Escena
I
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RICARDO, sentado.
Un momento después, LEOCADIA.
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RICARDO.- ¡Qué desdicha!,
¡Amparo, luz de mi alma! ¡Cuánta felicidad
soñada! ¡Qué realidad tan horrible! ¡Su
razón oscurecída para siempre! ¡No, no es
posible!... ¡No me convenzo! ¡Mi vida, mi
ilusión!... (De pronto.)
¿Quién anda. ahí?
|
LEOCADIA.- Soy yo.
|
RICARDO.- (En tono
duro.) ¿Qué deseaba usted?
|
LEOCADIA.- Nada. (Con
timidez.) Si..., deseaba saber cómo sigue
Amparo.
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RICARDO.- No lo sé... Lo mismo.
Seguirá lo mismo.
|
LEOCADIA.- No, me atrevo a entrar en su
cuarto.
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RICARDO.- No entre usted. Mientras ella no la
llame a usted, no entre usted. Yo no puedo mandar.... pero es un
consejo que le doy por el bien de todos... y, sobre todo, de
ella.
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LEOCADIA.- Yo quise marcharme de esta casa...,
porque bien comprendía que mi presencia le hacía
mucho mal a Amparo... No sé por qué..., pero ello es
así.
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RICARDO.- Sí, señora; mucho
mal.
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LEOCADIA.- Me quedé... porque la misma
Amparo se empeñó.
|
RICARDO.- Lo sé.
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LEOCADIA.- Hay momentos en que parece odiarme...
y tengo que huir de su vista. En cambo, otras veces me llama, y.
tengo que estar junto a ella..., muy pegadita, muy pegadita..., y
si no acudo pronto, ¡qué desesperación la
suya!... ¡Qué gritos desgarradores! Un verdadero rapto
de demencia; mejor dicho, de furia.
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RICARDO.- Es verdad... Es verdad...
(Se levanta y se pasea nervioso.)
|
LEOCADIA.- ¿Conque los médicos
dijeron que no se la debía contrariar en nada? ¿Me
rechaza? Pues huir de ella. ¿Me llama? Acudir obediente a su
voz. Y eso hago; y aquí estamos hace tres días.
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RICARDO.- Tres siglos de dolor y de
angustia.
|
LEOCADIA.- Ahora me llama; aquí me quedo.
(Se acerca a RICARDO, y se miran
fijamente.)
|
RICARDO.- Leocadia, soy franco y leal; me
repugna toda hipocresía.
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LEOCADIA.- Eso ha dicho siempre Ángeles,
eso creía la, pobre Amparo.
|
RICARDO.- Leocadia, cuando vemos mucha luz, de
algún foco viene. Cuando la peste lo invade todo, en
algún punto empezó. El mal y el bien tienen un
origen.
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LEOCADIA.- Creo que tiene usted razón,
pero no le comprendo.
|
RICARDO.- Más claro. Esta enfermedad,
esta locura, esta desdicha de mi Amparo, no es
espontánea..., no la ha mandado Dios como castigo o
cómo prueba. Es obra, es infamia de los hombres.
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LEOCADIA.- ¡Quién sabe!
|
RICARDO.- ¡Yo lo se!
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LEOCADIA.- ¿Y quién es el
causante?
|
RICARDO.- Eso no lo sé. Al menos no estoy
seguro.
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LEOCADIA.- ¿Y por qué lo consulta
usted conmigo?
|
RICARDO.- No es consultar. Es decirle a usted lo
que tengo aquí, sobre el corazón.
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LEOCADIA.- Eso desahoga.
|
RICARDO.- ¡Más
desahogaría...!
(Conteniéndose.)
|
LEOCADIA.- ¿Qué?
|
RICARDO.- Nada. Pero mire usted. Leocadia..., y
continúo desahogándome, como usted dice.... yo no soy
un hombre exaltado ni romántico. Sé querer y
sé odiar; sin aparatosos alardes, perotanto como el que
más ame o más odie. Y yo «amo» a Amparo
hasta el punto de dar mi vida por ella. Y yo «odio» al
infame inventor de las calumnias que tienen a esa pobre criatura
como está. Le odio de manera que, si supiese quién
es, fuese grande o pequeño, fuerte o débil, fuese
hombre o fuese mujer, le juro a usted por mi nombre que su oficio
de calumniador había concluido.
|
LEOCADIA.- Es natural que sufra usted mucho y
que se exalte. Sufrir, todos sufrimos. Algunos nos resignamos;
otros, no.
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RICARDO.- Con mi resignación no cuente
usted.
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Escena
II
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RICARDO,
LEOCADIA, DOÑA ANDREA y CARMEN.
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CRIADO.-
(Anunciando.) Doña Andrea y la
señorita Carmen.
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LEOCADIA.- Que pasen. Recíbalas usted;
hágame ese favor; usted es como de la casa. Y yo no estoy
para nada. ¡Adiós, Ricardo, y cálmese usted,
cálmese usted!
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RICARDO.- (Aparte.)
¡Miserable!
