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La mujer en la antigüedad y en nuestros días

Concepción Gimeno de Flaquer





Poca importancia podía tener la mujer en aquellas edades en que la razón, la justicia y los derechos eran usurpados por el fuerte, en detrimento del débil.

La mujer en la antigüedad tenía que sucumbir, obedeciendo a los más despóticos caprichos de su señor, porque no podía entablar lucha alguna, segura de que el premio del vencedor se adjudicaba al que ostentaba más fuerza física; así es que la mujer quedaba nulificada, era un ser pasivo sin carácter, un instrumento ciego, torpe o hábil, según quien lo manejaba.

En el pasado la mujer no tuvo iniciativa; hoy si tiene influencia la debe a su astucia; en el presente la mujer tiene acción valiéndose de sutilezas y ardides, y poniendo en juego cuantos sofismas y subterfugios le inspira su viva imaginación; en el porvenir ejercerá influencia directa legalmente, sin falsear su carácter, porque se invocará la lógica y la justicia.

En el porvenir podrá ser más sincera la mujer que hoy, pues convencidos vosotros de que es vuestra igual; no le quitareis la razonada y justa libertad, la independencia que debe tener todo ser dotado de sana conciencia y recto criterio.

Felizmente vamos caminando hacia el progreso, hacia la verdadera luz que ha de rasgar las densas brumas que encapotaban los limitados horizontes de la mujer de la antigüedad; felizmente nos hallamos próximos a alcanzar para la mujer una igualdad bien entendida. Si hoy todavía se ridiculiza a la mujer ilustrada, andando el tiempo parecerá muy natural que lo sea; del mismo modo que en otros tiempos estuvo prohibida la enseñanza a las mujeres, y ahora tienen amplias facultades para ejercer el profesorado.

La mujer del porvenir verá estimado su trabajo como el trabajo del hombre.

En la sociedad actual la mujer que trabajó recibe unos honorarios que no compensan sus esfuerzos, que no pueden sufragar sus necesidades.

Criterio tan erróneo para juzgar a la mujer; hijo de rancias e injustificadas preocupaciones, tiene que sufrir gran reforma.

Era tanto lo que antes se nos negaba, que si meditamos sobre este punto tendremos que guardar gratitud a nuestros contemporáneos por lo poco que nos conceden.

La situación de la mujer en la antigüedad era tristísima cual la del paria y el ilota.

Dirijamos una mirada retrospectiva a aquellos pueblos que negaban a la mujer todo respeto y consideración; establezcamos un paralelo entre sus costumbres para con la mujer y las costumbres de hoy, creadas por la moderna civilización, y nos veremos alentadas ante la consoladora esperanza de un mañana cercano, favorable a la causa de la mujer.

Los asirios vendían a sus mujeres en pública subasta; al mejor postor.

Los hebreos traficaban con ellas, cambiándolas por diversos objetos: Jacob compra a Raquel y Lía por veinte años de trabajo; las hijas de Labán, al abandonar la casa de su padre, se quejan amargamente de haber sido vendidas como extrañas.

En algunos pueblos griegos y romanos, la mujer no podía hablar sin permiso de su señor, ni sentarse a su mesa. La mujer era un ser impuro, según ellos, que no debía hallarse al nivel del marido, a quien suponían de superior condición.

En África las mujeres estaban encerradas; en China eran menospreciadas; en la Judea el nacimiento de una niña era maldecido, y se consideraba suceso infausto, día de luto. La reprobación que la niña sufría al nacer, indicaba el porvenir que le estaba reservado. Los pueblos bárbaros de la antigüedad, entre los cuales se cuentan los cántabros, celtas y galos, consideraban a la mujer como una acémila, como una bestia de carga. Los suevos, hunos, alanos y vándalos, la trataban con ferocidad.

Los ismaelitas, interpretando a su antojo la palabra divina, condenaron a la mujer de tal modo, que tanto en la sociedad como en la familia, era una sierva, y hasta la religión sancionaba esa servidumbre. Entre los israelitas, no había más personalidad que el marido, señor absoluto, el cual tenía el derecho de repudiar a la esposa, si esta no le agradaba por cualquier motivo. El más fútil pretexto era suficiente para que el marido; con aprobación general, pudiera poner en manos de la esposa la escritura de repudio, arrojándola a la calle inmediatamente.

