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La magia de Nervo

Ramón López Velarde





Se me acababa de revelar la magnitud del estro de Samuel Ruiz Cabañas. A la una de la mañana, todavía dentro del gozo de la revelación, regresaba a dormir, cuando un periodista me dijo: «Le voy a dar una noticia que le impresionará mucho: murió Amado Nervo». Contra la previsión del informante, quedé impasible. En ello reconocí la eternidad del muerto, porque vivir o morir es secundario para él, en presencia de la perpetuidad de su obra. Para mí, él es el poeta máximo nuestro, y nadie puede lastimarse si lo digo, pues hablo, más que de otra cosa, de las preferencias del corazón. En aquella hora de que vengo platicando, busqué en el cielo la Lira... No la encontré.

Aún vivía él cuando me tentaba el deseo de formular mi disentimiento de su labor de los últimos años. Me abstuve, empero, por no lastimarlo en su carne mortal. Hoy, si me escucha, me entenderá, viendo en las salvedades de mi individual sentir la honradez de mi alabanza. Filialmente (ya que él, con el Duque, nos inculcó los principios poéticos y nos enseñó los áulicos ademanes del espíritu) me confieso reacio a sus prosas y a sus versos catequistas, alejados de la naturaleza artística y, en ocasiones, en pugna con ella. El propósito de consolar, por máximas de mayor o menor crédito, paréceme extranjero en la estética que se atiene a su propia virtud melódica para aliviar las fatigas y los desamparos adamitas. Creo que de la confusión de estas normas surgieron sus renglones postreros, sin la carne mágica y sin el pecado sideral. «En paz», «El día que me quieras», «Si tú me dices ven», son, ciertamente, egregios poemas, pero en ninguno de ellos se especula. Fulge en ellos la entereza del poeta, sin atrofia de doctrina, sin teoremas que humillen la conducta humana, sin gravidez de locución, sin rodeos a la invencible inquietud. Éste es para mí el Nervo encantador que me sé de memoria, pleno, sobresaltado, místico, abundante de gracia, fiel a sí mismo, de urbanas y ágiles maneras, amartelado con cada creatura y que por la concurrencia de todos los atributos en su mirada, sin velos pudo cumplir el encargo de los poetas, trágicamente sacerdotal, mortalmente funambulesco.

Yo amaba de tal modo a nuestro as de ases, que cuando lo sentí desleírse, dejé su lectura. De tal modo, que me resistí a hablar con él, por guardar su fantasma, y solamente por causa insuperable lo traté, al fin, en una noche del pasado octubre. Una magnética señora, hecha de blanco, de negro y de verde, juntaba las miradas masculinas en su tricromía. Él, monopolizándola, nos privó de ella... Hoy que se han apagado los ojos del adivino, los nuestros, encendidos aún sobre la tierra bruja, le abonan aquel daño.

«Tu dios es muy abstruso; yo prefiero tus labios; dame un beso». Estas palabras de Blanca al teólogo de Los jardines interiores resumen el secreto de su categoría de fascinador. Idealismo o realismo son cuestiones accesorias para el verdadero poeta, que no trata de anteponer los atributos a la unidad específica, ni ésta a aquéllos. El filósofo puede descomponer los seres; al poeta no le interesa, en función principal, ni le está permitido, porque su naturaleza es, ante todo, la integridad. La naranja no es, en la lira, positiva ni aristotélica; es, simplemente, naranja. Una sola cosa sabemos: que el mundo es mágico. El Dios mayúsculo, los batallones politeístas de demiurgos y de demonios que pueblan el éter, los santos ángeles custodios, nuestros prójimos y lo que pretendemos gobernar, armonizan el pulso orgiástico del día y de la noche. Vamos de la vigilia al sueño como del deleite de un rubí al encantamiento de una perla. Despiertos, precisamos la cítara; dormidos, remedamos la palpitación nebulosa de las cuerdas. ¿Qué hacemos sino vivir en un donjuanismo trascendental?

