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Luisa Valenzuela: relatos integrados en el infierno de la escritura

Francisca Noguerol Jiménez





En las siguientes páginas analizaré el fenómeno del ciclo cuentístico a partir de la obra de la escritora argentina Luisa Valenzuela1. Concentraré mi estudio en el conjunto de relatos que reunió bajo el título de «Cuentos de Hades» y que incluyó en Simetrías (1993), hasta ahora su último libro publicado. Valenzuela, que ya había empleado el «fairy tale» como subtexto de alguna producción anterior2, ofrece en «Cuento de Hades» un magnífico ejemplo de las claves que definen el ciclo cuentístico en la literatura contemporánea. Es un paso más en una trayectoria marcada por la escritura de novelas fragmentadas y libros de cuentos muy cohesionados, constituidos por historias independientes que acentúan su mensaje final gracias a la reiteración de sus constantes3.

En el caso de Simetrías, el volumen se encuentra dividido en cuatro partes -«Cortes», «Mesianismos», «Cuentos de Hades» y «Tormentas»-, que reúnen un total de diecinueve cuentos estrechamente relacionados entre sí. Así lo advierte la autora ante Gwendolyn Díaz, en una declaración donde reconoce «Cuentos de Hades» como una serie de relatos integrados:

«-¿Nos encontramos aquí con familias de cuentos?

-Creo que sí, que cada una de las cuatro partes del libro tiene una cierta unidad, hay un cierto aire de "familia", como bien decís. No fue algo buscado. Me asombró cuando lo detecté, y al mismo tiempo me entusiasmó: no sólo le da una continuidad al volumen, sino que también, como dicen los franceses, descubro que tengo de la suite dans les idées. Es decir: que una no anda picoteando acá y allá para escribir cuentos, atendiendo a anécdotas o ideas salteadas, sino que hay un transfondo de búsqueda, un proceso que se va cumpliendo a lo largo de la propia historia narrativa [...]. En cuanto a Cuentos de Hades, es una relectura, como ya te dije, donde la mujer recupera su posición quizá amenazadora, a lo menos amenazadora para el status quo. Por eso mismo usé la palabra Hades, y no hadas. Ya sabés, Hades era el dios griego del infierno, y por extensión el propio infierno, el hades, de donde rescaté o a donde devolví, mejor dicho, esos cuentos con moralejas humillantes».


(Díaz, 49-50)                


Ya el título de Simetrías hace pensar en un grupo de textos con analogías manifiestas4. Si a ello le añadimos el juego de palabras en la base del sintagma «Cuentos de Hades», se cumple lo señalado por Susan Garland para el ciclo cuentístico: «The first generic signal that the reader receives is a work's title. In the case of the short story cycle, the title is used to emphasize that a book is not a miscellany or a mere collection» (14). Con ello el conjunto adquiere un nuevo significado, ausente en las recopilaciones sin voluntad de cohesión5.

De este modo, queda claro el objetivo de Valenzuela: el nexo fundamental entre los «Cuentos de Hades» es su relectura de los más conocidos relatos maravillosos, con lo que sigue la línea popularizada por la británica Angela Carter en el paradigmático The Bloody Chamber (1979)6, sin duda un volumen de textos integrados, y cultivada asimismo por escritoras hispánicas como Rosario Ferré, Carmen Martín Gaite, María Negroni, Angélica Gorodischer o Ana María Shua7.

Con ello se pone de manifiesto una experiencia frecuente en la más reciente literatura escrita por mujeres, definida por Steven Jones como «an attempt to connect fairy tales to the value systems and cultural proclivities of the communities in which the tales circulate. From this perspective, the tales are seen as reflections of -as well as promulgators of- cultural norms» (133). Las escritoras se proponen develar el contenido sexista y patriarcal de los cuentos de hadas adivinando sus trampas, invirtiendo los papeles y yendo más allá del final feliz. El enfoque idealista da paso a la revisión irónica, cruenta o humorística, a través de la que reflejan las nefastas consecuencias que el arquetipo convencional ha acarreado a la mujer y, de manera más ocasional, al hombre. En la mayoría de los casos, los finales se presentan abiertos: no ofrecen alternativas a los modelos tradicionales, pero brindan sugerencias sobre cómo vivir superando represiones de género. Desde esta perspectiva, los cuentos de hadas tradicionales, que siempre han contado con un público mayoritariamente femenino, no son considerados como textos de formación, sino como discursos culpables de muchos de los prejuicios que pesan sobre la mujer8.

