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Luisa Valenzuela, maestra de intensidades

Francisca Noguerol





Define el Diccionario de la Real Academia Española el vocablo seducir con las siguientes acepciones: «Engañar con arte y maña; persuadir suavemente para algo malo»; «atraer físicamente a alguien con el propósito de obtener de él una relación sexual; embargar o cautivar el ánimo». Sin duda, todo ello es logrado por Luisa Valenzuela en Juego de villanos, volumen que la confirma como figura imprescindible en el universo minificcional. Voluntariamente villana en su doble acepción de malévola y contraria a las reglas de urbanidad, la corsaria Valenzuela ha elegido un significativo título para una obra en la que somete al receptor a un continuo desafío, lo que explica el refrán que se encuentra en su base: «Juego de manos, juego de villanos».

Para indagar en la poética de estos deslumbrantes textos me valdré tanto de los mismos como de las declaraciones sobre el tema de la autora, quien siempre ha sabido aunar la vertiente crítica con la creativa. Así, ha reconocido su temprano acercamiento a la nueva categoría textual a partir de unas brevedades que llamó miniminis, en una época en que sólo se atrevió a publicar un par: «Empecé a practicar este ágil arte, sin saberlo, de muy joven, cuando en Radio Municipal a mediados de los '60 tenía un micro (apócope para microprograma, justamente) que llamé Cuentículos de magia y otras yerbas» (2004, 9). Sus incursiones en el género, a pesar de su desconocimiento del mismo, se mostraron sin embargo muy logradas desde un principio. De hecho, ganó la sexta edición del «Concurso Internacional de Cuento Brevísimo» (1993), organizado por la revista mexicana El Cuento, con «Visión de reojo», digna revisión del impagable «Cortísimo metraje» incluido por Julio Cortázar en Último round (1969).

Este título, justamente reconocido en las mejores antologías de minificción, sería posteriormente incluido en Aquí pasan cosas raras, volumen que, aunque presenta algunos textos de mayor extensión, reúne en su mayor parte brevedades signadas por la alegoría. Creadas en un mes, reflejan las duras condiciones en que fueron escritas; tras uno de sus frecuentes viajes, Valenzuela regresó a Argentina para constatar la violencia y represión institucionalizadas por el gobierno de López Rega. La propia autora da fe de las razones que la llevaron a escribir en esta situación:

«De regreso a mi país debí enfrentarme con la insólita situación de un descontrolado terrorismo de Estado. Para tratar de reincorporarme y de comprender lo que estaba pasando decidí escribirlo. Pensé que a razón de un cuento por día al cabo de un mes tendría el libro completo. Lo logré. Los cuentos son repentistas, como le gustaba decir a mi madre, porque fueron escritos de repente, en el fragor del espanto, escuchando alguna frase suelta en algún café de barrio. Aquí pasan cosas raras. Ese fue el título del libro, y debo reconocer que pasar, pasaban».


(2001, 205)                


Este hecho la llevó a fracturar su discurso en pro de una nueva forma de expresión marcada por la intensidad, donde resulta fundamental la aparición de un hablante que, como resulta habitual en el género, sabe mucho más de lo que cuenta. La escritora ha subrayado en más de una ocasión la valentía de sus editores en aquel momento, que lanzaron el volumen con el subtítulo de «el primer libro sobre la época de López Rega» aunque, como comenta en el prólogo a la segunda edición, «sabían muy bien que nada había cambiado, que por lo contrario todo se había vuelto más subterráneo, solapado y aterrador porque íbamos cayendo en el tobogán del silenciamiento» (1991, 6).

Por ello, en su obra resulten especialmente significativos los silencios del discurso, reveladores de elementos forcluidos desde la perspectiva lacaniana o, lo que es lo mismo, de significantes que, a pesar de su importancia para el individuo, han sido expulsados por éste de su universo simbólico. Así ocurre en la inquietante «Política», donde la asustada pareja protagonista desaparece sin que sepamos a ciencia cierta cuál era el mensaje que debían comunicar porque, como se señala en las líneas finales, «la información se diluye en los gases de escape y queda flotando por ahí con la esperanza de que alguien, algún día, sepa descifrar el código» (2008a, 32).

