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Los hijos de Juan Rulfo

Margo Glantz

Agradezco cumplidamente la invitación del Instituto Iberoamericano de Berlín para asistir al coloquio celebratorio de los cien años del nacimiento de Juan Rulfo, gracias a su directora la doctora Barbara Goebel, el Dr. Friedhelm Schmidt Welle y la profesora Vittoria Borso de la Universidad de Dusseldorf colegas y queridos amigos.

Cuando vine por primera vez a esta ciudad, Berlín era una isla dividida por un muro, la ciudad occidental era luminosa, alegre, festiva; a la ciudad oriental se entraba por el famoso Check Point Charlie detrás del cual las calles eran oscuras, conservadas aún las huellas de la guerra en las paredes horadadas de los edificios, el Museo Pérgamo también sombrío ostentaba sus tesoros, había prácticamente solo un gran café, el Einstein, en la avenida Unter den Linden, un bello edificio destinado a la ópera, la Universidad Humboldt y el teatro de Bertold Brecht dirigido por Helen Weiguel, su viuda, y presidiéndolo todo la puerta de Brandemburgo.

En ese entonces y del lado, occidental, el Dr. Briesemeister, filólogo y romanista dirigía el Instituto que ahora nos alberga, el Instituto de la Freie Universität estaba y sigue orgullosamente instalado en un edificio del Bau Haus al lado de barrios totalmente reconstruidos después de la guerra. Por las noches paseábamos y tomábamos prosecco en los bares de la Kurfursterdamm y visitábamos la torre emblemática de la iglesia del Kaiser Guillermo.

Mi tono se vuelve idílico como si la fracción occidental de Berlín antes de la caída del muro fuese semejante a la Comala que le describe Dolores Preciado a su hijo.

Volví en 1988, luego en 1990, sólo quedaban pedazos grafiteados del Muro y el Check Point Charlie iba perdiendo su carácter siniestro lentamente, circulaban automóviles de corte soviético y los orientales ca- minaban con desconfianza por la ciudad: año tras año regresaba. La ciudad crecía, se transformaba y las grúas y las plumas llenaban el horizonte, vi construirse el Museo Judío junto a la casa de uno de mis autores preferidos, el cuentista decimonónico E. T. A. Hoffmann, edificio que al visitarlo me recordó a Walter Benjamin y a Paul Celan; el barrio judío y su sinagoga volvían a la vida y también pude ver año tras año cómo se iba edificando el Memorial del Holocausto y los impactantes edificios de Postdammer Platz y otras plazas semejantes... Nostalgia pura.

Los hijos de Pedro Páramo

Octavio Paz se preocupó por insertarnos en una genealogía. Gracias a él somos los hijos de la Malinche, hijos simbólicos y colectivos, hijos anónimos, jamás parecidos a los verdaderos hijos históricos, los mestizos Martín Cortés y María Jaramillo. Alguna vez me preocupé por saber si la Malinche había dejado también y circulando por el mundo hijas putativas. Y encontré que las había y que esas hijas practicaban un oficio, se trataba por lo menos de tres narradoras, Elena Garro en sus cuentos de Las mañanas de colores y especialmente «La culpa es de los tlaxcaltecas»; Rosario Castellanos con Balún Canán y Elena Poniatowska en La flor de lis y sobre todo en su papel de entrevistadora de Jesusa Palancares en Hasta no verte Jesús mío; narradoras perseguidas por la culpa, creadoras de personajes implícitamente autobiográficos, racialmente diferentes de las mestizas y de las indígenas, pertenecientes a las altas clases medias, y del sexo por excelencia, como famosamente dijo Carlos Marx cuando le nació por tercera vez una niña.

Es evidente que Pedro P. tuvo hijos, quizá mucho más que la Malinche. Y sin embargo nadie nos ha otorgado esa paternidad, nadie nos conoce como los hijos de Pedro Páramo, aunque lo mereceríamos, y mucho menos conocen a quienes pudiéramos ser sus hijas. ¿Pero tuvo hijas P. Páramo?

