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Las mariposas

Julia de Asensi





De todos los insectos, el que más ha inspirado a los poetas, el que más ha atraído las miradas hasta del hombre menos impresionable, es, sin duda alguna, la mariposa.

Yo no sé lo que son las mariposas; he querido estudiarlas y nada he aprendido; los libros que se han dedicado a ponderar su belleza y analizar sus costumbres, jamás me han satisfecho. Algo falta en esas páginas que no está al alcance de la inteligencia humana. Algo que yo he intentado profundizar sin que haya conseguido hallarlo.

Las flores y las mariposas no son hermanas; creo más bien que las unas sean hijas de las otras, puesto que no pueden separarse, hasta tal punto que no se concibe la planta sin la mariposa, ni la mariposa sin la planta. Luego hay algo de maternal en la flor que recibe al insecto sobre sus pétalos y le deja libar el néctar que durante la noche formo del rocío. Corta es la vida de ellas, quizás tienen la misma duración; la flor tarda en desarrollarse; durante muchos días es capullo, le falta entonces ese aroma que luego exhala al abrir sus pétalos y ostentar toda su hermosura al sentir el beso de la luz. La mariposa también tiene su capullo del que sale más bella que nunca desplegando sus alas, y una vez que dejan de ser capullos, tanto la flor como la mariposa viven ya muy poco. No trato de buscar el origen de una y otra, que se pierde en las sombras del pasado; creo que nacerían o serian creadas a un mismo tiempo, porque igual se ha hablado siempre de ambas.

Con frecuencia había pensado que según eran los colores que matizaban las alas de las mariposas, así serian también los de las plantas en las que la oruga había buscado su alimento; pero luego me he convencido de que esto no era posible, puesto que la gran mayoría de esos insectos, particularmente los nocturnos, son negros, y la flor negra no ha podido ser hallada todavía, ni formarse artificialmente por. los procedimientos químicos que emplean los botánicos.

Extraña es la vida de la mariposa: primero es oruga, se arrastra con lentitud con esos movimientos de, los reptiles, no tiene ninguna belleza y sería un insecto repulsivo si no le viéramos siempre sobre la planta. Vivan solas o vivan en grupos, no revelan la inteligencia que otros insectos, por ejemplo, la abeja y la hormiga, verdaderos símbolos del trabajo. Cuando la oruga se trasforma en crisálida, ya varia notablemente. Allí se encierra un misterio, allí existe la muerte en apariencia; pero una muerte contraria a la que vemos en los demás seres, no la muerte que acaba con la vida, sino la vida que nace de la muerte.

Yo recuerdo haber visto hace mucho tiempo, tal vez en un sueño, un pabellón cubierto de flores, entre las que pendían un sin fin de inmóviles crisálidas, unas angulosas, otras lisas; lo que indicaba que habrían de convertirse las primeras en mariposas diurnas y las segundas en crepusculares. Las diurnas eran mucho más numerosas, lo que no me sorprendió, pues las mariposas nocturnas, a las que Linneo llama siempre esfinges, son escasas.

Yo las miraba esperando con ansiedad el momento de la singular trasformación; nunca las había contemplado, y sin embargo me parecía adivinar sus colores.

Deseaba saber, y no me atrevía a preguntar en voz alta por temor de que alguien me oyese. Ignoro quien satisfizo aquel capricho; tal vez nadie, quizá las crisálidas mismas, pero lo cierto es que al detenerme a ver una de un gris verdoso con una banda lateral amarilla, me parece que me decía:

-Yo seré la mariposa Macaon, tendré las alas amarillas con una mancha negra y el cuerpo lo mismo, aunque con colores más pálidos.

Y al hablar así, el insecto rompía su crisálida, desnegaba sus alas, que al parecer estallan húmedas, y después de volar un instante se posaba sobre una planta para darle su primer beso de amor.

-Yo, añadía otra, seré la Memnon, y tendré las alas negras con reflejos verdes.

-Yo, proseguía una tercera, seré la mariposa Cinorta, y tendré las alas oscuras con una línea completamente blanca.