En 1979 llega el momento del exilio y, con él, la necesidad de espulgar sus cuadernos para cargar con lo más granado de su producción. De ahí surge Libro que no muerde, conjunto de minificciones que, como explica Gustavo Sainz en el prólogo a Cuentos completos y uno más, debe su título a dos expresiones populares: «Agarrá los libros, que no muerden, cuando se le recomienda a los niños estudiar. Es también un dicho opuesto a la célebre frase peronista: alpargatas sí, libros no» (19). Estos textos esenciales, preñados de poesía, humor, grotesco y absurdo a partes iguales, le parecían a su autora en este momento un experimento literario. De hecho, suponen lo que define como «otro salto cuántico. Libro que no muerde. Está hecho de retazos, de pequeñas piezas mínimas encontradas en los sempiternos cuadernos que habría de dejar atrás porque partía hacia un exilio que nunca quise considerar como tal sino como simple expatriación c/o los militares imperantes» (2001, 206).

Las brevedades forman parte, en menor medida, de otros títulos como Los heréticos o Simetrías, presentados ante los lectores como libros de cuentos. De hecho, la situación de desconocimiento en relación a la nueva categoría textual se prolongaría hasta la aparición de Brevs (2004), su primer libro de microrrelatos, cuyo título puede ser leído como un homenaje a las novelas escritas con ausencia de la vocal e -de Gadsby (1939), de Ernest Vincent Wright, a La disparition (1967), de Georges Perec- y, asimismo, como recuerdo de la sentencia gracianesca: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno»1.

En la introducción al volumen Valenzuela incluye una reflexión sobre el género que tuvo su origen en un «Taller sobre escritura breve» impartido en la universidad de Monterrey y que prolongará en «Salpicón de reflexiones personales» (2008b), «Intensidad en pocas líneas» (2008c) o «Microrreflexiones en acción» (2008d). Así, conocemos su visión de unos textos especialmente receptivos a elementos clave de su poética:

  • Libertad no exenta de contención: «La mano loca para escribir, la cabeza cuerda para corregir y la otra mano despiadada para hacer un bollito y a la cesta cuando la cosa no funciona» (2002, 115); «Como bien dijo Meister Ekhart, sólo la mano que borra puede escribir la verdad» (2008d, 483).
  • Celebración del lenguaje: «Se trata, como señalaría Alfonso Reyes, de escuchar el caracol del lenguaje e intentar oír los murmullos marítimos de aquello que tiembla sin ser dicho dentro de las palabras [...] [El lenguaje] es el principal protagonista, sobre todo cuando queda al descubierto su capacidad de contradicción o su potencial para develar verdades que el emisor pretendió disfrazar u ocultar» (2002, 87. 105).
  • Importancia de lo no dicho: «La primera y quizás única (a mi entender) regla del microrrelato, aparte de su lógica y antonomástica brevedad, consiste en [...] percibir todo lo que las palabras dicen en sus variadas acepciones y sobre todo lo que NO dicen, lo que ocultan o disfrazan» (2002, 103).
  • Defensa de los juegos intertextuales: «Trabajan muy adentro del lenguaje y también de las tradiciones o de la gran literatura; hay cantidades de microrrelatos acerca del Quijote, una novela tan larga» (Palapa 2007, 1).
  • Vinculación con el inconsciente: «Por eso me gusta el microrrelato, porque surge así, enterito, de una zona de penumbra a la cual nunca antes le había prestado atención. Surge y, cuando tiene la fuerza que corresponde, me deslumbra» (2002, 113).
  • Exploración de la realidad oculta. Este hecho se encuentra relacionado con su interés por la Patafísica, en cuyo colegio argentino fue nombrada Comendadora Exquisita de la Orden de la Grande Gidouille2:

«La 'Patafísica' (escrita así, con espíritu como en griego antiguo porque va tanto más allá de la metafísica cuanto la metafísica va más allá de la física) propone ver el mundo complementario de éste en el que vivimos y no tomar lo serio en serio. [...] Me parece valioso enfocarla desde otro ángulo [...] para abordar el microrrelato en todo su potencial de sorprendente y acotada custodia del Secreto».