Eso hizo Nervo en grado heroico, trenzando con la facultad heliotrópica la potencia nocturnal, y ésa es la clave de su rango. En consecuencia, mi impasibilidad ante su muerte es el polo contrario a la apatía, es la fusión hímnica de las energías reverenciales.

Nuestra dicha reside en que el rotundo universo, lejos de ser razonable, cada mañana resucite investido de la radical intriga de esas herméticas que nunca hemos sabido poseer con destreza. Si del misterio nos alimentamos, que se tupa hasta en los episodios que el criterio ramplón juzga averiguados. ¿Por qué nos hechiza un brazo? ¿Por qué algunos estadistas predican lo sublime pedestremente? ¿Por qué el pez rojo no se despinta en el agua? Al tomar un baño ruso, asistí, en un atardecer, a uno de estos enigmas, fundamento del sabor de la vida, explicados de antemano por las gentes insulsas. Bajo los focos incandescentes, un caballero sujetaba a un pequeñuelo suyo para obligarlo a recibir la regadera; el niño, aleteando con el brazo libre, lloraba simpáticas desesperaciones; seis bañistas se interrumpieron, para contemplar en una inmovilidad indefinida, el drama de la ranita. Aquellos hombres tenían encima citas galantes, negocios y rosarios, y todo se olvidaba merced a una miniatura de Adán. ¿Cómo el hombrecito gemebundo podía parar, con su pie de alfeñique, la codicia, la oración y el placer?

En tal bruma, trivial por sus figuras exteriores, ingente por su médula, respira la poesía moderna, satisfecha de sus sobresaltos sin pausa. Nervo respiró, como pocos, en la deliciosa congoja de confundir todas las nociones de cultura en el esqueleto de lo vital. La cabellera de Leonor, los duelos danzarines, los saraos mortales, la gitana de Praga, la sonoridad del ataúd materno, el sollozo del viento en la torre, el portal y el huerto llovidos, la neurótica enlutada, la estrella de Belén, las hostias perseguidas del mártir, las cornejas en el desván, el crucifijo y la pistola, Luis de Baviera, el alma de las tumbas, las caderas rítmicas de Adela, el edén escondido en los pliegues de la sombra, los misales y los cuatro coroneles de la reina, forman el repertorio del prestidigitador, su repertorio de alucinantes vértebras.

Su seña particular es la coquetería. Embozada, impropia para convertir los bastones en víboras; apta para sacar del tintero lunas bienhechoras. Sus suertes, dinámicas todas, se disimulan en giros dóciles, emanados de la penumbra seminarista y fomentados en la curvatura de la experiencia patética. Uno de sus recursos capitales estriba, justamente, en fingirse imperito. «¿Cómo creer, marquesa, que vuestro afán responda a mi afán?». Aquí se oculta la espada, como bajo el manto de los obispos feudales. Esta marquesa, ante quien él comparece agobiado de ineptitudes, es representativa de las almas que lo leen, marquesas cautivadas por el sortilegio de su peligrosa modestia.

En la técnica y en el fondo, su poder consiste en su maña. Hay númenes que imperan gracias al violento azafrán; él impera porque es el bachiller que conoce la combinación de la caja de caudales.

Vano sería honrarlo por elocuencia. Derrotó a la palabra, ciñéndose a decir lo que nacía de la combustión de sus huesos. Satisfizo el calosfriante deber de erizar los cabellos al roce del rito funámbulo. Jugó los bastos asirios, las copas de Pompeya, las espadas vigilantes del Santo Sepulcro y los oros gandules. Lo honramos por justicia.

Te honramos porque barajaste los cuatro horizontes como las cuatro letras con que se escribe la Vida. Te honramos, oh mago, porque en el ejercicio espeluznante de la belleza necesitamos robustecernos minuto a minuto. Porque la insidia de lo torpe no cesa. Porque la miseria se obstina en degradarnos. Porque al huir del firmamento visible un luminar, los heliotropos de las almas han de exhalarse. Óyenos y fortifícanos.





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