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La música

Concepción Gimeno de Flaquer






Música y poesía
en una misma lira tocaremos.


Iriarte                


La música es la emanación más directa del alma, el efluvio de la sensibilidad, el vago acento de lo invisible, lo inexplicable y misterioso.

La música se adhiere a la poesía, como la poesía a la música: ambas expresan el entusiasmo del corazón y las aspiraciones del espíritu; revelan la alegría, el quebranto, el placer y el heroísmo, retratando el ideal del modo más bello.

Los climas más fértiles y templados y los países más pintorescos, han sido los más poéticos y, por consiguiente, los más músicos: la música y la poesía, hermanas inseparables, participan de la belleza del país en que nacen, expresando en deliciosa armonía el conjunto sublime del espléndido cuadro que presenta la naturaleza en los diversos panoramas que ofrece a nuestra vista.

La música ennoblece, eleva el alma, desarrolla la sensibilidad, dulcifica los rudos instintos y suaviza las desbordadas pasiones.

La música es el idioma del corazón, la música es el lenguaje universal, el lazo que une a los hombres, el intérprete de los sentimientos.

La música prepara el alma de tal manera al fervor religioso, que en todo pueblo, apenas se vislumbra la existencia de un dios más o menos perfecto, vemos a la música representando un primer papel en las festividades más solemnes.

Solón y Licurgo, los grandes legisladores de Grecia, consideraban a la música parte muy esencial de la instrucción y la educación, como un dique a las pasiones, dique muy necesario al sostén de la fuerza nacional.

La música es la madre universal de todas las ciencias, decía Platón; la música es el orden de todas las cosas, afirma Hermes.

La música es tan antigua como la sociedad: todos los pueblos han inventado instrumentos, aunque groseramente fabricados en los tiempos primitivos.

La mitología de los griegos atribuye a la música origen divino: suponen a Minerva inventora de la flauta, y afirman que Harmonía, hija de Marte y Venus, deleitaba con sus cantos y con los dulces sonidos de su bien pulsada lira.

Cuenta la fábula que Mercurio inventó la lira, formada por una concha de tortuga y nervios de animales, para ofrecérsela a Apolo.

Según la historia, Terpando suavizó al son de su lira las costumbres de los lacedemonios. Orfeo y Anfión, según la fábula, domesticaban a los tigres por medio de la música.

Es tan grande la influencia de la música en las almas delicadas que, según dice un verídico historiador, a Felipe V se le aliviaban sus dolencias con los dulces cantos de Farinelli.

La música, hija predilecta de la soledad, quiere ostentar sus galas lejos del bullicio del mundo; como arte imitativo de la naturaleza, pugna por copiar el rumor apacible de las fuentes, los suspiros de la risa, el susurro del viento, el murmurio de las hojas al chocarse en el frondoso bosque, el melancólico gemido de los árboles, la poderosa voz de la cascada, el trino de las aves, la doliente queja de la tórtola enamorada.

La mujer tiene notable aptitud para la música; su alma, dominada por el entusiasmo o el dolor, es una lira que parece pulsada por arcángeles.

La mujer, cuando se propone llenar cumplidamente su dulce ministerio, encuentra en su voz notas tan armónicas que tienen el poder de arrancar al hombre de los brazos de la desesperación.

La mujer, dominada por una idea sublime, modula acentos tan dulces y sonoros que hacen vibrar las cuerdas del más empedernido corazón.

Existen también en la mirada de la mujer melodías dulcísimas que llegan al corazón, sin haber pasado por el órgano auditivo.

En su voz, en su sonrisa, en su mirada, hay una fuerza magnética que atrae al hombre hacia la senda que ella quiere.

La influencia de la mujer dará siempre magníficos resultados, mientras sepa encaminarla a levantados fines. Por eso, a medida que la mujer se ilustre, su influencia será más benéfica.

Hasta hoy, la mujer educada únicamente para la vida de salón no ha tratado de instruirse, sino de disfrazar su ignorancia a impulsos de la vanidad, habiendo quedado satisfecha con pintar una acuarela, tocar una sonata y cantar una romanza.

La mujer, al dedicarse al estudio de la música no debe hacerlo con la ligereza que hasta hoy; debe estudiar de una manera profunda para que sus conocimientos puedan serle útiles en las contrariedades del destino; de otro modo pierde un tiempo precioso, de cuya pérdida se hace culpable ante Dios y la sociedad.

En el cultivo de la música, como en el de las demás bellas artes, se han distinguido muchas mujeres, entre las cuales recuerdo a las siguientes: Luisa Bertín ha escrito algunas óperas, recibidas con gran éxito; Cecilia Cheminade, bellísimas melodías; Paulina Dalsan una magnífica Salve; Dorotea Leirsen, varias piezas de baile; Blanca Llissó, obtuvo recientemente en Madrid el honor que la Sociedad de Conciertos del Príncipe Alfonso tocara composiciones suyas.

La inspiración de la mujer ha brillado y brillará en todas épocas, por más que intenten obscurecerla los detractores de nuestro sexo.

Sobre todo en la música, que es «el arte de la fusión de los corazones», descollará siempre la mujer.

26 enero 1894.





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