En «Cuentos de Hades», el carácter de ciclo cuentístico se encuentra reforzado por la reiteración de temas, personajes y contextos9. La estructura del bildungsroman, que desarrolla el proceso de maduración de las protagonistas desde una inicial ingenuidad hasta que adquieren conciencia sobre su destino, se perfila como recurrente en los diferentes relatos. Las prototípicas heroínas -Caperucita, la esposa de Barbazul, Blancanieves o Cenicienta- experimentan una evolución que las lleva a la madurez, simbolizada a través de un camino que deben andar y ante el que no existe posibilidad de retorno. Todas las historias se encuentran unidas por un mensaje común: su lucha contra el poder establecido, presente en las estructuras de dominación -lingüísticas, sexuales y sociopolíticas- que manejan nuestra vida10.

Valenzuela recurre a distintas estrategias para conferir unidad al conjunto. La estructura está perfectamente planificada por los cuentos elegidos para abrir y cerrar el grupo, vinculados por la común rebeldía de sus protagonistas. «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja», el inicial y más extenso, desarrolla la imagen de una mujer que aprende a utilizar la libertad en el viaje por el bosque. Su actitud es equivalente a la asumida por la esposa de Barbazul en «La llave», último título de la serie. Estos dos son los personajes más conscientes de su transgresión entre los que pueblan los «Cuentos de Hades». Caperucita termina convertida en lobo, licantropizada al reconocer su ferocidad interior. Su metamorfosis es equivalente a la de la Bella Durmiente en «No se detiene el progreso», quien, convertida en una mortal enredadera, acaba por asfixiar al príncipe:

«[El príncipe] la ama con pasión creciente mientras ella se sumerge cada vez en sueños más profundos donde cabalga víboras y la sangre se le hace clorofila y todo su cuerpo ruge como rugen las ranas a merced de la tormenta. [...] La ama mientras de sus gráciles brazos van creciendo poco a poco unos zarcillos viscosos que lo atrapan».


(75)                


Asimismo, existe una evidente conexión entre el camino recorrido por la protagonista del cuento y el de Blancanieves en «Avatares», que avanza hacia las profundidades de la tierra en un claro proceso de autorreconocimiento:

«Todo es tan negro acá, todo como el carbón y río al pensar qué será de mi tan inmaculada piel, mi falda almidonada, mi apretado corpiño de terciopelo. Siento los pechos al aire pero aquí casi no hay aire, respiro los efluvios más infectos, los miasmas de azufre y está bien luego de haber respirado tanto aire enrarecido por el lujo. Las rocas más filosas me desgarran la piel y está bien luego de haber recibido tanta caricia densa. Es un camino a oscuras lleno de escollos y está bien, lo respeto, es un camino».


(92)                


Por su parte, la innominada mujer de Barbazul aplica su defensa de la acción a una lucha muy específica. El cuento se inicia con una significativa dedicatoria: «A Renée Epelbaum y por extensión a todas las Madres de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, por su fuerza, tesón y valentía» (30), con lo que desvela desde el principio las claves de su interpretación. Frente a las esposas aterradas que quieren ocultar su transgresión limpiando la llavecita de oro con la que abrieron la puerta prohibida, las Madres de Plaza de Mayo representan el coraje de asumir una actitud combativa y libre de miedos:

«Pero nunca están dispuestas a pagar el precio. Y tratan a su vez de limpiar su llavecita de oro, o de perderla, niegan el haberla usado o tratan de ocultármela por miedo a las represalias.

Todas siempre igual en todas partes. Menos esta mujer, hoy, en Buenos Aires, ésta tan serena con la cabeza envuelta en un pañuelo blanco [...].

Yo la aplaudo y río, aliviada por fin: la lección parece haber cundido. Mi señor Barbazul debe estar retorciéndose en su tumba».


(97)                


Esta relectura de la historia tradicional, situada ahora en la época contemporánea, valida la declaración de Mora de que el último título de un ciclo integrado resulta especialmente importante para generar el sentido global del texto (Mora, 121). Así pues, parece especialmente pertinente el empleo de la expresión «ciclo cuentístico» para «Cuentos de Hades», pues el relato final redunda en la idea generada por el primero extendiéndola hasta nuestros días11.

