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ArribaAbajoCapítulo segundo

El problema del crédito territorial



Ojeada general al estado de la propiedad territorial en nuestro país

La multiplicidad y la variedad de las fuentes originales de la propiedad territorial en nuestro país; el enredado curso evolutivo que han seguido las clases de propiedad que se han derivado de esas fuentes; la diversidad de titulación de cada una de dichas clases; la interrupción frecuente de todas las titulaciones; y, en suma, la dificultad de apreciar en conjunto toda la propiedad, y la imposibilidad de legislar uniformemente acerca de ella, trajeron la misma propiedad en un estado de verdadera confusión hasta el principio del período integral de nuestra historia de independientes. Al abrirse ese período, es decir, al comenzar el gobierno del señor general Díaz, faltaban a la propiedad en la República, las tres condiciones fundamentales que la propiedad debe tener como base del crédito: perfecta identidad, completa seguridad y absoluta igualdad de condición.

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La propiedad territorial en nuestro país, no ha sido bien definida hasta hoy. La implantación del sistema de la titulación escrita por la dominación española produjo, desde luego, el efecto que ya anotamos en su lugar, de dividir de hecho la propiedad en dos grandes ramas: la que fue titulada y la que quedó fuera de la titulación. La titulada se dividió, a su vez, en dos partes: la que se ajustó plenamente al sistema de la titulación, entrando en los moldes de la titulación notarial sucesiva; y la que por no haberse podido ajustar bien a ese sistema, aunque quedó titulada, quedó fuera de la titulación regular. Volvemos a decir aquí que sólo para facilitar la inteligencia de las cuestiones territoriales, llamamos propiedad, hasta la que no lo es, como la simple ocupación.




Rama de la propiedad titulada

De la rama de la propiedad titulada, la parte plenamente titulada, por haber entrado en los moldes de la titulación notarial sucesiva, fue la de los españoles, que se dividió -no estará por demás repetirlo- en la de los conquistadores, o sea la civil, y la de los misioneros, o sea la de la Iglesia, dividiéndose a su vez la primera, entre la de los señores y la de los agricultores, que con el tiempo se convirtieron, la primera, en la gran propiedad de los criollos señores, y la segunda en las rancherías de los mestizos; la de los misioneros que después fue de la Iglesia, o sea la del clero, como gran propiedad también, pasó en calidad de tal a los criollos nuevos o liberales por la Reforma. La parte incompletamente titulada fue la propiedad comunal que sólo fue titulada en conjunto, o sea, la de algunos pueblos indígenas y la de las rancherías de los mestizos. Requiriendo el sistema de la titulación escrita, cultura, prácticas y recursos que sólo tenían los propietarios señores y el clero, y requiriendo también un personal de oficiales de notariado, que la Colonia no tenía, únicamente dichos propietarios señores y clero pudieron tener sus propiedades con buenos títulos primordiales y con los demás documentos de la titulación notarial sucesiva hasta la Reforma; es decir, sólo la gran propiedad llegó hasta la Reforma con titulación perfecta, si bien con algunas interrupciones que le causaron la expulsión de los jesuitas y la guerra de Independencia. La propiedad comunal titulada, en su grupo de los pueblos, llegó a la Reforma sin que muchos de esos pueblos tuvieran título alguno, y teniendo los más, por únicos títulos, la merced primordial y los notariales de las operaciones celebradas en conjunto; y en su grupo de las rancherías, llegó hasta la Reforma, teniendo las más de esas rancherías la merced individual primordial, con algunas operaciones notariales celebradas en conjunto, como únicos títulos, y estando muchas de esas mismas rancherías sin título primordial o sin título alguno, por haber perdido los que tenían. De modo que habiéndose perdido casi todos los títulos primordiales de la propiedad del clero, al pasar primero, por virtud de la expulsión de los jesuitas, y segundo, por virtud de la Reforma, a los criollos nuevos o criollos liberales, cuando se abrió el período integral sólo la gran propiedad de los criollos señores tenía sus títulos relativamente completos.



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Rama de la propiedad no titulada

La propiedad que quedó fuera de la titulación fue -tampoco estará por demás repetirlo- la de todos los pueblos y grupos indígenas, que por su falta de desarrollo evolutivo eran incapaces de comprender los motivos de existencia, y menos los efectos prácticos de la titulación.




Falta de exactitud en la titulación de la propiedad titulada

Completos o no los títulos de las distintas clases de propiedad titulada que existían en el país, a consecuencia de los factores de error, de violencia y de confusión, que entraron en la titulación general y que influyeron dentro de cada clase en el desenvolvimiento de las diversas propiedades que la componían, ni estas propiedades quedaron bien deslindadas, ni los derechos de los propietarios a ellas bien determinados, de modo que con el curso del tiempo, se perdió toda relación entre los límites señalados en los títulos y las posesiones efectivas tenidas a virtud de ellos, con tanta más razón cuanto que esas posesiones cambiaban de un modo incesante a virtud de circunstancias exteriores, pues cada propiedad se ensanchaba o se reducía según las resistencias y las energías de los colindantes. Así las cosas, nació para cada propietario, como un interés de defensa, la necesidad de ocultar sus títulos. Los indígenas y los rancheros eran los únicos que hubieran tenido interés en exhibir los suyos para intentar la reivindicación de los recortes sufridos, pero no teniendo fe en una justicia que siempre se hacía a sus expensas, procuraban, ya no reivindicar lo perdido, sino conservar lo presente, y el mejor modo de conservarlo, era no hacerse sentir. No fueron bastantes a evitar el mal indicado, ni las disposiciones dictadas para devolver a cada quien lo suyo, ni las que se dictaron para regularizar las ocupaciones indebidas; la misma dificultad de ordenar las cosas, protegía la desobediencia y aumentaba el interés de la ocultación. La Independencia contribuyó mucho a afirmar ese interés, porque a virtud de las condiciones del régimen que ella estableció, los propietarios tuvieron un nuevo motivo para no definir los límites de sus propiedades y para no mostrar los títulos que las amparaban, y fue el de evitar que fueran fácilmente justipreciadas por el Fisco; esto último, porque como ya hemos dicho en otra parte, la propiedad de los criollos señores y del clero eran gran propiedad, y dadas las difíciles condiciones de esa gran propiedad por el hecho de ser grande, la defensa contra el Fisco y el fraude a éste tenían que ser condiciones necesarias de su existencia. La Reforma vino por último a consolidar el interés de la indecisión de los límites, de la ocultación de los títulos y del extravío del valor de la propiedad territorial. Desde luego la desamortización hizo nacer en los indígenas y en los rancheros el nuevo interés de no aparecer como pueblos repartibles, y ese nuevo interés se confundió con el otro; la misma desamortización obligó al clero a ocultar sus propiedades y los títulos de éstas para evitar que aquéllas fueran desamortizadas; y la nacionalización dio motivo a que pudieran ser atacadas casi todas las propiedades extrañas al clero, porque siendo como era éste el único banquero de la época,   —127→   casi todas esas propiedades estaban ligadas con él por diversos contratos que podían dar motivo a denuncios y pleitos. En lo que respecta a la nacionalización, el miedo de la propiedad a aparecer en su verdadero estado siempre nos ha parecido justo; muchas veces los denunciantes perseguían créditos de más de cien años de fecha, completamente ignorados hasta por los propietarios mismos. A consecuencia de todas las circunstancias expuestas, al abrirse el período integral, o sea el período de la paz presente, era tan difícil conocer la propiedad territorial, que muchas veces los propietarios mismos no conocían bien sus propiedades.




Falta de seguridad de la propiedad titulada

Aparejado al vicio de inexactitud que la propiedad traía al abrirse el período integral, traía también el de la falta de seguridad. En efecto, en el sistema de propiedad establecido por la dominación española y continuado por la Independencia, no se ha conocido en realidad la prescripción. El hecho de que a virtud de los derechos patrimoniales de los reyes de España, toda propiedad privada tuviera que derivarse indispensablemente de una cesión directa o indirecta de dichos reyes, la que tenía el carácter de gracia o merced, y el hecho de ser imprescriptibles en principio los expresados derechos patrimoniales, dieron motivo a que, durante la dominación española, toda propiedad pudiera ser, en caso dado, revertible al patrimonio real, de donde procedía. Nosotros siempre hemos reconocido en los reyes españoles un gran instinto jurídico y un gran deseo de obrar con justificación. El derecho de reversión, de que hemos hablado, no se ejerció jamás para negar el carácter de propiedad privada a la que lo tenía; pero como sólo tenía el carácter de propiedad privada la que estaba amparada por un título de cesión, y había una completa falta de identidad entre la propiedad que el título indicaba y la que efectivamente se poseía, la reversión, ya directamente hecha, ya bajo la forma de reconocimiento de títulos, ya bajo la forma de restituciones de equidad, tenía que ser, y fue siempre, una amenaza contra la propiedad, amenaza que en rigor fue la principal causa de que la propiedad buscara tan empeñosamente la sombra. México independiente heredó íntegras las ideas de los reyes españoles acerca del territorio patrio que consideró patrimonio de la Soberanía Nacional, entidad subjetiva que creó y tuvo como sucesora legítima de aquellos reyes, si bien ha dudado en cuanto a la división que debía hacer de los derechos patrimoniales entre la Federación y los Estados, dado que a la vez en aquélla y en éstos ha venido a residir la expresada Soberanía. Por consiguiente, dejó vivo, en provecho de la misma Soberanía Nacional, el derecho de reversión de la propiedad real concedida y de la poseída sin concesión. La duda surgida acerca de la distribución de la propiedad del territorio de la República, en la parte que no había adquirido el carácter de propiedad privada, parte que se llamó en conjunto terrenos baldíos, fue resuelta en favor de la Federación. La ley dada sobre este particular en 1863 dejó en pie, sin embargo, las diversas cuestiones que ofrecía el singular estado de la propiedad en el país. Esa ley, por lo demás, autorizó   —128→   la enajenación de terrenos baldíos bajo ciertas condiciones de colonización, y como se hicieron a virtud de ella, hasta dentro del período integral, algunas enajenaciones, debe ser considerada como una fuente de propiedad. La Reforma agravó el estado de cosas antes indicado, porque en los procedimientos de la nacionalización desconoció también por completo la prescripción, e hizo multitud de operaciones que tuvieron por base obligaciones contraídas de mucho tiempo atrás, y ya olvidadas y muertas por el abandono del clero. En consecuencia, al abrirse el período integral, los derechos de todos los propietarios eran vacilantes y estaban expuestos a multitud de peligros.




Propiedad que traía el carácter de propiedad privada

Respecto de la propiedad que traía el carácter de propiedad privada, puede asegurarse, sin temor de ser desmentido, que ha llegado hasta nosotros sin haber sido declarada de un modo preciso, irrevertible, irrevocable, firme y definitiva. En el rigor de los principios jurídicos, los poderes públicos representantes de la Soberanía Nacional podrían revocar la ocupación o la posesión que tienen los particulares a título de propiedad privada, sin que dichos poderes tuvieran para ello que salirse del recto carril de las leyes vigentes. No lo han hecho, sin embargo, de un modo general, porque en cierto modo han heredado el instinto jurídico y la justificación de los reyes de España; pero cuando el caso lo ha llegado a requerir, como cuando fue necesario expedir las leyes de desamortización y de nacionalización, haciendo honor al expresado instinto, no vacilaron en usar, y usaron de hecho, la facultad de reversión que tenían. Bueno será que fijen su atención en este punto los juristas que quieran defender la gran propiedad contra las leyes que impongan su repartición. Nosotros creemos que tratándose de esa repartición, los referidos poderes públicos deberán ejercer, en caso de resistencia por parte de los particulares, la facultad de reversión; pero creemos que conviene, una vez hecha la repartición misma, hacer por medio de la prescripción, definitiva, firme, irrevocable e irrevertible la propiedad que tenga el carácter de privada. Esa prescripción habrá que imponerla en el Derecho Civil común, porque toda ley que fuera de los moldes del Derecho común toque la propiedad para alterarla, corregirla o modificarla, tendrá que producir muy graves perturbaciones.




La ley vigente sobre terrenos baldíos. Crítica de esa ley

Muchos estudios, muchas ideas y muchas discusiones precedieron a la ley de 18 de diciembre de 1893 sobre terrenos baldíos, y a la vigente de 26 de marzo de 1894, que fue su consecuencia. Ambas trataron de remediar los dos ya señalados vicios de la propiedad de la República. Obedeciendo a la idea dominante de que los terrenos baldíos pertenecían a la Federación, y a la idea también de que la Federación podía ejercer el derecho de reversión, para recobrar como baldíos los terrenos que no hubieran sido virtualmente cedidos para ser reducidos a propiedad privada, aunque hubieran sido poseídos durante siglos por los particulares, determinaron la enajenación de todos   —129→   ellos buscando el modo de conocerlos, deslindarlos y enajenarlos por el sistema del denuncio. La segunda de esas leyes, o sea la ley vigente, a fin de atenuar los perjuicios consiguientes al desconocimiento de la prescripción, concedió ciertas preferencias y ventajas a los poseedores. Los terrenos objeto de la expresada ley fueron divididos en terrenos baldíos propiamente dichos o no poseídos por alguno, en demasías comprendidas dentro de los linderos del título legal, en excedencias o fracciones poseídas juntamente con la propiedad legalmente titulada, y en terrenos nacionales, o sean baldíos ya deslindados, conocidos y no enajenados.

La ley a que nos referimos, vigente como dijimos antes, mostró cierto conocimiento del estado de la propiedad en el país; la clasificación que hizo de los baldíos y el modo especial que fijó para la enajenación de cada clase de ellos, fueron relativamente acertados y encaminados a la regularización de la propiedad y a la corrección de los títulos; la personalidad que concedió a las comunidades pueblos es una de sus principales recomendaciones; el interés privado que puso en juego ha sido un medio eficaz de hacerla cumplir en lo posible; todo ello es cierto y, sin embargo, esa ley no ha penetrado hasta el fondo de nuestro estado social; tiene los mismos defectos de la de 15 de octubre de 1754. Toda ley que, fuera de los moldes del Derecho común, establezca requisitos especiales para la revisión de derechos y la corrección de títulos tendrá que ser forzosamente entre nosotros, de observancia incompleta, aunque en ella se ponga en juego el interés privado; muchos propietarios, en efecto, no podrán cumplir con la ley, y ésta por esa razón añadirá un motivo más de complicación a los ya existentes, porque más o menos tarde habrá que regularizar la propiedad que haya quedado fuera de la ley, juntamente con la que con ella haya cumplido, como nos lo demuestra de un modo absolutamente incontrovertible lo sucedido a virtud de la citada ley de 15 de octubre de 1754. En cambio, la sujeción de toda ley que arregle la propiedad a las del Derecho común ofrecerá la ventaja de que la multiplicidad de los actos que tiene por objeto esa propiedad, hará que ésta vaya corrigiéndose por la función de un interés que siempre será superior al interés del denunciante, y es el del propietario mismo.

La ley de 26 de marzo de 1894 previno, por una parte y en general, la enajenación de los baldíos propiamente tales a los denunciantes que solicitaran esa enajenación; y, por otra parte, ofreció a los poseedores de los baldíos poseídos la enajenación ventajosa de dichos baldíos, a ellos solos si la solicitaban dentro de cierto término que ya está vencido, y vencido ese término, a ellos mismos si la solicitaban, o a los denunciantes si la solicitaban primero, teniendo aquéllos entonces sólo un derecho de preferencia en ciertas condiciones. Ahora bien, esas disposiciones tenían que ser, y de hecho han sido, como dijimos ya, de observancia incompleta por causa de la misma ley que las ha dictado. Desde luego, esas disposiciones no podían tener, ni han tenido, otra aplicación que a la gran propiedad, es decir, a las   —130→   haciendas, que en lo general son las únicas bien tituladas; pero la ley olvidó que la titulación misma de las haciendas, en una gran parte, quedó descabezada por las operaciones hechas a virtud de la expulsión de los jesuitas y a virtud de la desamortización y de la nacionalización, puesto que esas operaciones se hicieron sin los primordiales respectivos que se perdieron o fueron ocultados; toda la gran propiedad de los criollos nuevos estaba en ese caso, y por lo mismo, obligada a nueva compra que, como es natural, no todos los propietarios han podido hacer. En seguida, la misma ley desconoció las condiciones en que la desamortización vino a formar la propiedad pequeña, y muy especialmente la de repartimiento en fracciones de menos de doscientos pesos de valor. Es claro que no es fácil saber si se trata en esas fracciones, de propiedad primordialmente titulada o no. Habiéndose hecho como se hizo la división atendiendo sólo a la existencia de la comunidad, nadie puede saber ahora si los pueblos repartidos tenían títulos primordiales o no, ni dónde se encontrarán los títulos de los que los tuvieron; tampoco es posible que se vuelvan a reunir los propietarios de todas las fracciones para celebrar una composición por el terreno que fue común en conjunto, si existieron los títulos primordiales, o para volver a comprar ese terreno común como baldío, si dichos títulos no existieron o no pueden ser habidos; tampoco podrá cada uno de los dueños de fracciones en particular, celebrar aquella composición o hacer esa compra, estando como están esas operaciones fuera de proporción, por su gasto, con el valor de dichas fracciones; tampoco podrá cada propietario, por cada fracción, celebrar una composición especial o una compra, porque si el valor de esa fracción no resiste los gastos de una operación notarial, menos ha de resistir los gastos que ocasiona el cumplimiento de todos los requisitos de la ley. Por otra parte, la misma ley que venimos estudiando desconoció, igualmente por completo, la existencia de las comunidades que hemos llamado rancherías, y dicho con eso está que desconoció dos circunstancias importantes de ella: es la primera, la de que cuando las rancherías tienen títulos primordiales, éstos están desligados de los actuales poseedores, lo cual, como ha dicho con razón el señor licenciado Orosco en el párrafo que copiamos en otro lugar, ha puesto a los mismos poseedores en la imposibilidad de arreglar sus composiciones y de defender sus terrenos de los denunciantes; y es la segunda, la de que si los actuales poseedores han perdido sus títulos, están en la imposibilidad de recobrarlos, lo cual también los ha puesto en la imposibilidad de arreglar sus composiciones y de defender sus terrenos de los denunciantes. Para los unos y para los otros no queda ni el recurso de volver a comprar sus terrenos como baldíos, porque los unos y los otros son pobres en lo general.