(2002, 119)                


Valenzuela, autora de artículos relacionados con el movimiento, nos permite abordar un tema tan interesante como poco investigado hasta el momento: la influencia de Alfred Jarry en los autores más experimentales del Río de la Plata. Herederos del calembour jarryano que niega la existencia de valores absolutos -absolu-ment es interpretado como «el absoluto miente»-, estos creadores tuvieron en Julio Cortázar a uno de sus paradigmas. Así, habiendo reconocido abiertamente su admiración por el creador de Historias de cronopios y de famas (1962), no es de extrañar el interés de la autora por unos textos que le permiten romper cualquier tipo de frontera escritural y no ofrecer demasiadas explicaciones, lo que la lleva a señalar: «El microrrelato ideal es el que apenas roza la superficie de una idea y se va, dejándonos un latido que -con suerte- puede atraer otras vibraciones y alegrarnos el día» (2004, 9).

Por ello, ante la pregunta: «¿Qué se dice en un microcuento que no se dice en un cuento?», contesta:

«Se dice la posibilidad de que no se necesitan muchas palabras para decir muchas cosas. Pero yo no lo exploro como género; de golpe sale alguno. [...] Están muy trabajados con el lenguaje, que dice tanto más de lo que uno se da cuenta a simple vista o a simple oído. El microcuento te permite explorar, hacer juegos sutiles de palabras, te da todo un pequeño universo en unos segundos, en un minuto de lectura».


(Bianchi, 1)                


La atención profesada por la autora a la nueva categoría ha quedado, pues, clara, y se sigue refrendando por su asidua participación en eventos dedicados al tema, donde se convierte en indiscutible protagonista de las lecturas. Este hecho explica asimismo la publicación reciente de ABC de Microfábulas (2009), donde realiza un verdadero tour de force lingüístico al escribir distintas historias utilizando las diferentes letras del alfabeto como iniciales de los vocablos que las componen.

HAGAN JUEGO, SEÑORES...

Llego así a la segunda parte de mi comentario. En ella destacaré la relevancia de la experiencia lúdica en los microtextos objeto del presente estudio, apuntada ya en el título del volumen que los integra. Para ello, comenzaré por subrayar el vínculo existente entre juego y minificción, repasando algunos momentos claves de la historia del género y centrándome posteriormente en Juego de villanos.

Ya en 1921 Ludwig Wittgenstein equiparó las obras literarias a los juegos por ser unidades separadas, convencionales y con reglas específicas. Su famosa aseveración «los límites de mi lenguaje significan los límites del mundo» (16) reveló, de hecho, que quien no tuviera presente la gran variedad de posibilidades lingüísticas existente, se arriesgaba a no entender nada de su experiencia cotidiana. Unos años más tarde, en su clásico Homo ludens, el juego es definido por Johan Huizinga como «una acción u ocupación libre, que se desarrolla dentro de unos límites temporales y espaciales determinados, según reglas absolutamente obligatorias aunque libremente aceptadas, acción que tiene su fin en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de ser de otro modo que en la vida corriente» (45). De esta aseveración pueden extraerse unas cuantas ideas que revelan la relación existente entre la actividad lúdica y el arte: el ser humano juega cuando es libre, lo hace sin aitia (causa) ni télos (fin), y sabe que con esta experiencia se libera de su cotidianidad, conceptos aplicables del mismo modo al ejercicio del arte.

Siguiendo la línea abierta por Huizinga, Hans Georg Gadamer dedicó un capítulo de Verdad y método a demostrar que la esencia del juego ha de ser buscada en la experiencia del arte, pues en ambos casos se produce la construcción de una realidad diferente (136-162). La concepción de toda narración como ejercicio lúdico es retomada por Robert Rawdon Wilson en su excelente In Palamedes' Shadow. Explorations in Play, Game & Narrative Theory, donde distingue entre obras cercanas al concepto de juego como game -marcadas por reglas bien definidas- de otras afines al play, gobernadas por presupuestos que se nos escapan por encontrarse escondidos tras la idea de ficción (1990). Esta clasificación resulta enormemente operativa y, como veremos más adelante, permite adscribir los textos de Valenzuela a la primera categoría.

