Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Literatura y política. Apuntes sobre los supuestos críticos de la modernidad en Manuel Ugarte

Marcos Olalla





Los tres términos aludidos en el título -literatura, política, modernidad- sintetizan la preocupación y el proyecto político de Manuel Ugarte (1878-1951). Su particular concepción del socialismo democrático y la reflexión acerca del papel de los intelectuales en los procesos de cambio social nos remiten a la obra de este importante hombre de nuestro siglo.

Manuel Ugarte fue una figura señera en lo que respecta a la formulación de lo que ha sido llamado «socialismo nacional»1. Antes que socialista Ugarte fue un brillante hombre de letras que gozó de una infancia agraciada por las bondades de la prosperidad económica que los negocios de su padre garantizaban. Así ve pasar la revolución del 1880, la llegada de Julio A. Roca al poder, mientras el mitrismo lo hostiga. Los capitales ingleses, mientras tanto, siguen copando los principales centros económicos del país y los inmigrantes, llegando por miles.

Siendo un adolescente su familia se dirige momentáneamente a París, capital de una nación a la que admirará profundamente de la mano de su literatura y su lengua. Augusto de Armas, un poeta cubano amigo de don Floro (su padre), introducirá a Manuel en el arte de la poesía. En principio es influido tanto por el romanticismo como por el naturalismo, influencia esta última que no resulta casual si tenemos en cuenta el carácter realista de la literatura en 1890, baste citar a José Hernández, Lucio V. Mansilla, Lucio V. López.

Es su mismo padre quien editará en 1893 el primer libro de poemas de Ugarte, Palabras. De ahí en más don Floro y la literatura harán posible su peculiar modo de vida: la bohemia.

Así es como se dedica definitivamente a escribir, editando sus poemas y persiguiendo elogios canónicos. Comenzará a codearse con importantes personalidades de las letras quienes lo acogerán de un modo comprensivo y afectuoso. Pero sobre todo hará una fuerte amistad juvenil con Belisario Roldán y Alberto Ghiraldo, con los cuales compartirá una nueva preocupación, su contexto social y nacional.

Ya en 1885 la Revista Nacional creada por José E. Rodó y Víctor Pérez-Petit será el refugio ideológico de Ghiraldo y Ugarte, quienes comenzarán a cuestionar la legitimidad del modernismo de Rubén Darío, por su carácter aséptico y profrancés. De hecho ellos crean la Revista Literaria, un espacio para la crítica de la literatura de imitación, donde colaboran Belisario Roldán, Adolfo Saldías, Osvaldo Magnasco y otros importantes cultores de las letras nacionales. Luego se amplían las colaboraciones desde Latinoamérica; allí escriben un gran número de intelectuales de la «Patria Grande», entre los que destaca el peruano José Santos Chocano. De ese modo comienza a gestarse en Ugarte un incipiente latinoamericanismo que superará la instancia romántica-literaria cuando descubra «el peligro yanqui»2, es decir, el interés expansionista de Estados Unidos respecto de América latina, ya experimentado por Cuba, México y América Central.

Luego de vivir en París se dirigirá, junto a Rufino Blanco Fombona -un excelente y combativo escritor venezolano, quien advierte a Ugarte de las pretensiones imperialistas del país del Norte- hacia Estados Unidos, donde habrá de corroborar sus previsiones. Hay demasiadas evidencias del expansionismo norteamericano. Y esto es sin duda un «peligro» frente al cual se opone la lucha denodada por acercar a las conciencias latinoamericanas la necesidad de unirse y estar alertas. Esa lucha hará de Manuel Ugarte un hombre de praxis, entendida como acción, a través de un discurso performativo tendiente a la reacción de «todos» en orden a la integración y la lucha. Dice Ugarte:

La necesidad, cada vez más clara, de contribuir a salvar el futuro de la América latina, mediante una prédica que despertase en las almas ímpetus superiores y nobles idealismos, capaces de preparar, si no una unidad política [...] por lo menos una coordinación de política internacional, llevó así al pacífico escritor a desertar de su mesa de trabajos para subir a las tribunas y tomar contacto directo con el público3.



La dirección de las prácticas políticas de Ugarte tendrá, pues, dos sentidos que se formulan a la vez como supuestos el uno del otro: la lucha contra el imperialismo y el esfuerzo por la integración latinoamericana:

Manuel Ugarte inició en América latina, a comienzos del siglo, la lucha contra el imperialismo. Pero su antiimperialismo no era la expresión de un nacionalista parroquial, sino de un nacionalista latinoamericano. Para Ugarte el antiimperialismo constituía una derivación del combate por la unidad nacional de América latina4.



Con este acervo ideológico-práctico arribará Ugarte al socialismo, mientras corre 1900. Y este arribo es una consecuencia directa de su percepción del papel de la política internacional de Estados Unidos. Será pues Ugarte uno de los que primero vea la intrínseca relación que existe entre el capitalismo y el imperialismo. Es en París (a su regreso de Estados Unidos) donde encuentra el clima propicio para su definitiva decisión ideológica. Las idas y vueltas del caso Dreyfus van conformando ese clima en el que la intelectualidad está inmersa. Nuestro intelectual adhiere entonces al socialismo, cuyo contenido ideológico intentaremos dilucidar. Una de las instancias fundamentales de tal contenido es su carácter democrático. En ese sentido es posible que sea llamado virtualmente «reformista». Sin embargo, la radicalidad de su planteo se encuentra no sólo allí sino en el hecho por el cual resulta necesaria una adaptación del marxismo a nuestro contexto latinoamericano. Así, junto al problema del imperialismo, habrá que resolver la cuestión nacional y, aún más, habrá que resolverla en clave socialista. Así es como Manuel Ugarte acusa la influencia de Jean Jaurés, quien ya había sostenido que era imposible unificar la propiedad y la producción si no existía unidad nacional. Este hecho lo obliga a plantear ciertos matices teóricos del socialismo según los condicionamientos histórico-nacionales de su praxis. Por eso mismo Jaurés será duramente criticado cuando propone a la Internacional Socialista que cada país decida su propia táctica en relación con los pasos que el socialismo habría de dar. Existen de hecho orientaciones teóricas generales, sin embargo, es la acción concreta la que habrá de definir la táctica de la que venimos hablando. De alguna manera está en lo cierto Galasso5 cuando sostiene que Jaurés es representante de un tipo de discurso político que se asume como «arte de lo posible». Hoy podríamos hablar de ciertas huellas de realismo político tanto en Jaurés como en Ugarte, y es que esta forma de discurso político en un caso revela la decadencia de la socialdemocracia y en otro es altamente revolucionario. Es decir, en los países donde ya se ha resuelto la cuestión nacional este discurso es sólo el espacio para una mal entendida «alianza de clases», que en última instancia contribuye a la efectivización de la hegemonía de las clases dominantes mediante la apropiación del discurso en cuestión y la proyección de sus propios significantes6; en el otro caso, vale decir, en aquellos países como los de América latina donde la cuestión nacional no ha sido resuelta por los acosos del imperialismo, este discurso viene a ser latinoamericano en su espíritu de reivindicación nacional y proletario en su crítica a las clases que son cómplices de aquella dominación. Aquí sí suscribe Ugarte esa representación, que es consecuencia de su lucha original. Allí también nos movemos en el terreno de la hegemonía. Hay un discurso que se constituye en medio de un conflicto y debe ser articulado por el verdadero agente: el proletariado. Por lo tanto, esa doble direccionalidad discursiva no es contradictoria sino necesaria, fructífera y democratizadora:

