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Los ahorcados del cuarto menguante


Enrique Cerdán Tato



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Primera Parte

(...) esa quimérica libertad que, erróneamente, suponen que ha sido concedida a todos los hombres por la naturaleza, de la que dicen temerariamente que ha hecho a todos los individuos iguales e independientes los unos de los otros.


De un Edicto Inquisitorial                



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A Sabrino Saña, la lividez se le vino de la misma tierra escarchada aún de vigilias y fue transfigurándolo talmente en presencia del pelotón de fusilamiento. Que vais a matar a un cadáver. Y supo también en aquel instante, que iba a quedar en la memoria de las gentes como un héroe. A Sabrino Saña, la repentina y vaporosa idea de su hipotético heroísmo lo confundió fugazmente: era tanto como colarle de matute un fraude más a la posteridad, ¡qué cosas!

Pero el tiempo se desvanecía en la leve roedura del amanecer y, a una voz, los ateridos guardia civiles descansaron la pupila derecha -la otra, cerrada a remordimiento y odio-, en el fúlgido punto de mira de sus armas. Habían engatillado el dedo y aguardaban la última orden.

A Sabrino Saña, la verdad por delante -como él hubiera querido-, se le esfumó todo el valor, horas atrás, en el recogimiento ya sepulcral de la celda, y la vida se le paró toda de golpe. Que vais a matar a un cadáver. Que es una torpe efusión de plomo. Os digo. Para que la conciencia no abrume más luego y el odio no se empecine, en sangre ajena. Pero estaban como ausentes los guardia civiles y se les veía algo nerviosos y con prisas para concluir de una puñetera vez aquel condenado servicio y darse una vuelta por el confesionario y ya, bostezando las avemarías penitenciales, sorber el café probablemente más amargo de pólvora o la cazalla, para templar el cuerpo y retener los pulsos.

Y estando como estaba, indiferente y distante de la grave ceremonia marcial, con los ojos asomados al piquete y la sangre fría propia del cadáver que era, supo desganadamente que dirían murió como un héroe y que le pondrían su nombre a alguna calle y hasta que levantarían, en su recuerdo, una estatua de granito o de mármol, con una inscripción al pie inflamada y conmemorativa, ¡qué cosas!

Porque a Sabrino Saña, horas antes de su ejecución, se le soltó el vientre y tuvo vómitos y tiritonas, como si de súbito le hubiera acometido el viejo mal que decían de los ardientes. Y sintió cómo el plomo que habría de alcanzarlo en la madrugada, le ponía la sangre en ebullición, hasta abrasarlo; como abrasaran al primer Sabrino Saña del que se tiene noticia registral, los familiares del Santo Oficio.

Quizá por eso, por la generosa agonía otorgada en solitario, se mantuvo impasible, aparentemente altivo, frente al pelotón de fusilamiento. Rechazó el pañuelo que le tendían para que se cubriera los ojos y no quiso nada de asistencias espirituales. El capellán se había retirado, entre jaculatorias, a una prudente distancia del reo incontrito, rex iniquus, murmuró.

Pero Sabrino Saña ya olía a tierra húmeda y recién movida. Y con los nutridos fogonazos, olió también a Begoña, al sexo húmedo y recién penetrado, como la tierra, de Begoña. Begoña desnuda, en la cama, entreabiertas las piernas, mientras él reclinaba su cabeza en el vello púbico, denso y suave, azabachado, no más, ahora, por favor, no más, y le excitó de nuevo aquella súplica casi inaudible, cuando se hizo el estruendo y entraron los cuatro y le golpearon como el rayo, en tanto él precipitadamente palpaba la mesita de noche en busca de su nueve corto, siempre dispuesto con un proyectil en la recámara, por si acaso le saltaba encima la estratagema llegada del soplo, para acariciar desvaneciéndose no el frío pavonado y agresivo de la pistola, sino el limpio clima de las bragas de Begoña que la cubrían fatalmente.

Y se revolvió, con las esposas que sajaban de tan prietas, bajo una sólida batería de puños implacables, y la escuchó sollozar estremecida de miedo, puercos, los muy puercos, y, casi fílmicamente, porque entonces la sangre le reverberaba en cejas y pómulos, vio cómo se contorsionaba en una secuencia cinegética, el vientre terso, los jóvenes pechos desbocados y enrojecidos aún de ternura. Por último, lo introdujeron en un coche. A empellones. A culatazos. Y se le fue el sentido, en aquella espiral que ululaba, entre destellos cerúleos.

Se lo había dicho. Tendremos un hijo, Begoña. Se lo había dicho, no sin cierta pesadumbre. Tendremos un hijo, Begoña, y perpetuará esta estirpe mía y, con ella, junto a ella, también la aflictiva estirpe del verdugo. Pero no era más que una frase y ambos se rieron, mientras Begoña se despojaba de la blusa.

Fue ya en Carabanchel donde supo que efectivamente Begoña estaba embarazada de cinco meses. Casi los mismos que él iba de una a otra cárcel. Pero no sé si es tuyo, Sabrino. Me violaron varias veces, durante los interrogatorios. De modo que no sé si es realmente tuyo, Sabrino. A Begoña, la pusieron en libertad setenta y dos horas después de su detención.

Es mío. Ese hijo que va a nacer, es mío. Se lo había repetido, antes de recibir la nota arrugada y de caligrafía impersonal, pero mucho antes, en tanto medía, obligadamente descalzo, el calabozo. Ese hijo que va a nacer, es mío. Se lo había repetido, quizá para aguantar con entereza las lancinantes torturas, a lo largo de diez días, con sus diez interminables y tremendas noches. Aunque, para entonces, no viva, nacerá mi hijo. Y qué jodidos diez días, con sus diez encrespadas noches; si bien el tránsito apenas era perceptible, en aquella inclemente sucesión de un tiempo siempre igual a sí mismo, descabalgado del reloj o de cualquier otra referencia cotidiana o siquiera verosímil, y acaso reasumido convulsivamente en un cruento sistema de cómputos: la lanceta del voltio ennegreciendo la sangre o el vértigo de la asfixia por inmersión o la brasa del cigarrillo consumida en su costado. Y así, hasta la inconsciencia. Luego, la galería de semblantes torvos -sarcásticos y vindicativos, a veces-, de lamentos estrangulados, de ásperas cerraduras, de rastrillos, de voces distorsionadas en las bóvedas del sótano, antes de renovar los bríos, en la paradójica y reconfortante soledad celular, sobre el banco de piedra, tundido y trémulo aún, pero ya organizando todo un universo, poniéndolo en pie, a partir de aquellos invulnerables muros. Había que rearmar la vida.

Qué diez días tan largos. Porque sus noches no eran más, si eran, que una poderosa lámpara incandescente pulverizando el sueño. Y él iba, engrilletado, de la compulsión a la pesadilla, negándose en rotundo a ceder un ápice en su identidad. Le llamaban Sabrino Saña, como a su padre; como habían llamado también al padre de su padre; como aquel Sabrino Saña primero del que se tiene noticia registral y que fue condenado a la hoguera, convicto y confeso de orgullosa herejía, quinientos años antes de que él naciera, tal y como a él habría de nacerle pronto y de seguro un hijo de las entrañas de Begoña Oteiza.

Porque ese hijo es mío. Se incorporó lentamente y aspiró, una y otra vez, en profundidad el aire corrompido del calabozo. No tardarían mucho en regresar, de nuevo. Entre tanto, había, pues, que rearmar la vida. Y entonces, de aquellas formas caprichosas e irregulares de la pared fronteriza, se le vinieron las inquietantes visiones de El Bosco, sustituidas -minutos u horas después, y en un necesario ejercicio de reafirmación- por la fantasía oceánica de Grünewald, el de las criaturas infernales y monstruosas. Y le ayudaron además a reincorporar sus dispersas señas, veloz y fragmentariamente, el hipocondríaco Turner y Max Ernst, instalado en el vértice de su alucinada incomunicación. Pero se desvanecían, sin embargo, en el lóbrego panel, los delicados escorzos de Fra Angélico y los áticos frutos de un Botticelli primaveral. Y es que se acumulaba en el pudridero décadas ya y cuatro pasos por tres y medio, tomados a la espera del tormento que habría de llegársele, en cuanto bajara la guardia, de desamor.

Entornó los inflamados párpados e imaginó, concentrándose a tope, al redactor-jefe, un dócil saltatumbas frustrado, exorcizando, con todas las cautelas a su alcance, la vieja Underwood, donde solía escribir las críticas de arte o los comentarios de la provinciana actualidad cultural. Casi percibió sus oscuros gorgoteos, al borde de la infalible lipotimia, en tanto leía y releía el despacho de la agencia, fechado en Madrid, y recién sacado de los teletipos: «Desarticulado un comando terrorista» o algo así, con la apostilla del brillante servicio policial, y su nombre -el nombre de Sabrino Saña, ¡alabado sea Dios!- en aquella denigrante relación de elementos armados, subversivos y hasta criminales. Un vaso de agua para don Deogracias que se nos va. Y el flemático Xabier Dols que hacía la sección de sucesos y coleccionaba, por libre, pirómanos, violadores, descuideros y chorizos, murmuraría, sin demasiado recato, y un cirio por el culo, porque a don Deogracias -don Deo en las urgencias informativas- le tiraban lo suyo y por la casta procesiones y solemnidades marianas.

Imaginó también al director, impasible y lacayuno, confirmando la tremenda noticia, antes de evacuar las consultas de rigor al consejero de la empresa editora, fiel y leal de origen a los dictados conciliares, aunque flexibles hasta la tolerancia con determinados grupos vinculados al gran capital financiero o a las grandes inversiones multinacionales. Lápiz rojo, señor Torres, lápiz rojo, ya sabe. Y que ese... ¿Cómo ha dicho que se llama?... Bien. Pues fulmínelo sin miramientos, ¿me entiende? Hay que evitar a toda costa el escándalo y el descrédito. Por supuesto, hablaré en persona con el director general y hasta con el propio ministro, si fuera necesario. Entre tanto, usted proceda con su reconocida discreción y procure zanjar este enojoso asunto. Como comprenderá el prestigio ya venerable de nuestra casa no debe ni puede bajo ningún concepto, ¿me oye usted bien?, verse involucrado en las execrables acciones de un conspirador, de un asesino.