Si leo con atención y por centésima vez Pedro Páramo y comparo el libro publicado con las distintas versiones que de él Rulfo dejó en sus Cuadernos, advierto de inmediato una curiosa por no decir perversa relación con la paternidad, una paternidad colectiva confusa y en general anónima, muchas veces incestuosa pero históricamente evidente durante el porfiriato, porque Comala además de estar llena de «Ruidos. Voces. Rumores: Canciones lejanas» (p. 58), está poblada por varios de los hijos bastardos de Pedro Páramo, de los cuales sólo sabemos que, a pesar de ser sus hijos, como explica el arriero Abundio, él mismo uno de ellos, sus madres los han malparido sobre un petate.

En este sentido es revelador el hermoso diálogo que un personaje anónimo, «aquel hombre» (p. 70), en realidad el propio Abundio, sostiene en Los cuadernos con un Juan Preciado aún no muy bien delineado y todavía anónimo, por lo menos en ese fragmento, mientras ambos caminan hacia una Comala también aún innombrada:

«El ejemplo lo tengo en propia casa. Ya le presentaré a mi señora cuando estemos allá... la verá usted junto al comal frío, como un ladrillo más del pretil de la cocina. Ya sin obligaciones, habiendo dado lo que pudo dar de sí. Pero tuvo once hijos, de los cuales nada más dos fueron míos, los otros eran ajenos, de esos que se consiguen sin saber cómo, que salen como de rebote. Un día amanecen allí, nuevecitos, todavía friolentos por el aire. Y los ojos inocentes de nuestra mujer que nos miran suplicantes, pidiendo que les cuidemos al retoño; que lo llevemos a bautizar para que no se muera lejos de los lazos de Cristo. Yo he tenido que hacer eso nueve veces. ¿Y usted sabe de quién eran aquellos hijos?

-No tengo la menor idea.

-De Pedro Páramo. De él eran. Hállele usted».

(p. 71)



Párrafo maravilloso: demuestra el trabajo extraordinario que Rulfo hizo para lograr que su novela fuera lo que es. ¿Qué hubiese sucedido si «aquel hombre», ese personaje que luego se convertiría en el verdadero y casi mudo y antes locuaz Abundio novelesco no hubiese sido hijo bastardo de Pedro Páramo? Como diría Borges, el mérito de una obra no está en la longitud, sino en su delicado ajuste verbal.

De esta pródiga paternidad que prolifera sin domeñarse, antes de definirse en la novela, nos enteramos en Los cuadernos; allí los personajes aparecen, reaparecen, desaparecen, son hijos o son padres, son primos o esposos, hay pocas madres y muy pocas hijas, las filiaciones se confunden. Un ejemplo importante por su papel en la novela y su función dentro de ella como único representante de la iglesia en el pueblo, es el del personaje que luego será el Padre Rentería, originariamente el Padre Villalpando en Los cuadernos, cuyo origen, aunque borroso, lo identifica de manera definitiva allí como hijo de P. P., durante mucho tiempo llamado por Rulfo Maurilio Gutiérrez:

«Que el padre Villalpando era hijo natural de Rómula Benavides, una de las más viejas sirvientas de Maurilio Gutíérrez. Se decía que su padre había sido el mayordomo Villalpando, o su hijo que fue durante muchos años caporal, o de un primo de ellos, que vivía dentro de la Hacienda. Ni ella misma lo sabía: "Fueron tantos", decía cuando se lo preguntaban, pero debió haber sido uno de los Villalpando, pues ellos eran los que más la habían transitado.

Maurilio Gutiérrez se encargó de su educación [...].

Y cuando al fin vino el padre Villapando a hacerse cargo de la Iglesia de Comala, él le habló de "usted" y se arrodilló como todo el mundo y le besó la mano».

(C., p. 53)



Una anotación al calce, el personaje que protagonizaría La cordillera, esa novela perpetuamente anunciada por Rulfo, se llama en Los cuadernos Tránsito Pinzón, nombre significativo en este contexto por la importancia que nuestro autor siempre le concedió a los nombres que debían identificar a sus personajes. De esa manera podríamos inferir que de haber trascendido literariamente, Transito Pinzón hubiera sido hijo de una mujer intensamente transitada.