Si Marx no había comprendido a Bolívar y éste nunca supo del socialismo, la historia coloca ahora a Ugarte en el cruce de dos caminos para enriquecer al marxismo dándole una óptica latinoamericana y propugnar el sueño de la Patria Grande de Bolívar a través de una gesta acaudillada por el proletariado7.



Es nuestra intención tratar de mostrar cómo el discurso va constituyéndose en los textos que revelan sus primeros entusiasmos socialistas8. Ugarte intentará explicar el contenido de su discurso, cruzando los ámbitos definidos en torno del espacio político y del espacio literario. La relación entre estos ámbitos es ciertamente conflictiva. Veremos pues cuál es el intento de resolución de este cruce que hay en Ugarte. Nos resta aclarar, sin embargo, desde dónde comprendemos tal conflictividad. Creemos que la literatura latinoamericana de la modernidad se inscribe en un intento de explicitación de su problemática relación con el poder (el Estado), puesto que virtualmente ha dado un giro hacia una autonomización que en los años precedentes no se producía. Lo paradójico es, en todo caso, que esa autonomización es eminentemente moderna, así como también el discurso que regula las prácticas políticas institucionales y del cual se independiza el discurso «modernizador». En el seno mismo de ese discurso está la ruptura. Por eso podemos hablar de «dos modernidades», como bien lo ha mostrado Matei Calinescu9, una modernidad es la que alude a la cultura generada en torno del desarrollo de los progresos científico-tecnológicos, la revolución industrial y el capitalismo, y que podríamos denominar «modernidad burguesa»; la otra es la «modernidad como un concepto estético» con actitudes antiburguesas; lo que Calinescu llama «pasión negativa». De ahí en más esta ruptura fue el germen para una categorización de la literatura misma. Habría una literatura «filistea», cuyo intelectualismo no sería otra cosa que la reproducción de los intereses burgueses, y una literatura «revolucionaria» que no se definiría por su contenido ideológico sin más sino en función de una «afirmación agresiva de la total gratuidad del arte» que constituiría una provocación al gusto burgués.

Julio Ramos10 ha tematizado este «desencuentro» discursivo y propone el concepto de «modernización desigual» en lo que se refiere a América latina, donde las fragilidades institucionales de la modernización tornaron no sólo conflictiva la total «autonomización» de la literatura sino más bien «imposible». La vivencia de esa ruptura, empero, permaneció en nuestros intelectuales y los motivó a explicitar cada vez más su discurso, lo cual roza, en algún sentido, la forma de un meta-discurso literario, una literatura de la literatura. Sostiene Ramos:

Aun en los escritores más politizados es notable la tensión entre las exigencias de la vida pública y las pulsiones de la literatura. Esa tensión es una de las matrices de la literatura moderna latinoamericana; es un núcleo generador de formas que con insistencia han propuesto resoluciones de la contradicción matriz. No pretenderemos disolver la tensión, ni aceptaremos de antemano los reclamos de síntesis que proponen muchos escritores; veremos, más bien, cómo esa contradicción intensifica la escritura y produce textos11.




El realismo político de Manuel Ugarte: socialismo y democracia

Algo habíamos adelantado respecto del «reformismo» de Ugarte. Lo importante, en todo caso, es aclarar si éste invalida el contenido ideológico de su socialismo o si, en última instancia, lo que refleja es la constitución de un «paradigma de la política» diferente12. Es esta última cuestión lo que intentaremos demostrar, por cuanto creemos que es el conjunto de afirmaciones acerca de la posibilidad del socialismo en Ugarte el que articula su discurso político en el texto que nos ocupa, en dos sentidos: 1) el análisis de las «condiciones del medio», y 2) las proyecciones acerca de la posibilidad de construir una «legalidad» que contribuya a la «felicidad común» de los pueblos. En el marco de la construcción de tal discurso, y en estas direcciones, se superponen diversos planos (político, sociológico, jurídico y axiológico) que enriquecen especialmente la significatividad del texto.

Las claves textuales, por tanto, las encontramos allí donde Ugarte explicita de qué naturaleza es su discurso:

Porque aunque somos hombres de revolución por nuestros propósitos, es necesario que seamos, si queremos merecer la confianza general, hombres de Estado por nuestra previsión y nuestra prudencia13.



Somos hombres de «revolución» y de «Estado». Estas dos categorías nos permiten insertarnos en el proceso de cambio social en la dirección de un socialismo posible que arraiga en el estudio de las «condiciones del medio»14. De tal modo, lo que se impone es encarar todo un análisis de aquellas reformas que son «realizables» y, aun más, cuáles son aquellas que ya están en marcha. Ésta es una realidad a tener especialmente en cuenta en América donde todo está por hacerse y donde la complejidad de los procesos políticos, sin embargo, es mayor, por la cantidad de cuestiones irresueltas:

Es indispensable iniciar en América lo que se llama en Alemania una real politik, es decir, una política de reformas inmediatas y tangibles15.



Este socialismo posible en la América a construir por tales reformas permitiría desarrollar una democracia moderna y equitativa, y esto en la medida en que sea posible insertarse en tales procesos históricos hacia la consumación de la «felicidad común»:

Después de precisar en cierto modo el pensamiento actual de esa democracia que dominará en las ciudades apacibles del porvenir, después de estudiar el organismo social y darnos cuenta de sus necesidades y sus tendencias dominantes, fuerza será entrar de lleno en un terreno de evolución, de avance hacia una posible felicidad común16.



