Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Libro de navíos y borrascas [Selección]

Daniel Moyano






ArribaAbajo- I -

Y chau, Buenos Aires


Hagamos de cuenta que estamos en un viejo caserón de piedra, antiguo refugio de pescadores rodeado por jardines sombríos, en una noche de invierno europeo. Allá abajo, a un cuarto de milla, el mar y los acantilados producen el único sonido que es posible oír en la aldea oscurecida. Desde un cabo rocoso, un faro ennegrecido por el tiempo pestañea como un reptil. En el refugio húmedo y frío hay olores salitrosos y trofeos marinos pudriéndose en los rincones. En las altas paredes de la sala se proyecta el resplandor de los troncos de encina que arden en la chimenea salpicando con sombras rojizas los retratos ovales de los marineros que desaparecieron en el mar, retratados con gorra y pipa, las barbas desteñidas por la humedad salada recobran ahora con el temblor de las llamas un vacilante resplandor de vida. Nos hemos reunido aquí para oír la historia de un viaje.

A través de las cortinas casi transparentes de las ventanas las sombras de caserones de tres siglos parecen animales hinchados, salpicados doblemente por el ruido y el agua de un mar furioso. Desde lo alto de su torre, un farero de barbas blancas hace girar las luces sobre olas y desgracias. A la luz del candil que alumbra su estrecha habitación aérea sus ojos tienen el color de un miedo muy antiguo. Conoce las costumbres del mar y sabe que esta noche puede haber pescadores desaparecidos. El viajero que acaba de llegar y va a contarnos una historia se saca las botas junto al fuego como en un cuento nórdico, les quita el barro del camino y acariciándose una barba de largas travesías se queda mirando fijamente el fuego, oyendo su chisporroteo milenario. Viene de los mares del Sur, donde están las ballenas y los albatros, los naufragios y los grandes cementerios marinos. Tiene un inquietante aire de misterio, y a la luz de las llamas su piel resplandece en yodos y salitres. Afuera puede estar lloviendo y bramando el viento, como en los cuentos de aparecidos, detalle que nos interesa mucho para crear el clima necesario porque esta historia también es de fantasmas.

Permítanme entonces ocupar durante unas horas el lugar de ese viajero nórdico para contar mi propio viaje. Como él, también vengo de los mares del Sur. Y tomando prestado el clima de los viejos relatos sobre fantasmas mi burda historia real puede ganar en fantasía y entrar decentemente en el mundo de la comprensión, contándola como al descuido y un poco para olvidarme de ella. La casa a la orilla del mar y el viajero salitroso quitándose las botas junto al fuego mientras afuera llueve y brama el viento pueden valer como comienzo de mi relato hasta que lleguen las palabras justas, los tonos que se esconden.

La lluvia siempre fue un buen recurso para empezar historias. Produce un buen mareo sonoro con su repiqueteo y hasta un fondo visual con esos jardines arrasados, esas calles serpenteantes de brillos acuosos. Lluvia es una palabra que casi se dice sola. Ella es su propio verbo, el ruido de la lluvia empieza a sonar solo sin que nadie lo nombre, dura mucho en el recuerdo auditivo y se mantiene todavía aunque uno esté diciendo las tonterías más grandes.

Tengo que hablar de un barco que zarpó del Cono Sur, pero sucede que los comienzos, como los finales, siempre me parecieron arbitrarios. Actúan como violaciones. Dejan en el olvido acaso las posibilidades más hermosas. ¿Dónde comienza un barco, o una naranja, o una mujer desnuda? Se necesita un juego para ir entrando en trance poco a poco. En este sentido, cualquier comienzo es como empezar a disponer las piezas, sacarlas de la caja, poner en fila los soldaditos de plomo, que son los juguetes pero no el juego todavía. El verdadero juego empezará más tarde, en el momento menos pensado estaremos jugando sin saberlo. Contar una historia supone enredarse enteramente con el lenguaje. Los soldaditos de plomo o el barquito de papel irán de un lado a otro según los lleven las palabras.

El juego consiste ahora en mover un barco italiano real llamado Cristóforo Colombo, a punto de zarpar del puerto de Buenos Aires con setecientos no deseables a bordo, sobrevivientes de un naufragio cuidadosamente buscado por eso que llaman la Historia, la aburrida suma de los acontecimientos menudos de todos los días, entre los que la gente vive y muere casi sin saberlo.

Por otra parte, no sé si esto me va a salir. Porque puede pasarme lo que a ese cellista de un concurso que para deslumbrar al jurado quiso tocar nada menos que el concierto de Dvorák y en la mitad del primer movimiento se le enredaron los dedos, la orquesta tuvo que parar para esperarlo, y resultó un desastre. Enfundó el instrumento como pudo y desde el escenario hasta la puerta iba diciendo en casa me salía, en casa me salía.

No sé si me va a salir. Lo mío es la música, antes que las palabras. Para mí todo este asunto de tener que salir del país comenzó cuando estaba lustrando mi violín bajo la parra, allá en el norte, distraído, lustrando como quien canta o lee, y llegaron ellos.

¿Rolando? Sí. Me llevaban, sabían mi nombre, eran tres. Delante de los vecinos, entre ellos mi compadre. Tuve que bajar la cara. La vergüenza. Caminaban cansados, como si el aire se les resistiera. El violincito, colgado de la parra para que tomara un sol modesto, se me fue alejando. Lo quieto era yo y era el violín lo que se iba. Caerían las hojas, llegarían las lluvias de otoño, los vientos de agosto, pasaría un largo tiempo a medir por estaciones y cielos terrestres.

Hay que tener en cuenta que un violín es una especie de milagro acústico. Unas tablitas mínimas, con lo último, aguantando kilos de presión de las cuerdas para llevar la música a una de sus alturas instrumentísticas más agudas. Tienen la piel porosa y delicada. El polvo los lastima. De vez en cuando necesitan tomar sol, y si el clima es muy seco proteger su lustre con aceite de almendras. Dentro del estuche, debe estar envuelto en un trapo de seda, esto asegura una temperatura constante. Y al ir a tocar, abrir con cuidado el estuche, desnudar el violín con suavidad y dejar pasar por lo menos media hora antes de tocar para que tome la temperatura ambiente. Con esto el instrumento consigue el equilibrio necesario para soportar sin dañarse el tremendo esfuerzo que supone una ejecución en regla. Los instrumentos encierran la música, de la misma manera que los hombres encierran la vida en su delicado mecanismo viviente. Los hombres son débiles y milagrosos como los violines. También están hechos con lo justo y dependen de una estructura frágil. Tienen la piel porosa y delicada, deben protegerse de las temperaturas. A pesar de su fragilidad lo soportan todo, hasta la muerte, que es lo último que puede sucederle a un hombre. Y lo último que puede sucederle a un violín es la lluvia. Una muerte lenta y como rencorosa.

Difícil mover del puerto un barco real si seguimos con este asunto del violín. Pero sucede que ese violín está entre las palabras, hacia donde mire está su brillo, y francamente no encuentro otra manera de llegar al barco. Allá lo habrán mojado las lluvias y secado el viento tantas veces. Las avispas y los pájaros que picotean las uvas lo habrán llenado de estiércol y zumbidos. Las clavijas, saltadas de su sitio, se aferran todavía a las cuerdas, como corcheas cuelgan tan negritas las clavijas de ébano legítimas, y el puente delicado abonará la tierra, lo comerán pacientes los gusanos, despanzurrado mi violín como una araña que aplastaron. Las avispas zumbaron en cada rincón de su equilibrio acústico, llegaron los truenos y violaron sus concavidades internas. A lo mejor esto lo adormeció, perdió sus sentidos y así pudo evitar humillaciones últimas. Después se llenó de agua, como los ahogados, hasta ceder, abriéndose, el espacio interno que milagrosamente le servía para encerrar la música. El hilo que lo sostenía de la parra se cortó con el peso del agua. Y abajo estaba la putrefacción del otoño; ignorando su función, la tierra lo recibía como cualquier madera más, una hoja seca más que cae. Entre las hojas, que caen para siempre. En el olor húmedo de la tierra removida, en el calor naciente de la fermentación, el violincito.

En Buenos Aires, camino del puerto, estaba a mil doscientos kilómetros de lo que había sido mi violín, bajo la parra. Por el tono de voz que usó uno de ellos para decir ¿Rolando? supe enseguida que ni siquiera tendría tiempo de entrar por última vez a mi casa. Dijeron que en el acto y sin dar pasos falsos caminara hacia el furgón que rumoreaba ante la puerta de calle. Le eché una mirada al violín como dándoles a entender que quería permiso para guardarlo otra vez en el estuche, había amenazas de lluvia, miren qué nubes negras se levantan, se estropearía el instrumento. Pero ni para eso había tiempo. Con lo puesto y las puertas de la casa abiertas y el violín colgando de la parra había que seguir a los tres hombres. Justo en el momento que lo miré, el violín giró colgando del hilito y relumbró en la luz, hermoso y joven con el lustre de aceite de nueces machacadas que le acababa de dar, a falta de almendras. Ese relumbre que duró unos segundos y desapareció en el giro del instrumento, fue lo último que vi de mi provincia.

Era un violín con un sonido más bien tirando a grave, tipo Guarnerius, de medida un poco mayor que las normales. El que no estaba acostumbrado a él encontraba las notas un tanto desplazadas. La cuarta era de maravilla, como de musgo suave y verde oscuro. Estaba firmado por un artesano de nombre probablemente checo, casi ilegible, Gryga o algo así, nombre que sin embargo lo sacaba de la triste familia de los violines de serie y lo llevaba a la categoría de violín de autor, por más desconocido que éste fuese. Llegó a la provincia a principios de siglo, desde Chile por la cordillera, o sea a lomo de mula. Lo trajo un húngaro que anduvo probando suerte en esas soledades, en tiempos de mucha escasez. Como las cuerdas eran de tripa, una noche se las comieron las ratas. Del inmigrante húngaro no se supo más, y el Gryga quedó en la provincia, seguro que en pago de una deuda. De la mano de los folkloristas se convirtió en un violín fiestero el Gryga, pasando de las czardas a las vidalas como si nada. Como un checo aindiado se presentaba alegremente en casamientos y bautismos, y en navidad se asomaba a los pesebres y a los Villancicos. En su época folklórica le llamaron El cogote largo, por tener el diapasón (de ébano) casi un centímetro más largo que los normales. Desde que llegó a mis manos lo llamé siempre Gryga, y la gente enseguida se acostumbró. Che, qué bien está sonando el Gryga. Claro, tenía una cuarta muy dulce, y el equilibrio con las otras cuerdas era perfecto, tanto en timbre como en intensidad, a pesar de sus pequeños errores formales. Si no hubiese quedado bajo la lluvia y caído a tierra con las hojas de la parra, andando el tiempo hubiera conseguido que la gente dijera Gryga como quien dice Stradivarius. Era sólo una cuestión de tiempo. Hoy nadie sabe qué es un Gryga. No sé bien cómo llegó a mis manos. No recuerdo los detalles. El Gryga simplemente estaba en mi casa, ocupaba un lugar y un peso en mi memoria. Envuelto en seda y dentro de su estuche, estaba. Era el violín que tenía que tocarme, y no otro. Me lo trajo la suerte.