Entre el viaje iniciático de Caperucita y la transgresión que supone la apertura de la puerta por parte de la esposa de Barbazul, se incluyen cuatro cuentos caracterizados por la pasividad de sus heroínas, que recuperan los textos clásicos de «La Bella Durmiente del Bosque», «La princesa y el sapo», «Las dos hermanas», «Blancanieves» y «La Cenicienta».

Cada uno de ellos presenta una estructura análoga. Dividido en dos partes, refleja la situación tradicional en la primera de ellas -el material del que procede y con el que juega intertextualmente-, para reescribir la historia en la segunda e ir más allá de las conclusiones clásicas12. Como señala Robert Luscher, este hecho resulta especialmente pertinente para el ciclo de cuentos integrados:

«Within the context of the sequence, each short story is thus not a completely closed formal experience. Each successive apocalypse in some fashion prepares us for the next, shedding light on the compact worlds to follow. The volume as a whole thus becomes an open book, inviting the reader to construct a network of associations that binds the stories together and lends them cumulative thematic impact».


(148-149)                


Las protagonistas de las diversas historias se encuentran unidas por su lucha contra un poder que las oprime. Entre la Caperucita feroz, que llega ante la abuela convertida en lobo13, y la narradora de «La llave», transgresora de los tabúes impuestos por el sistema patriarcal14, Valenzuela ofrece un amplio espectro de personajes deseosos de asumir su libertad. Es el caso de las protagonistas de «Avatares», donde las figuras de Blancanieves y Cenicienta se funden en una interesante declaración final:

«En los feudos del Norte y del Sur siguió ocurriendo lo que todos sabemos, sin tomar en cuenta para nada los caminos iniciáticos recorridos por las dos niñas que ya no son más niñas, que a partir de este momento empezarán a narrar sus respectivos cuentos, los mismos que tanta infinidad de veces han sido contados por otros: Somos Blancacienta y Ceninieves, un príncipe vendrá si quiere, el otro volverá si vuelve. Y si no, se la pierden. Nosotras igual vomitaremos el veneno, pisaremos esta tierra con paso bien calzado y seguro».


(161, mi énfasis)                


Igualmente, la «brhada» de «No se detiene el progreso» -«combinación de bruja y hada, porque no se animaban a pronunciarse del todo por lo primero» (71)- resulta la verdadera heroína de la historia frente a una insulsa Bella Durmiente. Rechazada de la fiesta por vieja, fea y oscura a pesar de ser «el hada más sensata de la comarca» (71) -afirmaciones que descubren los prejuicios sexistas y raciales de la corte-, la Brhada «decidió hacer algo para evitar el total empalago» (73) cuando sus compañeras conceden los dones a la niña, a la que «nimbaron [...] de cuanta femenina cualidad podía ocurrírseles, y la hicieron la más bella, la más tierna, virtuosa, rica, refinada, resplandeciente, hacendosa, encantadora, grácil, espiritual y misteriosa de las futuras damas» (73)15. Su deseo de abolir la rueca es malinterpretado y en consecuencia se convierte en la mala de la historia, puesto que provoca involuntariamente la muerte de la joven heredera.

De este modo se genera un conflicto entre mujeres, un tópico recurrente de los cuentos de hadas -nunca hay hombres perversos en los mismos- que Valenzuela desmonta en sus textos. Las diferentes generaciones femeninas se encuentran marcadas por un discurso patriarcal opresor al que ellas contribuyen con sus prejuicios. De ahí el reclamo de la protagonista en «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja» -«Mi madre me ha prevenido, me previene [...] ¿Por qué me mandó al bosque, entonces? ¿Por qué es inevitable el camino que conduce a la abuela?» (64)-, por el que la progenitora se perfila como símbolo de castración mientras la abuela representa a la mujer que ya ha atravesado el bosque, identificada con la nieta en el espacio de la libertad16.

El antagonismo entre mujeres se mantiene en «Avatares». Las madrastras de Blancanieves y Cenicienta, víctimas de abusos ellas mismas, actúan con violencia impelidas por sus esposos. De ahí la declaración del señor del Sur, padre de Cenicienta, a su colega del Norte: «Bien le tengo dicho a mi consorte que hay que disciplinarla a mi hija, y quien se encarga de ello es precisamente mi consorte, que yo ya tengo trabajo suficiente con disciplinarla a ella, mi consorte» (90)17.

