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ArribaAbajoCapítulo XVI

Explicación


Tiempo es ya de que volvamos a hablar de la noble Matilde de Urgel, a quien enteramente abandonamos para dar cuenta al lector de lo que ocurría en el monasterio de San Bernardo y alcázares de Segovia y Castromerín. Es de advertir que mientras don Pelayo y sus compañeros atizaban el fuego de la guerra contra don Enrique de Aragón, habían enviado al castillo de San Servando algunos hombres de armas, a fin de que aprovechándose de la ausencia de Arnaldo, viesen como robar a su hermana, y conducirla al alcázar de Arlanza, moviéndoles a tamaño atentado la fama de su discreción y hermosura. Así es que mientras iban poniéndose en orden los escuadrones que debían seguir al rey don Juan a la próxima campaña, tomaron don Pelayo y don Rodrigo la vuelta del lóbrego edificio, teatro siempre de sus violencias y desacatos, con el deseo de estar presentes a la llegada de Matilde, y tener preparado cuanto juzgasen a propósito para halagarla y recibirla. Convinieron entre sí lo dos impíos barones, que fuese por algún tiempo aquella ilustre huérfana la cautiva del primero, contentándose el de Arlanza con la cantidad que no dejaría de ofrecer el conde de Urgel para rescatarla en cuanto llegase a sus oídos la noticia de su rapto.

Bien ajena de tan pérfidas asechanzas pasaba tristísimos días la hija del noble Armengol en el antiguo palacio de sus padres. Advertíase en su carácter el germen de profunda melancolía ocasionada al parecer por el pesar de la próxima partida de su hermano. Y bien que sus amigos y admiradores le reprendían aquella indiscreta inclinación, no dejaba de dar pábulo con sobrada frecuencia a sus pesares, ya recorriendo los sitios más caprichosos y selváticos de aquel desierto ya repitiendo en ellos las canciones de provenza que la recordaban tiernamente los peligros de los héroes. Subió Arnaldo una noche a su aposento y hallóla agradablemente ocupada en delicadísima labor: era un tahalí de seda blanca, dedicado al noble conde, el cual tuvo la satisfacción de adivinar el objeto de su linda tarea por haber notado a la primera ojeada, como se complacía en recamar con sus manos primorosas los nombres de Arnaldo y Matilde ingeniosamente enlazados.

Conmovióse el belicoso barón al advertir ese nuevo rasgo de su fraternal cariño, y se acordó por un momento de que sólo había un ser en la tierra que le amase con verdadero desinterés y ternura. Desvanecieron empero este rápido movimiento de sensibilidad los impetuosos deseos de gloria y venganza que le tenían como avasallado.

-Al fin, Matilde, dijo tomándola una mano, es fuerza que nos separemos: los primeros rayos del sol ya me verán con mis huestes en la opuesta ribera del Segre, y dentro pocos días dando el castigo a los verdugos de nuestro padre.

-Y a mí, respondió tristemente Matilde, retirada en San Servando, haciendo votos para que el cielo favorezca vuestras armas. No quisiera entristeceros, hermano mío; pero me aflige desde muchos días un presentimiento funesto: paréceme ver en mis sueños la desgracia de nuestros amigos, y la extinción total de la casa de Armengol.

-¿Y quisierais que por esas ilusiones quiméricas quedase sin venganza el desastrado fin del autor de nuestros días?

-Quisiera, respondió la doncella, que rogásemos al cielo por su alma, y vertiésemos abundancia de lágrimas en la losa que cubre sus inanimados restos. ¿A do corréis, hermano mío, con esas numerosas huestes hirviendo en deseos de engrandecimiento y de sangre? Dejáis entre tanto sin amparo a la pobre huérfana de quien sois único y postrero apoyo.

-Sabéis lo que digo, replicó el conde después de breve pausa, que desde poco tiempo ha habido en vuestro carácter un cambio que me sorprende. ¿No erais vos misma la que alimentaba en mi pecho ese ardor de gloria que actualmente menoscabáis? ¿vos la que me ponía ante los ojos los negros calabozos donde murió Armengol, implorando vanamente el consuelo de sus hijos?

Matilde guardó también algunos momentos de silencio antes de responder a esta observación.

-Me parece, replicó, que hay algo de verdad en lo que acabáis de decir: también observo en mí misma el cambio que me echáis en cara, y no sé por qué me complazco ahora en escenas de suave paz y tranquilidad doméstica, cuando antes sólo pensaba en los peligros y en la gloria. Quiera Dios que salgan vanos mis temores y os vuelva a ver triunfante en el palacio de vuestros padres: por lo que a mí hace, puesto que tal es vuestro gusto, me basta con que seáis feliz, aunque muera bajo el peso de mi extremada tristeza.

-¿Y en qué os fundáis, amiga mía? Respondió con seriedad el conde Armengol: alimentad por Dios pensamientos más dignos de vuestra cuna: ved que se irritará la errante sombra de Armengol oyendo tales propósitos para sofocar em mi pecho el deseo, poco menos que sagrado, de arrancar el corazón de sus asesinos. Sabe, infeliz, que yo mismo la he visto en sueños en medio de tormentosa noche pidiendo a gritos una próxima venganza.

-¿Habláis de veras, Arnaldo? Preguntó Matilde entre azorada y curiosa.

-No lo dudéis, continuó el conde: un color amarillento marchitaba aquel semblante donde brilló algún día la majestad de los reyes; un cerco de oro sujetábale apenas el desgreñado cabello, todas sus facciones indicaban el helado sello de la muerte; pero los ojos chispeaban de furor, y se notaba en su persona algún resto del espíritu varonil que le hiciera tan arrogante en los combates.

-¿Y decís que el espectro os manifestó deseos de venganza? Repuso Matilde mientras le temblaban las rodillas y estaba pálida como la muerte.

-Figuráoslo saliendo de en medio de una nube, flojo y desceñido el manto, desenvainando el estoque, cercado de misterioso resplandor. Con la mano izquierda sacudía un sangriento dogal, que acaso puso fin a sus días, y con la derecha agitaba el acero como hostigándome correr en busca de sus enemigos. Yo temblaba, hermana mía, y puesta una rodilla en tierra prometí en nombre del cielo vengar los irritados manes del conde Armengol. Al oír el solemne juramento una sonrisa feroz alteró apenas las facciones de hierro del horroroso fantasma, y tomando una de mis manos, mientras forcejeaba yo en balde por desasirme, apretóla entre las suyas, magullándola y comprimiéndola con sus manoplas de acero. Agobiado con lucha tan desigual, sacudí violentamente el brazo, y desperté lanzando un tremendo grito. Desapareció la visión, y halleme atravesado en mi lecho, derramando copioso sudor, y sin poder proferir palabra alguna.

Escapóse el tahalí de las manos de Matilde al oír esta relación de Arnaldo, y quedóse inmóvil y llena de religioso espanto, cual si creyera que la sombra de su padre hubiese repentinamente de aparecerse en medio del aposento. El conde por otra parte extasiado con la idea de su lúgubre sueño tenía erizados los cabellos, los ojos errantes y extraordinariamente abiertos, y había algo de espantoso en sus acciones al representar la imponente actitud en que viera la sombra de Armengol. Al fin Matilde recobró algún tanto la serenidad, y le dijo tendiéndole una de las manos, y enjugando con la otra las lágrimas que derramaban sus dulcísimos ojos.

-Perdonad, amigo mío, si he intentado abriros otra senda que la de los combates y las gloria: respeto demasiado las voluntades del cielo para que me atreva a oponerme a ellas, y otros han de ser sobre todo los deberes de una hija y una hermana. Corred, pues, adonde os llama la obligación de amigo y de vasallo; sólo os suplico os acordéis de cuando en cuando del abandono en que se halla sin vos la desgraciada Matilde.

Abrazóle amorosamente, y después de haber pasado la noche despidiéndose de él con la mayor ternura, viole partir al amanecer con sus gentes a banderas desplegadas desde la más alta torre de San Servando. Siguióles con dolientes ojos, pero muy pronto los perdió de vista: pasada media hora aparecieron de nuevo atravesando a larga distancia el río Segre, cuyas limpias aguas con el suavísimo resplandor de la aurora se ofrecían a la vista como una línea de plata. Oyéronse todavía por intervalos las marchas guerreras que tocaban los clarines, mientras se veían brillar los yelmos de los capitanes contra los rayos del sol naciente, cual si fuesen de oro purísimo. Todo desapareció por fin entre los árboles más lejanos del horizonte, y tampoco llevaron los vientos el eco lánguido de las bocinas a los oídos de Matilde. Bajó entonces a su estancia oprimida de cierta pena interior que la hacía llorar con más ahínco la soledad en que se veía, y la ausencia de su querido hermano.

Pasaron algunos días sin que saliese de los muros del castillo, entregada siempre a nocivas cavilaciones. Así que fue menguando la violencia de su aflicción, y convirtiéndose en cierto abatimiento pensativo y taciturno, dimanado de su melancolía habitual y de la soledad absoluta en que se hallaba, comenzó a volver a sus paseos favoritos, y a pasar horas enteras errando por el desierto, embelesada más que nunca con las agradables vistas de una naturaleza romántica y majestuosa.

En una de estas correrías, hallándose bajo el arco de rocas contiguo a la cascada, quiso suavizar su aflicción con entonar al son del arpa alguno de sus himnos favoritos; pero era tal su flébil desaliento que no le fue posible elevar la voz, repentinamente atajada por algunas lágrimas. Aunque una doncella y un escudero la acompañaban, habíanse detenido a larga distancia porque sabían que Matilde gustaba de hallarse sola. Ocultaba ya el sol su faz brillante detrás de los elevados montes: su lumbre, aún no enteramente eclipsada, iba dejando aquella dudosa claridad que al mismo tiempo que permite distinguir los objetos, abulta sus formas y da margen a que la imaginación les preste caprichosas figuras. El aire era suave y puro, y como empezaba a elevarse la luna desde el oriente derramando tibia luz, deleitábase Matilde en contemplar las leves nubes que ya impelían los vientos hacia su blanco disco, ya arrojaban a larga distancia de él para que limpio brillase con su melancólico esplendor. No sé que embeleso tan suave encuentra la imaginación en la reina de la noche, al verla como nadando entre sutiles vapores, sin tener bastante fuerza para disiparlos, ni tampoco puedan ellos ofuscarla enteramente. Acaso por admirar en tan peregrino astro la imagen de la virtud, que sufrida y resignada sigue tranquilamente su curso en medio de las alabanzas y las injurias, dotada de las excelsas cualidades que tienen derecho a la admiración general, pero oscurecida a los ojos del mundo por el infortunio y la injusticia.

Reclinóse la hija de Armengol en los asientos de blando césped de aquel frondoso retiro, y fijos los ojos en la bóveda del cielo, halló consolador deleite en orar por el reposo de su padre, y rogarle que amparase su desgraciada orfandad. En el fervor de su plegaria creyó que las sombras de los antiguos condes de Urgel se agitaban en derredor suyo, prometiéndola el amparo que tan tiernamente pedía. Llena de confianza en su propia inocencia y en la misericordia divina, oró igualmente por la suerte de Arnaldo, cuya vida era tan preciosa para ella, y tampoco se olvidó del respetable anciano que protegiera cariñosamente su niñez. Palpitóle el corazón, sin adivinar la causa, al pronunciar su caro nombre: sintiérase agobiada y oprimida, y aumentándose en aquella soledad majestuosa a tristísimos recuerdos.

Distrájola a deshora cierto ruido saliendo de la otra parte de las rocas. Volvió el semblante, y vio adelantarse hacia ella algunos hombres armados de pies a cabeza, con la visera caída, en ademán de sorprenderla. El terror le quitó las fuerzas: quiso dar un grito, y no pudo articular ninguna sílaba. Arrebatáronla entretanto sin hacer caso de su aflictiva turbación los desalmados guerreros, llevándola al más fragoso sitio del bosque, donde habían dejado sus caballos.

-¿No percibes extraño rumor de pasos y armaduras?, preguntó la doncella de Matilde al escudero que la acompañaba.

-En efecto, respondióla; pero has de saber que son harto frecuentes en derredor de la cascada esos guerreros rumores. Aquí se dio la escandalosa batalla entre don Jaime de Urgel y su hermano el monarca de Aragón, lo cual atrajo a estos reinos, amén de sediciones y alborotos, gravísima peste que los dejo horrorosamente asolados. Dícese que las almas de los que perecieron en aquella lid vergonzosa, andan errantes por esas selvas, y a veces pugnan entre sí con el mismo encono que desplegaron en la refriega.

-No obstante, replicó la doncella, bueno será que veamos si de algo necesita la hermana de nuestro conde.

-Ahora digo, muchacha, que te va faltando de todo punto la discreción y mollera. ¿Pues no sabes que Matilde se complace en hablar con los espíritus? ¡Pobres de nosotros si interrumpiésemos el deleite que encuentra en llamarlos y departir con ellos!

-Mira: si tal dices porque el miedo te haga más pasicorto de lo que naturalmente eres, quédate enhorabuena debajo de ese nogal mientras yo me llego a la cascada.

-¿Qué hablas de quedarme aquí, rapaza?, no quisiera que asomase algún vestiglo por esas enriscadas asperezas, de suerte que nunca más supiésemos qué había sido de tu linda persona. ¡Pardiez! No estaría malo te arrastrasen almas en pena a las tortuosas quebradas que descienden hacia el Segre, y te vieras luchando a deshora con animalitos de otra ralea. ¿Pero qué es esto?

-Un silbido, señor babieca, y puesto que no se abriga en tu pecho ningún género de valentía o agradecimiento, quédate muy noramala que yo corro a auxiliar a mi señora.

Mientras hablaban de esa suerte echóseles encima una parte de los guerreros que habían robado a Matilde, y arrebatando también a la doncella, ataron fuertemente al escudero al tronco del nogal que ostentaba sus pomposas ramas en medio del bosque. Juntáronse después con los que ya llevaban a la dama, y por sendas extraviadas y desusados atajos, dieron traza como alejarse de tan ásperos contornos. En balde la infeliz hija de Armengol presentaba en su aflicción el objeto más digno de interesar un pecho noble: los bárbaros oían sus quejas sin manifestarse enternecidos ni aun dispuestos a escucharlas.