Pero lo que principalmente desconoció la ley de referencia fue la existencia de todos los pueblos, tribus y grupos indígenas que no habían podido llevar sus derechos territoriales hasta el estado en que esos derechos llegan a la titulación. Desconoció, pues, la existencia de muchos pueblos existentes   —131→   hasta en la región de los indígenas sometidos, la de muchos pueblos de los incorporados y la de todas las tribus y todos los grupos de la región de los indígenas dispersos. Vino a desconocer pues, más derechos que la desamortización, y los resultados que pudo haber producido habrían sido considerablemente mayores que los de esa misma desamortización, de no haberse impuesto a ella la fuerza de las cosas creadas de hecho. No se nos borrará jamás de la memoria el caso de pueblos de Tixmadeje y de Dongú, del Estado de México, pueblos fundados antes de la Conquista y uno de ellos ya repartido a virtud de las leyes de desamortización, declarados baldíos a virtud de no tener títulos primordiales. Duele pensar que para ellos la República haya sido menos justa que la dominación española que los respetó, y más duele pensar que si ésta les reconoció el derecho a existir, por el sólo hecho de existir desde antes de la Conquista, aquélla no haya considerado suficiente ese hecho, ni el de que hayan tenido cuatrocientos años de posesión para reconocerles su existencia.

Por todo lo expuesto, se comprende sin dificultad que el Gran Registro de la propiedad de la República, creado por la ley en que nos ocupamos, no llegará jamás a contener la inscripción total de la propiedad de ella. Ahora, del funcionamiento paralelo de ese Gran Registro y del Registro Público de la propiedad común tienen que nacer muchos conflictos, que forzosamente habrán de traducirse en desarreglo de la propiedad. Nosotros, por ejemplo, hemos comprado una fracción de terreno; el título primordial de esa fracción es el de adjudicación que se hizo a una persona al fraccionarse en 1860, un pueblo que no tenía primordiales; a partir de ese título existen todos los demás debidamente inscritos en el Registro Público de la propiedad común. Tenemos entendido, por consiguiente, que compramos una propiedad firme, pues a mayor abundamiento se nos entrega hasta el certificado de condonación del precio de adjudicación. Años después, un denunciante solicita se le adjudique, o se le venda como terreno baldío, un terreno que comprende toda la región en que nuestra fracción se encuentra comprendida, y la Secretaría de Fomento repite el caso de Tixmadeje y de Dongú. Nos pide a los demás propietarios parciales, y a nosotros, el título primordial que acredite que nuestros terrenos fueron desprendidos del fondo común de los baldíos, o realengos como se les llamaba antes, y no lo tenemos. Entonces, declara baldíos nuestros terrenos, y una de dos, o los dejamos adjudicar al denunciante, o los compramos de nuevo, y al comprarlos se nos venden como... baldíos. Hasta el lenguaje protesta contra semejante absurdo. Y como ése es el estado de toda la propiedad que ha quedado y tiene que quedar fuera de la ley, el caso de nuestro ejemplo se habría repetido, y se seguiría repitiendo mil veces por semana, si los denunciantes no retrocedieran ante las responsabilidades de los levantamientos para con el señor general Díaz, y ante la resolución, que fácilmente se adivina en los poseedores, de defender sus terrenos aun a costa de su vida.

¿Cuál, pues, ha sido el resultado global de la ley vigente de baldíos? Por   —132→   una parte lograr, que sí ha logrado, el deslinde y la enajenación de muchos baldíos no poseídos en realidad, lo cual ha sido un bien, sin embargo de que eso ha dividido la propiedad en la ya rectificada y la que ha quedado sin rectificar; y por otra, perfeccionar la titulación de la mayor parte de la gran propiedad. Por lo demás, dados los efectos parciales de la ley a que nos referimos, ella ha venido a ser también, una fuente de propiedad que es preciso sumar a las anteriores.




Estado presente de la propiedad

En nuestros días, la propiedad está dividida conforme al cuadro adjunto.

En ese cuadro, consideramos a toda la propiedad que tiene el carácter de privada, como tal, para no extremar la división y para no producir la confusión en nuestras ideas. La expresada división iría más lejos todavía, si tomáramos en cuenta el carácter de públicos que muchos de los bienes clasificados vienen a tener, divididos en bienes federales, de los Estados y municipales, y los bienes de cada una de esas personalidades jurídicas, en propios y patrimoniales, que en suma están divididos así, aunque con otros nombres. El carácter de públicos que los referidos bienes vienen a tener, influye poderosamente en sus condiciones esenciales y en las circunstancias de su titulación.




Dificultad de conocer a fondo la propiedad en el país

El cuadro anterior, nos demuestra, claramente lo difícil, si no imposible, que es conocer a fondo la propiedad de nuestro país. Cada especie de las clasificadas en dicho cuadro ofrece un modo de ser singular, presenta circunstancias propias y está regida por un laberinto de leyes, cuya sola consulta exige largo tiempo, detenida atención y excepcionales conocimientos jurídicos. Sobre este particular, creemos oportuno tomar del señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos) la referencia de un incidente curioso. Dice el señor licenciado Orosco: «Esta duda -ella no hace al caso- tiene un origen que no carece de significación. En Noviembre de 1885 publicó en esta capital (México), el Lic. D. Prisciliano María Díaz González, un folleto terrible contra los denunciantes de terrenos baldíos, folleto que vino á ser como el arsenal de donde largo tiempo tomaron sus armas los opositores á denunciantes y compañías deslindadoras. Pues bien, en ese trabajo que á la verdad no carecía de cierto mérito bajo algunos conceptos, aseguraba el Sr. Díaz González con tono eminentemente magistral, que el artículo 27 de la ley de 20 de Julio de 1863, incurría en un anacronismo, en un error inperdonable, al asegurar que la antigua legislación prohibía la prescripción de los terrenos baldíos. Gozaba de reputación de ilustre jurisconsulto el Sr. Díaz González, y su folleto causó impresión profundísima en derredor del Sr. Gral. Carlos Pacheco, á la sazón Ministro de Fomento y a cuya sombra se había especulado en grande escala con los terrenos baldíos. Se dió tal importancia al folleto oposicionista, que personas tan serias y encumbradas entonces como D. Manuel Inda y D. Joaquín D. Casasús, emprendieron

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Cuadro que manifiesta el estado actual de la propiedad territorial en la República mexicana

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Cuadro que manifiesta el estado actual de la propiedad territorial en la República mexicana

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la tarea de escribir y publicar dos opúsculos donde es de ver campear en fatigosa y comprometida lucha, á Calvo, a Weathon, el Pacto Federal, César Cantú, el Estatuto Real, D. Benito Juárez... ¡y hasta el Diccionario de la lengua! á fin de refutar dicho folleto. Y la verdad es que el Sr. Díaz González no tenía razón en lo que afirmaba. La imprescriptibilidad de los terrenos baldíos estaba realmente declarada por una ley relativamente reciente: la ley 9.ª, Tít. 80, Libro XI1 de la Nov. Recopilación, cuyo Código recibió sanción y fuerza de ley por Cédula de 15 de Julio de 1805: de suerte que las citas del Sr. D. Prisciliano, eran realmente un anacronismo, defecto que inputaba él, al artículo 27 de la ley de Juárez». Ahora bien, el incidente referido en las líneas anteriores, es más curioso de lo que el señor licenciado Orosco ha creído, porque la ley que él cita no se refiere a la adquisición por prescripción de los terrenos baldíos, sino a la prescripción de las alcabalas. Su título, en efecto, es el siguiente: No puedan prescribir las alcabalas, los que las tengan por tolerancia ó sin título válido. Podría extenderse esa ley hasta hacerla comprender todos los bienes del Fisco, y tal vez de ello dependió el error del señor licenciado Orosco, puesto que él considera los baldíos como bienes del Fisco, rei fisci, lo cual es un error también, como veremos más adelante; pero de ninguna manera se refiere a los baldíos. Por lo mismo, tenía razón el señor licenciado Díaz González. Ahora bien, todo lo anterior nos da idea clara de las dificultades que ofrecen las cuestiones de propiedad entre nosotros. Fácil es deducir de esa circunstancia que el conocimiento de aquellas cuestiones escapa a la capacidad media de los letrados. Y si esto es tratándose de cuestiones fundamentales, tratándose de cuestiones concretas en las cuales muchas veces se presenta la circunstancia de que, en una misma propiedad, hay terrenos de todas clases, géneros y especies, como baldíos, mercedados, adquiridos por composición colonial, de procedencia eclesiástica, de repartimiento, etc., etc., unos sin título y otros con sus títulos especiales, de los cuales unos están completos, otros están interrumpidos y otros son viciosos, estando cada uno de ellos sujeto a múltiples, complicadas y encontradas leyes fiscales de la Federación, de los Estados y de los Municipios, se comprende que, con más razón, la resolución de dichas cuestiones concretas esté fuera de la capacidad general de los hombres de negocios. Esto tenía que influir mucho, y de hecho mucho ha influido en las operaciones de circulación de la propiedad, pero más, mucho más, en las operaciones de crédito.




Diferencias de condición jurídica entre las diversas clases de propiedad

La diversidad jurídica de las numerosas clases de propiedad comprendidas en el cuadro que formamos antes, ha tenido consecuencias de mucha importancia. El hecho de que cada una de esas clases   —134→   haya sido formada en condiciones diversas de origen, y el de que a partir de ese origen se haya formado después para cada clase una legislación excepcional, completa y complicada, han producido el resultado de establecer divisiones entre esas clases, no sólo en cuanto a su condición jurídica esencial y en cuanto a los requisitos formales de su titulación, como ya tenemos dicho, sino principalmente en cuanto al grado de gravamen y de sacrificio que suponen para el propietario. En efecto, los gastos de titulación, los impuestos de transmisión de propiedad, los impuestos territoriales y las demás cargas de la propiedad presentan desigualdades enormes.

En cuanto a los gastos de titulación, basta solamente con recordar las diferencias jurídicas que existen entre todas las fuentes de propiedad a que nos hemos ya referido, para comprender las desigualdades que indicamos. Por razón de esas diferencias, el denunciante de un terreno baldío, fuera de los gastos de adquisición, no tiene que hacer sino gastos insignificantes para obtener el título de su propiedad y para inscribir ese título en el Gran Registro de la propiedad, primero, y en el Registro Público de la propiedad común, después; el criollo señor que tiene de su hacienda títulos completos, desde la merced primordial hasta la escritura notarial extendida a su favor, tiene también poco que gastar para inscribir la merced en el Gran Registro, y la escritura a su favor, en el Registro Público de la propiedad común, pues cuando mucho, tendrá que rectificar sus títulos, y si algún gasto más se ve obligado a hacer, es siempre para extender sus derechos de propietario, para adquirir más terreno; pero todos los demás propietarios, comenzando por el criollo nuevo, cuyos títulos cuando más lejanos datan de la Reforma, y concluyendo por los indígenas, encuentran inmensas dificultades y tienen que hacer cuantiosísimos gastos para poner los títulos de sus propiedades en estado de servir para una operación comercial cualquiera. Como necesariamente tiene toda propiedad que justificar su legal desprendimiento de los derechos patrimoniales, que fueron antes de los reyes de España y son ahora de la Soberanía Nacional, porque de lo contrario es declarada terreno baldío, y tiene, por lo mismo, que ponerse en condiciones de ser inscrita en el Gran Registro de la propiedad de la República; y como también tiene necesariamente que acreditar su actual apropiación a su último dueño, porque de lo contrario puede ser declarada bien mostrenco, y tiene, por lo mismo, que ponerse en condiciones de ser inscrita en el Registro Público de la propiedad común, el trabajo de ligar la titulación entre esos dos extremos tan lejanos el uno del otro es muy grande, y sólo puede llevarse a cabo mediante la inversión de fuertes cantidades de dinero, cantidades que varían según el caso. Aun en el grupo de los propietarios no privilegiados que acabamos de indicar, se pueden hacer divisiones importantes. Las comunidades pueblos, a virtud de la singular condición jurídica que guardan, pueden hacer inscribir sus títulos, si los tienen, a la vez en el Gran Registro y en el Registro Público común, mediante gastos   —135→   no muy crecidos, y desde ese punto de vista, están en mejores condiciones que los criollos nuevos; los criollos nuevos que tienen al corriente sus títulos en el Registro Público común, están en aptitud de completar esos títulos, aunque mediante gastos de consideración, porque en los archivos existen constancias de todas las operaciones notariales sucesivas que se hicieron con sus bienes, desde la merced primordial hasta la Reforma; los mestizos propietarios individuales de terrenos mercedados, individuales también, fraccionados con el tiempo y al corriente en el Registro Público común, como en general han perdido la merced primordial, tienen que hacer enormes gastos para encontrar ésta; los mestizos e indígenas propietarios de terrenos, ahora individuales y antes también comunales, asimismo al corriente en el Registro Público común, como han perdido toda relación de la merced comunal primitiva, están ya casi imposibilitados para encontrar dicha merced, aun estando dispuestos a los más grandes sacrificios; y los mestizos propietarios de terrenos comunales, dueños de la propiedad que hemos llamado ranchería, están en la absoluta imposibilidad de regularizar sus títulos, porque aunque tengan su merced primordial, como ésta es individual, y no da a la comunidad el carácter de pueblo para hacer inscribir en el Registro Público común, el derecho de propiedad en favor de los actuales propietarios, éstos tendrían que rehacer una por una todas las operaciones de transmisión de propiedad que ligaran sus derechos a los de la persona a quien se expidió la merced primordial, y esto después de algunos siglos es imposible. De todo lo anterior resulta que los propietarios más favorecidos son, en suma, los criollos señores, puesto que éstos no tienen que hacer gasto alguno; después tendrán que seguir los compradores de terrenos baldíos, porque si éstos no tienen que hacer gastos apreciables de titulación, tienen que hacer los de denuncio y compra de los terrenos, siempre menores que los de integración de títulos; y después, los demás en el orden en que los hemos enumerado. Ahora bien, las condiciones de desigualdad son tan patentes que los poseedores seculares que no han tenido jamás título alguno, resultan favorecidos, puesto que pueden convertirse en denunciantes de baldíos; para ellos resulta más fácil y menos costosa la nueva adquisición de sus terrenos a título de tales baldíos que, para los demás, la conservación de sus terrenos adquiridos por títulos justos y legales. Entendemos que no hay quien ponga en duda las afirmaciones precedentes; sin embargo, citamos en apoyo de alguna de ellas la opinión del señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos). Después de explicar cómo la pequeña propiedad individual ha perdido sus títulos primordiales, el citado autor dice lo siguiente: «Pero es muy fácil, podrá decirse, sacar un testimonio de ese título, ya de la Audiencia de México, ya de la Audiencia de Guadalajara, según el terreno de que se trate. No, de ninguna manera es fácil sacar ese testimonio. En primer lugar, porque no es posible retener en la memoria fechas lejanas; y en tratándose de un antiguo título, entre saber si   —136→   lo expedió el Virrey Mendoza ó el Virrey Calleja, no se sabe nada. Pero aún en el afortunado y raro caso de saber la fecha del título, es necesario tener en cuenta que no existe en las Audiencias más que una copia del auto de adjudicación, en los libros que llamaban de gobierno: todo lo demás, deslinde, planos, medidas... fué á dar á las Intendencias Reales en 1786. Estos expedientes, mal guardados, y peor coleccionados, fueron destruídos en su mayor parte durante el largo período de nuestras guerras civiles; y los que existen, por culpa de las autoridades encargadas de su custodia y por la ignorancia del público, no han prestado casi ningunos servicios á los propietarios del país. Se podrá conseguir, pues, nada más el auto de adjudicación; pero como fácilmente se comprende, este auto no es bastante sin las medidas y los planos, para identificar el terreno á que se refiere. Algunas veces será suficiente ese auto para defender el terreno invadido por una Compañía Deslindadora; pero habrá necesidad de comisionar un abogado que busque el repetido auto y obtenga un testimonio de él. Entonces, si la cosa pasa en México, será necesario desde luego, un anticipo de quinientos pesos nada menos, para que el abogado se resuelva á dar un paso en el asunto. Si la cosa pasa en Guadalajara, será necesario un anticipo de doscientos pesos; y en ambos casos, liquidar con pago, la cuenta de gastos y honorarios, que suele ser altísima. Al cabo de algunos años de ansiedad, desembolsos y molestias, se ha obtenido por fin el deseado título. ¿Hay que promover una oposición? Pues es necesario pagar un abogado que la formule y la sostenga: que alegue la prescripción é invoque el consabido título. Este abogado, tronando siempre contra los impúdicos ladrones que se llaman deslindadores, consume las vacas y ovejas de su cliente, que tiene la honra de quedarse sin camisa y sin terrenos en manos de sus celosos defensores. Se encuentra así el poseedor de pequeños terrenos, arrojado entre Scyla y Charybdis; entre un Scyla que le quita lo suyo diciendo que es baldío, y un Charybdis que se lo quita también, diciendo que no es baldío. ¿Qué hace el pobre propietario en medio de esta cruel alternativa? La solución es tan clara, que la ignorancia misma y la debilidad la aconsejan. Va el propietario con el deslindador: se echa en sus brazos, olvida para siempre el título primordial, perdido hace más de un siglo, y verifica un arreglo. Al fin el feroz deslindador no cobra (regla general) más que un peso por hectara. El pobre poseedor tiene dos caballerías de tierra, [...] es un costo de $85,60, quizás unos treinta pesos más por razón de gastos. Total, $115,60: la cosa es mucho más sencilla que pelear y buscar títulos. El arreglo es, pues, una solución bendita para sus dificultades, y acaba por querer como á un buen amigo, á ese deslindador á quien entrega su dinero para salvar lo que real y verdaderamente es suyo. He aquí al pobre, esta víctima eterna de todos los males que pesan sobre el mundo, oprimido por la majestad de la ley, por las ironías del acaso, por la codicia de los especuladores, por la maldad de los poderosos, por el arancel de los legistas,   —137→   por la corrupción y bajeza de los dispensadores de justicia. ¡Y siquiera fuere posible dudar de lo que llevamos dicho! Pero hemos referido tan sólo cosas que hemos visto con nuestros propios ojos y que hemos palpado con nuestras propias manos, cosas de las cuales son testigos hombres de todas edades y condiciones, que viven, que hablan, que se cruzan con nosotros. Hasta ahora habían hecho odiosos los negocios de baldíos, el grito colérico del rico, la protesta altiva y rencorosa de la codicia. Nosotros hemos querido hacer oír una queja más desinteresada y más profunda: la queja de la justicia violada en el pobre y en el débil».