El maniqueísmo feroz de los cuentos de hadas es denunciado por la voz narradora de «La densidad de las palabras»: «Porque hada hubo según parece. Un hada que se desdobló en dos y acabó mandándonos a cada una de las hermanas a cumplir con ferocidad nuestros destinos dispares. Destinos demasiado esquemáticos. Intolerables ambos» (80).

Así se explica la final fusión de Blancacienta y Ceninieves en «Avatares» y el abrazo final de las hermanas en «La densidad de las palabras», que acaban por fundir lo que sale de sus bocas para lograr por fin un discurso polifónico:

«Mi hermana se me acerca corriendo por el puente y cuando por fin nos abrazamos y estallamos en voces de reconocimiento, percibo por encima de su hombro que a una víbora mía le brilla una diadema de diamantes, a mi cobra le aparece un rubí en la frente, cierta gran flor carnívora está deglutiendo uno de mis pobres sapos, un escuerzo masca una diamela y empieza a ruborizarse [...]. Y mientras con mi hermana nos decimos todo lo que no pudimos decirnos por los años de los años, nacen en la bromelia mil ranas enjoyadas que nos arrullan con su coro digamos polifónico».


(86)                


Frente a estos personajes femeninos, los príncipes se caracterizan por su carácter soberbio y posesivo. Así, el falso héroe de «No se detiene el progreso»: «Al avanzar, el príncipe azul cree ir restableciendo el orden. En realidad el orden va encontrando solito su propio diapasón interior» (Valenzuela, 74), ante la «Bella Durmiente», que aparece ante él «resplandeciente, refinada, hacendosa, más misteriosa que nunca. Y bastante atrasada de noticias» (74), reconoce su preferencia por las mujeres-objeto -«Es así como la quiere, con ideas de antes y la moda de su tiempo» (74)- debido a su complejo de Barbazul: «La ama así y no le importa mientras ella no intente abandonar sus aposentos o enterarse de las cosas de la corte» (75).

En «4 príncipes 4», el primero de los pretendidos paladines asesina a la mujer que provocó su metamorfosis de animal a hombre: «Como príncipe puede que tenga sus defectos, pero sabe que para sapo es una maravilla. Igual está triste. La doncella que lo besó ya no es más de este mundo. En su momento el príncipe no quiso dejar una testigo de la mutación por él sufrida, y ahora se arrepiente» (76).

El segundo, víctima del síndrome de donjuán -«besa por acá y besa por allá sin prestar demasiada atención a los resultados» (77)- no quiere mujeres que despierten con su acción. «Y las doncellas despiertan. Demasiado. Se vuelven exigentes, despiertan a la vida, al mundo, a los propios deseos y apetencias; empiezan los reclamos. No es así como él las quiere» (76)- por lo que, finalmente, decide no besar a la princesa de sus sueños: «Al príncipe el beso que despierta se le seca en la boca, se le seca la boca, todo él se seca porque nunca ha logrado aprender cómo despertar lo suficiente sin despertar del todo. 'La respeto', les dice a quienes quieran escucharlo. Y ellos aprueban» (77)18.

La reflexión metaficcional constituye otro de los recursos que cohesionan los «Cuentos de Hades». Los diferentes relatos surgen de preguntas que ponen en tela de juicio la lectura tradicional. Así se aprecia en «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja»: «¿Por qué me mandó al bosque, entonces? ¿Por qué es inevitable el camino que conduce a la abuela?» (64); en «La densidad de las palabras»: «¿Qué clase de hermanas fuimos? Qué clase de hermanas, me pregunto. Y otras preguntas más: ¿quién quiere parecerse a quién? ¿Quién elige y por qué?» (80); o en «La llave»: «¿Y nadie se pregunta qué habría sido de mí, en un castillo donde había una pieza llena de mujeres degolladas y colgadas de ganchos en las paredes, conviviendo con el hombre que había sido el esposo de dichas mujeres y las había matado seguramente de propia mano?» (95).

Los personajes cuestionan las versiones de Perrault y los hermanos Grimm. La Caperucita de Valenzuela descubre el juego metaficcional -«No se puede volver para atrás. Al final de la página se sabrá: al final del camino» (62)- y se rebela contra la versión popularizada por los Grimm: «Después si alguien dice que hay un leñador no debemos creerle. La presencia del leñador es pura interpretación moderna» (64).