-Según el traje que vestís, les decía, me parecéis habitantes del condado de Barcelona, mientras obráis como si vasallos fuerais del monarca de Castilla. Pero puesto que pertenezcáis a las cuadrillas de infelices que andan divagando por estos contornos, acordaos de que varias veces habéis acudido a mi protección en la que hallasteis siempre el alivio de vuestras desgracias. ¿Qué os mueve pues a tan ingrato procedimiento? ¿Qué ventaja os prometéis de tan áspera violencia?... Mi infeliz padre era el consolador de vuestras cuitas, y el que llevaba al trono de Aragón las quejas que soltarais por la violación de los fueros: sólo aspira el conde actual a recobrar su poder para manifestaros la misma benevolencia, y vosotros ingratos y desleales, arrebatáis de su pacífico hogar la triste huérfana de Armengol, y la hermana del noble Arnaldo.

Los raptores de Matilde, o por no oír sus exclamaciones, o porque no la conociesen los que pudieran encontrar por el camino, cubriéronla con largo velo, y prosiguieron marchando aceleradamente, aunque llenos de sagaz previsión y artificiosos subterfugios. Con este mismo sistema continuaron por algunos días en dirección a las Castillas hasta pisar las fronteras de este reino, desde donde moderaron algún tanto la rapidez de su marcha, bien que no del todo el ardid y la cautela, evitando los caminos reales, y siguiendo siempre su viaje por sendas poco transitadas, al través de agrestes montes, y por las riberas de ríos desconocidos. Llegaron en fin al pie de un solitario castillo situado sobre pequeña colina en la falda áspera y frondosa sierra, denotando en la robustez y vasta circunferencia de sus muros, ser una fortaleza feudal de las más capaces de resistir a toda suerte de contrarios. Adelantóse uno de los soldados y dio un silbido: al oírlo los de arriba correspondieron con cierta seña, y en el mismo punto dejaron caer ruidosamente un puente levadizo. Por él se iba a una puerta de hierro colocada entre dos altas torres ya pertenecientes a las fortificaciones interiores del alcázar.

Así que fijó Matilde los ojos en las ennegrecidas almenas donde flotaba un estandarte con las torres de Castilla, ya no le quedó duda acerca de los autores de su infeliz cautiverio.

-Yo injuriaba, dijo a los soldados, a los forajidos que se ocultan en nuestros bosques cuando creí que mis raptores pertenecían a su bando. Tan desacertada anduve, como si hubiese equivocado las raposas de estos montes con los valientes lobos del Pirineo. Hablad una vez, miserables, siquiera para decirme si son los bienes o la vida de la huérfana lo que desea vuestro bárbaro señor. ¿Tan encarnizados andáis los de Castilla contra la sangre de Armengol, que no podéis sufrir ni la existencia de sus desgraciados hijos?

Estas palabras tampoco recibieron la menor contestación. Es de advertir no obstante, que durante aquel largo viaje habíanla tratado con las mayores muestras de obediencia y respeto; por manera que todo se manifestaban prontos a concedérselos a excepción de la libertad.

Hallándose en fin en el patio grande del castillo, y junto a la puerta de hierro de que hemos hablado, tocó la corneta por tres veces el que parecía jefe de los raptores de Matilde: acudieron algunos hombres de armas al eco de aquellos sonidos para reconocer el pequeño escuadrón que les llegaba, tras de lo cual diéronle entrada libre a lo anterior del edificio, y haciendo apear después a las dos prisioneras, y separándolas en el mismo acto las llevaron sin atender a sus súplicas a diversos aposentos.

El que destinaron a Matilde ocupaba la circunferencia de uno de los torreones arabescos que se elevaban en cada ángulo del alcázar. Frente de la misma puerta por donde se entraba en él, había debajo de alta ventana gótica, otra de menor tamaño, que daba paso a un terrado u azotea, a la que servía de baranda y antepecho la propia barbacana de la torre, y donde se colocaban ventajosamente seis u ocho flecheros en el caso de un ataque. Admirábase desde ella un lindo y caprichoso país en cierta manera dominado por aquel inmenso castillo; pero tanto las fortificaciones exteriores que se podían descubrir desde la misma azotea, como la elevación de la torre desvanecían la esperanza de escapar de mansión tan tétrica y solitaria.

Al entrar allí vio Matilde a una vieja denegrida y asquerosa ocupada en hilar, cantando al mismo tiempo con voz trémula y cascada aquel antiguo romance:


«Non fuyades los de Asturias
Que os acorre don Pelayo»

Levantó los ojos al ver entrar la hija de Armengol, y arrojóla aquella envidiosa mirada con que acoge la fealdad y la vejez a la juventud y la inocencia.

-Ea, viejo mochuelo, ya puedes saltar del nido, díjola uno de los soldados que acompañaban la ilustre huérfana: justo es que cedas el puesto a los pájaros de más noble ralea.

-Paciencia, respondió entre dientes aquella especie de Sibila: hubo un tiempo en que la menor de mis palabras habría arrojado del castillo al más presuntuoso soldado, y ahora, maese Bullanga, he de respetar las órdenes del último palafrenero.

-No se trata de echar plantas sino de obedecer. Preciso es andar con las orejas algo listas si no quieres que nuestro dueño te acabe de doblar a latigazos. Por lo demás dices bien que hubo otros tiempos para ti: tu sol tuvo su brillante mediodía; pero lo que es ahora ya toca a su poniente. Sabes lo que me pareces... ¡ha! ¡ha! ¡ha!... un caballo viejo que en su juventud ha sido muy fogoso: ¡por la Virgen de San Cervantes! Tal fue la prisa que te diste en correr a todo escape, que apenas puedes resistir un mediano trote. Ea, sal, te repito, con cuarenta mil demonios.

-Siempre has sido un perro mastín, repuso la vieja, y plegue a Dios que el más inmundo muladar te sirva de sepultura. Por lo que hace a salir de aquí quiero que me arrastren por los cabellos esos demonios que citas, si lo verifico antes que acabe de hilar el cáñamo de mi rueca.

-Pues con el amo arreglarás esas cuentas; y como no eches bien los cerrojos cuando salgas... ya podrá ser que dentro de poco te hagan al caso un clérigo para confesarte y una sábana para envolver tu esqueleto.- Así diciendo retiráronse los soldados dejando a Matilde en el aposento con tan desagradable compañera.

-¿De qué parte sopla hoy el viento? Prosiguió hablando entre dientes y arrojando a la huérfana una mirada sardónica. Pero vaya que no es difícil adivinarlo: ojos rasgados, cabello negro, delicada tez, labios de coral... sí, sí, bien se ve con qué objeto quieren encerrarla en esta torre tan apartada y solitaria. Pobre niña, añadió soltando ruidosa una carcajada, apenas ha salido del cascarón: tendrá por vecinos a los búhos y las lechuzas; también oirá desde aquí el siniestro graznido de los cuervos; pero no espere que perciba alma viviente sus desesperados clamores... y parece extranjera, continuó examinando sus vestidos; ¿de qué país vienes, hija?... ¡bien haya quien te prendió ese cendal con tanta gracia! ¿por qué no respondes? ¿no sabes hacer otra cosa que llorar?

-No os enojéis, buena madre, dijo Matilde.

¡Enojarme!, respondió la vieja, no por cierto: igual impresión hacen en mí tus sollozos y suspiros que los árboles de la sierra con el blando movimiento de sus ramas.

-Decidme en nombre del cielo qué calamidades debo temer, y cuál será el término de la bárbara violencia con la que me han conducido a este recinto. Si me aborrecen porque debo la vida a un desgraciado héroe, yo sacrificaré la mía sin atreverme a murmurar.

-¿Y qué ventaja les acarreará el verte morir? No, no, muchacha, tu destino y el mío corren parejas. Mírame bien: era yo tan joven y tan linda como tú cuando me arrastraron a viva fuerza a los muros de este alcázar. Habían tomado por asalto el de mi padre que pereció con sus hijos disputándoles el terreno a palmos: su ilustre sangre salpicó los salones y las escaleras del castillo feudal: el menor de mis hermanos fue asesinado en la cuna; todos perecieron en fin, y el frío de la muerte aún no había helado sus mutilados cadáveres, cuando ya era yo la víctima de la brutalidad de los vencedores.

-¡Oh Dios! Exclamó Matilde, ¿y no hay medio alguno para huir de esta morada de crímenes? Yo prometo recompensar liberalmente al que me socorra en tal conflicto.

-¡Huir! No pienses en ello: un medio sólo hay para escapar de este castillo... ¡la muerte!... y por desgracia no acude sino muy tarde, añadió la vieja sacudiendo la cabeza. Sin embargo, no deja de ser un consuelo el pensar que dejamos en la tierra muchos seres no menos desgraciados que nosotros. Adiós: seas hija de un héroe, de un barón, o de un pobre flechero, poco importa: sabe que has de haberlas con gentes que no conocen remordimientos de la conciencia, ni el imperio de las leyes. Adiós repito; acabóse el cáñamo de mi rueca; pero tus desgracias ahora van a comenzar.

-¡Oid! ¡esperad!, gritó Matilde; quedaos conmigo aunque sea para maldecirme e injuriarme. Vuestra sola presencia me servirá de protección.

-La de la madre del Señor no podría protegerte: mírala, prosiguió la vieja enseñándole una imagen grosera de la Virgen, metida en un nicho abierto a propósito en la pared; mírala, allá la tienes; prueba si a fuerza de ruegos querrá desviar la tormenta próxima a estallar sobre tu cabeza.

Al decir esto salió del aposento dejando percibir cierta sonrisa burlona que aumentaba la hedionda fealdad de su rostro. Corrió los cerrojos de la puerta, y oyóla Matilde bajar lentamente de la torre, echando horrible maldición a cada uno de los escalones, sin duda sobradamente pesados para sus débiles y descarnadas piernas.

Quedóse la pobre doncella sumida en la más negra aflicción desde que se vio enteramente abandonada: sonaban en su oído las infernales predicciones de la vieja, y creía ver a cada instante algún descomedido barón saliendo de las mismas tapicerías del aposento para darle la muerte o afrentarla. La costumbre no obstante de reflexionar sobre las cosas, una fuerza de espíritu muy superior a sus pocos años, y el conocimiento de los peligros que corría la familia de Armengol diéronla desde muy temprano algunos medios para resistir a los riesgos de la malograda suerte. Dotada también de carácter firme y meditabundo, no lo había podido deslumbrar el antiguo lustre de su familia, ni las esperanzas que después quisieron inspirarla de una fortuna más próspera y brillante. Así como Damocles en su célebre convite veía siempre en medio de la pompa, que ya le empezaba a rodear, una aguda espada suspendida sobre su cabeza, colgando de un sutil cabello. Todas estas circunstancias habían como sazonado su juicio y vuelto resignado y flexible un carácter, que sin la escuela de la desgracia se manifestara tal vez con alguna arrogancia y fiereza.

Preparada de esta suerte a los tiros de la adversidad había adquirido el necesario valor para soportarla, y como conocía que reclamaba su situación actual toda la serenidad y la fortaleza de su espíritu, llamólas a su socorro, y se dispuso para hacer frente al huracán con la dulce resignación de un alma tierna, y con el enérgico pundonor de una heroína.

Su primer cuidado fue examinar el aposento, y tuvo el disgusto de ver que la puerta sólo podía cerrarse por la parte de afuera: continuó registrándolo hasta convencerse de que por la de dentro no había ningún otro agujero por donde sus enemigos se pudiesen introducir. En las tapicerías que cubrían las paredes donde dibujara la mano diestra la trágica muerte del rey don Pedro de Castilla llamado el cruel, así como en la mullida alfombra, colgaduras del lecho y demás muebles, no dejaba de haber ciertos resabios de antigua magnificencia; bien que siempre inferior a la espléndida elegancia que empezó a reinar en Europa hacia mediados del siglo decimoquinto. Parece que ya con el objeto de encerrar a Matilde en aquel cuarto habían como estudiado de antemano sus inclinaciones favoritas. Un arpa del más célebre artífice de aquellos tiempos, los versos de Dante y del Petrarca, algunas coplas de Juan de Mena y otros primores dedicados a la vez a la cultura del espíritu y a los dones de una buena educación, se veían esparramados cuidadosamente por la estancia.

No sin cierta curiosidad mezclada de admiración recorrió Matilde con los afligidos ojos estos objetos, deseosa de descubrir cuales fuesen los autores de su rapto y la intención que llevaran en hacerlo. Combinando el respeto de los que la habían conducido con el esmerado aliño de su alojamiento, pensó de pronto si sería un ardid de guerra, guardándola como en rehenes, no sólo para sacar ventajoso partido si llegaba a capitularse; sino al efecto de reprimir por este medio la indómita bravura del altivo conde de Urgel. No obstante duró poco esta ilusión, porque volvió a recordar las terribles predicciones y amenazas de la vieja que se había como complacido en augurarla la más horrorosa suerte. Trémula y temerosa no le quedó otro recurso que un valor resignado y tranquilo, y aquella confianza que tienen en los socorros del cielo las almas naturalmente sublimes y generosas. A pesar de esto tembló involuntariamente y cambió el color al oír los pasos de alguno que subía a su aposento. Abrióse de par en par la puerta y se presentó ante la huérfana ilustre una especie de atleta, hombre enjuto y vigoroso, cuyos miembros parecían haber sido despojados, a fuerza de fatigas, de todo inútil carnosidad. Sólo le quedaban los nervios, los huesos y la piel, ostentando sin embargo una musculatura recia y bien constituida, indicios de haber sufrido mil trabajos, y de hallarse dispuesto a arrostrar otros tantos. Iba con la cabeza descubierta; colgaba de su cuello brillante cadena de oro en prueba de esplendor de su cuna, y sostenía con la siniestra mano un penachudo casco de terso metal, llevando por cimera una enroscada sierpe con escamas de oro. Nada por consiguiente impedía notar que la expresión de su rostro era muy a propósito para inspirar a los demás o un servil abatimiento, o un respetuoso temor. Según el tostado color de sus facciones enérgicamente marcadas, parecía haber hecho largo tiempo la guerra bajo los ardores del sol de Andalucía, cosa muy natural en aquel siglo por hallarse todavía pujantes los hijos de Ismael en la soberbia Granada. Hubiérase podido presumir, cuando no eran agitadas por alguna conmoción viva y bulliciosa, que dormitasen en la ausencia de las pasiones; pero las hinchadas venas de su frente, la frecuencia con que se agitaba su labio superior y se erizaban las cerdas del tupido bigote que lo cubría, decían a primera vista cuán fácil fuese a mover en su robusto pecho una tempestad borrascosa. La menor mirada de sus ardientes ojos revelaba la historia de las dificultades que había vencido, y de los peligros que había despreciado; y era tan visible en su semblante este secreto de su vida, que sólo parecía desear nuevos obstáculos a su voluntad despótica para tener el gusto de removerlos con otras pruebas de serenidad y pujanza. Por lo demás iba vestido de todas sus armas, y colgaba de su lado izquierdo largo acero toledano, cuya pesadez exigía un brazo adiestrado y robusto. Detúvose ante la hija de Armengol que lo contemplaba llena de inquietud y zozobra, y mirándola con ojos en los que se traslucía una cínica desenvoltura empezóla a hablar en estos términos:

-Los señores de este castillo se dan enhorabuena, cándido lirio del Pireo, de que una beldad tan cumplida haya venido a hermosearlo.