Y de verdad, una verdad oscurecida por las borraduras novelescas, el Padre Villalpando, refigurado en la novela como el Padre Rentería, era hijo bastardo de P. P. en Los cuadernos:

«Quiso decirle: ''Muchacho estás hecho un hombre". Pero se le secó en la boca el cariño de aquel que consideraba como criatura suya. Porque la verdad es que sí lo era, sólo que la Rómula se hubiera muerto de haberlo descubierto».

(p. 54)



Los bastardos, los naturales y los legítimos

En un fragmento intitulado «Mi pueblo, Mi lucha contra Maurilio Gutiérrez», Villalpando exclama:

«Yo mismo pensaba: soy un capricho de él y como yo, hay muchos, quizá esté pueblo esté plagado de bastardos que llevan su sangre y a quienes ha envenenado con su autoridad insana y concupiscente».

(p. 55)



Hay tres hijos con nombre en Pedro Páramo: Juan Preciado, Miguel Páramo y Abundio Martínez, o sea el hijo legitimo con apellido de bastardo, el natural con nombre legítimo y el bastardo asesino, conductor de su medio hermano al reino de la muerte en vida. Pedro Páramo se casa con Dolores Preciado, la de los bellos y tiernos ojos, la dueña legítima de La Media Luna, esa hacienda que cimentará su fortuna. Dolores la despojada, la deslegitimizada, la que por casarse legítimamente con P. P. deslegitimiza y deshereda a su propio hijo.

Roa Bastos dice en su ensayo sobre nuestro autor:

«Pero Juan Preciado, el hijo legítimo -el mestizo puro- llevaba muy adentro de su íntima oquedad otra manda casi póstuma no menos sagrada: la esperanza de reencuentro con su padre. Llega a Comala guiado por su medio hermano Abundio -digamos el hijo natural, el mestizo desnaturalizado- quien ya ha ejecutado la venganza. El acto de Abundio lo desobliga, sin saberlo, del ajuste de cuentas. Pero es un acto de un tornatrás hecho por un tornatrás. No lo libra de esa pesada carga que se le ha ido formando como "un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo". No lo nombra mi padre sino el marido de mi madre...».

(p. 205, ver título en Campbell)



Un hijo legítimo que llama a su padre legítimo el marido de mi madre, legitimando su condición de deshijado, y convirtiéndose así en hijo legítimo de un padre desconocido.

Miguel, llamado primero Esteban en Los cuadernos y destinado allí a ser esposo de Susana San Juan, bautizada en ese fragmento como Susana Foster consumando avant la lettre un incesto narrativo, no tiene literalmente madre pues ésta ha muerto al alumbrarlo. Si caigo en la pedantería de los juegos de palabras diría que Miguel se convierte es el desmadrado y Juan en el despadrado.

El padre Rentería, cuya sobrina Ana fue violada por Miguel Páramo, habla así del padre y del hijo mientras reflexiona si debe concederle el perdón al joven:

«El asunto comenzó -pensó- cuando P. P., de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de todo esto es que todo lo obtuvo de mí: 'Me acuso padre de que tuve un hijo de P. P. Me acuso de que tuve un hijo de P. P.'. De que le presté mi hija a P. P.'. Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca vino. Y ahora él estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que sí sé es que yo puse en sus manos ese instrumento».

(pp. 85-86)



Y curiosamente, P. P. que no siente dolor al enterarse de que ha muerto el único hijo que ha reconocido como suyo, recuerda en ese momento a su padre y también a su madre, muertos cuando era niño. Sobra añadir que eso nos remite a la propia experiencia biográfica de Carlos Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, en la época en no era más que un niño que cargaba el peso de un nombre extremadamente largo:

«Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces, diciéndole: "¡Han matado a tu padre!". Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo. Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo al otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no había nadie que se la recordara».