Por su parte, la narradora de «La densidad de las palabras» refleja las diferentes versiones del cuento que protagoniza: «Tengo una vaga imagen de la escena, como en sueños. Me temo que no se la debo tanto a mi memoria ancestral como al hecho de haberla leído y releído tantas veces y en versiones varias» (81).

«Avatares» comenta el argumento de «Blancanieves»: «Mientras tanto, en el castillo del Norte el guardabosques ha retornado con su engañoso trofeo después de haberse consumado los incidentes por todos conocidos» (89).

Finalmente, la protagonista de «La llave» señala su función en los seminarios que organiza -«Describo las diversas versiones que se han ido gestando a lo largo de los siglos y aclaro por supuesto que la primera es la cierta» (94)- y critica que no se le haya concedido ningún valor a su acción: «Dicen que sólo Dios pudo salvarme, mejor dicho mis hermanos -mandados por Dios seguramente-, que me liberaron del ogro. Me lo dijeron desde un principio. Ni un mérito propio supieron reconocerme, más bien todo lo contrario» (93).

En el mismo orden de cosas, se descubren las fisuras de los argumentos tradicionales. Es el caso de «La princesa y el sapo», que ya vimos en «4 príncipes 4», retomado en una alusión cercana al chiste por la protagonista de «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja» -«¿Cuántos sapos habrá que besar hasta dar con el príncipe?» (64)- y recuperado en «La densidad de las palabras»: «Beso algunos de los sapos por si acaso, buscando la forma de emular a mi hermana. No obtengo resultado, no hay príncipe a la vista, los sapos siguen sapos y salidos como salen de mi boca quizá hasta pueda reconocerlos como hijos» (83). En este sentido, es muy significativa la puesta en tela de juicio de símbolos como el del espejo de «Blancanieves». El azogue, que calibra el valor de la mujer a partir de la belleza física, es puesto en tela de juicio en «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja» -«Encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? ¡Tu madre, boluda! Te equivocaste de historia -me contestó el espejo» (66)- y, especialmente, en «Avatares», donde el señor del Norte recibe significativamente el apellido de Espejo:

«Yo trato de distraerme azuzándola a mi Gumersinda. Y ella me interroga cuando no puede más: "Espejo, Espejo", me llama, porque mi esposa debe mantenerme el respeto y dirigirse a mí por mi nombre de familia, le tengo prohibido pronunciar mi primer nombre, sólo a mi dulce Nieves le permito tamaña confianza, "Espejo, Espejo", me llama entonces Gumersinda, y después me pregunta, "¿Quién es la más bella entre las bellas?". Yo naturalmente contéstole siempre: "Mi Nieves, mi Blanquita". Esta respuesta, legítima por cierto, tiene el añadido mérito de enloquecerla de furia, y a mí me divierte, me hace reír a mandíbula batiente como en los buenos viejos tiempos de pillajes y saqueos».


(89)                


El erotismo constituye una clara forma de transgresión en los relatos que conforman «Cuentos de Hades». Valenzuela, para quien el motivo resulta capital desde sus primeras obras, se muestra de acuerdo con la puertorriqueña Rosario Ferré cuando en Sitio a Eros ésta reivindica la ecuación sexualidad/identidad como construcción cultural que singulariza a la mujer y propone la elaboración del erotismo como actividad fundamental en su escritura (Ferré, 46). Los ejemplos se repiten, pero escojo entre todos la experiencia de la protagonista en «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja». A lo largo de su camino, la niña va «degustando» amantes -«Hay hombres como frutas: los hay dulces, sabrosos, jugosos, urticantes. Es cuestión de irlos probando de a poquito» (Valenzuela, 64)- que le despiertan el «animal» interior -«A veces con tal de no sentirlo [al lobo] duermo con el primer hombre que se me cruza, cualquier desconocido que parezca sabroso. Y entonces al lobo lo siento más que nunca» (66)- y la convierten en una «devoradora» compulsiva: «Hay bípedos implumes muy sabrosos; otros que prometen ser sabrosos y después resultan amargos o indigestos. Hay algunos que me dejan con hambre» (67). Aun más interesante resulta el paralelismo que establece la narradora de «La densidad de las palabras» entre placer erótico y disfrute de la palabra: «También yo retozo con todas las palabras y las piernas abiertas» (85).