Seguramente Francisco de Asís Torres y Muñoz, tras colgar el teléfono, se habría entregado a una sutil meditación, para después plantear, en primera instancia, sus próximas actuaciones a su incondicional don Deo y a Manolo Rubio, cronista deportivo y hombre de muy probada adhesión al régimen. Pensó que, sin duda, don Deo, aún con el soponcio encima, se resignaría ostensiblemente, mientras que Manolo Rubio, divisionario, alférez provisional, magro, severo e inasequible a la contrariedad, sentenciaría con su voz ordenancista: Moscú nos ha metido un gol.

A Sabrino Saña le animó el entrañable recuerdo de Ignacio Altet, reportero de pura raza y de fino instinto que se había pateado las calles y los suburbios, denunciando sin empacho corrupciones municipales y fraudes inmobiliarios. Que me la van a dar, Sabrino, que me la van a dar. Pero continuó levantando noticias inoportunas y pregonó los sobornos de que pretendían hacerle objeto, hasta que se la dieron. ¿Te das cuenta, Sabrino? Aquí la libertad de expresión se la pasan por donde yo me sé y tú te figuras. Por consejo gubernativo, lo destinaron a una mesa de redacción y sólo le permitían escribir sobre bodas y bautizos. Muchacho, si no fuera por mis cuatro hijos que tienen que comer cada día, te digo. Luego, le vino la úlcera y no había quién le hablara. Sólo tú, Sabrino, sólo tú. Y vigila que no se te vaya la sangre a los zancajos, como a estos hijoputa.

Cuando abrió los ojos, se había instalado en los muros un Saturno goyesco y supo que ya era el tiempo. Chirriaron la cerradura, vuelta y más vuelta de llave, el cerrojo, los goznes. A prisa, vamos, vamos. Eran tres, dos de ellos de uniforme, y lo esposaron. Las manos a la espalda. Vamos, insistieron, otra vez, destempladamente. Se encogió de hombros y disimuló un escalofrío. Sabía bien, demasiado bien, dónde.

Muy pronto, se desorbitó con la corriente en los testículos. Alguien manipulaba el reóstato a su antojo, jugaba con el chisme, hasta que su cuerpo, de pies a cabeza, se envaró primero y observó, a continuación, unas bruscas sacudidas y brincó como un resorte, por último. Tuvieron que reanimarlo echándole un par de cubos de agua helada. Si es que aguantan menos que una mierda, esta pandilla de cabrones. Llamaron, no obstante, al médico y el médico llegó aburrido y le tomó el pulso, por hacer algo, y les recomendó que lo dejaran durante un rato, que no pasaba nada, pero por si acaso, que era un tipo débil aquél. Lo sentaron en una silla, medio desnudo y empapado, y le ofrecieron un cigarrillo que rehusó. No quería darles opción alguna a sus torturadores. Cada quien en su lugar. Y él, Sabrino Saña, soportaría cuanto fuera necesario.

¿Sabes cómo era el velo de la novia? De tul ilusión, claro. Y llevaba un hermoso ramo de gardenias. Ignacio Altet sonrió. Verás, muchacho, en el fondo todo esto resulta divertido, ¿no te parece? Aún tomaron un par de ginebras, en la cafetería junto al periódico. Y ahora, te dejo, tengo que escribir. Ha sido una ceremonia nupcial de primera. Y tú procura pasarlo bien en Madrid. Le tendió la mano y salió tambaleándose. Desde entonces, no se habían vuelto a ver.

¿Que pensaría el veterano reportero de su detención? Probablemente, se embriagaría. Soy un perfecto cobarde. El muchacho lleva seis días en los sótanos de la Dirección General de Seguridad y mientras yo aquí, en la inauguración de este nuevo y elegante club de regatas. Qué curiosa solidaridad la nuestra, Sabrino, qué curiosa. Ni siquiera nos permiten hablar de ti, en la redacción. Porque la empresa ya te ha condenado. Camarero, otro whisky. Con hielo, por favor.

Seis días. Y le estarán zurrando lo suyo, por supuesto. «Desarticulado un comando terrorista». Letra a letra y golpe a golpe, como en un mecánico parto de tintas y estupor, llegaste por el teletipo: ese a be erre i ene o espacio ese a eñe a. Sabrino Saña. Y a don Deogracias que es un cretino irreversible le dio el vahído. Y llevaron un vaso de agua en vez de vitriolo. Y luego, nuestro querido director, tan liberal él que dice, y no pasa, compañero, de tiralevitas y presuntuoso.

¿Qué pensará Ignacio Altet de todo esto? Se preguntaba, en tanto veía, bajo los amoratados párpados, a los sociales, en mangas de camisa, con la sobaquera o la pistola al cinto. Sé que empezarán a trabajarme otra vez, en cuanto se percaten de mi estado. Y quería huir de aquel siniestro lugar, alejarse en el recuerdo de un amigo.

Ignacio Altet saludó discretamente al Gobernador Civil y al Comandante de Marina. Recorrió las dependencias del club. Se tomó varios whiskys más y se retorció sobre sí mismo, cuando la úlcera se encrespó de ácidos. Por último, se detuvo frente a un soberbio retrato del Jefe del Estado, con uniforme de almirante. Lo contempló largamente. Era la suya una mirada, entre triste y despectiva. Alzó el vaso. A tu salud, general, que aún tienes hígados y buen pulso, para firmar nuevas sentencias de muerte. Ignacio Altet estaba llorando.

Con los pies a rastras, lo bajaron al calabozo, sujetándole por las axilas, entre sofocados alaridos que ya no podía ocultar, como hasta entonces había hecho. Si revientas de una puñetera vez, será mejor para todos. Fulguraba la sangre en el excipiente de su baboseo vertido sobre la colchoneta y apenas le alcanzaban los alimentos. No podré resistir más, no podré resistir más. Sabrino Saña también estaba llorando, cuando se hizo el séptimo día.

Pero se lo había escupido a aquel hombre de pómulos orientales que parecía el jefe: que he dicho, de una vez por todas, que me niego a declarar. Que he dicho que no declararé absolutamente nada, si no es en presencia del juez. Que conozco mis derechos y que no pienso hablar. Y un joven cínico de bigotito descolgado sobre el labio leporino lo derribó de un golpe experto en la nuca. Hablarás, dijo, ya lo creo que hablarás.

Desde el suelo, Sabrino Saña lo miró despectivamente y sonrió. De improviso, sacó la lengua, como si fuera a burlarse de todo aquello, y se la despedazó entre los dientes. No hablaría.

El hombre corpulento y de pómulos orientales profirió un grito de rabia y se abalanzó, junto con sus compañeros, sobre el detenido. Sangraba con abundancia y mantenía las mandíbulas encajadas con firmeza.

Lo trasladaron a la enfermería y mientras el médico le practicaba una cura de urgencia, los policías comentaban algo azorados, tan insólita y salvaje reacción. Luego, el médico recomendó que se le dejara en paz. Se recuperará, pero me temo que no podáis sacarle nada en limpio a ese individuo. Está materialmente destrozado.

El comisario abatió la frente y ordenó que se lo llevaran al calabozo. Aún no se daba por vencido.

La madrugada se diluía ya en una tenue roedura luminosa, cuando los guardia civiles contuvieron la respiración y afianzaron las armas, a la espera de la definitiva orden.

Que vais a matar un cadáver. Y vio cómo Begoña sollozaba agitada por el miedo y cómo sus pechos y su vientre se estremecían desacompasados.

Un alarido desgarrador devolvió el grito que se llevaba a la tierra Sabrino Saña. Y su propia sangre que empapó los campos, embarraba, gota a gota, aquel suelo escrupulosamente desinfectado. Ha sido un niño.




- 2 -

El alarido subió ceibo arriba desgarrando con ímpetu las florescencias que alboreaban, y desbandó al guacamayo como un fugaz incendio. Por entonces, la sangre ya embarraba la tierra agria de la choza. Le dijeron que había sido niño.

Se frotó los ojos desleídos de vigilia y escuchó, atento, el reciente llanto de su hijo, tan nuevo y reconfortante de pronto, entre el habitual retornelo de las chorchas y las aguas burbujeantes del caño. Sabrino Saña se irguió todo él, cuando ya los bosques se llenaban de vida, un día más. Al otro lado de la laguna, rugió el jaguar, poderoso y arbóreo. Y un venado se desprendió ágilmente de la noche que aún se resistía en lo más profundo de la espesura. El aire se alzó limpio y aromado de látex.

Sabrino Saña dio unos pasos. Le seguía, sigilosa y arrobada, una nutrida asamblea de indígenas ataviados. Sabrino Saña se detuvo junto al achiote donde la herrumbre disgregaba los atributos de un pasado de turbulencias y pillajes. Cinco años y la rodela que tantas y tantas muertes le burlara era tan sólo una desleal flor de cardenillo, para los insectos; en la concavidad umbrosa y fresca de su celada, fulgía el ocio solar de una sierpe coralina; y sobre la vetusta hoja de su acero toledano trepaba la madreselva. Toda su aventura se había hecho sustancia vegetal. Y allí, en el acta insobornable y exuberante de la naturaleza, se daba fe de las armas inútiles de una inútil conquista.

Saltó la chispa del pedernal, una y otra vez, zigzagueó frente a la choza de la que le llegaban, ahora más pujantes, más nítidos, los llantos de la criatura, y, por fin, prendió la fogata.

Vertiginosamente, a Sabrino Saña se le anubló la cabeza y se le echaron encima las confusas memorias, espoleadas quizá por aquella maligna calentura que no le abandonaba. De nuevo, pues, el monstruoso músculo de la anaconda disparado, como una ballesta, de lo más fosco del bebedero; el hambre aplacada, en ocasiones y por equívoca y fatal torpeza, con bayas de irisada ponzoña que inflamaban los intestinos y provocaban el vómito, la convulsión y aun la muerte, en medio del espanto; el infatigable acecho del indio o del puma; el altiplano y las selvas enmarañadas y sin confines, para quienes tan sólo eran gentes de a pie; las ciénagas como pudrideros que desfallecían los ánimos y por las que se deslizaban las hidras y otros singulares dragones de textura incierta; las aguas fluviales, caudalosas, arrolladoras, que talmente parecían la mar océano de tan extensa; la pesadilla de meses y meses, codiciando una remota ciudad toda de oro y esmeraldas, que lo puso, por último, al borde mismo de la locura y lo dejó, una mañana, recomido por las fiebres, exhausto y ya sin conciencia, al pie de un mangle.