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LEOCADIA.- (Aparte,
deteniéndose en la puerta.) Mi hija sufre,
pero tú también. ¡Ah! Penas hay en el mundo de
sobra para todos. (Sale. Entran ANDREA y CARMEN.)
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DOÑA
ANDREA.- Ricardo... (Dándole la
mano.)
|
RICARDO.- Señora... Señorita.
(A CARMEN.)
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DOÑA
ANDREA.- ¿Y Amparo?...
|
CARMEN.- ¿Está mejor?...
|
RICARDO.- No lo sé. Hace un momento
estaba, al parecer, más tranquila.
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DOÑA
ANDREA.- ¿Y ahora duerme?
|
RICARDO.- No duerme nunca; casi tres días
sin dormir.
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DOÑA
ANDREA.- ¡Ay, qué disgusto tan grande!...
Y aquella noche.... la de la boda..., ¿cómo
terminó la tristísima escena?...
|
RICARDO.- Señora.... no terminó.
Puede decirse que continua.
|
CARMEN.- ¿De modo que no se casaron
ustedes? ¡Ay, qué pena!
|
RICARDO.- Horrible, Carmencita. Amparo
siguió diciendo cosas extrañas; poniéndose
delante de ese fuego, donde se consumió no sé
qué papel.... defendiéndolo, gritando con voz
estridente, rechazándonos a todos..., desconociendo a su
madre... Y a mí... Y, poco más o menos, así
seguimos
|
CARMEN.- ¡Y de ese modo tres
días!
|
RICARDO.- De ese modo.
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CARMEN.- ¿Y ahora?
|
RICARDO.- Hace ya más de dos horas que no
se la oye. Pero el menor ruido me produce una sacudida nerviosa, de
que no tiene usted idea, porque pienso: «¡El ataque
otra vez, otra vez!» (Se pasea
agitado.)
|
CARMEN.- (A su madre, en voz
baja.) ¡Pobre Ricardo!
|
DOÑA
ANDREA.- (Con cierto
misterio.) Oiga usted...
|
RICARDO.- ¿Decía usted?...
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DOÑA
ANDREA.- Nada... (Mirando a CARMEN.) ¡Ah!...
Sí... ¿Cree usted que puede pasar Carmencita?...
|
CARMEN.- Yo bien quisiera.
|
RICARDO.- ¿Por qué no?
(Toca un timbre y aparece un CRIADO.)
Acompañe usted a la señorita Carmen al cuarto de las
señoras.
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CARMEN.- ¡Con qué gusto voy a
abrazarla!... ¡Cuántos besos nos vamos a dar!...
¡Yo la pongo buena, créame usted!... ¡La pongo
buena!... ¡Adiós!... (Sale con mucha
prisa.)
|
RICARDO.- ¡Qué buena es!
|
DOÑA
ANDREA.- Un ángel...
|
RICARDO.- Es verdad.
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Escena
III
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DOÑA ANDREA
y RICARDO.
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DOÑA
ANDREA.- Diga usted.... diga usted...; perdone usted
mis preguntas.... no son de mera curiosidad. ¡Es, que quiero
tanto a Ángeles y a Amparo!... (Se ve que la
come la curiosidad.)
|
RICARDO.- Señora, usted puede preguntar
lo que guste.
|
DOÑA
ANDREA.- Y diga usted..., Amparito, en esos
delirios..., o raptos..., o lo que fueren..., ¿qué
dice?.... ¿de quién habla?.... ¿a quien
acusa?
|
RICARDO.- Decir.... dice cosas extrañas.
Hablar.... ¿qué se yo? Habla de todo... Acusar... a
nadie acusa.... ¿a quién y por qué?
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DOÑA
ANDREA.- (Con curiosidad que no puede
reprimir.) Es claro... tiene usted razón.
Pero, en fin, durante esos accesos o accidentes, ¿qué
dice? ¿En qué se fija? ¿Qué
acontecimientos la preocupan?
|
RICARDO.- Los últimos accesos son muy
extraños; más tranquilos, pero más tristes que
los primeros. «Recorre rápidamente toda su existencia
pasada.»
|
DOÑA
ANDREA.- ¿Cómo es eso?... ¡No
comprendo!
|
RICARDO.- Se figura que es
«niña» y habla como «niña».
Luego se imagina que es «joven» y cambia su
«acento». Luego viene a estos últimos
años de su vida, y reproduce las escenas que más
impresión hicieron en su memoria. Al fin llega a la
«noche
cruel» de
nuestras bodas, y entonces su delirio es violentísimo.
|
DOÑA
ANDREA.- ¡Oh!.... ¡qué locura!...
Perdone usted, ¡qué desvarío tan singular!
|
RICARDO.- ¡Y tan doloroso!... Parte el
corazón, porque constantemente hay en sus palabras una
profunda tristeza, una amargura cruel.... ¡muy cruel!...
Perdone usted..., no puedo más. (Cae en un
sofá muy abatido.)
|
DOÑA
ANDREA.- Usted es el que ha de perdonar.... no
diré mi curiosidad, porque no lo es..., mi afán
cariñoso por todos ustedes.... que le ha proporcionado a
usted un mal rato. ¡Ah!..., pero aquí viene
Leandro.
|
RICARDO.- Sí..., ellos...
