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Altamira y el espíritu de colectividad


Cuando este Informe llegue a México, el ilustre Rafael Altamira habrá dejado ya nuestras playas; pero su noble tarea de desinterés, fraternidad y cultura latinos empezará a producir sus frutos.

Altamira no ha ido a América por su espíritu de lucro (el viaje constituye quizá para él un sacrificio), ni por deseo de gloria. Ha ido «representando un movimiento de opinión»; ha ido a tender un puente entre las ideas jóvenes y vigorosas, entre los deseos de cultura moderna, que bullen de uno y otro lado del mar, en los espíritus hispanoamericanos.

La característica esencial de este sabio, tan moderno y tan hondo, es el despego de su yo, el desdén de la gloria personal, el amor a la obra colectiva.

Bueno será que recordemos sus palabras en la Universidad de Oviedo, cuando con un banquete fraternal y filial lo despidieron los profesores y los alumnos.

«Días ha -dijo- que me conmovió profundamente un espectáculo grandioso: un artista aclamado por la muchedumbre que llenaba el Coliseo de Campoamor. Un hombre era en aquel momento el intérprete de los sentimientos de una multitud que como él pensaba, que como él sentía; pero si es muy grande verse aclamado por las muchedumbres es más grande todavía ver que al paso de un hombre por la vida se ha dejado una huella en sus semejantes, que la semilla desparramada no se ha perdido, que algo germina en los corazones que se debe a una obra personal. Yo tuve y tengo la dicha de alcanzar lo que deseaba: veo algo mío en otros, veo que mis semillas no cayeron en erial, y puedo decir con orgullo: «Esto es mío». Esto es lo que me enseña este banquete que yo acepté con todos mis amores.

Pero entiéndase bien: si el banquete significara solamente una adhesión a mi persona, yo no lo aceptaría. La propia personalidad nada vale: nada es, si no encarna en ella un movimiento colectivo. Esto lo es todo y aquélla sólo es necesaria como instrumento indispensable de la encarnación, ante la cual hay que rendirse por costoso que sea.

Algunas veces me pregunté a mí mismo: ¿No sería mejor trabajar silenciosamente en mi cátedra, ser erudito, satisfacer el deseo de saber más; no sería mejor que emprender esta cruzada digna de más grandes héroes? De joven también yo luché por mi éxito, por la supremacía de mi «yo», pero luego me sentí irresistiblemente atraído por cuanto significaba obra social, obra colectiva.

Es verdad que voy a América porque tengo fe en España, como decía nuestro compañero Valdés; pero entendámonos: ¿de qué España se, trata? Si de la España política, de la España de luchas y divisiones, en esa no tengo fe; pero sí tengo fe en el espíritu español, en ese espíritu grande y generoso que tanto se distingue por su amor a la justicia, y que reverdece vigoroso en América, a la cual podemos considerar, no como una tierra extraña, sino como nuestra nueva casa, en donde vibra el espíritu español que allí luchó por el ideal que, aunque equivocado, era grande y hermoso.

Tengo gran fe en la juventud que trabaja, no en el estudiante que sólo persigue el sobresaliente y un título; no en quien se contenta con aprender los programas de las asignaturas, que eso poco significa. No creáis que mis mejores discípulos, mis verdaderos discípulos son éstos, sino los que obedecen a una orientación arraigada, aquellos en quienes germina una dirección adquirida en su convivencia con el profesor. La obra de estudio de programas y asignaturas se disipa, es obra muerta; lo que queda, lo que permanece es la influencia que determina el rumbo de la vida.

Yo os aseguro que toda vida, por humilde que sea, tiene su día de fiesta, día que no debemos buscar, sino esperar, como decía Leopardi, para que en ese día, cuando el mundo os reclame, podáis decir: aquí estoy. Procurad llevar a cabo la máxima de los educadores ingleses, que es, hacer caballeros antes que sabios, hombres desinteresados y que odien la mentira antes que hombres egoístas e hipócritas.