En el terreno de la minificción, Dolores Koch destacó la esencial impronta del juego con las siguientes palabras:

«[El microrrelato] [...] juega irreverentemente con las tradiciones establecidas por la preceptiva al escaparse de las clasificaciones genéricas [...]. Juega con la literatura misma en sus alusiones y reversiones. Juega con actitudes aceptadas mecánicamente ofreciendo o redescubriendo perspectivas. Juega con el concepto de la realidad, la desproporción y la paradoja».


(3)                


De hecho, algunas de las mejores prosas breves han sido escritas sub specie ludi. Sus cultores, amantes de la palabra bien dicha, han ejercido en muchos casos profesiones relacionadas con la pulcritud lingüística como es el caso de los correctores de estilo, críticos literarios o editores. Profundamente cuidadosos de la forma, saben que un microrrelato sólo puede funcionar si se aleja del concepto de Fast Fiction -repentina e improvisada- y permanece en el cajón del escritorio el tiempo suficiente para ser revisado en más de una ocasión, lo que ha llevado a la propia Valenzuela a definirlo con el término de Nouvelle Cuisine Fiction.

Estos creadores se insertan en una tradición que pretende alcanzar un texto perdurable en el tiempo, por lo tanto clásico y respetuoso con la literatura anterior. Tocados en bastantes ocasiones por la varita del ingenio, conciben la literatura como una actividad autónoma, instrumento de placer en sí misma (aunque no renuncien a la denuncia y el compromiso, como hemos podido comprobar en el caso de Valenzuela). Así, se acercan a aquellos latinos recriminados por Marcial por componer difficiles nugae o «bagatelas difíciles», seguramente los más libres entre los autores de su tiempo porque supieron reconocer los límites del ejercicio literario.

Siguiendo los preceptos mallarmeanos, en estos textos la restricción adquiere un papel fundamental, pues aparta el lenguaje de su funcionamiento cotidiano y lo fuerza a revelar sus recursos ocultos3. De este modo, la imposición de reglas arbitrarias al texto potencia la imaginación en lugar de constreñirla, como demostraron en los años sesenta los integrantes del Oulipo francés o, desde los noventa, los miembros del italiano OpLePo.

Algunas de las mejores poéticas de la minificción inciden, de hecho, en la importancia adquirida por el lenguaje en el texto breve. Así ocurre con el «"Minidecálogo de la ley del minirrelato" del mexicano Raúl Renán, en el que, en relación al lenguaje, se defiende el 'candado verbal'» (121). No en vano, Renán se descubre como discípulo de Ambrose Bierce en su célebre Diccionario del diablo (1906), que provocó una estela de brevedades basadas en la definición de palabras.

Este camino es seguido por Valenzuela en algunos títulos basados en las entradas de diccionario, entre los que sobresale «Hombre como granada»:

«En una sola noche me dijo tantos sí y tantos no, contradiciéndose a cada paso. A cada palabra. Ahora recuerdo esa noche y sus contradicciones tan poco originales y abro el diccionario al azar (como otros la Biblia) para encontrar la respuesta y la encuentro: Granada. F. Fruta del granado que contiene numerosos granos encarnados de sabor dulce // Proyectil ligero (explosivo, incendiario, fumígeno o lacrimógeno) que se lanza con la mano // Bala de cañón.

(Dulce proyectil, entonces. Explosivo, incendiario. Encarnado cañón. Lacrimógena fruta que se lanza con la mano. Bala de sabor dulce)».


(2008a, 70)                


En las literaturas hispánicas, los primeros experimentos conscientes con el lenguaje en el ámbito de la prosa breve se remontan al Modernismo. Así, el siempre sorprendente Rubén Darío firmó «Amar hasta fracasar», texto escrito con una sola vocal y cuyas primeras frases dan idea del espíritu juguetón de su autor: «La Habana aclamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala [...]» (356).