(P. P., p. 83)



En plena borrachera, como sonámbulo, Abundo, el hijo natural, asesina al padre y en medio de su estupor sólo recuerda a su mujer, la Cuca, apenas fallecida. Para enterrarla pide limosna a P. P. que espera sentado en su equipal a que la muerte lo acerque a Susana San Juan. A Abundio, oxímoron perfecto de su mismo nombre, arriero miserable, le toca el doble papel de guía de su medio hermano y de asesino del cacique, Abundio, privado al mismo tiempo de su mujer, de su hijo, de su libertad y de su padre Abundio «tuvo un hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los ríos y la rescoldera y no sé cuántos males que tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuando tuvo que vender a sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que él pidió...» (P. P., p. 49).

Un interludio onomástico

Enumerar los nombre de los personajes, los definitivos y los tentativos se vuelve un ejercicio poético:

  • Tránsito Pinzón
  • Ovillado
  • Fulgor Sedano
  • Galileo
  • Abundio Martínez
  • Tuburcio Aldrete
  • Cleotilde
  • Pedro y Miguel Páramo
  • Juan y Dolores Preciado
  • Odilón
  • Eduviges y María Dyada
  • Dorotea la Cuarraca
  • Damiana y Sixtina Cisneros
  • Maurilio Gutiérrez
  • Esteban Páramo
  • Susana Foster
  • Padre Gabriel Sebastián Villalpando
  • Ana Rentería
  • Justina Díaz
  • Fausta
  • Micaela
  • Susana y Bartolomé San Juan
  • Inocencio Osorio o Saltapericos
  • Jesús
  • Terencio Lubianes
  • Los Fregoso
  • Chona
  • Esperanza
  • Rómula Benavides
  • Florencio
  • Mi tía Carolina
  • Donís
  • El Tartamudo
  • Damasio el Tilcuate
  • Perseverancio
  • El hombre y la mujer
  • Isaías
  • Gerardo Trujillo
  • Casildo
  • Ángeles
  • El doctor Valencia
  • Gamaliel Villalpando
  • Mi general Obregón
  • Madre Villa
  • Juan Nepomuceno Rulfo Navarro
  • María Vizcaíno Arias
  • Cecilia
  • Eulalia
  • Julián Sandoval
  • Sebastián Rentería
  • Santa Nunilona, virgen y mártir
  • Anercio, Obispo
  • Santas Salomé, viuda
  • Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes
  • Córdula y Donato
  • Toribio Mateos
  • Jacinto Trujillo
  • Manuel Mantilla
  • Eusebio Osorio
  • Etc., etc.

El ejercicio de las tachaduras o las tachaduras como escritura

En un texto de los numerosos que he escrito sobre Rulfo, añadido a los otros numerosísimos que sobre él se han escrito y se siguen escribiendo sin agotarlo, decía yo lo siguiente, refiriéndome a las múltiples borraduras a las que sometió sus textos:

«Gracias a la publicación de sus borradores en Los C. de J. R. (1994) verificamos que en el proceso de su escritura, la escritura de Rulfo al escribir P. P. se ha decantado de manera parecida a la poesía de César Vallejo, a fuerza de hachazos efectuados sobre el cuerpo del texto, despojándolo de cualquier excrecencia explicativa o hasta narrativa...

Es en Los cuadernos donde se advierte con mayor nitidez ese procedimiento esencial en sus obras: las variantes conservadas sobre las que se extendió largamente su editora Ivette Jiménez de Báez -dan cuenta de anécdotas, acciones y diálogos totalmente rulfianos pero que, por no estar sometidos a la operación de limpieza devastadora que les da sentido, se nos antojan superfluos, hasta los nombres de los protagonistas Maurilio Gutiérrez, Esteban Páramo, Susana Foster- enfrentados a los nombres ya acuñados, Pedro Páramo, Miguel Páramo, Susana San Juan, carecen de densidad y hasta de repercusión sonora. Es como la lectura de ciertos versos aún no deshuesados frente a la versión definitiva que nos dejó Vallejo o como la lectura de "Primero Sueño" si intentáramos, como lo hizo Méndez Planearte, ordenar los versos de acuerdo con la sintaxis ordinaria...».