Voy a América, no por mi éxito personal, sino representando un movimiento de opinión: sea o no un fracaso nuestra idea (hay derrotas que honran tanto como una victoria), siempre quedará la gloria de nuestra iniciativa, gloria que en absoluto corresponde a nuestra Universidad, y, como representación de ella, a su ilustre rector.

Si alguna vez se, apodera de mí el desaliento en esas horas de desmayo que a veces nos amargan la vida, bastará para reanimarme el recuerdo de mis estudiantes, que tanto se interesan por mi obra».

*  *  *

«La propia personalidad no vale nada, nada es si no encarna en ella un movimiento colectivo. Éste lo es todo, y aquélla sólo es necesaria como instrumento indispensable de la encarnación, ante la cual hay que rendirse por costoso que sea».

He aquí, pues, el sencillo programa de este hombre culto y bueno, y he aquí también incluida la razón por la cual los pueblos latinos avanzan tan poco.

No hay más que dos tendencias en el mundo: la personal y la colectiva.

Existen dos clases de seres: los que buscan el medro, el triunfo, la preeminencia de su propio individuo, y los que suman su yo a la colectividad identificándose con los fines de ésta. Los segundos son los que realizan las grandes cosas, los que fundan los grandes pueblos, los que hacen triunfar las bellas causas. Ejemplos: el Japón, Alemania, ciertas comunidades preponderantes; a pesar de todo, como la Compañía de Jesús y los sindicatos modernos, que se están imponiendo en Europa a todas las hegemonías sociales anteriores.

El hombre es superior a la amiba porque constituye una confederación de células abnegadas (valga el calificativo) que no tienden más que a un gran fin común.

Toda asociación se convierte en intensidad de vida, y cuanto más los individuos se diluyen en la colectividad, más reciben de ésta, que al engrandecerse los engrandece.

Altamira posee este espíritu de colectividad vastamente desarrollado... Pero, hay que confesarlo, se trata de un temperamento privilegiado, que tiene algo de ascético, en el buen sentido, es decir, que se somete voluntariamente a la severidad de una sabia disciplina. Y temperamentos así son excepcionalísimos en nuestra raza.

Los latinos vivimos y morimos luchando desesperadamente por el triunfo de nuestra pequeña personalidad. La raza, los intereses comunes, la educación nacional, la cultura intensiva... Bueno, son bellas cosas; pero lo esencial es que triunfemos nosotros: el Estado está hecho para el individuo.

Veamos, por ejemplo, al hombre intelectual. Le oiréis hablar con frecuencia de altruismo, de la instrucción de las masas, del bienestar de la colectividad; pero en el fondo esto le importa un comino. Lo que él desea es que sus libros se lean y que su nombre vuele de zona en zona. Si predica ideas nuevas no es por revolucionar con ellas, sino porque hieren el sentimiento usual, la mentalidad media de los otros, y así llama la atención.

Qué pocos escritores de nombre, qué pocos poetas han tenido, por ejemplo, el santo valor de dedicar su obra a los niños, de pensar y escribir sólo para ellos, aun disminuyendo, a fin de ser comprendidos, la altura de sus ideas, desmigajando sus pensamientos como Víctor Hugo, a quien no le impidió, por cierto, ser un grande hombre ¡l'art d'être un grand pére!

Y lo propio pasa con los músicos, con los arquitectos, con los pintores, etc.

Todos quieren hacer de la Patria un pedestal para su gloria, encaramarse a ella para que los vean de fuera, y con frecuencia se duelen de que el pedestal es aún harto pequeño... pero sin curarse jamás de fundir su esfuerzo al de los hombres de buena voluntad, para agrandarlo. Yo -y perdóneseme que me cite a este propósito por venir el ejemplo tan a pelo-, desdeñando mi reputación literaria y lo que pudiesen decir de mí los tres o cuatro amigos exquisitos e inenarrables que tengo, escribí en cierta ocasión un libro de cantos escolares, graduados, porque me dolía oír las coplas y refranes, llenos de una deplorable chabacanería, que cantaban los niños de México.

