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ArribaAbajo- XIX -

Inauguración del teatro para los niños


Antes de lo que yo mismo imaginaba, el teatro para niños, de que recientemente hablé a usted, pasó del proyecto a la realidad.

El 20 de diciembre, y en el hermoso y elegante teatrito del Príncipe Alfonso, efectuóse la primera representación, con el éxito más franco y simpático que pudiera desearse. El día mismo de la inauguración, el ilustre Benavente decía en una de sus sabrosas crónicas de El Imparcial: «Hoy empezará sus representaciones el Teatro para los niños. Nada diré de sus principios, por tener yo tanta parte en ellos. Otros autores vendrán después que justifiquen el elogio. Por ahora baste con alabar la intención y agradecer a la compañía del teatro y a su director, Fernando Porredón, el entusiasmo, la fe ciega, el desinterés absoluto puesto al servicio de la idea. En compañías de pretensiones y en empresas de fuste, no es tan fácil encontrar todo eso.

«No se aspira a la perfección ni mucho menos; es un ensayo, un modesto ensayo de un teatro en que los niños no oirán ni verán nada que pueda empañar la limpieza de su corazón ni de su inteligencia. No saldrán de allí con adquisiciones preciosas en su vocabulario, como la vértiga», la «órdiga» y otras expresiones. No se iniciarán en los encantos del garrotín y del molinete.

«Si la idea fracasara y yo tuviera la conciencia de que no era por culpa mía ni de cuantos han de ayudar y servir en la empresa, hago voto solemne de escribir, en desagravio de mi error y agravio de lo ajeno, una «cachunda» de gran espectáculo, que dedicaré a cuantas y cuantos se lamentan de la inmoralidad en el teatro».

A pesar de la ligera tinta de irónico pesimismo que se trasluce en las líneas anteriores, la idea ha prendido y el éxito es para alentar a cualquiera. Claro que se necesitan autores que ayuden a Benavente; ¿pero podrían faltar en esta España, tan fecunda en obras teatrales, unas cuantas para los niños, para los que son la verdadera España nueva?

Que el éxito es sólido pruébanlo no sólo presunciones afectuosas como las mías, sino afirmaciones amplias de la crítica madrileña.

José de Laserna, el sagaz crítico de El Imparcial, refiriéndose a la inauguración del Teatro para los niños, dice:

«Una hermosa iniciativa de Benavente comenzó a realizarse ayer, y con tanta fortuna y tan brillantísimo éxito que, apenas comenzada, pudiera decirse que está ya concluida.

No ha sido un ensayo con la vacilación y la inseguridad de los tanteos en las primeras pruebas de una obra magna, casi sin precedentes: ha sido la obra misma que surge perfecta, en cuanto cabe la perfección humana, del genio creador de tantas obras admirables.

Hágase el teatro, dijo, y el teatro fue hecho.

Ya tienen nuestros ingenios y nuestros poetas la pauta que seguir y el modelo a quien imitar, y, a su imagen y semejanza, la conquista de los más frescos laureles y los más puros sufragios a que puedan aspirar los sabios y los buenos.

«Que los niños se diviertan y que los grandes no se aburran». Ahí es nada, hinchar... esta fórmula. Ayer los grandes y los chicos se confundieron en el mismo deleite y todos a una aclamamos al supremo hacedor de tan encantadores mundos de poesía, de ternura y de gracia, de compasión y de piedad también.

Las tristes realidades humanas que en la comedia primera, ya elocuente en su titulo -Ganarse la vida-, nos mueven a la conmiseración de los explotados y los oprimidos, ofrécense como contraste a las ideales fantasías de El príncipe que todo lo aprendió en los libros.

Ganarse la vida, es una preparación, un anticipado reverso de El príncipe azul, y así estas dos caras de una misma medalla se completan en un todo indivisible de continuidad.

Perdón, Juanito; perdón, Mariquita, si me pongo pedante y os hablo un lenguaje que, afortunadamente, no comprendéis. Es que yo soy ya grande; y esto, el hacerse grande, es una cosa que da lástima que les pase a los chicos, según acaso hayáis ya leído en alguno de los siete u ocho kilos de libros con que os veo ir cargados todos los días al colegio.