¿Dónde será puesto nuestro «esfuerzo»? En lo que Ugarte denominó «política útil». Es decir, el conjunto de nuestras prácticas políticas que suponen el estudio concienzudo de las posibilidades reales de inserción del socialismo en aquellas instancias en las cuales los organismos sociales han generado antagonismos tales que han desarticulado determinados discursos hegemónicos e incluso han obligado a realizar ciertas reformas. Allí, en «este terreno matizado», se juega el propósito de tal socialismo: articular discursivamente aquellos hechos que reflejan la tendencia a la colectivización pero se dan bajo el sustento «oligárquico». Esos hechos generan la contradicción que hay que «sistematizar» bajo la égida de un socialismo real y racional. La existencia de los trusts y el impuesto progresivo sobre la renta indican de un modo claro la posibilidad histórica de este socialismo:

El trust es ya un colectivismo fragmentario y oligárquico: ensanchémoslo y tendremos el socialismo. El impuesto sobre la renta es una expropiación tímida y parcial: sistematicémosla y tendremos el colectivismo. ¿Por qué no ha de ser posible hacer en beneficio de todos lo que se hace en beneficio de algunos? ¿Por qué no ha de ser posible agravar el impuesto hasta reducir la fortuna a sus límites naturales?17



Es posible encarar, gracias a la articulación de estas medidas contradictorias y potencialmente contrahegemónicas, una política ordenada de reformas siguiendo los principios racionales que surgen del análisis del medio. Esto mismo es profundamente deficitario en el escenario político de Ugarte. Los partidos políticos son meras agrupaciones personalistas «sin programa, ni principios, ni razón de ser»18 por cuanto poseen la posibilidad estructural de desarrollar conductas totalitarias en el interior del partido. Los partidos, sin tales principios, son contradictorios en sí mismos. Ugarte mismo sufrió más tarde la expulsión del Partido Socialista Argentino por obra de su eterno caudillo Juan B. Justo.

Este talante particular de Ugarte respecto de su forma de concebir el socialismo dentro de un paradigma realista hacen que se refiera con profunda ironía a lo sucedido en el Congreso Socialista Internacional de Ámsterdam. Vale aclarar que Ugarte fue uno de los dos delegados por la Argentina. Según reseña Ugarte, el tema más tratado en aquel congreso fue «la eterna cuestión de la táctica», cuya presencia «fantasmal» lo único que logra es dividir cada vez más a los congresales y recordarse, de tanto en tanto, posiciones que todos recíprocamente conocen de memoria. Los principios políticos de Ugarte no hacen más que confirmarse. La táctica debe ser definida por cada país puesto que varían las condiciones del medio y las etapas de desarrollo de los procesos sociales. Semejante evidencia es virtualmente desconocida por el resto de los delegados. Sin embargo:

Hace mucho tiempo que el socialismo no se ocupa de otra cosa [...] pero ha sido un torneo encantador para la galerie19.



Con sólidos principios y un carácter histórico práctico, la praxis socialista es una realidad cercana. Es posible la construcción práctica de un discurso cuyas pretensiones son hegemónicas y reformistas, aunque sin perder de vista aquellos principios desde los cuales la perspectiva del análisis se vuelve estructural. La reforma no aniquila la necesidad del cambio en la estructura sino, más bien, la hace posible democráticamente. Esto llevó a Manuel Ugarte a pensar la constitución de ese discurso «transformador» en términos de «infiltración».

El socialismo no es una decoración de techo, sino una concepción filosófica que tiene que irse infiltrando en el organismo de la sociedad presente, hasta apoderarse de ella y trasformarla. ¿Cómo opera esa transformación si nos condenamos a amenazarla desde lejos con los puños? Este gesto pueril de niños malhumorados no conduce a nada. Hay que ponerse a la obra, arrancarle concesiones, darle jaque todos los días y obligarla a ceder y a abandonar pedazos de su absolutismo20.



La historia da cuenta del modo como los acontecimientos deben ser articulados por un discurso de cuño realista bajo sólidos principios prácticos. La encendida descripción ugartiana de los resultados de la Revolución Francesa21 están planteados en esos términos. La revolución de 1789 constituye un «terremoto moral», de allí cae todo un edificio vetusto y rígido, oscuro y aristocrático. El mundo se mueve todo a sus pies constituyendo un increíble drama histórico. Sin embargo, este suceso revolucionario redunda en un retroceso de los privilegios y las injusticias que consumaban las clases dominantes generando la ilusión de su definitiva derrota. Es una «gesta heroica», no cabe duda. Mas parece que hubiera una «tendencia» en el hombre a estancarse en sus logros primeros, a perder la natural «perseverancia», «la firmeza de sus resoluciones».

En un momento dado, cualquier pueblo es capaz de derribar cualquier tiranía; de lo que ninguno ha sido capaz hasta ahora ha sido de preservarse de ellas en toda circunstancia, de tener en jaque al mal y de conservar las ventajas obtenidas en momentos de heroísmos22.



Así comenzó el inaudito retroceso que, tras idas y venidas, resultó en una vuelta a la república, mas no a la misma república revolucionaria. Ugarte demuestra que los logros reformistas no se garantizan mediante su institución sin más. Las instituciones responden, en última instancia, a aquellos grupos que hegemonizaron tales logros y ese proceso comienza, sólo comienza, en 1789. La Revolución fue un hecho en el cual participó un sujeto radicalmente heterogéneo. Según Ugarte, no hubo un beneficio directo de alguno de tales grupos sino en el caso de su hegemonización: «La clase más preparada se apoderó después de él»23.

De ahí en más la proyección de significatividad del discurso articulador hegemónico e institucionalizado subordinó la instancia de crítica a la declamación propia del «dispéptico»24, al discurso «agrio» del puro parlamento. Sólo a través de nuestro conocimiento de las condiciones del medio, la realidad estructural de los procesos sociales y nuestra disposición a la praxis política de un socialismo posible, se habrá de revertir el anquilosamiento de la crítica lejana, se democratizarán las instituciones y se realizará el socialismo. Refiriéndose nuevamente a la Revolución Francesa dice Ugarte:

... la democracia había alcanzado en aquellos años una serie de victorias que la colocaban en excepcionales condiciones para realizar buena parte de sus anhelos, sólo faltaba delimitar el ideal, concretar las reivindicaciones, ensayar un poco de aritmética social y hacer de las grandes generalizaciones algo preciso y tangible. Babeuf presentía el socialismo25.



