Lectoras en la obra de Pardo Bazán
Cristina Patiño Eirín
Universidad de Santiago de Compostela
Un nuevo pacto de lectura se instaura con el realismo merced a la configuración textual del «liseur de romans», tal como bautizó Thibaudet al que encarna una suerte de decodificación lectora que el receptor/ora de la novela debe someter a juicio. Avanzadilla de él mismo, el lector figurado es a menudo femenino y responde a una tipología cuya eficacia icónica y literaria en el caso de Pardo Bazán, y marginamos aquí su narrativa breve, tratamos de señalar (cfr. para una muestra de la imagen de la mujer lectora en la pintura de la época, The Reading Woman: 2000). Leer es, para las mujeres de papel salidas de su pluma, fundamento ontológico. El proceso de leer y al leer llegar a ser, construirse, se revela central. El acto de leer constituye a lo largo del siglo XIX una actividad muy relacionada con el ocio femenino que ha permitido establecer una suerte de identidad entre el fenómeno de la lectura y su sujeto más prominente, la mujer. Lo ha expresado con acierto María Teresa Zubiaurre:
(Zubiaurre: 2000, 29) |
Abundan los
personajes femeninos que leen y en el acto de leer construyen una
identidad que no siempre es escamoteada por la instancia narrativa,
aunque lo más frecuente es que así sea debido a que
las riendas del relato, y el sujeto de la acción, son de
adscripción masculina. «Las mujeres
no pueden ver, porque están destinadas a ser
vistas»
(Zubiaurre: 119). Así es en efecto en la
mayoría de las ocasiones; a menudo a ese espécimen de
mujer lectora se le otorgan rasgos desdeñosos o
caricaturescos («literata», bas bleu). Recordemos cómo nos
son presentadas las fisonomías de dos heroínas
decimonónicas del realismo español: conocida es la
primera aparición de Ana Ozores, mujer que se pasea por el
jardín con un libro en la mano, a través del anteojo
del Magistral del que se apropia Celedonio: «Desde los segundos corredores [de la torre de la
Catedral de Vetusta], mucho más altos que el campanario,
había él visto perfectamente a la Regenta, una
guapísima señora, pasearse leyendo un libro, por su
huerta que se llamaba el Parque de los Ozores»
(citado
por Zubiaurre: 2000,112-113); o el caso, tan revelador, de
María, la hermana de Marta y coprotagonista de la novela de
1883 de Palacio Valdés. Detengámonos en ella. Tras
una primera aproximación musical, la muchacha es enfocada
desde un ángulo que articula el cronotopo de la ventana,
antes veíamos con Ana Ozores el del jardín, tan
contiguos semánticamente al acto femenino de leer (asomarse
al mundo, verlo desde dentro, desde la domesticidad, con la mano en
la mejilla, en la privacidad). Lo que se ve o entrevé
está supeditado a quien ejecuta el acto de mirar-leer:
«La joven contempló un instante el
cielo, que se mostraba todavía profundamente oscuro hacia el
poniente, borrando y confundiendo el perfil de los montes lejanos.
Después fue a tomar un libro que tenía en la mesa de
noche de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podía
leer. Aún no había suficiente claridad. Posó
el libro sobre una silla y se acercó de nuevo a la ventana,
apoyando la frente sobre los cristales»
(Palacio
Valdés: [1883], 43). El devenir de la subjetividad de
María dependerá en gran medida del modo en que
afronte la actividad lectora una vez hecha la selección de
un género predilecto, la novela, al que se entregará
con avidez sólo en el ambiente idóneo, una
habitación propia: «El redoble
intermitente de la lluvia le trajo a la memoria las muchas tardes
que había pasado cerca de aquella ventana
escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era
siempre una novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando
de sus padres que la dejasen habitar el gabinete de la torre, con
objeto de entregarse de lleno, y sin temor de que nadie la
molestase, a su recreo favorito»
(44). De la misma manera
que otras muchas jóvenes acomodadas, la dedicación
lectora de María se concentra en un determinado tipo de
obras:
(46) |
La lectura la
lleva a intentar emular aquellos amores enfebrecidos y
consiguientemente a constatar con dolor que la realidad circundante
la defrauda: «ansiaba que una de estas
pasiones irresistibles y lacrimosas se apoderase de su
corazón, pero no concebía que ningún joven de
los que visitaban su casa vestidos de chaquet o
americana lograse inspirársela. Para ella el amor
tomaba siempre la forma de un guerrero y se le representaba con
casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo,
después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de
un bote de lanza, a doblar la rodilla delante de ella para recibir
la corona de su mano, que después besaba con ternura y
devoción»
(47-48). El choque con la realidad -que
dota de problematicidad al personaje femenino dándole
enjundia novelesca- conducirá a María por derroteros
místicos, vía Santa Teresa, no en vano la Santa de
Ávila provenía de los mismos ensueños
caballerescos. Suspendida toda incredulidad, queda expedito el
camino para el influjo de la religión, paso ulterior:
«El tiempo que le dejaban libre sus
oraciones lo empleaba en leer libros devotos, los cuales formaron
al poco tiempo una biblioteca casi tan numerosa como la de novelas.