Fijaos en el príncipe azul, el que todo lo aprendió en los libros y no aprendió nada, y lo comprenderéis. Lo mejor que aprendió aquel príncipe bueno, generoso, valiente, fue en la vida. Los libros, casi todos los libros, andan todavía por un lado y la vida por otro.

Pero es preciso que os fijéis en aquellos dos pobres niños «que se ganaban la vida» en casa de sus avaros y descastados tíos, y no les pongáis polvos de pica pica ni les tiréis pellizcos como su primo el rico, y compadeceos por la severidad con que se les trata y amadlos por la bondad de su corazón y por el filial sacrificio que hacen escribiendo a su madre lo contentos que están, lo bien que lo pasan... y lo escriben llorando.

Luego veréis al príncipe azul «que realizó sus ensueños porque creía en ellos».

Las hadas generosas que buscaba, los monstruosos ogros que temía y que los libros le enseñaron, no existen; pero hay hadas y hay ogros, unas que venerar y otros que destruir, porque éstos son los verdaderos ogros que se tragan las casas y las tierras de las víctimas de sus sórdidas garras, y aquéllas las verdaderas hadas que infunden el ánimo, la nobleza, el bien.

La ciencia, ¡ah, la ciencia! Cuando el príncipe ha de escoger, perdido en el bosque, entre dos caminos, su preceptor, eminente, vacila. La carta geográfica no está clara. Pero era que el preceptor saltó dos líneas. La ciencia no se equivoca nunca. Los que se equivocan son los sabios, lo cual no es igual, aunque viene a ser lo mismo...

Decir la luminosa fantasía, la poética inspiración, la ironía sin hiel, la gracia infantil, la fluyente ternura que Jacinto Benavente derrama a raudales en este cuento de El príncipe azul, con ingenuidades de Perrault y ráfagas de Shakespeare, no sería posible más que reproduciéndolo entero. Y ni aun así, porque la acción escénica, la plasticidad de las figuras, los trajes, las luces y las «láminas» que como apropiado y deliberado ornamento semejan la decoración, realzan y avaloran lo positivo y lo irreal que en tan armoniosa ponderación y tan igual intensidad en este precioso cuento nos regocijan y nos conmueven a todos, porque ni es grande para los chicos, ni chico para los grandes. He aquí la fórmula.

Niños y poetas...

No me atrevo a decir: ¿qué más da?

Temo que Nanito, Polito y Rucito, tres niños -¡qué niños!- abandonados al «cine», me motejen de cursi...

Pero, en fin, los poetas en verso -como el poeta en prosa- cantaron ayer el nacimiento del nuevo teatro.

Curiosidad, de Catarineu, es un pedazo de corazón y un primor de arte. Catarineu tiene hijos. Es poeta. ¿No he dicho ya bastante?

Te voy a contar un cuento, de Rubén Darío (que leyó muy bien Nilo Fabra), tiene todo el preciosismo, toda la armonía y todo el ritmo de la musa principesca y fantasista del exquisito vate americano.

A los niños, de Marquina, es una poesía cálida, vigorosa y transcendente, que leyó su autor con la misma sincera emoción que palpita en sus versos, y que se nos transmite dulcemente.

Porredón, que hubo dado lectura a la composición de Catarineu, lo hizo de la de Campoamor El buen consejo, para digna coronación de esta parte de la fiesta, que acogió el público con calurosos aplausos y demanda de repeticiones. Fabra y Marquina leyeron dos veces.

Todos los actores de la compañía rivalizaron en su trabajo, y ténganse todos por beneméritos en tan nobilísimo empeño, así como el escenógrafo Muriel, hijo, y la empresa y dirección que tanto entusiasmo han puesto en el Teatro para los niños.

Mas el primer vencedor de ayer fue Benavente. Se le aclamó, se le ovacionó, se le dieron vivas.

Ahora... Hacen falta más niños.

Pero, por Dios, que no vayan Nanito, ni Polito, ni Rucito, que se van a aburrir».