Sucedió que, estando en Tierra Firme una tropa de trescientos doce peones y veinte de a caballo dispuesta a la exploración y conquista de los valles fronteros al Darién, Gonzalo de la Sierra estudiante que fuera en Alcalá y aventurero de antiguo se embriagó de chicha con dieciocho hombres y les propuso, en secreto desertar en la oscuridad de aquella hueste y formar partida, bajo su mando, pues que él conocía de seguro, por cartas y señales bien ciertas y probadas, el emplazamiento de un lugar de poblanza, situado al sudoeste, donde abundaban los más deslumbrantes y ambicionados tesoros. De manera que se juramentaron todos ellos, perdido el ya menguado seso por el envite del bachiller, y dos días después, cuando la noche se alzó en constelaciones propicias, abandonaron furtivamente el vivaque, llevándose consigo no sólo sus armas y pertrechos, sino las armas y pertrechos también de otros hombres de la tropa a quienes se los arrebataron, en tanto dormían.

La madrugada los sorprendió agotados de la tan azarosa como forzada marcha, temerosos como iban de que la guardia aún les diera alcance y los colgara, por lo sumario, de aquellos corpulentos árboles.

Gonzalo de la Sierra acordó entonces un alto, para reponer alimentos, no sin antes cautelar con vigías la seguridad de sus subalternos y la suya propia. Mientras, los observó de soslayo: carne de patíbulo, rufianes, sicarios, salteadores de caminos, zampalimosnas y desheredados, pero dispuestos a lo que fuera para conseguir un talego de onzas de oro. Tal era su escueta milicia. Desalmada y sin escrúpulos, como él la había escogido y no casualmente. Bisoña en el manejo de la ballesta o de la pica, la lucha con los feroces caribes o con otras tribus igualmente devoradoras de carne humana, pronto los adiestraría si no querían sucumbir de forma tan atroz. Y les habló y les dijo que se ejercitaran y estuvieran siempre prestos, el arcabuz a punto y la espada desnuda, para repeler el repentino ataque del indio, flechero hábil y bien emboscado.

Más de seis semanas les llevó correr el llano y llegarse a las estribaciones de la cordillera, sin que, hasta el momento, tuvieran encuentro con pagano alguno. Ni vieron tampoco signos de vida, más que muchas culebras de distintos tamaños y colores y un tigre que les rondó por unas horas, sin decidirse a la acometida. Luego y por tres jornadas, descansaron al pie mismo de las cumbres, junto a un arroyo de aguas heladas que descendía de lo alto.

El capitán estudiaba minuciosamente sus cartas y por la noche, escudriñaba cielos y estrellas, hasta el éxtasis. Había enflaquecido, como el resto de la cuadrilla que le seguía, pero en sus ojos asomaba ya todo aquel fabuloso mundo prometido. Estamos cerca, muy cerca, le oyeron murmurar, en varias ocasiones, apenas reanudaron la marcha, montaña arriba.

Los hombres sabían de sus andanzas por la escabrosa región, con el adelantado Alonso de Ojeda, y nada objetaron, aunque el tiempo transcurría, sin que se advirtiera noticia alguna de la vaga ciudad edificada en metales preciosos que habría de volverlos ricos e influyentes, a su cada vez más distante Castilla. Por eso, y tras un breve conciliábulo, se pronunciaron favorablemente a las instancias del bachiller, quien no desmayaba en la empresa, convencido de que, al otro lado del paraje montaraz, hallarían por fin, los codiciados tesoros.

Cuando, doce días después, rebasaron la cordillera, barruntaron, con asombro y desánimo, valles de muchas leguas cubiertos de una espesa y pegajosa vegetación, como jamás habían soñado. Luego, todos los hombres miraron a su capitán.

Gonzalo de la Sierra titubeó, por unos instantes, anonadado por aquella inmensidad verde y sugestiva. De pronto, desenvainó el acero y señaló con él un punto en la lejanía; algo reverberaba poderosamente en medio de la floresta. Con los destellos, se disiparon dudas y zozobras. Allí estaba.

No mucho más tarde, y acuciados por el deseo, se internaron en la enmarañada selva, abriendo trocha a golpe de acero, entre un júbilo desbordado y olvidadizo. Tanto que inopinadamente vibró el aire y uno de los piqueros se desplomó, con la garganta atravesada por una ligera flecha. Tras el sobresalto y la indecisión de los primeros momentos, el capitán dispuso sus parvas, pero bien aderezadas fuerzas a la defensiva y se apercibió para el asalto que habría de llegarles en las enhiestas frondosidades. Con el jadeo embridado de los peones, sólo se escuchaban los misteriosos sonidos del bosque, alados o reptantes, según, y los lamentos del moribundo que, entre tanto, yacía abandonado sobre la turbia hojarasca, vaciándose viscosamente de sangre, humores y veneno.

Aguardaron agazapados cerca de una hora, sin que el temido asalto se produjera. Con las mayores precauciones, Gonzalo de la Sierra urdió un atrevido plan estratégico. Pero el piquete que llevó a cabo la descubierta, regresó pronto estupefacto: el fantasmal enemigo se había evaporado y ni huella quedaba. Dieron a prisa, sepultura al infortunado piquero, cuya agonía solitaria dejó su rostro desencajado de terror, mientras el bachiller murmuraba unos latines. Amén, concluyeron los cristianos el ininteligible y breve responso, mientras emprendían el camino.

Y ya no se sabe de seguro por cuantos días o quizá semanas anduvieron en aquel caos forestal. Porque, perdidas sus virtudes magnéticas, los instrumentos del capitán giraban a su albedrío, fulminada de una vez por todas las servidumbre del Norte, deshojando rumbos y ensombreciendo semblantes. Ni tampoco el cielo enselvado de aéreas frondas, permitía descifrar el capricho de unas constelaciones nómadas en la fosforescente pupila del tigre. Y así fue como volvieron sobre sus pasos, sin percatarse, para descubrir, en el crepúsculo, la tumba profanada del amigo. Su cadáver aparecía horriblemente mutilado: la cabeza en lo alto de un arbusto, el tronco abierto y sin vísceras, las manos amputadas... Se había oficiado allí, sin duda, el mágico rito de la antropofagia, y ahora más de un indígena celaría, en sus mismas entrañas, el poder de la pólvora.

A partir de aquel punto, son muy vagos e imprecisos los informes que se tienen acerca de las vicisitudes y desventuras que les cumplió padecer a cuantos integraban las filas de los tránsfugas.

Tan sólo dos de los tales serían apresados casualmente, largos meses después, por una compañía de fusileros al mando de cierto adusto y desabrido oficial real quien, tras verificar las diligencias de rigor, puso a ambos desgraciados a disposición de la justicia. Acusados de alta traición, se les instruyó sumario y se vio la causa. El tribunal actuó con toda severidad y encontrándolos reos del delito que se les imputaba, los condenó a morir en la horca.

A resultas de las declaraciones de los desertores, se conoce cómo, una vez efectuado el macabro hallazgo, los hombres de Gonzalo de la Sierra entraron en el descreimiento y en la discordia. Huyeron a la desbandada del siniestro lugar y se detuvieron cuando les faltó el resuello, a orillas de un arroyo. Hubo enconadas disputas, porque los más abrumados por la pesadumbre y los despiadados embates de aquellas selvas, querían volverse con los suyos. Pero el bachiller apeló a su autoridad y retó a duelo a quien se le opusiera. Luego, sosegadamente ya, habló de oro que había de corresponderle a cada uno y que era mucho, tanto que no se conocerían por nunca ni hambre, ni enfermedad, ni seguimiento de alguaciles, pues que con él podrían comprarlo todo y hasta los mismos magistrados, siendo como eran notoriamente proclives a la buena mesa y a la holganza. Gonzalo de la Sierra, de acuerdo con la confesión de los condenados, persuadió, por último, a su menguada hueste, y decidió proseguir la búsqueda de la remota y anhelada ciudad.

Así, continuaron la marcha, vadeando ríos y soslayando peligrosos cenagales, hasta que un malhadado día dieron en comer unos pequeños frutos albazanos, de sabor agridulce y ásperos de pulpa. Sucedió, poco después, que la tropa se sintió agitada y presa de unos singulares vértigos. Y hubo quien echó fuera hasta las tripas, entre náuseas y espasmos, mientras otros gritaban como posesos o reían insensatamente, revolcándose sobre la tierra. Uno de los peones se abalanzó sobre un arbusto y lo mondó a mandoble limpio, en tanto profería frases incoherentes e improperios. El capitán Gonzalo de la Sierra, con la mirada desorbitada y nubla, se alzó vacilante en medio del guirigay y alabó al Señor Dios y tomó posesión de las nuevas provincias en nombre de Sus Altezas y seguidamente se apresuró a proclamarse gobernador de las mismas y ordenó que de inmediato se edificara allí un templo de materia vegetal, en acción de gracias por tantas bendiciones recibidas, sin que ninguno de sus hombres prestara a sus palabras el más insignificante cuidado, ebrios como estaban de aquellas sanguazas frutales.

De modo que, frustrada la disciplina por tan insólito acontecer, cada quien de los que aún podían mantenerse en pie, se fugó por aquella parte de su delirio más añorada y sugerente, a los encinares extremeños, a las marismas del Guadalquivir o a los altos y fríos páramos castellanos.

Tres de los hombres, víctimas de las tremendas alucinaciones, emprendieron el camino de regreso a la costa, dejando atrás una diezmada partida de aventureros con el mismísimo demonio en sus ánimas y en sus cuerpos. De ellos, uno no tardaría en morir, abrasados los intestinos por el sublimado de las nefastas drupas. Los dos restantes, aun extraviados de seso y rumbo, lograron superar la cordillera y anduvieron errantes por la inmensa altiplanicie, hasta que, para su mayor infortunio, fueron descubiertos por una compañía de fusileros que capitaneaba un arrogante y despectivo oficial real, quien después de las pertinentes investigaciones, los puso prácticamente en manos del verdugo. Ambos serían ajusticiados, convictos y confesos de deserción frente al enemigo.

El resto de la cruenta y penosa crónica no se contemplaba en pliegos ni en archivo alguno, sino acaso en las confusas y fragmentarias memorias de Sabrino Saña, uno de aquellos diecinueve arriesgados individuos y quizá el único superviviente de la partida.

Y ahora, Sabrino Saña trataba de discernir, una vez más, cuánto había de propio y verídico, si es que algo había, en aquel prolongado ensueño de años y desvaríos. Súbitamente, el nacimiento de su hijo lo enfrentaba a un pasado del que apenas si guardaba muy exiguos y pálidos recuerdos. Recuerdos, por otra parte, huérfanos de toda referencia y de cualquier ordenamiento cronológico.