Ahora estamos en mejores condiciones para hablar del barco que saca del país a los setecientos indeseables. Me parecía arbitrario empezar la historia por ahí, sobre todo teniendo en cuenta que cuando ellos dijeron mi nombre bajo la parra y yo volví la cabeza desde el brillo del violín y vi sus caras bajo viseras y los fierros negros que sostenían, que no son ni débiles ni milagrosos ni porosos, y ya no pude ver ninguna otra cosa en mucho tiempo, cuando oí sus voces en un tono que no era el de mi provincia, y sentía que ese ¿Rolando? desataba otros hechos, los engendraba en un hágase la luz, en ese mismo momento empezaba a balancearse en el puerto el barco que me sacaría del país, en ese mismo momento ya estaba en Buenos Aires a mil doscientos kilómetros del Gryga, ya me estaba yendo para el otro lado del mar mientras el violín conocía el olor de la tierra en trances otoñales, hormigas y escarabajos buscaban la humedad de las hojas que llenaban sus concavidades íntimas, en ese mismo momento yo estaba pidiendo prestado un viejo caserón de piedras y un invierno europeo y un mar próximo y un faro en tempestades y una lluvia furiosa afuera sobre el jardín sombrío y la aldea dormida para contar la historia mientras el farero de barbas blancas o dolientes hace girar luces sobre mares y desgracias.

Salvo que a esta altura final del segundo milenio y la destrucción de casi todo no valga realmente la pena contar nada, para qué. Más práctico y menos duro sería intentar una canción, vidala o baguala qué sé yo, algo que en vez de meterte más en el mundo te saque un poco de él. Una canción como una tregua. Y con cuatro estrofas todo dicho, como en la vidala. Porque si yo me muero, ¡con quién va a andar mi sombra, tan chiquita, tan callada! Se irá hundiendo en la tierra, con las hojas de la parra, achatadita y callada. Y así todo se irá olvidando de a poco, porque el otoño es repetitivo y cruel pero no tiene memoria. Contar como quien canta una vidala.

Cuando le dije que apenas conocía Buenos Aires, el preso que iba a mi lado hizo una rápida descripción de la ciudad donde había vivido siempre. El lugar que le tocó dentro del furgón donde íbamos coincidía con la única mirilla o respiradero que había. Pero no hablaba de lo que estaba viendo, contaba cosas que recordaba o elegía. Calles de Balvanera, de cuando él era chico. Las palabras del preso se demoraban en el patio de su casa con malvones, en el farolito de la esquina desde donde se asomó a la vida, como en los tangos, y se citó por primera vez con aquella pebeta, que también cayó en cana cuando empezó este desastre, y de la que no supo nada hasta ahora mismo, a lo mejor también le dieron la opción de salir del país y estaba en el furgón de atrás o en el de más adelante. Che, pero por lo menos decí por dónde vamos, dice un preso que no distinguimos. Mirá, no sé, quién termina de conocer esta ciudad, creo que vamos en dirección al Bajo.

En la oscuridad del furgón las caras eran apenas óvalos borrosos. En cambio los recuerdos del preso de la mirilla eran perfectamente visibles, aparecían con todos sus colores aunque estuviesen en niveles no visuales. Eran las primeras imágenes que teníamos de la libertad. Íbamos en la oscuridad, pero las palabras del hombre de patio con malvones se visualizaban, esas calles del sur parecían tan reales, los charcos de agua después de las lluvias y los sapos cantando en la laguna. En lo que hablaba había siempre, aunque no la nombrase, una proximidad de pampa, de pastos húmedos en la mañana, de bañados y maizales al viento, el perfume de los yuyos. Eramos tres hileras de hombres en la oscuridad del furgón que atravesaba un Buenos Aires seguramente soleado. Los de la hilera del medio iban sentados en el suelo, o arrodillados, y los demás en las tablas de los costados, bamboleantes, viajando a la vez en el furgón y en el nacer de pampas con maizales de las palabras del preso, al otro lado de la oscuridad. Y la pebeta mítica, o milonguita, a la luz de un farolito centinela de amores y promesas, abandonaba en un milagro su existencia de letra de tango y ahora mismo iba con nosotros en alguno de los furgones, al menos eso suponía el preso del respiradero. Un poco humillante tener que aceptar que la piba luminosa como un sol bajo el farol mitológico hubiese estado presa, pero bueno, ya nos íbamos.

Vos, riojano, echale una ojeada aunque más no sea a la calle Corrientes, enseguida vamos a cruzarla, sabrás que es la calle de Gardel, me imagino. Con un ojo cada uno mirábamos, el respiradero no daba para más. Y qué vi. Una enorme claridad encallejada que iba a perderse sobre el río. ¿Dos, tres segundos? Qué sé yo, acaso menos, el furgón iba muy fuerte. Y aparte del puerto, eso fue lo único que vi de Buenos Aires. Un gran hueco de claridad que se perdía donde acababa el mapa. ¿Viste? Es bárbara, ¿no? Y yo no sabía si lo que había al final era una nube, cielo o río, lo único que retenía era esa claridad, un golpe rápido de luz igual que el brillo del violín perdiéndose en un giro.

Después del relampagueo de la calle Corrientes el preso no habló. Desaparecieron los malvones del patio y las cercanías de pampas y de pastos húmedos. Otra vez solamente la oscuridad del furgón. Menos mal que por poco tiempo. Enseguida mermó la marcha y se paró. Hasta que abrieron la puerta pasó un tiempo larguísimo. Por los ruidos supimos que estaban saliendo los presos de los furgones de adelante. A medida que los nombraban. Primero el apellido y después el nombre. En silencio, esperábamos nombres conocidos. El que estaba a mi lado, con la oreja pegada a la mirilla, por si nombraban a la mina del farolito, que de paso era su compañera. A lo mejor en los furgones de atrás, en una de ésas la nombraban, le quitaban las esposas y le devolvían sus papeles. Con el furgón quieto, en la oscuridad y sin palabras que hablaran de patios en Balvanera con minas en el balcón y cercanías húmedas de pampas, mirándonos los óvalos de las caras sin distinguir los rasgos, esperando que nombraran a la del farolito. En trance de un obligatorio viaje a Europa, mitológico también. En eso sonó la sirena del Cristóforo. Pobre almirante, el mundo que descubriste.

El viajecito a Europa, che. Me lo merezco, son más de veinte años de laburo. París, carajo. La ruta de Gardel. Y una escapadita a Italia para conocer a los parientes. Todavía hay hermanos del viejo que están vivos. Y una prima italiana que debe estar rebuena. Para más datos, se llama Concetta. Qué te parece. El viaje a Europa se va armando en la sirena del Cristóforo. En cuanto abran la puerta del furgón vamos a ver sus chimeneas altísimas. En un barco como éste llegarían los abuelos, ¿no? El mío, que era de Extremadura, no se acordaba ni del nombre del barco que lo trajo. Qué sé yo, un perol, un cacharro, una mierda de buque, por poco nos hundimos. El viento lo llevaba para cualquier parte. Entró en el Río de la Plata de milagro. Si lo sé, no vengo.

El abuelo extremeño sufría todos los meses un par de horas bajo la luz de lo que llamaba el quinqué de petróleo escribiendo una carta que siempre hablaba de sequías y que incluía «algún dinerillo» envuelto en papel carbónico para que los del correo no pudieran descubrirlo a la luz de poderosas lámparas. Con sus dedos cuarteados de tanto escarbar tierras salitrosas esforzaba las impecables plumas «cucharita» escribiendo largas frases torcidas de dudosa comprensión. Se esmeraba en el sobre, y ahí los renglones salían derechitos, apoyados en una línea que trazaba antes con lápiz y regla, para no desviarse, y entonces las letras, cuidadosamente ovales, se alineaban decorosamente para que cualquier cartero de acá o de allá pudiese leer sin problemas Villanueva de la Serena. De aquí a Buenos Aires, sabe Dios por qué vericuetos andará la carta; de Buenos Aires para allá, ya se encargará el cacharro. El cacharro que ahora hacía sonar su sirena mitológica. Villanueva de la Serena. Aquí venían a parar los sobres cuidadosos con óvalos vacilantes recostados sobre una tramposa línea de lápiz que luego se borraba y los óvalos se sostenían entonces por sí mismos. Los óvalos del abuelo sobre las olas, hacia Villanueva de la Serena. En el cacharro, que trotaba sobre las olas como un perrito, tan contento y diligente, con el mensaje y el dinerillo para los que quedaron en el pueblo. Cacharro flotando por sí mismo, igual que los óvalos al borrarle la línea de sostén apenas marcada. Si Villanueva de la Serena fuera un puerto, qué maravilla. En ese caso, en cuanto saliera de la oscuridad del furgón y pusiese un pie en el cacharro Cristóforo, ya sería como llegar, estaríamos tocando las mismas aguas. Seguir la ruta marítima de los sobres del abuelo, que yo echaba en el buzón todos los meses a mil doscientos kilómetros del puerto, sus óvalos flotantes. Flotaban en cuanto le borrábamos la línea, en un mar invisible. ¿Cómo sería el cacharro que iba a tocarme? En la oscuridad del furgón, contenía un barco. ¿Encontraré allá tierras salitrosas? ¿Las escarbaré hasta mejorarlas y plantar viñedos y llevar la uva al lagar? Vino a rodo. ¿Con dedos cuarteados escribiré óvalos sobre línea de lápiz a borrar, óvalos que digan cuidadosamente La Rioja como se puede decir Villanueva de la Serena? Villanueva de los Violines. Y el Cristóforo estaba haciendo sonar su sirena, vibraban las latas del furgón, se ve que estábamos muy cerca. El Cristóforo y el Cacharro del abuelo tenían en la sirena el mismo sonido con distintos nombres, sólo había que poner una ligadura de prolongación entre ellos. En cuanto saliera del furgón, con sólo poner el primer pie en el cacharrito que me tocara, quedaría trazada la ligadura, por fin podría ver el barco que imaginaba cuando iba a poner los óvalos con algún dinerillo en el buzón del pueblo.

Ilustración

Y bueno, abrieron la puerta del furgón y no estaba lloviendo en Buenos Aires. Las lluvias se habían ido para el norte y allá llovía sobre el violincito. Circunstancia favorable para la reconstrucción, si se tiene en cuenta que el sonido del aguacero allá sobre la viña y el de la lluvia furiosa sobre la casa europea junto al mar es el mismo, sólo hay que poner la ligadura. La diferencia sustancial es el mar y la luz del faro que se desespera, el oleaje es tan alto que cualquiera diría que esas olas enormes son los barcos de los pescadores desaparecidos que regresan. Y no es así. Lo que pasa es que cada vez que la luz del faro, como encandilada, pasa sin ver sobre el tremendismo en olas, las crestas se iluminan y el latigazo de la luz parece un fuego de San Telmo sobre el palo de mesana de un barco verdadero. El miedo de la luz es el miedo que tiene el viejo guardafaro en lo alto de la torre que el mar bate. El viejito guardafaro en aquella soledad. Con los dedos cuarteados de tanto escarbar olas salitrosas, único habitante el viejo del peñón solitario. De día se pasea y lo sigue humildísima su sombra; a veces se prolonga sobre el mar, achatadísima, a veces se arrastra por las piedras y se esconde nadie sabe dónde cuando el viejo entra en el faro. Pobrecita la sombra, si se muere el viejo ¿con quién va a andar? Se quedará achatada, nadie sabe cómo. El viejo guardafaro tiene miedo y se lo comunica a su luz en temblores como llorosos, miedo a que las sombras de los pescadores no tengan con quién andar.