(Campbell, p. 370)



En una entrevista muy citada que le hizo Fernando Benítez de quien era muy amigo y con quien comía periódicamente en casa de Vicente y Alba Rojo, Rulfo explica:

«[...] llenaba los vacíos y [...] descubrí que el escritor llenaba los espacios desiertos con divagaciones y elucubraciones. Yo antes había hecho lo mismo y pensé que lo que contaba eran los hechos y por eso busqué a personajes muertos que no están dentro del tiempo y del espacio. Suprimí las ideas con las que el autor llenaba los vacíos [-como quien dice, intervengo, destomasmanizó a la novela en un momento en que todos leían La montaña Mágica-] y evité la adjetivación entonces de moda [-¿ la de Yáñez en Al Filo del agua?-] Se creía que adornaba el estilo, y sólo destruía la sustancia esencial de la obra, es decir lo sustantivo».

Y agrega contundente:

«P. P. es un ejercicio de eliminación [-esto es decir, vuelvo a intervenir, un ejercicio de borraduras-]. Escribí 250 páginas donde otra vez el autor metía su cuchara. La práctica del cuento me disciplinó, me hizo ver la necesidad de que el autor desapareciera y dejara a sus personajes hablar libremente, lo que provocó, en apariencia, una falta de estructura. Sí hay en P. P. una estructura, pero es una estructura construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas, donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo. También perseguía el fin de dejarle al lector la oportunidad de colaborar con el autor y que llenara el mismo los vacíos. [-La obra abierta, apocalíptica, no integrada-]. En el mundo de los muertos el autor no puede intervenir más que con su escritura [-insisto y reitero ¿este es el escritor al que se le acusaba de no ser un intelectual y que no sabía cómo reflexionar sobre su obra?]».

(p. 546, Campbell)



Los nombres del padre

Y las borraduras se extienden de manera incisiva y constante a las relaciones familiares. Relaciones confusas, enracimadas, inextricables, casi imposibles de desenredar, mientras Rulfo las iba pensando y organizando para luego decir, una vez publicada la novela, reeditada mil veces y traducida a todos los idiomas que: «Di con un realismo que no existe, con un hecho que nunca ocurrió y con gentes que nunca existieron» (Ídem, p. 547).

En uno de los borradores de P. P., el padre Villalpando, hijo como hemos visto de Maurilio Gutiérrez y convertido en sacerdote gracias a su impulso, habla del pueblo donde ha nacido y donde gobierna un cacique, como si se tratara de un hecho natural, idílico, la época dorada del mito, en cierto paralelismo con los recuerdos de P. P. niño evocando a Susana San Juan o a la región próspera, arcádica, con que Dolores Preciado envía a su hijo a la tierra prometida:

«Eran cosas que después de hechas se olvidaban, más en un lugar en que todos hacían lo mismo y en que tener un hijo Dios sabía de quién no se trataba con menosprecio, antes por el contrario, aquello representaba una ayuda, a veces permanente, pero casi siempre real.

Comala había vivido siempre así, desde tiempos remotos. El abuelo de don Maurilio comenzó la historia. Y este hombre, que había heredado una riqueza acumulada y un poder acumulado, no se detuvo, sino que le había dado impulso a las viejas costumbres, haciendo de las mujeres de Comala sus mujeres, regalándoles hijos y bienes y paz y comida y hombres para regalo de sus noches.

Lo querían. Lo aceptaban como lo que tenía que ser. Sus hombres trabajaban para él en los campos, cuidándole sus bienes de los que ellos participaban. Eran hijos de él, no podría rebelarse contra su padre, pues dice el catecismo: 'Cualquiera que sea tu padre, hónralo y respétalo».

(C., p. 57)



Como si la fractura producida por la Revolución y la Cristería -acontecimientos que, como se ha subrayado continuamente, están tratados por Rulfo de una manera tangencial, como borrados o solamente esbozados en el texto-, diesen cuenta de una época en la que como recuerda Doloritas:

«Sólo hay [...] Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con la lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel recién derramada».