Por lo que toca a los impuestos de transmisión de propiedad, las circunstancias de desigualdad son las mismas. Esos impuestos son, unos de carácter general, como el del timbre, y otros de carácter local, como los que en algunos Estados llevan el nombre de impuestos de transmisión de propiedad o de translación de dominio. Dejando aparte la cuestión de si todos esos impuestos son o no económicos, nos limitamos a hacer constar que todos pesan con mayor pesadumbre sobre la pequeña propiedad que sobre la grande. El mejor de todos ellos es, sin duda, el del timbre y, sin embargo, en las cuotas de compra-venta y de hipoteca se reparte mal, porque para las grandes operaciones, la diferencia entre cien y cien pesos, o sea lo que la tarifa llama fracción menor, es insignificante en tanto que en las numerosísimas operaciones que tienen que hacerse con la abundante propiedad menor de doscientos pesos, la diferencia en muchos casos equivale casi a una cuota doble. La ley del timbre, como casi todas las nuestras, desconoce lo que hay en el fondo de nuestro estado social. Mejor sería, sin duda, que las cuotas de esas operaciones fueran un tanto por ciento rigurosamente proporcional, como lo había establecido el señor licenciado don Matías Romero. Los impuestos locales de transmisión de propiedad o de translación de dominio parecen llenar ese requisito, porque son un tanto por ciento y, sin embargo, están mucho más mal repartidos que el del timbre, porque las condiciones de desigualdad social que existen entre los criollos grandes propietarios y los mestizos y los indígenas hacen, como ya hemos dicho en otra parte, que los primeros resistan al Fisco con mayor fortuna que los demás. Los pequeños propietarios pagan los impuestos, poco más o menos, sobre el valor real de sus propiedades, en tanto que los grandes propietarios los pagan sobre un valor mucho menor que el real. Para nadie es un secreto que, cuando se vende una gran hacienda, en la escritura se hace figurar un valor distinto del que importa efectivamente el precio de venta, sin que haya agente alguno del Fisco que se atreva a reclamar. Por el contrario, en las operaciones pequeñas, el agente del Fisco se muestra siempre exigente, y activamente trabaja hasta que logra elevar el valor fiscal de la propiedad vendida hasta su valor efectivo. Acerca de esto mucho tendremos que decir en otra parte.

Los impuestos territoriales van más lejos. No sólo ellos gravan, también de un modo general, poco a las grandes propiedades y mucho a las pequeñas, sino que recargan inconsideradamente a algunas de las clases de propiedad   —138→   que venimos estudiando. Desde luego, las grandes propiedades, como repetidas veces hemos dicho, pagan por un valor fiscal que dista mucho del valor real, y la diferencia en favor del propietario es tanto más grande cuanto más grande es la propiedad, de modo que a medida que el valor de la propiedad es mayor, la contribución que paga es más pequeña; sin embargo, la desproporción no es tan considerable cuanto lo es en la pequeña propiedad formada a virtud de las leyes de desamortización. En esa pequeña propiedad hay terrenos de dos clases: los que proceden de los Ayuntamientos y los que proceden de los pueblos divididos. En los primeros, el precio de adjudicación con arreglo a la ley de 25 de junio, se reconoce al 6% de interés; en los segundos, el precio está impuesto a censo reservativo. No puede ser de otro modo, porque los primeros están obligados a la redención; en ellos el precio está impuesto a interés de un modo provisional, es decir, en tanto que puede ser pagado; el canon que la imposición produce en ellos, es un verdadero rédito. Por el contrario, en los segundos, o sea en los terrenos provenientes del repartimiento de los pueblos, el dominio de esos terrenos, por la viciosa forma en que las adjudicaciones vinieron a hacerse, se transmitió a los parcioneros mediante la obligación del pago de un censo o canon que debía pagarse sobre el precio de adjudicación; en ellos, el precio no está impuesto a interés, no paga rédito, ni el parcionero está obligado a la redención; el parcionero paga censo a perpetuidad. De todos modos, esos bienes, tanto los provenientes de los Ayuntamientos cuanto los de los pueblos divididos, como no pudieron recibir los beneficios de las leyes de nacionalización, que sólo se refirieron a los bienes de la Iglesia, no pudieron verse pronto libres de los reconocimientos que sostenían. Ahora bien, en los terrenos procedentes de los Ayuntamientos, el rédito del capital no redimido es y tiene que ser independiente de los impuestos ordinarios, pero como se paga al mismo tiempo, en realidad resulta que el tenedor o adjudicatario paga, en tanto no puede comprar con la redención el terreno adjudicado -la redención es una verdadera compra-, una cantidad que importa la suma del rédito con la contribución, o sea un tributo verdaderamente excesivo. Los terrenos procedentes de la división de los pueblos tuvieron, al principio, la excepción de no pagar más que su censo, siempre inferior a la contribución predial corriente, pero con motivo de que las condonaciones federales perdonaron a algunos adjudicatarios el capital de la imposición, surgió la duda de si habían quedado o no libres del canon o censo que pagaban, y como la condonación nada tenía que ver con las contribuciones, en algunas partes se exige a los parcioneros, a la vez, el censo de reconocimiento y la contribución, lo cual, aunque perfectamente lógico, resulta verdaderamente exorbitante.

Otros muchos motivos de desigualdad hay en la condición de las propiedades del país. Entre otros, citaremos el de las diferencias de costo en las operaciones notariales. En el Estado de México, por ejemplo, la escritura pública es obligatoria para todas las operaciones de bienes raíces, cualquiera   —139→   que sea su valor, y refiriéndonos a esa circunstancia y a la necesidad de hacer proporcional el costo de dichas operaciones al valor de ellas, en la exposición de un proyecto de reformas a la ley notarial vigente, proyecto que formaba parte de un proyecto general de presupuestos que contenía grandes reformas hacendarias, decíamos lo que sigue: «El abuso, puede decirse, es la regla general, y aun cuando no sea el abuso, el uso, la estricta sujeción al Arancel de 1848, resulta de una monstruosidad inconcebible. El Arancel tomó por base de sus asignaciones el trabajo de los escribanos, haciendo abstracción del valor de los negocios y del interés de las personas que en ellos intervinieren. De allí la mala gradación de las cuotas en relación con la exacta importancia de los trabajos que retribuyen, y de allí la desproporción injusta que hay entre las operaciones hechas por los ricos y las hechas por los pobres. Conforme al Arancel -artículo 38, capítulo IV-, el que otorga una escritura de $1.000.000,00 paga al notario que la hace, $40,00, incluyendo el testimonio, es decir, el 0,004% cantidad verdaderamente insignificante; el que otorga una escritura de $1.000,00 paga $12,00, es decir, el 1,20%, cantidad 300 veces superior a la precedente en relación con la suma materia del negocio; el que otorga una escritura de $100,00 paga $7,00, es decir, el 7%, cantidad cerca de seis veces superior a la anterior y 1.750 veces mayor que la primera; y el que otorga una escritura de $10,00, paga $1,50, es decir, el 15%, cantidad un poco más de dos veces mayor que la inmediata anterior, un poco más de doce veces mayor que la segunda y 3.750 veces mayor que la primera. De modo que relativamente el pobre que compra un pequeño terreno en diez pesos, paga a un escribano por honorarios de la escritura respectiva una suma 3.750 veces mayor que la que paga un potentado que compra una hacienda en un millón, lo cual no es equitativo, pues para el primero importa tanto o más el terreno que la hacienda para el segundo». Aquí es oportuno hacer notar que precisamente a la enorme desigualdad de condiciones de las personas que se ven en la necesidad de emprender y de seguir negocios judiciales, se debe que el imperfecto Arancel de 1848 haya durado tanto. No se ha encontrado la manera de hacer otro que no tenga iguales o mayores defectos.




El crédito territorial en nuestro país

El crédito requiere, ante todo, conocimiento cabal y exacto de las cosas, simplicidad, precisión y firmeza de los títulos, y circunstancias accesorias de posibilidad, fácil comprensión y seguros resultados. Es una función del cálculo y de la previsión. Cuando como en nuestro país no se pueden conocer bien las cosas que se ofrecen en garantía del crédito, ni los títulos de esas cosas permiten apreciar los derechos que a ellas se tienen, ni es posible medir el alcance de las operaciones que se celebren con aquellas cosas y, a virtud de esos títulos, es evidente que las operaciones de préstamo hipotecario o territorial tendrán necesariamente que ser de pequeño volumen en conjunto, raras en detalle y molestas por la resistencia de los prestamistas, y siempre onerosas por el recargo inevitable de los réditos. Buenas pruebas de lo anterior, ofrece la experiencia   —140→   de los bancos hipotecarios que tenemos, y la de las grandes casas de negocios. Aquéllos, como es de pública notoriedad, son frecuentemente engañados, verdaderamente burlados por sus clientes, a pesar de que tienen como consejeros y abogados, personas de muy alta competencia. Esto ha producido, desde luego, una aparente reducción del crédito territorial, por lo que pudiéramos llamar su urbanización.

Sorprende, desde luego, ver la enorme desproporción que existe entre el capital que representan los bancos dedicados a operaciones de crédito comercial, y el que representan los Bancos dedicados a operaciones hipotecarias. Aunque algunos de los bancos comerciales hacen operaciones de crédito territorial, las hacen a plazos tan cortos que deben ser consideradas no como operaciones de crédito territorial propiamente dicho, sino de crédito comercial. La desproporción que se nota entre el capital que representan los bancos comerciales y el que representan los bancos hipotecarios reconoce, como causa primordial, la desproporción en que se ha desarrollado la industria con relación a la agricultura, según veremos más adelante; pero además se explica, por una parte, por qué los bancos comerciales han invadido el campo de los hipotecarios, según claramente ha resultado de los motivos que han justificado las últimas disposiciones bancarias que ha dictado el Gobierno, y por otra parte, por qué el capital de los últimos está muy lejos de ser el volumen total del dedicado a operaciones de préstamo territorial. La mayor parte de las operaciones de crédito territorial se hacen por los bancos comerciales bajo la forma de préstamos de carácter mercantil, con garantías personales o prendarias, o por los particulares. Una memorable circular de fecha reciente, dictada por la Secretaría de Hacienda, no deja lugar a duda alguna acerca de que los bancos comerciales se habían venido convirtiendo, poco a poco, en bancos de crédito territorial; pero precisamente esa circunstancia indica que para los préstamos de crédito territorial, se habían buscado formas que ofrecieran las garantías correspondientes fuera de las propiedades territoriales mismas. La razón de que así haya sido y sea aún, se encuentra fácilmente en el hecho de que esas propiedades no pueden ser fácilmente conocidas, y se busca una especie de compensación entre la falta del conocimiento pleno de ellas y la mancomunidad que enlaza a varias personas, en la misma obligación, para aumentar las seguridades de reembolso. Los bancos comerciales, mediante esa mancomunidad, no necesitan tener sino un conocimiento general de la solvencia que da a cada propietario, en lo personal, el valor de sus propiedades raíces, para poder hacer un préstamo que, aunque en apariencia es a corto plazo, en realidad es, mediante los refrendos, a un plazo cuya duración se determina por la duración de la solvencia conjunta de los obligados. Los bancos hipotecarios, por razón de la naturaleza de los préstamos que hacen y de los contratos en que se consignan esos préstamos, tienen forzosamente que operar sobre el conocimiento de la condición primero, y del valor real después, de las propiedades ofrecidas en garantía, y como ni el conocimiento de aquella condición, ni el de   —141→   este valor se pueden adquirir por los títulos, ni por los demás datos legales, se tiene que buscar directamente, y aun encontrado, se tiene que desconfiar mucho de él. El resultado tiene que ser una dificultad, creciente en razón de la lejanía a que se encuentran las propiedades de garantía del centro en que el Banco opera, y una reducción, igualmente creciente en la misma razón, de la capacidad de garantía de dichas propiedades, o lo que es igual, una considerable reducción de la cantidad de los préstamos, y una elevación considerable de los réditos respectivos. Como es natural, los bancos que actúan en esta capital, aunque de un modo general pueden apreciar la condición jurídica de las propiedades, por los títulos que las amparan, descontando los riesgos de la imperfección de los títulos, de la variabilidad de los gravámenes que ocasionen y de las dificultades que ofrezca la necesidad de hacerlos valer en juicio, no pueden llevar su conocimiento del valor real de esas mismas propiedades a muchos kilómetros fuera de la propia capital. Es cierto que, cuando se trata de operaciones lejanas, envían ingenieros de su confianza a adquirir el conocimiento directo del valor real de las propiedades que como garantía se ofrecen; pero, por una parte, el hecho de que esos ingenieros estén radicados en esta capital, dado que si así no fuera, los bancos no los conocerían, determina que no siempre estén en condiciones de hacer valorizaciones dignas de aprecio, porque siendo como son tan varias en nuestro país las circunstancias locales que determinan los valores territoriales, y requiriendo el conocimiento de esas circunstancias, una experiencia que sólo la vecindad y el tiempo pueden dar, la mayor parte de las veces, la valorización de dichos ingenieros no puede considerarse sino como aproximada; y por otra, el hecho mismo de la residencia de los ingenieros en esta capital, recarga mucho los costos de la operación con los honorarios y gastos que ellos tienen que cobrar por trasladarse al lugar en que las propiedades se encuentran. Es cierto que, muchas veces, los bancos hipotecarios se valen como corresponsales de los bancos comerciales que tanto se han multiplicado en el país; pero éstos, no dedicados a operaciones hipotecarias, no conocen bien el valor de todas las propiedades rurales comprendidas dentro del círculo de sus negocios, y tienen, a su vez, que pedir informes a otras personas y, por tanto, los datos que llegan a los bancos hipotecarios tienen que ser inciertos. Todo esto debe entenderse en el supuesto de que los informantes y corresponsales no alteren a sabiendas los datos que envían; pruebas evidentes tenemos nosotros de que algunas veces hacen lo contrario. De todos modos, las operaciones lejanas no son seguras ni fáciles y, por lo tanto, los bancos hipotecarios tienen que vivir de las operaciones inmediatas. Parece a primera vista que el mal estaría remediado con que los bancos establecieran sucursales en las primeras ciudades de la República; pero para ello sería necesario que contaran con una amplitud de recursos que no podrán adquirir en las condiciones presentes, porque los capitalistas, tomando acciones de los bancos, pondrían entre ellos y los propietarios dos intermediarios superfluos, el banco y la sucursal; esos intermediarios los alejarían mucho de   —142→   dichos propietarios, sin ofrecerles ventaja, alguna en compensación; prefieren tomar acciones de los bancos hipotecarios sólo, para operaciones cercanas, para operaciones plenamente visibles. Las demás operaciones, es decir, las lejanas, las hacen, o los bancos comerciales, como dijimos antes, o los capitalistas mismos. Pero unos y otros, a su vez, proceden como los bancos; no se aventuran en operaciones lejanas que no pueden conocer bien. De todo esto ha resultado que sólo se hacen las operaciones inmediatas a los centros prestamistas, o sea las operaciones en que las propiedades de garantía están cerca de las ciudades. La experiencia diaria acredita la verdad de la precedente afirmación. En esta capital, aunque no se tenga fortuna propia, es relativamente fácil encontrar crédito suficiente para comprar un terreno en alguna de las hermosas colonias que se forman en todas partes, y para edificar en él un palacio, en tanto que un hacendado que tiene en el Estado de Michoacán una hacienda que vale trescientos mil pesos, no logra encontrar con la garantía de ella quién le preste cincuenta mil.

La circunstancia de que, a pesar de las disposiciones últimamente dictadas por el Gobierno, la mayor parte de las operaciones de crédito territorial se hagan por los bancos comerciales, ofrece todos los inconvenientes que esas disposiciones y las discusiones que provocaron expusieron con toda amplitud. Sin embargo, las condiciones de la propiedad exigirán por mucho tiempo, o la confusión de las operaciones territoriales y comerciales en los bancos de este último carácter, o la existencia de instituciones que, como la Compañía Bancaria de Obras y Bienes Raíces, abarquen todo género de operaciones en sus negocios.

Por otro lado, la circunstancia de que la mayor parte de las operaciones de préstamo territorial se hagan por los particulares, presenta grandes desventajas también. Es la primera de ellas, la de que dichas operaciones tienen que hacerse con capital nacional y esto impide que, en conjunto, puedan alcanzar las amplias proporciones de los negocios que, por el momento, se hacen en el país con capital extranjero. Es la segunda, la de que por lo mismo que el capital nacional es relativamente escaso, la demanda de él supera a la oferta, y esto se traduce en una inevitable elevación del rédito, elevación que, por lo demás, aleja al capital nacional de los bancos hipotecarios, a virtud de que el capital de éstos, reducido a las operaciones próximas al lugar de su residencia, relativamente abunda en ese lugar, y casi hace exceder la oferta a la demanda, de lo que resulta que dicho capital no obtenga ganancias iguales al que logra el capital rural. Es la tercera, la de que sin los privilegios de los bancos y fuera de esta capital, las dificultades del reembolso crecen en razón directa de la lejanía de esta misma capital, y ello se traduce también en una elevación del rédito. La circunstancia, a que venimos refiriéndonos, no deja de tener, sin embargo, sus ventajas, y la principal de ellas consiste en que las operaciones son más fáciles, porque estando el capitalista más cerca de las propiedades de garantía que puede fácilmente reconocer, se muestra, por lo común, menos exigente en cuanto a la perfección de los títulos. De todos   —143→   modos, el hecho esencial es que las operaciones de préstamo territorial hechas por particulares, son hechas siempre con réditos más altos todavía que los que cobran los bancos hipotecarios.