-Yo, decía otra, seré la Coan, mariposa muy parecida a la Memnon, con la que me confunden a veces los naturalistas.

-Yo la Antifo, con alas negras rayadas de verde,

-Yo la Antenor, de alas negras manchadas de blanco.

-Yo la Nireo, de alas negras atravesadas por una hermosa lista azul.

Todas iban rompiendo la crisálida, todas salían bellísimas con colores vivos y brillantes, hallándose allí reunidas en la más perfecta fraternidad las mariposas del Brasil, de la China, de la Cafrería y de la Australia.

Una sola no había roto su capullo. Era una crisálida lisa, que excitó muy particularmente mi atención, porque no había visto jamás una semejante.

Me acerqué a ella, y un momento después vi operarse la deseada trasformación.

Las alas de aquella mariposa nocturna eran de un color oscuro, y en su coselete llevaba impresa una figura muy parecida al rostro del esqueleto humano.

Quise coger a tan extraño insecto, y ya le veía entre mis manos, cuando lanzó un grito que fue haciéndose más penetrante a medida que mis manes le oprimían más. Al fin solté la mariposa, y ella, herida por la luz del sol, después de desplegar por, un instante su vuelo incierto en el espacio, fue a ocultarse en lo más espeso de las enredaderas del pabellón.

Ya nada vi, ya nada escuché, y aunque quise averiguar algunas horas más tarde el misterio que se encerraba en aquella esfinge, ni los libros ni los hombres pudieron aclararme nada.

Varios días trascurrieron así. Uno de ellos, que no sabía dónde dirigiría mis pasos, llegue a la puerta de un cementerio, no triste y sombrío como lo son generalmente los de España, sino cubierto de preciosas flores, última gata de tas muertas.

Me acerque a un lugar apartado donde había una lápida y una cruz cubiertas de campanillas, siemprevivas y rosas; era la tumba de una niña, según indicaban el nombre y las fechas que se leían sobre el mármol,

Nadie regaba aquellas pobres plantas, nadie las había sembrado según supe después; las flores habían nacido solas. Sobre una de ellas se arrastraba una oruga que desde luego comprendí que más adelante había de convertirse en una mariposa nocturna. Tuve intenciones de cogerla, pero aquella oruga empezó a subir por la cruz, y al llegar al fin de ella se detuvo, y vi que se preparaba a formar su capullo.

-Esperaré a que se cumpla el tiempo de su transformación, me dije, y volveré a ver cuándo la crisálida se hace esfinge.

Y volví en efecto, esperando algunos días para que se realizasen mis deseos.

Rompió la mariposa el capullo cuando ya eso empezaba a ocultarse, y salió una esfinge igual a la que había excitado mi atención y mi curiosidad en el pabellón donde había visto tantas y tan diferentes crisálidas. Tenía como aquella una calavera impresa en su coselete; era una mariposa Atropos, llamada generalmente esfinge o cabeza de muerto.

Voló el insecto sin detenerse un instante de un lado a otro del cementerio, y al llegar a la fosa que encerraba el cuerpo de la niña, se posó sobre una flor como si quisiera dar a la planta sus amores.

De néctar de aquella misma planta se había formado la mariposa ¿iba hacia ella por simpatía, o porque su destino se encerraba allí?

Lo ignoro; solo sé que en que instante hice esta reflexión.

Tal vez en tiempos remotos una oruga fue a posarse sobre una planta. La planta, que nadie había sembrado, brotó nacida del cadáver de un hombre, de una mujer o de un niño, única hija que el cuerpo podía dar a la tierra, y al unirse la flor a la oruga, esta había llevado para sí un recuerdo de muerta. La oruga se había trasformado en crisálida, la crisálida en mariposa, y esta tenía impresa la calavera, porque de un ser humano había nacido. Por eso también podía lanzar aquel grito penetrante que no da ningún otro insecto.

Así es posible que se formara o Atropos, y aquella esfinge que vi en un cementerio iba a buscar en una tumba la miel de la flor, y se aproximaba a la planta para dar un postrer adiós a aquel cuerpo dormido en sueño eterno y cuya alma quizá votaba por el espacio, visible para el Atropos, pero visible para mí.





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