¿qué les habrán dicho los médicos?
|
DOÑA
ANDREA.- Ahora lo sabremos.
|
RICARDO.- No querrán decir toda la
verdad.
|
DOÑA
ANDREA.- Yo haré que la digan.
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Escena
IV
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DOÑA
ANDREA, RICARDO,
DON LEANDRO y DON BRAULIO. DON LEANDRO y DON BRAULIO vienen hablando entre
sí y con cierto misterio.
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DOÑA
ANDREA.- Los esperábamos a ustedes con
impaciencia.
|
DON
BRAULIO.- ¡Ah, querida Andrea!
|
RICARDO.- ¿Se marcharon ya los
doctores?
|
DON
LEANDRO.- Sí, señor; pero prometieron
volver.
|
RICARDO.- ¡Por Dios, no me oculten ustedes
la verdad! ¿Qué han dicho?
|
DON
LEANDRO.- Consideran que el caso tiene importancia,
mucha importancia.
|
DON
BRAULIO.- Pero, esa importancia puede ser mayor o
menor.
|
DON
LEANDRO.- Tal vez una gran sacudida, un momento
terrible, produjera una crisis salvadora.
|
RICARDO.- Pero ¿mi Amparo ha perdido la
razón para siempre? Eso es lo que yo quiero saber; quiero la
verdad como ella sea. Soy hombre, y a un hombre se le dicen las
cosas como son.
|
DOÑA
ANDREA.- Dice bien Ricardo. La verdad es lo
primero.
|
DON
LEANDRO.- Mire usted, Ricardo, los médicos
están conformes en que el origen de estas perturbaciones
mentales de nuestra pobre Amparo, más que de carácter
físico, es de carácter moral: un gran dolor del
alma.
|
DON
BRAULIO.- ¿Comprende usted? Si yo tomo la mano
de nuestra querida amiga (Le coge la mano a
ANDREA.) y
con un alfiler hiero una vez y otra vez, y ciento y mil veces, su
cutis suavísimo, ¿no es verdad que destruiré
la delicada epidermis y que al cabo de algún tiempo
habré producido una gravísima herida? ¿No
están ustedes conformes? (ANDREA retira su
mano.)
|
DOÑA
ANDREA.- Sí, señor; pero déjeme
la mano, que sólo con pensarlo ya me duele.
|
DON
BRAULIO.- ¡Ah! ¡Ahí tienen ustedes!
(Con tono triunfante.)
«¡Sólo con pensarlo!», dice usted, y dice
perfectamente; ahí tiene usted «al pensamiento, a la
idea» hiriendo el cutis como si fuera un alfiler de acerada
punta. Pues bien, señora; pues bien, amigo don Ricardo: en
Amparo hay una idea fija que hiere una y otra vez su delicado
cerebro como aguzado punzón, y nada tendría de
extraño que al fin destruyese su delicado organismo
cerebral.
|
RICARDO.- ¡Basta, basta! ¡No
más, por Dios!... (Se retira y se deja caer en
un sillón en segundo término.)
|
DON
BRAULIO.- No digo, ni dicen los médicos, que
haya sucedido ni que suceda; pero no dicen «que no pueda
suceder».
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DOÑA
ANDREA.- ¡Qué angustia!
|
DON
LEANDRO.- Muy grande para todos.
|
DON
BRAULIO.- Porque hay más. Los doctores lo
explican a maravilla, y voy a explicárselo a ustedes.
Déme la mano, señora.
|
DOÑA
ANDREA.- Yo, no. (Ocultando la
mano.) Martirice usted la de mi marido.
|
DON
LEANDRO.- Muchas gracias, querida.
|
DOÑA
ANDREA.- Silencio... ¿No oyen ustedes?
¿No oye usted, Ricardo?
|
RICARDO.- (Levantándose y
acercándose a la puerta.) Sí..., un
rumor... Sí..., vienen... Viene Amparo... Otra vez... Otra
vez... ¡Yo creo que me va a saltar el corazón!
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Escena
V
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DOÑA
ANDREA, DON
LEANDRO, DON
BRAULIO, RICARDO y
CARMEN, que entra de
prisa.
|
CARMEN.- ¡Ahí vienen!...
¡Ahí viene Amparo!
|
RICARDO.- (Con ansiedad
suprema.) ¿Pero otra vez con el delirio?
|
CARMEN.- No; yo creo que no. Está alegre
y tranquila.
|
RICARDO.- (Con
esperanza.) ¿Sí? (Todos
rodean a CARMEN.)
|
CARMEN.- Y habla cosas muy razonables. ¡Si
vieran ustedes qué voz tan dulce.... qué miradas tan
cariñosas!...
|
RICARDO.- (Con
alegría.) ¿De veras?
|
CARMEN.- ¡Cómo acaricia a su madre!