La subversión a partir del lenguaje constituye otra de las claves de lectura en el conjunto. Valenzuela reconoce la importancia de este tema en su obra:

«Una cosa que a mí me interesa mucho es todo aquello que nos ha marcado sin que nos demos cuenta [...]. Todo aquello que uno no puede expresar y que después va a aflorar de una manera totalmente nociva para aquél que trató de ignorar una verdad [...]. Quienes nos enseñan tratan de hacernos captar un mundo limitado. Eso nos pasa más a las mujeres que a los hombres, aprendemos a expresarnos desde el lenguaje del opresor, y ese mismo lenguaje, exactamente esas mismas palabras también están diciendo "no puedo". Y es ahí donde se arma el juego literario, donde empezás a ver esa verdad que surge a través de la mentira que te tratan de imponer, o viceversa, eso que te están vendiendo como una gran verdad y vos estás viendo el sustrato de mentira que está dentro de esas palabras».


(Beltrán, 2)                


Resultan muy significativos los silencios del discurso potenciados por la madre de Caperucita en el primer relato de la serie -«No le dije ponte la capita colorada que te tejió la abuelita porque esto último no era demasiado exacto. Pero estaba implícito» (61); «de lo otro la previne, también. Siempre estoy previniendo, y no me escucha» (61)-, silencios que la niña sabe interpretar y que la obligan a utilizar un lenguaje plagado de «huecos» -«Fue mamá quien mencionó la palabra lobo. Yo la conozco pero no la digo» (61).

En «La densidad de las palabras», la narradora destaca los silencios a los que se ve abocada: «Abro la boca y con naturalidad brotan los sapos y brotan las culebras. Hablo y las palabras se materializan. Una palabra corta, un sapo. Las culebras aparecen con las palabras largas, como la misma palabra culebra, y eso que nunca digo víbora. Para no ofender a madre» (81); «conste que no pronuncio la palabra cobra, o yarará, la palabra pitón o boa constrictor. Y en ese no pronunciar puedo decirlo todo» (85). Así, denuncia la censura que ha sufrido en el pasado: «Antes de mandarme al exilio en el bosque debo reconocer que hicieron lo imposible por domarme. Calla, calla, me imploraban. El mejor adorno de la mujer es el silencio, me decían, en boca cerrada no entran moscas. [...] A mi hermana la bella nadie le reclama silencio, y menos su marido. Debe sentirse realizada» (84).

De este modo, el ejercicio de la literatura parece conllevar la soledad, como se aprecia en diferentes ejemplos del cuento citado: «'Tú' en cambio nunca te casarás, hablando como hablas actualmente, 'bocasucia', me increpó madre al poco de mi retorno de la fuente» (81); «Las palabras son mías, soy su dueña, las digo sin tapujos, emito todas las que me estaban vedadas [...] Los hombres que quieren acercarse a mí -los pocos que aparecen por el bosque- al verlas huyen despavoridos. Los hombres se me alejan para siempre. ¿Será ésta la verdadera maldición del hada?» (82); «Yo, el mal gusto, sólo en la boca cuando algunas de las siguientes preguntas se me atraganta: ¿quién me podrá querer? ¿quién contenerme?» (85).

Así le ocurre también a la protagonista de «La llave»: «Al amor no lo entiendo demasiado por haberlo rozado apenas con la yema de un dedo. En cambio, de lo otro entiendo mucho. Se puede decir que soy una verdadera experta, y quizá por eso mismo el amor se me escapa y los hombres me huyen, a lo largo de siglos me huyen los hombres porque he hecho de pecado virtud y eso no lo perdonan» (94).

Sin embargo, este hecho no supone la renuncia a «La mala palabra», tal y como propugnara la propia Valenzuela en el ensayo homónimo (1985), y que explica el hecho de que Caperucita conteste al lobo con la expresión: «Andá a cagar» (64)19.

En la serie de relatos que constituyen «Cuentos de Hades» el humor ocupa un papel fundamental, ya que despoja las historias de solemnidad y contribuye al distanciamiento del lector. Los textos, fundamentados en la parodia, concuerdan con la siguiente apreciación de Elzbieta Sklodowska: «La especificidad de la escritura femenina consiste en su actitud ambivalente con respecto a la tradición: una actitud esencialmente paródica que tiene que abrazar los valores del discurso patriarcal para luego subvertirlos» (146).