La amarga ironía que había en estas palabras, y el tono poco decoroso en que fueron pronunciadas hicieron sonrojar a Matilde, dándola un rayo de luz acerca del objeto con que la habían conducido a aquel alcázar. Acumuláronse de pronto en su imaginación estas desagradables ideas, obligándola a guardar silencio durante algunos minutos; pero animándose por último en razón de la necesidad que tenía de hacerlo, pudo contestar al atrevido paladín con el decoro conveniente a su culta educación y nacimiento distinguido.

-Antes de instruirme, señor caballero, en si os habéis alegrado o entristecido con mi llegada, decidme por qué derecho se me ha traído aquí, y cuál es el destino que me espera.

-El más alegre, el más brillante que os pueden preparar los hombres: la magnificencia de la habitación que se os destina es bien poca cosa comparada a los regalos que recibiréis, y a la gentileza de los caballeros que os doblarán la rodilla. Mengua a la verdad hubiera sido que una joven tan amable viviera como sepultada en las selváticas asperezas de San Servando.

-Mi corazón, respondió Matilde, las prefiere en mucho a esa seductora opulencia: vuélveme a ellas si se abriga en tu pecho algún resto de generosidad; de lo contrario la hija de Armengol sabrá morir antes que ser el blanco de tus impúdicos sarcasmos.

-¡Morir!, respondió el caballero, ¡oh! No deis pábulo a tan lúgubres ideas: en la mansión de la felicidad y los deleites hacemos gala de no pensar en la muerte y aun de creernos inmortales. El más sabio de los monarcas de Israel, según dicen nuestros frailes, no era insensible al placer y a la hermosura, y como su ejemplo es de gran peso, nosotros humildes guerreros de Castilla, nos hemos propuesto imitarlo.

Si sólo oís a los venerables ministros del altar, respondió Matilde, para buscar los medios de defender vuestra vida licenciosa, os parecéis al que se afana en sacar un venenoso jugo de las yerbas más saludables y benéficas.

Encendiéronse en vivo fuego las mejillas del barón al oír esta reprensión tan justa como merecida. -Matilde, dijo, cálmate y escucha. Te he hablado con suavidad risueña, ahora voy a hablarte como un señor: eres mi cautiva, y aunque no te haya conquistado con la lanza y con la espada, no te declaran menos sujeta a mi dominio las imperiosas leyes de la guerra. En resolución: si renuncias prestarte blandamente a mis deseos, lo que niegas a mi amistad habráslo de ceder a la violencia.

-Detente, detente, exclamó Matilde, detente y escúchame también antes de hacerte reo de una abominable crimen. Tu fuerza es superior a la mía... tu fuerza puede lograr fácilmente una vergonzosa victoria, porque Dios ha hecho débil a la mujer, y ha depositado su honra en la generosidad del hombre; pero si das alguna importancia al lustre de tu opinión, teme no haga pública tu maldad por todas las cortes de la Europa, y que no deba al pundonor de sus más famosos guerreros una estrepitosa venganza. No habrá torneo donde no publique un heraldo tu vil procedimiento para dirigir contra ti las mejores lanzas del cristianismo, ni alcázar donde no cante algún generoso trovador la historia de mis infortunios para mover a piedad los barones que se precian de pundorosos e hidalgos.

-Pues bien, gritó el guerrero, prueba si te podrán oír desde los muros de este castillo.

-¡Oh Dios!, exclamó la doncella, ¡es posible que no te enternezcan mis súplicas!

-Ya me verás enternecido entre tus brazos...

Tiró el yelmo al decir esto y arrojóse con centelleantes ojos a la hija de Armengol, que en vano había procurado contenerle.- ¡Bárbaro!, exclamó Matilde, más vale la muerte que tus venenosas caricias.- Y precipitándose a la pequeña azotea subió resuelta sobre el muro que le servía de antepecho, amenazando desde allí al atrevido barón con que se tiraría al foso si daba un solo paso para alcanzarla. Quedóse sorprendido su perseguidor con tan inesperado arrojo, y permanecía como clavado en medio de la estancia extendiendo los brazos hacia la huérfana, sin atreverse a pasar del punto donde lo detuvo aquella terrible amenaza.

-¡Matilde! ¡Matilde!, exclamaba temeroso con triste y desesperado acento: ¡Matilde! ¿qué es lo que hacéis?...

-Preferir la muerte a mi deshonra: atrévete a traspasar esa línea, y verás mi cuerpo dividido en cien pedazos. Aquel Dios que tanto injurias es el que me ha abierto ese imprevisto camino para librar mi inocencia de tus impuros halagos.

En tanto que si hablaba tenía los ojos vueltos hacia el cielo como si le dirigiese la última plegaria, y su lánguido semblante brillaba momentáneamente, cual si lo iluminase un rayo de luz desprendido de las nubes en recompensa de resolución tan heroica. Estaban singularmente animadas sus facciones; latía su pecho más blanco que el alabastro, y había en toda su persona cierto noble abatimiento capaz de conmover al más sangriento caribe.

El guerrero, no obstante, vaciló un momento, y aquella su bárbara audiencia que nunca había cedido a los ruegos ni a la piedad, cedió a la admiración que hubo de causarle el heroico valor de una tímida doncella.

-¡Imprudencia joven!, le dijo, bajad de ese peligroso muro, y volved a entrar en el aposento: pongo al cielo por testigo que respetaré vuestro candor.

-No, no me fiaré de ti: harto conocidas me son ya las virtudes de tu pecho: faltaras a ese juramento con la misma facilidad que te disponías a violar los preceptos de la religión y las leyes de la naturaleza.

-Vos sois injusta conmigo, Matilde, respondió el guerrero: vuelvo a juraros por el lustre de mi nombre, por la cruz de la vencedora espada que cuelga de mi tahalí, por los timbres en fin que ennoblecen mi familia que nada habéis de temer de mi impetuosa audacia. Y si os obstináis en despreciar mis ofertas, acordaos de que en esta peligrosa morada no os será inútil un corazón que os respete, ni un brazo, o Matilde, que os defienda.

-¡Ay de mí!, prorrumpió la hija de Armengol; sobradamente preveo los riesgos a que me expone este solitario castillo; pero ¿es cierto que puedo fiarme de vos?

-Rómpanse mis armas, deshonrado sea mi nombre, oscurecido para siempre el esplendor de mi linaje si os doy de aquí en adelante el más leve motivo de queja. No hay duda en que he hollado las leyes y despreciado mil veces los vínculos más sagrados; pero nunca, oh Matilde, nunca he sido infiel a mi palabra.

-Pues ved aquí hasta donde llega mi confianza en vos, dijo Matilde bajando del antepecho y deteniéndose en la puerta colocada entre el aposento y la azotea: no adelantaré un paso de esta línea, y si tratáis de disminuir con el menor de ellos el espacio que nos separa, os convenceréis entonces de que la hija de Armengol más quiere confiar su alma a Dios que su honor a un paladín de Castilla.

Al decir esto, una determinación tan noble, tan correspondiente a la hermosura de sus rasgos, daba a sus miradas y acento cierta dignidad superior a la de un mortal. Si el temor de muerte tan cercana, o si la consideración más que todo del ultraje que recibía habían hecho correr por su divino semblante alguna lágrima fugitiva, la idea de que era dueña de su destino, y de que tenía en la mano el medio de salvar su honra y librarse para siempre de la infamia, animaba su tez con peregrinos colores, y daba a sus ojos un celestial resplandor.

-Está bien, Matilde, dijo el barón: conclúyase la paz entre nosotros.

-Enhorabuena, respondió ella; pero desde la distancia en que te hallas.

-Sin embargo, nada debéis temer de mí...

-No por cierto: gracias al que dio tanta elevación a esa torre, que es imposible caer de ella sin que se rompan todos los miembros de la víctima: gracias al Dios que protege la orfandad y la inocencia.

-Repito que eres injusta conmigo, exclamó el guerrero: injusta, vive Dios, puesto que no soy de tan perversa condición como quieres suponerme. Convengo en que al principio de nuestra entrevista heme manifestado contigo algo duro, arrogante, inflexible; pero mi carácter desconoce en su fondo tales defectos. Desde que una mujer inclinó mi corazón a la crueldad, he tratado despiadadamente a las demás de su sexo, porque no veía en ninguna las sublimes cualidades que resplandecen en ti. Escucha, Matilde; no hubo caballero que enristrase la lanza con mayor denuedo y valentía, con pecho más leal y apasionado, que el que se halla actualmente en tu presencia. Aunque hija la señora de mis pensamientos de un barón feudal, cuyos dominios consistían en cuatro aranzadas de tierra y un torreón medio arruinado, su nombre era conocido en todas las cortes de la cristiandad, y más celebrado donde quiera que se rompían buenas lanzas, que el de la orgullosa dama que tuviese por dote una corona ducal. Sí; continuó con tono más animado, olvidándose al parecer de que se hallaba en presencia de Matilde: mis hazañas, mi osadía, mi sangre salpicando con frecuencia el glorioso polvo de varios palenques, hicieron célebre el nombre de Isabel de Monredón, desde la corte de Bizancio hasta la corte de Castilla. ¿Y cuál fue la recompensa de tantos sacrificios? Al volver cargado de laureles, adquiridos a precio de mi sangre y de innumerables fatigas, encontrarla enlazada con un simple caballero de Asturias, cuyo nombre nunca habían proclamado los heraldos. Rompiéronse para mí desde aquel día los lazos que nos hacen cara la existencia: durante la juventud primera sólo me he ocupado en correr tras de los placeres y en hacer la guerra a los descendientes de Agar, y ahora que empiezo a entrar en la edad viril no hallo quien me prometa vejez blanda y apacible.

-Pues entonces, dijo Matilde, ¿por qué no llenáis ese vacío con alguna dama de las que embellecen los torneos de Castilla?

-Porque entre todas ellas no hay una que se te parezca. ¡Matilde!, continuó después de breve pausa y alejándose de la huérfana; ¡Matilde!, la que puede preferir la muerte al deshonor debe estar dotada de espíritu lleno de arrogancia y fortaleza. Tú convienes a la fogosidad de mi carácter, tú sola puedes realizar las ilusiones de mi impetuosa imaginación; no te asustes; pero es preciso que seas mía.

-¡Que sea tuya!... exclamó retrocediendo la hija de Armengol.

-Atiende antes que me respondas, atajóla el guerrero; reflexiónalo bien antes que me desaires. Voy a revelarte las atrevidas ideas que tú misma me sugieres: voy a levantar el velo que oculta mis misteriosos planes... ¿pero qué es esto?, preguntó interrumpiéndose a sí mismo al oír los ecos de una corneta guerrera: ¿qué es esto?, semejante clarín a tales horas parece anunciar algún acaecimiento extraordinario... Adiós, Matilde: pronto volveremos a vernos: entretanto perdóname el ultraje que hice arrastrado de un ímpetu amoroso a tu heroica virtud y a tu ruborosa belleza.

Dijo; y salió del aposento dejando a Matilde menos espantada quizás de la idea de la muerte que valerosamente había querido darse, que del empeño últimamente manifestado por el fogoso barón que intentaba seducirla. Así que le oyó bajar las escaleras su primer cuidado fue dar gracias al cielo por la protección con que acababa de honrarla, suplicándole también que no dejase de concederla a su muy querido hermano. Otro nombre se le escapó en medio del fervor de su plegaria: tal fue el del amable caballero del Cisne que corría a buscar los peligros y aun la muerte para volver a la casa de Urgel el poder y la consideración que le habían injustamente arrebatado. Acaso allá en lo interior de su pecho sintió algún secreto remordimiento por haber mezclado en su patética oración el recuerdo de un joven con quien no la enlazaban los vínculos de sangre; pero ya había dirigido sus votos al cielo, y a pesar de su timidez escrupulosa no quiso arrepentirse de lo que acababa de hacer, pudiendo más con ella el agradecimiento y la ternura.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Continuación del precedente


Desaliñado y confusó llegó don Pelayo de Luna, después de haber tenido con Matilde la escena de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior, al salón del castillo de Arlanza, donde lo aguardaban otros caballeros de tan ruines y relajadas costumbres como las suyas.

-¡Bravo!, gritaron al verle, parece que la batalla ha sido larga, y si hemos de juzgar por el desaliño en que venís, bastante reñida. Vive Dios, que las bellezas de Aragón se resisten, según trazas, con más brío que las de Castilla.

-Vedme aquí, respondió, retirándome en desorden, sin haber podido conseguir la más ligera ventaja.

-¿Os burláis?, replicaron admirados sus compañeros.

-Por Santiago que no me burlo, y cuando sepáis el ardid de que se ha valido la rapaza, os inspirará tal vez más respeto.

¡Disparate! Repuso uno de ellos: me afirmo más que nunca en que si me llega mi turno, conocerá don Pelayo que me ha de ceder la palma en este género de contiendas.

-Allá lo veredes, exclamó el hijo de don Álvaro, a menos que consintáis verla morir, lo que os será mucho más fácil que gozar de su belleza.

-Me basta con el rescate que atraparé al perro de su hermano, dijo a la sazón el señor de Arlanza, y me pertenece de derecho como dueño que soy de este castillo.

Siempre fuisteis vos más codicioso de oro que de halagos, replicó el de Luna; y tal es, sin embargo, la impresión que me han hecho los desdenes de Matilde, que me parecen no lo cobraréis de otra mano que de la mía.

-Ahora digo que al sugerirnos la idea de robar la hermana del conde Arnaldo, no tanto os movía la aversión que tenéis a este guerrero, como la fama de la hermosura de Matilde.

-Y cuando fuese verdad lo que habéis dicho, atajóle bruscamente don Pelayo, no creo que su rapto y mis amores dejen de contribuir a los fines que entonces me supusisteis. Lo que os recomiendo es que veléis por su seguridad sin que nada le falte de cuanto pueda suavizar la aspereza de su situación, y dejéis lo demás a mi cargo.

Pasmáronse Rodrigo de Arlanza, Ramiro de Astorga y los demás caballeros allí presentes del tono sombrío y agitado en que profirió estas últimas palabras, tan opuesto a la petulante ferocidad de que siempre hiciera alarde en medio de su vida criminal y borrascosa.

