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La felicidad

Concepción Gimeno de Flaquer





¿Dónde te hallas, veleidosa sultana, que llevas sobre ti las armonías de tus serrallos, bella hurí que te engalanas con las dotes de tu harem, diosa deslumbradora, maga encantada, do vas, por qué huyes?

Todos te anhelamos con el ardor que anhela la sedienta caravana a la benéfica nube que le ofrece lluvia consoladora; todos queremos guardarte en nuestro seno, cual guardaban las nereidas los tesoros del océano. Te buscan la infancia, la adolescencia, la senectud; ni la nieve de los años extingue en el corazón del anciano el deseo de poseerte. Mas ¡ay! gastamos nuestra existencia corriendo desolados con los brazos abiertos hacia ti, y no estrechamos nada.

¿Eres vana quimera, sueño de hadas, fantástica visión, vagaroso celaje, sombra indecisa envuelta en aéreo cendal, o eres realidad? ¿Qué eres?

Tierna compañera de nuestras horas de alegría, apareces brindándonos sonrisas inefables. Fiel amiga de nuestros momentos de ventura, te muestras plácida y cariñosa, haciéndonos saborear un néctar más dulce que la ambrosía ofrecida por la ninfa Hebe a los dioses del Olimpo. Mas ¡ah! cuán grande es tu inconstancia, misteriosa deidad, ondina juguetona, sílfide caprichosa. En las noches lúgubres de insomnio nos abandonas, y si rasgas las gasas que te velan, es solo para humillarnos con tu altivez al alzarle soberbia sobre el fúlgido solio de tu flotante alcázar. En tu rápida fuga sueles regalarnos una sonrisa; pero es la sonrisa irónica y mordaz del sarcasmo; es tu triunfo y nuestra derrota, pues al partir nos dejas las ilusiones hechas pedazos, y estas las conviertes en alfombra de tu microscópico y alado pie.

¿Qué huellas deja el Estío de su pasado encantador? Ninguna.

El árbol queda desnudo, el vergel sin flores, la brisa sin perfumes. Y tú ¿qué dejas?

La soledad, el vacío, la aridez, y un desengaño que nos hiela, que marchita nuestro corazón, cual troncha el mortífero soplo del simoun al inocente lirio que erguía su corola en el oasis africano.

¡Oh, por qué adherirnos a la felicidad, si tan efímera, si tan pasajera es! Nos ilumina un momento, y pronto nos sepulta en crepúsculo umbrío, porque la felicidad es una esencia que se evapora, huye veloz cual la carroza de una divinidad en alas de los vientos, se desvanece con la rapidez de la estela surcada en el mar por la velera nave.

Mariposa de bellos cambiantes, la felicidad es versátil cual ella; mas aunque su volubilidad no fuera tan grande, nos sería imposible ser completamente dichosos.

Para llegar al pináculo de la dicha es preciso subir una escalera, cuyos peldaños no se araban nunca.

¿Sabéis cuál es esa escalera?

Nuestra ambición.

El opulento, el que disfruta goces halagadores en el suntuoso palacio que sus riquezas le proporcionan, no creáis que es completamente feliz; siempre falta algo a su ventura; pues, como ha dicho un hombre muy eminente, por más que suba el que se halla sobre las alas de la fortuna, la felicidad está siempre más arriba.

Los bienes materiales no pueden constituir la felicidad.

Creednos: el hastío es la desdicha de los afortunados.

La sociedad se engaña frecuentemente al apellidar felices a los que ríen. ¡Cuántas veces puede sorprender el observador más lágrimas en una carcajada que en un raudal de llanto!

El agua está serena encima de la catarata, y muy turbada y revuelta en el fondo.

Hay ojos que sonríen y labios que lloran.

Una sonrisa forzada es una lágrima en los labios.

También se vierten lágrimas en la ventura cual en la pena; pero las lágrimas que hace verter la dicha son la extrema sonrisa del placer.

Hay sonrisas amargas cual las aguas del río Aqueronte, frías como la hoja de un puñal, fúnebres cual la mirada de un moribundo.

Un hombre que ríe mucho es un desesperado que quiere aturdirse y engañar a los que le rodean.

Para no quedar aislados es preciso fingir ventura.

Todos temen el infortunio como a peste contagiosa.

Teniendo la cadena de la vida pocos eslabones de dichas y muchos de pesares, rara vez hay motivo de alegría, pero ¿qué importa? es preciso reír.

La risa es la pantalla, la máscara del dolor.

Nuestro tirano inflexible, el amor propio, nos hace ocultar muchas veces una nube de lágrimas tras un diluvio de sonrisas perfectamente dibujadas. Renunciemos a la felicidad de esta vida, y vivamos de esperanza hacia la otra, hacia un mundo mejor.

Es más bella, tiene encantos más indescriptibles la esperanza que la posesión. Muchas veces al tocar la meta de un vehemente deseo, nos encontramos con una realidad que no es más que un feo esqueleto embellecido con el deslumbrador ropaje que le presta la imaginación.

Los poetas, esos seres privilegiados, cuyo genio poderoso les permite poetizar hasta lo más vulgar, han hecho notables apologías, brillantes hipotiposis de la felicidad; mas a pesar de verla siempre, jamás la han alcanzado.

Con el cántico en los labios y la tormenta de las pasiones en el alma, solos con la lira y el laud, vagan errantes buscando un ideal sublime, y tropiezan a cada paso con un mezquino desencanto que les aterra, que les hiere con saña impía.

No queramos cruzar los mares procelosos de la vida en la góndola del placer, pues es tan frágil, que un viento contrario puede estrellarla contra la más dura roca.

Somos flores que nacemos hoy para agostarnos mañana, y en el corto espacio de esta parodia del vivir que llaman existencia, el rocío nos acaricia una hora solamente, siendo azotadas por el huracán, marchitas por el sol y arrastradas por el furioso vendaval durante las demás horas.

A nuestra débil naturaleza no le conviene un perpetuo estado de felicidad.

La felicidad es un opio: en poca cantidad fortalece, pero en gran dosis aniquila, envenena.

El hilo de la vida se aflojaría, dice Pitágoras, si no estuviera mojado con algunas lágrimas.

Para vivir más tranquilos no debemos consultar a nuestro corazón en las épocas de amargura, pues es un cronómetro tan inexacto, que nos marca lentas e interminables las horas del dolor, y muy breves las gratas y placenteras.

El infortunio puede sernos útil, si lo convertimos en precioso escabel que nos acerque al cielo.

El tiempo de la adversidad es la estación de la virtud.

El alma no puede sustentarse con las felicidades de este mundo, felicidades míseras y pequeñas que siempre compra demasiado caras.

Por eso cuando está agitada el alma y cansada de las luchas y decepciones, suspira por su eterna mansión, no puede soportar el ostracismo de esta vida expiatoria; muertos sus deseos terrenales, la única aspiración que alimenta es remontarse a la patria celestial, al empíreo de los espiritas puros.

La felicidad suprema, la absoluta, la verdadera, busquémosla en regiones más elevadas, guiados por la antorcha de la fe, pues en este mundo no la hemos de encontrar.

¡Lo finito no puede estrechar en sus redes a lo inmortal!





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