¡Ahora está recordando su infancia..., toda su
infancia!
|
RICARDO.- (Con
desesperación.) ¡Otra vez! ¡Otra
vez! ¡Otro accidente!
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DOÑA
ANDREA.- ¡Pobre criatura!
|
CARMEN.- Pero ¿por qué dicen
ustedes eso? ¿Por qué se alarman?
|
DON
LEANDRO.- (En voz baja, a CARMEN.) Es la
locura..., la locura. Cuando le da uno de esos ataques, recuerda
toda su vida pasada.
|
CARMEN.- ¡Ay Dios mío! ¡Y yo
que venía tan contenta! ¡Por eso lloraba tanto
Ángeles!
|
DON
BRAULIO.- ¡Muy grave! ¡Muy grave!
|
Escena
VI
|
|
DOÑA
ANDREA, CARMEN,
RICARDO, DON LEANDRO, DON BRAULIO, ÁNGELES y AMPARO. AMPARO entra abrazada a su madre; su
actitud, su entonación, los matices, los momentos de
arrebato, todo queda encomendado al talento y a la
inspiración de la actriz.
|
AMPARO.- ¿Adónde llevas a tu
Amparo, mamita? Irá a donde quieras, pero no la dejes.
¡No; ella quiere estar siempire contigo! Aunque es
niña, me parece que ha sido grande y sabe lo que es el
mundo, y al fin querrán separarla de ti. ¡No; siempre,
siempre en tus brazos! (Se sientan y se abrazan
cuando la actriz lo crea oportuno.)
|
ÁNGELES.- ¡Siempre, alma
mía!
|
AMPARO.- ¡Así!... ¡La
felicidad!... ¡Soy muy feliz! Tú me quieres mucho,
¿verdad?
|
ÁNGELES.- ¡Con todo mi
corazón!... Por ti doy mi vida. ¡Tómala!
¡Tómala!
|
AMPARO.- ¿Para qué? ¡Si ya
tengo muchísima vida! Pero ¿por qué lloras?
¡No llores, si yo estoy muy alegre!
|
ÁNGELES.- No..., si no lloro.
|
AMPARO.- Bueno, así. Mira..., mira...,
todos ésos, ¡qué envidia tienen!
|
RICARDO.- ¡No puedo, Dios mío, no
puedo!
|
AMPARO.- ¿Qué dice ése?...
A ver.... a ver..., yo le conozco... (Se levantan, y
AMPARO se acerca a
RICARDO.)
¡Toma! ¡Si es Ricardo!... ¡Pero ves, mamá,
qué imprudente!...
(Excitándose.) ¡Si
tú no debes estar aquí todavía! ¡No ves
tú que Amparito es muy niña!... ¡Si
todavía no te conoce!... ¡Ah, qué empeño
en contrariarme!... (Volviéndose a su
madre.) ¡Y dice la quiere tanto! ¡Y es
todavía una niña y viene aquí a separarnos y a
quitarle la única felicidad que tiene! ¡La
única que ha de tener en este mundo, porque ahora tú
eres su madre y ella es tu hija, y estamos en el cielo!.... y
luego, ¿quién sabe?.... ¿quién sabe?
(Se pasea, agitadísima.)
¡Vete!.... ¡vete!... (A RICARDO.) ¡que ya
te llegará tu hora!... (Se abraza a su
madre.) Dile que se vaya.... que a ti te
obedecerá... (Se abraza, llorando, a su
madre.)
|
ÁNGELES.- ¡Ricardo!
|
RICARDO.- ¡No puedo más!
(Sale llorando y desesperado.)
|
AMPARO.- (Sin dejar de abrazar a
su madre, mira como a hurtadillas.) ¡Se va....
te obedeció!... Y a mí no me obedecía...
(Se queda pensando.) ¿Por
qué te obedece a ti y a mí no me obedecía?
¿Por qué?.... ¿por qué?...
(Empieza a ponerse excitada.)
|
Escena
VII
|
|
AMPARO,
ÁNGELES,
DOÑA ANDREA,
CARMEN, DON LEANDRO y DON BRAULIO.
|
DOÑA
ANDREA.- (En voz baja, a LEANDRO.) ¡No
sé cómo puede resistir la pobre Ángeles!
|
DON
LEANDRO.- Le cuesta la vida.
|
CARMEN.- ¡Pobre Amparo!
|
DON
BRAULIO.- Una situación muy triste.
(Todos están en segundo término,
observando; en primer término, ÁNGELES y AMPARO.)
|
AMPARO.- Al fin.... al fin me dejó
respirar. Pero ésos.... ¿qué hacen
ésos?... Hablan en voz baja y miran. ¿Qué
dirán?... ¿Dirán algo de nosotras?... Te voy a
contar una cosa, mamita.
|
ÁNGELES.- Lo que tú quieras;
sí, cuenta, cuenta. Amparito mía.
|
AMPARO.- Una cosa que vi ayer..., cuando me
paseaba en el jardín. Había un nido en un
árbol, y se había caído un pajarito; se
había caído y estaba sobre la tierra húmeda,
anhelante, sin pluma todavía, ¡que se le veía
la carnecita..., y el corazón palpitaba!...,
¡palpitaba!.... así palpita, tan afanoso como
aquél, el mío..., pon la mano.... mamita...