Este déficit fue el causante de que no fuese la masa la que articulara el proyecto político de la revolución. Con esta serie de criterios, propios del socialismo real, es posible un posicionamiento efectivo y articulador en cuestiones tales como el impuesto progresivo sobre la renta26, el trust27, la guerra28, el problema de la inmigración29, etcétera.

En síntesis, hemos tratado de mostrar los alcances de una de las direcciones del discurso político de Ugarte que abreva en la noción de «condiciones del medio» y que nos permite denominarlo, con una serie de matices que luego aparecerán, como una forma de «realismo político». Él mismo lo formuló, pero no en el horizonte valorativo (sobre todo negativo) de las definiciones actuales de ese paradigma. En cambio, hay en Ugarte un discurso sociopolítico que reivindica el socialismo desde esta perspectiva, donde se juegan tanto la categoría de «reforma» como la de «estructura» en el marco práctico de la construcción de una voluntad colectiva transformadora de la sociedad. Esto constituye una lucha social cuyo desafío es la articulación de los elementos que, aunque disímiles respecto de una teoría del sujeto revolucionario puro, pueden ser partes del proceso de cambio social y contribuir así a la consolidación de un sistema más justo, que sea un espacio para la felicidad de la mayoría.

Esta última afirmación entronca con las direcciones del discurso político de Ugarte, vale decir, la constitución de una «legalidad» lo más abarcadora posible en relación con la cuestión de la lucha de clases, postulando así el concepto de la «felicidad común». Podemos decir que nos encontramos en el plano jurídico-axiológico del pensamiento de Manuel Ugarte.

Pareciera que la institución de este tipo de legalidad en el interior del «realismo político» fuese una actitud contradictoria, según lo sostienen algunos filósofos políticos actuales30; sin embargo, planteos como los de Ugarte hacen necesario matizar tales juicios, al punto de poder hablar de una virtual legitimidad del realismo político en los casos propios de un discurso de reivindicación social, que se convierte necesariamente en crítica de las instituciones existentes.

El tipo de argumentación jurídica nos hace pensar que seguimos en la misma línea realista del discurso sociopolítico. Ugarte cita a Alphonse Daudet quien sostiene: «No hay felicidad sin una profunda idea del derecho».

Es, sin duda, significativa tal afirmación porque sólo desde allí es legítima la lucha. ¿Dónde radica pues la legitimidad de la felicidad que se postula? En la medida en que el concepto de felicidad se amplía y se reconoce inserto en el de «felicidad común», meta del discurso político. La felicidad legítima, por tanto, introduce en el marco del discurso axiológico la idea de democracia. Fuertemente resaltará Ugarte este hecho en relación con el problema de la violencia:

... y admitiendo que no fuera posible transformar el mundo sin violencia para algunos, valiera más que sacrificásemos el exceso de felicidad de los menos en beneficio del necesario mejoramiento de la situación de los más31.



La «felicidad de los más» articula de tal modo la legitimidad de lo instituido que, al referirse Ugarte a las contradicciones que hay entre el socialismo y la legalidad vigente, sostiene que esta última es «violencia sistematizada»32, la cual es, por demás, contingente por cuanto es fruto de una «revolución transitoria». De momento, es herramienta de la clase dominante. A esto se le opone, pues, la revolución socialista, de carácter «gradual», «humana» y «sin maravillas», sin perder de vista las cuestiones estructurales ni la legalidad de tal proceso. Este proceso significa la inserción en un «terreno de evolución» hacia la «felicidad común»33. Esta última introduce un «deber ser» incuestionable que hace posible la superación de la subordinación de la justicia a los intereses personales o de algún grupo a través de la subversión de la misma. La justicia es la instancia que sanciona, en función de la «felicidad común», aquello que «debe ser»34. Tanto es así que un país ha de reconocerse según este orden de cosas. Cuando hablamos de la Argentina, ¿de qué país hablamos? Ugarte señala en este sentido, refiriéndose a la inmigración indiscriminada:

Pero hay otro país más tangible, más importante aún, que es el de adentro. Y en este caso, el país ¿es la minoría de industriales o ganaderos que podrán, dada la abundancia, reclutar a sus obreros a un precio inferior o las multitudes cuyo trabajo mal retribuido lo será peor aún, si, sin dosificar la inmigración se une el crecimiento paulatino del conjunto, nos empeñamos en seguir aspirando artificialmente todo cuanto huelga en Europa?35



Lo que está en juego es la lucha de clases: «industriales» y «ganaderos» frente a los obreros. La legalidad es en este terreno una decisión axiológica que, sin embargo, puede formalizarse en el «deber ser» del cual habíamos. Por eso es absolutamente legítima la defensa del obrero, cuyas privaciones generan el conflicto en el que ellos no son provocadores sino provocados por la indiferencia de los «potentados»36. No es casualidad, por tanto, que Ugarte plantee una ampliación de la legalidad proponiendo «algunas bases para una legislación obrera». Sostiene el escritor que, si bien es una legislación de naturaleza proletaria, no ha de ser la creadora de nuevas desigualdades. La legislación no es en este caso mera representación, la parcialidad anula la justicia. Lo paradójico es que para que la legislación sea justa deba tener origen obrero. Esto es así por cuanto:

La legislación debe tratar de equilibrar las desigualdades sociales, protegiendo más a los que no disponen de ningún poder que a los que todo tienen en sus manos37.



Si acotamos aún más el planteo de Ugarte, veremos que lo que se mueve en su fundamentación axiológica de la legalidad a través de una exégesis de la «felicidad común» es la idea de democracia. En la medida en que se democraticen las instancias jurídicas de la sociedad, estaremos en el terreno de la justicia. Podremos hablar de una legalidad legítima que tendremos que construir.

... fuerza es empuñar de nuevo el báculo y reanudar la ascensión por los caminos oscuros y desiguales de la montaña abrupta en cuya cresta luminosa creemos entrever la justicia38.






Literatura y modernidad en América latina

Sosteníamos al principio que la reflexión acerca de la literatura se constituía en el marco de su conflictiva relación con el poder generada por un doble desarrollo de la modernidad, que es marco de la crisis cultural finisecular, en un sentido político -encarnado por el discurso modernizador- y en otro estético. El estatuto de este último en la obra de Ugarte es el que ahora intentaremos clarificar.

Las expresiones culturales finiseculares son, casi siempre, manifestaciones de una crisis. Esa crisis está, en el caso del siglo XIX latinoamericano, circunscripta dentro del universo de efectos que el discurso modernizador genera. Un discurso que, orientado hacia el problema de la productividad y el progreso, en la medida en que se constituye en constante búsqueda de aislarlos desde los campos económico y político, pone en crisis el sistema cultural anterior, que se percibe a sí mismo, al menos en América latina, como epifenómeno de ese discurso.