-Ocupados en preguntarme de mis amores, dijo sonriéndose don Pelayo, habéis olvidado darme cuenta de lo que ocurre. Si mal no me acuerdo he percibido los ecos de una corneta guerrera.

-En efecto, respondió el de Arlanza; un caballero leonés nos ha venido a anunciar de parte de don Álvaro de Luna que ya el ejército ha salido a campaña, y que nos demos priesa a juntarnos con los adalides que van siguiendo sus banderas.

-¡Con que es fuerza partir! Exclamó con torvo gesto don Pelayo.

-So pena de pasar por desleales y cobardes, añadió don Ramiro.

-Por lo que a mi toca, dijo el de Arlanza, no veo el instante de acometer y desbaratar esos jabalíes del Pirineo. Vamos por el pronto a celebrar con repetidos brindis la próxima ocasión de poner vergonzosamente en fuga a nuestros naturales enemigos.

Pero el primogénito del condestable de Castilla no tuvo valor para salir de aquel alcázar sin hablar otra vez a la hermosa hija de Armengol. Ni un instante se separaba su imagen de su imaginación ardiente, desde que la viera resistir con tanta bizarría a sus deseos; y así es que llegó de todo punto a olvidarse de Blanca de Castromerín, cuyos halagos habían causado en su pecho una momentánea herida. Cual si fuese, empero, tan ligera que únicamente desflorase la superficie de su corazón endurecido por larga serie de crímenes, sólo de tiempo en tiempo se acordaba de sus gracias, y aun podía asegurarse que más que su hermosura le movieran su crédito y tesoros. No era de este carácter el efecto producido en su ánimo por los encantos de Matilde: la dulzura de aquellos rasgos, el melancólico brillo de sus ojos, y la calma heroica de sus acciones y sus palabras, trastornaron enteramente el juicio del impetuoso barón, que sentía desde aquel instante el desasosiego e inquieta turbulencia de un hombre que se enamora y tropieza con inesperados obstáculos, cuando hasta entonces todo se ha rendido a sus voluntades y caprichos.

Aguardó pues a que estuviesen sus compañeros frenéticamente entregados al calor de las bebidas y a la algazara de los brindis, y echándose una capa en los hombros se encaminó al aposento de Matilde. A pesar de su arrogancia flaqueaba su valor al acordarse de que se iba a presentar a lo único que amaba, mientras iba subiendo la escalera de la torre donde estaba la cárcel de su víctima. Después de correr con mano trémula los cerrojos, descubrió a la noble descendiente de los soberanos condes de Urgel, puesta en pie debajo del arco que conducía a la azotea. Ocultábase el sol en las montañas que terminaban aquel despejado horizonte, y la blanda luz de sus últimos reflejos derramaba un brillo sumamente apacible en torno de aquella delicada hermosura. Encubría el caballero con el manto una parte de sus propias facciones, y manteníase siempre en el umbral de la puerta temiendo que Matilde no cometiese algún arrojo. Por esto al creerla en disposición de verificarlo se apresuró a tranquilizarla.

-Ya sabéis, la dijo con apagado acento, que no hay para qué temer los impulsos de un carácter que vuestro heroísmo ha sabido refrenar: sentaos y oídme tranquilamente.

-¿Era poco a vuestra tiranía el sacrificio de la libertad para que exijáis también el de mi inocencia? ¡Desalmado! Sacia mi sangre el bárbaro rencor que profesan los barones de Castilla a la casa de Armengol, y alábate luego de haber conseguido una victoria.

-¿Por qué me habláis con tanta aspereza?, respondióle el caballero: olvidad las demasías que quise cometer con vos, olvidad el odio que divide nuestras familias, y sólo tened presente que si hay algo en el mundo capaz de reconciliarlas, es el cariño que me inspira vuestra alma resuelta y sublime. Escuchad, Matilde; encerrada en este castillo, en medio de caballeros sin hidalguía ni pundonor, segura tenéis la perdición o la muerte: en vano será llamar para que os socorran; todos estarán sordos a vuestras súplicas, pues Arnaldo y el Cisne, ignorantes del aciago destino que os condujo a este desierto, marchan tranquilamente entre las filas del infante de Aragón. Sin embargo, yo os defendería con tanta pujanza como ellos si no desdeñaseis el cariño del hijo de don Álvaro de Luna.

-¡Gran Dios!, exclamó Matilde, ¡en manos de los asesinos de mi padre! ¡Bien me vaticinó Arnaldo que mis palabras indiscretas me acarrearían la venganza de su exasperada sombra!

-Verdad es que nuestra casa, continuó el caballero, ha sido constantemente enemiga de la de Urgel, mas no por eso desconoce mi corazón el mérito de vuestros encantos, ni deja de saber despreciar esas rivalidades mezquinas.

Huye de mí, miserable, respondió Matilde; y puesto que no me des libertad, tampoco me aflijas con el suplicio de tener continuamente en mi presencia al hombre más impío y brutal de nuestro siglo.

-Sella ese labio y no insultes al que puede reducirte a polvo, dijo don Pelayo dejándose arrebatar de su carácter colérico y arrojándola una mirada penetrante como el dardo de la muerte; mas reprimiéndose luego arrepentido de su indiscreta vehemencia, prosiguió hablándola en tono blando y afectuoso. -Perdonad ese movimiento de enojo que me causaron vuestros últimos dicterios: yo os amo, Matilde, y no entiendo por qué capricho desprecias las ofertas de un hombre que os puede elevar sobre las más nobles damas de Aragón y de Castilla. ¿Es acaso un trono lo que desea vuestra alma verdaderamente grande y heroica? ¡Ah!, no hay infanzón castellano que no quisiese conquistarlo mientras le llevase don Pelayo a la pelea. Yo os colocaré si os place en los voluptuosos alcázares de Granada, donde respiréis bajo pabellones de lilas y de plata los aromas más suaves de Oriente, donde recibáis de manos de cien esclavas en copas de fragante nardo las deliciosas bebidas de la dulce Vélez y la jovial Almería. ¡Ah!, honradme con una ligera sonrisa, enardeced mi pecho con una amorosa mirada, y el trono del mundo me parecerá cosa fácil si se trata de ponerlo a vuestros pies.

-Os engañáis suponiéndome capaz de ceder a las ilusiones de una vana grandeza y a los falaces sueños de la ambición insensata. Cuando al atravesar un valle solitario, o al caminar por las orillas de un río sin nombre he visto la humilde cabaña de un pastor confundida entre los árboles del desierto, he pensado interiormente que ella bastaría a mi felicidad con tal que la habitasen conmigo aquellos a quienes debo amar como a mis parientes, amigos y bienhechores. Si tanto me halagasen las pompas y la opulencia, no reprendiera por cierto el espíritu de gloria que anima al conde de Urgel, antes hubiese procurado verle subir al solio de sus mayores. Un trono fue la desgracia del valeroso Armengol, y acaso un día me haga verter nuevas lágrimas sobre la tumba de mi hermano.

Mientras hablaba de esta suerte la resignada Matilde, permanecía don Pelayo con los brazos cruzados delante de ella, enternecido al eco de aquel lenguaje lleno a la vez de dignidad y de dulzura. No podía comprender como una joven de afectos tan blandos y tan bien sentidos, tuviese valor para darse la muerte antes que verse obligada a obrar contra sus inclinaciones y principios.

-Pues bien, Matilde, díjola después de haber callado un instante; si la púrpura y el imperio no son nada para ti, indícame que he de hacer para agradarte: todo te lo sacrificaré. ¿Te place el sosiego de la selva, o el solitario murmullo de una incógnita ribera? Iré a sepultarme contigo en la soledad más remota, en el más ignorado ángulo de la tierra, y haré que se borre mi nombre de la lista de los héroes. Impetuosos, arrebatado, turbulento, no he conocido freno en mis pasiones, y apuré frenética y rápidamente la copa de los placeres; pero tú me transformas en otro ser, y ya suspiro con ardor por una felicidad que me era desconocida.

Matilde olvidó por un momento el carácter feroz del guerrero que tenía delante: veíale agitado, convulsivo y creyó descubrir en sus animadas facciones algunas señales de sincero arrepentimiento. Enternecióse porque su hidalgo pecho era toda blandura, persuasión y amor: a pesar de verse cautiva y oprimida levantó los ojos con angélica mansedumbre, y penetrada de tristeza soltó la voz a semejantes razones:

-Yo deseo en beneficio de esa misma calma, que tan ardientemente anheláis, que os sea posible disfrutarla con persona más dispuesta que Matilde a haceros sentir sus delicias. No es decir que una vida sosegada al lado de un ser capaz de hacerla feliz no sea alguna vez el objeto de mis ilusiones, y que no haya envidiado con dulce llanto la historia de aquel patriarca peregrino, que después de largas fatigas gozó de pacífica ancianidad, y fue visitado por los ángeles bajo las sonoras palmas de Idumea; pero nací en mal hado, y aspiraría en balde a tanta dicha: mi juventud se consume lentamente como una flor solitaria cuando no la acaricia el céfiro, ni la baña el benéfico rocío. -Por lo demás la privanza de don Álvaro de Luna, vuestra fama en los combates, las riquezas, los poderosos amigos os harán encontrar, si moderáis la desenvoltura de vuestras acciones, una virgen angelical que os haga amar la suspirada templanza del ánimo, y la secreta paz del corazón. Tan tímida como sencilla, ignorante de los pasados extravíos, sensible al eco de vuestras hazañas, os podrá halagar sin rubor, y nadie tendrá derecho de achacarle como un crimen sus inocentes amores. Por lo que a mí toca, el destino lo ha dispuesto de otra manera, y es en vano que os forméis ilusiones absolutamente imposibles de realizar.

Oyendo el caballero estas últimas palabras pronunciadas con toda la entereza de un sano juicio y la frialdad de la indiferencia, revolvió los ojos fieramente por la estancia, y mordiéndose los labios de cólera sacudió el brazo derecho cual si descargase una tremenda cuchillada.

-¡Ingrata mujer!, exclamó con voz desentonada y bronca, quieres vengarte del encarnizamiento con que cortara mi padre el atrevido vuelo de Armengol: te aprovechas para ello esa pasión desesperada que me inspiras, y abusas inconsideradamente de un hombre que puede abandonarte ahora mismo a impúdicos y desalmados caballeros. Yo te juro por la diadema de barón que ciñe mi frente altiva, que innumerables víctimas serán sacrificadas al despecho que me infunde tu bárbara ingratitud, como no accedas más cuerda a conjurar con tus caricias el abrasador aliento de mi cólera. ¡Ay de ti si desoyes mis últimos acentos!, en vez del solio que te hubiera conquistado, de las naves cargadas de aromas y de sedas que hiciera venir para tu recreo desde las índicas riberas, verásme entrar en este mismo aposento, y arrojar a tus pies un funesto presente... la lívida y ensangrentada cabeza de tu hermano.

Matilde lanzó un horroroso grito, y arrastrada de no sé qué secreto impulso, corrió de nuevo al muro de la barbacana: viola don Pelayo al último reflejo del día deslizándose hacia el ángulo del torreón, y tembló de pies a cabeza con la idea de lo que podía suceder si continuaba hablándola en el mismo tono. Hizo por serenarse algún tanto, y sin nunca moverse del sitio que ocupaba, apresuróse a gritarle:

¿A do corréis, insensata? Excitáis las bárbaras pasiones de mi pecho, y os estremecéis luego como el inexperto discípulo de un mago, que llama por primera vez al demonio, y se horroriza al verlo aparecer por el fondo de la cueva. Creí hallar en vos un querubín bajado del cielo para suavizar la ira de mi corazón, y guiarme por la senda de los grandes varones, y os veo removiendo con placer la ponzoña que se oculta en el fondo de mis entrañas. ¡Oh Matilde!, os ruego que no me abandonéis; vedme inclinado ante vos una rodilla que desdeñara doblarse al más poderoso de los reyes; vedme tendiéndoos los brazos con el mismo fervor que el sediento caminante al alto cielo, pidiéndole el alivio de una lluvia benéfica: hoy ha brillado para mi espíritu el primer rayo de luz que lo iluminó desde la cuna, y convertiráse en las más opacas tinieblas, si vos, virgen encantadora, me abandonáis a mí mismo, so la bárbara coyunda de la desesperación que me causen esos injustos desdenes.

-Vuélvete a tus impuras guaridas, gritóle Matilde desde la barbacana de la torre, y no seduzcas con lengua artificiosa a las que tienen la dicha de conocer tus maldades. Hay en tus palabras la suavidad de almibarada ponzoña, en tu sonrisa la astucia de la serpiente y en tus lágrimas rabiosas la falsa compasión del cocodrilo. Bien reconozco en esas señales a los verdugos de Armengol, a los raptores de su hija, y a los que aguzarán el puñal para herir traidoramente el noble pecho de Arnaldo. Huye, miserable monstruo, de quien conserva aún una conciencia tranquila, y corre a revolcarte en el cieno de tus vicios con las malhadadas víctimas de tus furores.

Levantóse el caballero de la humillante postura que hasta entonces conservara, y dijo a Matilde con voz hueca y bronca, medio sofocada por la cólera:

-¡Infeliz!, no puedo dejar de amarte a pesar de tus injurias: si yo no te defiendo me horroriza el destino que te aguarda; pues la muerte misma no podrá librar a tu cuerpo de criminales impurezas y vituperables sonrojos.

Echó hacia atrás el manto que lo cubría, recorrió con ojos de fuego los ángulos del aposento, y en tono trémulo y misteriosos prosiguió de esta manera:

-En el seno de las rocas que sirven de base a este lúgubre castillo hay una cueva vastísima, en cuyas cóncavas revueltas se celebran los más horrorosos misterios. Arde en su centro la llama impía que alumbrara en otros tiempos las aras de Baal y de Moloc, y elévase en vagarosas nubes el incienso que humeaba en la deliciosa Chipre al celebrarse allí los impuros sacrificios del gentilismo. ¿Qué sería de vos, amiga mía, si a ella os arrastrasen esos bárbaros codiciosos de vuestras gracias virginales? ¡Ah!, no: yo os serviré de escudo para que tal no suceda, y acaso de esta manera daréis a mis palabras el crédito que les negáis actualmente. He de partir por mi desgracia adonde me llaman el deber y la gloria: en mi ausencia haré que seáis respetada como mi propia persona: todo os será concedido, y amenizará vuestra soledad la doncella misma que arrebataron también de San Servando. Perdonadme, empero, que no sea bastante generoso para daros una libertad que me costaría la vida, y si algo merece la violenta pasión que me avasalla, acordaos de don Pelayo cual le habéis conocido hoy, y no cual la fama lo pinta.

