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Leer libros de caballerías en el siglo XX

Mario Vargas Llosa





Era yo un joven estudiante de Letras, allá por 1953 o 1954, y mi profesor de literatura española despachó con unas cuantas frases ignominiosas (que, descubrí después, se había prestado de don Marcelino Menéndez Pelayo) todo un género narrativo: las novelas de caballerías. Lo acusó de profuso, confuso, irreverente y por momentos hasta obsceno y nos anunció que pasaríamos sobre él como sobre ascuas, en busca de libros más valiosos. Mi espíritu de contradicción me precipitó a la biblioteca a comprobar por mí mismo si aquellas novelas eran tan horribles como mi profesor las pintaba y para mi buena estrella la casualidad, disfrazada de bibliotecaria, puso en mis manos el Tirant lo Blanc, en la admirable edición crítica de 1947 de Martí de Riquer.

La lectura de ese libro es uno de los recuerdos más fulgurantes de mis años universitarios, una de las mejores cosas que me han pasado como lector y escribidor de novelas. Pocos libros me han divertido y excitado más y en pocos he aprendido tanto sobre la ambición, las artes y las trampas con que están fraguadas las ficciones. Por eso, vez que debo responder sobre mis «modelos», esos libros que todo escritor secretamente sueña emular, nunca he dejado de citar, junto con novelas como La guerra y la paz, Madame Bovary, Esplendor y miseria de cortesanas, Moby Dick o Luz de agosto, esa formidable creación del ingenio y pasión literarias que, para gloria del género narrativo y orgullo de la lengua en que fue escrita, cumple este año, tan lozana y pujante como el día que se publicó, sus primeros quinientos años de edad.

El Quijote estampó un sello de desprestigio sobre las novelas de caballerías del que nunca se han recuperado. Pero la culpa de ello no la tiene Cervantes sino sus exegetas y comentaristas, al decretar que su mérito mayor había sido enterrar toda una corriente literaria. Cuando apareció el Quijote, la novela de caballerías, ya en decadencia, se había vuelto estereotipada, monótona, y perdido audiencia. La aparente burla cervantina de sus exageraciones anecdóticas y enredos estilísticos tenía cierta justificación. Pero en la tradición caballeresca destacaba un buen número de libros de rica elaboración imaginativa y audaces arquitecturas que quedaron también sepultados, en confusión innoble, bajo la lápida que, según sus intérpretes, plantó el Quijote sobre el género.

En verdad, si algún libro, metafóricamente hablando enterró a la novela de caballerías, fue Tirant lo Blanc. Porque con el libro de Joanot Martorell el género alcanzó su apogeo y se superó a sí mismo, en una ficción más rica y más compleja de lo que las convenciones formales y los tópicos temáticos de la novela de caballerías permitían. En comparación con él, todos sus congéneres, aun los más logrados, como el Amadís de Gaula, parecen primitivos, meros anticipos de la obra maestra catalana. El Quijote la menciona de manera sibilina; la llama -por boca del cura, en el célebre inventario de la biblioteca de Alonso Quijano- primero, «el mejor libro del mundo», para luego afirmar que, por haberlo escrito, merecería que mandaran a su autor a galeras de por vida. Pero no hay duda que Cervantes conocía la novela y que había leído también, con provecho, muchas muestras de ese género que, según confesó en el prólogo a la primera parte de su libro, quiso ridiculizar.

El entusiasmo que me produjo el Tirant lo Blanc me volvió, durante buena parte de mi juventud, un lector empedernido de novelas de caballerías. No me quemaron el seso, como al Quijote, pero sí me depararon, como a él, ilusión y placer a raudales (con algunos bostezos, es verdad). No era fácil encontrarlas. De la mayoría de ellas no había ediciones asequibles. Cuando las había, eran libros espantosos, de letra microscópica, como los de la Biblioteca de Autores Españoles, o de papel transparente, como el tomo respectivo de Aguilar, que amenazaban con dejar ciego al heroico lector. Había que ir en busca de ellas a las bibliotecas. El helado caserón de la Biblioteca Nacional de Madrid tenía una magnífica colección y, resfríos aparte, pasé muchas tardes laberínticas de Amadises, Esplandianes, Palmerines y demás caballeros andantes. Para mi asombro, por algunas intemperancias textuales o vaya usted a saber por qué, ciertos libros de caballerías, como el Lancelot, habían sido confinados por la puntillosa censura del momento (hablo de 1958 y 1959) en el llamado «Infierno» de la biblioteca. Para poder leerlos había que recabar una autorización eclesiástica.

De esas lecturas saqué dos conclusiones. La primera: que una gran injusticia recaía sobre un género literario de gran fuerza de invención y originalidad que produjo no sólo una literatura de consumo, para los apetitos convencionales de un público hambriento de acción, amores impolutos y sucesos maravillosos, sino auténticas obras de creación, que sentaron las bases de una narrativa de la que son deudoras cosas disímiles como la novela romántica, el folletín de aventuras decimonónico y hasta los westerns cinematográficos. La segunda conclusión es que, contrariamente a sus pretensiones y a los sermones de algunos catedráticos, Cervantes no «mató» la novela de caballerías sino le rindió un soberbio homenaje, aprovechando lo mejor que había en ella, y adaptando a su tiempo, de la única manera en que era posible -mediante una perspectiva irónica- su mitología, sus ritos, sus personajes, sus valores.





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