia del reino durante la menor edad del famoso Luis XIV, que había de dar nombre al siglo que le vio nacer.

Mlle. de Hautefort, fiel siempre a la reina, acudió a su llamamiento, volviendo a brillar en la corte, hasta que las intrigas de Mazarino la hicieron salir del Palacio Real. Retirose al convento de las hijas de Sainte-Marie, y poco tiempo después uniose con lazos matrimoniales al duque de Schomberg, gobernador de Metz, que murió diez años después de su matrimonio. La interesante viuda se alejó de la vida social para consagrarse al auxilio de los indigentes, los cuales la denominaron «Madre de los pobres», título que estimaba más que el muy ilustre de duquesa de Schomberg. El amor de María de Hautefort hacia el rey, cual el aloe, ardió sin humo: fue un amor honrado.

María amó a Luis XIII con la misma pureza con que le amó Luisa de La Fayette.

La dulce amiga, la tierna confidente del melancólico rey, la espiritual María de Hautefort, será siempre una figura poética para las almas elevadas que saben inspirar y sentir castos amores.

México, febrero de 1886.





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