Ejemplo de esto es el caso de la literatura de la generación argentina del 80, cultivada por gentlemen que, a decir de David Viñas39, se ocupan de ella como una cuestión periférica pero imprescindible. De modo que no es casual que las expresiones de la modernidad finisecular en literatura comiencen a tematizar la problemática relación entre la literatura y el poder. La especificidad en la resolución de esta relación fue generando conflictos sociopolíticos y culturales irreductibles a los esquemas canónicos de análisis (casi siempre europeos), así como también fue dando lugar al nacimiento de movimientos literarios de raíz latinoamericana que expresarán con inusitada fuerza, por un lado, la crisis de la modernidad en general y, por otro, reproducirán aquellos conflictos, que en la mayoría de los casos se reflejan como contradicciones, ambivalencias, equívocos y ambigüedades40, como es el caso del modernismo.




El modernismo

Según Noé Jitrik, el modo de constitución de las escuelas literarias en la Argentina, pero podríamos referirnos a América latina sin temor a equivocarnos, se mueve entre dos polos: «La deliberada importación de formas prestigiosas europeas» y la creación original que brota de procesos internos y que supone «condiciones lingüísticas peculiares»41. Sabemos, por supuesto, que ambas modalidades pueden interactuar en la formación de un determinado movimiento. Esta última posibilidad constituye el esquema de formación del modernismo. Si bien resulta evidente en el mismo el uso de formas, sobre todo, francesas; éstas han pasado por el tamiz de la «compleja experiencia literaria americana». No es la importación sin más de una escuela estética sino la apropiación de elementos cuyo uso se revela como profundamente original por cuanto concurren en la representación de la experiencia histórica latinoamericana de fin de siglo.

El análisis de la formación del modernismo genera ya un tipo particular de explicación tanto acerca de los orígenes como de sus lineamientos estéticos. Si identificamos el modernismo preferentemente con relación a los usos de las formas europeas, poseeremos una lectura restrictiva del mismo que se acota en su sola conciencia estética. Esa conciencia, constituida básicamente por criterios estilísticos, no es más que una proyección infecunda de un sector de la crítica literaria que se empeña en ver en el genial nicaragüense Rubén Darío al iniciador del modernismo, sin reconocer a la par la importancia de las innovaciones formales; el modernismo es, como cita Iván Schulman, para el mismísimo Rubén Darío, «un movimiento de libertad»42. Las modernas investigaciones críticas han señalado que en Darío se consuman una serie de tendencias ya previstas de manera consciente en quienes fueran los verdaderos iniciadores del modernismo, vale decir, el cubano José Martí (1853-1895) y el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), quienes entre 1875 y 1882 asumen el intento de renovación de la prosa americana. Esta última, como bien señala Jitrik, aparece demasiado ceñida al «modelo español», frente a lo cual se intenta un «ablandamiento» y «actualización» de la literatura que constituiría «el mayor mérito del modernismo»43. Por su parte, la perspectiva que atribuye a Darío el patrimonio de la iniciación modernista encalla en restricciones de diverso tipo. Por una parte, supone una reducción estética del modernismo al estilo y las categorías rubendarianas, soslayando así otro tipo de recursos estéticos modernistas propios de una pléyade de escritores tan prolíficos como heterogéneos. Además, incurre en una restricción que podríamos denominar «disciplinaria», puesto que cerca la estética en cuestión al terreno de la poesía. En este sentido, Donald Shaw ha denunciado el virtual olvido de la prosa por parte de los críticos del modernismo. Enumera una serie de consecuencias, entre ellas que los orígenes de la narrativa modernista son ignorados, que la discusión crítica en torno al significado del modernismo parte de un recorte respecto de la narrativa que no permite establecer ni valorar el aporte de Martí a la renovación de la prosa y, en relación con las anteriores consecuencias, el hecho de que el análisis de la narrativa en cuestión termina arraigando sólo en el estilo, descuidando así el resto de los tópicos de la novela que nos permitirían una reconstrucción historiográfica privilegiada44. Finalmente, esa lectura resulta restrictiva con relación al análisis de los elementos histórico-políticos que todo discurso pone en juego y que, en el caso del modernismo, se asocia a las objetivaciones de una crisis cultural. Así por ejemplo, hablando de Martí, sostiene Jitrik:

Pero la importancia de Martí en el momento inicial reside en el hecho de su voluntad revolucionaria en el campo social y político: su voluntad de renovación verbal, su vehemente deseo de poner al día el instrumento literario, se incrustan en el propósito central ideológico-político, y en virtud de ella trascienden el mero campo estilístico para convertirse en un aspecto del proceso de cambio americano45.



Está claro pues que el modernismo se constituye en una trama compleja de interrelaciones históricas: estéticas e ideológicas. Lo paradójico es que, dado su carácter profundamente polifacético, sea desentrañando esta trama la mejor forma de comprenderlo. Paradójico por cuanto se lo ha querido mostrar en repetidas ocasiones como una literatura escapista. De modo que el criterio específico para definir el modernismo se encuentra en la especificidad de sus manifestaciones históricas, que arraigan en un discurso que pone en juego la superación de la crisis sociocultural que involucra la caducidad de las instituciones y valores hispánicos, como también el programa imperialista norteamericano y las incursiones del capital europeo, y esto último de la mano del discurso modernizador. En última instancia el discurso modernista se constituye sobre el rechazo de los extremos de la crisis: lo premoderno y el utilitarismo burgués. Dentro de este marco son obvias las oscilaciones modernistas entre representaciones abiertamente libertarias, como es el caso de sus iniciadores, y otras que son parte de una singular y provocativa bohemia; tal es el caso de muchos de los exponentes de la segunda generación modernista. Aquellos extremos a los que habíamos aludido resultan indigeribles y contradictorios a la hora de intentar su asimilación institucional por parte de los Estados latinoamericanos, de modo que su institucionalización es insuficiente y aumenta así la complejidad de la comprensión histórica del modernismo. Refiere Schulman:

La tensión y la distensión de estos factores en conflicto produjeron una estética ácrata, una mentalidad confusa y una literatura polifacética y contradictoria en sus tendencias, elucidables en términos estético-poéticos, y a la luz de los contextos socioeconómicos de una organización (pre)capitalista del incipiente proceso de la modernización del continente46.