Dijo; y saliendo de la estancia cerró nuevamente la puerta dejando a Matilde con la amarga agitación que no pudo menos de causarle este diálogo violento. Triste y silenciosa levantó los ojos al cielo, y cruzando los brazos sobre el pecho permaneció un minuto en esta postura, dando gracias al ángel que protege la inocencia, de haberla custodiado contra las asechanzas de aquel bárbaro guerrero. En la efusión de su gratitud cayó sobre las rodillas y cantó el himno siguiente con blanda unción y ternura, mientras humedecían sus ojos algunas lágrimas vertidas en medio del entusiasmo puro que elevaba su ardoroso corazón al pie del trono Eterno.


Cuando salieron los hijos de Jacob de la tierra de esclavitud hacia la de promisión, guiábales el Dios de sus padres por las fragosas revueltas del desierto. Una columna de fuego brillando con los peregrinos colores del arco iris, deslizábase durante el día al frente de aquellas asombradas naciones, y al tender la noche el misterioso manto veían reflejar su limpia llama en las arenas purpúreas de la Arabia.


Elevábanse hasta el cielo los sagrados cánticos entre el sonoro estruendo de los salterios y de las trompas. Las hijas de Israel mezclaban sus dulcísimos acentos con la majestuosa voz del sacerdote y el clamor entusiasta del guerrero. ¡Ay de mí!, ningún prodigio espanta a los enemigos del pueblo escogido mientra anda errante y fugitivo por incógnitas riberas.


¡Adónde huyeron aquellos días de triunfo en que los mares se abrían ante los hijos de Jacob, dándole libre paso por sus profundos senos! ¡Adónde huyeron aquellos días de triunfo en que la ira del Altísimo sumergía en ellos al bárbaro Faraón con sus espléndidas falanges y la multitud de sus carros! ¡Oh Dios! Haz que brillen otra vez tan benéficas auroras, y que en las altas rocas de Judá resuene el victorioso canto que entonaron nuestros padres en las riberas del Mar Rojo.


Tu celeste cólera nos ha traído a los viciosos campos de Babilonia: aquí colgamos nuestras arpas de los desmayados sauces que sombrean las orillas del Eufrates: aquí aumentamos su majestuosa corriente con las lágrimas que nos hace verter la tristísima memoria de nuestra patria. Siempre víctimas del odio de los reyes, y menospreciado siempre de los gentiles e idólatras, en balde suspiramos por la mítica Jerusalén. ¡Ay de mí!, el aromático incienso ya no humea en nuestras aras; arrojamos las trompas; rompimos las cítaras y los salterios; rasgamos las vestiduras; todo anuncia en fin al desgraciado pueblo de Israel el brazo de la divina justicia. Pero tú has dicho, ¡oh Señor de los ejércitos!, que la sangre de los bueyes y corderos no tiene precio alguno ante tus ojos: si no hollamos nuevamente tu ley divina, tan propicia nos será nuestra pobreza, como la pompa que ostentó Salomón al consagrar tu santo templo. Una virtud modesta, un corazón humilde... he aquí, ¡oh eterno Dios! He aquí el holocausto que más te agrada.

Aún permaneció de rodillas después de haber cantado este himno, cuyo místico sentido inspirara a su pecho virginal cierta melancolía deliciosa muy digna de su alma pura. Desde entonces su cautividad fue en efecto más suave y llevadera: dejábanla pasear por una parte del castillo, y acompañábala siempre la joven ya destinada a su servicio en el palacio de San Servando.

Entretanto púsose al frente de sus compañeros el hijo del condestable de Castilla, y tardó muy poco en alcanzar las haces del rey don Juan. Los grandes y los hidalgos del ejército observaron unos con satisfacción, otros con desplacer y todos con el mayor asombro, que guardaba constantemente don Pelayo un aspecto sombrío y taciturno. A nadie era fácil atinar en la verdadera causa de esta mudanza súbita, y aún podía decirse que tampoco sabía él mismo lo que le pasaba. A medida que iba devorando su corazón la llama que encendieran en él los encantos de Matilde, avergonzábase de ser esclavo de una débil mujer: hacía por distraerse corriendo en busca de sus amigos y proponiéndoles nuevos placeres y violencias; pero al llegar la hora de verificarlas no le hallaban en parte alguna, en razón de haber salido a recorrer algún sitio solitario donde entregarse pudiera al borrascoso vaivén de sus negras reflexiones. Unirse a Matilde era difícil, atendiendo el odio que mediaba entre Arnaldo de Urgel y don Álvaro de Luna: espinoso seducirla en razón de la idea que ella formó de sus raptores; y a causa de los delicados principios que resplandecían en su carácter, imposible el violentarla. Perdíase el soberbio barón en este laberinto de pensamientos, sin hallar ninguno que calmase su frenético despecho. Luchaba de continuo con el seductor fantasma que le hacía olvidar sus propios deberes; maldecía la misma guerra que antes provocó con impaciencia y ardor, y sólo suspiraba por el momento de arrojarse a las plantas de su ídolo, y nuevamente ofrecerle el sacrificio de su fiereza, de su enemistad y de su gloria.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

La revista


No intentaremos la difícil pintura del pesar que cupo al famoso caballero del Cisne y el valiente conde de Urgel con la inesperada desgracia sobrevenida a Matilde. Habiendo salido el primero del castillo de su padre al frente de trescientas lanzas, iba marchando en dirección a la villa de Ampurias cuando llegó a su noticia, y bien que tuvo tentaciones de revolver en el mismo punto para ir en busca de la robada doncella, prevaleció en su pecho el deseo de cumplir lo prometido al impaciente Arnaldo, no haciendo falta en los reales del infante don Enrique antes de expirar el término que le habían señalado para ello. A medida que se aproximaba al campo aragonés, hallaba señores feudales de conocido linaje marchando también a la guerra con razonable número de lanzas; veía muchos soldados corriendo a alistarse para ganar el sustento, y no pocos caballeros, sin más séquito que la lanza que empuñaban y la espada que ceñían, deseosos de combatir bajo las órdenes de don Enrique, y conquistar nuevo renombre y vengar los ultrajes de la corona de Castilla.

Iba al lado de Ramiro de Linares otro guerrero de más edad. Echábase de ver en su frente despejada y serena, en la marcial desenvoltura de sus ademanes y en el gentil denuedo con que se gallardeaba en la silla, un hombre petulante y quimerista, rebosando franca satisfacción por la idea de su propia valentía y de su mérito. A semejante señas habrán ya conocido los lectores a nuestro amigo Roldán, que había estado aguardando muchos días al caballero del Cisne en el castillo de Pimentel para acompañarle a la campaña de Castilla. Ufano de poder desplegar ante su discípulo los conocimientos que se preciaba tener en el arte de la guerra, andaba con mesurado talante a la cabeza de los vasallos de Ramiro, hablando a este al mismo tiempo no sin cierto espíritu de jactancia y vanagloria.

-¡Caiga sobre el rey de León y de Castilla la maldición de San Jorge! Exclamó al divisar al principio de una tarde los pabellones del campamento aragonés, formando vasto círculo en derredor de la villa de Ampurias y de su antiguo alcázar. ¡Caiga sobre el rey de León y de Castilla la maldición de San Jorge! Como no se despierte ahora al aspecto de tantos valientes reunidos para atacarle, digo que aún es más tímido e indolente de lo que la fama lo pinta. Por San Andrés, señor discípulo, que si no le acantonamos en las torres de Segovia, ni somos hombres de pro, ni merecemos un tan bravo capitán como el infante don Enrique. No dejaré de echar esta misma noche un par de tragos valientes a la salud de la primera lanzada que se dé entre los buenos caballeros de ambos ejércitos.

-Con perdón del caro maestro, respondió Ramiro, yo sé que los echaría en obsequio de todas las lanzadas del mundo.

-Eso bien podrá ser en tiempo de paz, repuso Roldán; pero has de saber, señor barbilindo, que cuando me hallo en campaña puedo disputar la sobriedad en la comida y bebida al más rígido ermitaño.

-¿Al de Arlanza por ejemplo? Preguntó irónicamente su discípulo.

-Si mal no me acuerdo, satisfízole Roldán algo mohíno, ya te dije antes de salir del Aragón que aún no sabías lo que valía Roberto cuando se trataba de hacer la guerra en debida forma. Bien tuve lugar de admirar tu destreza en los torneos, ahora veremos que tal lo luces en las batallas. Espero que así como aprovechaste para el arte de justar las lecciones que te diera en otros tiempos, no dejarás de sacar buen partido de las que me veas practicar actualmente en los combates. La ciencia de la guerra, señor discípulo, se conoce harto mejor en Italia que en Aragón y Castilla, y supuesto que pude darte tal cual idea del manejo de las armas antes de romperme los cascos en Sicilia y en Nápoles, calcula si va fuera de propósito el jactarme ahora de conocer razonablemente aqueste oficio.

-No lo dudo, no lo dudo, replicó el del Cisne; y si he de decir verdad más temo las emboscadas de la corte de Castilla, que las sangrientas lides donde nos lleva el infante.

-¡Válgame Dios!, gritó Roldán, ¡y no se avergüenza de decirlo! ¡Un soldado de pro tener miedo a las emboscadas! ¡Por San Cristóbal mártir puedo jurar haber dado en más de ciento, saliendo casi de todas con lucimiento y honor!

-Advertid que no se trata ahora de tales lances, y que según vuestra respuesta veo que no me comprendisteis.

-¡Cómo que no te comprendí!, replicó Roberto; ¿con qué no sabré yo lo que son las emboscadas, cautiva criatura? ¡Calla, calla por tu vida, discípulo, que me estás dando con cada una de tus palabras dos mil tragos de tormento! Yo te aseguro que no han de pasar muchos días sin que sepas el modo de averiguarte con ellas, porque ese era el ardid de guerra favorito del rey don Alfonso.

-Eso sí, caro maestro, dijo riéndose el Cisne; echad por el atajo, y más que estéis hablando despropósitos toda la tarde, puesto que nadie os va a la mano loado sea Dios, nome deis tiempo de decir si quiera, como sólo se trata de las perfidias y asechanzas que urdirme en la corte pueden los secuaces de don Álvaro, y en manera alguna de esos ardides guerreros que tan inoportunamente celebrasteis.

-Será lo que tú quieras, señor risueño; pero te repito otra vez, y te repetiré otras mil, que si no aprendes a salir con gallardía de una emboscada, en mal hora espada ciñes y calzas luciente espuela. Y por lo que toca a esotras tramas y badulaques y enredos, allá te las avengas con los pícaros cobardes que tienen la malicia de tenderlos; bien que mi consejo fuera que sólo los desenredares con la punta de la lanza.

-¡Oh! Sí: con ella castigaré de un golpe los raptores de Matilde y vil que tanto persigue a Blanca de Castromerín.

-¿La remilgada reina del torneo, señor galán? ¡Tenga el cielo piedad de nosotros! Ya veo que no aprenderás las emboscadas en toda tu vida, ni aprovecharte sabrás de mis avisos en la próxima campaña. En hora aciaga rompiste un par de lanzas por aquella melindrosa hermosura; más te cumpliera haberlas corrido por las barbas del moro Gazul. ¿No es bueno que vayas distraído en esos devaneos y amoríos cuando te manda el deber tomar por asalto sus castillos y acuchillar su parentela? En nombre de San Cervantes, discípulo, que vuelvas en ti, y que no eches a rodar por no sé que briznas de enamorado y babieca la ocasión de aprender a distinguirte entre los adalides de la fama. Pero alto: ha aquí las murallas de Ampurias; deja a mi vigilancia esos soldados, y corre, si te place, al castillo a presentarle al infante y a pedirle alojamiento.

Así lo hizo el del Cisne; y habiendo entrado en el alcázar atravesó por magníficas estancias, cuyas altas paredes estaban adornadas con retratos de los condes de Barcelona y reyes de Aragón. Caballeros y barones, jefes de todas clases y graduación, pajes, reyes de armas y multitud de ministros iban y venían por aquellas salas y corredores con cierta precipitación y aire de importancia, que daba a conocer a tiro de ballesta la urgencia y la gravedad de sus negocios. Distinguíase también algunos jefes y generales que habían ganado honrosa reputación en las campañas de Italia, y otros muchos cuyos nombres, ya célebres en los anales caballerescos, recordaban a la imaginación una ascendencia ilustre y proezas dignas de eterna nombradía. El carácter militar de aquella especie de corte parecía alejar de ella la envidia, la reserva y la tortuosa política tan comunes en los regios alcázares: todo anunciaba el deseo de distinguirse por la carrera del honor y de la lealtad en fuerza de noble emulación y de belicosos prodigios.

El caballero del Cisne, a quien nadie dirigía la palabra, se asomó a una de las ventanas góticas que adornaban la sala, con ánimo de aguardar tranquilamente a que el infante saliese para recibir sus órdenes. Mientras contemplaba desde ella la célebre villa de Ampurias y el país donde se eleva, grato a la imaginación por haber sido en muchas épocas el teatro de famosas guerras, distrajéronle dos palmadas que le dieron en la espalda. Volvióse rápidamente para ver quién fuese, y con notable satisfacción suya se halló en los brazos de Arnaldo.

-Bienvenido seáis entre los valientes que ya tienen nuevo ultraje que vengar, díjole tristemente el conde. Os juro a fe de caballero, prosiguió apretándole la mano y fijando en su rostro unos ojos encendidos en cólera, que apenas ha podido el príncipe detenerme en sus reales, desde que esos salteadores de Castilla sorprendieran indefensas las torres de San Servando.

-Pues por lo que a mí toca, respondió su amigo, sólo la promesa que me arrancasteis hame conducido aquí sin primero arrojarme a socorrerla. Pero no me ganaréis en entusiasmo y rencor cuando tratemos de combatir a la vez por su libertad y venganza.

-¡Fementidos!, exclamó el señor de Urgel; ¡no en balde les he jurado un odio eterno, y lavar en su sangre impura las afrentas de la casa de Armengol! Venid, venid, amigo mío, que tiempo sobrará para que hablemos en orden a esto: -y tomándole de la mano lo condujo por medio de las guardias a la presencia del príncipe.

Al entrar en el salón donde se hallaba, salió de un brillante grupo de caballeros un mozo lleno de nobleza y majestad, adelantándose hacia los dos amigos. En su gallardo aspecto, en su culta y militar desenvoltura fácilmente reconoció el del Cisne al infante don Enrique de Aragón.

-Permitid, díjole Arnaldo, que os presente uno de los paladines más distinguidos de nuestra edad, único vástago de principal familia aragonesa...