El poder del marido era omnímodo: hubo tiempos en los cuales no necesitó excusa alguna para repudiar a su compañera, bastaba que le agradase otra mujer más que la suya. En cambio esta tenía que sufrir resignada todas las injurias del marido, sus quejas se calificaban de inmoralidad, y quedaba desoída y desacreditada, por escandalosa. El marido no ponía ser repudiado.

Todas las tradiciones del antiguo mundo colocaban a la mujer al frente del mal; desde la venida de Jesucristo la mujer aparece representando la esperanza; el consuelo y la caridad.

Eva había sido una aliada del diablo para perder al hombre: María fue una mensajera celeste para salvarle.

El déspota del paganismo; el dueño y señor, se convirtió en compañero de la mujer después de la venida de Jesucristo.

El paganismo extendía hasta más allá del sepulcro la tiranía marital, pues en la India se le imponía a la mujer el deber de inmolarse sobre la tumba de su marido. Constantino y Justiniano dictaron leyes protegiendo a la mujer en todos sentidos, y proscribiendo el repudio.

San Pablo predicaba la indisolubilidad del matrimonio, oponiéndose a los deseos de Augusto, César, Nerón y Tiberio.

Las leyes Julias castigaban a la mujer que no era madre a los veinte años, porque privaba a la República de soldados. Los Césares creían que el poder de los Estados consistía en el gran número de los ciudadanos, y no reparaban en la corrupción de las costumbres.

La Iglesia cristiana glorifica en la mujer el pudor. La Iglesia cristiana protege a dos seres indefensos: la mujer y el niño. El paganismo permitía el infanticidio. Los pueblos paganos sacrificaron a la mujer, la postergaron; el cristianismo la eleva hasta madre de Dios:

¡No rebajéis a la mujer! La mujer encerrada en el gineceo perderá la idea de su dignidad, si es tratada como acémila, se embrutecerá; si la abrumáis con vuestra injusticia, o se revelará o perderá la conciencia de su propio valer y se degradará. Si la queréis convertir en instrumento que satisfaga el sensualismo del hombre, rasgará su poético velo de virgen, rasgará el cendal del pudor, y entre sus girones desaparecerá el secreto encanto que tan interesante la hace aparecer.

Donde la mujer es considerada, crece su dignidad y se agigantan sus virtudes por el anhelo de merecer el buen concepto que inspira.

Aun en la misma Grecia donde la mujer carecía de libertad, hubo pueblos que la esclavizaron más o menos; y allí donde fue menos esclava se elevó por sus virtudes.

«Educad a la mujer y tendréis hombres» ha dicho Castelar con gran acierto. «Un hijo es la obra de su madre» decía Napoleón. Cuanto más ilustréis a la mujer, más ilustrados seréis vosotros, pues si la mujer graba errores en vuestra mente, cuando os halléis en la infancia esos errores presidirán las acciones de vuestra vida.

Hay todavía muchas preocupaciones que vencer respecto a la mujer: los antiguos la condenaban a hilar y tejer; hoy, aunque caminamos hacia el progreso, quedan muchos rezagados que quieren imponernos la calceta para sustituir la rueca.

Todo se ha regenerado, todo tiene en nuestros días el sello de la reforma y la huella de los adelantos; todo camina con agigantados pasos hacia la perfectibilidad; ¿será posible que solo el pensamiento del hombre, más rápido que el rayo más veloz en su vertiginosa carrera que la electricidad y que la luz? ¿será posible que se haya estacionado en una preocupación?

El hombre de la sociedad actual va conociendo la grande influencia que ejerce la mujer en el mundo, y quiere condenarla a la nada, a perpetua inferioridad, por temor de que la mujer le sobrepuje, por temor de que esta le dispute el cetro. No os disputamos el cetro; pero advertid que si no lo empuñáis bien, nos veremos obligadas a tomarlo para que no se os caiga de las manos.

El hombre de nuestros días ha perdido todo el vigor, toda la virilidad que debían distinguirle; es tan afeminado, que más se parece a las mujeres que a los hombres de otra edad.