Ahora bien, si la gran propiedad territorial individual, que es la mejor titulada y la más fácil de ser conocida por su magnitud, tiene por fuerza que padecer hambre de capital y que no poder conseguir éste sino a tipos muy altos de rédito, ¿en qué condiciones se encontrará la propiedad pequeña? Ocioso es decir que con crédito limitadísimo, gran escasez de capital y altos réditos, las circunstancias, ya de por sí difíciles de la gran propiedad, es decir, de las haciendas, han llegado a ser críticas. Pues las circunstancias de la pequeña propiedad son mucho peores porque, a medida que se desciende de la propiedad grande hasta la pequeña individual de los mestizos, los títulos son más imperfectos, las heredades son menos fáciles de conocer, el crédito es más reducido proporcionalmente al valor de dichas heredades, el capital destinado a préstamos en nuestras clases pobres más escaso, y el rédito de los préstamos más subido. Para que se tenga idea de lo que ayudan los bancos de crédito territorial a la pequeña propiedad individual en nuestro país, referiremos un incidente. Tanto para favorecer a un pariente nuestro, como para tener un dato que nos sirviera en el presente estudio, escribimos el 25 de abril de 1906 la siguiente carta: «México 25 de Abril de 1906.- Sr. D. Fernando Pimentel y Fagoaga, Director del Banco Central. Ciudad.- Muy estimado señor: El Sr. D. Eleuterio García, de Jilotepec, Estado de México, es dueño de un rancho y de una casa en ese lugar, que valdrán $8.000,00 y desearía obtener un préstamo refaccionario de $2.000,00. Sírvase usted decirme, si a pesar de ser tan pequeña la cantidad de que se trata, podrá el Banco hacer la operación para hacer la proposición formal. En espera de su grata respuesta, quede de usted como siempre, muy affmo. amigo y atto. S. S.- ANDRÉS MOLINA ENRÍQUEZ». Una carta semejante escribimos al director del Banco Internacional e Hipotecario, y otra al director del Banco Agrícola -¿por qué se llamará agrícola?- Mexicano, en solicitud de un préstamo hipotecario por $2.000,00. La única respuesta que recibimos fue la del señor Pimentel, en una carta que decía literalmente: «México, Abril 27 de 1906.- Sr. Lic. Andrés Molina Enríquez.- Chavarría 14.- Ciudad.- Muy estimado señor: En respuesta a la atenta de usted fecha 25 del corriente, le manifiesto que este Banco no puede hacer la operación a que se contrae, en virtud de ser la suma que se versa sumamente pequeña, pues en esta clase de préstamos, el Banco necesita mandar hacer un reconocimiento de la finca, etc., y por lo mismo no obtendría utilidad alguna.- De usted afmo. y atento. S. S.- F. PIMENTEL». No hay que hacer comentario alguno.

No obstante lo anterior, para la pequeña propiedad individual, aunque en condiciones usurarias, hay sin embargo, capital en el capital privado. Para la pequeñísima propiedad individual, que transitoriamente se encuentra en manos de los indígenas como consecuencia de la repartición de   —144→   los pueblos, no hay más crédito que el del tendero que presta sobre las fracciones respectivas, pan, maíz o aguardiente, a precios escandalosos. La propiedad propiamente dicha comunal, en sus dos ramas, el pueblo y la ranchería, no puede pensar siquiera en el crédito; la posesión y la simple ocupación de las tribus del norte, mucho menos. Concentrando todo lo anterior, no es aventurado decir que la propiedad territorial se encuentra en una verdadera situación de miseria, miseria tanto más notable cuanto que se ve en contraste con la opulencia de ciertas ramas de la industria.




Ideas acerca de la manera de crear y de repartir el crédito territorial

Veamos ahora los remedios que, a nuestro juicio, hay que aplicar a esa situación, pero antes bueno será que recordemos la distinción que en el «Problema de la propiedad», hicimos entre el tratamiento que requiere la zona fundamental de los cereales y el que requiere el resto del territorio nacional. Los remedios a que aludimos, cuando no tengan por sí mismos un carácter general, deberán ser sistemáticamente impuestos en dicha zona; el resto del país espontáneamente seguirá el ejemplo de ella y se acomodará al nuevo régimen sin dificultad.




Corrección de la falta de exactitud de la titulación

Desde luego el vicio de falta de identidad o de inexactitud de que adolece toda la propiedad territorial, se irá corrigiendo a medida que se vayan haciendo los trabajos de deslinde, mensura y valorización del catastro fiscal, que en el «Problema de la propiedad» indicamos como indispensable para la igualdad de la propiedad ante el impuesto. Esto se comprende sin esfuerzo, y después de lo que hemos dicho sobre el particular, creemos que nada importante nos queda por decir.




Corrección de la falta de seguridad de la propiedad territorial. La prescripción

Del vicio de falta de seguridad, tenemos que decir mucho. Repetimos nuestra afirmación anterior de que, en nuestro sistema de propiedad, no se ha conocido en realidad la prescripción. En efecto, la prescripción sólo ha existido entre los particulares; de éstos, contra el patrimonio de los reyes de España, primero, y contra la Soberanía Nacional después, no ha sido admitida, y esto ha producido en la propiedad las profundas perturbaciones que hemos venido señalando. Al tratar de los datos de nuestra historia lejana, dijimos lo siguiente: «El instinto jurídico español, tan desarrollado a nuestro entender que sólo el romano le superó, desde que los descubrimientos americanos comenzaron a dibujar perspectivas de gran porvenir, ideó la bula Noverint Universi para deducir de ella la legitimidad de las conquistas posteriores. De esta bula se derivaron, en efecto, los derechos patrimoniales de los reyes de España, y esos derechos fueron el punto de partida de que se derivó después toda la organización jurídica de las colonias. De los expresados derechos patrimoniales se derivaron en efecto, todos los derechos públicos y privados que en las colonias pudo haber. Entre esos derechos hay que contar los de la propiedad territorial. Cierto es que las primeras reparticiones de propiedad o encomiendas,   —145→   de que antes hablamos, fueron hechas sin conocimiento y sin consentimiento de los reyes de España, pero cuando ya esas reparticiones fueron de verdadera propiedad territorial, existía el título legal necesario para adquirirlas: la merced. En teoría, todo derecho a las tierras americanas tenía que deducirse de los derechos patrimoniales de los reyes españoles, pero éstos, justos en verdad, dejaron a los indígenas las tierras que tenían, y que eran las que después de la primera época del contacto de las dos razas, la española y la indígena en conjunto, pudieron conservar o nuevamente adquirir por ocupación». Al comenzar la exposición del problema, en que nos ocupamos, y al hacer entonces la afirmación a que acabamos de referirnos, dijimos lo siguiente: «El hecho de que a virtud de los derechos patrimoniales de los reyes de España, toda propiedad privada tuviera que derivarse indispensablemente de una cesión directa o indirecta de dichos reyes, la que tenía el carácter de gracia o merced, y el hecho de ser imprescriptibles en principio los expresados derechos patrimoniales, dieron motivo a que, durante la dominación española, toda propiedad pudiera ser, en caso dado, revertible al patrimonio real, de donde procedía. Nosotros siempre hemos reconocido en los reyes españoles un gran instinto jurídico y un gran deseo de obrar con justificación. El derecho de reversión, de que hemos hablado, no se ejerció jamás para negar el carácter de propiedad privada a la que lo tenía; pero como sólo tenía el carácter de propiedad privada la que estaba amparada por un título de cesión, y había una completa falta de identidad entre la propiedad que el título indicaba y la que efectivamente se poseía, la reversión, ya directamente hecha, ya bajo la forma de reconocimiento de títulos, ya bajo la forma de restituciones de equidad, tenía que ser, y fue siempre, una amenaza contra la propiedad, amenaza que en rigor, etc.». Ahora bien, ampliando todo lo anterior, creemos necesario tomar como raíz de nuestras ideas que sobre este particular consideramos trascendentales, la afirmación de que desde la bula Noverint Universi, las tierras de América fueron consideradas como patrimonio personal de los reyes de España. Aunque no creemos que haya quien dude de la verdad de esa afirmación, citamos en apoyo de ella, para no citar muchos textos arcaicos, la opinión del señor doctor Mora (México y sus revoluciones), que dice: «En todo lo relativo á América, mientras ésta estuvo dependiente de España, fué máxima fundamental de la legislación española, que todos los dominios adquiridos á virtud de la conquista, pertenecían, no á la Nación conquistadora, sino exclusivamente á la corona». Poco, que nosotros sepamos, se ha meditado acerca de la razón de ese principio cuyas consecuencias palpamos aún. Cualesquiera que hayan sido las razones especiosas con que se haya explicado en su tiempo la asignación de las tierras americanas, no a la nación española, sino a la Corona de Castilla, es indudable que esa asignación obedeció, por parte de los Reyes Católicos, al deseo de no verse atados por las leyes y tradiciones de España en la libre disposición de las tierras nuevas, no tanto para aprovecharlas más cuanto para gobernarlas mejor, de acuerdo con las circunstancias   —146→   completamente nuevas en que aparecían, lo cual es ahora perfectamente explicable, y era entonces perfectamente justificado, puesto que todas las corrientes políticas de la época se dirigían al absolutismo, saltando por encima de las resistencias que el localismo ofrecía en vísperas de Villalar. Ahora bien, la transformación de los derechos de la Corona de Castilla en derechos patrimoniales, o sean personales de los reyes, transformación que tuvo lugar en tiempo de Carlos V, es igualmente justificada, porque desprendía esos derechos de los bienes públicos para hacerlos propiedad particular del Soberano, que a título de esa propiedad podía dar y quitar en América, lo cual se prestaba mucho para la organización de los pueblos nuevos. No queremos sobre este particular entrar en muchos detalles; sin embargo, creemos pertinente copiar de nuestro libro La reforma y Juárez, las siguientes palabras: «La bula Noverint Universi y las leyes 14 y relativas del título XII, Libro 4.º, de la Recopilación de Indias, haciendo á los reyes de España, dueños personales de las tierras americanas y de los pobladores de esas tierras, fueron de un efecto providencial para el porvenir de la Colonia. Evitaron el derecho de ocupación que creando aquí y allá estados pequeños, aislados y sin relaciones estrechas, habría perjudicado la unidad necesaria para la organización fuertemente coactiva, forzosamente integral, que requerían, la extensión del medio físico, las diferentes razas de la población, y la lejanía de la colonia respecto del viejo continente. Crearon además, en beneficio de esa unidad, como única fuente de toda adquisición de territorio, la merced ó la cesión directa de los reyes de España». Ahora bien, el carácter de patrimoniales que tenían los derechos de los reyes de España a las tierras de América, por oposición al carácter de públicos que los demás bienes de la corona podían tener, convertían a la América en una propiedad privada, particular de dichos reyes. El señor doctor Mora, ya citado, dice (México y sus revoluciones) lo siguiente: «La bula de Alejandro VI, que fué como el título primitivo en que la España fundaba sus derechos, donó exclusivamente á Fernando é Isabel y á sus descendientes, todas las naciones descubiertas y por descubrir, de lo cual resultó que los reyes se considerasen constantemente con un derecho absoluto á la propiedad de todas las tierras que sus vasallos conquistaran en el Nuevo Mundo: así que todas las particiones hechas á los particulares, se consideraron como concesiones condicionales reversibles á la Corona en ciertos casos». No deja lugar a duda alguna acerca de lo dicho en el párrafo anterior por el señor doctor Mora, la ley 4, título XII, libro IV de la Recopilación de Indias, cuando dice: «Si en lo ya descubierto de las Indias, huviere algunos sitios y comarcas tan buenos, que convengan fundar poblaciones, y algunas personas se aplicasen á hacer asiento, y vecindad en ellos, para que con mas voluntad y utilidad lo puedan hacer, los Virreyes y Presidentes les den en nuestro nombre tierras, solares y aguas, conforme á la disposición de la tierra, con que no sea en perjuicio de tercero, y sea por el tiempo, que fuere nuestro voluntad». Es claro que si los reyes de España eran   —147→   propietarios personales de América, todos los derechos de los terratenientes en ella tenían que ser condicionales, como dice el señor doctor Mora, precarios, inestables, verdaderos permisos de ocupación, de simple tenencia, dados por el dueño de una heredad y revocables a voluntad de ese dueño. La justificación de los reyes de España que hemos ya reconocido, hizo que los permisos que hasta el título tenían de gracia, puesto que se llamaban merced, llegaran a tener el carácter de propiedad privada, y que esa propiedad privada fuera respetada como tal; pero siempre estuvieron sujetos dichos permisos, aun en su forma de propiedad privada, a las condiciones que los expresados reyes les imponían, generalmente en la forma de revisión de títulos y bajo la pena de revocación. El instinto jurídico que también hemos reconocido en los mismos reyes, hizo que éstos, al reconocer los derechos derivados de la merced como de propiedad privada perfecta, se dieran cuenta de que al lado de esos derechos estaban los suyos que de ellos no habían salido por ese título, en calidad también de derechos de propiedad privada y, por lo tanto, considerando en ciertas condiciones de igualdad ambas propiedades, consideraron que la propia era susceptible de posesión ajena y aun de prescripción. Esa prescripción, que en vano han querido negar muchos juristas y entre ellos el señor licenciado Orosco (Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos), resulta claramente del texto de la ley XIV, título XII, libro 4.º de la Recopilación de Indias. Dice así: «Por todo lo cual ordenamos y mandamos á los virreyes y presidentes de audiencias pretoriales, que cuando les pareciere, señalen término conpetente para que los poseedores exhiban ante ellos y los ministros de sus audiencias que nombraren, los títulos de tierras, estancias, chacras y caballerías y amparando á los que con buenos títulos y recaudos ó justa prescripción poseyeren, se nos vuelvan y restituyan las demás, para disponer de ellas á nuestra voluntad». Ya hemos dicho, contra la opinión del señor licenciado Orosco, que no ha existido jamás ley que prohíba la prescripción de los baldíos. Pero la prescripción a que venimos refiriéndonos, como era natural, no pudo tener el carácter de absoluta, sino que vino a quedar dentro de los límites de la propiedad misma, es decir, dentro de la revocabilidad general de ésta.

Así las cosas, se hizo la Independencia, vino la República y ello produjo en la propiedad un cambio trascendente, porque murió la personalidad jurídica del rey de España y, como consecuencia de esa muerte, pasó por necesaria su cesión, toda la propiedad, una parte en calidad de propiedad privada, y la otra en calidad de baldía, a una personalidad nueva, la Soberanía Nacional, que la recibió en condiciones nuevas también. El rey de España era siempre una persona física que, como tal, tenía la propiedad personal de las tierras americanas, por más que para tener esa propiedad haya sido necesario que él tuviera la calidad de rey; pero la Soberanía Nacional representada por los poderes públicos, constituidos al efecto por la ley fundamental, no podía tener otra personalidad que la de esos poderes públicos, personalidad   —148→   que, ante todo, era política, y secundariamente era jurídica, pero siempre de carácter plenamente público. Como consecuencia de ese carácter, la propiedad recibida por sucesión de los reyes españoles, entró al conjunto de los bienes públicos repartidos entre los poderes que se distribuían la Soberanía Nacional. La ciencia del Derecho, como es sabido, ha dividido las cosas en comunes, públicas y privadas; las primeras son aquéllas que están fuera del comercio por la imposibilidad de su perfecta apropiación; las segundas son aquéllas que la ley pone bajo el dominio del conjunto social; las últimas, o sean las privadas, son aquéllas sobre las cuales los particulares tienen derechos de propiedad plena. Las públicas son originariamente patrimoniales, o sean propias del Estado o de la autoridad en su calidad de persona moral jurídica capaz de tener y de deber derechos. Si el Estado o la autoridad en ejercicio de sus funciones, y para los fines de su institución, da destino especial a las cosas públicas patrimoniales, puede hacer esas cosas, de uso común, o cosas del Fisco, de modo que pueden dividirse las cosas públicas en patrimoniales, de uso común y del Fisco. Finalmente, en tanto son cosas patrimoniales, están dentro del comercio general y pueden ser obligadas, enajenadas y prescritas, pero tan luego que algunas de ellas reciben el destino especial del uso común, o del objeto fiscal a que pueden ser destinadas, quedan por ese solo hecho, fuera del comercio general, en tanto ese destino dura, y por lo mismo, no son susceptibles de ser obligadas, enajenadas ni prescritas, volviendo, cuando el expresado destino cesa, a ser como antes, patrimoniales y, por consiguiente, obligables, enajenables y prescriptibles. Un ejemplo aclarará las ideas anteriores en lo que se refieren a las cosas públicas. La ley civil común en el Distrito Federal pone en manos de la Federación, como parte de una herencia vacante, una pequeña fracción de terreno de cien metros de largo por treinta de ancho, ubicada fuera de esta capital. ¿En qué condición entra ese pequeño terreno a los bienes públicos federales? De seguro que como uno de tantos bienes patrimoniales públicos de la Federación. A los dos días de adquirir ese terreno, hay quien lo compre, y conviene a la Federación venderlo: ¿puede venderlo a su voluntad? Sin duda, porque está dentro de los bienes que la Federación tiene como persona moral capaz de tener y de deber derechos, y no hay circunstancia alguna que limite esos derechos. Si por descuido de la Federación, alguno ocupa ese terreno durante muchos años y en condiciones de poderlo prescribir, ¿puede prescribirlo? Seguramente sí, por la misma razón. Pero supongamos que al hacer un camino carretero, la Federación incluye el terreno en el trayecto del camino, de modo que éste lo comprenda todo, y declara ese camino abierto al tráfico público; si entonces hay alguno que quiera comprarlo, ¿puede la Federación venderlo? No, porque su declaración de quedar el camino dedicado al uso común, y el hecho de que el terreno forme parte del camino, han puesto ese terreno fuera del comercio general, tanto para los particulares cuanto para la Federación misma. Si por el abandono del camino, a virtud de la proximidad de un ferrocarril, alguno   —149→   ocupara el terreno en condiciones de poderlo prescribir con arreglo al Derecho común, ¿podría prescribirlo? No, porque los bienes de uso común, por lo mismo que están fuera del comercio, no pueden ser obligados, enajenados, ni prescritos. Lo mismo sucedería si el terreno, plantado de árboles, fuera destinado a su explotación, como los terrenos llamados nacionales, para el efecto de hacerlo producir como objeto principal y permanente rentas dedicadas a formar parte del presupuesto de ingresos federales. Cuando por ser rectificado el camino, fuera separado de él el terreno, o cuando en éste se suprimiera la explotación fiscal, mediando por supuesto la declaración oficial respectiva, si convenía a la Federación venderlo, lo podría hacer sin inconveniente, porque habría ya vuelto a su patrimonio, y si lo abandonaba, podría venir alguno a poseerlo y a prescribirlo. Todo esto es elemental.