Enloquecido por aquellos frutos acidulados, se reincorporó al servicio, cuando ya el capitán reorganizaba la todavía estupefacta tropa. Se comprobó la ausencia de tres hombres y resultaron baldíos los intentos llevados a cabo para su localización. Probablemente, habrían perecido en alguna emboscada, si bien no se encontró más rastro de ellos que un coselete, en buen uso y sin manchas de sangre, a media legua del lugar.

Varias semanas después, y casi sin previas señales, descubrieron un miserable poblado indígena, asentado en la margen de una caudalosa corriente fluvial. Los españoles entraron a saco y por sorpresa haciendo muchos cautivos y poniendo en fuga a los pocos y aterrorizados guerreros. Sabrino Saña recordó cómo durante dos días, sometieron a las más jóvenes indias que andaban apenas cubiertas, a todo tipo de ultrajes y vejaciones sexuales, poseyéndolas brutalmente repetidas veces, que tan fuerte era el deseo y la incontinencia de los abestiados soldados de fortuna, tras largo tiempo ya sin yacer con hembra.

Sabrino Saña recordó también cómo, a pesar de que el cacique se entregó inerme con su escasa hueste a los conquistadores de hierro y fuego, ofreciéndoles incluso finos collares y pulseras de oro, en prueba de acatamiento y sumisión. Gonzalo de la Sierra, altivo y desdeñoso, se tomó cumplida venganza en aquéllas que parecían gentes de paz. De manera que hizo maniatar a los más robustos hombres de la tribu y los azotó con una vara, antes de quemarlos en vida, para escarmiento de los otros que, entre tanto, proferían exclamaciones de pánico, en su bárbara jerga. Seguidamente, arrasaron el poblado, según las instrucciones del capitán, y se partieron, a buen paso, llevándole consigo el goloso botín de unas mujeres, reducidas a esclavitud, para saciar en ellas sus frecuentes ardores.

Más adelante, se produjo un hecho que habría de fatalizar el destino de los expedicionarios; uno de los peones se negó a la obediencia, harto sin duda, de tan ingrata como inútil aventura, y desenvainó la espada, aceptando el reto del bachiller de quien voceó que era un farsante y un necio incapaz de conducirlos a la ciudad prometida, ciudad, agregó, que tal vez no existiera más que en su dura cabeza. El combate fue breve. Gonzalo de la Sierra manejaba con destreza el acero y conocía el arte de la esgrima. Pronto, pues, desarmó a su adversario y lo puso bajo custodia y lo acusó de un grave delito de indisciplina y rebelión y ordenó, sin atender súplicas, que fuera colgado por el cuello, hasta la muerte. Y aunque, bien es cierto, que hubo un leve amago de resistencia, por parte de los cuadrilleros, las firmes invocaciones del capitán y sus amenazas, los amedrentó y concluyeron por ejecutar la sentencia.

Sabrino Saña recordó cómo el ahorcado se retorció sobre sí mismo, en tanto asomaba por la boca una lengua gruesa, áspera y violácea, y se convulsionaba y se balanceaba al agónico compás de su frenético pataleo, derramando heces, líquidos nauseabundos, orines, semen. Por fin, quedó inmóvil y rígido, quebrado el pescuezo y con los ojos fuera de las órbitas. Dios se apiade de su alma, exclamó Gonzalo de la Sierra, persignándose en un gesto automático. Y reanudaron la ya absurda aventura, con los ánimos encrespados y llenos de suspicacias y reservas.

En su exasperación, llevaron a cabo nuevas y brutales razzias. Como embriagados de sangre, devastaron pequeñas aldeas junto al río y pasaron a cuchillo a sus habitantes indiscriminadamente, pues que eran animales y no había ni pecado ni delito alguno en su exterminio. Y si no los aniquilaban, argumentó el estudiante, luego podrían caérseles por la retaguardia y causarles gran mortandad.

Sabrino Saña recordó cómo fueron engullidos por aquellas espesuras que se cerraban tras de ellos, borrando trochas y desvaneciendo cualquier esperanza de regreso. La pesadilla culminaba, por último, en medio de una hoguera verde y fulgurante, y los hombres perecían víctimas de los dardos envenenados, de repugnantes reptiles o de malignas calenturas.

Pero no estaba muy seguro y su memoria cabalgaba entre el deseo y la realidad. De modo que lo que se sigue bien podría ser fruto del delirio en que había dado, después de tantas y tan amargas vicisitudes.

Con la tropa reducida a media docena de infantes extenuados, el altivo capitán aún dictaba órdenes inverosímiles y exigía su cumplimiento a punta de espada, siempre revestido de una desafiante autoridad.

Y entonces fue. Con el recuerdo reciente del ahorcado suplicando una gracia que allí no tenía lugar, la daga se hundió, una y otra vez, en la cerviz de Gonzalo de la Sierra, hasta que cayó herido de muerte, todavía con la codiciada ciudad de oro y esmeraldas, en sus vidriosas pupilas de moribundo.

Porque aquel hombre era el poder y el poder castra la naturaleza misma del hombre, yacía ahora clavado en la tierra por una alabarda. Y de pronto, Sabrino Saña, enfebrecido y acobardado de su acto -o del acto de alguien que él había hecho propio- corrió a la desesperada, desembarazando malezas, hacia su destino.

Le seguían sus compañeros de empresa, mientras el bosque se agigantaba en torno, amenazadoramente. Pero la mejoría de las cosas y de los aconteceres tan fluidos se evaporaba con el vaho asfixiante y abrasador de las ciénagas. ¿Qué sucedió, pues, a partir de entonces? Tan remoto ya, Sabrino Saña, creyó vislumbrar, sin embargo, cómo al borde de la demencia, se precipitó de golpe, al pie de un mangle.

Cuando recuperó los sentidos, rostros anchos, tersos y oscuros lo escrutaban con curiosidad y recelo. Trató de incorporarse, pero se le escapó de nuevo la razón. Nunca llegó a saber por espacio de cuántos días o semanas quizá permaneció postrado, en el interior de la apestosa choza.

Una mañana, despertó con la frente lúcida y las carnes liberadas del fuego que las consumía. Estaba débil, pero sus miembros se movieron, con agilidad. Se alzó de su lecho de palmas y salió a la luz. Los indígenas lo observaban atenta y prudentemente. Sabrino Saña avanzó unos pasos, manteniéndose erguido y aparentando la mayor serenidad posible. Sabía que en cualquier momento, una certera flecha podía atravesarle el corazón. Se detuvo indeciso, en el centro de un abigarrado círculo de gentes extrañas. Pero cuando barruntó sus armas, se fue hacia ellas, despacio, despacio. Se caló el capacete, embrazó la defensa y desenvainó el acero. Los indios permanecieron impasibles, seguros de sí mismos, sin asomo alguno de temor, ni tampoco de agresividad. Entonces, Sabrino Saña desistió de su gesto bélico, convencido de que no iba a sufrir ningún daño. Anduvo, con la espada en ristre y ademán adusto, hasta los linderos del bosque. Vaciló unos instantes, porque sentía sus fuerzas menguadas, pero finalmente se adentró en la fronda. Se percató de inmediato, que los salvajes lo vigilaban, sin demasiadas precauciones. Incluso, de soslayo, podía atisbarlos, entre la maraña selvosa. Aunque, en ningún caso, pretendieron impedir su marcha. Tampoco era necesario. Lo supo, cuando se le llegaron de nuevo las fiebres, con el crepúsculo. Apenas si había corrido un par de leguas, de manera que volvió sobre sus pasos, entre escalofríos y sudores.

En la aldea, donde ardían algunas fogatas, lo aguardaba, en silencio, toda una comitiva. Sabrino Saña dejó las armas en el mismo sitio del cual las había tomado, y caminó tambaleándose hacia la choza.

¿Cuántos años ya así? Cuatro. Tal vez, cinco. En aquel universo arboriforme y sofocante, el tiempo se retraería a sus propios orígenes y cada instante era igual al anterior. En el principio, Sabrino Saña intentó varias veces más la fuga de tan singular cautiverio. Pero regresaba siempre derrotado por la copiosa naturaleza y víctima de las calenturas que lo iban agostando y a las que sólo podía detener con los amargos brebajes que le ofrecían los nativos.

Barbicano y magro, abandonó definitivamente sus inútiles armas y se resignó a cumplir de por vida aquella severa condena de soledad y mutismo. Pues aunque se adaptó a determinadas costumbres indígenas, para sobrevivir, no logró aprender más de media docena de palabras de sus inexpresivos huéspedes. Y de tal manera fue cómo se establecieron entre ellos unas elementales relaciones, en las que se confundían el odio, la sospecha y la admiración.

Transcurrieron los meses y los años, monótonos, apacibles, idénticos. Sabrino Saña, en ocasiones, acompañaba a los guerreros en sus expediciones de caza o bien embarcaba en las frágiles canoas, para pescar, con artes primitivas, pero eficientes, en las diáfanas aguas de la laguna. Cuando, con harta frecuencia, la fiebre lo acometía estaba obligado a permanecer en su choza, asistido por una anciana capaz de pasarse acuclillada junto a su yacija, horas y más horas.

La nostalgia le sobrevenía, pujante y dolorosa, en los hermosos atardeceres y entonces, sobre el panel encendido del cielo percibía nítidamente las almenadas colinas de su tierra, los ganados trashumantes, la bulliciosa feria de los labradores, la espadaña de la ermita, todo un mundo, en fin, que se desvanecía, para siempre, en aquella inmensidad misteriosa e ignorada. Y el rudo aventurero, amansados ya sus ímpetus, estrangulaba un profundo sollozo. No podía hacer nada más.

Cuando Sabrino Saña se amancebó con una joven indígena, la tribu entera se mostró complacida. Hubo ciertas celebraciones rituales y se ofrendó a los ídolos el sacrificio de algunos animales. No mucho después, la muchacha quedó embarazada.

Y al alba de un día, el alarido subió por el ceibo y desbandó al guacamayo. La sangre embarró la tierra agria de la choza y le nació un hijo.

De pronto, Sabrino Saña desbrozó las viejas e inútiles armas, aplastó la sierpe coralina que habitaba su celada, y se encaminó hacia la choza, seguido de toda una asamblea. Aquellas armas eran, en definitiva, su pasado. Quizá, en el futuro, su hijo podría identificarse en ellas.

Crepitaba el fuego y escuchó el llanto de la criatura. Desde el umbral, contempló a su hijo. Había en la mirada de Sabrino Saña una insólita ternura y también una congoja muy honda. Y ahora, qué, se preguntó.

De golpe, a Sabrino Saña se le desentrañó el sentido de la mirada que siendo él un arrapiezo le dedicara su padre, muchos años antes, cuando ardía, como una tea, convicto y confeso de orgullosa herejía, en la hoguera inquisitorial. Y ahora, qué. Qué va a ser de ti.