Cuando abrieron la puerta del furgón la sirena dejó de sonar-reclamar. Había hecho vibrar las chapas del furgón como alguien que llama a la puerta. La sirena, y enseguida el ruido de la llave. Enormes llaveros colgando de gruesos cinturones. Ruidos de llaves en las madrugadas. A esa hora no tintinean: roncan. Hurgan dentro de las cerraduras con ruidos de órganos internos perturbados. Escarban metales gastados por las intrusiones. Llaves con horarios y hombres fijos que se van turnando para medir la eternidad. Isócronas. Poderosas como grandes animales aislados, intocables. No hay en el mundo deseos suficientemente poderosos para hacer mover una de esas llaves. La sirena del barco, en cambio, en grito de poderoso animal de las profundidades hizo girar la llave para que escapara la oscuridad, que se perdió nadie sabe dónde. Ojitos entrecerrados para habituarse de a poco otra vez a la luz. Luz débil de la tarde menos mal, y las aves de Lugones afligían como adioses revoloteando sobre las dársenas, a la hora en que a la tarde le van apareciendo ojeras. Lugones, que introdujo el águila germana para espanto de los gorriones criollos. Decían nuestros nombres y con llaves más pequeñas nos dejaban libres las manos. Podérselas frotar otra vez como Dios manda. Tanto que me picaba la espalda, todo el tiempo, y ahora que puedo rascármela no me pica más, fijate vos, se oyó por ahí. Manos libres para poder tomar los documentos que nos daban. Y en aquella enorme pila de valijas despanzurradas con camisas que florecen por las tapas mal cerradas, que cada cual busque la suya pero rápido, y hay un azaroso intercambio de valijas.

¿Y el barco? ¿Y el mar? A lo mejor por ahí, a la derecha, pero primero hay que pasar por los controles. Esto está lleno de galpones y oficinas. ¿Así que nunca viste el mar, riojano? Mirá que hay que ser zonzo, tan grandote y sin conocer el mar. Bueno, lo vi en el cine, viene a ser casi lo mismo, la idea la tengo, pero me pregunto tanta agua para qué. No se ven barcos por ninguna parte y aquí los dueños de las llaves nocturnas, con quienes hemos convivido tanto tiempo, nos abandonan por fin. Se ve que están muy enojados con nosotros porque no se despiden, ni siquiera chau nos dicen, y nos dejan entrar libres en un largo corredor de luz encallejada. Cuando miré hacia el fondo de la calle Corrientes con un solo ojo era el mar lo que buscaba. Dos segundos, y luego el recuerdo del chispazo de la luz hacia el final, igual que el brillo del violín allá atorándose con los truenos, y los relámpagos que acabaron encandilando el brillo de nueces de mi Gryga.

Largo el corredor no entre paredes, formado por soldados que parecían de plomo cada cual con su fusil, muy bien parados, no como los que teníamos en la caja de zapatos, a casi todos les faltaba una pata y había que hacerles un montoncito de tierra para mantenerlos parados. Había uno moreno que cuidábamos mucho y aquí hay otro parecido, seguro que es del norte, apenas pestañea. Envolverlo en algodón, como al de la caja, para que no se estropee en el roce con los otros. Correctamente parados y sin ningún tipo de mutilaciones, encallejaban la luz del atardecer sin permitir que los curiosos, fuera del corredor imaginario, se acercaran a nosotros para darnos unos paquetes que traían. El moreno, bien afirmado sobre el suelo porque no le faltaba ninguna pierna, olvidó su rigidez de plomo cortando el avance de una mano que trataba de agarrar un paquete de yerba que alcanzaba uno de los curiosos: ustedes siguen incomunicados y solamente cuando entren en el barco podrán hablar y hacer lo que se les dé la gana. Pero el barco no aparecía por ninguna parte, y hay que ser zonzo de veras para ser tan grande y no conocer el mar.

En la valija que me dejó un preso que trasladaron al otro lado estaba mi ropa vieja, la que tenía puesta el día que me separé del Gryga. Azul del pantalón y blanco de la camisa conectándome con un tiempo irrecuperable. Y el cinturón medio cuarteado, qué maravilla ese cuero familiar, ese agujero último ya demasiado grande, la hebilla que no recordaba. Me medí todo por encima y me quedaba grande. Parece que era gordo el difunto. Dentro de esa valija, parecía ropa de muerto. Nula de nulidad. La ropa de los muertos, ésa que siempre se quema, por si las moscas. Un muerto es finalmente algo como un trapo. El que me dejó esta valija era un trapo cuando se iba. Y si él mismo era un trapo, su valija qué. Cuando lo trasladaron al Flaco, la ropa le bailaba en el cuerpo. Le sonaban los huesos bajo los trapos cuando se iba y alzó una mano sin mirar para atrás, mano dirigida a cualquier celda, puros huesos que se meneaban camino del traslado.

Conectar la ropa de la valija con el tiempo anterior a la caída del violín, tiempo que parece no haber existido nunca. Si la ropa es cierta, el tiempo anterior una mentira. La verdad no alcanza para las dos cosas. O el tiempo o la ropa. Entonces elijo la ropa. Necesidad de volver a sentirla mía. Los pantalones con la manchita de aceite de nuez, la hebilla con su brillo gastado, va quedando desnudo un hierro feo, de llave nocturna. También están los cordones de unos zapatos que ya no existen, por dónde andará el Flaco sin cordones. Él hablaba de engomar las telas de varias camisas y pegarlas en tablitas muy finas. Alas. Una máquina de volar pensada por el Flaco entre paredes altísimas y sucias. Los cordones hubiesen servido para abrir las alas. Un tironcito y ya está, allá va el Flaco desde el quinto piso, precariamente pero volando, o cayendo despacio y sin daño al otro lado de los muros, eso dijo el día de la misma noche que se lo llevaron, en lo más oscuro de la noche abrieron la puerta y lo alumbraron con linternas y le dijeron a ver, rápido, a la valija dejala. Y todos oíamos el ruido de los zapatos sueltos sin cordones bajando la escalera, rápido el Flaco para abajo como si llevase alas. Si hubiera podido saltar con su maquinita, su traslado hubiera sido silencioso, apenas un roce de aire libre contra la tela engomada de un par de camisas blancas, apenas el ruido de la vela de un barquito, que se pierde en la misma brisa, que no alcanza a llegar a los oídos impacientes de los guardianes que se pasean con llaves bamboleantes, cruzados por correas en diagonal que terminan en hebillas de todos los tamaños, corporizando el paso de las horas. Los guardianes que tienen llaves y en cualquier momento pueden entrar y trasladar al Flaco o a quien sea, alumbrándolo con linternas por escaleras y luego por llanuras, terrones y cascotes, plaf los zapatos sin cordones tropezando en la oscuridad. Mis viejos pantalones con manchitas de nueces, la camisa manga corta, volvían a conectarme conmigo. Pero dentro de esa valija, por un milagro no eran ropas del Flaco. Y no sé si en ese caso me hubiese animado a ponérmela. ¿No tendría el Flaco unos pantalones iguales a los míos? Claro que sí, todo puede ser. Menos mal que estaba la mancha de las nueces, lo único verdaderamente cierto en esas vaguedades.

¿Y el barco? ¿Y el mar que nunca había visto? Sin embargo, tenía un recuerdo del mar. Seguramente había algo por ahí semejante a las manchas de las nueces, que me conectaba al mar. Recuerdo del mar parecido al que me quedaba de mi casa en el norte, por lo que la casa y el parral se me presentaban ahora con la misma calidad de la no conocida espuma del mar. La espuma brillando al sol lo mismo que el violín, en un brillo de aceite de nueces pasado con algodón, y la casa y la viña se bambolean en oleajes.

¡Sientan! ¡La sirena de nuevo! dice alguien, a ver si todavía perdemos el barco, me pregunto para qué tantos controles. La hermosa voz del Cristóforo llama otra vez y hace temblar las chapas de los furgones no abiertos todavía mientras alguien reconstruye en la oscuridad patios con malvones o luz de farolitos, en una de ésas está viva y la soltaron, quién te dice, me estoy refiriendo a la piba en el balcón. El barco gritando como un gran animal acuático que no conoce ni conocerá los continentes. Llega su voz a tierra firme como si gritara desde otro mundo, y los guardianes abren las puertas como si tuvieran miedo, nada pueden hacer contra una sirena que vale más que una linterna, che, qué maravilla, esto vale mucho más que la maquinita de volar del Flaco.

Barco ausente, tapado por galpones. Ni siquiera los mástiles. El barquito de papel yéndose por la acequia, bateau ivre. Sandokán lejanísimo. Piratas sin piernas y con garfíos. Navegar a palo seco. Arriad las velas. Los niños y las mujeres primero. El cacharro, si lo sé no vengo. Villanueva de la Serena. Y todos los meses el sobre con algún dinerillo para los que no pudieron cruzar el mar y quedaron en la aldea para siempre. Ya están todos muertos, allá y acá. Desaparecidos. El mar es demasiado grande, abarca vidas, hay que contarlo por generaciones. Se quedaron en la aldea y no lo conocieron, pero tenían recuerdos del mar. El mar siempre vive de alguna forma en uno, aunque jamás lo conozcamos. Tengo ilusiones, necesito cuanto antes ver el cacharro que me trajo la suerte. Apenas pasemos los controles y doblemos a la derecha, aparecerá de golpe, enorme con sus ojos de buey. Y habrá un sirenazo que llegará hasta las prisiones del sur, que están muy lejos. El mar es demasiado grande, no cabía en la hoja del cuaderno cuando lo pintábamos de azul adornando el continente que acaba en la Tierra del Fuego. Se perdía el mar en los límites de la hoja del cuaderno. Continúa en éste y en otros cuadernos, sería inútil tratar de pintarlo todo. Por eso es casi seguro que nunca volveremos: el mar abarca vidas y todos los cuadernos. Habrá que conformarse con escribir el nombre del país en los sobres con óvalos cuidadosos. Esos sí volverán, como las golondrinas. Óvalos migratorios y puntuales desde la aldea de sal. Al soldado moreno no le falta ninguna pierna. Los soldados vivos parecen menos frágiles que aquellos de la caja. El soldadito tragado por un pez, que vuelve, siempre firme con su fusil. Aquellos que ni siquiera me permitieron cerrar las puertas de mi casa, y mucho menos descolgar el violín. Y bueno, me espera el mar. Él me recuerda desde hace mucho tiempo, por eso lo recuerdo también yo. Soy la mancha del aceite de nueces, una certeza para el mar, que contiene todos los cuadernos.