(P. P., p. 25)



¿La tierra de leche y miel de la Biblia? ¿La tierra gobernada por los Maurilios Gutiérrez y más tarde en la versión terminada por los Pedro Páramos? ¿Ese Pedro Páramo que arruina a su pueblo que no se une a su dolor que no lamenta la muerte de su amada y la festeja como si en lugar de un duelo se celebrase una romería?

«Don Pedro ni hablaba, dice el narrador, no salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala: Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo...».

(p. 143)



Y su deseo se cumple como en el Apocalipsis: «Desde entonces la tierra se quedó baldía» (p. 143)

La desaparición o el exceso de lo maternal

Siempre en Los cuadernos, en el fragmento con el que se inician que fue intitulado por los editores: «Palabras, dichos, frases», leo textos entreverados, como el siguiente:

«Los rayos del sol entraban al cuarto por una pequeña ventanita (ya viene Dios, digo); al siguiente renglón, y aislada, la palabra "cuñado", y cerca de estas, otras frases: "Los aires se enojan y enojándose producen mal de ojos" o "Hemiplegia" (ataques espasmódicos), y de repente una que me llama la atención.

Dice simplemente:

"María Dyada" (La diosa entre los tepehuanes)».

(p. 28)



Eduwiges Dyada pudo haber sido, como ella misma dice, la madre de Juan Preciado:

«Perdóname que te hable de tú: lo hago porque te considero como mi hijo.

-Sí, muchas veces dije: "El hijo de Dolores debió haber sido mío". Después te diré por qué».

(P. P., p. 16)



No lo fue, casi por milagro, pero, en cambio, tuvo muchos otros hijos. Lo descubrimos por un monólogo del Padre Rentería. Acosado por los remordimientos, haber otorgado el perdón a Miguel Páramo, el violador de su sobrina y el asesino de su hermano, recuerda a María Dyada, quien le había rogado que absolviera a Eduviges su hermana, culpable de adelantarse a la voluntad de Dios: de saber, como ella le explica a J. P., «que todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo» (P. P., p. 16).

María Dyada suplica, pide la absolución, informa: «Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo. Pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo; En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre» (P. P., p. 40).

¿Por qué le habrá fascinado tanto a Rulfo el nombre de María Dyada, personaje que existe textualmente sólo al ser convocada por el padre Rentería?

¿Y por qué le puso asimismo ese apellido a quien será en el texto Eduviges, la primera mujer que visita Juan Preciado, conducido hasta su fonda por Abundio el mensajero, Abundio, emisario entre el adentro y el afuera de Comala, como todos los arrieros cuando aún existía ese oficio en México?

Eduviges, la madre de todos, la madre universal, una madre primigenia, primordial, ¿una diosa?

Si P. P. es padre de todos los hijos desparramados por el pueblo, obviamente, el verdadero protagonista de su novela, como el mismo Juan Rulfo reitera en una de sus entrevistas. La humilde Eduviges sería mucho más, en el texto se le concede sutilmente la misión de condensar en una sola persona la doble función de la madre y del padre, aunque en su discurso se privilegie la paternidad, cuando reitera que «se es madre por casualidad». Curiosa frase: «se es madre por casualidad»; y más aún una madre promiscua, fuera de la ley, la que siendo madre asume el rol de Padre, una función que P. P. apenas ejerció y que voluntaria y generosamente ella asume. Podría concluirse si no se oyera como discurso demagógico que en el universo de Comala ella es la representante de la paternidad responsable.

«El modelo de parentesco de la tríada familiar (padre-madre-hijo) subyace en casi todos los cuentos y en Pedro Páramo, concluye Yvette Jiménez de Báez en su "JUAN RULFO. DEL PÁRAMO A LA ESPERANZA (ESTRUCTURA Y SENTIDO)", RFH, XXXVI (1988), núm. 1, 501-566, con quien estoy sólo en parte de acuerdo. La tríada se modifica conforme se destruye un orden patriarcal y opresor preexistente. El proceso, fundador por excelencia, determina el trabajo de la escritura. En los cuentos la escisión del núcleo familiar es la marca textual que indica el inicio de la transformación. Ésta puede darse por la muerte, ausencia o disfunción explícita o implícita del padre.