Las vidas de santas le placían sobre todas las
demás»
(87). Es tal la identificación con
lo leído que llega a deplorar no tener que vencer
obstáculos familiares: «hubiera
preferido para los efectos de su salvación tener un padre
bárbaro y tirano que la mandase con dureza, o una madre
despegada o una hermana envidiosa que no la dejase vivir, pues
ninguna santa se había librado de padecer persecuciones
dentro de su familia, al decir de las historias que
leía»
(88). La lectura llega a convertirse para
María en una forma -la única, y únicamente en
soledad- de alcanzar la fruición de vivir. El narrador de
Palacio Valdés es muy explícito al notar la
cercanía de ese disfrute solitario con la sensualidad
desbordada de un acto erótico innominado: «Tenía pintado en el rostro el goce
irritado y ansioso del capricho que va a ser satisfecho. Sus
pupilas brillaban con luz inusitada, dejando adivinar vivos y
misteriosos placeres. Los labios secos, como los de un sediento.
Había crecido el círculo morado que rodeaba sus ojos
y tenía rosetas de un encarnado subido en los
pómulos. Respiraba aguadamente por las narices, más
abiertas que de ordinario»
(97). Al delirio, la sombra
del masoquismo de la flagelación: a eso conduce la lectura
desenfrenada.
Sin llegar a tales
excesos, muchos otros personajes femeninos son presa de las
seductoras y estupefacientes mallas de la ficción novelesca
y esa es para ellas la más repetida consecuencia de leer. La
primera vez que Pardo Bazán se pone a tornear una novela lo
hace para describir a una mujer que lee y los efectos perniciosos
que de esa lectura se derivan1.
Selecciona precisamente a una muchacha candida que aprenderá
por intercesión de su madre moribunda la lección que
le transmite ésta a través de su marido: «Armanda tiene una imaginación exaltada;
tu sabes cuan facilmente se extravian esas constituciones fogosas.
Cuida pues de moderar su ardor; presérvala de ese veneno
disfrazado que se llama la lectura; esplota la naciente
afición que por ella muestra, ofreciéndole
producciones que pueda resistir su débil cabeza»
(sic, Pardo
Bazán: [1866]: 51). Un narrador abiertamente aleccionador se
arroga el papel de consejero: «He notado
con mucha frecuencia que la novela actual posee el singular
privilegio de trastornar deliciosamente las cabezas y los
corazones; de lo cual deduje que es un dulce veneno seductoramente
vestido, cubierto de flores, de perlas y de brillantes: veneno
terrible que conocemos perfectamente y que, sin embargo le buscamos
y le bebemos con verdadero placer»
(63)2.