¿En qué condiciones, pues, recibieron los poderes públicos por sucesión de los reyes de España la propiedad territorial del territorio de la República? Indudablemente recibieron la parte reducida a propiedad privada en las condiciones de revocabilidad que traía de la época colonial, o lo que es lo mismo, recibieron legalmente toda esa propiedad, aunque poseída por los particulares a título de propiedad particular; y recibieron el resto en propiedad y posesión, a títulos de baldíos. Ahora bien, tanto la propiedad que tiene el carácter de propiedad privada cuanto la baldía, vinieron a quedar dentro del patrimonio de los poderes públicos representantes de la Soberanía Nacional en calidad de patrimoniales.

Los baldíos, como se sabe, han sido declarados bienes federales, y son unos de tantos bienes patrimoniales como la Federación puede tener y, por tanto, mientras no fueren destinados por ella a un uso común, son obligables y enajenables a su voluntad, y para los particulares, plena e indiscutiblemente prescriptibles con arreglo al Derecho común, puesto que del Derecho común, y no de otro origen, ha derivado la Federación su carácter de persona jurídica, capaz de tener y de deber derechos. Una vez dedicados los baldíos, como algunos de los terrenos ahora llamados nacionales, a algún objeto de uso común o de interés fiscal, han dejado de estar en el comercio y no son, por parte de la Federación, bienes disponibles, ni por parte de los particulares, susceptibles de ser prescritos. Si todo esto se hubiera entendido bien, no habrían sido declarados baldíos sino los terrenos propiamente baldíos, o no adquiridos ni poseídos por alguno, y se hubieran evitado muchos gastos; muchas inquietudes y muchos atropellos a los propietarios y a los pueblos, y se les habrían dado a unos y a otros, notorias ventajas. A nuestro juicio el motivo de error provino de que en los reyes de España, junto a la personalidad política, se veía la privada, y como las Constituciones republicanas, en su calidad de leyes meramente políticas, no crearon los poderes públicos sino como instituciones de autoridad, en ellos no se vio bien la personalidad jurídica que tenían como personas morales civiles, capaces detener y de deber derechos como hemos repetido hasta el cansancio.




Corrección de las leyes que encierran los principios fundamentales de la propiedad en nuestro país

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Debió de haberse corregido ya el mal que inmediatamente antes señalamos; pero como no se ha corregido y hay necesidad de corregirlo estableciendo bases firmes de legislación que no tengan la fragilidad de las interpretaciones doctrinales, vamos a indicar el modo de hacerlo. Motivo de especial meditación fue para nosotros, determinar la manera práctica de dar punto de partida a la legislación que deberá sancionar los principios antes expuestos. En rigor, no hay necesidad precisa de encontrar ese punto desde el momento en que la naturaleza política de la Federación y de los Estados establece, tanto en aquélla cuanto en éstos, la personalidad jurídica especial, capaz de tener y de deber derechos en condiciones diversas en la primera y en los segundos; y menos hay necesidad de encontrar ese mismo punto dentro de cada Estado, desde el momento en que los Municipios se consideran en cada Estado, subordinados al Gobierno de éste. Pero hay que considerar que entre la Federación y los Estados podrían continuar los conflictos que ahora se presentan frecuentemente, por la indecisión de la línea jurídica que separa los derechos de la una y de los otros, y es bueno cortar de raíz esos conflictos. El punto de partida de la legislación general deberá ser, a nuestro juicio, una prescripción constitucional. La razón de que creamos que debe ser así, no estriba en que pretendamos que la Constitución, la Constitución Federal por supuesto, haga a la Federación y a los Estados la asignación directa de los bienes, distribuyéndolos entre aquélla y éstos, y menos en que pretendamos que la misma Constitución determine la manera como la una y los otros habrán de disponer de ellos. Hemos dicho ya que la Constitución es una ley política por excelencia, que creó y que considera a las instituciones Federación y Estados como instituciones de poder, de autoridad pública, y no como personas jurídicas civiles capaces de tener y de deber derechos, y de tener, por tanto, determinadas propiedades; el carácter de personas jurídicas civiles, capaces de tener y de deber derechos, y de tener, por lo mismo, propiedades, lo derivan del Derecho Civil común. La Constitución, por lo mismo, considerando a las instituciones Federación y Estados, sólo como instituciones de poder, de autoridad pública, no debió, ni debe, ni deberá hacer, directa ni indirectamente, asignación alguna de determinados bienes a esas instituciones y, menos, entrar en los detalles de la disposición que ellas pudieran hacer de dichos bienes, siendo esto último como es del dominio del Derecho Civil común. La expresada asignación y sus reglamentaciones tienen que ser motivo de leyes de otro género. Pero como, por una parte, tratándose en general de todos los bienes públicos, hay que hacer una distribución inevitable entre la Federación y los Estados, lo cual requiere que esa distribución se haga por una ley federal, porque de lo contrario no podría ser obligatoria para los Estados; y por otra, la asignación de los bienes que en la distribución indicada deban corresponder a la Federación y a los Estados, no puede hacerse a aquélla y a éstos por el Derecho Civil común, que es y tiene que ser en todas las entidades políticas   —151→   constitucionales, de pleno carácter territorial, la ley federal se impone, y esa ley no puede derivarse en ningún caso de otra fuente que de una facultad especial, expresamente concedida a la Federación, y en ésta al poder legislativo. En calidad de tal facultad deberá ser general para todos los bienes públicos, que no son sólo los baldíos y las aguas, deberá ser una de las fracciones del artículo 72, y deberá decir, poco más o menos, del modo siguiente:

... Para determinar cuáles deberán considerarse en la República como bienes públicos, y designar de ellos los que deban corresponder á la Federación.



A virtud de esa facultad, la Federación podrá expedir una ley secundaria que, ante todo, haga la declaración precisa, y absolutamente terminante, de que toda propiedad que tenga el carácter de privada, quedará definitivamente como tal, conforme a sus títulos y dentro de los términos de la prescripción civil común. Esa misma ley comprenderá los terrenos baldíos, las comunicaciones, las aguas, etc., etc., y podrá sufrir todas las modificaciones que exijan las circunstancias, sin necesidad de hacer, tratándose de cada uno de los bienes públicos, una reforma a la Constitución, y sin necesidad tampoco de torcer el sentido común para derivar de una facultad de poder, de una atribución de autoridad, que eso son las fracciones del artículo 72 constitucional, consecuencias de mero Derecho Civil como se ha hecho hasta ahora. Es inútil decir, por supuesto, que del texto antes indicado se deducirá, desde luego, que los bienes públicos que no fueran federales, se entenderán de los Estados. Una vez hecha la reforma constitucional referida, será indispensable rehacer la legislación federal y de los Estados sobre bienes públicos, y en ella la ley que sobre bienes públicos de la Federación fue expedida el 18 de diciembre de 1902, declarando todos los bienes de la Federación patrimoniales, y desprendiendo de éstos con toda claridad y precisión, los de uso común y los propios de la Hacienda Federal, o lo que es igual, del Fisco, definiendo con exactitud las condiciones en que son patrimoniales, en que, mediante la declaración expresa correspondiente, dejan de serlo para ser de uso común o de la Hacienda Federal, y en que vuelven a ser patrimoniales cuando sea revocada dicha declaración, localizándolos en cada caso, dentro de las leyes civiles comunes. Todo esto que en apariencia es una puerilidad, será en realidad de una enorme trascendencia. Desde luego, toda la propiedad privada propiamente tal, quedará firme, y todos los bienes públicos, a excepción de los que la ley ponga transitoriamente fuera del comercio, vendrán a quedar igualados, en cuanto a su condición civil, a los bienes privados o particulares, y podrán ser enajenados y adquiridos lo mismo que éstos. Tal circunstancia modificará radicalmente la naturaleza de la ley vigente de baldíos, que vendrá a ser una ley meramente reglamentaria, destinada solamente a definir lo que debe entenderse por terrenos baldíos, y a fijar reglas que deberán servir para identificar dichos terrenos en cada caso de denuncio. Si el denuncio es contradicho, ya porque los terrenos indicados como baldíos no lo sean, ya porque aunque lo hayan sido,   —152→   los tenedores de ellos, los hayan ganado por cualquier título civil, como por prescripción, los tribunales decidirán la cuestión con arreglo a las leyes civiles comunes. Esto aconsejaba desde antes, al Gobierno Federal, uno de los más autorizados inspiradores de la legislación vigente sobre baldíos, el señor licenciado don Manuel Inda (Informe rendido al Secretario de Fomento sobre las compras de baldíos hechas por los Sres. D. Carlos Zuloaga y Don Luis Terrazas), diciendo lo siguiente: «Ya sé que á esta observación se replicará diciendo que las prescripciones de largo, de larguísimo tiempo, no lo necesitan -el título-; que es suficiente su transcurso -el del tiempo-, para que hasta con mala fé se adquiera lo poseído bajo cualquier forma que sea, aún lo ocupado por una escandalosa expropiación. No entra ahora en mi sistema ocuparme de este punto, sobre el cual aconsejo más adelante abstención al Supremo Gobierno, á fin de que deje á los tribunales expeditos para que conozcan de las cuestiones que se susciten; pero sí creo muy dificil, etc.». Con arreglo pues, a la reglamentación referida, la Federación hará la venta, en calidad de venta propiamente dicha, de los expresados terrenos en la forma que tenga la escritura pública, para que el título de enajenación, o sea esa escritura, quede plenamente incorporado al sistema general de la titulación común de la propiedad; y una vez otorgada la referida escritura, ella, o mejor dicho, su testimonio, no deberá inscribirse en un registro especial, por más que pueda llevarse ese registro por razones de orden interior de la Secretaría de Despacho que haga la enajenación, sino en el Registro Público de la propiedad común civil. Haciéndolo así, y estableciendo la prescripción positiva por sólo el transcurso del tiempo, durante treinta años por ejemplo, aún sin necesidad de justo título ni de buena fe, como en algunos Estados existe -así está en el de México-, es indudable que bastarán en todo caso, las seguridades que dé un certificado de treinta años expedido por el Registro Público de la propiedad común, para que cualquier persona, aunque no sea profesional, sino medianamente versada en los negocios, pueda formarse un juicio completo de la propiedad de que se trate, y para que siendo ese juicio favorable pueda considerar a la propiedad referida, como absolutamente firme y segura, sin necesidad de tener que penetrar, para saberlo, en el laberinto de leyes que comienza con la bula Noverint Universi, y termina con la ley vigente de baldíos, laberinto en que, como hemos tenido ocasión de señalar, se han extraviado casi siempre hasta los más grandes abogados de la nación.

De hacerse lo anterior, se allanarán de un golpe las principales dificultades que desde la Conquista, implantados del sistema de propiedad basado sobre la titulación escrita vigente, hasta nuestros días, han embrollado la propiedad misma; desaparecerá para siempre la necesidad de buscar mercedes perdidas y de rehacer largas series de títulos, y con ella la de erogar los gastos consiguientes; se acabarán, para siempre también, las revisiones, rectificaciones, composiciones y demás complicaciones cuya ineficacia ha demostrado una experiencia secular; y como la prescripción bien definida,   —153→   alcanzará a todos los títulos, cualquiera que pueda ser su origen, todas, absolutamente todas las cuestiones de propiedad, vendrán a quedar encerradas en límites de tiempo, que podrán corresponder a la acción de la vida humana, dentro del marco relativamente perfecto del Registro Público de la propiedad común. La admisión de una prescripción racional deshará, de un soplo, una verdadera montaña de absurdos.




Crítica del sistema vigente de la titulación escrita

Como nuestros lectores habrán podido notar en el curso de los estudios presentes, la urdimbre del complicado tejido que forman todas las cuestiones de propiedad en nuestro país, es en realidad, el sistema de la titulación escrita. Si desde la implantación de ese sistema hasta nuestros días, la forma de la titulación notarial sucesiva que dicho sistema adoptó para encauzar y dar corriente a todos los derechos de dominio territorial, hubiera sido suficientemente capaz de contenerlos todos en la diversidad con que se presentaron en la época colonial, y en la que a ella ha seguido desde la Independencia, muchos de esos derechos no habrían roto dicha forma, y no habrían brotado tantas fuentes de propiedad como brotaron, dando motivo a que se formaran las distintas legislaciones que se formaron y que avanzaron, más o menos, según los impulsos hechos por ellas para adaptarse a las circunstancias, y según las resistencias encontradas por esos impulsos. La estrechez de la forma de la titulación notarial sucesiva ha continuado hasta ahora, y si pues la prescripción puede lograr que las múltiples corrientes de propiedad que hemos recibido como herencia de nuestro pasado, tomen una misma dirección, forzoso será ampliar la forma de la titulación notarial sucesiva hasta que sea suficientemente amplia para contenerlas todas, y para que todas unidas puedan, dentro de ella, continuar su curso con holgura; de lo contrario, la volverán a romper, volverán a brotar por las roturas nuevas fuentes de propiedad, y el problema, hoy resuelto, reaparecerá mañana en condiciones tal vez de mayores dificultades. La prescripción de treinta años, con título o sin él, la prescripción derivada del hecho preciso de la posesión por treinta años, sin restricciones ni distingos, reducirá todas las dificultades de alcanzar la uniformidad completa de la propiedad, a la manera de hacer entrar en el Registro Público de la propiedad común la propiedad que no haya entrado en él; esto se reduce, a su vez, al trabajo de inscripción de los títulos anteriores a treinta años, cuando los haya, y a la anotación preventiva de la posesión, cuando tales títulos no pueda haber, para que la posesión anotada se convierta en prescripción por el solo transcurso del tiempo. Hecho lo anterior, los títulos primordiales anteriores a treinta años vendrán a ser jurídicamente inútiles para los propietarios, y bien podrían ser recogidos para ser guardados en el archivo del Registro Público. El trabajo de la incorporación de toda la propiedad existente al Registro Público de la propiedad común, requerirá por su parte, una serie de medidas encaminadas a hacer fáciles y prácticas las relativas inscripciones, y muy especialmente   —154→   las primeras, ya sean de propiedad o de posesión, hoy absurdamente gravadas en algunos Estados con un impuesto aconsejado por la estupidez; en el caso posible de no lograrse por completo y de una vez, el objeto de ese trabajo de incorporación de la propiedad al Registro, habrá que dejar abierta la puerta de esas facilidades para que el proceso de dicha incorporación no se interrumpa jamás, y llegue el día, que indudablemente llegará, en que quede consumada de un modo absoluto esa misma incorporación; y afirmamos que llegará ese día, tanto porque creemos en la eficacia de las facilidades expresadas cuanto porque creemos más en la eficacia de la acción de los propietarios mismos, cuyo bien entendido interés los llevará a aprovecharse de ellas. Pero al lado del trabajo de unificación de la propiedad, que es de esperarse de la prescripción en los términos dichos, habrá que hacer el que ya indicamos de ampliación de la forma de la titulación notarial sucesiva. En la actualidad, juntamente con esa forma, existen, también como formas de titulación, la administrativa, que en cierto modo corresponde a la de la merced de la época colonial, la de la circular de 9 de octubre de 1856 y la privada. La forma de la titulación notarial es la forma perfecta de la titulación escrita; consiste en la escritura pública formal otorgada ante escribano, y autorizada por éste; la administrativa, es la que se emplea para la titulación primordial de las enajenaciones de baldíos, para la titulación de las enajenaciones condicionales de las pertenencias mineras, y para la titulación de las operaciones celebradas bajo la forma de contratos de concesión; la forma de la titulación excepcional de la circular de 9 de octubre de 1856 es la que se emplea para la división y repartición de las comunidades pueblos; y la forma de la titulación privada es, en algunas partes, la complementaria de la notarial perfecta, y se emplea para las operaciones pequeñas que no pueden soportar los gastos de la escritura pública formal.