(Le hace poner la mano.)
¿Verdad?.... ¿qué dices?... ¿lo
sientes?
|
ÁNGELES.- ¡Sí, ángel
mío!... Sigue...
|
AMPARO.- ¿Qué he de seguir?....
¿qué contaba?... No sé..., no sé...
|
ÁNGELES.- Sí; el cuento del
pajarito que viste...
|
AMPARO.- ¡Ah!.... sí..., pues
alrededor del pobre cuerpecito se había reunido un enjambre
de moscas y moscones,, feos, negros, repugnantes.... y volaban y
revolaban..., y se apiñaban sobre el sitio del
corazón, mordiéndolo, pisoteándolo,
torturándolo... ¿Por qué digo esto?... No
sé...
|
ÁNGELES.- No sé yo tampoco.
|
AMPARO.- ¡Ah!, sí.... aquel
corazón era como el de Amparito, y la gente.... todos....
todos... ésos.... cuantos la rodean.... los que fingen
acariciarla..., son como los moscones aquellos...; quieren morder,
quieren pisotear, quieren desgarrar su corazón...
¡Ah!.... malditos, malditos, ¿qué os ha hecho
su corazón? (Casi llorando.)
¡Si el pobre no hace más que dar latidos muy
suaves..., muy débiles..., unos latiditos tan
pequeños que no se sienten!... Si no los sentís....
si no hacen ruido, ¡si no los siente nadie más que mi
madre!.... si no son para vosotros, ¿qué os
importa?:.. ¡Si son para ella!.... ¡para ella!....
¡para ti!... (Se abraza a su madre, llorando, y
afligidísima.)
|
ÁNGELES.- ¡Sí, para
mí!.... ¡para mí!... (La cubre de
besos.)
|
CARMEN.- (A su
madre.) ¡Yo no puedo sufrir esto!
|
DOÑA
ANDREA.- Es verdad... Leandro..., llévate a
casa a Carmen, ya sabes que está muy delicada...
|
DON
LEANDRO.- ¡Tienes razón..., no es
prudente!...
|
CARMEN.-
(Llorando.) ¡Sí...,
vamos..., vamos!
|
DON
LEANDRO.- ¡Adiós, Ángeles!.... voy
a llevar a Carmen.... volveré...
|
CARMEN.- (Se acerca
tímidamente a AMPARO.)
¡Adiós, Amparo!...
|
AMPARO.- ¿Dices que te vas?...
¡No!... Tú eres una niña como Amparito.... una
niña..., muy mona y muy simpática... (A
LEANDRO.)
¡No!... ¡No se la lleve usted!... Esta niña se
queda para jugar con Amparito. ¿Pues no sabe usted que es
chiquitita?... Luego crecerá.... pero ahora... Amparo es
chiquita... Ven, ven..., ven conmigo..., que vamos a jugar en el
jardín. (Se la quiere
llevar.)
|
DOÑA
ANDREA.- ¡Amparo..., quédate con
nosotros!
|
DON
LEANDRO.- ¡Hija mía..., no salgas al
jardín! (Impidiéndola
salir.)
|
AMPARO.- ¡Oh!..., déjenme...,
déjenme... No sé quiénes sois... ¡Mi
madre puede mandarme!... ¡Vosotros, no!... ¿Es que
todo el mundo manda en mí?... ¡Señor!...
¿Por qué no ha de querer la gente que yo sea
feliz?... ¿Es que los demás se alimentan con mis
lágrimas?... Pero, imbéciles, ¿no
sabéis que son amargas, muy amargas? ¡Aunque os
apetezcan, «yo sé que os sabrán mal».
¡Ven tú..., ven.... a ti te quiero!...
(A CARMEN.)
¡Tú eres muy buena!.... ¡también en tus
ojos hay lágrimas!.... ¡en los de ésos, no!...
¡Secos,!.... ¡encendidos!.... ¡curiosos!...
¡No!..., ¡no sabréis nada!.... ¡que
aquellas ascuas están más secas y muy encendidas, y
queman más y consumen más que esas brasas
chiquituelas y ruines que lleváis bajo las cejas!...
¡Vamos!, ¡al jardín! Sé buena...
Sé buena... Ven conmigo... (Se lleva a
CARMEN.)
¡Las dos!.... vamos..., sí.... sí...,
¡que. sí!
|
Escena
IX
|
|
ÁNGELES,
DOÑA ANDREA,
DON LEANDRO, DON BRAULIO y LEOCADIA, que entra
deslizándose como siempre y mirando con recelo.
|
DOÑA
ANDREA.- Buenas noches, Leocadia...
|
LEOCADIA.- (A ANDREA.) Muy buenas...