A la izquierda los edificios altos de Buenos Aires; a la derecha casi nada, galpones ocultando barcos. Aquí se nos va acabando el mapa y la hoja del cuaderno, apenas nos quedaba un espacio chiquito para el mar inmenso. Maestra con rulitos, voz cantarina en la mañana, y a través de la ventana cercanías de pampas. La caja de doce lápices de colores marca Fáber. Y a cuidarlos que son caros, no sacarles tanta punta, miren que les tienen que durar hasta fin de año. El marrón para los bordes del continente, el celeste para la bandera idolatrada, y el azul oscuro para el mar. Entonces debemos estar muy cerca del borde marrón, donde no era necesario apretar tanto el lápiz. Y mucho cuidado con las entradas de las bahías sin olvidar puntas y cabos, tiene un cero Rodríguez, se ha tragado usted nada menos que la bahía de Samborombón. Atravesando, valijita en mano, la línea marrón, o sea a un paso del azul intenso. Es que salir del país en estas condiciones, con dudoso volver, tan dudoso como fue el salir, es volver a la infancia. Sí, claro, dice Rodríguez, me tragué la bahía de Samborombón, pero ponerme un huevo por eso... Si uno tiene tratos con el mar en estas circunstancias, hay que prepararse para cualquier cosa. Tan poderoso, que para él las migraciones o los naufragios son menudencias cotidianas. Sabiendo eso, no hay que asombrarse de que con su sola proximidad te pase la infancia por las narices. A él le basta un golpe de olas para traerla y otro para llevársela. Glu, glu. Y ya está.

Iba en serio lo de la infancia: el último de los soldaditos de la fila que impedía que los curiosos se acercaran con abrazos y paquetes, era justamente el que allá se sentaba al lado de Rodríguez. Imposible no reconocer su cara, ajada por el crecer sin descanso. La cara de hombre malo que le habían puesto el tiempo y el oficio no llegaba a tapar los ojos mansos del compañero de banco de Rodríguez. Detrás de una cara de aguas perturbadas estaba la otra, agua tranquila de la acequia en la noche regando los olivos. Me acerqué sin miedo, después de todo él era mi infancia. Rolando, ¿no? Con la mano que no sostenía el fusil me dio un golpecito cariñoso. Delicias infantiles.

La mano del fusil tenía cuarenta años; la del golpecito, diez. Un soldado mitad de carne, mitad de plomo. Golpecito de su mano libre para disimular una caricia. Las caricias existen pese a todo. Sin tiempo para hablar, habló: Rolando, quién lo hubiera dicho. La caravana de presos empujaba en una mecánica sin palabras. Entonces la mano sin fusil me apartó un momento y la voz del que se sentaba al lado de Rodríguez me preguntó cosas, me deseó otras. Estábamos por mencionar un tiempo que estaba fuera de la historia cuando mi compadre Cleto, un riojanito, aprovechó para acercarse con su paquete. Mi infancia, con la mano sin fusil, le dejó pasar la barrera. El riojano me había venido siguiendo desde que salí del furgón. Lo había visto antes procurando acercarse a los soldados, pero esquivé la vista, me daba vergüenza que mi compadre y vecino me viera en esa situación. El compañero de banco de Rodríguez lo dejó acercarse a mí. Pero despídanse rápido, por favor, decía mi infancia, al lado del fusil. El compadre me dio un abrazo y un paquete de yerba y prometió podarme la viña hasta que pudiera volver. En dos años estarán todos de vuelta. Ya se han embarcado treinta riojanos por lo menos. Y que tenga un buen viaje, serenesé compadre. Pero no me dijo nada del Gryga cuando pregunté por él. Bajó los ojos y mirándose los zapatos me deseó buen viaje. El compañerito de Rodríguez no me despidió, parecía que a él también lo vigilaban y se puso muy rígido; pero alcanzó a hacerme disimuladamente una rápida seña de adiós con la mano buena. Enseguida entramos a una zona de controles, siempre bajo cielo abierto. Una parte de la dársena era visible, con lanchas y remolcadores. En cualquier momento se acababa la línea marrón y aparecía el barco milagroso. Y chau Buenos Aires.

Se nos va a borrar el contorno marrón del continente como las líneas que borraba el abuelo debajo de sus óvalos. Y para Villanueva de la Serena vamos a salir todos, flotando alineaditos sobre el azul oscuro que acaba en el borde de la hoja. Según avanzábamos, la gente en trance de despedidas se corría por la orilla de un alambrado esquivando galpones que taparan la visión, de modo que siempre los veíamos si volvíamos la cabeza, a veces lejos y a veces cerca. Alzaban los brazos y gritaban nombres. El riojano, borrándose, tenía el aspecto de haber visto llover y granizar sobre el Gryga. Y se quedaba en el continente, con la verdad de mi violín. Se quedaba también el compañero de banco de Rodríguez, con la infancia que, sin darse cuenta, sólo con su proximidad, acababa de mostrarme el mar. Infancias y muertes, a él todo se le mezcla. Milagrosamente, me propuso la infancia. Y la dejé pasar casi sin darme cuenta, ni siquiera intenté recordar el nombre del compañerito que al lado de Rodríguez tenía dedos tiernos, casi cartilaginosos, y una cara en delicias que se reflejaba gozosa en las aguas tranquilas de la acequia que regaba los olivos. La infancia se quedaba también, encerrada entre bordes marrones. Y sola mi infancia, ¿con quién va a andar? El barco, escondido detrás de los galpones, nos estaba esperando. Pero más nos esperaba el mar, anterior a nosotros y a los peces. Para él da lo mismo La Rioja que Villanueva de la Serena, no porque se confunda: son la misma cosa. Para él la infancia no es un asunto cronológico, ni la vida, ni la muerte. Glu, glu. Y ya está.

El suelo que pisamos ya no es tierra argentina. Lo dijo el que iba a mi lado, cara de preso del sur, o sea peligroso según pautas. Aspecto de uno de esos argentinos que en una canción que cantaba Agustín Magaldi tiempo ha, absurdamente iban desde Moscú a Siberia arrastrando crueles cadenas por la estepa donde mil leguas haremos mientras Olga en Moscú a otro amor se entrega. ¿Qué hacían esos argentinos rumbo a Siberia entre lobos que aullaban de hambre? Caprichos de la música. Me puse a tararear la canción. Ah, ¿se acuerda del cantito?, sonrió el del sur. Ya lo ve, Magaldi era profético. Le decía que esto no es tierra argentina. Son terrenos ganados al río. ¿Sabe con qué? Porque todo esto antes era agua. Los barcos ingleses que venían a buscar primero cuero, después carne salada y siempre el oro, que es lo que más les gusta, venían lastrados con tierra de la pérfida Albión, y durante siglos fueron agrandando la ciudad por un lado y vaciando el país por el otro. ¿Así que antes de salir ya estábamos en el exilio? El borde marrón del cuaderno, entonces, una mentira de toda la vida. Esto significa, le digo, que estamos pisando las huellas de Locke, Purcell, Darwin nada menos, sin olvidarse de Shelley y lord Byron. El del sur pateó un cascotito: claro, y las huellas de lord Morgan, lord Drake y otros piratas, sin olvidarse de lord Popham, lord Whitelocke y lord Beresford, ¿no le parece?

Territorio inglés, como lo era antes la superficie larga y flaca de los ferrocarriles, far away and long ago. Desde el puerto de Buenos Aires, desde la misma orilla del agua hasta el cerro de Famatina (look at this mountain of gold and silver!), una larga cinta de tierra inglesa atravesando el territorio, una larga lengüeteada entre dos vías férreas, pasadizo de Albion para traer el oro del Famatina. Y los trenes atravesando los llanos y talando sus bosques para alimentar la máquina de Stephenson, olvidando pueblos, miren lo que ha quedado de La Rioja, convertida en una gran salina con residuos británicos, el tren inglés no respeta arbustos ni algarrobos y los pájaros emigran, las vaquitas se mueren de sed viendo pasar los trenes de la reina. Y de paso les vendían a los indios ponchos llenos de colorinches, tejidos en Manchester, y como quien no quiere la cosa quemaban los telares de palo de las indias.

Desde la explanada por donde íbamos ya no era posible ver las caras de los que se quedaron sin despedirnos y con los paquetes en las manos. Apenas unos óvalos arracimados allá lejos y hace tiempo, y Magaldi con su voz gangosa de mala grabación y de fonógrafo de cuerda llevándonos por las estepas bajo la cruda helada. El riojano perdido en la multitud. Ahora cualquiera de esos óvalos podía ser su cara. Usted no se aflija, yo iré todos los años a podarle la viñita. Y a regar cuando venga el agua, eso ni se pregunta. Pero del Gryga, nada. Entre esos óvalos grises que ya se van perdiendo, entre los paquetes y las cartas que quedaron sin entregar, entre algunos brazos alzándose en alturas de adioses marítimos se ha quedado para siempre la suerte corrida por el violincito.

Ahora, según la curva que íbamos dando, no se veían ni siquiera los remolcadores. El viaje mítico a la Europa de antiguos parapetos no era tan placentero ni tan fácil. Y atrás, de Buenos Aires casi nada. Un mar de galpones y de vías férreas, los ingleses tenían todo bien montado, sobre su propio lastre. ¿Vos creés que era tierra inglesa lo que traían? Si es una isla así de chica. Seguro que era tierra que sacaban de otro lado, de noche, o de día a cañonazo limpio. Capaz que sea tierra turca, andá a saber. Hay que ser muy zonzo para creer que ellos iban a venir aquí a dejar su propia tierra.

Sobre el techo del último galpón apareció una punta. Muchachos, ésa puede ser la antena del barco, o la punta de la chimenea. ¿Tan inclinada? Y claro, el oleaje, viejo. Los acertijos de la prima tonta que teníamos. ¿Ves esta raya? Bueno, es una tapia. ¿Y qué es lo que asoma por arriba? La punta de un paraguas. No. Entonces, la aguja de la torre de una iglesia. No, tampoco, ¿te das por vencido? Las tentaciones de darle una respuesta fálica. Es la verga de un tipo acostado en una mesa tras la tapia, ¿no ves la inclinación? Che, se nos va el barco en una de ésas. La supuesta antena se desplazó unos metros sin perder su inclinación, lentamente, después volvió a su sitio, siguió en la misma dirección y al acabarse el galpón apareció enterita, sobre una altura de maderas apiladas, era la punta del fusil del último guardián en el último control. Y la prima tonta que hubiera dicho: ¿qué es la verga? Un término marítimo.