De acuerdo con un prejuicio muy extendido, la mujer cuenta con una visión cómica muy reducida en relación al varón. La máxima de Sigmund Freud según la cual el humor se encuentra mucho más desarrollado en el hombre porque tiene su base en la agresividad del «super ego» podía ser cierta mientras las mujeres no se han atrevido a hacer escuchar su voz. Refiriéndose al hecho de que la que se reía en público haya sido considerada negativamente a lo largo de los siglos, la escritora y psicoanalista francesa Hélène Cixous acuñó la imagen de la «risa de Medusa» para aludir al humor femenino, capaz de petrificar al que no está preparado para enfrentarse a él (24). Luisa Valenzuela es especialista en provocar la sonrisa ácida, que corroe los prejuicios androcéntricos y cualquier otra forma de dominación. Así se ha estudiado en su obra anterior20 y se refleja en los «Cuentos de Hades», plagados de personajes caricaturescos21, chistes cargados de picardía y juegos de palabras22.

El último recurso de cohesión entre los textos que componen la serie se encuentra relacionado con su novedosa focalización. Como señala Sklodowska, «en la escritura femenina el desafío deriva del mero cambio del sujeto hablante» (145). Se trata de una estrategia bautizada por la psicoanalista Luce Irigaray como «mímesis analógica» y descrita por Nattie Golubuv con las siguientes palabras: «Para una mujer jugar con la mimesis es el intento de recuperar el lugar de su explotación por el discurso, sin permitir que sea simplemente reducida a él» (124). De este modo, en «Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja» entran en tensión las voces narrativas de madre e hija, que se contraponen y, finalmente, se confunden en una sola expresión; en cuanto a «La densidad de las palabras», descubre la posibilidad de una lectura diferente para el cuento a través de su narradora, la hermana mala de la historia:

«Mi hermana, dicen, se parecía a padre. Yo -dicen- era el vivo retrato de madre, genio y figura. "Como todo el mundo quiere generalmente a quien se le asemeja, esta madre adoraba a su hija mayor y sentía al mismo tiempo una espantosa aversión hacia la menor. La hacía comer en la cocina y trabajar constantemente". Así al menos reza el cuento, parábola o fábula, como quieran llamarlo, que se ha escrito sobre nosotras. Se lo puede tomar al pie de la letra o no, igual la moraleja final es de una perversidad intensa y mal disimulada».


(80)                


Si Blancacienta y Ceninieves tomaban las riendas de sus vidas al confundir sus personalidades en la conclusión de «Avatares», la protagonista de «La llave» recupera su identidad al narrarse a sí misma: «Pero hay que reconocer que empecé con suerte, a pesar de aquello que llegó a ser llamado mi defecto por culpa de un tal Perrault -que en paz descanse-, el primero en narrarme. Ahora me narro sola» (94, mi énfasis). Así se entiende la defensa de una mujer con voz propia en los textos de Valenzuela, sintetizada por Zunilda Nelly Martínez con las siguientes palabras: «La bruja, presentada generalmente como escritora, se apropia del lenguaje para intentar volver a nombrar el mundo y volver a auto-nombrarse y para reclamar, con esa apropiación, no sólo su textualidad sino también su sexualidad y su cuerpo, así como el juego de la diferencia a todo nivel» (31).

En conclusión, a lo largo de las páginas precedentes he querido destacar las estrategias utilizadas por Luisa Valenzuela para conferir unidad a la colección de relatos que conforman «Cuentos de Hades». El paratexto, la estructura, los juegos metaficcionales, lingüísticos e intertextuales permitieron establecer vínculos claros entre ellos. Asimismo, la nueva focalización, la carga erótica y el humor generalizado en las historias nos han acercando a unos textos definidos por la subversión a todos los niveles, en los que el placer de la escritura queda perfectamente reflejado a partir de la cita con la que cierro mi exposición:

«Yo, en cambio, entre sapos y culebras, escribo. Con todas las letras escribo, con todas las palabras trato de narrar la otra cara de una historia de escisiones que a mí me difama. Escribo para pocos porque pocos son quienes se animan a mirarme de frente.

Este aislamiento de alguna forma me enaltece. Soy dueña de mi espacio, de mis dudas -¿cuáles dudas?- y de mis contradicciones».


(83)                







Obras citadas

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