-Y que más gloria ha ganado contra las falanges de Castilla, dijo el príncipe interrumpiéndole. Perdonad, querido conde; pero me parece que no había necesidad de ceremonial para presentar un Pimentel al más acérrimo defensor de la casa de Aragón.

Al decir esto tendió la mano a don Ramiro con marcial y amistosa franqueza, quien por su parte no pudo dejar de manifestar el debido respeto a sus heroicas prendas y elevada jerarquía.

-Caballero del Cisne, prosiguió el infante, no podéis figuraros el dolor que me cabe por la pérdida de la hermosísima Matilde; pero me lisonjeo de que sin necesidad de separarnos, como pretendía el conde, rescatar podremos a la amable huérfana persiguiendo de muerte a sus bárbaros opresores.

-Por lo menos, respondió Arnaldo, me sirve de algún consuelo el que pondréis en su punto un sacrificio de tanto peso. La misma Matilde me lo ha de agradecer cuando llegue a su noticia, puesto que es muy natural a la familia de Urgel el olvidarse de sí misma para acudir a la voz de sus reyes y manifestarse agradecida a sus bienhechores. Por lo demás yo la arrancaré aunque sea de las entrañas de la tierra; ¡tan fácil fuera a mi brazo enarbolar el lábaro en la Meca, o la oriflama en las altas torres de Sión!

-De mejor gana emprendería tal hazaña, respondió el príncipe, que la guerra contra gentes que hablan nuestro idioma y profesan la misma creencia. ¿No es un dolor que se derrame tanta sangre por el orgullo y manejo criminal de un despreciable favorito?

-¡Caiga sobre su cabeza el fulminante rayo que le preparan tantos héroes!, respondió Arnaldo.

La hermosa presencia del príncipe unida a su carácter abierto, al propio tiempo que decoroso y cortesano, le daba cierto ascendiente que no podía dejar de cobrar fuerza con el recuerdo de que recaían tan bellas cualidades en un joven ya cubierto de laureles, y descendiente de la más gloriosa estirpe de Europa. Sobre todo don Ramiro quedó como encantado de aquel afectuoso acogimiento, y resolvió en lo más íntimo de su corazón hacerse digno de pelear bajo sus gloriosas banderas.

-Dignaos, díjole doblando la rodilla, recibir el juramento de vengar las afrentas que ha recibido de don Álvaro de Luna la real casa aragonesa.

Sin permitir el príncipe que llegase a colocarse en tan humilde postura, recibióle en sus brazos, y estrechándole amistosamente en ellos: -¡Cuánto no os debo, dijo volviéndose al conde de Urgel, en haberme adquirido un amigo de semejante mérito!- Y presentándolo en seguida a los jefes y capitanes que se hallaban presentes: -Caballeros, continuó, la adquisición que acabamos de hacer en este gentil guerrero es un presagio feliz de la victoria: las falanges de Castilla temblarán ante las nuestras al saber que marcha en ellas el caballero del Cisne.

Arnaldo amaba sinceramente a Ramiro, ya por hallar cierta conformidad e hidalguía en sus ideas, ya por su reputación entre las buenas lanzas de que se jactaba la corte aragonesa. Teniendo además tanta ambición como bizarría, y fiero de la augusta amistad que le ligaba al infante dándole un lugar muy distinguido entre los jefes del ejército. Sentía la mayor complacencia en haberle proporcionado un joven de tal celebridad y linaje. Su satisfacción interior era tanto más bien fundada, cuanto que el príncipe, encantado con la presencia y marcialidad del nuevo campeón, le daba las mayores pruebas de consideración y afecto.

-Hace ya tantos días, le decía, que os halláis como separado del teatro de la guerra, que no miro fuera de propósito instruiros en los últimos acaecimientos. Detenido en este castillo de Asturias para reunir los escuadrones de Navarra y Aragón, no me ha sido posible sorprender al enemigo en el reposo de sus madrigueras. Confiaba, para decir la verdad, en el carácter indolente del monarca castellano; pero he sabido que pudieron tanto con él las hostigaciones de don Álvaro de Luna y el duque de Castromerín, que a banderas desplegadas le han hecho tomar la vuelta de Pamplona, habiendo ya reunido sus huestes a las del príncipe de Viana. Tal es el ímpetu de los enemigos, que hasta se vanaglorian de apoderarse de aquella célebre ciudad. Sin embargo, mi ejército ya reunido y perfectamente equipado debe marchar dentro de dos días a su encuentro. El consejo está dividido en bandos: defienden unos que dejemos internar al enemigo; que cuanto más se aleje de sus lares más segura y completa alcanzaremos la victoria. Otros piensan al contrario; que semejante lentitud, al paso que entibiará el fervor de nuestros amigos y partidarios, animará a los de Castilla, creyendo que no nos atrevemos a presentarles la batalla. Entre los jefes que mantienen esta última opinión encuéntrase vuestro amigo el bravo conde de Urgel.

-Cierto, dijo Arnaldo; pues aunque seamos inferiores en número, les superamos en disciplina y valor.

Sea como fuere, continuó el príncipe, una vez sacado el acero arrojaremos la vaina y pondremos toda la esperanza en el Dios de los ejércitos, que es el que ve la pureza de nuestras intenciones y la justicia de la causa que defendemos. ¿Tendríais ahora, señor caballero, la condescendencia de decirnos vuestra opinión sobre estos puntos?...

Un vivo y modesto carmín sonroseó las mejillas de Ramiro antes de contestar a tal pregunta. -Príncipe, dijo, me guardaré muy bien de decidir sobre materias concernientes a una situación que sólo conozco muy superficialmente; pero puedo asegurar que aquel parecer me será más grato, que me proporcione con mayor prontitud la ocasión de manifestaros mi sincero agradecimiento.

-He aquí lo que se llama responder como un digno descendiente de los Pimenteles de Aragón. Para que ocupéis, empero, un puesto digno de la sangre que os ilustra y del espléndido renombre que os distingue, permitidme confiaros una de las alas del ejército que tengo el orgullo de mandar.

-Os suplico no atribuyáis a poco celo el que no acepte tan generosas ofertas. Veo en esta misma sala guerreros llenos de canas y cicatrices más dignos de estos favores: por mi parte, harto feliz si puedo llegar a imitarles, sólo os suplico me sea permitido combatir en la vanguardia mandando los fieles vasallos del conde de Pimentel.

-Por lo menos, repuso el príncipe encantado de oír contestación tan modesta, no me quitaréis el placer de veros pelear con mi propia espada. Sabed que la hoja es del más sobresaliente artífice de Milán, añadió presentándola al caballero; y que no os será posible hallar amigo que tan fielmente os sirva... Conde de Urgel, hagome cargo de que tendréis mil cosas que decir a vuestro hermano de armas, y no quiero abusar más tiempo de vuestra condescendencia. Ea, amigos míos, mañana al salir el sol desfilaremos en buen orden, y al día siguiente empezaremos a marchar hacia el enemigo bajo los felices auspicios del triunfo y de la gloria.

-Vaya ¿qué tal os parece? Preguntó Arnaldo a Ramiro bajando las escaleras del palacio de Ampurias.

-Que si mil vidas tuviera las sacrificaría gustoso por un príncipe tan bizarro.

-Harto sabía yo que no podríais menos de pensar así en cuanto le vieseis y hablaseis. No es esto decir que deje de tener sus flaquezas, bien que tal vez dimanadas de la crítica posición en que se encuentra. ¿Reparasteis en el enjambre de napolitanos que le rodea?, pues sabed que le meten en la cabeza los más extraordinarios proyectos sin que sean menos descabelladas sus orgullosas pretensiones. La envidia no duerme, amigo mío: tan lista anda por este campamento como por los alcázares de Burgos y Pamplona. Os doy la enhorabuena de que hayáis rehusado el mando del ala del ejército: Fabrique de Trastámara, López - Dávalos y otros muchos aspiran a tal honor, y como lo hubieseis admitido a pesar de la limpia cuna y de la celebridad que os ennoblecen, verían en vos un estorbo a sus adelantos, y os trataran de advenedizo y aventurero. Por lo mismo no hay más que aguantar la tormenta; paciencia y barajar: como me interne yo con la vanguardia por tierras del rey castellano, ya les enseñaré lo que va de ellos a mí.

Bajaron a la villa, donde habiéndose reunido con Roldán, dispusiéronse para la revista general que había de tener lugar a la salida del sol. Después de dar el debido tiempo a indispensables preparativos, y proporcionar algún descanso a los soldados, retiráronse a descansar también, y no se levantaron hasta que el eco marcial de cien clarines les anunció la hora de presentarse.

-¡Cuerpo de mí!, exclamó Roldán: hace ya tiempo que no me despertaba el son de tan agradable música. Paréceme haber vuelto a los floridos años de mi juventud primera, según me remozan los aires de esos instrumentos bélicos. Mucho tardo en ver desplegada la antigua bandera ostentando las barras del Aragón al frente de brillantes escuadrones, y ondeando al soplo de los airados vientos que vienen de Castilla.

-Hola, maese Roldán, dijo Arnaldo entrando en el aposento: según trazas aún no habéis olvidado la costumbre de madrugar que nos hicieron aprender en las campañas de Italia.

-¿Pareceos, señor conde, respondió Roldán, que estéis hablando con algún soldado bisoño? Nunca me halló el toque de los clarines sin haber alegrado ya mi cuerpo con dos cuartillos de lo caro.

-Eso sí, dijo reuniéndoseles el del Cisne, y aún se puede dudar si son los cuartillos o el eco de las cornetas los que tienen la virtud de despabilar a cuantos siguen la honrada profesión de las armas. Pero ya es hora de que nos pongamos al frente de nuestras lanzas, y marchemos adonde se reúnen los escuadrones del ejército.

Aún no asombraba el sol por el horizonte cuando el infante don Enrique, con algunos de los principales caballeros más inmediatos a su servicio, estaba aguardando en la cumbre de una colina muy poco elevada que desfilase delante de él el ejército destinado a la guerra de Castilla. Al estrepitoso estruendo de músicas militares marchaba a la cabeza de la vanguardia el conde de Urgel con el acero en la mano, levantada la visera y moviendo airosamente el penachudo yelmo que resplandecía en su cabeza. En sus ojos centellantes, en sus animadas facciones, y en la confianza con que le seguían los robustos montañeses descubríase un campeón arrogante y ambicioso, capaz de hacer temblar a los reyes en el solio, y de trastornar el mundo con su espada. Llevaban sus soldados gabán de grosero paño sujeto en derredor del cuerpo con apretado cinto de baqueta por el que salía agudo puñal con empuñadura de asta. Los botines de piel de búfalo subíanles más arriba de la mitad de la pierna, y encajábales hasta los ojos gorra graciosa y velluda, coronada de plumas, por debajo la cual asomaban pobladísimas cejas sombreando el torvo gesto de sus facciones. Por lo demás recios y fornidos, anchos de hombros, de elevada estatura y descompasados ademanes, daban idea de una robustez y fiereza las más a propósito para luchar a la vez con las inclemencias del cielo y con la pujanza de impetuosos enemigos.

Pasado este escuadrón que seguía al jefe de toda la vanguardia, divisábase el hijo de don Íñigo llevando en la cimera del yelmo un Cisne con las alas desplegadas, que arqueaba el blanco cuello por entre las móviles plumas del penacho. Era la coraza de color azul con realces y perfiles de plata, y en medio del broquel triangular limpio de acero brillaban en campo de oro ilustres timbres de los Pimenteles de Aragón. Iba al lado de mancebo tan gentil Roberto de Maristán y con manso y reposado continente, luciendo una espléndida armadura que le regalara el ilustre conde don Íñigo.

Su rostro prolongado y desabrido, el aire, aunque intrépido y marcial, poco afable y cortesano, y cierta chispa de presunción nada graciosa, que se echaba de ver al través de su gravedad solemne y afectada, hacían singular contraste con los modales llenos de afectuosidad y finura, que recomendaban a tiro de ballesta el carácter de su discípulo. Seguían detrás de ellos las trescientas lanzas con que auxiliaba al príncipe el conde Pimentel: era agradable espectáculo el ver cual tascaban los caballos el duro freno, dando saltos y corbetas como en jactancia de su reprimida energía; y cual centelleaban con los rayos del sol las tersas armaduras de los jinetes, agitándose en lo alto de sus yelmos livianas plumas de caprichosos matices. Correspondió el príncipe con galán saludo a los honores de esos primeros escuadrones de la vanguardia, que iban al parecer a la guerra más briosos y confiados en razón de llevar a su frente los dos héroes del ejército, el conde Arnaldo de Urgel y el caballero del Cisne.

Numerosas huestes se sucedieron tras de aquestas, igualmente conducidas por belicosos barones y esclarecidos capitanes. Los soldados se presentaban erguidos en las marfiladas sillas tributando pleito homenaje al príncipe que iba a mandarles, y procurando hacer honor a sus respectivas insignias y militares banderas. Brillaban en larga perspectiva los que se muestran ufanos de haber nacido en la inmortal Sagunto, y los que danzan en las riberas fértiles del Ebro: aquellos pueblos zafios y salvajes que apacentan numerosísimos ganados y luchan con el oso en las enriscadas cumbres del Moncayo; los que beben las aguas del venerable Turia y los que respiran el aire puro de la gentil Valencia, iban sucesivamente desfilando animados de aquel espíritu marcial, infalible precursor de la victoria.

Notábanse después las milicias que seguían a los señores de Moncada, con las que habían levantado los condes de Benavente y del Ruisellón; y también, aunque más temibles por su astucia y ligereza que por la robustez de sus formas y sólida resistencia de las armaduras, los escuadrones de tropas sicilianas acostumbradas a la guerra, y ardiendo en deseos de señalarse. En vez de dobles corazas y anchos broqueles cubrían sus ágiles miembros flexibles mallas de acero que se prestaban fácilmente a las inflexiones del cuerpo, y resguardaba sus frentes un limpio capacete coronado de penacho azul que dejaba descubierto su semblante juvenil, ojialegre y travieso. Mandábalos Belisario Claramonti, famoso adalid de aquellos tiempos, el primero que había escalado los castillos de Nápoles, cuando los tomó por asalto el bravo rey don Alonso.

Sonrióse el príncipe al pasar este caudillo que le recordaba el esplendor de sus primeras campañas, y no dejó de mostrarse igualmente afable con el resto de falanges, que marchaban en buen orden y acompasado silencio en seguimiento de las ya nombradas. Los Aznares de Mondéjar, los señores de Albarracín y los Cominges de Francia se distinguían entre ellos no menos que el joven marqués de Montereal, quien volara a los campos del honor, a pesar de las lágrimas de una madre anciana que había visto perecer todos sus hijos en las guerras de Castilla.