- 3 -

Se desvanecía ya, cuando lo barruntó: agazapado entre aquella multitud, apenas una bestezuela, reducido por el terror que le inspiraba el solemne y espectacular suplicio, extraño en medio de la promiscua turba. Y lo miró tierna y avariciosamente, como antes nunca lo había mirado, desde lo alto de la pira, a través de las densas hilazas de humo, mientras el fuego le licuaba las carnes, estoy ardiendo, me arden los cojones, ardo todo, todo yo, y se esparcía por la plaza el nauseabundo hedor de los cuatro irreconciliables condenados a la hoguera.

Atrás, el potro, vueltas y más vueltas de la mancuerda, hasta descoyuntarlo, el tormento de las brasas, la larga noche en los lóbregos subterráneos, porque los días, si acaso los hubo, se disolvieron en la poderosa tiniebla del dolor y del persistente acoso. Y luego, las incomprensibles sentencias, tal como rezos, bisbiseadas tras los interrogatorios, por los sabios doctores del tribunal, antes de que le aplicaran, una vez más, la denigrante pena de la garrucha, reo afirmaban de no sabía qué tan atroz delito.

Secuestrado por el Santo Oficio y recluido en secreto e incomunicado, en los calabozos inquisitoriales, durante meses y más meses, sin que previamente el calificador se pronunciara acerca de la naturaleza y gravedad de las acusaciones, Sabrino no llegó a resignarse, en ningún momento. Tan es así que a los frailes dominicos quienes, en ocasiones, acudieron a reconfortarlo con piadosos y enigmáticos latines, los ahuyentó profiriendo blasfemias, bien aderezadas con sonoras ventosidades. Tampoco se avino ni aceptó componendas a instancias de funcionarios y alguaciles, a uno de los cuales, llamado Gamazo y bisojo por más señas, y al que tenía por recalcitrante y amariconado, atrapó de un golpe y quiso de inmediato sacarle todos los humores del cuerpo -viscoso como el de una sabandija-, atenazándolo entre sus fornidos brazos y no menos poderoso pecho.

A raíz del frustrado intento criminal que los exorcistas atribuyeron a una súbita y exacerbada prueba ominosa de posesión demoníaca, fue encadenado y sufrió, en beneficio de su ánima, toda suerte de castigos, por ver de aplacar tanta y tan insana fiereza. Pero aun con tal aparato, el secretario que asistía de oficio a los interrogatorios, en la cámara de tormento, no consiguió abultar ni un renglón en el registro de confesiones, puesto que Sabrino se limitaba a emitir gorgoteos y eructos, cuando ya el agua administrada por el procedimiento de la toca, le hinchaba, hasta casi reventar, la panza.

En la soledad de su encierro, tras el sistemático aplazamiento de las sesiones en el potro, Sabrino, tal vez movido por sus propias desnudeces exhibidas sobre el bastidor del suplicio, se refocilaba hasta el orgasmo, con la memoria de las turgencias sahornadas de las mozas asaltadas entre los álamos del río o en lo alto del collado, y a las que se complacía en sodomizar y someter a toda clase de ultrajes, sin que sus gritos y convulsiones hicieran más que enardecer de nuevo su desmesurada virilidad. Recordó también, y con pujanza en el paroxismo de su solitario vicio, a Faustina, la vaquera de erguidos, opulentos y mórbidos senos, que se defendió bravamente con la garrota de sus ataques, excitándolo aún más, hasta que se hizo con ella y la derribó y la poseyó, entre un reguerón de sangre -supo entonces que la Faustina era doncella- y decidió, por último, llevarse consigo tan apetecible hembra y gozársela como mejor le cumpliera y cuantas veces le viniera en gana, en su antro de la sierra, que ya se venteaba el invierno y bueno sería disponer de aquel cuerpo joven y exuberante, para suscitar ardores y calmar sus imperiosas y frecuentes necesidades.

Y allá la tuvo, en humillante cautiverio, en época de nieves, cerca del puerto de Tablada, hasta que a la moza le entró afición y parecía insaciable, tanto que quiso aparearla con un macho cabrío encelado de soledades, por ver si entre ambos la sosegaban. Pero Faustina se negó al acto y fue inútil que la amarrara, pues que forcejeó y gritó con tales ímpetus que el animal asustado la emprendió a topetazos y tuvo que descuartizarlo con el hacha, antes de que destrozara su miserable y montaraz asilo.

Desde entonces, la vaquera perdió el seso y pasaba las horas diciendo obscenidades o sollozando junto a las brasas del fogón. Harto de aquello y ya próxima la primavera, Sabrino dio en dejarla libre y seguidamente se partió del lugar temeroso de que la justicia apercibida por las gentes de la comarca que lo tenían por un endriago, concluyera por capturarlo.

Y una mañana con olor a pino, descendió de las sierras y se adentró por un valle apacible, entre el gorjeo estridente del verderol y el murmullo de las frescas aguas trucheras, hasta alcanzar el camino real y aprestarse al asalto de algún viajero adinerado: noble de bien templados aceros y bruñidos gavilanes o dama gentil e iluminada de pedrería preciosa, arrendador de alcabalas o mercader de finos paños. Y así anduvo, vagabundeando leguas y días, hasta que, aguijoneado por el hambre, se quitó de grandezas y gollerías, y arremetió contra el primer transeúnte que se le puso a mano: un humilde y ambulante especiero de Murcia, al que descabalgó de un revés. Ya tumbado en el polvo, y como quiera que el infeliz se defendiese a la desesperada, lo tomó por la pelambre, se acomodó sobre su vientre de manera que inmovilizó brazos y piernas de su aterrorizada víctima, extrajo el cuchillo, limpió parsimoniosamente la afilada hoja en el calzón, hurgó con la punta bajo una de las orejas del comerciante y se la hincó, de pronto, mientras el condenado suplicaba y profería alaridos. Luego, de un solo tajo hábil y profundo le rebanó el gaznate.

Sabrino arrastró el cuerpo del que manaba abundante sangre, hasta un ribazo, y lo cubrió de ramas y hojarasca. Volvió al camino, subió a grupas del tiñoso rucio, palpó las alforjas repletas de especiería y emprendió la marcha, muy ufano. Más adelante, tomó una apacible vereda que discurría entre sazonados frutales. Su instinto de alimaña y su natural recelo lo hurtaban de cualquier indiscreta compañía. Había que poner tierra de por medio, antes de proceder a la venta del botín. Aquella noche, como tantas otras de su azacanada vida, durmió al raso, en una solitaria barranca. A los maitines, reanudó su incierto itinerario, por atajuelos y roquedales, donde no quedaba huella de su paso. Huía de todo, pero llevaba en sí el lancinante miedo de sus confusos orígenes, de aquel desarraigo que lo espoleaba despiadadamente.

Algunas jornadas después, Sabrino se llegó a una venta animada de trajinantes, arrieros y corredores de mercaderías. De tan incómoda como sorprendente concurrencia, supo que andaba cerca de Medina de Rioseco, donde, por entonces, se disponía la celebración de una feria muy principal. Caviló que, tal vez con paciencia y tiento, podría sacarle sus buenos reales de vellón al género robado.

Sin embargo, no era, en verdad, Sabrino hombre dado a tascar el freno, ni tenía con mucho la elocuencia vivaz e ilusiva del tratante. Antes bien, el bullicio lo anonadaba y las gentes no hacían más que contrastar su poquedad y poner a flote todo su desasosiego. De modo que no tardó mucho en ofrecerse propicio a la garrulería de un sagaz baratero quien viéndole apabullado y tras ojear caballería y alforjas, alzó los hombros despectivamente y le tendió, como de favor, un puñado de maravedís por lo que calificó de efectos deteriorados. Luego, mirando la tarde que ya se ponía, murmuró algo acerca de la ronda de corchetes, la cual estaba al caer por allí, como cada víspera. La sola alusión a la justicia, demudó el semblante de Sabrino quien alargó la mano y dio por cerrado el negocio. Se embolsó los escasos dineros y partió furtivamente del lugar, cuando la penumbra lo ponía al amparo de inoportunos encuentros.

De nuevo en el camino, echó campo a través, hasta una lomada que diluyó de inmediato su ya incierta y huidiza sombra de patizambo. Y allí hizo noche, acomodándose como mejor pudo, en una oquedad, mientras le hostigaba el recuerdo de una infancia desapacible, cruda y miserable, hijo, en fin, de padre ignorado y huérfano de una buscona tan sin escrúpulos que le dio por unos cuartos, cuando apenas si contaba cinco años, a una partida de ovejeros trashumantes.

Años atrás, pues, saltando leguas y corriendo al lobo, por los fragantes pastos de montaña o bien al cobijo de la dehesa, Sabrino creció a base de palos y desamor. Zagal, en fin, comprado para el descrédito y siempre puesto a tiro de jetazo de rabadanes coléricos y escarnecedores, un malhadado día, cuando ya el odio acumulado rebosaba de mocedades, aprestó su honda que esgrimía con insólita soltura, y abatió al mayoral de un tan certero y brioso golpe de piedra aristada que lo descerebró.

Desde entonces para acá, fue el suyo oficio errabundo y arriesgado: jayán y matarife, desvalijador y sicario a sueldo de prestamistas y cornudos, amparados en el anonimato y con buena bolsa, quienes vengaban por mano ajena fraudes, deshonras e infidelidades. En ocasiones, Sabrino, encharcado de sangre, buscaba refugio en la floresta o en las cumbres casi inaccesibles de la cordillera, y se pasaba los meses reconfortado en su aislamiento. Después, cuando de nuevo apremiaban las necesidades, volvía a los caminos o se apostaba en los aledaños de alguna villa, donde no le era nada difícil asalariarse de asesino. Porque de tan minucioso y contumaz en las encomiendas que se le confiaban, daban fe sus mismos cofrades, quienes lo alababan, aun envidiándole, por su destreza para el crimen y el bandidaje.

Tan sólo una vez registraba su memoria, no demasiado recia, por otra parte, desempeñó trabajo honrado, de porquerizo, en una casa solariega de hidalgos, casa con cuelga de abundante pernil y olla cotidiana, donde la dueña y señora, viuda de meses y con el desenfreno metido en sus aún prietas carnes, no dejó transcurrir mucho tiempo sin hacerle un lugar, en su amplio lecho aldeano al que había que alzarse con escabel. Era doña Lucrecia singular en sus arrebatos y le pedía, entre convulsiones y gemiqueos, que la azotara con una chincha de cáñamo, antes de penetrarla brutalmente.