Es difícil sustraerse al señuelo de la lectura de
novelas, pero persuadidos de la necesidad de volcarnos en mejores
lecturas, más provechosas, abandonaremos ese reclamo. La
joven escritora que firma este folletín en El
Progreso de Pontevedra está convencida de ello. Tras
una infancia en la que su juguete eran los libros, irá
recorriendo distintas etapas de una educación sentimental
que podría segmentarse en función de su progresiva
admisión de la novela en los términos en que
llegará a configurarla ella misma. Desde un punto de partida
en el que no discrimina y lee «cuanto cae
por banda, hasta los cucuruchos de especias y los papeles de
rosquillas»
([1886] 1973: 702), niña apasionada de
libros («Libros, muchos libros, que yo
podía revolver, hojear, quitar, poner otra vez en el
estante»
), se hará joven y mujer madura que se
servirá de todos los cauces de acceso a ellos (gabinetes de
lectura, círculos de lectura, incluso bibliotecas que hacen
préstamo domiciliario, Urgorri: 1975), habiendo
experimentado pronto la libertad que le depara su manejo a solas y,
cuando se le ponían cortapisas, derribado todo impedimento
de seguir leyendo, incluido el de reservar para los hombres la
literatura de las estanterías altas:
([1886] 1973: 703-704) |
Cuando rememora su
primer contacto con Víctor Hugo, no es eso lo que siente:
«Cierto día hallábame yo en
casa de una de las pocas amigas de mi edad que tuve. Por casualidad
nos quedamos solas en el despacho de su padre, y atrajeron mis ojos
las estanterías llenas de libros. Di un chillido de
alegría: lo primero que había leído en el lomo
de un grueso volumen era el rótulo -Víctor Hugo:
Nuestra Señora de París-. No hubo lucha
entre el deber y la pasión: ésta triunfó sin
pelear. Si pedía el libro, claro está que me lo
negarían, o al menos consultarían a mis padres, y
entonces, adiós Víctor Hugo. Lo cogí a hurto,
escondiéndolo entre el abrigo y trayéndolo a casa,
donde lo oculté en un bufetillo en que guardaba mis cintas y
aretes. De noche pasó a cobijarse bajo la almohada, y hasta
que se apuró la bujía leí sin contar las
horas»
(1973: 706). No conozco ningún otro pasaje
de autoconfesión pardobazaniana, a excepción de su
episodio como conspiradora carlista, en que la autora se contemple
a sí misma con tan nítidos perfiles novelescos.
Ninguna otra imagen -y abundan en los «Apuntes»- tiene
la fuerza de autocreación y autorrepresentación
iconográfica de esta que nos retrata a una niña
engolosinada con el furtivo placer de leer libros prohibidos. No
tan a escondidas, puesto que comparten el secreto varias muchachas,
leen y acaparan libros cuatro jóvenes de apariencia formal
que en el cuadro de Auguste Toulmouche, Dans la Bibliothèque (1869)
(Flint: 1993, 254; Ariès/Duby: 1991, 196-197, titulan El
fruto prohibido, Salón de 1865; también Manguel:
1998, 317) se dedican respectivamente a escuchar tras la puerta, no
sea que se acerque alguien y las sorprenda, a ascender una
escalerilla que permite acceder a los volúmenes más
altos, y a leer en pareja y con singular travesura el libro que ya
ha sido bajado de la estantería. Podemos imaginar a Emilia
niña efectuando el casi simultáneo movimiento de
espiar al intruso, apresurarse a arrebatar el libro y correr a
devorarlo con fiebre en la intimidad.