Por la izquierda venía una caravana de uruguayos, rumbo a Siberia mañana. Llevaban mucho tiempo de éxodo, de modo que probablemente fueran los últimos en salir. Los que debían apagar la luz, y chau Montevideo. Monte vide eu. Cada uno con su valijita, hombres y mujeres, a cantarle a Gardel. Piel acuartelada, como de cárcel subterránea. Éramos muchos y parió la abuela. ¿Alcanzará el barco para tantos? Y menos mal que a Onetti lo soltaron. Onetti que le dice chau a Montevideo y apaga la luz, se va para Santa María a darle un poco más de cuerda a Larsen. Mirá, no sé si vamos a caber todos en el barco, pero el asunto es que nos vamos. No hay que cantar victoria, dice un desaforado detrás nuestro, no hay ninguna seguridad de que estemos por salir, puede tratarse de un traslado al sur, y ahí te quiero ver, yo me chupé dos años. Y le contestan: mirá que hay que ser masoca para decir eso. ¿Cómo se puede arruinar así un viaje a Europa? Pará un poquito, viejo, acostumbrate de nuevo a las palabras hablando con algún sentido.

Y mil doscientos kilómetros al norte llovía, lo decía el parte meteorológico de una radio en una oficina por ahí, la lluvia más intensa del siglo cayendo allá en el norte. De modo que de alguna forma esta historia de navíos y borrascas comienza con lluvia, llueve como en el caserón de piedra en el invierno europeo, donde hace rato que se puso el sol y la noche avanza con el viento y de nada le valdrá al farero su complicado juego de luces, que no penetran la niebla. En los acantilados hay un asustado aleteo de gaviotas y el mar golpea sin sentido. El viejo farero comprende la inutilidad de las luces, no llegarán a los barcos de los pescadores abandonados a su suerte allá en el sur entre arrecifes, y sale de su torre, tiritando bajo la ventisca, corriendo el viejo hacia el juego de sirenas instalado en el promontorio, que no responden, que no suenan, y cómo advertir entonces a los pescadores. Perdidos los contactos, tomarán un rumbo desconocido y entrarán en el juego ciego del mar, que mueve de otra manera sus soldaditos de plomo, y en cada movida hay un par de generaciones por lo menos. El mar, puente entre islas. Pero mejor colgar el timón sobre el humo del hogar.

El trazo del borde continental en el cuaderno con el Fáber marrón era más o menos fino, no llegaba a un milímetro si le habíamos sacado bien la punta al lápiz. Y aquí, cuestión de proporciones, no se acaba nunca, el azul inmediato no se divisa y es como si anduviéramos perdidos en una niebla marrón. A lo mejor el vigía nos hace señas desde la cofa para guiarnos hasta el barco, pero la neblina del Fáber intercepta y borra la luz de su linterna.

En la franja donde se tocan el marrón y el azul la neblina del Fáber se enrarece, algo a mitad de camino entre el verde y el ocre. Es el color que toma la niebla cuando están por aparecer los grandes transatlánticos. Indecisiones graduales hasta la aparición de su lujoso volumen increíble. Los barcos del destierro, mitológicos. Contienen mutaciones. Se hablará siempre de un barco, hasta que la propia memoria lo desguace. O del vapor, palabra sosa llenándose de lujurias cuando transita la referencia náutica. Palabra con puentes altísimos desafiando vientos oceánicos, tremendos ojos de buey habituados a lejanías. El barco, como se dice, del que descendemos los conosurenses. Vapor, raza y origen. Barco que vale tanto como un imperio incaico y una civilización azteca. Hay un baúl que durará más que nosotros, traído de Europa por un barco. Con flejes oxidados, en algún rincón todavía conserva las sales y los yodos de la extensión marítima. Cuando las cosas van mal adonde sea y no se tiene continente fijo, entonces sale sola la palabra referencial para protegerse, para entenderlo todo desde el comienzo: el barco. Las cosas inservibles que se traen en los baúles de los barcos tienen valor de travesía. Qué pena, era uno de los cuchillitos que trajimos en el barco. En un descuido fue a parar a la basura, lo más probable. ¿Pero nadie lo vio?, dice un viejo revolviendo cajones. Sí, lo usé anoche para raspar una madera, no tengo idea de dónde lo dejé. Era el último que quedaba de la media docena que trajimos. Último nexo. Bueno, después de todo hay que tener en cuenta que no se pueden guardar toda la vida esas basuras. Ya no tenía filo ni brillo. ¿Se dan cuenta qué viejo caprichoso, enojarse por un cuchillito herrumbrado? Entre el azul y el marrón y visto desde abajo, el barco parece recién hecho, sin embargo está harto de recorrer el mar océano trasladando circunstancias que después son definitivas. Maravilla acuática que con torpezas de albatros en cubierta se acerca como algo inmortal a las tristes orillas marrones de los continentes, frío todavía su casco por el rocío del alba, cubierta humedecida por lluvias en los trópicos. Entre el azul y el marrón los mástiles catedralicios. Y por si hubiera dudas, la sirena haciendo vacilar el continente. Entre el marrón y el azul se balanceaba, a pocos pasos de nosotros. Enormes ojos de buey. Insomnes. Fulgurantes.

Hablar de un barco migratorio es ocuparse de cosas fundacionales. Tremenda responsabilidad. Y qué crimen no llevar un diario de a bordo, cuando cada ojo de buey, cada escotilla, cada estrella que cambia de lugar y luego desaparece para siempre, tiene tanta importancia para las migraciones que vendrán. Son puntos referenciales, como el cuchillito. Según los calendarios del mar, salir en un barco migratorio es abandonar el continente para siempre. El vapor es mitológico por eso. La fractura. Y cuando el último cuchillito va a parar a la basura, eso significa que se está definitivamente del otro lado, sin puentes. El barco y lo que había en él ya ni siquiera son recuerdos, se trata más bien de berretines. El barco fundacional puede ser todo lo cacharro que se quiera, como decía el extremeño, pero hay que darle su importancia. Uno está jugando al truco y tiene apenas un dos de oros para la primera. Y bueno, jugarla con confianza. Al final, después de los retrucos, a la hora de la verdad tenemos apenas una sota, como el contrincante. Pero ganamos por primera. El dos de oros, un cacharrito. Hay que saber darles su valor a las cartas. Dos de oros, de ojos de buey.

Puse los ojos bizcos para ver doble al barco. Aunque idénticos, había diferencias de actitud. Estaba claro que al desdoblarse, por un lado era el Cristóforo y por otro el Cacharro. La ligadura de prolongación. Tentaciones de tocarlo a ver si estaba frío y tapado de rocío por haber pasado a mi puerta las noches del invierno oscuras. Pero había una distancia todavía, y dos controles por lo menos. En eso dicen che, por aquella escalera están subiendo los turistas normales. Esto quiere decir que nos vamos a Europa. Avísenle al masoca a ver si se tranquiliza un poco.

Un gendarme que nunca tuve en la caja donde guardaba mis soldaditos de plomo nos desvió hacia una mesa de control justo cuando nos íbamos de boca para el lado del barco que estaba quieto ahí y como recién amanecido. Nos mezclamos con los turistas normales, gente otra vez, libertad. Pero con qué pinta madrecita, rumbo a Siberia mañana y sin cordones en los zapatos, plof como desinflándose los zapatones cada vez que teníamos que avanzar en la cola hasta llegar al policía gordo con tres papadas concupiscentes que además le sudaban. Junto con los cordones nos habían quitado también los cinturones el día que llegamos, así que casi todos teníamos los pantalones sujetos con hilitos. Con hilitos y arrastrando los tamangos. El Tres Papadas manoseaba y hurgaba un enorme Libro Negro. Creo que para nosotros este control es innecesario, dijo un gordito con voz de leguleyo, en cierto modo viajamos oficialmente. A la cola, contestó el Tres. Miraba los documentos y buscaba nuestros nombres en la lista negra, rapidísimo el dedo en las cuarenta hojas que tenía la letra pe, Peraltas y Pereyras a montones, cantidad de homónimos. El gordito estaba mostrando sus papeles cuando alguien me empujó, o seguí de largo, el caso es que el Tres Papadas me salteó, no me vio, y me fui para el lado del buque mezclándome con los normales. Abrí la valijita y saqué los cordones de los zapatos del Flaco. Eran negros, y mis zapatos marrones. Qué sensación de libertad sentir los zapatos ajustados otra vez.

Iba acortando los pasos, gozando los zapatos bien puestos y demorando la ilusión de poder tener los pies juntos en el último punto del borde marrón del gigantesco mapa, marrón atrás y azul adelante, esperando que bajaran la escalera que me introduciría en el Cristóforo cacharro. La costa, decía una lección, es la intersección formada por el mar, la tierra firme y el aire. O sea el último tramo marrón del mapa y del cuaderno, a partir del cual uno se deleitaba gastando la mitad de un lápiz azul para pintar el mar extendido en el resto de la hoja, haciendo los trazos en dos o tres sentidos para evitar las rayas desaconsejables que dejaba la mina del Fáber.

Zapatos marrones sobre línea marrón, y casi encima de uno el milagroso volumen del Cristóforo, como recubierto de escamas donde el sol se desordena y multiplica. Zapatos junto al borde del mar, y los cordones como quien se lleva un par de cuchillitos para el otro lado. Imposible seguir más hasta que no arrimaran la escalera, pero todavía hice avanzar al máximo las puntas de los zapatos sobre las aguas. En esa posición, por lo menos mi nariz ya se había ido, anticipando nostalgias de viñas y violines pero también sueños tranquilos y en una cama normal. Se me arrimó el gordito leguleyo, correctamente vestido. Usted se salteó el control del Libro Negro, ¿no? No era nada, pero a lo mejor tenga problemas. Nosotros no podemos estar en listas negras, nos han tenido a su disposición todo el tiempo que quisieron. Se lo digo porque la bestia esa después de consultar su libro nos dio a cada uno un papelito que seguro habrá que mostrar antes de subir al barco. Mire, ahí arriman la escalera y ya está el gendarme aquí. La escalera venía muy lenta y ensayé con un pie a ver cómo lo pondría en el primer peldaño, esto también era importante y significaba libertad. Trastabillé y giré dando la espalda al mar hasta que el Gordito me sujetó. Tenga cuidado, hombre, esto debe ser más hondo que la fosa de Mindanao. ¿Por qué no mete el paquete de yerba en la valija? Por poco se le cae al agua. Y eso allá va a ser artículo de lujo.

Con su sombrero y sus mofletes, idéntico a Oliver Hardy. Con el aspecto de un compañerito de la escuela, de ese chico prolijo y de uñas siempre limpias que se sentaba al lado de uno y cuando pintaba el mar alrededor del mapa no lo hacía con rayas toscas, él raspaba previamente la mina con una hoja de afeitar hasta formar un montoncito azul, y luego con un pedazo de papel secante, para no mancharse los dedos, desparramaba el polvo por la hoja del cuaderno convirtiéndolo en mares serenísimos, tan tranquilos que la maestra no se atrevía casi a turbarlos con un sobresaliente, colocado con pudor en un costado de la hoja que era orilla de mar, en óvalos perfectos alineados impecablemente.