Por el día, la viuda se mostraba altiva y distante, ni siquiera parecía conocerlo, si por un casual se encontraban de paso en el término de la hacienda, por donde quedaba el hozadero de la piara puesta bajo su custodia, pues que entonces erguía aún más el soberbio busto y llevaba sus ojos melancólicos y aceitunados, hasta los cielos.

La señora gozaba fama, en aquellos abruptos contornos, de gran devoción y recato, mayormente desde el fallecimiento de su esposo, don Hernando de la Nerja, caballero de medianía y de figura desmedrada, adusto, avaro y celoso.

Y así, al alba de cada día, soplara el cierzo o abrumaran las exudaciones de los labrantíos agostados, doña Lucrecia acudía, en su carruaje y acompañada de una severa maritornes, a la misa de réquiem que se oficiaba por el difunto, en el vecino convento carmelitano. Con previsión y esmero, el hidalgo había encomendado testamentariamente a su viuda que, durante un año consecutivo, se cumplieran tales exequias, en beneficio de su alma. Para sufragar las funerales liturgias, depositó, ya casi agonizante, en manos de doña Lucrecia, una arqueta enfundada en piel de cabra, con sus buenas onzas acuñadas en oro.

La señora observó un luto riguroso. Y era cosa de ver, a la luz del sol, sus fervores y penitencias. Puso la casa toda bajo la advocación del santoral en pleno, de modo que en paredes y hornacinas rivalizaban, por un hueco, exóticos mártires de la antigüedad con los más prospicuos ascetas de la Tebaida, cenobitas que habían trepado a los altares a base de disciplinas y cilicios, y hermosas doncellas desfloradas a punta de espada que ofrecieron su vida a la causa del Redentor.

Al calor de tan virtuosa e iluminada imaginería, se llegaban frecuentemente frailes de parto sayal de estameña, religiosos seculares y clérigos de menores, con el piadoso propósito de consolar a la viuda y de consolarse también, con la misma misericordia, en el generoso y graso puchero y a trueque de gloria patris y letanías, de tanta abstinencia, abstinencia más obligada por la vigilancia y varapalo del prior, en un caso, y en el siguiente, por la acostumbrada penuria del cepillo parroquial, que por la predicada excelencia de los preceptos canónicos.

Era, en fin, el espacioso y apacible zaguán de la alquería, lonja de cirio, hábito y jaculatoria, por donde vagaba, como en trance, la señora doña Lucrecia desgranando la sarta de cuentas de quince decenas de avemarías y coreada por el leve murmullo de aquella severa y hombruna maritornes quien, según los maledicentes, se había ganado, con adulaciones y a socapa, la querencia y el seso de la candorosa dueña, desde el momento en que enviudara, y ya iba para cinco meses.

Por las noches, sin embargo, toda la continencia y pudibundez se mudaban en licencioso y lúbrico desenfreno. Secretamente, se cumplía la ceremonia orgiástica, en los recogidos aposentos de la dama, presididos por un hermoso y polícromo retablo provenzal, en el que se recogía, con detalle, la mueca horrorizada e incorruptible de la degollina de San Cucufate. No había allí límites, para los más escabrosos placeres que doña Lucrecia bien se prodigaba en desvaríos y exaltados fuertes envites de hembra en celo.

La lívida luz de un candil oscilante, en la ventana de la alcoba principal, urgía a Sabrino que esperaba, amagado en las tinieblas, y ansioso. Poco después, se encendía viendo cómo la viuda pausadamente se despojaba de sayas, corpiño y prendas íntimas, hasta dejar libres aquellas carnes blancas y trémulas. Desnuda ya, se tendía en el lecho y lo incitaba con posturas y actitudes atrevidas, insospechadas y de una tal voluptuosidad que el zafio concluía por abalanzarse, en un vivo relincho, sobre aquel cuerpo ofrendado en plenitud. Entonces, doña Lucrecia, suplicante, le entregaba la cincha y pedía que la flagelara, mostrándole la redondez lunar y apasionante de sus nalgas, prestas al anhelado castigo.

Sólo cuando la señora caía en éxtasis, dejaba Sabrino el azote, para tomarla, una y otra vez, como las bestias, mientras ella gemía de dolor y deleite, y musitaba plegarias y frases incongruentes relativas a una cierta Catalina de Alejandría, también martirizada y muerta en olor de santidad.

Al amanecer, los castos varones de las láminas miniadas ensombrecían el ceño y Jorge, el capadocio, lo hostigaba con su lanza, como si de nuevo hostigara al legendario dragón. Sabrino, cabizbajo y sigiloso, abandonaba la alcoba, menguando sus masculinos ímpetus, por tan adusto cabildo. Doña Lucrecia yacía, en el revuelto lecho, e iluminaba su rostro una aérea sonrisa casi virginal. Conocía Sabrino que ojeras y desmayos del ama se atribuirían a sus vigilias y penitencias nocturnas, destinadas a la memoria del difunto don Hernando de la Nerja, su bienamado e inolvidable esposo. Cuando menos, eso afirmaban, con admiración, servidores, labriegos y huéspedes eclesiásticos.

Fue, andando el tiempo, una de aquellas turbulentas visitas, la que le deparó un inesperado encuentro. Cierta vez que subrepticiamente, tras advertir la señal convenida, alcanzó los aposentos de la viuda, se dio de bruces con Isabela. Quiso huir, pero entre ambas mujeres lo persuadieron. Nada había que temer. La denostada maritornes sabía de sus incursiones y mantendría la confidencia, arguyó la señora, con un mohín de complicidad.

Sabrino aún trató de soslayar la embarazosa situación, pero ya doña Lucrecia iniciaba el rito, premiosa y seductora, poniendo al descubierto sus abundantes atractivos.

A la intermitente flama de los candeleros, las codiciosas pupilas de Isabela se dilataron, con las salaces contorsiones de la dueña. De forma automática, se fue quitando la ropa, ante la mirada atónita de Sabrino que permanecía, entre tanto, casi agazapado en un rincón. Isabela tenía los pechos pequeños, erectos y de pezones encobrados; las caderas, escurridas; el pubis, muy velloso, lacio y áspero.

La sirvienta tomó unas finas correas de cuero y golpeó con furia a doña Lucrecia, hasta que ésta se arrojó a sus pies e introdujo la faz entre los recios y abiertos muslos de Isabela que esbozó una gozosa sonrisa triunfal, en tanto oprimía posesivamente la cabeza de la viuda, contra su sexo. Tras unos oscuros gorgoteos, ambas mujeres se precipitaron sobre la cama y allí forcejearon, por unos instantes más. De pronto, entre jadeos, se produjo el espasmo. Luego, las dos quedaron vencidas, estáticas, cruzadas en el lecho.

Sabrino que había asistido estupefacto a aquella turbadora y nefanda escena, sintió cómo toda su inicial repugnancia se hacía excitación a la vista de los cuerpos desnudos y sudorosos de las hembras que exhalaban un olor acre e irrefrenable. Como enloquecido, cogió el látigo y la emprendió con ambas. Cuando Isabela pretendió hurtarse de la zurra, el mozo la sujetó con firmeza y la poseyó, sin importarle, en absoluto, la mirada irónica y despectiva de la maritornes, mientras doña Lucrecia se masturbaba con un velón, en el más puro arrobamiento.

Las obscenas peripecias se sucedieron ininterrumpidamente, hasta bien entrada la noche. No hubo medida; tampoco, rechazo de capricho o desviación, por aberrante que pudiera tenerse. Sin duda, a más de un bíblico y purpurado patriarca se le prendió de rubores el cerúleo semblante, sin que nadie lo advirtiera entregados, como estaban, a tan desmesurados apetitos. Y así, la madrugada los sorprendió exhaustos y con apenas resuello. Sólo el pertinaz canto del gallo levantó los párpados enrojecidos de Isabela, quien, tras largar un bostezo, despertó, con caricias y mimos, a la señora y bruscamente al gañán.

Mientras se vestían con presura, doña Lucrecia envuelta en una cobija, radiante de deseos satisfechos, se acercó al camarín y abrió una arqueta de la que tomó dos piezas de oro. Luego, con un limpio beso de gratitud, entregó una de ellas a la criada, y la otra, a Sabrino, al tiempo que les instaba a salir calladamente.

Transcurrieron los meses y se deslizó el otoño en los bordes atezados de la chubasquería. Con las lluvias y las primeras heladas, bajaron de la cordillera los ganados lanares hasta el abrigado redil. Con ellos, regresaban los manaderos hechos de piedra y lumbre, ensoñando mozas bien lubricados de altas soledades, furtivos fornicadores a la desesperada de ovejas en descarrío, varones de hombría rebosante y encrespada capaz de saciar la insaciabilidad, de músculo templado para la soba y el palo, sumisos también y verecundos, si la dueña así los requería.

Sabrino que ya andaba en desazón, intuyó que muy pronto, con la llegada de los gañanes, sus privilegios se irían al traste. Había, pues, que anticipar la marcha, sin que nadie recelara de sus sinuosas maquinaciones. Y miró desasosegado aquel norte tenebroso e incierto que le aguardaba.

Una mañana, Isabela descubrió a su señora inconsciente sobre el lecho y molida a golpes. Sangraba por una herida en la frente y sus exuberantes carnes habían sufrido una salvaje mortificación. Contuvo, con un apósito, la afluencia y untó delicadamente los verdugazos de pomadas medicinales. Por último, la reanimó con unas tisanas.

Doña Lucrecia le confesó todo lo ocurrido la noche anterior. El porquerizo actuó como una furia y la hizo gozar lo indescriptible, en medio de los más atroces suplicios. Luego, desvalijó la arqueta y se embolsó el resto de onzas de oro previstas para los oficios de difuntos, por la salvación eterna de don Hernando, aquel estúpido que sólo la satisfacía una vez cada mes y que nunca logró fecundarla.

La viuda lloró, abrazada a su sirvienta, más la pérdida de Sabrino que de la funeral fortuna. Se negó a dar parte a la Justicia. No quería escándalos. Fingiría unas calenturas, hasta que se le fueran las señales. Y entre llantos, abrazada como estaba a Isabela, le desabrochó el corpiño y entrevió estremecida sus pechos pequeños, erectos y de pezones encobrados.