En esta línea de trabajo se sitúa Luisa Valenzuela, femina ludens por excelencia. No hay más que oírla hablar para saberlo: dotada de un ingenio tan afilado como rápido, de ella afirmó Borges que «mataría a su madre por un juego de palabras» (2008e). Así se explica el comentario que incluye en el punto sexto de «Microrreflexiones en acción»: «Lo lúdico suele ser insoslayable cuando de microficción se trata, lo cual no implica necesariamente hablar de juegos sino jugar con el lenguaje. A veces se nos dan ambas instancias. A veces la moneda se hace transparente y vemos las dos caras en simultáneo» (2008d, 484).

Consciente de que una parte de su creación no pasa por el logos, descubre en «Taller de escritura breve» una clave fundamental de su poética: «Serendipity, la facultad de hacer descubrimientos por accidente, es lo que pongo en juego cuando escribo» (2002, 117-118). En este sentido se entiende que, para elaborar microrrelatos, aconseje «trabajar a dos puntas -imaginación y lógica, intuición y razón- en sabio equilibrio, manteniéndose dentro de parámetros comprensibles pero hurgando a fondo en el interior mismo de dichos parámetros, escarbando con ganas entre las frondosidades del texto por senderos que no son visibles a simple vista» (2002, 100). Los ejercicios lúdicos se darán así en los diferentes niveles del lenguaje, destacando en su obra, como veremos a continuación, el interés por los juegos fónicos, semánticos y morfológicos, el recurso a idiolectos específicos y a las estructuras metaficcionales.



Juegos fónicos

El nivel fónico del lenguaje es uno de los más explorados en las prosas breves, deudoras de experimentos de tan amplia tradición literaria como lipogramas, tautogramas o ejercicios monovocales. La idea que se encuentra en la base de todas ellas es, lógicamente, la de la ya comentada restricción, que ayuda a descubrir relaciones secretas entre los vocablos. Uno de los ejercicios más sorprendentes y logrados en el ámbito de la experimentación a este nivel fue realizado por el mexicano Óscar de la Borbolla en Las vocales malditas (1992), compuesto por cinco microrrelatos basados en cada una de las vocales del alfabeto español. Valenzuela es, asimismo, autora de sofisticados ejercicios monovocales -«El bebé del éter» (2008a, 63) - y de tautogramas de excelente factura como «Palabras parcas», que transcribo a continuación por su capacidad para narrar una enrevesada historia en un lenguaje tan telegráfico como eficaz:

«Abelardo Arlistán, astuto abogado argentino, asesor agudo, apuesto, ágil aerobista acicalado. Atento. Amable. Amigo asiduo, afectuoso, acechante. Ambicioso. Amante ardiente, arrecho. Autoritario. Abrazos asfixiantes. Asaltos amorosos arduos, anhelantes, ansiosos, asustados. Aluvión apagado, artefacto ablandado, apocado. Agravado. Altamente agresivo, al acecho, Abelardo Arlistán. Arma al alcance, arremete artero, ataca arrabiado, asesina. Atrapado. Absuelto: autodefensa. ¡Ay!».


(2008a, 62)                


En la misma línea, «El abecedario» -primer texto incluido en Juego de villanos y ya integrado en Los heréticos- narra la historia de un hombre tan metódico que todo lo hace regulado por el orden alfabético -«La primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas, arroz con azafrán, asado a la árabe y ananás. [...] La segunda birló una bicicleta, besó a Beatriz, bebió Borgoña [...]» (2008a, 13). De este texto, que revela el interés temprano de Valenzuela por los juegos fónicos, partirá la experimentación en la base de ABC de las microfábulas. Como la misma autora señala en la introducción del libro:

«Miroslav Scheuba me contó que, inspirado en mi cuento "El Abecedario", se había propuesto escribir una fábula con cada letra. Cuando me leyó la primera entendí que su proyecto era muy distinto del que yo había imaginado, razón por la cual con su anuencia me puse a trabajar la idea desde otro lugar, usando sólo la letra indicada. Me hizo muy feliz comprobar lo enriquecedor y estimulante que puede ser el juego intertextual, y se lo agradezco de corazón».