Señores... (Saluda sin
acercarse.)
|
DON
LEANDRO.- Señora... (DON BRAULIO se
inclina.)
|
LEOCADIA.- ¿Ocurre algo?
|
DOÑA
ANDREA.- No, señora.
|
LEOCADIA.- Lo decía porque desde mi
ventana..., a la luz de la luna, he visto pasar a Amparo con
Carmen..., y las he oído.
|
DOÑA
ANDREA.- ¿Y qué?
|
LEOCADIA.- Amparo iba muy tranquila... y hablaba
con reposo.... y, al parecer, con mucha cordura.... y
pensé...: «¿Se habrá puesto buena de
repente?»
|
ÁNGELES.- ¿De veras?...
¿Iba tranquila?
(Levantándose.)
|
LEOCADIA.- Estos males de los nervios son tan
caprichosos... Alarman mucho.... y luego pasan.
|
ÁNGELES.- Tranquilízate..., no
pasará... (Volviendo a caer en el
sofá.)
|
LEOCADIA.- ¿Porqué dices eso?...
¿Supones que yo...?
|
ÁNGELES.- Dispensa..., no sé lo
que digo.
|
LEOCADIA.- Yo sé lo que es sufrir por una
hija. He sufrido y sufro más que tú. Y no acuso a
nadie, ni siquiera les pido compasión... ¿Para
qué? Cada cual tiene sus penas y no le queda a nadie tiempo
para ocuparse de las penas de los demás. Así es el
mundo.
|
ÁNGELES.- Es verdad.
|
LEOCADIA.- Pero hay desdichas y desdichas..., y
mayores, que las mías... (Meneando la
cabeza.)
|
DOÑA
ANDREA.- No diga usted eso.
|
DON
LEANDRO.- Lo que ahora sufre Ángeles...
|
LEOCADIA.- Ángeles ve a su hija..., la
ve.... la puede besar.... la tiene entre sus brazos... ¡Yo,
no!
|
ÁNGELES.- (Con
exaltación.) ¡Yo tampoco! Amparo no es
mi Amparo; veo su imagen; no la veo a ella; mis besos se los doy a
una estatua que me recuerda a mi hija; no a mi hija; mis brazos se
ciñen a ella como se ceñirían a un
mármol. Pero mi Amparo, su espíritu, su
conciencia..., ¿dónde están? ¡Ah!, no
compares tu desgracia con la mía.
|
LEOCADIA.- Mi hija ha muerto para mí.
|
ÁNGELES.- Pero cuando vas al convento,
¡resucita para ti!... Y es ella misma la que resucita;
allí la tienes como siempre; si ríe, ella
ríe...
|
LEOCADIA.- No ríe...
|
ÁNGELES.- Pues si llora, ella llora.
|
LEOCADIA.- Eso sí, llorar.
|
ÁNGELES.- Pues más vale eso.
|
LEOCADIA.- Cada cual su cruz.
|
ÁNGELES.- La de Amparo es la cruz del
escarnio.
|
LEOCADIA.- La de Lola dura toda la vida.
|
ÁNGELES.- La de Amparo,
¿cuánto durará?
|
LEOCADIA.- Te queda la esperanza de que acabe el
martirio.
|
ÁNGELES.- ¿Y si acaba con la
muerte?... ¡No.... no.... no es posible!... No
más.
|
DOÑA
ANDREA.- ¡Por Dios, Ángeles!... ¡La
esperanza no se pierde nunca!...
|
Escena
X
|
|
ÁNGELES,
LEOCADIA, DOÑA ANDREA, DON LEANDRO, DON BRAULIO y CARMEN, que entra sola y
corriendo.
|
CARMEN.- Ya estoy aquí.
|
ÁNGELES.- ¿Y Amparo?
(Corriendo a ella.)
|
DOÑA
ANDREA.- ¿Dónde la dejaste?
|
CARMEN.- En el jardín queda; la noche
está apacible y templada.
|
ÁNGELES.- Pero ¿y Amparo?
|
CARMEN.- Parece tranquila. Habla dulcemente y
cosas muy tiernas. Se ha calmado mucho, créame usted.
(A ÁNGELES.) Dice
que ya no es tan niña como antes; esto prueba que va
recobrando su razón.
|
DOÑA
ANDREA.- (A ÁNGELES.)
¿Lo ve usted?
|
DON
BRAULIO.- (A ÁNGELES.) Si era
preciso; si es que usted todo lo ve negro.
|
CARMEN.- Me enseñó un rosal y me
dijo: «Hace poco tiempo era pequeñito; mira qué
grande y qué hermoso. Yo también crezco: hace poco yo
era una niña; ya no lo soy; sólo que yo crezco
más aprisa que este arbusto.» Y se puso muy alegre, y
se echó a reír; y acercándose al rosal
levantó la cabeza, y levantó los brazos, y
decía entre carcajadas: «¡A ver, a ver quien
crece más aprisa! ¡A que no me alcanzas, a que no me
alcanzas! ¡Arriba con tus rosas, arriba con las
mías!» Y se ponía sobre las puntas de los pies,
se golpeaba las mejillas, y hundiendo las manos en el cabello, se
destrenzaba toda. ¡Pobre Amparo!
|
ÁNGELES.- ¡Lo ven ustedes!