Rota la relación básica del modelo patriarcal -la diada padre-hijo generadora de la vida-, se va desplazando, al mismo tiempo, la función mediadora y relacionante de la madre, quien gradualmente ocupa el centro del modelo (el lugar de la ley). Este desplazamiento de la madre determina un tiempo propicio a las transformaciones y a la regeneración individual y colectiva».

(p. 502)



En esta sucesión de mujeres que se le aparecen a Juan Preciado para acogerlo y guiarlo hasta el país de los muertos, Damiana Cisneros es quien sustituye a Eduviges cuando ésta desaparece de la fonda donde fue ahorcado Toribio Aldrete: «Mi madre me habló de una tal Damiana Cisneros que me había cuidado desde que nací» (P. P., p. 43).

Hay madres biológicas y otro tipo de madres. Las madres sustitutas. Damiana asume ese papel en la novela. Cuando es aún niño Juan y vive con su madre en Comala, Damiana se convierte en su nana, papel que asimismo desempeñará con Miguel Páramo.

«Don Pedro -dice el Padre Rentería,- llevándole a un recién nacido, la madre murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene... Y él ni lo dudó, solamente dijo:

-Por qué no se queda con él padre. ¡Hágalo cura!

-Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.

-¿De verdad cree que tengo mala sangre?

-Realmente sí, don Pedro.

-Le probaré que no es cierto. Déjemelo aquí. Sobra quién se encargue de cuidarlo.

-En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará cobijo

El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora. -¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo».

(P. P., p. 86)



Madres universales, como las chichihuas de Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno, siempre dispuestas a amamantar, a prohijar. Un caso paralelo en la novela sería el de Justina, la nana eterna de Susana San Juan, Justina quien la cuida al morir su madre y la que siempre se interpone entre ella y P. P.:

«Mi madre murió entonces -relata Susana-, separada de los otros muertos en su imponente mausoleo...

-Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación...

-¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías».

(P. P., p. 95)



Y Damiana Cisneros, personaje que ya anda rondando en Los cuadernos desempeñando distintos papeles allí, mantiene durante toda la novela este carácter, la de eterna servidora, atenta a los problemas y necesidades de los demás, a la que acude P. P. herido de muerte por Abundio:

«Se apoyó en los hombros de Damiana Cisneros e hizo el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras».

(p. 152)



Y agregada al de Damiana, la muerte de Miguel Páramo hace aparecer un tercer personaje decisivo en este texto, Dorotea la Cuarraca, la mujer estéril, la madre fallida, la loca, la imagen invertida de Susana, una doble espuria, «la única mujer en el pueblo a quien le gustan los bebés» como le dice burlonamente Fulgor Sedano a Miguel Páramo.

Y encadenando con malicia y perfección a unas mujeres con otras, Rulfo introduce a Dorotea en su doble papel de alienada y de alcahueta. Dorotea se confiesa con el Padre Rentería, después del velorio de Miguel Páramo:

«Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo quien le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo... desde que fue hombrecito. Desde que lo agarró el chincual...

-¿Se las llevabas?

-Algunas veces, sí. En otras no más se las apalabraba. Y con otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban solas y en que él podía agarrarlas descuidadas».

(P. P., p. 91)



Y la ilusión que ha llevado a J. P. a Comala esperando encontrar allí a su padre, es también el fantasma con el que vive Dorotea: «-¿La ilusión? eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pague con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más, porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta... me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios» (P. P., p. 74).

La ilusión le ha llegado con un sueño, dice Dorotea:

«En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero el seno de una cualquiera».

(P. P., p. 75)



Enterrada en la misma sepultura que J. P., sin robarle siquiera tierra a la tierra, porque está acostada encima de él, «en el hueco de sus brazos», acunada por él, Dorotea se convierte en la hija de Juan Preciado y éste en su madre primordial.