La titulación notarial

La mejor de todas las formas de titulación es, sin duda la notarial; pero como ya hemos dicho antes, resulta muy estrecha para contener todas las operaciones de contratación. Desde luego, es muy costosa, muy difícil y muy lenta. Es muy costosa porque, por una parte, requiere la intervención de un profesional, necesario cuando eran raras las personas que sabían escribir, pero innecesario en los tiempos modernos y, por otra parte, porque se le han agregado muchas cargas fiscales; es muy difícil, porque por una parte se ha buscado su perfección, más en las seguridades que dan los trámites de precaución que en la represión de la criminalidad que la burla, y por otra, porque a esos trámites de precaución se han agregado los de recaudación de los impuestos fiscales; y es muy lenta, porque siendo como son muy numerosas las operaciones notariales, muy escaso relativamente el número de los profesionistas, muy complicados los trámites de precaución y de recaudación, y muy añejas las prácticas de procedimiento que emplea, en las cuales parece buscarse la solidez del tiempo y la consagración de las edades pasadas, no responde pronto a las necesidades que está llamada a   —155→   satisfacer. Tan es cierto todo lo anterior que la costumbre ha acabado por romper esa forma, aun en los casos en que la opinión la busca y la exige como indispensable, substituyéndola de hecho, con la minuta, que en rigor es la forma actual de la contratación perfecta; la escritura pública ha quedado reducida a una forma de solemnidad, en que se busca dar a la minuta la solidez del tiempo y la consagración de lo pasado, como antes dijimos. La minuta, por su parte, no es en esencia más que la forma privada sancionada por el uso, sin otro requisito que el depósito ante el escribano.




La titulación administrativa

La forma administrativa es incompleta porque, en suma, tiene que depender de la notarial. Aun en el caso de que ella no requiera la incorporación al protocolo notarial de los títulos primordiales que expida, todas las operaciones sucesivas que se deriven por la contratación de esos títulos primordiales, por fuerza se han de hacer en la forma notarial. Más sencillo sería, desde luego, suprimir esos títulos primordiales y hacer las operaciones directas de ellos, entre los poderes públicos y los particulares, en la forma notarial. Así, en lugar de expedir títulos, especiales también, de enajenación condicional de pertenencias mineras; y en lugar de celebrar contratos de concesión en actas privadas, sujetas a la necesaria elevación a decretos que importa la aprobación legislativa de costumbre, bastaría que el secretario del Despacho que tuviera a su cargo la expedición de esos títulos o el otorgamiento de esos contratos, celebrara con los interesados contratos propiamente dichos en la forma notarial común, ya se tratara de enajenar baldíos, de conceder pertenencias mineras o de hacer concesiones de aprovechamientos de aguas. En este sentido creemos necesario reformar el artículo 63 de nuestro Proyecto de ley de aguas federales, que establecía para la titulación de las concesiones la forma del título primordial administrativo. Por lo demás, si se examinan las cosas a fondo, se ve con claridad que la forma general de la titulación administrativa no es, en suma, más que una variedad de la forma de la titulación privada, como la minuta; en dicha forma administrativa, otorga un funcionario o una autoridad en ejercicio de derechos de persona moral civil, capaz de tener y de deber derechos, o sea en su calidad de persona moral privada, a particulares que aceptan como personas civiles, también privadas, y esto fuera de las formas solemnes de la titulación notarial.




La titulación de la circular de 9 de octubre de 1856

La forma de titulación creada por la circular de 9 de octubre de 1965 es una forma viciosa e incompleta también por lo desligada de la notarial, a la que tiene que sujetarse igualmente. Una vez expedido el título primordial creado por esa forma, es necesario celebrar todas las demás operaciones de contratación, derivadas de dicho título, en la forma notarial común. Sería mejor, en lo sucesivo, hacer las reparticiones de pueblos, en la forma notarial desde el principio, compareciendo todos los parcioneros, conviniendo en la división, señalando a cada uno su fracción respectiva, y expidiendo a cada uno testimonio de la cabeza de la escritura, de la designación y deslinde   —156→   de su fracción, y del pie o conclusión de la misma escritura; de esa manera nosotros hicimos alguna vez, sin mayores dificultades, la repartición de una ranchería mestiza. De cualquier modo que sea, lo que sí indudable, es que la forma de titulación de la circular referida es igualmente una variedad de la titulación privada.




La titulación privada. Ventajas de esta última

La forma de la titulación privada sólo está en uso en algunas partes, como dijimos en su lugar, para las operaciones generales de contratación en que se versan cantidades pequeñas, aunque éstas se refieran a la propiedad territorial. Esa forma no está sujeta a más requisitos que a la redacción del contrato por escrito -condición indispensable para que pueda tener lugar dentro del sistema de la titulación escrita-, a la firma de ese contrato por los interesados y a la intervención de dos testigos que firmen también. Viene a equivaler, en esencia, a la minuta, con la circunstancia de que en lugar del depósito ante el notario que da fe de la autenticidad del hecho, se exige la intervención de dos testigos con el mismo fin. El análisis de esta forma, desde el punto de vista de la realidad práctica de los hechos, conduce a la conclusión de que en los contratos que a ella se ajustan, no intervienen más que los interesados; los testigos firman siempre después, sin saber siquiera lo que firman. Y es muy de notarse que en esa forma, se celebren toda clase de contratos, aun los de compra-venta de terrenos, de hipoteca, etc., etc., sin que hasta ahora se haya notado que en esos contratos hagan falta ni la intervención del escribano profesional, ni los trámites de precaución, ni los requisitos de la práctica notarial, ni las ritualidades solemnes de la escritura pública, lo cual demuestra de un modo incuestionable, que ni aquella intervención, ni esos trámites y requisitos, ni estas ritualidades sirven para otra cosa que para dificultar las operaciones; ni aun siquiera se necesita la intervención de los testigos, que si se suprimiera, ninguna falta haría. La garantía de los derechos de los contratantes la dan, suficientemente, los medios generales de prueba en los juicios comunes civiles, y la represión de las leyes penales; la garantía de los derechos de tercero la da el Registro Público de la propiedad común.

Todo lo anteriormente expuesto nos lleva a la conclusión de que la mejor forma de titulación sería la privada, libre de toda traba y limpia de todo trámite. Muchas veces hemos pensado en esto, admirados de lo mucho que sirve al comercio universal la letra de cambio que tiene esas condiciones, y que sin embargo, sirve para mover capitales inmensos y para satisfacer necesidades infinitas. Entendemos que otras muchas personas han pensado de igual modo y han tenido oportunidad de llevar a la práctica su pensamiento. Encontramos en el Código de Comercio vigente en nuestro país, el artículo 78, que literalmente dice: «En las convenciones mercantiles, cada uno se obliga en la forma y términos que aparezca que quiso obligarse, sin que la validez del acto comercial dependa de la observancia de formalidades ó de requisitos determinados». Así se escriben las leyes.



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Ideas acerca de la manera de corregir los defectos del sistema vigente de titulación escrita

Para llegar a los resultados antes dichos, tratándose de los contratos relativos a la propiedad territorial, falta mucho camino por recorrer, y no queremos salirnos del campo de las posibilidades inmediatas. Nos contentaremos con indicar que el perfeccionamiento de la forma notarial de titulación debe hacerse en el sentido de acercarla, lo más que sea posible, a la forma privada. Para lograr ese perfeccionamiento hay que hacer, a nuestro juicio, tres series de importantes trabajos. Es la primera de esas tres series, la de los trabajos de reforma necesarios para hacer que el procedimiento notarial, se reduzca, poco más o menos, a los trámites siguientes: los interesados extenderán tantos ejemplares escritos de su contrato, cuantos necesiten, y uno más; todos se presentarán al funcionario que tenga las atribuciones notariales, y éste agregará el último a un legajo que será su protocolo, y pondrá simplemente en los demás, una razón que exprese que ha quedado en su protocolo el ejemplar que vendrá a sustituir a la matriz actual de una escritura; no hay necesidad de más, pues si el contrato es o no válido, culpa será de los que lo otorguen, y en cuanto a las seguridades de ese contrato, las darán, como ya hemos dicho sucede con los contratos privados para los contratantes, los medios generales de prueba en los juicios comunes civiles y la represión de las leyes penales, y para los terceros, el Registro Público de la propiedad común. Es la segunda de dichas series la de los trabajos indispensables, para que los funcionarios que tengan las atribuciones notariales se multipliquen tanto cuanto se han multiplicado los jueces del Estado Civil; siendo como serán tan fáciles las funciones notariales, que sólo se reducirán a llevar los protocolos en la forma susodicha y a llevar algunos registros e índices rigurosos, cualquiera persona medianamente instruida podrá desempeñar esas funciones, lo cual hará el sistema general de la titulación escrita, accesible a todos los negocios y a todas las circunstancias. Es la tercera y última de dichas series la de los trabajos indispensables para multiplicar, en relación con los funcionarios de atribuciones notariales, las oficinas del Registro Público de la propiedad común, atendiendo, por una parte, a que las funciones de tenedor de ese Registro requieren conocimientos jurídicos de cierta extensión, y por otra, a que no todas las operaciones de contratación notarial exigen la inscripción en ese Registro. Todo esto es relativamente fácil y no requiere más que una cabeza que lo sepa dirigir en toda la República, por los medios que son familiares al Gobierno del señor general Díaz.

Es por demás evidente que allanadas las desigualdades de origen y de forma que actualmente existen en la propiedad, las otras, y muy especialmente las de carácter fiscal, muy fácilmente podrán ser allanadas también.




Los juicios de sucesión. Necesidad de su reforma

Una reforma de mucha importancia habrá que hacer igualmente, para que las corrientes de la propiedad territorial no se interrumpan en su curso natural y espontáneo: la de los juicios de su cesión. La impresión general que causan   —158→   los juicios de sucesión, es la de que es más lo que dificultan que lo que favorecen la transmisión de los bienes del autor de una herencia a los herederos. Un eminente y progresista abogado de nuestro foro, el señor licenciado don Rodolfo Reyes, nos decía una vez que si él tenía bienes al morir, procuraría hacer en favor de sus hijos escrituras de venta de esos bienes, porque de no hacerlo así, moriría con la inquietud de que sus herederos no llegaran a disponer de dichos bienes; no es raro, en efecto, que los herederos mueran antes de recibir y de disfrutar la herencia. Ahora, si los intereses de la sucesión son pequeños, entonces no alcanzan para cubrir los gastos del juicio, y éste no se sigue, lo que ocasión a que los bienes se aparten de la titulación notarial sucesiva para dar lugar a la formación de las comunidades regresivas que estudiamos en su oportunidad. De cualquier modo que sea, los juicios de sucesión dificultan el curso de la propiedad si no lo detienen.

Dos series de ideas dominan las legislaciones patrias en materia de sucesiones: la de las tradiciones jurídicas romanas y la de los intereses fiscales por herencia. Todo el juicio de sucesión tiene todavía por base indeclinable el concepto romano de que la herencia es un asunto de Derecho Público. Conforme a ese concepto, la herencia, dividida en herencia testamentaria y herencia ab intestato, está sujeta a solemnidades y formalidades que ya no tienen razón de ser. Sobre todo en la herencia testamentaria, es ya un incomprensible anacronismo que el testamento sea todavía un acto que deba forzosamente celebrarse conforme a ritualidades que ya, hasta entre los romanos, comenzaban a ser desusadas; las formas solemnes de la convocación primitiva de los comicios, de la presencia de los caballeros romanos que substituyeron después a todo el personal de las tribus, de la venta simulada que era de rigor, y todas las demás del testamento, existen aún, siendo así que el testamento ha perdido todas las circunstancias que lo hacían un acto grave de Derecho Público para hacer un acto que sólo interesa a las personas que intervienen en él, y siendo así también, que las ritualidades que antes le daban carácter, no son ahora más que medios de comprobación, que como tales deben ser considerados. Lo mismo puede decirse en lo que se refiere a las herencias sin testamento y a los trámites comunes a las dos herencias, que son de ritual para la determinación y distribución del as hereditario. Si pues sólo se trata de hacer una transmisión meramente civil de los bienes de la persona del autor de la herencia a las de los herederos, en los juicios respectivos, fuera de los trámites de comprobación de la voluntad del testador y de la existencia de los herederos, todo lo demás sobra, y lo que sobra debe suprimirse. La simplificación de la transmisión hereditaria no es imposible, y una vez hecha, favorecería mucho, muchísimo más de lo que nuestros jurisconsultos pueden suponer, el perfeccionamiento jurídico de la propiedad en nuestro país.

El Fisco federal y los de los Estados contribuyen, no poco, a mantener el juicio de sucesión en su forma presente, a virtud de que hacen obligatorios esos juicios hasta la aprobación de los inventarios, para hacer cómoda y   —159→   exacta la recaudación de los impuestos respectivos; pero desde luego se comprende que será relativamente fácil remediar ese mal, en cuanto esté remediado el que resulta de los juicios mismos.




Horizontes que se abrirán al crédito territorial en nuestro país

El fácil conocimiento de la propiedad en todos sus aspectos produciría, como es consiguiente, el ensanchamiento de las operaciones de crédito territorial. Ese ensanchamiento que podrá hacerse por el capital extranjero, merced a la mediación de los criollos nuevos o criollos liberales, por una parte disminuirá la plétora de capital comercial que se ha manifestado en estos últimos tiempos bajo la forma de multiplicación de los bancos comerciales, que ya ha sido satirizada en Europa por la caricatura; y por otra, destruirá lo que antes llamamos la urbanización del crédito, repartiéndolo en toda la República o, cuando menos, en toda la zona de los cereales, con tan armónica distribución que lo mismo alcanzará a la gran propiedad que al terreno más pequeño y de valor insignificante. Es claro, por supuesto, que ese resultado requerirá dos órdenes de trabajos previos. El primero será el de los que tengan por objeto las muchas reformas que hemos indicado en el problema anterior y en el presente, puesto que todas esas reformas exigirán gastos de mayor o menor consideración, pero siempre importantes. El segundo será el de los que tengan por objeto distribuir el beneficio del crédito entre todas las clases de propiedad que existan, en tanto no se unifiquen y confundan en una sola, siendo nuestro propósito en este particular designar por clases, no las derivadas de las múltiples fuentes que reunimos y clasificamos en el cuadro que formamos al principio de este estudio, sino las diferencias de los diversos grados de evolución de la propiedad, desde el primer esbozo de ocupación hasta la propiedad privada perfecta.

Para hacer los trabajos del orden primero, creemos que podrán crearse especiales instituciones de crédito que actúen en toda la República. Algunas de esas instituciones podrán tener por objeto proporcionar capital para hacer los trabajos catastrales, celebrando al efecto con los Gobiernos de los Estados los contratos respectivos, en los cuales se podrá estipular que el capital que se preste a dichos Gobiernos y los réditos de ese capital, se paguen con el aumento que necesariamente alcanzarán dichos rendimientos de los impuestos territoriales, al pasar del régimen actual de la ocultación y del fraude al régimen catastral, aumento que seguramente alcanzarán dichos rendimientos, aun cuando se abran en cada Estado uno o dos períodos de transición, tales cuales los indicamos para el Estado de México al ocuparnos en el problema de la propiedad. Otras de las mencionadas instituciones, y éstas serán muy importantes, podrán tener por objeto comprar haciendas y repartirlas, vendiendo las fracciones a pagar en largos plazos y en pequeños abonos que cubrirán capital y réditos. Otros, no menos importantes que los anteriores, podrán anticipar fondos a los mestizos compradores de las fracciones del segundo tipo, de las que consideramos también en el estudio del problema de la propiedad como necesarias para la división forzosa de   —160→   las grandes haciendas, haciendo los anticipos de las referidas fracciones, a reembolsar las cantidades anticipadas, en largos plazos, como de veinte o veinticinco años, y en pagos periódicos que comprenderán capital y réditos, poco más o menos como lo acabamos de indicar y como lo tiene establecido el Banco Hipotecario. Otras de las mismas instituciones podrán tener por objeto, hacer simples operaciones hipotecarias, pero en toda la República y para toda clase de propiedades, lo mismo para las grandes que para las pequeñas. Para hacer los trabajos del segundo orden, creemos que podrán crearse también, instituciones especiales de crédito de carácter local por los Gobiernos de los Estados, y hasta por los Municipios, entre otros objetos, con el de satisfacer las necesidades de la integración de la propiedad indígena y comunal. A este último, como igualmente dijimos al tratar del problema de la propiedad, se pueden dedicar los capitales de los llamados propios de los Ayuntamientos. Para que se vea que son posibles hasta las más pequeñas instituciones de crédito, referiremos que en el pueblo o villa de Tenango de Arista, del Estado de México, que es uno de los hogares en que hemos visto más dividida la propiedad, el comercio del dinero ha alcanzado una verdadera perfección, y se hacen toda clase de operaciones de crédito territorial; en Tenango se hacen operaciones hipotecarias, verdaderas operaciones hipotecarias, hasta por veinte pesos. Cualquier privilegio, sobre todo de los de facilidad de titulación o de simplificación de los juicios de reembolso, bastará para unir a los pequeños capitalistas de la localidad, para hacerlos fundar una institución de crédito que sabrán dirigir, y para librar a la pequeña agricultura local del agio. Referiremos también en pro de la posibilidad de las pequeñas instituciones de crédito, que dos veces, en el espacio de treinta años, se han formado en Jilotepec, que es una población agrícola de tres o cuatro mil habitantes del mismo Estado de México, y de habitantes mestizos en su mayoría, sociedades privadas que han reunido capital por acciones de cincuenta pesos de valor nominal, pagaderas en exhibiciones de un peso cada mes, y esas sociedades dirigidas por un Consejo de Administración compuesto de tres o cuatro miembros, hicieron pequeñas operaciones durante varios años, no perdieron jamás y repartieron muy buenas utilidades. Podemos ofrecer a quienes duden de estas verdades, abundantes datos de comprobación.




La palabra final

Con sólo penetrar a fondo en nuestro estado social, se descubren amplísimos horizontes para todas nuestras actividades. El campo financiero interior es inmenso, y sólo falta definir bien sus límites y determinar bien sus accidentes para que, fecundado por el innegable ingenio de los criollos nuevos en lo relativo a asuntos económicos, produzca frutos de bendición. Cuando ese ingenio haga con su inteligente labor, que toda la propiedad territorial de la República pueda gozar de los beneficios del crédito, los propietarios, grandes y chicos, verán pronto la abundancia llegar a sus moradas, sentarse en sus hogares, y reproducir para sus familias el milagro evangélico de la multiplicación del pan.