(2009, 6)                




Juegos semánticos

El nivel semántico del idioma es, asimismo, objeto de especial atención en el microrrelato. Este hecho se encuentra muy relacionado con un aspecto reseñado por las profesoras Graciela Tomassini y Stella Maris Colombo en «La minificción como clase textual transgenérica»: «La elipsis señorea en estos relatos: troquela sus bordes recortando toda excedencia en relación con el eje semántico vertebrador de su desarrollo, o se manifiesta bajo la forma de huecos informativos que ponen a prueba la competencia del lector para restituir los contenidos escamoteados» (87).

Este hecho puede manifestarse en diversas vertientes. Una de las más frecuentes en Valenzuela viene del juego con las expresiones hechas, tomadas al pie de la letra para desactivar las interpretaciones unívocas. Así se aprecia en el reconocido «Zoología fantástica», sostenido a partir de conocidas frases relacionadas con animales (2008a, 27). Otra de las líneas seguidas por la autora viene dada por la asociación de términos emparentados a partir de atípicas paronomasias -«papar» y «mamar» en «Test gastroparental» (2008a, 17); «sicario» y «notario» en «Afirmaciones peligrosas» (2008a, 102); «etología zoológica» o «zoofilia etílica» en «Kafkiana» (2008a, 82)- o, especialmente, por la invención de un neologismo inolvidable para cualquiera de los miembros de la OBB -o, lo que es lo mismo, la Orden de la Brillante Brevedad, término por cierto también acuñado por Valenzuela- como es el caso de «funicular», presente en «Contaminación semántica» (2008a, 111).



Juegos morfológicos.

Los juegos morfológicos más habituales en la minificción proceden del uso en el texto de un mismo término con diferentes valores. Valenzuela ofrece una prueba de su pericia literaria jugando en «La cosa» con términos relacionados con el sustantivo «objeto», tradicionalmente aplicado a la condición femenina. Así se aprecia desde las primeras líneas: «Él, que pasaremos a llamar el sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa [...]» (2008a, 42)4.



Juegos con idiolectos

La brevedad característica de la minificción lleva a que los personajes deban definirse a sí mismos por su específica forma de hablar o sus acciones. Este hecho explica la importancia del relator en el género, señalada acertadamente por la profesora Laura Pollastri (2008). «Principio de la especie» se perfila como una de las mejores creaciones de Valenzuela en este sentido, pues explica el mito judeocristiano del pecado original a través de una Eva carente de las palabras apropiadas para lograr su objetivo. El comienzo del microrrelato resulta especialmente significativo en este sentido: «Me acerqué a la planta perenne de tronco leñoso y elevado que se ramifica a mayor o menor altura del suelo y estiré la parte de mi cuerpo de bípeda implume que va de la muñeca a la extremidad de los dedos para recoger el órgano comestible de la planta que contiene las semillas y nace del ovario de la flor [...]» (2008a, 60).



Juegos metaficcionales

Afirma Robert Rawdon Wilson la estrecha relación existente entre juego y textos literarios metaficcionales, ya que éstos se muestran «narratively complex, involving time shifts, mise en abyme embeddings, abrupt shifts in focalization (and/or point of view), and they are rich in discontinuities and short circuits» (21). En esta misma línea, Allen Thiher defiende el ludismo literario de los textos autorreflexivos como una forma de subvertir el sinsentido del mundo exterior: «Play's autonomy promises, if faintly, the possibility of creating a necessary order in the midst of absurd fallenness» (156).

Valenzuela recurre con frecuencia a la puesta en abismo que propicia el texto metaficcional, a partir de la cual se frustra la primera expectativa de lectura. Así, en la segunda variante de su particular homenaje a «El dinosaurio» de Monterroso, adopta la decisión de convertir el signo suprasegmental de la coma en protagonista del argumento: «Cuando la coma del célebre microrrelato despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Temeraria, avanzó a pesar de todo hacia la tan ansiada libertad pero a los pocos pasos dio de bruces con una barrera infranqueable: el punto final» (2008a, 110).


Conclusión

Comencé con una definición del Diccionario y acabaré con otra paralela: «intensidad: Magnitud física que expresa la cantidad de electricidad que atraviesa un conductor en la unidad de tiempo». En estas páginas espero haber demostrado, precisamente, el indiscutible doctorado de Luisa Valenzuela como «maestra de intensidades».








Bibliografía citada

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