Durante varios días no cesó de caer una lluvia menuda y obstinada. Sabrino, empapado y aterido, no se concedió, sin embargo, tregua ni más reposo del necesario. En ocasiones, le parecía percibir a sus espaldas el galope de los alguaciles y la fiera jauría de alanos, convencido de que había dado muerte a tan perversa mujer. Entonces, despavorido, corría a ocultarse en cualquier guarida de alimañas o hendía las heladas aguas del arroyo, con objeto de hurtarse a sus implacables perseguidores.

Fue, en verdad, una lancinante y angustiosa escapada, quizá porque aquellas monedas que se agitaban placenteramente en su bien afianzado zurrón, le hacían sentirse, por primera vez, en su azarosa e inclemente vida, alguien. Y no quería perder, por nada ni por nadie, una condición que se le había arrebatado, desde su mismo desconocido origen, y que ahora el peso de aquel oro, le reintegraba.

Semanas después, Sabrino alcanzó el remoto país de las brumas y se supo a salvo.




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A la fascinante lumbre de la resina, se congregó la asamblea nocturna del Sabbat. Allí estaban, en los linderos del tenebroso bosque, fantasmalmente talados por la niebla, hombres de pelvis arriba, mujeres de senos estériles, alhajados de pronto por el vértigo de la belladona y la fosforescencia aromática de los aceites vegetales.

En medio de la danza giratoria, una joven, casi adolescente, se entregó en comunión, a los pies de la negra y priápica imagen luciferina. Ven eterno exiliado, vuelve a nosotros, maestro que hace germinar las plantas, espíritu fecundo, injustamente proscrito por el cielo. Luego del introito, se condimentó el pastel sobre su cuerpo convulso, terso y mórbido, convertido simultáneamente en víctima y altar.

Aquella comunidad, campesina y miserable, se liberaba en el viejo rito, de toda servidumbre. Sólo al amparo de la noche y del desolado paraje, se reconocían rebeldes al poder absoluto y atento a los intereses privados de la nobleza terrateniente, y a las virulentas cartas pastorales del prelado, pues que hasta el mismísimo infierno inventariado en las postrimerías del hombre, se les antojaba hospicio soportable junto a aquel otro, tangible y cotidiano, infierno mundanal, hecho de pestes e indigencia, de ensañamiento y opresiones, al que estaban irremediablemente condenados de por vida.

Pero continuaba la danza ritual, espalda contra espalda, la ronda sabática y satánica deshilando la luna, al encuentro, incestuoso, a veces, pero siempre apasionado, de los amantes; al furioso delirio de la pócima de estramonia que los desplazaba, en volandas, a profanar sepulcros y los empujaba al más sacrílego frenesí, ungidos como iban por dentro de venganzas y visiones. Eran, en suma, frágiles sombras espectrales, al resplandor de las brasas, que salmodiaban su rechazo a las leyes divinas, tan austeras y rigurosas, para con los hambrientos aldeanos, y escupían a los cielos su pacto con los barones engalanados de guerra, con los abades deshonestos y atocinados por la gula, con los corrompidos señores dueños de extensas propiedades enfeudadas y usuarios de bárbaros derechos ejercidos contra sus siervos.

La sacerdotisa púber, con la abundante y rubia cabellera coronada de hiedra y violetas, lanzó un grito estrangulado, y la asamblea cesó en su festín de sidra y cánticos, para aproximarse lentamente, en silencio, al dolmen junto al que crepitaba la hoguera y a cuyo pie yacía, desnuda y espléndida en su desnudez, la joven.

Se abrió entonces un tenso compás de expectación: la joven miraba, con ojos desorbitados y anhelantes, hacia un frondoso zarzal. El conciliábulo, aún en suspenso, siguió su mirada y esperó. De pronto, se alzó de allí una silueta más densa y grávida que la propia oscuridad, y anduvo con paso vacilante.

De la multitud, surgió un murmullo de asombro y espanto. Y se produjo un sobrecogedor e instintivo movimiento de repliegue. A la luz de las llamas, pudieron contemplar al extraño: iba cubierto de pieles; tenía las pupilas al sesgo, ahumadas y fúlgidas; y la copiosa barba entrecana flotaba con los vientos que le seguían. Era él.

La joven iniciada irguió el busto y extendió los brazos, mientras entreabría golosamente las piernas. Lléname toda de ti, príncipe de la fertilidad. Ocupa este templo intacto que te rindo y concédeme el fuego eterno de la vida. Su voz, ronca y abismal, parecía fluir más de las recónditas profundidades de la tierra que de aquella delicada criatura.

El extraño se mostró reticente y desconfiado, ante la insólita súplica, sin entender el exacto alcance y el destino de tales palabras. Titubeó, por unos momentos. Sentía miedo y repugnancia. Pero, al fin, pudo la tentación de aquel cuerpo satinado y fragante. De modo que se precipitó sobre la virgen, la envolvió con sus pieles de cordero y ambos rodaron sobre la hierba húmeda y esponjosa.

Poco después, el extraño se levantó de un brinco: la muchacha, con los muslos estriados de sangre, se retorcía presa de violentas convulsiones y vomitaba una espuma opalescente. Está poseída, está poseída, vociferó exultante la asamblea, en tanto reanudaba la danza. Y así prosiguieron, hasta que la joven cesó en sus crispaciones y perdió el sentido.

Fueron vanas las invocaciones colectivas. El extraño ya había desaparecido tan repentina y misteriosamente como llegara, sin dejar huella tras de sí ni rastro alguno de vapores sulfurosos. Por sobre las elevadas cresterías, apuntó una difusa claridad y el frío del amanecer se desprendió ladera abajo. Aún conmovida por la inesperada y fugaz presencia, la ronda sabática se dispersó, con el mayor sigilo.

Pero no bastaron cautelas y juramentos, pues que el prodigio se propagó por toda la comarca y llegó incluso a sede y oídos del purpurado y curiales. Por ello, no transcurrió demasiado tiempo sin que la férula eclesiástica, con el apoyo de una compañía bien pertrechada de armas, golpeara con severidad aquella remota aldea que había osado alzarse contra la verdadera fe. Los jueces actuaron pública y diligentemente. Y bajo la amenaza de graves castigos, se produjeron delirantes confesiones. Como resultado de la indagación diez personas fueron quemadas en vida y la joven que tuvo comercio carnal con el Maligno, según los testimonios acopiados, sufrió la crueldad del «in pace», sin que de nada sirvieran arrepentimientos, llantos y apelaciones. Cerca de siete semanas sobrevivió la infeliz en el nicho, revolcándose en sus propios excrementos y enloquecida por el terror a la oscuridad. Cuando la sacaron, apenas si quedaban unos despojos hediondos y repugnantes: las ratas habían dado buena cuenta de ella, devorándole hasta los intestinos, después de penetrar por la vagina y por el recto.

Entre tanto, Sabrino tomó el abrupto camino de los bosques. Le habían llegado noticias de que la autoridad buscaba a un extranjero envuelto en pieles de quien se afirmaba que era la encarnación de Satanás. Y aunque desconocía el fundamento de tan necias como absurdas imputaciones, huyó de aquellas gentes hambrientas y hostiles que, no obstante, se ocultaban a su paso, temeroso de que dieran con las onzas de oro y nadie pudiera detenerlos en sus desesperados y previsibles desmanes. Aligeró la marcha y varias semanas después, se encontró en medio de una región montuosa y deshabitada. Con todo, el tránsfuga emprendió la ascensión de las ásperas escarpaduras que habrían de llevarle finalmente a las más altas cumbres de la cordillera.

Las primeras nieves, le obligaron a guarecerse en una desmoronada cabaña de pastores. Y allí afianzó el refugio donde pasaría aún dos largos años, viviendo como las bestias salvajes y, como ellas, soportando las inclemencias de un tiempo tormentoso y de unas temperaturas extremadas. A Sabrino sólo le consolaba de la crudeza invernal, el brillo de aquellos dineros que le ofrecían un futuro de abundancias.

Durante meses, apenas si abandonó el chozo. Escaseaban ya las parvas provisiones, cuando comenzó el deshielo. Entonces Sabrino llevó a cabo una descubierta, por los próximos valles. Dispuso trampas para los conejos y consiguió atrapar una gran trucha entre las turbulentas aguas de un riachuelo, de la que dio cumplida cuenta, con una voracidad lobuna. Pronto la primavera agitó el inhóspito paraje y fluyó, con pujanza, el curso natural de las cosas.

Y ocurrió que, una soleada mañana, se dio casi de bruces con un grupo de leñadores, por el lentiscal. Tras un momento de vacilación, Sabrino corrió, entre las peñas, montaña arriba, hasta su cabaña. Jadeaba, mientras oprimía contra su pecho la bolsa. Atisbó por una abertura del muro y vio a aquellos hombres quienes, a su vez, lo espiaban curiosamente. Aprestó la honda y tentó la gruesa cayada. No estaba dispuesto a dejarse saquear lo que tanto le había costado. Pero, contra toda previsión, los leñadores partieron del lugar, en actitud nada sospechosa. Más bien, parecían dóciles e intimidados.

Desde el fortuito encuentro, se sucedieron hechos y escenas que jamás ni remotamente había soñado Sabrino en su perpetua y fabulosa huida. Primero, fueron unos pocos; luego, toda una multitud, con el cura párroco, al frente. Llegaban hasta una distancia prudencial de la choza, se arrodillaban y hacían la señal de la cruz. Más tarde, comenzaron a dejarle tortas de maíz y quesos y cecina y frutas bien sazonadas. Sabrino se escondía, siempre maliciando artimañas, bien en el interior de su cubículo, bien en las arriscadas cimas, pero preparado para repeler cualquier agresión repentina.

Pasaron los días y aquél se hizo lugar de romería devota, para cuantos habitaban la comarca. Aquella comarca que un hombre santo había elegido para entregarse a la penitencia y a la oración. Y tan notable celebridad alcanzó que hasta vinieron gentes de muchas leguas allá, para conocer al venerable anacoreta a quien ya se atribuían los más asombrosos milagros. El párroco que con aquel trajín vio crecer el cepillo, acordó con el desmedrado coadjutor, levantar en las proximidades del eremitorio una gran cruz, para mayor gloria de Dios y también con objeto de reclamar la atención de los peregrinos, los cuales posteriormente asistían, con sus feligreses, a oficios y pláticas, en la iglesia del pueblo. Mientras, el sacristán, ojituerto y zorruno, comerciaba con singulares reliquias: jirones del sayal del beatífico solitario; piedras pulidas sobre las que mortificaba su cuerpo y lo ponía así fuera de toda tentación; cuentas de rosario que guardaban el olor bendito de sus manos; cilicios de espinos rebosantes aún de su generosa sangre; e incluso algunos mechones de sus luengas y respetables barbas. De los beneficios de tal comercio, se hacían cuatro partes: una, para restaurar el ábside del templo; y las otras, por igual, para ambos clérigos y chupacirios. El santo de la montaña constituía ciertamente una ayuda providencial.