Pero para ahogarse no hace falta tanto, para tipos como usted o como yo, eso estaba diciendo el Gordito cuando llegó la escalera al borde del continente y el gendarme empezó a recoger los papelitos. Hardy entregó el suyo y saltó al primer peldaño, sin la valija. Desde allí se agachó y la recogió. Es una superstición, cuestión de cábala, me dijo cerrando un ojo. Puse limpiamente un pie en la escalera umbilical y el gendarme me agarró un brazo. Al papelito lo perdí, no estoy en listas negras, soy Rolando. Entonces me va a tener que acompañar. Me sacudió y el paquete de yerba hizo plaf allá abajo a veinte metros, entre aceites flotantes y otras mugres de los puertos. Cayó como hubiera podido caer el Flaco desde el quinto piso en caso de fallarle la maquinita de volar. Porque con esas alas que nunca pudo hacer por falta de goma y de tablitas y de tela, no hubiera llegado a ninguna parte. En cinco pisos no hay tiempo para abrir las alas, aunque puedan funcionar. Cuestión de física simplemente. Alas inexistentes que el Flaco tenía en la cabeza. El paquete reventó allá abajo y el mar se irisó de verdes. La yerba no se hunde, abajo quedó una capa musgosa. Verde perturbando el azul del mar y del cuaderno. Turbando mares serenísimos difuminados con papel secante, cuando el Gordito y el último soldado del pasadizo de Albion eran muy niñines, sus dedos casi cartilaginosos. El gendarme era medio aindiado, del norte como uno, y como tal lerdo para hablar, demorando las palabras en sonoridades dulces y superfluas. No había terminado de decir acompañar sin soltarme el brazo cuando Hardy me agarró el otro y empezó a tironear para arriba mientras el gendarme del norte lo hacía para abajo. Tupac Amaru, claro, o algo bastante parecido, con un pie en el barco y otro en el continente.

Como el Gordito era más fuerte que el norteño desnutrido, por lo menos tres cuartas partes de mí ya estaban fuera del país. Situación jurídica muy clara según el Gordito leguleyo, este hombre ya está afuera y este barco y su escalera se rigen por leyes italianas, gritaba tirando con los brazos hasta que el sudor le corrió por los ojos y soltó una mano en busca del pañuelo, cosa que aprovechó el gendarme para devolver parte de mi historia personal al continente. O. Hardy amenazaba con llamar al capitán del barco para que aplicase normas internacionales, mientras el Desnutrido se enredaba en los flecos artificiosos de las palabras aguas jurisdiccionales, que no terminaban nunca. Cuando el Gordo acabó de secarse el sudor las fuerzas se equilibraron otra vez y mi centro de gravedad quedó inclinado sobre el azul salpicado de yerba regalada al mar.

Vaya manera de subir al barco del que tendría que hablar toda la vida. Descuajeringándome como un gato que cae de una altura. Si se me cortaba la tirita con que sujetaba mis pantalones, mi prima la tonta iba a tener una noción clarísima del acertijo de la tapia. Soportar que dijeran Rolando, hombre, ése que subió al barco con las bolas colgando. Humillante. Porque los calzoncillos que tenía eran un desastre, provistos en la cárcel. De esos antiguos, con botones, pero sin botones. Me balanceaba entre miedos, desde estar en la lista negra hasta caer al agua, pero el más apabullante era el de que se me cortara la tirita de hilo sisal, como siempre junto al nudo. Y no había querido ponerme el cinturón que tenía en la valija por aquello de la hebilla saltada. Son cosas mías, supersticiones. Sin la capa del cromado, aquella hebilla se parecía a una de esas llaves grises y nocturnas. En mi tierra se dice: le tengo idea a eso. Es algo diferente al miedo, como un asco. Lo peor de todo era perder mi dignidad ante el barco. El encuentro fundacional con el Cacharro que me tocaba iniciar el viaje mitológico corría el riesgo de convertirse en cosa de risa. Degradándome yo, también se degradaba el barco. Para subir así no hacía falta un transatlántico: un furgón con un respiradero era suficiente. Mientras me balanceaba ahí, el barco perdía rápidamente las escamas donde el sol se dislocaba, y su volumen, lejos de ser milagroso, se desinflaba a ras de las olas. Con una subida así, tampoco yo vacilaría en llamarlo cacharro el día de mañana. Cómo no me presenté ante el de las tres papadas. Seguro que no estaba en la lista negra. Y a esta hora estaría subiendo dignamente, disimulando el nudo del hilo sisal con la valijita, y no habría manchas en el recuerdo que tuviera del Cristóforo.

A todo esto no había separado el pie derecho de la escalera del barco, y al otro me lo pisaba el gendarme fijándolo en el borde del continente. De modo que las oscilaciones eran de la cintura para arriba en mi posición de Tupac Amaru. Ahora sudaba también el Desnutrido y se dejaba convencer, gradual, por el Gordito, aflojando de a poco la presión sobre mi pie izquierdo. Pero si lo tenía en la mano, todos vimos cuando se le cayó al agua el papelito, mire para abajo, todavía está flotando. Dudó el norteño y se aflojó enterito, aproveché para levantar del continente el talón del otro pie, y ahora apenas me ligaban al mapa las puntas de los dedos. Las palabras del Gordo envolvieron al gendarme como en una baba. Cuando lo vio enteramente perplejo dio el tirón final y pude ver cómo por fin el pie izquierdo se desprendía también de la madre tierra. El norteño, entontecido, me soltó como en un destete, y el Gordito me recogió como el que saca un pez del agua. Oscilando en el anzuelo y blanqueando como un pez iba peldaños arriba de la mano de Hardy. Desde el último le dije adiós a la valija del Flaco, se quedaba en el continente con los pantalones que tenían restos del brillo de mi Gryga.

Subían conmigo, en visualizaciones, palabras del preso de la mirilla y otras que yo traía del norte. Me llevaba cercanías de pampas con pastos húmedos al amanecer, bañados y maizales al viento, calles del sur de Buenos Aires y amaneceres en los Llanos riojanos con luz escandalosa, tan breve en la mente la luz tremenda de los Llanos como la pequeña luz encallejada de la calle Corrientes a noventa kilómetros por hora, un clic de cámara la luz de la calle de Gardel y el incendio lujoso de los llanos. Abajo todavía se movían los gendarmes, llevaban y traían papeles, nombres negros. La historia que abandonábamos, allá abajo seguía sucediendo, interminable.

De unos marineros viejos y mansos oíamos las primeras palabras en italiano. El encuentro con otro idioma en los carteles, un vietato tuffarsi sobre la piscina. No me gusta nada, dice el Gordito, todo esto me suena a lasciate ogni speranza voi ch'entrate, lo único que sé decir en italiano. Marineros de ojos mansos y ademanes suaves, era como salir del mar y bañarse en un arroyito tibio de las sierras. Los que nos acompañaron a lo largo del pasadizo de Albion sin poder entregarnos los paquetes habían podido finalmente pasar al muelle y desde ahí nos despedían alzando mates y paquetes de yerba. La distancia entre ellos y nosotros era y no era. Cerca para los ademanes que tienen los adioses, y lejos para reconocer una cara. Todos éramos óvalos borrosos. Para mí cualquiera de ellos podía ser el riojanito. A él le pasaba lo mismo, cualquiera de los que nos apoyábamos en las bordas podía ser Rolando el del violín, autor de algunas piezas musicales que nunca se editaron pero que todos los changos sabían de memoria.

Alzaban brazos y paquetes diciendo adiós. El Gordo y yo no atinábamos a nada. ¿Cómo decir adiós? ¿Se puede decir adiós? ¿Quería Buenos Aires y el mapa entero que le dijéramos adiós? ¿Valía la pena? ¿Había tiempo? Cuando algo acaba el adiós es algo que sobra. ¿No es una mecánica el adiós de los puertos, porque el adiós empezó mucho antes? ¿No es una costumbre o un vicio, como el aplauso? ¿No es inútil? En circunstancias normales acaso tenga algún sentido decir adiós. Nosotros éramos otra calidad de adiós. ¿Adiós fundacional? ¿Adiós definitivo? ¿Adiós sin adiós? Nos echaban, y entonces, ¿cómo decir adiós? A Dios, amigos, a Dios, donaires, que yo me voy muriendo y espero veros presto en la otra vida, dijo el gallego que escribió el Quijote. Éramos casi un millar en las bordas y en los puentes tratando de decir adiós sin resolvernos, como si todavía estuviésemos dentro del furgón oscuro, especie de baúl fundacional, y otro millar saldría en el próximo barco tratando de decir adiós congruentemente, y así en los barcos sucesivos hasta llegar a los dos millones de adioses por lo menos, según fuentes neutrales. A Dios riojanos, a Dios Gryga. El barco, quieto todavía. Y había un humo negro tapando Buenos Aires, su Cavanagh su Sheraton perdiéndose en el humo y los adioses.

Y ahora un descansito, ¿no? Como para hablar de otra cosa que nos distraiga y ayude a superar tensiones. Necesitaría mirar el barco con ojos diferentes, limpios de la oscuridad de los furgones por ejemplo, tan reciente que nos turbaba la visión y el asombro necesarios para ver algo tan fundamental y definitivo como un barco que más que barco es una mutación rítmica, un ornamento que es necesario incorporar sin perder una sola fracción del tiempo contenido en un compás. Necesito ver el barco y el muelle donde la gente sostiene inútiles paquetes; es fundamental que esos dos elementos estén aislados de furgones y gendarmes, cosas demasiado reales, y yo no tengo la más mínima intención de contar esa aparente realidad. Los furgones se herrumbran y los gendarmes envejecen. Cumplen funciones repetitivas y aburridas. Los barcos, en cambio, te llevan o te traen y significan mutación. Y los seres vivientes son la única posibilidad de ornamento que tiene este planetita hecho con lo justo, aunque por el momento estén sosteniendo paquetes en el aire.

Un descanso para despojar al Cristóforo de cualquier otro vehículo que no sea él mismo, de cualquier otro espacio que no sea el casco y la cubierta, para que sea verdaderamente un barco fundacional. Aunque ésta y otras sean supersticiones mías y nada más que eso, de alguna manera la oscuridad de los furgones se ha filtrado en la altura libre de sus puentes y en la luz nunca encallejada que baña sus cubiertas. Tomando esta distancia necesaria, es posible que nunca más vuelva a mencionar al Flaco y sus zapatos y que me olvide para siempre del brillo de mi Gryga. Que todo eso se quede en la valija, abandonada justo en el borde donde todo se acaba, no faltará quien le dé el empujoncito final para que caiga al agua, entre la yerba y el aceite de los puertos irá flotando esa camisa que no pudo engomar el Flaco, y los pantalones con huellas de nueces machacadas.

Quizá no debí mencionar las circunstancias que nos obligaron a hacernos a la mar, ni contar cómo fue. Con lo que el barco, y la memoria que el día de mañana tenga de él, hubiera mantenido inalterada su condición genésica. Hubiera sido un barco más fácil y sobre todo más agradable de recordar. Las historias de viajes son por lo general más simples y van directamente al grano, sin complicaciones ajenas al embarque y a la travesía. Qué hermoso hubiera sido comenzar esta historia diciendo por ejemplo:

En el año de gracia de 1591 partimos en el galeón Cristóforo del puerto de Villanueva de la Sirena, adonde habíamos arribado dos semanas antes para repostar agua y vino e iniciar una larga travesía por los muy temidos mares del Sur, de infelice memoria. Oído que hubimos misa en la capilla junto al muelle, nos hicimos a la mar una madrugada clara, acompañados por las naos Santa Brígida y Belén, de airosa arboladura.