Su primera novela
en puridad, Pascual López, de 1879, nos ofrece la
imagen esquiva de una muchacha cuyo mayor encanto no reside,
ajuicio del narrador autodiegético y no precisamente amante
de los libros, en lo aprendido de ellos: «Lo mejor del caso consistía en que no
sacaba Pastora su ciencia de ningún libro, como no fuese del
Año Cristiano, de la Leyenda áurea o del Catecismo
explicado del padre Mazo, únicos que en su poder vi; pues ni
aun a las delicadezas místicas del Kempis se atrevía
su biblioteca»
(1996, 80). El barbilampiño
Julián Álvarez, capellán de los Pazos de
Ulloa, sí alcanzará a leer la Imitación de
Cristo y a diversificar algo más sus lecturas piadosas
aunque, a diferencia de la Pastora que ve Pascual, su experiencia
de la vida procedía antes de los libros que de otra fuente
empírica o natural. No otra formación libresca que la
de Pastora, bien exigua, tendrá la protagonista de Un
viaje de novios, 1881, cuya preparación para la vida
vendrá determinada por su futuro marido, Miranda, quien, a
guisa de parvo cortejo, teje desde su superioridad una red de
seducción:
Traía a la niña diariamente alguna baratija, para ella desconocida hasta entonces, ya un cromo, ya una fotografía, ya lindas flores, ya números de periódicos ilustrados, ya novelas de Fernán Caballero o de Alarcón3; y las graciosas chucherías que por las puertas de la anticuada casa se entraban, como partículas de la vida moderna, eran otras tantas bocas encomiadoras del dadivoso. Acertó éste a ponerse al nivel de conversación de Lucía, y mostrose muy enterado de cosas femeniles, infantiles dijera mejor; y llegó el caso de que la niña le consultase acerca de su peinado, de sus trajes, y Miranda muy serio le dispusiese bajar o subir dos centímetros el talle o el moño. Tales accidentes variaban un poco los iguales días de la doncellita leonesa, prestando atractivo al trato de su disimulado pretendiente. |
(Pardo Bazán: 1919, 46-47) |
En La Tribuna, novela aparecida en 1883, Pardo Bazán nos brinda el retrato de una fisonomía entregada al acto físico de leer. Amparo es una cigarrera coruñesa convencida de la misión redentora de sus peroraciones, alguien que deposita en el acto mismo de leer una fuerte carga perlocutiva. Manguel consigna en su libro cómo a un cigarrero y poeta cubano, Saturnino Martínez, promotor del periódico La Aurora, se le ocurrió, dado el alto índice de analfabetismo, utilizar lectores que hiciesen llegar su contenido y el de las novelas a los trabajadores de la fábrica de tabacos ‘El Fígaro’ y ya en 1866 se eligió a uno de ellos como lector oficial, pagándole los demás de su propio bolsillo (1998: 163-164). No es casual que el desarrollo de este aspecto de la personalidad de la protagonista se inserte en el capítulo ambiguamente titulado «La Gloriosa». Amparo galvaniza en su lectura el sentir de sus compañeras, persuadidas como ella de los beneficios de la República federal. El interés de la cita disculpa su longitud:
(Pardo Bazán: 2002, 99-100) |
Amparo experimenta
ante el acto de leer una entrega total, cree a pie juntillas lo que
está escrito con «crédulo
asentimiento»
. Es una lectora inocente, diáfana, a
quien el narrador se permite tildar de inconsciente y
fanática por el hecho mismo de efectuar una lectura directa,
al pie de la letra, sin desconfiar de lo escrito, sin leer entre
líneas ni captar las argucias y mixtificaciones del discurso
impreso. Para el narrador, Amparo fracasa en su idealismo
sentimental y tribunicio-político porque lee mal, porque se
entrega sin reservas a una causa. El embeleso de la igualdad y de
la fraternidad en el seno de la sociedad, en el que cree con fe, se
diluirá, la consumirá:
(100-101) |
Es, a muchos efectos, El Cisne de Vilamorta, 1885, la novela más flaubertiana de Pardo Bazán. El bovarysmo de Leocadia, la maestra protagonista, cobra cuerpo en cuanto nos familiarizamos con su indefensión ante el romántico empuje de la ficción:
([1885], 21) |
También
ahí el romanticismo de la desilusión, la prosa de la
vida triunfante del incendio del «polvorín de sentimientos»
que
es Leocadia, heroína que como Emma Bovary «purga con la desgracia la hoguera fugaz que las
novelas encendieron en su fantasía, [ambas son] mujeres que
se perdieron por soñar con vivir lo que habían
leído»
(Martín Gaite: 2002, 333). Don
Victoriano hace saber a Segundo, que le comunica ilusionado sus
aspiraciones, la prueba del atraso de Vilamorta: que «los versos se leen todavía con mucho
interés, y parece que las chicas se los aprenden de
memoria... Pues allá, en la corte, le aseguro a usted que
apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte
o treinta años atrasados: en pleno romanticismo»
(103).