Entre tanto y al margen de las especulaciones espirituales auspiciadas, sin embargo, por su presencia, Sabrino seguía sin comprender absolutamente nada del jubileo; si bien, con el tiempo, mudó su actitud defensiva por otra más relajada y paciente, persuadido de que sus ya habituales visitantes no eran sino leva de holgazanes y alunados movidos por la desidia y no por una codiciosa intriga tal y como había recelado en un principio. Con todo, enterró bien los dineros y no se durmió en las pajas, que el asunto se le daba todavía enturbiado. Tampoco se exponía a la curiosidad de los rústicos más que fugazmente, por evitar así inoportunas y hasta comprometidas identificaciones. Sí aceptaba, de muy buen grado, ofrendas y obsequios que luego, mediada la tarde y cuando el paraje recuperaba su mansa soledad, recogía y almacenaba, de cara a prevenirse contra el crudo invierno.

Con alguna frecuencia, Sabrino abandonaba, por unos días, el refugio, y tras sortear ventisqueros, simas y barrancas, escalaba enhiestos riscos hollados tan sólo por la rupicabra. Desde allá arriba, encarando los briosos vientos altanos, atalayaba una perspectiva impresionante, de tan montaraz como fragosa. Pero olfateaba que después de aquellas protuberancias pétreas y forestales vueltas contra la cúpula de los astros, llegaban trigales y viñedos, en los adustos páramos de una tierra que se le antojaba suya. Y aun siendo como era poco dado a nostalgias y gazmoñerías, se le sublevaba la sangre y se encolerizaba al borde del precipicio y de la demencia, y giraba la honda vertiginosamente y disparaba el certero proyectil al blanco del horizonte, hasta que la distancia se fragmentaba, y él iba de nuevo al lecho de la viuda escarnecida o a las tibias entrañas de cualquier víctima innombrable, para reconocerse a sí mismo, en el espejo del espanto ajeno que le devolvía su propio espanto.

Y como se le puso verdeceledón la cara y la sesera de chorlito, a Sabrino, santo de peana orográfica y aureola irisada de diminutos cristales de hielo, cuando ya de regreso de una de sus esporádicas expediciones, le cortó el itinerario de sopetón y desgarradamente una campesina que se abalanzó a sus pies y se los besaba, mientras plañía, entre sorbetones e hipidos, que limpiara a su hija roída de lepra. Mentarle la hedionda pústula fue tanto que se desató en vehementes blasfemias y la emprendió a palos con la mujer, a la que dejó tundida en medio de la cañada.

Desde entonces, no abandonó más los alrededores del chozo. Y soportó aquel espectacular estado de sitio piadoso, hasta que el desapacible otoño menguó considerablemente la tropa de necios.

De nuevo, volvieron las nieves y los caminos se hicieron intransitables. Sabrino se vio, por fin, libre del embarazoso asedio; nadie se atrevía a desafiar las pertinaces borrascas; nadie turbaba su recogimiento; nadie lo acechaba en sus correrías. Y un día, comprendió. Estaba llenando unas cántaras de agua, en el remanso de un diáfano manantial, cuando se le apareció, en el fondo, uno de aquellos pálidos patriarcas que tantos fervores exaltaban en las alcobas de doña Lucrecia. Soltó una maldición y se incorporó de un brinco. Se agitaba presa de pánico y de ira, y de pronto observó que también la tersa superficie líquida se ponía en ebullición. El singular fenómeno se desvaneció instantes después: la fantasmal efigie era la suya propia. Suyos los enfebrecidos ojos. Suya, la pelambre derramada sobre los hombros. Suyas, las hundidas mejillas. Suyas también aquellas hirsutas y cenicientas barbas que le amurallaban el pecho. Suyos, por último, los andrajos y la mugre. Sabrino, taciturno y abatido por el descubrimiento, se amadrigó. El cierzo venía embravecido.

Transcurrieron después casi siete pausados meses, sin que apenas abandonara la cabaña, bien reforzada, para soportar los recios embates del temporal. Cercado por las nieves y por un ventarrón que ensordecía, Sabrino dormitaba al cobijo de las crepitantes gavillas, ensoñando apetecibles ricas hembras tras el júbilo de un cochinillo al horno, con unas jarras de vino aloque, música de guitarras y mullido lecho a mano, por lo que pudiera terciarse.

Afuera, el paraje se hacía más hosco y espectral, inmerso en la niebla y oscurecido por la abigarrada chubasquería. Solamente, en dos ocasiones se alteró el monótono curso de la invernada. Primero fue un alud de nieve que derrumbó parte de la techumbre sepultando a Sabrino, quien faenó con denuedo, toda una intempestiva noche, para no morir congelado. Luego, y en una de sus contadas salidas, el encuentro con un oso de pelaje pardo y de aspecto feroz que se le plantó sobre los cuartos traseros y emitió unos gruñidos, antes de darse a la fuga, mientras Sabrino emprendía también una veloz carrera, en sentido contrario, aún con el susto en el cuerpo. El incidente no tuvo más consecuencias. Pero, desde aquel entonces, Sabrino optó por no abandonar el refugio. Repleta la leñera y asegurada la despensa, no tenía por qué exponerse a riesgo alguno, mayormente cuando se le ofrecían perspectivas muy seductoras, renovadas, cada día, con el tacto metálico de aquellas soberanas monedas.

A primeros de abril y todavía con dos palmos de nieve, Sabrino dejó definitivamente la región. Y para soslayar tropiezos inoportunos y farsas que repudiaba, emprendió la ruta de las altas cumbres. Estaba seguro de que, tras la maraña de valles despoblados y vericuetos montaraces, aunque a muchas leguas, encontraría sus mesetarios ámbitos, que ya venteaba. Y echó a andar, con firmeza. Sabrino canceló así el ácido exilio.

Cuando, después de varias semanas y no pocas calamidades y privaciones, el caminante pisó tierras paniegas, supo, por las habladurías de un acemilero que hacía la ruta, de las intrigas y graves discordias que afligían al reino, disputado ahora por unos jóvenes e instruidos príncipes recién maridados y por la hija que murmuraban bastarda del monarca. Pero Sabrino despachó pronto al impertinente lenguaraz. No quería entrarse en más sutilezas, pues que ni sus cortas luces ni su parvo juicio alcanzaban a discernir asuntos de tal jaez. Asuntos que tampoco le incordiaban. Allá se las compusieran pretendientes a la Corona, nobles y poderosos, que de seguro con él no iba ni venía la querella. Y, en fin, caviló, ganaran los unos o los otros, ninguno habría de cederle plaza ni privilegio ni aun cabeza de carnero de a tres maravedíes, que bien cuidarían y muy codiciosamente de guardarlos y acrecentarlos, a costa de los pecheros, para sí y para cuantos entre ellos parieran.

En llegando que hubo a las riberas del Duero, trabó coloquio con un lisiado que faenaba la molienda, en una aceña del río. El buen hombre que lo barruntó con aquellas barbas y tan desharrapado, lo tomó por un zampalimosnas y trató de socorrerlo con un mendrugo de pan. Pero Sabrino se dejó caer en un poyo y rehusó la caridad. Sólo pedía cobijo para la noche y una jarrilla de vino, para reponer fuerzas, que resoplaba exhausto y apenas se tenía en pie. El molinero cumplió el precepto evangélico, no sin cierta aversión, porque la verdad era que no inspiraba confianza aquel sujeto ceñudo y de talante agraviador.

Alboreaba, cuando Sabrino reanudó la marcha. Según le había informado el tullido, a pocas leguas siguiendo el curso de la corriente, pararía sin pérdida posible, en una villa, con cuatro iglesias, dos posadas, algunos figones y tabernas de olorosos caldos, mercado de paños y prendas de vestir, almonas y barbería.

El decrépito aceñero suspiró de alivio viéndole ya en la vereda. Con huésped de tal laya roncando, entre los costales de trigo, se puso en vela y aguantó la noche a fuerza de avemarías. Que Dios lo acompañara, en buena hora, que falta habría de hacerle con aquella catadura de forajido. Amén.

El jinete dio espuela a la montura que emprendió un airoso trote. Se diría, por su estampa y altivez, comerciante enriquecido u oficial de cuentas o incluso hijodalgo, aunque de escasos recursos, que no llevaba escudero ni criados. Batía la fresca brisa de las ánimas, su capa frisada, en tanto el acero templado en Cuéllar saltaba acompasadamente de su cintura al ijar del alazano, fingiendo mandobles al crepúsculo.

El jinete cabalgaba erguido. Tenía las pupilas al sesgo, ahumadas y fúlgidas. La barba breve y entrecana. Amplio y robusto, el torso. Firme, la mano que sujetaba las bridas.

El jinete se adentró, confiado, por el robledal. Al otro lado, quedaba una venta con mozas de fortuna, donde pensaba tomar habitación. Y en eso andaba, cuando de pronto, se le echaron encima una docena de rufianes, armados de palos, cuchillos y hoces.

El jinete trató de desenvainar la espada, pero un golpe brutal le quebró el brazo. Otro, en el pecho, le quitó el resuello y lo descabalgó. Ya en el polvo, lo molieron despiadadamente, mientras profería alaridos de miedo y de dolor. Sintió cómo lo arrastraban por las piernas, un buen trecho. Luego, lo despojaron de todas sus ropas, y ya desnudo, lo amarraron a un corpulento árbol. Sangraba con abundancia por varias heridas y apenas si podía respirar. Entreabrió los ojos: la cofradía de salteadores se regocijaba con el opulento botín capturado.

Y atisbándolo aún consciente, tres de aquellos desalmados vertieron sobre él sus orines, entre burlas y carcajadas. Por último, el que, por lo jactancioso y sólido, parecía el cabecilla desenfajó la afilada segadera y de un tajo lo desorejó de la parte derecha.

Cuando se esfumaron entre los robles y las primeras sombras, pretendió inútilmente zafarse de las ligaduras. Pero le faltaron los alientos y humilló la cabeza sobre su velludo pecho. También a él le había tocado el turno. Y conoció en sus propias carnes toda la amargura, toda la impotencia, toda la trágica indefensión de la víctima. Lloró por única vez, mientras la vida se le escapaba a borbotones. Entonces, rebelándose contra tan fatal destino, acopió energías y voceó reclamando socorro, antes de precipitarse en el vértigo.



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