Una cosa así, con pocas palabras ya estamos en el mar y ahora lo único que cuenta es el viaje mismo, su tremenda expectativa. Además, una nao que se llame Belén se nombra sola, como la palabra lluvia. Las cosas que podrían suceder en una nave con ese nombre, fundacional por sí mismo y largo para recordar. Barco de hazañas increíbles abarcando generaciones, indestructible hasta que nadie sino el mar lo fuera desguazando en un largo maridaje de olas y maderas embetunadas. Un comienzo donde sólo se dijera el nombre del barco, el del puerto de partida, rápida relación de los tripulantes, fecha de embarque y condiciones del mar en el momento de salir: mar cabrilleada, o gruesa o encrespada. Acaso una mención de la marea y de los vientos. Y nada más, el barco simplemente zarpa y se acabó. Así la hubiera empezado seguramente el viajero nórdico que se quita el barro de las botas junto al fuego. Pero claro, ni soy europeo ni me limpio las botas, simplemente hemos pedido prestada esa casa donde suelen suceder los cuentos de aparecidos para contar una historia relacionada con el Cono Sur, de infelice memoria.

Un descanso para olvidarse de las cosas oscuras, decirle adiós a Buenos Aires y al borde marrón fáber del continente, ya mezclado al azul libre y a la claridad no encallejada que todavía duraba sobre el mar. La historia ha tenido que empezar con lluvias postizas y casas prestadas, a causa de nuestra poca experiencia en migraciones. Es la primera vez que tenemos que salir tantos. Sin contar los que no pudieron salir. Y los desaparecidos, claro. Desaparecido, esa palabra. Ella sola, moviéndose, como el mar, en un código desconocido. Para ella nada valen furgones, gendarmes ni cristóforos. Ni el mar. Es ella sola. Tan vasta como el mar, pero oculta. Sola. No existen relatos de naufragios de ese mar paralelo. De esa palabra nadie se salva, una vez caído en ella, para contar la historia. Un desaparecido jamás podría volver de ese otro océano para decir nos hicimos a la mar una madrugada clara acompañados por la nao Belén de airosa arboladura. Porque esa marpalabra no tiene ni naos ni costas ni faros ni arrecifes; solamente profundidad, y oscura. Lo último que se sabe de un desaparecido es algo que se oye, un ruido de zapatos sin cordones que se inflan y desinflan bajando la escalera desde el quinto piso a la hora en que el cielo está más estrellado, indiferente como siempre, lo mismo que las piedras sobre las pampas secas.

Bueno. Desde el Cristóforo posado en el mar real con costas y navíos, mirábamos con el Gordito los óvalos de las caras de la gente que quedaba en el muelle, desdibujados por la hibridez de la tarde y la distancia equívoca, apta para despedirse pero en ningún momento para verse.

La valijita del Flaco, pobre tipo, dijo Hardy señalando hacia abajo cuando el buque empezó a moverse. Era una valijita de ilustración de libro antiguo, especie de grabado mal reproducido, perdida entre mástiles y remolcadores. El paquete de yerba, por su espesor, no hubiese cabido en ella. Un pantalón y una camisa, un par de medias y los pañuelos, todo lo más. Raspada por todas partes, como si el Flaco se hubiese pasado el tiempo rozando las paredes, llevándose por delante las ochavas. Desinflada, como si le hubiese sacado las tablitas de la estructura para pegarlas en las camisas engomadas. Barrilete. Valija maltratada de tanto sentarse en ella y usarla como almohada. De cabecita negra que llega a Buenos Aires con lo justo y mira sin soltarla, mira los altísimos techos de Constitución y el tren que se va yendo, está pitando allá lejos y llegan otros trenes y otros cabecitas y la gente se va mezclando y el cabecita mira el andén tan largo y empieza a caminar y a mezclarse con la gente al compás de su valija, que olvidará en cualquier boliche del Bajo en la primera curda, boliche lleno de marineros que cantan en una lengua diferente al compás de acordeones pura estridencia que hacen callar al violín del viejo ciego de Carriego. Una valija como la de Corazón del tano D'Amici que nos leía la maestra, el gringuito Marcos buscando a la vieja en Tucumán con la valija bamboleante que cruzó el océano. Se alejaba el Cristóforo y olvidaba la valija, la dejaba en el borde del continente como la cámara dejaba a Zampanò orillas de la mar. La galera de Chaplin en un costado del camino. Pobre tipo, y no estaba metido en nada serio, se lo puedo asegurar. Y no hubo hábeas corpus que valiera. Me ocupé de él y de muchos más antes de que a mí también me metieran en cana. Pero mire qué preciosura de ciudad, mirelá bien porque lo más probable es que no volvamos nunca.

¿Así que nunca? ¿Ni siquiera con la frente marchita dentro de veinte años? ¿Ni siquiera sintiendo que la vida es ffffuu, un soplo? ¿Ni siquiera con miedo al encuentro? ¿Ni con esperanza humilde? Mire, yo quiero volver y apenas estamos saliendo. Pero hay que sacárselo de la cabeza, no volveremos nunca: aquí hay algo muy claro para usted y para mí que se llama estar pintando canas. Esto viene a ser como morirse, compañero. Y el que se muere no tiene tiempo de despedirse ni de decir imbecilidades, se muere y se acabó.

Se acaballó sobre su valija mirando el agua que nos separaba de Buenos Aires, como un chico enojado. Le había salido mal el dibujo del mapa en el cuaderno. Cuando estaba terminando de difuminar el mar con polvo azul sin mancharse los dedos, justo en ese momento se derrama la tinta y le arruina el dibujo, un codazo en el tintero que vuelca el contenido y mancha más de la mitad de las aguas patagónicas, la Patagonia misma y Chile, Uruguay por supuesto, la mancha llega hasta Bolivia, el Brasil un desastre, y el mar perturbado para siempre. Para siempre, claro, y venir a saberlo justamente ahora, cuando no queda tiempo para mirar nada, lo que era un borde marrón es ahora una rayita gris y no se sabe a quién saludan los pañuelos que todavía se divisan sobre las cabezas de los que quedan en el muelle al otro lado del Fáber como cosas quietas en óvalos que se esfuman tapando el resto del paisaje, tapando los caminos que llevan al interior donde están los ríos espasmódicos y la cordillera blanca cruzada por soldaditos morenos para hacernos libres dice la maestra.

¿Para siempre? ¿Por qué para siempre? Afirmación muy grave para decirla porque sí. Hay que estar muy seguro antes de dar ese diagnóstico. Cuidado, a lo mejor falla la ciencia, la historia. Hay que tomar con pinzas esas palabras tan definitivas. Para siempre significa tener que morirse allá, y esto es algo que ni siquiera se puede pensar, no puede entrar en la cabeza. Hubiera sido hermoso comenzar esta historia como podría hacerlo nuestro viajero nórdico, sin estos engorrosos problemas mutativos. Mutaciones, una generación tragada por un barco. ¿Morirse allá? Claro, hombre, como ese setentón que apenas puede andar por la cubierta y anda buscando un voluntario que lo lleve al camarote, ese canoso inútil con cara de viejito guardafaro, ¿se ha fijado? Nos agarró un oleaje histórico, hermanito, de aquí a que el envión llegue a alguna costa y luego vuelva para adentro en el movimiento del mar, que es olvidadizo y tiene otros relojes, va a pasar un tiempo que está por encima de los diagnósticos y abarca muertes y nacimientos, por eso está claro como el agua que no vamos a volver nunca.

A mil doscientos kilómetros de aquí está lloviendo sobre el Gryga. El húngaro que cruzó la cordillera con su violín al hombro. Apareció un día en Guandacol y como pudo habló del viaje y de la nieve del camino. El nieve mucha casi estropeando mi violino. Un violino de autor. Traía una valijita desinflada. Comió con ganas pero con vergüenza. Cuando gana plata yo paga. Tan blanco y alto el húngaro, con ojos de potrillito zarco. Carpintero de los finos, ¿no se habría hecho él mismo su violín? ¿No se llamaría Gryga el húngaro? Un violino de autor. Algunas cosas, sobre todo las de música, las decía bien. En cualquier otro tema era un desastre. El exilio de un idioma. Se fue a vivir con la tonta del pueblo a una choza de madera. Lleno de ratos. De ratas querrá usted decir, llena de ratas. Eso es, de ratos, dice el húngaro. De ojos celestes como el gringuito cautivo, pero nunca hablaba del barco. Si alguien le decía esa palabra, él creía que hablaban del arco del violín. Enseguida entraba en su piecita y aparecía con el arco. Aquí está, ¿no es preciosa? La arco y el mujer era lo que más quería el húngaro. Había venido en un barco mutativo como éste, a recordar toda la vida, que lo estuvo esperando cubierto de rocío. Nada menos que el barco donde venía su violín. Como para no hablar de él. Pero no podía nombrarlo, no tenía la palabra y era como si no existiese. Daba la sensación de andar como con un barco adentro. Algunas veces intentó sacárselo. Empezaba a explicar y se enredaba, se iba perdiendo más en cada palabra que decía. Usted tranquilo, vuelva a empezar y trate de explicarse. Pero nada, no encontraba el palabra. Le entraba la vergüenza y se iba a su pieza, a practicar escalas o armar trampas para ratas. Y a enseñarle a tocar al mujer mío. De ojos celestes, y no lo ahogaron en un charco. Hablando de cualquier cosa como si se tratara del barco que no podía nombrar. A lo mejor su cacharro no tenía ni nombre. A las orillas del Danubio con su violín gitano el húngaro ídem. De eso quería hablar cuando se le subía el vino, del río y del violín como quien nombra un barco, pero no le salía. Y la gente, claro, se reía, qué otra cosa si no. A él nunca se lo tomaba en serio, ni siquiera la vez que muy temprano golpeaba las puertas en todo el pueblo para contar que esa noche los ratos se habían comido las cuerdas del violino de autor. De tripa, dulzonas, las ratas se le fueron al humo. El oyendo ruidos todo el noche, pero nunca pensar que fuesen ratos. La gente abría las puertas semidormida, asustada creyendo que se trataba de alguna desgracia según gritaba el húngaro. Al sol, al la y al re, se los tragaron. Enteritos. O enteritas. Se salvó el mi por ser metálico. El mujer mío mira el violino sin cuerdas y llora. Yo también llora. Un tremendo desgracia.

¿Entonces qué si no vamos a volver nunca? El Gordito no me contestó. Se había sacado el sombrero como quien saluda a un anciano respetable en la vereda de enfrente, y miraba en dirección a la valija del Flaco. ¿Así que nunca? Y el húngaro desapareció una madrugada clara, en mula para Chile aprovechando que el mujer suyo todavía dormía. Le dejó el violín junto a la almohada con un papelito donde había garabateado un poco. Altísimo en la cordillera sobre la mula el húngaro, a cuatro mil metros de altura taloneando, y después ir bajando despacio hacia el Pacífico, divisando barcos.