Quedó el infante en gran manera complacido al ver la varonil disposición y el aguerrido carácter de las tropas que obedecían sus órdenes, y señaló el siguiente día para marchar a reunirse con los agramonteses que mandaba el rey de Navarra, y salir al encuentro de las tropas que defender pretendían a don Álvaro de Luna.




ArribaCapítulo XIX

La batalla de Aivar


Entusiastas y bizarros los escogidos guerreros que componían aquel formidable ejército, vencieron los inconvenientes de una marcha penosa y dilatada hasta llegar a poca distancia de los escuadrones mandados por el rey de don Juan de Castilla. También el monarca de Pamplona iba animando con su presencia las haces capitaneadas por el infante de Aragón, el cual con su afabilidad y belicosas maneras, al paso que las mantenía en el fervor de su primitiva cólera, no dejaba de tener a raya sus naturales ímpetus. Nacido con el raro talento de mandar a los demás, supo obligar a aquella desordenada turba a que obedeciera ciegamente sus órdenes sin que echase de ver el impulso que la conducía. Así es que la licencia en tan numerosas huestes se convirtiera en disciplina, la temeridad en mansedumbre, la impaciencia en silenciosa confianza; y a pesar de ser un cuerpo compuesto de tan diversas pasiones y contrarios elementos, no parecía sino que tuviese una alma sola, según era dócil y sumiso a las voluntades de su general. No de otra suerte se reprime el impetuoso caballo para obedecer las insinuaciones del jinete: por más que riza la crin al estrépito de las armas, por más que le exalta el eco de la trompa guerrera, acorta el paso, reprime su ardor, y se contenta con bañar de espuma el freno, mientras no se le manda acometer.

Con tan felices disposiciones asentaron los aragoneses sus reales sobre la villa de Aivar que se tenía por los contrarios, haciéndola respetable y fuerte determinados guerreros, altos torreones y sólidos baluartes. Acudieron los castellanos y avistaron aquellos dos ejércitos cuyas filas encerraban los más célebres campeones de entrambos reinos. Sin embargo , la proximidad de la noche hizo que se mantuviesen tranquilamente en sus trincheras dispuestos a resistir al enemigo si trataba de forzarlas; pero resueltos a no pelear sino con la luz del día. Brillaban en uno y otro campamento innumerables hogueras, en derredor de las cuales se distinguían varios grupos de soldados con su férreo casco en la cabeza, apoyados en las picas, y absortos al parecer en serias meditaciones; mientras ocupábanse otros en bruñir paveses, acicalar yelmos, limpiar corazas y aguzar los filos de toda clase de armas ofensivas.

Los principales jefes del ejército enemigo se hallaban entonces reunidos en consejo discutiendo ya con prudencia, ya con belicoso ardor el plan del combate que se había de dar el siguiente día. Don Álvaro de Luna, su hijo don Pelayo, Rodrigo de Arlanza, el maestre de Calatrava, Ramiro de Astorga y otros capitanes defendían ser del caso, aunque hubiesen de abandonar para ello su ventajosa posición, acometer desde que amaneciese al enemigo contra el prudente dictamen del príncipe del príncipe de Viana, del duque de Castromerín, de don Luis Biamonte, jefe de los biamonteses, del caballero Monfort y de los otros muchos, a los que parecía inclinarse el irresoluto monarca. Acalorábanse los ánimos, proponíanse nuevos y descabellados medios, y puesto que no reinase la mayor sensatez en muchos de los pareceres, brillaba casi en todos la más temeraria audacia.

No fueron tan fogosas las discusiones entre los jefes del ejército de Aragón, a pesar de que se hallaban animados de un iracundo espíritu de venganza. El infante, por ejemplo, iba a destruir para siempre el bando que dio la muerte a su padre: peleaba el conde Arnaldo para colocarlo en el trono y libertar a Matilde: el caballero del Cisne por andar sediento de la sangre de su rival, y los demás combatientes para destruir de raíz los enemigos de Aragón, y volver triunfantes a su patria con nuevos y gloriosos timbres.

Salió el sol espléndido y sereno derramando sus rayos de oro sobre las haces aragonesas y castellanas, que puestas en orden en la espaciosa llanura observábanse en silencio cual antiguamente dos gladiadores antes de arrojarse el uno contra el otro en medio de la arena olímpica. En sus manos hallábase entonces colocada la suerte de la península, y en la actitud imponente que guardaban parecían como convencidos de los grandes resultados que acaso acarrearía a la España el éxito de la batalla. El príncipe don Enrique, acompañado de los jefes del ejército, iba recorriendo las filas y exhortando animosamente a los soldados. Otro tanto hicieron los capitanes de las huestes castellanas, y un prolongado grito fue la contestación de aquella muchedumbre de guerreros, señal evidente de que iba a darse principio la pelea.

Presentaban los infantes del ejército aragonés un dilatado frente de dos líneas, mientras dividida la caballería en dos legiones mandadas por Belisario y Ramiro de Linares, veíase en cada uno de los extremos dispuesta a sostener los flancos. Tomó su posición un poco a la espalda de los de a pie; y allá en remoto término formando punto céntrico con ella brillaba otro bosque de lanzas que componían el cuerpo de reserva al mando del conde del Ruisellón, donde también se hallaban los leales agromonteses, capitaneados por el marqués de Cortes, custodiando al rey de Navarra que escogiera en razón de la edad aquel puesto a pesar de su indómita altanería. Tan precisos eran los movimientos de estos escuadrones, que mirando el ejército de Aragón desde la cumbre de los montes inmediatos, se parecía al arco de un flechero cuando tira éste de la cuerda para disparar la saeta.

El centro de las falanges castellanas era conducido por el príncipe de Viana, y al frente de las dos alas destinadas a sostenerlo marchaban con gentil talante el membrudo Arlanza y el duque de Catromerín. Los grandes que iban en el ejército, los ricos-homes y los hidalgos de mayor pujanza rodeaban a don Juan el II, formando un muro impenetrable en derredor de su sagrada persona. Elevábase ondeando en medio de aquella espléndida cohorte el pendón real de Castilla, que a veces tantas se enarboló triunfante, ya a despecho de las lises de Francia, ya sobre las medias lunas de la imperial Toledo y la opulenta Sevilla.

Metíase en esto por entre las filas el condestable don Álvaro, dando las últimas órdenes a los jefes. En su rostro, desmejorado por las zozobras y cavilaciones de un espíritu artificioso, se notaba cierta desazón interior, efecto sin duda de su crítica situación, pues casi pendía la suerte de su bando del éxito de la batalla. Revolvía con frecuencia hacia el escuadrón sagrado que resguardaba la persona real, cual si temiese que durante aquella célebre jornada se la hubieran de arrebatar como había acaecido otras veces; y su aire inquieto, receloso y algún tanto irresoluto hacía singular contraste con el del manso príncipe de Viana, cuyos apacibles rasgos indicaban sólo la profunda aflicción que causaba a su espíritu el verse luchando de poder a poder contra su propio padre el rey de Navarra.

Así bajaban en buen orden al valle, mientras el eco de los timbales y clarines se adelantaban también a su encuentro las inmensas líneas del ejército contrario, entre las cuales de cuando en cuando se oían las voces de ¡flecheros de Aragón! ¡lanzas de Navarra!, y otras a este tenor, indicando la porfía de los cabos en alinear las tropas y hacerlas avanzar, según los usos militares de aquellos tiempos. Levantaban marchando con silencioso compás una nube de menudísimo polvo, y al llegar casi a tiro de ballesta de los castellanos, doblaron unánimemente una rodilla y recibieron la bendición del anciano obispo de Albarracín, por cuyo pálido semblante se veían correr algunas lágrimas al cumplir con este deber triste de su augusto ministerio. Latió con violencia a tan tierno espectáculo el corazón del caballero Cisne, y no pudo dejar de pensar en que dentro un instante muchos de aquellos valientes dormirían en eterno sueño.

Arnaldo y Ramiro recibieron orden de verse con el príncipe don Enrique, al que hallaron bajo de un árbol sentado sobre un haz de sarmientos, en medio de algunos barones y capitanes.

-Las primeras líneas del ejército, dijo a los dos amigos, han empezado a disparar los arcabuces, y aún si no me engaño anuncian ya los clarines que están las haces próximas a revolver unas contra otras. Halláisme tranquilo, no obstante, debajo de este nogal sin participar del lauro de mis compañeros peleando a la cabeza de los escuadrones. No lo extrañéis: acaba de proponerme un labrador de esos campos que conducirá una parte de mi ejército por incógnitos senderos al través de lagunas y pantanos hasta pillar la espalda de los enemigos. Ardua es la empresa, ya por su celeridad, ya por el riesgo de que se descubra el trozo destinado a llevarla a cabo. Conde de Urgel, dos horas os doy de tiempo para su ejecución, y entre tanto con Ramiro de Linares y esos bravos capitanes que me acompañan, procuraremos sostener el choque de los castellanos, y dar con esto el tiempo necesario a la carga de vuestros montañeses.

-Me honráis con una comisión que pide de suyo más prudencia de la que esperar se puede de mis pocos años: sólo siento no pelear al lado de mi hermano de armas; pero le cito para que nos reunamos en el corazón del ejército enemigo.

Encendiéronse en vivo fuego las mejillas del conde Arnaldo, manifestando la impaciencia en que su gallardo pecho ardía por verse en medio de las falanges castellanas. Hizo un profundo acatamiento, abrazó al caballero Cisne, y echó a andar tras de su conductor, mientras subía el príncipe a caballo para irse a colocar al frente de las legiones, rodeado de algunas de las lanzas que obedecían al hijo de don Íñigo y a su impávido maestro.

Marchaba en tanto el fogoso conde al través de los matorrales y pantanosas malezas, sin poder reprimir el furor que le causaba el ver retardar el momento de arrojarse a los contrarios. Subía de punto su impaciente cólera oyendo a su derecha los gritos de los combatientes, el fragoso estruendo de las armas, los tiros de los arcabuces, las carreras y relinchos de los caballos, el son de las trompetas y el crujir de los botes, grandes cuchilladas y portentosos reveses. Mandaba acelerar el paso a sus fieros catalanes, y se irritaba teniendo que andar a menudo con el cuerpo algo inclinado para no ser visto de los enemigos, o meterse en espesos erizales e infestadas lagunas, no pudiendo por lo mismo adelantarse con la velocidad que deseaba su alma turbulenta y belicosa.

Venció por último tan insuperables obstáculos, llegando a ganar una colina que se elevaba a espaldas de los castellanos, desde donde se descubría con la mayor claridad lo que pasaba en el campo de batalla. Era el día limpio y despejado, y lanzaba el disco del sol desde lo más alto del cielo viva y esplendorosa lumbre sobre la vasta llanura donde se decidía con tanta obstinación y pujanza la suerte de Aragón y Castilla. Contempló Arnaldo con silencioso placer aquel sangriento espectáculo: desenvainó el acero, y diciendo a sus soldados que se acordasen del conde de Armengol y de la pobre Matilde, arrojóse con ellos dando desaforados gritos a las falanges castellanas y leonesas, que enteramente ajenas de semejante acometida, no pudieron resistir un tan inesperado y valeroso ímpetu.

Disputábanse en tanto desde mucho rato los combatientes de ambas partes una victoria que con el esfuerzo de tantos héroes manteníase constantemente dudosa. Desde que el infante don Enrique apareció al frente de su ejército acompañado del caballero del Cisne, brilló un férvido entusiasmo en los escuadrones de Aragón, que cayeron con desatinada furia sobre las huestes enemigas. Don Álvaro y su hijo vieron ciar un poco desde lejos en el lado opuesto los hidalgos de Castilla, y alzándose la visera corrieron a todo escape para detener los fugitivos, llevando consigo a Monfort, al señor de Arlanza y a otros acreditados guerreros.

-¿Adónde vais?, gritábales don Álvaro de Luna; ¡insensatos! ¡do corréis? En la lid está la vida y la victoria; fuera del campo el deshonor y la muerte.- Sonrojáronse con tales razones aquellos famosos veteranos, y conducidos por sus jefes volvieron el rostro a la pelea, y no sólo detuvieron el ímpetu de los soldados de Aragón y Navarra, que ya les iban al alcance, sino que lograron dar a la batalla un carácter formidable e imponente.

-Haz tocar al arma, gritó Roldán al del Cisne al notar el singular esfuerzo con que de nuevo acometía la flor de los campeones de castellanos. Haz tocar al arma, te digo: ¿no ves, pecador de mí, que aquellos jayanes del ala derecha tratan de envolver la línea de nuestro ejército? Al arma, al arma, repito; he aquí el momento de hacer nuestro deber: por lo menos ha corrido media hora desde que se oyeron las cornetas de Claramonti anunciando el ataque contra el ala donde pelea el salvaje de Arlanza.

-En efecto, dijo su discípulo, paréceme que muestran los de don Álvaro la intención que acabáis de suponerles, y sólo nuestro escuadrón puede impedir que logren llevarla a cabo. Bien sabe Dios si quisiera aguardar el beneplácito del infante; pero esos perros no tienen traza de darnos tiempo.

-Repara sino, interrumpió Roberto, en el rey de armas que corre seguido de dos lanceros hacia aquella cuesta para asegurar el movimiento de la línea.

-Así es la verdad, repuso Ramiro, y volviéndose a sus guerreros: amigos míos, exclamó, ¡lanzas enristre!, corramos a salvar nuestros camaradas en nombre de Aragón y de San Jorge.

-¡Pimentel! ¡Pimentel! ¡viva el hijo de nuestro conde!, respondieron los soldados a grandes gritos, y arrojándose a todo escape detrás de Roldán y su discípulo.

Pero no tenían que haberlas con enemigos de flaco y desmayado espíritu. El numeroso cuerpo que iban a acometer era todo compuesto de infantería, a excepción de algunos oficiales que iban montados. Al ver la acometida de los caballos que mandaba el del Cisne, la primera línea dobló una rodilla en tierra, y la segunda y tercera permanecieron inmóviles. Los guerreros de aquella hincaron en sus mismos pies el acerado cuento de las lanzas, mientras presentaban los de las otras la punta de las suyas por encima de la cabeza de sus compañeros, oponiendo de esta manera al vigoroso empuje de los aragoneses la misma defensa que el erizo a sus mortales enemigos. Pocos caballeros lograron de pronto abrirse paso al través de aquella estacada de acero; pero el paladín del Cisne tuvo la suerte de ser uno de tantos. Metiendo la espuela a su caballo de batalla hizo saltar al pobre animal un espacio de doce pies, y hallóse de repente en medio de la falange enemiga. Trató entonces de buscar al objeto de su odio, y no se sorprendió poco de ver al buen Roberto combatiendo desesperadamente a su lado. La ternura, el valor, la firme resolución de vencer o morir con su discípulo, habían hecho acometer al honrado veterano con el mismo arrojo que sugerían a don Ramiro el amor, la gloria y la venganza.