El carácter «acrático» de la literatura modernista es entonces previsible en este contexto. Sin embargo, no se trata de una literatura evasiva ni paranoide sino de una literatura constituida como esfuerzo de síntesis no esquemática de elementos que son parte del flujo y reflujo de la crisis. Aquí el positivismo es la bisagra que ha ordenado los saberes después de haber puesto en crisis las anteriores certezas. Aun así, la percepción modernista del positivismo lo limita al ejercicio crítico sin constituir él mismo una respuesta. De allí que Schulman sostenga la naturalidad de la producción de una «literatura escéptica»47. Tal escepticismo de ninguna manera supone una estrategia evasiva sin más; al contrario, lo que está en cuestión es la legitimidad de la creación de ideales antitéticos respecto de una opresiva cotidianidad, que funciona como recurso a lo exótico, y que supone una clara valoración de la vida cotidiana. Hay en estas manifestaciones, según Schulman, «una concepción empírica de la existencia»48.

La concepción crítica de la cultura instituye en el espíritu modernista una tendencia a profundizar búsquedas diversas que configuran una estética de modalidad sincrética. En principio, la primera generación modernista recaló en la problemática de una necesaria identificación cultural frente al resto de las naciones y en orden a la construcción definitiva de sus ideales libertarios. Así es como el desplazamiento de lo español significó muchas veces el recurso a los moldes franceses (parnasianismo, simbolismo, impresionismo y expresionismo) en algunos modernistas como Nájera y Darío, mientras que Martí prefiere recuperar elementos de la literatura del Siglo de Oro español. Schulman muestra la posibilidad de reconocer la diversidad de tendencias desde un análisis «temático». Habría entonces tres modalidades: una extranjerizante, una americana y otra hispánica que, sin embargo, a menudo pueden sintetizarse en la obra de los autores modernistas. En la mayoría de ellos confluyen estas tres áreas temáticas mediadas por su ineludible matriz: el español.

... casi todos los modernistas, en su afán de ensanchar la expresividad del español literario, asimilaron elementos descomunales que enriquecieron la lengua: el color, la plasticidad, ritmos desusados, esculturas en prosa y verso, transposiciones pictóricas, estructuras impresionistas y expresionistas. Sirviéndose de estos novedosos recursos, los modernistas crearon el multifacético arte en prosa y verso que tildamos de epocal y sincrético49.



En esta compleja trama es concebida la obra del argentino Manuel Ugarte, a quien Viñas señala como parte de «la extrema izquierda modernista teñida de socialismo o anarquismo»50. Sus textos se imbrican en la vertiente más explícitamente americanista del modernismo, entendiendo por tal no el continuo ceñimiento a la representación de escenas regionales sino a la actitud de búsqueda de una identidad continental que resulta menester pensar en medio de la crisis que la pone en juego. En el caso de Ugarte esta búsqueda es tan explícita que se vuelve núcleo de su discurso. No se trata, sin embargo, de una forma de «provincialismo» contra la cual esparce razonablemente sus quejas la crítica, por momentos retrógrada, de Ricardo Gullón51. Al contrario es, y simplemente eso, un planteo que irá evolucionando hacia una forma de «antiimperialismo total», que superará el «antiimperialismo cultural» de quien, según José Olivio Giménez, es su maestro: José Enrique Rodó52. Antes de la clara formulación de este discurso, que se da sobre todo después de 1910, Ugarte irá construyendo sus textos de crítica literaria en clave socialista. Esa veta habrá de mantenerse a lo largo de toda la obra ugartiana. Pero queremos dirigir ahora nuestra atención a aquellos textos críticos (escritos entre 1900 y 1910) que son reflejo de los primeros posicionamientos y reposicionamientos de Ugarte respecto de su contexto histórico y del papel de la literatura con relación a los reacomodamientos y proyecciones de la primera década de nuestro siglo.




Manuel Ugarte: entre la modernidad y el modernismo

Según Rafael Gutiérrez Girardot53, el modernismo hispánico responde a los efectos de dos procesos: la integración de Hispanoamérica y la disolución de la sociedad tradicional en el marco de la formación de la sociedad burguesa. Habría tres efectos del cruce de esos procesos en el ámbito de la literatura hispanoamericana referidos a la autocomprensión del artista en la sociedad burguesa, la secularización de la vida y la experiencia urbana, que configuran la producción modernista y que constituyen espacios de análisis desde los cuales es posible reconstruir el discurso que nos ocupa. Utilizaremos estos criterios en nuestro parcial acceso a los textos de crítica literaria de Manuel Ugarte producidos entre 1900 y 1910.


La concepción ugartiana del escritor

La percepción modernista del escritor tiene que ver con su marginalidad; allí asume la causa antiburguesa mediante la provocación y el «ensueño». Manuel Ugarte enriquecerá esta perspectiva manifestando la necesidad de recuperar la dimensión política de la palabra y la acción. Esa dimensión constituye la «traducción» de las representaciones inconscientes que bullen en una determinada sociedad.

Todas las generaciones, todos los pueblos han esperado con ansiedad un poeta que traduzca la mentalidad de su tiempo y haga vivir en la frase lo que borbollea en las fibras de la colectividad [...] Porque hay pensamientos colectivos que se extinguen en el misterio, como flores que el tiempo mata sin que nadie las haya visto54.



La figura del poeta traductor no anula, para Ugarte, la belleza que es creada en el espacio del ensueño, pues éste ya está presente en la conciencia de la humanidad de la cual el poeta es sólo un momento. Esto es lo que hace digno al poeta y le otorga popularidad. Si la literatura ha perdido su capacidad de influencia y su margen de escucha y recepción es porque se ha alejado de aquello que la vivifica: el pueblo. Al contrario, la cercanía del poeta y el pueblo no ha de resolverse en la búsqueda cínica de fama sino en la absoluta gratuidad de la conciencia, que hace del escritor el buceador «altruista» de la sensibilidad de sus contemporáneos. Podríamos señalar que hay en Ugarte una tendencia a limitar los elementos subjetivos de la creación individual para resolverlos en las condiciones objetivas de su realización, aun cuando esto lo realice con un lenguaje espiritualista y romántico que nos recuerda, en ocasiones, a Georg W. F. Hegel y a Ernest Renan. Sin embargo, ha querido superar el espíritu aristocrático de aquéllos, lo que ha sido posible gracias a su filiación con la idea de que el socialismo es el articulador necesario de las «ideas del siglo»55, vale decir, solidaridad y justicia. De modo que la distancia entre la literatura y la sociedad, lo que ha condenado a aquélla a la impopularidad, debe ser remediada, no legitimada mediante la elaboración de una racionalización ególatra y aristocrática que ha convertido a muchos escritores, respecto de un porvenir promisorio de justicia, solidaridad y progreso, en virtuales «retardatarios». Sostiene Ugarte:

El aristocratismo borroso de que se jactaban algunos retardatarios, no fue en todo momento, más que un expediente de la impotencia. Los grandes espíritus tienen que ser siempre diáfanos y populares. Sobre todo en nuestras repúblicas sudamericanas, que envueltas en el vértigo de su prosperidad y su triunfo, mordidas por la savia nueva, esclavas de la improvisación vertiginosa, que es la esencia misma de su vivir, ignoran los atavismos de las civilizaciones viejas y exigen el cuadro general, la visión vasta que debe traducir el ímpetu y la vitalidad del conjunto56.