¡Lo ven ustedes!
|
CARMEN.- Vamos..., que Amparo me da miedo.... no
me siento bien. (A su madre, al
oído.) Yo creo que Amparo está loca.
¡Ay, qué pena! ¡Llévame....
llévame.... no quiero verla otra vez!... ¡No
sé..., siento impulsos de decir cosas como ella!...
¡Vámonos, Vámonos!
|
DOÑA
ANDREA.- Sí, hija mía.
Ángeles.... dispénsenos usted, pero Carmen
está muy nerviosa.... y me la llevo a casa.
|
DON
LEANDRO.- Hasta luego.
|
LEOCADIA.- Yo voy a buscar a Amparo.
(LEOCADIA
sale lentamente por la puerta del jardín,
deslizándose por el suelo. Salen DOÑA ANDREA, DON LEANDRO y CARMEN, por la
izquierda.)
|
DON
BRAULIO.- (A ÁNGELES.)
Señora.... hasta luego o hasta mañana, si puedo, a
primera hora, a ver cómo ha pasado Amparo la noche; si no
puedo, por la tarde... Adiós...
(Aparte.) Yo creo que éste es
un caso.... no diré desesperado, pero sí
gravísimo. (Sale.)
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Escena
XI
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ÁNGELES;
después, RICARDO.
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RICARDO.- ¿Y Amparo?
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ÁNGELES.- En el jardín. No quiso
que fuese con ella y no se le puede contrariar.
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RICARDO.- Pues ¿con quién
está?
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ÁNGELES.- Con Leocadia, que ha ido a
buscarla.
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RICARDO.- ¡No!... Con esa mujer, no.
¡Ni un solo instante! Esa mujer me repugna. Cuando la veo
abrazar a Amparo me imagino que es la araña que tiende sus
zancas para aprisionar a su víctima. ¡Es un ser
repugnante, infame! Ella inventó la calumnia, ella
escribió a don Baltasar; es calumniadora, es venenosa, la
envidia destila hiel en su corazón. Porque su hija sufre,
quiere que sufra Amparo; porque ella llora, quiere que llores
tú; es uno de esos seres viles que al morir quisieran
llevarse consigo a la fosa todas las alegrías, todas las
sonrisas, todo lo que es luz, para que ya en el mundo no hubiera
después de ellos ni vida, ni luz, ni amor. ¡Eso es
Leocadia!
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ÁNGELES.- Eso creo yo también; eso
me dice mi instinto. Pero ¿y la prueba? ¿Y si nos
equivocamos? Porque nos calumnien a nosotros, ¿tenemos
derecho para calumniar a los demás? ¡De nosotros duda
Amparo, y duda sin razón! ¿Dudamos con razón
de Leocadia?
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RICARDO.- Sí. Yo estoy convencido de que
sí.
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ÁNGELES.- ¡Pero si yo pienso lo
mismo que tú! Si yo, por instinto, odio a esa mujer;
sólo que por lo mismo que la odio, me domino, porque no
quisiera que mi odio fuera tan injusto como el suyo.
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RICARDO.- De todas maneras, no dejes a Amparo
con Leocadia.
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ÁNGELES.- Pues vamos a buscarla.
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RICARDO.- Vamos.
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ÁNGELES.- Ya están
aquí.
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Escena
XII
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ÁNGELES,
RICARDO, AMPARO y LEOCADIA.
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AMPARO.- Madre.
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ÁNGELES.- ¿Qué, hija
mía?
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AMPARO.- ¿Cómo está mi
madrecita? ¿Alegre o triste?
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ÁNGELES.-
(Dominándose y fingiendo.) Muy
alegre.
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AMPARO.- ¡Muy alegre! Ya no me quiere mi
madre como antes.
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ÁNGELES.- ¡Amparo!
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AMPARO.- Si no, ¿por qué
estás alegre debiendo estar triste?
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ÁNGELES.- Estaré como tú
quieras. ¿Risa?, pues risa. ¿Llanto?, pues
llanto.
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AMPARO.- Eso, no...; eso es tratarme como a una
niña; darme la razón para hacerme callar. ¡Ya
no soy niña! ¡No ves, no ves, he crecido...
(Excitándose más y
más.) Soy tan alta como vosotros! ¿Es
que no me quieres porque he crecido?
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ÁNGELES.- Yo, sí; mucho. ¡Lo
eres todo para mí!
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AMPARO.- Es que yo venía a otra cosa...,
a otra cosa... ¡Ah.... sí! Pero tú debes
saberlo, (A su madre.) que tenemos que
separarnos.
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ÁNGELES.- ¿Por qué?
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AMPARO.- Amparo se va; la llama su padre; un
viaje muy largo. Tiene que abandonarte.
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RICARDO.- (Aparte, a ÁNGELES.) Sigue
recordando.... sigue soñando.
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AMPARO.- (A LEOCADIA.) Están
hablando en voz baja... ¿Por qué, por qué no
quieren que yo los oiga?
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LEOCADIA.- No puedo contestarte: dicen que
siempre te atormento.