Ya no es exacto el calificativo de fuerte, aplicado al sexo masculino, ni el de débil al femenino, porque a medida que los hombres se han hecho débiles, las mujeres se han hecho fuertes. Los hombres de hoy son varones-hembras: observad que no hay exageración en este aserto. La toilette del hombre contemporáneo exige más detalles que la de una elegante dama. El hombre de nuestros días se peina como las mujeres: él inclina coquetamente sus cabellos hacia la frente, distribuyéndolos en caprichosas ondas o ligeros rizos; usa afeites y cosméticos, pule sus uñas, les da un sonrosado artificial y adorna sus dedos con sortijas que no se hicieron para él.

Ha pocos días, hallándonos en casa de una señorita que tiene un hermano muy atildado, nos dirigimos a las habitaciones de aquél con objeto de conocer su biblioteca. ¡Cuán grande fue nuestra sorpresa! Los estantes se hallaban libres de preciosa carga científica; solo campeaban bajo espesa capa de polvo cuarenta o cincuenta novelas del género de Belot o Zola, llenando los aparadores toda una batería de frascos y frasquitos, de cajas y estuches que no cabían en el tocador por ser tan numerosos. Allí aparecían en confusa profusión pâte pour les levres, pommade rose, crayon para los ojos, brillantine, gratte angles, poudres d'or para el cabello, bouquet de foin ixora, ilang ilang para el pañuelo, etc., etc... Toda la filosofía de aquel dandy se encerraba en las escuelas de Gaillet, Lubin, Mottet, Atkinson y otros perfumistas de París y Londres.

Cuando vemos a los hombres reclinados muellemente sobre almohadones de raso, y enervados en el más voluptuoso sibaritismo, pensamos con dolor que desaparece el sexo fuerte.

Conocemos un caballerito de la high-life, que para ir de Madrid al Escorial, prepara su cartera de viaje con sales inglesas, éter y agua de Melisa, acorazándose de este modo contra una jaqueca, un susto, un desmayo o un ataqué nervioso.

La degeneración de la raza masculina no es solamente física; también es moral.

¿Cuál es la fisonomía moral de los hombres de hoy? Ninguna; carecen de ella completamente.

Ellos tienen nuestras aficiones y nuestros gustos y hasta nuestras pequeñas pasiones. En ellos brilla la curiosidad, la envidia y la vanidad, pasiones femeninas.

Tienen todas las frivolidades, todas las superficialidades: han perdido sus cualidades y han añadido a sus defectos los nuestros; sin poseer las virtudes que nos caracterizan.

Una voz muy autorizada; el reputado escritor Castro y Serrano, ha dicho estas palabras: «Asistimos a una degradación de la raza masculina que quizá no tiene precedente en la Historia». Esto es exacto; mientras el hombre pierde cualidades la mujer las adquiere, y como sus horizontes intelectuales se van ensanchando, el hombre teme que en el porvenir sea la mujer superior a él.

Por este motivo los rezagados del progreso universal, los hombres oscurantistas, quieren relegar la mujer a hacer calceta, para que al ocuparse de lo menos desatienda lo más.

¡Hacer calceta! Esta frase debiera ser un arcaísmo en el diccionario de la lengua.

La calceta debía considerarse voz anticuada; porque la calceta en estos tiempos es un anacronismo.

La calceta no es de la época actual: en los pueblos de Cataluña, niñas de seis años hacen encaje, industria más lucrativa que la calceta; la calceta se reserva para las menos inteligentes. Al visitar un colegio, observamos que las niñas que hacían encaje miraban con desdén a las que hacían calceta.

La calceta exalta las imaginaciones vivas y adormece las imaginaciones paradas; la calceta es una ocupación que no ocupa. Mientras una mujer de entendimiento limitado dormita con la calceta en la mano, el pensamiento de una mujer inteligente hiende espacios ideales, penetra en dédalos de difícil salida.

La mujer debe hacer obras en las que pueda tomar parte su inteligencia, para que esta no permanezca ociosa. El bordado, el encaje y otras labores entretendrán sus horas agradablemente; trazando dibujos y combinando colores, encontrará una mujer de buen gusto alimento a sus aficiones artísticas. ¿Qué utilidad reporta la calceta? Las máquinas nos ofrecen medias hechas con más perfección y celeridad.

No se debe perder haciendo calceta un tiempo que se puede invertir en algo más provechoso. Hoy ninguna mujer que blasone de elegante se pondrá medias de aguja, y hasta los hombres que tanto imitan nuestra toilette, calzan sus pies con calcetines tejidos delicadamente, ya de seda, de hilo de Escocia, Irlanda o Persia.