La literatura de Ugarte no resiste totalmente la caracterización indiscriminada del modernismo como «literatura escéptica». Sin duda el criticismo que la aviva señala su punto de partida, mas no el de llegada. La meta es la consumación de los jóvenes ideales de fe y progreso que acompañan el nuevo siglo frente a los cuales Latinoamérica está privilegiada por su fuerza y proyecciones renovadoras. La escritura que obvia esas proyecciones, y en muchos casos la niega, no es más que el reflejo de su «impotencia».

¿Qué ha quedado entonces de la paradigmática «autonomización» de la literatura de fin de siglo? Ésta es, evidentemente, una realidad ineludible que, sin embargo, es resemantizada por Ugarte. Ella sería, para el escritor argentino, el primer momento de la creación y legitimaría su criticidad pues se nutre, por siempre, de «rebeldías» y «anticipaciones». Desconocer este rasgo histórico supone un silencio que, en el nivel de las influencias (Ugarte sostiene que toda escritura induce a una «determinada modalidad de vida»), actúa en complicidad con los «intereses» dominantes. Escuchemos al propio Ugarte esbozar esta tesis que suena a marxismo y que perfectamente puede ser el eco de las ilustres tesis marxianas de La ideología alemana respecto de la dominación cultural:

Sería monstruoso establecer que el arte debe callar y someterse a los intereses que dominan en cada momento histórico, cuando todo nos prueba que desde los orígenes sólo se ha alimentado de rebeldías y anticipaciones. Su espíritu descontento, lastimado por la mediocridad, se ha refugiado siempre en las imaginaciones para el porvenir57.



El segundo momento de las representaciones literarias es el intento de superar la «mediocridad» burguesa, signo de su «vulgaridad», mediante una verdadera praxis transformadora.

Vais a la zaga de lo que os jactáis de mirar con desprecio [...] si en realidad os molesta esa mentada vulgaridad ¿qué es lo que os impide luchar por modificarla?58



El estímulo del escritor es, de hecho, su realidad circundante, y en especial sus conflictos, en el vértice de los cuales palpita la «suprema sensibilidad» del artista. Pero la objetivación de los mismos debe estar surcada por una misión fecunda, que no se quede en el inerte «cosquillear la curiosidad [...] de los poderosos» sino en abrir rumbo hacia allí donde se funden la verdad y la belleza. «La verdad es belleza en acción». Esta última afirmación es lo que configura la posibilidad de que el arte sea comprendido como «arte social»59.

El ideal del «arte social» hará que muchos de los más importantes hombres de letras de su tiempo, entre ellos José E. Rodó y Ricardo Rojas, disientan con el escritor argentino60. Además, lo hará distanciarse de un sector del modernismo (aunque él mismo no realice esta especificación), a tal punto que considerará menester explicitar sus diferencias. En los artículos en los que tematiza la cuestión del modernismo suele circunscribirse al escenario de la literatura española, que por cierto conoce a la perfección. Tanto es así que hace coincidir la génesis de este movimiento con las búsquedas de una nueva identidad literaria, luego de que las vetustas instituciones hispánicas se manifiesten como anacrónicas, a través del recurso frecuente del uso de formas francesas, las cuales hasta ese momento aparecían como corrientes débiles, presentes gracias a las influencias ideológicas de la revolución de 1789, aunque graciosamente aclare Ugarte: «(sobre la oposición, ya que no sobre el gobierno)»61. Aquellas búsquedas son resueltas de maneras muy diversas que, sin embargo, no impiden a Ugarte descubrir algunos elementos que las articulan constituyendo un movimiento. El primero de tales elementos es la superación de las «fórmulas» tradicionales configurando una situación que Ugarte caracteriza como «libertad de lenguaje». También observa nuestro escritor una cierta «libertad filosófica» respecto de los tradicionales dogmatismos hispánicos. El recurso a las maravillas de la naturaleza, que permite superar los estrechos costumbrismos, es otro de tales elementos. Finalmente, y es aquí donde Ugarte se distancia,

... el prurito de buscar lo exótico y en cierta precipitación infantil que ha llevado a veces a adoptar aturdidamente formas y procedimientos que no caben dentro de la lengua, ni concuerdan con el alma del país62.



De modo que estaríamos frente a un movimiento de transición cuyas virtudes estribarían en su desmitificación de las formas clásicas sin haberse disuelto en esquemas decadentistas. De allí que Ugarte sostenga que el modernismo constituye una reacción contra el decadentismo, que ha permitido, si me es lícito utilizar una categoría epistemológica, un cambio de paradigma63 que, sin embargo, debe ser superado por aquel que realice las «ideas del siglo», ideas estas que imponen un compromiso con los imperativos de una nueva sociedad.

Nuestras sociedades no están pidiendo miniaturistas sino grandes voces humanas que anuncien al mundo la buena nueva de su advenimiento y su victoria64.