La protagonista de
Insolación, historia amorosa de 1889, pudiera ser
tronco lleno de savia lectora, no en vano su condición de
aristócrata hace presumir que su tiempo de ocio está
ocupado por este entretenimiento. Curiosamente, sin embargo, la
estampa que nos la pinta alguna vez en compañía de un
libro lo es de un espacio exterior y convencional: la dama, viuda
de Andrade, porta nada menos que un devocionario, artificiosa y
crípticamente aludido: «salí a oír misa a San Pascual, por
ser la festividad del Patrón de Madrid, iba yo con mi
eucologio y mi mantillita hecha una santa, sin pensar en nada
inesperado y novelesco...»
(1987, 57). Adminículo
que la dota de sobria elegancia y de pública y ostentosa
piedad burguesa, el libro está desprovisto de connotaciones
que marquen peculiaridades auténticas. ¿Acaso iba a
mostrarnos el narrador, o la voz de la conciencia de la propia
interesada, otro resorte distinto si lo que ambos pretenden es
culpar y autoexculpar respectivamente a la marquesa de un acto de
irreflexiva y sensual entrega amorosa? Si la biblioteca de la
heroína brilla por su ausencia, otros rasgos de su ambiente
doméstico aparecen paladinamente descritos gracias a la
mediación de la ironía. El trastorno festivo de
Asís impide que asistamos al proceso de quijotesca
insolación, pero cabe aventurar que no fue sólo el
sol o su sensual temperamento, también las lecturas pudieron
conducirla a esa falta de oxígeno cerebral que la
desmaya.
Es en las
últimas obras de creación de Pardo Bazán donde
menudean las menciones de libros y su colocación en manos
femeniles al tiempo que se incrementa el afán de captar poco
a poco los rasgos de la mujer nueva4.
Así sucede en Doña Milagros con Feíta
Neira, joven «extravagante, revoltosa y
diabólica»
(34), de «insaciable curiosidad discutidora»
(104), a quien Moragas llama «mona
sabia»
por su afición extraordinaria a leer sus
libros, y a quien su padre encarga vigile los progresos -bien
escasos- de Froilancito, su hermano, en el bachillerato: «Apoco de imponerla esa tarea de repasar, es
decir, de tener el libro delante y ver si su hermano se
sabía la lección, Fe mostró tendencia a
preguntarlo todo»
(105). Tras las mañaneras
labores de bordado y las vespertinas velas al Santísimo, su
hermana Argos «De noche se recogía
a su cuarto, donde suponemos que leía o meditaba»
(142). El espacio de esa intimidad queda oculto al padre,
único relator de la historia de sus hijas. Más tarde,
gracias a la inspección de Feíta, descubre Benicio
los papeles que llenaban el cuarto de Argos:
(147) |
Distinta es la
opción lectora de Feíta, lectora discernidora, que
reclama estudios reglados a su padre, algo que él
considerará «estrambótica
resolución de Feíta»
; cansado del dispendio
de su hijo y de su nulo aprovechamiento, su hija le increpa:
(245) |
Mauro Pareja, el
emisor de Memorias de un solterón, 1896, no
dejará de ponderar el ímpetu lector de Fe Neira:
«Ha leído todo cuanto cayó
en sus manecitas, ávidamente, con prisa, sin discernimiento,
tragando, cual los avestruces, perlas y guijarros en revuelta
confusión. Desde los libros de mística con que se
espiritaba Argos en sus tiempos de fervor; hasta los de
fisiología y medicina que tuvo la insensatez de prestarle a
Feíta el filántropo doctor Moragas; desde las novelas
de Ortega y Frías que la ofreció con grandes encomios
el brutazo de D. Tomás Llanes, hasta las poesías de
Verlaine que la facilitó secretamente un empleado de la
Biblioteca del Puerto, Feíta ha recorrido toda la escala
bibliográfica, hacinando en su mollera un fárrago
estupendo, una capa de detritus, entre los cuales van envueltos
preciosos gérmenes que podrían fructificar si los
cultivase con método y razón»
([1896],
47-48).
La
Quimera, de 1905, nos ofrece varios retratos femeninos de
relieve singular. Particularmente eficaz es el de Minia
Dumbría, la compositora de Alborada, que en
conversación con Silvio Lago y a requerimiento suyo le
presta el libro que leía: La Tentación de San
Antonio (sic). El libro de Flaubert, que leerán
juntos, da la pauta simbolista de la obra. Minia «con su voz llena y clara, recitó.