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ArribaAbajoCapítulo tercero

El problema de la irrigación



Apunte científico acerca de la naturaleza de la vida vegetal

La vida orgánica vegetal es el resultado de la acción combinada de dos factores fundamentales, que son: el factor tierra y el factor atmósfera. El factor tierra ministra el lugar o suelo en que la expresada vida tiene que desarrollarse, ministra los elementos de la construcción celular en cuya evolución esa vida consiste, y ministra los elementos carbónicos de la combustión vital que es el resorte que mueve dicha evolución. El factor atmósfera ministra el oxígeno que, al combinarse con los expresados elementos carbónicos, produce la combustión vital, y ministra las resistencias que el agregado celular tiene que vencer para formarse, determinando esas resistencias la especial arquitectura de dicho agregado. Pero además, como lo mismo la existencia del agregado celular vegetal que su desarrollo se hacen, merced a movimientos de agregación y desagregación celular que son incesantes, y esos movimientos se efectúan en el medio líquido agua, la tierra por una parte, y la atmósfera por otra, ministran esa agua. Ésta, por lo mismo, es absolutamente indispensable para la vida vegetal.

La tierra ministra el agua a la vida vegetal en el estado líquido, y la atmósfera se la ministra en el estado de vapor; pero una parte muy considerable de la que en estado de vapor se encuentra en la atmósfera, la toma ésta del suelo. Al suelo le ministran las lluvias el agua que llega a tener cuando la tiene, repartiéndose esa agua en las corrientes y depósitos que forman, en conjunto, la hidrografía de cada región. La riqueza vegetal de una región determinada depende, pues, de la riqueza hidrográfica da esa región, y la riqueza hidrográfica de la misma región depende de la mayor o menor precipitación pluvial. Las infinitas desigualdades de la configuración de la tierra, produciendo la diversidad de condiciones del agua en ella repartida, hacen que sean muy variadas las circunstancias en que la misma tierra ofrece el agua a la vida vegetal, y en que ésta puede aprovecharla bien. A la variedad de dichas circunstancias se debe la variedad de los vegetales que en la tierra existen, pero como a pesar de las desigualdades de configuración de la tierra, ésta presenta las zonas de relativa igualdad que señalamos en el apunte científico que pusimos en el capítulo de los «Datos de nuestra historia lejana», en medio de la diversidad de tipos que los vegetales ofrecen a la vista en una región, se pueden encontrar las uniformidades que caracterizan lo que se llama las especies. Éstas, por consiguiente, vienen a tener entre sí muy diferentes necesidades de agua. Como el cultivo no es sino el trabajo complexo de favorecer la vida de una especie a expensas de las demás que en la lucha general selectiva le son competidoras, uno de los factores de ese trabajo, tiene que ser la provisión de agua. Ahora bien, en relación con las necesidades naturales de agua de cada especie, el cultivo tiene que satisfacer esas necesidades, substituyendo de un modo total, o solamente parcial, a la naturaleza, o corrigiendo la irregularidad con que ésta desempeña su función provisora de ese líquido.




Propósitos que puede perseguir la irrigación

El manejo conveniente de las aguas puede hacerse con tres propósitos: es el primero, el de producir vegetación en general, donde ésta no existe por completo, o   —162→   donde apenas existe; es el segundo, el más restringido de producir, donde ya existe vegetación en cierta abundancia, la vegetación de las especies que tienen valor comercial y se cuotizan a precio remunerador; es el tercero, el más restringido aún, de producir entre las especies de valor comercial las especies de cereales, y las que podríamos llamar complementarias de éstos.




Resultados del propósito de irrigar para sólo el hecho de producir vegetación

Durante mucho tiempo fue para nosotros motivo de honda preocupación el averiguar por qué la vida vegetal ayuda a la vida animal con su sola existencia, independientemente de los elementos que le puede proporcionar para su alimentación. Se creía antes, y entendemos que se cree todavía por muchos, que las plantas, absorbiendo el ácido carbónico del aire y dejando íntegra la cantidad de oxígeno de éste, lo hacían más puro y más a propósito para la respiración, activando de un modo considerable la combustión vital y produciendo una sensación de bienestar muy perceptible. Así se explicaba y se explica aún, el gusto de las arboledas y de los jardines; pero es el caso, que la ciencia ha podido comprobar que las plantas respiran como los animales y que, por lo mismo, consumen oxígeno que restan al aire respirable, y exhalan ácido carbónico también. Sin embargo, es indudable que las arboledas y los jardines producen la anotada sensación de bienestar. ¿A qué se debe esa sensación? Aquí ponemos otro pequeño apunte científico.




Apunte científico relativo a la influencia de la vegetación sobre la vida humana

Los organismos son compuestos celulares en que, como es sabido, el agua entra en una proporción superior a la de las demás materias. El agua en ellos es el vehículo necesario para el fácil movimiento y la conveniente acomodación de las celdillas; desempeña la misma función que el agua de cristalización en la cristalización mineral. Esa agua está llenando todos los espacios intercelulares y su situación se modifica constantemente en razón, no sólo de las corrientes interiores que determinan las fuerzas formatrices internas, sino también en razón de los agentes exteriores que forman el ambiente. En esa virtud, desentendiéndonos por el momento de la función del agua ingerida para producir aquellas corrientes, si la humedad ambiente es excesiva, la masa orgánica no absorbe cantidad alguna de agua, porque estando llenos los espacios intercelulares, no hay lugar para la colocación de una cantidad mayor; pero por el contrario, si el ambiente es demasiado seco, entonces la masa orgánica pierde por evaporación una masa considerable de su agua propia, y esto dificulta, como es consiguiente, los movimientos celulares en que consiste la actividad de la vida. El calor solar, variando constantemente las condiciones de la temperatura exterior, tiende sin embargo a producir de un modo general, una pérdida constante de humedad, por cuanto a que produce una evaporación constante, y el vapor que ella produce tiende a subir a las altas regiones atmosféricas por razón de su menor densidad. Por consiguiente, las pérdidas de agua que sufre la masa celular son casi constantes, y esas pérdidas se traducen, como antes dijimos, en los aumentos correlativos de las dificultades de la vida. La vegetación, por su construcción orgánica, se encuentra en las mismas condiciones, según antes dijimos; pero dada la abundancia con que se produce, al perder su agua por las numerosas unidades que la componen y por los innumerables órganos que presentan esas unidades, produce un ambiente de mayor humedad que el restante, y al colocarse un organismo animal en general, y humano en particular, dentro de ese ambiente, cobra sus pérdidas de agua, absorbiendo dicha humedad, y ésta disminuyéndole   —163→   las dificultades de su funcionamiento orgánico, le hace experimentar la sensación de bienestar a que antes nos referimos.

De lo anterior deducimos que el solo hecho de producir vegetación donde la hay, es un beneficio para la vida, y esto nos lleva a concluir que de un modo general, todo trabajo de irrigación, cualquiera que sea su objeto, es útil por el solo hecho de producir vegetación.




Resultados del propósito de irrigar, para producir especies vegetales útiles

Como es natural, si es benéfico producir vegetación, por el solo hecho de que ésta exista, tiene que ser más benéfico producirla para que sea útil. El cultivo de todas las especies que pueden producir artículos de comercio, además de ayudar a la vida orgánica de las unidades componentes de la población, ayuda al sostenimiento de esa vida en particular y al de la vida social en conjunto por el valor económico de dichos artículos. De lo cual, podemos deducir, que todo trabajo de irrigación destinado a producir especies de vegetales útiles, tiene más importancia que los destinados a producir vegetación neutra, si es que alguna puede llamarse así.




Resultados del propósito de irrigar para producir cereales

Entre la producción de especies vegetales útiles, tiene que ser preferente la de cereales, por el papel que éstos desempeñan en la vida humana, según hemos dicho en otra parte; y siendo axiomática esta verdad, no creemos necesario insistir en ella. Por lo mismo, los trabajos de irrigación, hechos para producir cereales, tienen que ser de importancia capital en los pueblos. Lo mismo puede decirse de las especies que sin ser cereales complementan éstos para la alimentación.




Aplicación de las ideas generales anteriores a nuestro territorio

Aplicando al territorio nacional las ideas anteriores es claro que, primero, de un modo general, serán benéficas todas las obras de irrigación que se hagan; segundo, de un modo especial, tendrán una importancia mayor las que se hagan para producir especies útiles; y tercero, tendrán una importancia mayor todavía las que se hagan para producir cereales y especies complementarias de éstos. Dada la distribución de las zonas que componen el territorio nacional, es claro que en la mesa del norte y en la península de California, que son secas y estériles, las obras de irrigación tienen que ser de provisión total de agua para la producción vegetal; en la altiplanicie, que es escasa de lluvias, las obras de irrigación tienen que ser de provisión parcial; y en el resto del territorio, bien favorecido en lo general por las lluvias, las obras de irrigación tienen que ser de regulación.

Por lo expuesto, creemos, por una parte, que deben permitirse todas las obras de irrigación que se hagan en el territorio nacional; por otra, que deben permitirse y facilitarse las que se hagan para la producción agrícola; y por otra, que deben favorecerse las que se hagan para la producción de cereales y de productos complementarios.




Especificación de las zonas productoras de cereales. Función de las zonas fundamentales

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Aunque en todos los pueblos la producción de cereales tiene la importancia que le hemos reconocido, no toda esa producción desempeña el mismo papel. Ya hemos expuesto con todo detalle, la relación que existe entre la extensión de la zona principalmente productora de cereales y la amplitud que puede alcanzar el compuesto social que por ella se forma. Ahora bien, a virtud de esa relación, y a virtud también de la división del trabajo que la naturaleza orgánica del compuesto social impone a todo lo que él hace o por él vive, la producción de cereales, por más que sea posible en diversos lugares, se concentra en la zona de su mejor y de su mayor producción natural. En torno de ella el compuesto social se localiza. Tanta importancia tiene la dependencia mutua que se establece entre la zona de mayor y de mejor producción natural de cereales y el compuesto social, que éste sólo se mantiene en la lucha con los demás cuando conserva la unidad de esa zona. En una región geográfica en que hay dos zonas extensas de cereales no se forma un pueblo, sino dos. Sin embargo de esto, pueden existir en el territorio de una nación varios pueblos con sus zonas propias, y estar enlazados por los intereses a que en otra parte nos referimos; pero siempre el enlace de esos pueblos requerirá el de sus zonas, y la existencia en éstas de una, que podríamos llamar central por servir en cierto modo de centro de unión; esto es lo que pasa en nuestro país.




La zona fundamental de los cereales en nuestro país

Suponemos que nuestros lectores no habrán olvidado lo que en otra parte hemos dicho acerca de la distribución de las zonas agrícolas productoras de cereales en nuestro país, y acerca de la importancia que en ellas tiene la zona que hemos llamado fundamental. Esa zona debía llamarse en rigor, zona fundamental de los granos de la alimentación general en nuestro país, porque en nuestro país hay un grano de alimentación fundamental que no es cereal y es el frijol; pero nos ha parecido más conforme con el estado general de todos los pueblos, más breve y más comprensiva, la denominación de zona fundamental de los cereales que hemos adoptado.

La obra de la irrigación conveniente de todo el territorio nacional para elevar a su máximo la producción vegetal en general, la agrícola en particular, y especialmente la de cereales, es de tal magnitud que requerirá indispensablemente la suma de todos los esfuerzos de la población. Esos esfuerzos tendrán que ser, por una parte, los que individualmente puedan hacer las unidades de esa población en pro de su interés privado; y por otra parte, los que deben hacerse por la colectividad en razón de las necesidades e intereses generales de esta misma; es decir, tendrán que ser hechos a la vez, por los particulares y por el Estado; y como en nuestro país el Estado con arreglo a nuestras instituciones se divide en la Federación y los Estados, los mismos esfuerzos deberán ser hechos, en parte por los particulares, en parte por la Federación y en parte por los Estados, o mejor dicho, en parte por los particulares, en parte por los Estados y en parte por la Federación. Siendo así, es claro que el trabajo puede dividirse muy bien, dejando   —165→   libremente a los particulares hacer todas las obras que tengan por objeto la producción de vegetación general y de vegetación agrícola en particular; reservando la acción de los poderes públicos de los Estados para favorecer la producción de cereales en las zonas que puedan existir dentro de su territorio y que puedan desempeñar la función de zonas fundamentales para su población; y reservando la acción de los poderes públicos de la Federación para favorecer la producción de cereales de la gran zona fundamental de la República. Ahora, como esta zona puede ser ampliada hacia el norte, y los trabajos que haya que hacer para ampliarla son de tal magnitud, que ni los particulares ni los Estados podrán hacerlos, supuesto que en éstos habrá que comenzar por crear la vegetación, dichos trabajos deberán ser hechos también por la Federación.

Para comprender la naturaleza de los esfuerzos que, tanto los particulares cuanto los Estados y cuanto la Federación, deberán hacer para la irrigación nacional, hay que entrar en el estudio jurídico de las aguas de que se puede disponer, y ese estudio deberá dividirse en el de los orígenes de los derechos de aguas en nuestro país, en el de la condición de las aguas en nuestro país también, y en el de la distribución de las mismas aguas.




Cuestión jurídica relativa a los orígenes de la propiedad de las aguas en nuestro país

Nosotros habíamos enunciado ya nuestras ideas sobre los orígenes de la propiedad de las aguas de nuestro país, en la parte expositiva de nuestro Proyecto de ley de aguas federales, y en este mismo capítulo en la forma con que la publicamos en los folletines de El Tiempo; pero como últimamente hemos tenido ocasión de conocer un extenso estudio profesional hecho por nuestro inteligente amigo el señor licenciado don Luis Cabrera, con motivo de la reciente cuestión que ha provocado la repartición de las aguas del río Nazas, y hemos podido ver en ese estudio una exposición de las mismas ideas, mejor que lo que nosotros habíamos hecho en las dos ocasiones antes citadas, creemos conveniente transladar a continuación la exposición referida, haciendo sólo la salvedad de que aunque plenamente conformes con los principios sentados en la exposición de que se trata, que, repetimos, responde fielmente a nuestro modo de pensar, no lo estamos con las conclusiones concretas a que el señor licenciado Cabrera ha llegado al fin de todo su estudio en su propósito profesional.

Veamos cuáles fueron las condiciones especiales creadas por la conquista en Nueva España, y cómo influyeron esas condiciones sobre los principios aceptados por la legislación de la península. Dejemos la palabra á Pallares.

«La base fundamental de la legislación de Indias respecto de la propiedad inmueble del territorio conquistado fué, no que el Estado tenía simplemente el dominio eminente que correspondiera al común de todos los hombres sobre las aguas de los ríos y lagos; la base de la legislación colonial era otra. El territorio conquistado pertenecía, no á la NACIÓN española, no era parte integrante de España,   —166→   era propiedad de la Corona; diferencia fácilmente explicable bajo el imperio de una constitución monárquica que distinguía entre el tesoro y bienes de la Nación, y el tesoro y bienes del Rey, designados con el nombre de REAL PATRIMONIO. Esta distinción, que no desapareció sino después de promulgada la constitución de 2 de Mayo de 1812, está explícitamente formulada en la ley 1.ª, título 1.º, Lib. 3.º de la R. I., y refiriéndose á ellas el Dr. Mora, nos dice: (México y sus revoluciones, Tomo 1.º, Pág. 171), que en lo relativo á América, mientras estuvo dependiente de España, fué máxima fundamental de la legislación española, que todos los dominios adquiridos en virtud de la conquista, pertenecían, no á la nación conquistadora, sino exclusivamente á la corona. La bula de Alejandro VI que fué como el título primitivo en que España fundaba sus derechos, DONÓ EXCLUSIVAMENTE á Fernando é Isabel y SUS DESCENDIENTES, todas las regiones descubiertas y por descubrir. La separación entre los bienes nacionales y los del real patrimonio, era una distinción consignada en toda la legislación española, y por eso los autores, para explicar el carácter jurídico del real patrimonio, que no pertenecía ni á los bienes públicos ni absolutamente á los privados, enseñan que los bienes del Rey constituían una especie de Mayorazgo á favor de los herederos de la Corona (Gutiérrez Fernández, Códigos fundamentales, tomo 2.º, pág. 32)».

«La Corona de Castilla, en virtud de ese dominio, no eminente, sino directo y de vinculación que tenía en todo el territorio conquistado, podía enajenar, donar y repartir los terrenos y aguas de Nueva España sin las limitaciones que el derecho público español ponía al ejercicio de la potestad real de la metrópoli. El principio fundamental, dice el Dr. Mora (opúsculo y tomo citados, pág. 207) de la legislación española en cuanto á propiedad territorial en México, era que nadie podía poseer legalmente, sino á virtud de una concesión primitiva de la Corona. En virtud de este principio enunciado en las leyes del título 12, lib. 4 de la Recop. de Indias, y muy especialmente en la ley 14, los virreyes y otras autoridades delegadas por los reyes, otorgaron concesiones de tierras y aguas á los particulares, á los conquistadores y á los indios, y son innumerables y conocidísimas por los que están familiarizados con los títulos antiguos de dominio, las llamadas mercedes de tierras y aguas, de donde tienen su origen las actuales propiedades de los particulares».

En estas condiciones, no sorprende ya la afirmación hecha por el mismo jurisconsulto en páginas anteriores del mismo estudio:

«Todos los jurisconsultos nacionales, dice Pallares, enseñan, fundados en leyes expresas y en la práctica constantemente observada en las Colonias Españolas, que en ellas jamás estuvieron vigentes   —167→   respecto de uso y aprovechamiento de aguas, las leyes y las clasificaciones doctrinarias observadas en la Metrópoli. El Sala Mexicano dice terminantemente, refiriéndose á la clasificación tradicional y legal de los bienes públicos y privados, que: tal es, según las leyes de Castilla, pues con arreglo á las de Indias, el agua se ha tenido como una parte del real patrimonio, ADQUIRIBLE POR MERCED Y POR DENUNCIA, DE LA MANERA MISMA QUE LOS TERRENOS; y apoya su doctrina en el texto terminante de la Ordenanza de Felipe II de 1563, que figura en el Código de Indias bajo el rubro de ley 7, título 12, lib. 4.º».