-Ánimo, hijo del valiente don Íñigo, decíale Roldán descargando cuchilladas y reveses: ¡San Jorge! ¡San Jorge! ¡bravo! ¡lanzada estupenda!, ya se lo llevaron dos mil demonios. Guarda, guarda, discípulo; revuelve por vida de Satanás contra el de las armas negras: ¡excelente bote! ¡ah perros! ¡así os volveremos a todos patas arriba! ¡San Jorge! ¡San Jorge!...

Hirió entonces los aires desde la otra parte del campo castellano el estrepitoso son de las trompetas anunciando el imprevisto ataque de los montañeses acaudillados por el conde de Urgel. Ved allí la victoria, amigos míos, gritó el infante: nuestros compañeros de armas tienen cercada la columna central de los enemigos... ¡San Jorge por Aragón! y lanzando este grito de guerra hizo sentir el acicate a su caballo metiéndolo por entre los castellanos, que en balde para animarse respondían con las voces de ¡Santiago! ¡España! ¡España! Introdúcese desde aquel momento en ellos la confusión y el desorden, sin que don Pelayo de Luna, el príncipe de Viana, Arlanza, Castromerín y demás jefes pueden volverlos a alinear ni retraerlos de la fuga.

La formidable línea de los aragoneses envuelve el centro de los castellanos acosados por el repentino ataque del señor de Urgel: al mismo tiempo, habiendo el caballero del Cisne completamente desbandado el ala derecha de los contrarios, vuela a socorrer a Claramonti, que con este inesperado auxilio hace otro tanto con la izquierda. Ya no resisten las falanges: ábrense atemorizadas , y dejan penetrar hasta su seno los soldados enemigos. Llénase el suelo de penachos, hierros de lanzas, cotas de malla, alfanjes corvos y acuchillados broqueles; levántase una nube de polvo sobre el campo, y hácenla más densa los vapores de la sangre, el humo de las máquinas que arden, y el inflamado aliento de sesenta mil guerreros. Suceden entonces al combate general mil riñas particulares, y la batalla se convierte en duelo: el jefe busca al jefe, el soldado lucha con el soldado, nadie se acuerda de vencer, a nadie seducen las ilusiones de la gloria, sólo se pelea para matar o vender cara la existencia, porque a todos igualmente hostiga el bárbaro placer de la venganza.

El soberbio Arnaldo, saciado de víctimas, contempla con insultante sonrisa desde el corazón del ejército castellano, cual huyen por todas partes los que se preciaban descender de Pelayo y Rodrigo de Vivar. Descúbrelo Montalván, señor de las Torres de Allende, que venía mandando los caballeros de Santiago, y sorprendido de ver brillar a la vista de tan lastimoso cuadro cierto aire de satisfacción en aquel gesto feroz, jura castigar su desalmada insolencia.

-¡Bárbaro!, le grita corriendo hacia él, no volverás a las horrorosas grutas de tus bosques, ni a vivir con las fieras que te dieron ser.

-¿Y quién eres tú, esclavo vil de un favorito, responde Arnaldo lívido y trémulo de cólera, para insultar a un guerrero que te desprecia por cobarde?

-¡Aleve!, replica Montalván casi llorando de rabia, eres valiente cuando traidoramente asaltas como el ladrón; pero tiemblas delante de un hombre con quien hayas de pelear cara a cara.

El conde de Urgel se arroja sobre Montalván echando espuma por la boca: agítanse los músculos de su rostro, y en toda su persona se advierte una especie de sacudimiento o convulsión que le quita hasta la fuerza de contestar palabra alguna. El más profundo silencio reinó de repente en derredor, porque Roldán se puso a gritar con todas sus fuerzas: -¡Nadie se menee! ¡armas iguales!, dejadles guerrear como buenos caballeros... con lo cual todos suspendieron el golpe que iban a descargar para poner atención en el combate de los héroes.

Mátanse en el primer encuentro los caballos y desenvainan los aceros: rompe la espada de Montalván el escudo de su enemigo; pero la del rabioso conde corta de un revés las correas de su yelmo y deja indefensa la testa de aquel cruzado. Lánzase entonces con el instinto del tigre sobre el adalid de Castilla, que en balde procura resguardar la frente por medio del triangular escudo donde brilla en campo de plata la roja cruz de Santiago: cierra Arnaldo contra él; persíguelo sediento de su sangre sin generosidad, sin compasión, y alcanzándole con otra cuchillada derriba su cabeza que da tres saltos por el suelo murmurando fugitivas imprecaciones. El cuerpo cubierto de hierro de cuyos hombros cuelga todavía el albo manto de la orden, mantiénese un momento en pie; pero pronto pierde el equilibrio, vacila y cae también ruidosamente a las plantas del vengativo conde.

Con este último golpe empezaron a retirar en buen orden los caballeros de Santiago, que rato había eran los únicos que resistieran el ímpetu de los aragoneses, a fin de favorecer la fuga de los castellanos, y de que el rey don Juan tuviese tiempo para ponerse en salvo. Lograron su principal objeto combatiendo con valor sin igual; más no pudieron salvar al príncipe de Viana que quedaba entre los prisioneros. Veíales escapar el conde de Urgel con la ira del gavilán cuando huya la víctima entre sus garras, y no apartaba los ojos del blanco pendón que ondulaba a lo lejos, célebre insignia de aquellos ilustres campeones. Cesó desde entonces el combate : a los gritos sucedieron los clamores, a los insultos el lánguido suspiro de los moribundos: aún quedaban varios pelotones de castellanos combatiendo; pero su escaso número, su desesperación, su desaliento mismo hacían de ellos un objeto de lástima y no de recelo.

Mandó entonces el infante don Enrique tocar la retirada, y los escuadrones fuéronse recogiendo a sus trincheras. Él mismo recorrió todo el campo para apaciguar el encarnizamiento de los vencedores y dar lugar a que no fuesen maltratados los enemigos que cayeran prisioneros. Errando por entre aquella confusión, polvareda y gritería, dirigíase a todo escape el caballero del Cisne hacia el pabellón del príncipe aragonés, y aunque empezaba a cubrir los campos el crepúsculo de la noche, vio desde lejos venir corriendo otro guerrero en quien reconoció muy pronto al infatigable conde de Urgel.

Abrazáronse tiernamente los dos amigos cual si hubiese mucho tiempo que no se hubieran visto, y siguiendo juntos su camino entraron enlazados por la mano en la tienda del infante, donde ya estaba reunido el consejo presidido por el monarca de Navarra. Por entre la estrepitosa llama de las hogueras que ardían en derredor de aquel sitio, se paseaban lentamente los soldados de escogida guardia con orden no permitir que se acercara persona alguna, y en lo alto del pabellón tremolaba la bandera aragonesa ostentando en campo blanco las armas de los antiguos condes de Barcelona. Los barones y capitanes que asistían al consejo se habían señalado en la refriega con hechos dignos de su alto valor y esclarecido linaje; más cuando al resplandor de las antorchas que iluminaban la sala vieron entrar al hijo de Pimentel y al impetuoso Arnaldo, se levantaron con un movimiento espontáneo y natural, tributando por un espíritu caballeresco esa especie de homenaje a las proezas que hicieran los dos héroes en aquella célebre jornada. Aumentóse con esto el entusiasmo de la heroica asamblea que acababa de ceñirse el laurel de la victoria, y celebrada su junta en medio de los restos todavía humeantes de los bravos escuadrones de Castilla. Felicitábanse mutuamente por tan próspero suceso, y ensalzando hasta las nubes al caballero del Cisne, al conde de Urgel y al infante de Aragón, aseguraban que al lado de aquellos valientes llevarían el terror hasta la corte misma de Valladolid, arrancando de su alcázar al pérfido favorito por quien tanta sangre se vertía.

-¿Quién habla de castigar solamente al indigno favorito?, gritó Arnaldo con voz de trueno en medio de la augusta concurrencia: ¿os parece que hemos abandonado nuestros hogares y permitido que nos robasen, durante la ausencia, las dulces prendas de amor, para que el monarca imbécil de Castilla se deje dominar de otro privado tan codicioso y fiero como don Álvaro de Luna? ¡Príncipes y capitanes!, cuando nuestros ilustres abuelos corrían al socorro de los castellanos para hacerles triunfar en las Navas o enarbolar la cruz en lo alto de las cúpulas de la santa ciudad de Córdoba, no creían por cierto que hubiésemos de venir un día a vengar las alevosías de un miserable aventurero. Mayores las sufriremos aún como no arranquemos de raíz el emponzoñado aliento que las vivifica y favorece. La victoria que acabamos de conseguir nos abre el camino hasta el trono de don Pelayo... ¡ay de nosotros si no colocamos en él un monarca amigo de la paz y de la justicia, que sepa conjurar con una sola palabra los elementos de eternas desavenencias que incesantemente atiza el débil príncipe que ahora reina en Segovia! Ya es tiempo de que cesen esas ominosas revueltas: ya es tiempo de que los estados diversos de la península, enlazados entre sí por los vínculos del común interés, de la religión y de la sangre, sean como aquel antiguo pueblo, que se conservaba unido en medio de la corrupción universal, sin tener más que un templo, una ley, un sacrificio; ya es tiempo en fin de que la armonía de los españoles se aproveche de la enemistad de los africanos, repeliéndolos a los abrasados desiertos que los vomitaron. Para que luzcan tan benéficas auroras caiga don Juan el II, y un príncipe de la actual casa de Aragón haga conocer la felicidad a los pueblos de Castilla.

Este discurso pronunciado con vehemencia a la vista de los cadáveres y destrozados despojos de la batalla, y ante encarnizados guerreros, cuyos rostros polvorosos y sangrientos parecían aún más siniestros al reflejo de la luz artificial, produjo una fuerte impresión en los capitanes y príncipes del consejo. Unos querían partir sin dilación alguna contra el resto de las legiones castellanas: otros decían que se había de consultar primero al rey don Alfonso de Aragón: estos gritaban que era preciso atropellarlo todo para seguir un parecer dictado por el genio mismo de la guerra y de la justicia; respondían aquellos que la precipitación juvenil era un delito en orden a asuntos de tanta madurez e importancia. Inflamábanse los ánimos, el furor no bien apagado de la pelea renacía en aquellos caracteres siempre sedientos de sangre, siempre dispuestos a decidirlo todo con la espada; y con tantas voces, aclamaciones y pareceres convirtiérase aquel consejo, denantes grave y sesudo, en una tumultuosa asamblea casi semejante al encarnizado festín de los Lápitas, o a las reuniones nocturnas de los galos.

Cuando se apaciguó algún tanto aquel tumulto dejóse oír la voz sonora del caballero Cisne. -¿A qué os dejáis arrebatar, les dijo, de un fuego inútil? Temed que el enemigo revuelva contra vosotros y se aproveche de una discordia criminal. A pesar de que lo habéis completamente derrotado, no creáis por eso que nos hallemos triunfantes en las torres de Valladolid y de Segovia: preciso será valernos de toda nuestra unión y disciplina para acometer en el mismo corazón de las Castillas a los que arrancarlas supieron de la árabe pujanza. No dudo que reinando entre nosotros la misma armonía que hasta aquí, dejemos de confundir a don Álvaro de Luna y su partido; pero me parece no sólo injusto, sino contrario a los intereses mismos de la corona de Aragón el destronar a don Juan el II por una caprichosa venganza.

¿Qué ventaja nos produce semejante violación de los fueros ejecutada contra una rama de la misma familia, que tan gloriosamente reina en Nápoles y Zaragoza? Más nos conviene la imbecilidad del rey don Juan, que la energía de cualquier otro monarca: debilita aquel el espíritu marcial de los castellanos, al paso que despertándolos éste de su letargo los llevaría continuamente a las fronteras de nuestro reino, ahora en gran manera ocupado con las brillantes campañas que sostiene osadamente en Italia. Creedme ¡oh príncipes y barones!, favorece más nuestros proyectos la pusilánime indolencia de don Juan el II, que su ruina total: vacile enhorabuena sobre el trono: desaliente con su floja cobardía la audacia de los castellanos; mas no le demos otro rey que les recuerde los Fernandos y los Alonsos, ni atraigamos sobre nuestras cabezas los rayos del Vaticano y el odio de Europa entera con medida tan inútil como injusta, hija por consiguiente de una política falsa.

Las palabras del hijo de Pimentel apaciguaron las pasiones de aquella tumultuosa asamblea, y dieron a conocer a casi todos sus individuos lo que convenía obrar en tan críticas circunstancias, sin dejarse arrebatar de los inciensos de la primera victoria. Aplaudieron el discurso de aquel héroe, que aún permanecía en pie con su talla gentil y majestuosa, mientras se extendía en torno un murmullo de admiración que encendía en vivo y modesto fuego su agraciado semblante. Las palabras del conde Arnaldo habían herido la fantasía, habían exaltado las pasiones marciales y violentas; pero hablando las del caballero del Cisne a la sana razón calmaron el volcánico movimiento causado por las primeras, en fuerza de blanda y flexible elocuencia, al propio tiempo dotada de un espíritu de claridad y convicción.

Quiso abrir otra vez los labios el descendiente de los condes de Urgel desesperado de ver que su hermano de armas acababa de echar a tierra sus planes favoritos; pero ya no halló los ánimos en la misma disposición que al principio, y se levantaron cien guerreros para demostrar la sandez y el ningún fruto de su descabellado proyecto.

El mismo príncipe don Enrique, en vista de lo que había dicho el hijo de Pimentel, manifestóse enteramente contrario al plan de destronar al rey de Castilla, y aunque el monarca de Navarra aprobaba en su interior esta providencia negativa y destructora, reprimióse no obstante por ver tan pronunciada opinión de aquella especie de cortes, y manifestó quedar satisfecho con tener a su disposición al desgraciado príncipe de Viana.

Determinóse, pues, continuar la guerra contra Castilla, avanzando lentamente hacia Valladolid, sin más objeto que perseguir al condestable don Álvaro y exterminar su pérfido partido; después de lo cual levantáronse los personajes del consejo, y saliendo del ancho pabellón, atravesaron a la luz de la luna aquel lastimoso campo de batalla lleno de cadáveres ya desnudos, y oyéndose los débiles suspiros de lo que por falta de socorro luchaban con las últimas agonías.




 
 
FIN DEL TOMO SEGUNDO
 
 


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