Veíase que el pasaje se lo sabía de memoria; el libro
servía únicamente para darle la certeza de no comerse
un renglón ni un vocablo. Excepto los que suprimiese de
propósito»
(1991, 170). Lectora
avezada5,
Minia no sólo traduce «a libro
abierto»
del francés, sino que interpreta, recita,
saborea el diálogo de la Esfinge y la Quimera como si de una
partitura musical se tratara, tan bien lo conoce. Lectora culta, su
modo de proceder revela un comercio asiduo con los libros. Por su
parte, Clara Ayamonte es observada mientras lee por el Doctor
Mariano Luz:
(1991, 264) |
La Sirena
negra, novela de 1908, no deja ver mujeres leyendo. Son el
narrador, el sensitivo lector Gaspar de Montenegro, y Desiderio
Solís, que lee mucho e incurre en intoxicaciones librescas
, quienes
capitalizan el acto de leer. La presencia femenina es aquí
de otra índole. La última novela de Pardo
Bazán, Dulce Dueño, aparecida en 1911, se
abre con una mise en
abyme representada por la lectura que hace un
canónigo a Catalina Mascareñas, una de las personas
que escuchan la historia de Santa Catalina de Alejandría. La
que será santa nos es descrita en trance de leer en el
ambiente más propicio:
(1989, 57) |
A diferencia de
Leocadia, en El Cisne de Vilamorta, Lina no deseará
ya ser literata, su aspiración es otra, ha descubierto que
ese no es el camino: «Por haber tenido yo
la curiosidad de leer algunos manuscritos del Archivo, las hijas
del Juez, que son las lionés de Alcalá, y
que me tienen tirria, me han puesto de mote la Literata.
¡Literata! No me meteré en tal avispero. ¿Pasar
la vida entre el ridículo si se fracasa, y entre la
hostilidad si se triunfa? Y, además, sin ser modesta,
sé que para eso no me da el naipe. / Literatura, la ajena,
que no cuesta sinsabores... ¡Cuánto me felicito ahora
de la cultura adquirida! Va a servirme de instrumento de goce y de
superioridad»
(110). En el desciframiento de los papeles
de su tía se concentra el secreto, Lina no puede sustraerse
al delirio de encontrarlos y desvelar su contenido: «¿Habrá papeles en el armario
número cuatro? ¿De esas cartas limadas por los
dobleces, en que dijérase que se ha consumido de
añoranza la tinta, en que el papel se pone sedoso y rancio
como el pellejo de una anciana aristócrata?
¿Encerrarán esas epístolas una
revelación, o sólo indicios, que para mí
serían bastantes?»
(122). Frente a Leocadia y
cuantas como Feíta todavía sueñan con la
redención por la instrucción, Lina recorre un nivel
en el que la mera sensitividad no es suficiente: «He leído, he aprendido más que la
mayoría de las mujeres, y quizás de los
hombres6.
Pero ¿qué enseñan de lo íntimo los
libros? Mis amigos han tenido la ocurrencia de llamarme sabia.
¡Sabia, y no conozco la clave de la vida, su secreto, la
ciencia del árbol y de la serpiente!»
(203). Lo
que Lina denomina el «veneno
lírico»
7,
ha de ser eliminado; en un pasaje en que relee estrofas de
Lamartine, se percata, arrebujada en encajes antiguos, de la
inoperancia de ese «ejercicio
rococó»
: «¿Fue la lectura... la lectura, la
melodía, el suspiro contenido, nostálgico, es este
sentir anticuado ya, lo que me hizo culpable de un pecado tan
grave, tan irreparable?...»
(250-251). El que fuera amigo
de Pardo Bazán, Eça de Queiros, en O Misterio da Estrada de
Sintra, hace decir a su desengañada protagonista, la
Condesa, en su confesión final: «Conheci mais tarde
muitos caracteres femininos e a historia de muitas sensibilidades.