Un editor consintió en publicarlos... pero faltaba la música y no fue fácil hallar un músico mexicano que tuviese tiempo de componer cuarenta o cincuenta melodías simples y apropiadas.

No es raro, en cambio, que músicos y poetas compongamos con títulos y aun con letras y asuntos extranjeros cosas inútilmente bellas, que en Europa no se han de conocer y que en México no pasarán de los libreros y atriles de cuatro o cinco señoritas que manejan idiomas.

Y es que los intelectuales mexicanos solemos creer aún que lo que más nos interesa es dilatar nuestro nombre por el viejo mundo, formamos una reputación europea, pedir -a veces humildemente- a los extraños que se dignen creer que tenemos talento, sin pensar que la Patria requiere trabajo abnegado y obscuro, celo constante por la raza y no reputaciones y nombres sonoros, que no nos sirven ahora para nada, porque con nombres y reputación ni se educan nuestros indios, ni aprende a pensar nuestro pueblo, ni hemos de llegar a ser una gran nación.

...En cuanto al libro de marras, el editor y yo, tras haber logrado la colaboración fragmentaria de un maestro harto inspirado, pero también harto pobre y que por pobre hubo de abandonar la metrópoli, tuvimos que dirigirnos a un europeo -para que pusiese música a cantos escolares mexicanos-; pero al fin nos dolió esto, y el malaventurado librejo quedó guardado en un cajón para cuando haya un maestro mexicano- y lo habrá, sí, señor, lo habrá; yo, metido a optimista, lo he de ser incorregible-que arriesgue su reputación por incurrir en el vitando calificativo de «popular» y escriba música para los niños, para los que han de ser el México de mañana2.

Si dirigimos nuestra mirada a los arquitectos de la gran familia hispana -y conste que exceptúo aquí los de México porque soy enemigo de que mis afirmaciones, impersonales por excelencia, se juzguen alusivas -descubriremos en ellos un personalismo no menos deplorable.

Por tener ideas propias, algunos de ellos nos están llenando el continente de edificios de un gusto generalmente pésimo; todo menos imitar a los clásicos.

Los grandes maestros del tiempo de Luis XIV, Luis XV y Napoleón, los Mansard, los Hardouin, los Soufflot, los Giraldini, los Lemercier, los Louis, los Chalgrin, los Poecier y los Fontaine, jamás vacilaron, sin embargo, en inspirarse en la antigüedad serena, para edificar maravillas como el Panteón, como el Palais Royal, como el arco de la Estrella y el del Carrousel, como la plaza y la columna Vendome, como el Palais Bourbon, como la Magdalena, como el gran teatro de Burdeos, como la magnífica columnata del Louvre que mira hacia San Germán d'Auxerrois, como la infinidad de castillos de las márgenes del Loira. Y por eso Francia es la nación de los palacios y de las maravillas. En cambio, los hispanos-americanos, salvo honrosas excepciones -y entre ellas (aludiendo para el elogio ya que no aludo a nadie en la censura) bien está que cito el hermoso monumento de nuestra independencia que se erguirá, el de hombres ilustres, severo y noble, y el palacio de correos-, los hispanos-americanos, digo, preferimos edificar piezas de confitero, churriguerías deplorables, con tal de tener «estilo propio», como si un Tolsa no lo hubiera tenido al crear la admirable escuela de Minas.

...¿Pues y los pintores? ¡Pero a qué insistir! Altamira lo ha dicho: la propia personalidad nada vale si no encarna en ella un movimiento colectivo. Obtengamos de la visita de este español ilustre a la América latina el fruto de un poquito de altruismo intelectual. No nos avergoncemos de volvernos como niños para que un día los niños puedan volverse hombres. «Y si no os volviereis como estos pequeñitos -dijo Jesús- no entraréis al reino de los cielos».

Aquí se trata de entrar también en el reino de la tierra que es el reino de la cultura.

México será grande el día en que dentro de cada uno de los intelectuales mexicanos haya el espíritu de un maestro de escuela.