La moda cambia las necesidades de una época, como las costumbres alteran esas necesidades en el mundo moral.

Las ideas de un siglo no se adaptan a otro, del mismo modo que no puede regir una ley todos los pueblos.

El poeta de otros tiempos no podría decir hoy:


   Yo quiero una mujer boca de risa,
guardosa sin afán, franca sin tasa,
que al honesto festín vaya de prisa,
y traiga entera la virtud y gasa.
   No sepa si el sultán gasta camisa,
mas sepa repasar la que hay en casa,
cultive flores, cuide pollas cluecas,
pespunte agujas y jorobe ruecas.

La rueca cayó, como caerá pronto la calceta; es una crueldad imponerle a una mujer de talento la obligación de hacer calceta, es coartar sus facultades intelectuales, es apagar la luz del entendimiento.

La calceta es una fastidiosa labor, poco higiénica; es trabajo que irrita el sistema nervioso produciendo muchas veces histerismo.

En un diccionario enciclopédico encontramos la siguiente definición metafórica: «Calceta, grillete que se pone al forzado». Tal vez quieren poner ese grillete a la inteligencia de la mujer sus retrógrados adversarios, para que esta no se remonte, para que se sostenga siempre a flor de tierra; mas no olviden que mientras la mujer tiene en la mano la aguja de media o la aguja de crochet, puede revolver el mundo manejando la aguja de marear. La mujer es hábil siempre para tejer y tender redes, en las cuales enreda al incauto y al discreto, al sabio y al necio, sin comprometerse; pues la mujer menos lista sabe pasar siempre con gran éxito por el ojo de una aguja.

La mujer inteligente no debe malograr su existencia consagrándola a la calceta; debe emplear su vida en ocupaciones más dignas de ella.

Después de llenar cumplidamente sus deberes domésticos en el cultivo de las artes o las letras, podrá esparcir su espíritu. Mas ¿qué decimos? Los hombres retrógrados que quieren imponer a la mujer el trabajo de la calceta, son los mismos que le prohíben pulsar la lira.

No comprendemos tal prohibición; a la mujer se le tolera que toque el piano, que cante, que arranque al arpa dulces acordes, y no se le permite pulsar la lira. La lira es un instrumento pequeño, delicado, gracioso, coqueto; un instrumento que parece hecho para las bellas manos de la mujer, es más manuable que el arpa, es más ligero; ¿por qué se nos prohíbe?

Seguramente no encontrareis razón de buena ley para contestar a esta pregunta.

Siempre nos ha parecido mejor la lira en manos de Safo que en manos de Apolo.

Instruyanos el hombre con libros de ciencias o filosofía; tome el plectro para cantar poemas heroicos; reserve su numen para la poesía didáctica o dramática; la poesía subjetiva, la poesía lírica, debe ser patrimonio de la mujer.

En el pentagrama de la poesía hay notas suaves y dulces, altas y profundas; estas deben ser las vuestras, las primeras nos pertenecen. Para nosotras el idilio, para vosotros la epopeya.

Cante el hombre las guerras, el relámpago, el trueno; dejadnos cantar las flores, las brisas, las aves, las nubes, las estrellas y los arroyos.

Las estrellas tienen destellos y las flores esencias que vosotros no percibiréis jamás, porque los reservan a la mujer.

Las brisas guardan murmurios, los pájaros trinos y las nubes celajes misteriosos, que solo la mujer sabe descifrar.

A la mujer en la antigüedad no se le permitía aprender siquiera el alfabeto; en la sociedad actual se le permite leer; en el porvenir podrá escribir, sin ser ridiculizada con el renombre de marisabidilla, erudita o bas-bleu; será escritora o artista en España sin que la consideren planta exótica.

A la mujer del porvenir no se le dirá cual a la de hoy: no te ilustres porque perderás tu carácter de mujer, es decir, dejarás de ser ignorante como nosotros queremos que seas. No te ilustres, que perderás la gracia.

¡Gran sofisma! ¿En qué consiste la gracia intelectual de una mujer ignorante? ¿Acaso en sus monosílabos cuando se le habla de algo serio? ¿Acaso en los disparates que contesta?

No podemos convenir en que tengan más gracia las estupideces de una mujer ignorante que el chispeante ingenio de una mujer culta.





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