Experimentei eu também os sobresaltos da paixao -e nunca vi,
nunca soube que estas imaginaçoes, que estas atraccoes
nascessem de uma verdade da natureza, da lógica das
circunstáncias, da irreparável accao do
coraçao. Vi sempre que saíam de um pequeño
mundo efémero, romántico, literario, ficticio, que
habita no cerebro de todas as mulheres»
(p. 149). Hay, en efecto, algo
aprendido, algo cultural, derivado de la educación
consuetudinaria y la vida social, en esa manera
pseudoontológica de leer. Pardo Bazán se erige en
defensora de una nueva manera de leer8.
Como autora, está persuadida de la necesidad de hacer variar
los hábitos lectores. No de otro modo hemos de entender sus
empresas editoras relacionadas con la Biblioteca de la Mujer,
iniciativa que encargará al librero anticuario Pedro Vindel
y que se verá abocada al fracaso porque la oferta, demasiado
intelectual, es desatendida9.
Irónicamente, cuando escribe la coletilla a «La nueva
cuestión palpitante», titulada «XIII y
último, y muy frívolo»10,
hace notar su decepción:
Mucho sarcasmo
emplea aquí la autora de Insolación. En
realidad, quiere propiciar «que la mujer
se construya en sus propios términos, superando las normas
que la reducen a expresarse en un lenguaje femenino huero. Al
definirse Pardo Bazán como 'escritor', hace que toda
escritora, sea literata o poetisa, ocupe la posición de la
otra, la que no es ella. A la vez, sin embargo, la autora
gallega tiende la mano a ésta y le indica el camino de un
lenguaje 'andrógino' en una tentativa de cerrar la distancia
que media entre ellas. Este 'lenguaje sin sexo', con su
correspondiente público andrógino, ofrece un modelo
lingüístico que pocas mujeres de su época saben
o se atreven a adoptar»
(Bieder: 1998, 98). En literatura
su instinto femenil se repliega y esconde. Los valores son iguales
y han de exigirse igualmente, como escribe a Luis Alfonso, en 1884:
«Dentro del terreno literario no hay
varones ni hembras, hay escritores que sufren inevitablemente las
modificaciones inherentes al gusto estético de su edad; y
cuando el historiador, con espíritu sereno y maduro juicio,
reseña [...] estudia a la artista, la considera en
relación a su época, pesa los quilates de su
mérito intrínseco, lo mismo que haría con un
hombre; sólo este modo de proceder es literario, y V.,
crítico tan distinguido, está obligado a conformarse
a él, sacando de su error a las damas que V. dice se
asustan, y acaso creen que hay dos literaturas, una femenina, que
trasciende a 'brisas de violetas', otra masculina, que apesta a
cigarro»
(González Herrán: 1989, 380-381).
Pardo Bazán, lectora temprana y lúcida, quiso hacer
de la mujer un ser autónomo, diferenciado pero no
discriminado: nunca posó como lectora, en una época
en la que proliferaran los retratos de mujeres leyendo, de Renoir a
Rusiñol, y concentró en su autorretrato literario la
imagen de una lectora precoz y curiosa que, una vez capturado el
botín, habrá de aprender a leer con sentido o, lo que
es lo mismo, a edificar su identidad, a despecho de quienes quieran
ignorarla, rendirla o destruirla.
- ARIES, Ph. y DUBY, G., dirs., Historia de la vida privada. Sociedad burguesa: aspectos concretos de la vida privada, [1985], Madrid, Taurus, 1991.
- BIEDER, M., «Sexo y lenguaje en Emilia Pardo Bazán: la deconstrucción de la diferencia», Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de hispanistas, Birmingham 1995, Tomo IV: Del Romanticismo a la Guerra Civil, Ed. Derek W. Flitter, Birmingham, Dept. of Hispanic Studies, University of Birmingham, 1998, pp. 92-99.
- BORNAY, E., Las hijas de Lilith, Madrid, Ensayos Arte Cátedra, 1998.
- EÇA DE QUEIROS, [José María], O Misterio da Estrada de Sintra, [1870, 1884], Portugal, Publicaçoes Europa-América, 1994. Trad. española de C. Martín Gaite, Barcelona, El Acantilado, 1999.
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- GONZÁLEZ HERRÁN, J. M., ed., Emilia Pardo Bazán, La cuestión palpitante, Barcelona, Anthropos/Universidad de Santiago de Compostela, 1989.
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