En comprobación de la doctrina anterior, basta leer algunas de las reales órdenes que aparecen recopiladas en el Código de Indias.

«Por donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra firme del Mar Océano, descubiertas y por descubrir y están incorporadas en nuestra Real Corona de Castilla» (Lib. 30, Tít. I, Ley I, R. I.).

«Si en lo ya descubierto de las Indias, hubiere algunos sitios y comarcas tan buenos, que convenga fundar poblaciones, y algunas personas se aplicaran á hacer asiento y vecindad en ellos, para que con más voluntad y utilidad lo puedan hacer, los Virreyes y Presidentes les den en nuestro nombre, tierras, solares y aguas conforme á la disposición de la tierra, con que no sea en perjuicio de tercero, y sea por el tiempo que fuere nuestra voluntad» (Lib. IV, tít. XII, Ley 4, R. I.).

«Habiéndose de repartir las tierras, AGUAS, abrevaderos y pastos entre los que fueren á poblar, los Virreyes ó Gobernadores, que de Nos tuvieren facultad, hagan el repartimiento [...]; y á los indios se les dejen sus tierras, heredades y pastos, de forma que non les falte lo necesario, y tengan todo el alivio y descanso posible para el sustento de sus casas y familias» (D. tít. Ley 5, R. I.).

La ley 8 del mismo título 12 del Libro IV de la Recopilación de Indias, lleva por rubro: Que se declara ante quien se han de pedir SOLARES, TIERRAS Y AGUAS; y dice:

«Ordenamos que si se presentare petición pidiendo solares ó tierras [...] y si la petición fuere sobre repartimiento de aguas y tierras para ingenios, se presente ante el Virrey ó Presidente...».

La real instrucción de 15 de Octubre de 1754 que reformó el sistema de titulación y composición de tierra, dice en su párrafo quinto:

«... les despachen en mi real nombre la confirmación de sus títulos con los quales quedará legitimado en la posesión y dominio de las tales tierras, AGUAS Ó VALDÍOS sin poder en tiempo alguno ser sobre   —168→   ello inquietados los poseedores ni sus sucesores universales ni particulares».

El Pbro. Don Domingo Lasso de la Vega publicó en 1761 un Reglamento para el uso de las aguas en Nueva España. Dicho Reglamento erróneamente ha sido considerado como documento oficial, por el sólo hecho de llevar la aprobación virreinal para su impresión; adquirió sin embargo tal prestigio, que durante toda la segunda mitad del siglo XVIII y primera mitad del XIX, se tuvieron sus preceptos como reglas clásicas en materia de aguas. Dicho Reglamento dice entre otras cosas:

«La REGALÍA, según su común y rigorosa acepción, es cierto derecho de imperio, como se nota en el libro de los feudos canónico, derecho; en cuya apelación le convienen y pertenecen á nuestro rey y catholico monarcha: los bienes mostrencos, de naufragio, vacantes ab intestato, aguas, tierras y minas, con los demás que se podrán ver en los autores que pro dignitate han tratado la materia, y ciñéndome precisamente á los de las aguas, para norte y fundamento de todo este reglamento hallo que de la misma suerte son del régio patrimonio, que los demás bienes, que como tales están anexos é incorporados en su real corona, teniendo de aquí la denominación de REALENGAS, en tanto grado que, para haver de poseerlas, es menester, que los particulares poseedores, aleguen y prueben les han sido concedidas por especial merced de los mismos reyes y catholicos señores ó en su nombre: por que como dice la ley: Que sólo á el principe, y no á otro alguno, le compete el derecho de repartir las aguas, se deben dar por nulas y de ningún valor, las quasi-possesiones, en las cuales se descubriere la regalía, bien, que sea por vía de medida, ó por otro camino, si en ellas no ha entrado la distribución de la real mano; para todo lo qual, á más de los títulos del volumen tenemos expresas y terminantes leyes en nuestro real derecho de Partidas y Recopilaciones, cuyas eficacísimas decisiones, en la materia que versamos, enseñan plenissimamente todo el poder, mano y jurisdicción con que S. M. obra en la servidumbre de la agua, no sólo en los casos de posesión, sino en los de propiedad. Y estrechando este mismo dominio á lo particular de nuestras Indias, concluye con la misma doctrina y exposición del Sr. D. Juan de Solórzano sobre las leyes citadas, tener en ellas la propia regalía nuestros gloriosos y cathólicos reyes, de donde se infiere: haver de quedar en el despótico y absoluto dominio del soberano, todo lo que por su regia empartición no fuere concedido; [...]. Pero insistiendo en el assumpto principal, es lexitima consequencia, que se infiere de todo lo expresado; que cualquiera, sin el permiso del principe, no pueda conducir las aguas públicas á sus   —169→   fundos, para su irrigación, mayormente en lo peculiar de esta Nueva España, donde se hace constar el que S. M. ha concedido amplissima facultad á los clarissimos excelentísimos señores virreyes y presidente de la audiencia real de esta Nueva España, para que en toda conformidad en lo expresado puedan hacer las mercedes de tierras y AGUAS, como bienes pertenecientes á su real corona, y de que hoy ay particular privativo juzgado. Esto lo evidencia la novísima cédula que su real dignación quiso expedir en San Lorenzo el real á quince días del mes de Octubre del año de mil setecientos cincuenta y quatro, por la qual difusamente consta, atentas sus serias instrucciones, todo lo que en orden á el ramo de tierras y aguas ha sido conveniente á su real servicio.

Las acotaciones anteriores nos llevan á la conclusión, de que al efectuarse la conquista, todas las tierras y aguas cayeron en el dominio privado del rey. Las aguas, como las tierras, eran, pues, realengas, y no podía haber lugar á distinguir entre aguas públicas y privadas, porque siendo todas de propiedad de la Corona, eran todas privadas. Por lo tanto, cualquiera propiedad particular sobre las aguas, tenía que derivarse de la merced hecha por el Rey; y esta merced era de tal manera indispensable para dar nacimiento á la propiedad individual, que sin ella no existían los derechos de aguas. El carácter de ribereña que una propiedad territorial pudiera tener, ó la sola existencia de corrientes de agua dentro de la propiedad, no eran títulos suficientes para conferir derechos de aguas, si la merced no declaraba expresamente que la propiedad de las tierras se hubiera concedido con la de las aguas. En suma, no había accesión de las aguas á la tierra.

Por otra parte, la legislación de Indias, no establecía diferencia alguna entre las tierras y las aguas para el efecto de su titulación, ni siquiera una separación teórica, sino que durante mucho tiempo vemos, tanto en las leyes como en los títulos ó mercedes, tomadas las palabras TIERRAS Y AGUAS conjuntamente, de tal manera, que no había reglas para el repartimiento especial de tierras, sino para los repartimientos de TIERRAS Y AGUAS. De hecho, en un principio no se hacían mercedes de una cosa sin la otra. Aunque sin accesión legal, las aguas seguían tan fielmente la condición de las tierras, que las aguas llegaban á veces á parecer lo principal, y no es raro encontrar en una multitud de títulos, que al hacerse la relación de mediciones y estimaciones de tierras baldías, el Juez Privativo consignara en las actas, la ingénua declaración de no seguirse midiendo más tierras por no haber aguas que mercedar con ellas.

El concepto de la propiedad de las aguas, nació pues, en Nueva España juntamente con el de la propiedad de las tierras, y durante mucho tiempo ambos conceptos fueron inseparables, pues habiendo tenido ambas propiedades el mismo origen, siendo idénticas las formas de su adquisición, y viniendo casi siempre yustapuestas ambas propiedades, no sorprende que   —170→   durante mucho tiempo no se haya pensado en la propiedad de las aguas independientemente de la de las tierras, y que no haya habido oportunidad para que se formara un cuerpo de doctrina especial, respecto de la propiedad de las aguas.

Pero hay más. Las leyes de Indias, ocupadas en legislar sobre el patrimonio del rey, al cual consideraban desde el punto de vista de su utilidad como bien mercedable, no hablaron jamás de los ríos, sino de las aguas, es decir, consideraban el agua como independiente del suelo en que corría.

Aunque, como hemos dicho, las mercedes tenían casi siempre como fin principal el repartimiento de las tierras, sin referirse expresamente á las aguas, no faltaron, sin embargo, casos aislados en que las aguas se concedieran ó cuando menos se enunciaran en la merced; pero siempre como independientes de la tierra, aun cuando estos caeos eran relativamente excepcionales.

La Ley 8, título XII, Libro IV, de la Recopilación de Indias, que antes hemos acotado, nos habla de aguas y tierras (no dice tierras y aguas), para ingenios. Es natural suponer que las necesidades de las fábricas fueran las que hicieran surgir los primeros títulos ó mercedes que tuvieran por objeto principal obtener determinada cantidad de agua, y puede asegurarse que las mercedes de agua para trapiches, fábricas ó haciendas de sacar metales, fueron las primeras mercedes de aguas propiamente dichas.

La ley 18 del mismo Título XII, Libro IV de la Recopilación de Indias, habla de dejar á las comunidades de indios, las AGUAS Y RIEGOS y las tierras en que hubieren hecho acequias ú otro cualquier beneficio que por industria personal suya se hayan fertilizado. Ésta es la segunda vez que la Recopilación de Indias habla de las aguas y riegos como de algo, cuando menos, de tanta importancia como la tierra, pero independiente de ella, y es natural suponer que esta ley diera, como dió, origen á diversos reconocimientos de la propiedad del agua, en favor de las comunidades de indígenas, independientemente de las tierras que á estas comunidades pertenecían.

Al fundarse las poblaciones, recibían siempre con su fundo legal, las aguas que necesitaban para el abasto de sus habitantes y de sus ganados; pero cuando el agua de que eran propietarias las poblaciones, no era suficiente para sus necesidades, podían usar las de los ríos, y aun tomar aguas privadas, que para este efecto siempre fueron consideradas como obligadas á prestar una servidumbre legal. Eran sin embargo, relativamente frecuentes, sobre todo al fin de la época colonial, las mercedes de aguas hechas á las poblaciones que habiendo crecido sobre medida, no disponían de suficiente líquido.

Podía ocurrir y ocurría con frecuencia, que, mercedándose tierras á la orilla de grandes corrientes de agua (provincia del Pánuco), la merced abarcara solamente determinada porción del agua que las nuevas tierras podían tomar sin perjuicio de las mercedes hechas anteriormente, con el agua suficiente para las necesidades de las tierras. En estos casos, la división   —171→   de las aguas existentes, no se efectuaba ni en consideración á las necesidades de cada fundo, ni en consideración á la superioridad ó inferioridad topográfica de los predios, sino que la preferencia en el uso de las aguas derivaba siempre, é invariablemente, de la antelación de la merced.

Cuando se otorgaba una merced de tierras sin especificación de aguas, encontrando el propietario ocasión de utilizar alguna agua corriente para riegos, aunque no le hubiera sido concedida, la primitiva posesión, y ésta, aunada al transcurso del tiempo, podía servir para una composición que suplía á la merced. Así se ve en innumerables títulos de composición, y así dedúcese de la lectura del párrafo 5.º ya copiado de la Real Instrucción de 16 de Octubre de 1754, y del párrafo 8.º de la misma Real Instrucción, en que constan los privilegios á los denunciantes de tierras, suelos, sitios, aguas, baldíos y yermos que estuvieran ocupados sin justo título. De aquí, al sistema de mercedes de aguas para riegos hechas con posterioridad á las mercedes de tierra, no había más que un paso, y ese se dió antes de la Independencia, pues aunque son algo raros, existen, sin embargo, títulos coloniales de aguas exclusivamente.

Podemos, pues, afirmar que en la época colonial existían:

A. Mercedes de tierras y aguas, en las cuales no se designaban las aguas sino en términos vagos y generales, tales como, y aguas en estas tierras contenidas;

B. Mercedes de tierras y aguas, en las cuales se designaban éstas en términos menos vagos, tales como por ejemplo: aguas necesarias para regar las tierras mercedadas.

C. Mercedes de tierras sin agua, con composiciones posteriores que incluían las aguas;

D. Mercedes de aguas y tierras, ó aguas solas, para ingenios, fábricas, haciendas de beneficio, molinos, etc.;

E. Mercedes de aguas para el abasto de poblaciones; y

F. Mercedes propiamente de aguas para riegos.

Resumiendo el presente estudio respecto de la época colonial, podemos asentar las siguientes conclusiones:

El estudio evolutivo de la propiedad de las aguas nos lleva, pues, á afirmar: 1) que el origen histórico de la propiedad privada de las aguas, fué el mismo que el de la propiedad de las tierras, con las mismas causas jurídicas, el mismo procedimiento de reducción á propiedad particular, y la misma forma de titulación: 2) Que partiendo del mismo punto, las propiedades de tierras y de aguas siguieron un camino independiente pero paralelo, de modo que al fin de la época colonial eran aplicables á las aguas, todos y cada uno de los principios jurídicos aplicables á las tierras: 3) Que el título primordial era siempre la merced, ó la composición, hasta tal grado, que cuando algún título de tierras no hacía mención de las aguas, nunca se consideraba que existiera derecho á éstas por simple razón de proximidad ó accesión, y por lo tanto la sola situación topográfica de los   —172→   predios ribereños no daba á las tierras ningún derecho: 4) La preferencia en el uso de las aguas de unos terratenientes sobre otros, no se derivaba de la situación alta ó baja, próxima ó lejana de los predios, sino de la antigüedad de la merced: 5) Las aguas no mercedadas, quedaban en el patrimonio del Rey: 6) En Nueva España no estuvo nunca vigente la distinción peninsular entre ríos públicos y privados, ni siquiera tomaron en cuenta las leyes coloniales á los ríos como cosa distinta de las aguas, pues todo era de la propiedad de la Corona; y 7) No solo existía la propiedad privada sobre las aguas, sino que la legislación de Indias procuraba constantemente que las aguas baldías se redujeran á propiedad privada.

CONDICIONES GENERALES AL EFECTUARSE LA INDEPENDENCIA

Al efectuarse la Independencia de Nueva España, la sorpresa de lo inesperado apenas permitió á las Juntas de Notables y á nuestros primeros ensayos de Congresos, ocuparse de algunas cuestiones de alto Derecho Público. Era natural suponer que los derechos y prerrogativas de la corona de España tendrían que pasar á alguien, pero mientras no se definía la forma de Gobierno que debería adoptarse, no podía precisarse quién era el heredero político del rey de España, si el príncipe Borbón, Iturbide, el pueblo, la Nación, la Federación ó los Estados. Podemos decir, que de hecho, nadie pensaba en las cuestiones de Soberanía mientras el cambio no traía una clara repercución sobre los intereses de ciertos grupos.

Mientras no se adoptó el régimen federal, no fué posible que surgieran conflictos entre distintos poderes, puesto que éstos no existían. Al adoptarse el régimen federal, cada Estado quedó provisionalmente gobernándose como una especie de nueva Intendencia, sin Audiencia y sin virrey, y sin más ligas con el centro, que las que estableció el acta de 31 de Enero de 1824. Nada raro es, pues, que cada Estado, considerándose con las mismas facultades que habían tenido las Intendencias coloniales, se incautara de las cuestiones administrativas que no le habían sido cercenadas por el centro.

Poco á poco, las necesidades de Gobierno, los conflictos de poderes, y sobre todo, los intereses particulares, hicieron surgir los problemas de Soberanía. Así, por ejemplo, la cuestión del patronato eclesiástico fué tal vez la primera en surgir, porque la resistencia de España y del Papa para reconocer la Independencia, dió lugar inmediatamente á conflictos sobre la provisión de vacantes eclesiásticas y sobre el gobierno de la Iglesia.

Tratándose de los terrenos baldíos, como consecuencia de la misma adopción del régimen federal, y aun antes de promulgarse la Constitución de 1824, surgió por primera vez, con motivo de la clasificación de rentas federales, la cuestión de la propiedad y jurisdicción sobre ellos. Los baldíos eran una fuente de ingresos desde hacía mucho tiempo, y no podía dejar de surgir el problema de su jurisdicción, pues éste era á la vez un problema de propiedad. La competencia de los Intendentes coloniales en materia de terrenos baldíos, hizo que al establecerse el régimen federal,   —173→   cada uno de los Estados conservara su independencia en esa materia; pero á partir de 1824, se efectúa un proceso evolutivo en el sentido de la centralización de la materia de baldíos, que acabó por producir la ley de 25 de Noviembre de 1853, y por último, la fracción XXIV del artículo 72 de la Constitución que federalizó por completo la materia de baldíos.

En materia de aguas, la evolución tenía que efectuarse en el mismo sentido. En efecto, los Intendentes coloniales tenían plena jurisdicción para conocer de los asuntos de aguas, como la tenían para conocer de los asuntos de tierras, y eran los encargados de la aplicación de la Real Orden de 15 de Octubre de 1754; por lo tanto, al efectuarse la Independencia, y por una especie de inercia administrativa, muy común en todos los casos de cambio de Soberanía, los Estados continuaron conociendo de la materia de aguas, sin disputa de ningún género. Pero como la jurisdicción sobre las corrientes de agua no entrañaba una cuestión inminente de intereses, puesto que las concesiones de aguas no eran fuentes de ingresos, no se vieron surgir desde luego conflictos entre la Federación y los Estados, sino que el movimiento de centralización fué más tardío, no se inició sino muy esbozadamente en 1857, para venir á marcar con más claridad sus tendencias, con la aparición sucesiva de las leyes de 5 de Junio de 1888, 4 de Junio de 1894, 17 de Diciembre de 1896, y 18 de Diciembre de 1902»2.