Secularización y cosmopolitismo

Habíamos ya consignado que otro de los elementos constituyentes del discurso modernista era la cuestión de la secularización de la vida. La secularización expresa también una serie de ambigüedades que son propias del modernismo. Ésta dio lugar a un tipo de racionalidad preeminentemente burguesa, profundamente rechazada por los artistas. Sin embargo, es ella la matriz de una serie de renovaciones estéticas y culturales que son propias de tal movimiento y cuyo correlato sociológico es el desprecio, la bohemia, épater le bourguesie. En el caso de Ugarte la estrategia no es la misma. La puesta en crisis de las instituciones pone en juego no el rechazo de la dimensión política de la escritura sino su democratización. El escritor argentino va más allá de la burocrática secularización burguesa, hacia la legitimación de la lucha de los que han sido marginados por un sistema canonizado y la formulación de un porvenir que les pertenece. De modo que el discurso ugartiano se construye con recursos cuasi escatológicos a los que Gutiérrez Girardot llama, utilizando una categoría de José Luis Romero, «trascendencia profana», la cual alude a la tendencia a elaborar discursos que consuman sus esperanzas en un «futuro histórico». Sin embargo, nos parece más específico caracterizar estas expresiones ugartianas a la luz de lo que Arturo A. Roig ha denominado «función utópica del discurso»65. Entre los efectos discursivos de tal función encontramos la «función liberadora del determinismo legal». El carácter arbitrario de las producciones culturales, incluso de la legalidad, permite deconstruir el sistema que provee de juridicidad a la virtual negación de las luchas obreras, frente a lo cual dirá Manuel Ugarte:

Al crispar los puños y afirmarse para no avanzar, no hace el desgraciado más que movimientos perfectamente humanos y legítimos. La provocación constante [...] está en la insolente tranquilidad con que los potentados se atiborran de riqueza, mientras los productores de esa riqueza llevan una vida oscura de privaciones [...] la lucha de clases durará hasta que, por la fuerza combinada de las cosas, se vean los capitalistas obligados a desarmar y a fundirse en una nueva humanidad sin privilegios66.



Él ha comprendido claramente los efectos políticos de la secularización. No se encerró en el mero desprecio de aquello que derribó la también despreciada normatividad premoderna. En ninguno de los casos aquellas producciones culturales pudieron escapar de un universo de certezas que desconoció el que ahora se impone como el verdadero significado de la obra de arte:

Y en este cuadro, eterno, portentoso, e inagotable, tendrán que agitar fatalmente los remolinos multicolores de la fuerza secular e invencible que se llama pueblo67.



Ugarte no se ha lanzado al uso profano de símbolos religiosos, por ello, la secularización en él opera no sólo en términos estéticos sino también en clave sociopolítica. Ha señalado al que, a su juicio, es el fondo de toda obra de arte: el pueblo.

La liberación del universo estético y normativo premoderno propio de la secularización habría de resolverse según Gutiérrez Girardot en una nueva «catolicidad» entendida como «cosmopolitismo». Mediante éste es posible disponer de una experiencia de «lo lejano y lo extraño», no en sentido escapista sino como una forma libertaria de concebir las producciones culturales, creando una «nueva sensibilidad» que asume los cambios sociales sobre el tamiz de la «secularización, la hipersensibilidad de la vida urbana y su carácter intelectualista»68.

El cosmopolitismo, en el caso de Ugarte, está mediado por la percepción que posee de París, ciudad por la que siente una profunda admiración, pero que es también el blanco de sus críticas. Hay un artículo del escritor argentino que refleja de un modo particularmente patente el juego de elementos que, según Gutiérrez Girardot, constituyen la estructura del cosmopolitismo modernista. «El diario del porvenir»69 es el resumen de la ironía urbana e intelectualista de Ugarte. Aparece en este relato, en el marco del movedizo y vital optimismo primaveral, la centralidad de la información en la escena de la gran urbe:

Y la primavera parece estar en todas partes [...] en el atrevido piar de los gorriones que, familiarizados con París, arengan irónicamente a la multitud desde el techo de los quioscos llenos de avisos, donde las vendedoras de diarios expenden flores y papel, y dan más frescas noticias que las rosas70.



Sin embargo, uno de los amigos, en la mesa de café, sostendrá que tales indicios son parte de una prensa «monótona, mezquina y superficial», que no satisface el interés y la sensibilidad de los discurridores. La razón de esta inconsecuencia de la prensa parisiense consiste en haber entrado en la lógica del periodismo «ultracomercial y soporífero». Según otro de los personajes, esta situación es también atribuible al absurdo de un público que por «... cinco céntimos [...] poco le falta pedir una taza de chocolate». Las sombrías perspectivas estructurales inducen a creer que la prensa de París jamás podrá dar a luz un diario excelente, frente a lo cual dirá el más idealista de los personajes: «Reíos, gentes incrédulas que creéis saberlo todo porque sabéis ironizar»71, y se lanzará en delirantes ideas acerca de la creación de un diario propio, ¿por qué no hacerlo?, si «vivimos en época en que nada es más familiar que lo absurdo y en que las maravillas se codean con nosotros sin que las advirtamos»72. Podríase contar con un rico personaje con los deseos de financiar ese diario, y apareciese este último en medio de cuantiosas publicidades, con artículos de León Tolstoi, Joseph Chamberlain; crónicas de Marcel Prévost, Maurice Chevassu, Pierre Louÿs, Paul Bourguet. Tristán Bernard, Benito Pérez Galdós, Vicente Blasco Ibáñez, Herbert G. Wells, Gabriel D'Annunzio; donde viva la cosmopolita literatura en medio de la ecumenicidad de las artes, música, pintura, escultura, modas; con folletines de Anatole France, Rudyard Kypling; crónicas científicas y tribunas para todas las doctrinas políticas. No cabe para este diario otra cosa que el éxito, al punto que podrá convertirse en el diario universal. Después de esta frondosa serie de proyecciones por las cuales «el porvenir nos abre sus puertas» dirá el fecundo personaje:

-Y cuando lleguéis a imprimir los mil millones que ya tenéis seguros, nos invitaréis con una bouillabaise y un cigarro de diez céntimos -interrumpió a manera de epílogo el contradictor, desatando grandes risas73.



Este relato, a nuestro parecer, resume el espíritu de la experiencia urbana ugartiana. En él opera la ironía intelectualista acerca de una compleja trama de situaciones que constituyen el espacio del porvenir y el progreso, pero que, sin embargo, padece de graves contradicciones, creadas por la lógica de tal espacio a la que Ugarte llama «psicología del mercader». El porvenir está allí pero no es ése.






Conclusión

Manuel Ugarte ha realizado, por tanto, un intento fructífero de asumir la conflictividad inherente al cruce entre el campo del poder y el campo literario mediante la elaboración de una estética objetiva que vuelve menester descubrir la especificidad de la apropiación ugartiana del imaginario modernista. Tal especificidad está dada justamente por la historización y comprensión política de ese imaginario, lo cual, a su vez, determina el talante crítico de su discurso respecto de los efectos de la modernización en su doble manifestación: estética y política. Un criterio relevante en su análisis de tales manifestaciones lo constituye el concepto de democracia por cuanto ella es el nexo entre la posibilidad del socialismo y la garantía de sus logros históricos, con la construcción de una legalidad, fundada en la realización de la felicidad común.







 
Indice