Ya ven ustedes cómo esta crítica, en la que hay amenidad y gracia liberalísimas, me evita decir a mi vez la impresión que produce la bellísima obra inaugural intitulada El príncipe que todo lo aprendió en los libros, que acierta a embelesar de la propia suerte a los niños grandes y a los niños chicos. Pero no es sólo José de Laserna el convencido, el que alaba con elogios cálidos, el que cree en el triunfo de la idea empollada por el ilustre autor de Los Intereses Creados; otro crítico, el de El Liberal, dice bellamente, con generosa comprensión alentadora:

«Benavente es un ser excepcional. Lo que él discurre, siente y expresa, se sale de las reglas que gobiernan la vida.

Al solterón impenitente, que atento a su propio bienestar huye del matrimonio para evitarse asperezas y sinsabores, le suelen molestar los niños.

No disculpan sus travesuras, ni tienen nunca para ellos un amable perdón.

-Los niños, a la cama -dicen si es de noche.

-Los niños, lejos. Nunca con las personas mayores -exclaman de día.

La cuestión es no ver nunca a los niños. Ellos saltan, chillan y molestan; se alteran los nervios, se perturban las digestiones. ¡Y luego lo que hacen sufrir cuando caen malitos!

Nada, nada de chicos, ¡Que los aguanten sus padres!

Benavente es soltero, y, sin embargo, ama a los pequeñuelos. Y ahora da en la diabólica idea de construir un teatro de niños, donde, sin que se aburran las personas grandes, empiecen los chicos a ver la vida tal cual es, conduciéndoles de la mano por una senda de saludable alegría, que al mismo tiempo les sirva de beneficiosa enseñanza.

¿Qué guía a Benavente en su admirable intento? ¿El amor a los niños? ¿Será acaso una satisfacción a la mujer, que instintivamente odia al solterón porque fue invulnerable a los ataques de Cupido?

Yo creo que Benavente no siente remordimientos por nada; y si va a esto del teatro de los niños, es porque tan alto ingenio, antes que dramaturgo, es un poeta de exquisita sensibilidad y busca en el amor a los niños un manantial de inspiración, que otros grandes poetas hallaron en las flores, en el mar o en las estrellas.

Esto es el Teatro de los Niños, inaugurado tarde en el lindo coliseo de la calle de Génova con brillante éxito. La obra de un poeta. De un gran poeta, que ama la vida en su más hermosa manifestación. La idea es bellísima. Si fracasa en su noble intento el eximio autor de Por las nubes, no será suya la culpa. Es una obra que requiere el concurso y la ayuda de muchos. Benavente, aun siendo formidable el empuje de su talento, no podría por sí solo convertir el proyecto en realidad. Es indispensable que los Quintero, Linares Rivas, Marquina, Catarineu, Palomero y otros buenos poetas secunden al esclarecido autor y hagan teatro para los niños. Entonces, sí; entonces el triunfo será seguro, y mientras los pequeñuelos ríen y se divierten, los grandes saborearemos las infinitas bellezas que en sus «producciones infantiles» pondrán los poetas.

Ayer mismo experimentamos dulcísima emoción, suave y tierna alegría con el cuento de Benavente El príncipe que todo lo aprendió en los libros. Cuento primoroso, preñado de una amable ironía hacia esas fantásticas narraciones que embelesan a los niños y de las que «echamos mano» cuando, rebeldes a nuestros mandatos, procuramos infundirles pavor con ogros, brujas, hadas y príncipes encantados.

Los niños se divirtieron mucho con el cuento de Benavente. En los grandes produjo verdadero asombro el ingenio de este hombre, que en tan diversas formas se ofrece a la admiración general.

El teatro de los niños está en marcha...».

Sí, en marcha está, en efecto; y hasta yo, el único hombre de raza española que no lleva quizá en el bolsillo una pieza en tres actos, si alguna vez he sentido tentaciones de escribir para el teatro, es ahora que se trata de coadyuvar a la óptima obra de Benavente.

Me consuela, sin embargo, la idea de que en otros géneros algo y aun algos he pensado y publicado para los niños y de que toda la producción de mis últimos años puede ponerse sin recelo entre sus leves manos impacientes y bajo sus diáfanos ojos curiosos llenos de porqués.

NOTA.-El anterior informe se cerró en diciembre. Ahora, en enero, el teatro para los niños ha sido reforzado con una bella pieza más, debida por cierto a un americano, al joven y vigoroso escritor peruano don Felipe Sassone.