Al borde del agua se desdibujaba la valija. Llave hurgando órganos internos de la cerradura. Vamos, rápido, a la valija va a ser mejor que no la lleves. Ahí, justo en la orilla del mar, desinflada, con los pantalones. Los míos. En cualquier momento un atolondrado que se acerca y casi sin mirarla le da la patadita final y cae al mar desde una altura equivalente a cinco pisos por lo menos. Y chau valijita, no te vuelvo a ver. Eran azules y con cremallera. Casi nuevos, apenas me los puse un par de veces. La mancha de las nueces se quitaba en cualquier momento. Míos los pantalones, en conexión con la viña y todo lo demás. Suyos los zapatos que se desinflaban y hacían ruido nocturno por las escaleras, que en los terraplenes secos chocaban con ladrillos y cascotes (el Flaco siempre llevándose las cosas por delante), todo tan oscuro. Suya la valijita. Míos los cordones suyos, a mirar con miedo. Después de todo es una tranquilidad haber dejado la valijita del otro lado. En una de ésas los pantalones también eran suyos, y en ese caso, miedo. Con los cordones tengo suficiente. La tonta del pueblo despierta y tantea un violín sin cuerdas apoyado en la almohada. Mira con miedo la habitación sin húngaro, y desde la ventana ve que tampoco está la mula. El miedo la anda buscando a la tonta por toda la habitación. Ella se encuentra con el miedo cierto cuando ve el papel con garabatos que dicen que el húngaro se fue. La tonta llora. Yo también casi llora al ver que la valija queda junto al mar, donde atracan los barcos, y un atolondrado que pasa, la patadita final y se acabó.

Nunca. Más bien palabra de bicho. Gallinácea gris alechuzada. La nunca, ave de hábitos nocturnos, casi seguro que carnívora. En cuanto quiere caer la noche empiezan a revolotear las nuncas. Rondan los puertos y lechucean mástiles de barcos. Vaya palabra para empezar un viaje tan largo, revoloteando alrededor del buque listo para zarpar. Las zarpas de las nuncas, rapiñando. Las clavijas de ébano quedaron colgando de la voluta, sostenidas por los restos de las cuerdas de tripa de animal viviente. Vientos de agosto y otros ciclos terrestres parecidos, alrededor del Gryga que heredó la tonta y tuvo que entregar al proveedor del pueblo en pago de una deuda que dejó su húngaro, taloneando sobre la mula allá en la cordillera desde donde se divisa el mar y los arcos o barcos arremolinándose en el puerto. Hungría, dice la tonta, y no puede representarse nada, no hay significado, es una palabra que no le entra en la cabeza, es nada más que un sonido ronroneante que revolotea alechuzándose como el vuelo de las nuncas. El mujer va por una de las pocas calles de Guandacol con el violino sin estuche colgando de una mano, relampaguea el brillo ante el fusilazo del sol que se pone tras la cordillera. Hungría debe tener algún significado, pero no lo adivina. Hungría además debe quedar muy lejos. ¿Hungría o Checoslovaquia? Bueno, lejos. El mujer golpea una puerta con la voluta del violino y llora. Abren. Te lo dije al comienzo, papanatas. Siempre serás la misma zonza.

No vamos a volver por una razón muy simple, dice el Gordito sin mirarme, acaballado en su valija, acariciando el sombrero que ha puesto sobre una rodilla, gotitas de sudor en la cara que se arruga. Usted y yo estamos como quien dice empezando a pintar canas. A todo esto ya lo dijo Gardel, y cómo. Él tenía juventud y pinta. Nosotros, ni lo uno ni lo otro. El mar nos queda demasiado grande, cualquier lugar es Medellín para nosotros, vaya poniéndole la firma. ¿No volver más? Todavía tengo a mi tía Adelina, que vive en Guandacol y cuando baje a La Rioja para las fiestas encontrará la casa abierta y las avispas comiéndose la uva, los burros que andan sueltos irán a dormir a mi casa y estropearán almohadas y colchones, mascarán las partituras, usted no sabe cómo son los burros en mi tierra, donde no hay pastos. No va a quedar un solo papelito.

En el puente de más arriba se arracimaron los uruguayos. Los últimos gauchos, me parece que era un vals. Un vals para hablar de gauchos, qué disparate. En lo alto del puente, flotando al viento sus negras melenas los últimos uruguayos para dónde irán, ¿los traerían de Montevideo en un barco-furgón para luego reembarcarlos en el Cristóforo? ¿O serían exiliados viejos que también dejaban Buenos Aires por si las moscas? El último en salir apagó la luz, la luz de un farol, para el caso. El farol de los gauchos en la oscuridad. Rumbo a Siberia los gauchitos, que todavía llaman gurises a los chicos. Con rumbo a Siberia, y a cantarle a Gardel.

No volver más. Además de la tía Adelina está también Cleto, mi compadre, a él jamás le entraría en la cabeza lo de no volver. Al decirme que podaría mi viñita daba por sentado que la mantendría en buen estado hasta mi regreso, un par de años o algo así, a lo sumo cuatro o seis para ponerle un plazo largo. Absurdo pensar que un ofrecimiento así se hace para toda la vida. Se ofreció porque sabía que había un término, estaba claro que se refería a que la cuidaría hasta mi regreso. Y mi compadre es de esos hombres que raramente se equivocan. Pero suponiendo que fuera cierto lo de no volver, ¿nos traerán de vuelta cuando haya pasado mucho tiempo? ¿Serán capaces de traer setecientos cajones con nosotros adentro alineaditos y sosegados? ¿Habrá una banda tocando marchas nuevas para la ocasión y alumnos de las escuelas arrojando flores mientras bajan las cajas? ¿Dirán que estamos todos hermanados, que fueron sacrificios necesarios, etc., lo dirá con voz de radionovela un locutor de radio tonto? ¿Y para qué querrán, digo yo, un montón de huesos blancos, por más necrofílicos que seamos? No vamos a volver ni de una forma ni de otra. Por ahí va el sentido de la palabra nunca cuando se alechuza. Desaparecidos con efecto retardado.

Se movía a sus anchas el Cristóforo saliendo de la dársena. Como un barquito imberbe y retozón iba trotando por la espuma. La oscuridad, que al abrirse los furgones apurados por la sirena se esparció en cenizas por los mástiles y la cubierta nunca encallejada, fue barrida por la sudestada. Envuelto en claridades de pampas cercanas y de torrentes cordilleranos salía el Cristóforo llevando hombres y paquetes, bodegas y cubiertas repletas, hacia cualquier Villanueva de la Serena, buscando una línea que pasara por el medio entre Montevideo y la bahía de Samborombón, acuérdense de bombón para fijar el nombre, y al dibujarla en el cuaderno tengan en cuenta que es como un mordisco, más o menos en la mitad de la provincia de Buenos Aires. Por ahí las aguas todavía siguen siendo dulces, pero ya empiezan a mezclarse con el océano, qué aseo cuánta sal y sobre todo qué peligro, tiburones y naufragios. A sus anchas se movía decidido, iniciando un andar rotundamente fundacional. Algo a tener muy en cuenta en el futuro, su andar de pato chueco pero majestuoso. No hay que olvidar que ésas eran aguas dulces todavía, y él había sido pensado para las grandes extensiones de la mar salada. Ya conoceríamos su verdadero ritmo de príncipe de las aguas cuando estuviéramos frente a la bahía de Samborombón. Tenía intensidad y altura para bogar, y un timbre perceptible en el crujir de sus maderas. Encordarlo como si fuera un contrabajo, con cuerdas de tripa. Un sonido que no tendría nada que envidiar al mar. Barco para hablarle de él a varias generaciones, por su manera de abandonar el puerto. Generaciones de niños nacidos en Suecia y en Holanda, en Francia y en España, en Alemania y en Andorra, y hasta en Hungría por qué no. Su manera de esperarnos en el puerto, salpicado de rocío, su casco descomponiendo la luz del sol con sus escamas en el momento de zarpar, la madera olorosa de yodo de su escalera umbilical. A sus anchas el patito chueco, pero ya verán cuando lleguemos a la altura de la bahía del bombón, su ritmo fundacional y majestuoso sin solemnidades.

El Gordito puso su sombrero boca arriba al lado de un rollo de sogas. Le dije mire, todavía se alcanza a ver la valijita. Siguió sin contestar, miraba fijo los óvalos borradizos de la cara de la gente del muelle, el suelo lleno de paquetes a deshacer. Se oían adioses en palabras confusas. Movía las manos como si estuviera discutiendo todavía con el gendarme al pie de la escalera, ojos alzados, juntando rabia para poder decir adiós de alguna manera. Se le blanquearon los ojos cuando se levantó volteando la valija y abocinando las manos gritó dos o tres veces con voz de hincha de fútbol insultando al árbitro: ¡somos inocentes, carajo! ¡Inocentes!

Los marineros lo miraron con mansedumbre de pastores d'annunzianos. Buenos Aires empezaba a alejarse y las madres a correr detrás de los chicos, que tenían predilección por las bordas. Ellos contentísimos, sin clases en mitad del año, saltando agorrionados sobre la cubierta y encima de un mar que estaban aburridos de pintar en el cuaderno y ahora iban a gozarlo. El lastre inglés se alejaba y los óvalos tendían a borrarse cuidadosamente. Buenos Aires desaparece muy rápido cuando se deja por vía marítima. Parece que se hundiera. En las películas de Laurel y Hardy, el Flaco a veces llora cuando ve que ha metido demasiado la pata. El Gordo, en cambio, todo lo que puede llegar a hacer en situaciones muy difíciles es jugar con su sombrero o quitarse una pelusa de la ropa, aunque el Flaco le haya incendiado la casa al intentar prender la estufa. Como el Gordito no tenía a mano su sombrero ni pelusas en la ropa, movía las manos sin saber qué hacer. Esto es como las invasiones inglesas, dijo poniendo por fin las manos en su cabeza, la voz se le alteraba yéndose del registro. Como si los ingleses estuviesen cañoneando la ciudad, y nosotros sin poder hacer nada. No hay derecho, decía sin soltarse la cabeza, tapándose las orejas como para no oír los cañonazos, viendo cómo caía y se hundía descomponiéndose la Torre de los Ingleses con su magnífico reloj, ellos no respetaban ni su propio monumento ni su lastre. A cañonazo limpio acababan con el café Tortoni y la pizzeria. Las cuartetas, los patios con malvones y los farolitos de la esquina, todo hundiéndose ante los ojos de cordero del Gordito, que apoyó la cabeza sobre el rollo de soga para llorar abiertamente al lado de su sombrero, tapándose la cara para no ver el naufragio de la Reina del Plata, que se hundía en las aguas del tiempo según el Cristóforo iba apurando el paso, a las chuequeadas el patito sobre el agua dulce.

El Gordito llora. Yo también llora. Cristóforo cada vez más lejos de violino que quedaba colgado bajo el parra. Violino siempre antes conmigo y ahora está sinmigo. Avispos negros zumbando dentro de violino mío, otoño llueve y caen hojas y violinos.



IndiceSiguiente