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AMPARO.- (Desde
lejos.) ¡Madre!... ¡Madre!... ¡Que
voy a dejarte! ¿No quieres que nos despidamos?
(Angustia y llanto.)
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ÁNGELES.- Pero si todo es un
sueño; si no nos separamos.
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AMPARO.-
(Excitándose.) Sí, nos
separamos. Me llama mi padre.
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ÁNGELES.- Bueno..., bueno... Como
tú quieras.
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RICARDO.- Nada más que lo que tú
quieras. (AMPARO se aleja; pero luego, como si
se acordase de algo, vuelve.)
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AMPARO.- Tú no te quedas sola. Hasta que
yo vuelva... Ricardo te hará compañía; los dos
quedáis juntos... ¡Adiós.... adiós!...
(Se aleja.) ¡Ah!...
(Volviendo.) ¡Tú...
(A LEOCADIA,
cogiéndola violentamente.) Allí.... en
acecho.... a tu oficio, miserable!
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RICARDO.- ¡Amparo!
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AMPARO.- ¡Lo mando...; obedece...; soy
más fuerte que tú! (Haciéndola
caer en tierra.) Acurrúcate,
arrástrate, y, muy encogidita, observa, acecha... Sí;
luego me lo contarás todo, ¡y gozaras como un
condenado!... ¡A tu obligación, y no te muevas....
quieta.... quieta.... quieta!... (Quedan juntos y
desesperados ÁNGELES y RICARDO. Detrás, en tierra,
toda encogida, LEOCADIA.
AMPARO se va
alejando.) ¡Ahora, yo a mi obligación
también!... (Se detiene, se pasa las manos por
la frente.) ¿Cuál es? ¡Ah...,
sí..., mi padre me espera!... ¡A cruzar el mar, el
mar!... ¡El mar! (Pausa. Se le dilata la
fisonomía.) ¡Qué hermoso!...
(Se pone las manos en los ojos como para mirar a lo
lejos.) ¡Qué inmenso!...
¡Qué horizontes!... ¡Dios mío, lo que
sabes hacer!... Y yo, ¿qué soy?... ¡Pero si yo
no soy, nada!... Pues si yo me dejo caer.., y me sumerjo.... todos
mis dolores, todas mis tristezas, todos mis tormentos....
desleídos en esa masa verdosa y espumante..., a la nada se
reducen.... y ni el mar sufre.... ni sufro yo...
(Volviéndose.) ¡Madre!...
¡Madre!... ¡Qué idea!... ¡No hay
más dolores!... ¡No hay más penas!
(Con alegría y risa nerviosa, pero algo
infantil.) ¡Adiós!...
¡Adiós!... (Sale como si se arrojase al
mar, bajando la cabeza.)
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RICARDO.- (Con extraordinaria
alarma.) ¿Has oído?... ¿Has
comprendido lo que dice?
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ÁNGELES.- ¡Sí..., quiere
ahogar en el mar inmenso sus dudas.... pero el mar está muy
lejos!...
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RICARDO.- ¿Qué importa?... Una
desgracia sucede tan pronto... ¡Vamos con ella!
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ÁNGELES.- Es verdad. (Sale
precipitadamente, gritando.) ¡Amparo....
Amparo.... hija mía!...
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RICARDO.- ¡Amparo..., espera.... por
Dios..., espera!...
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Escena
XIII
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LEOCADIA;
después, por el fondo, AMPARO; LEOCADIA se ha ido incorporando, pero
ha quedado en segundo término, observando siempre, y siempre
encogida.
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LEOCADIA.- No.... yo no puedo quedarme
aquí... Me tienen horror; y no puedo.... no puedo
dominarme... ¡Dice Amparo unas cosas.... tienen un acento tan
doloroso!... No..., mañana mismo salgo de esta casa...
¿Por qué no esta noche?... ¡Amparo me da miedo,
mucho miedo!... ¡Está loca..., sí...,
está loca! ¡Con qué fuerza me cogió y me
hizo caer!...; ¡una fuerza horrible!...; ¡sus manos
eran tenazas!.... ¡creí que me hacía
pedazos!... ¡Sí; loca furiosa!... Ahora mismo me
marcho...; no quiero verla...; no quiero oír su voz..., ni
que me mire...; ni que me toque... Fuera..., fuera de esta casa.
(En el momento de salir, entra por la puerta del
jardín AMPARO en lo
más culminante de la furia.)
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AMPARO.- ¡Ah.... te escapabas!...
(Da una carcajada horrible.)
¡No.... no!... (Cierra la puerta del
jardín.)
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LEOCADIA.-
(Retrocediendo.) ¡Amparo!
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AMPARO.- (Bajando la
voz.) ¡Te digo que no te escapas.... que no te
escapas!... (Va a la izquierda y cierra la puerta, y
lo mismo la de la derecha.)
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LEOCADIA.- ¿Qué haces?
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AMPARO.- ¡Cerrar.... cerrar..., para
quedarnos las dos solas..., las dos.... nadie más!
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LEOCADIA.- (Retrocediendo
espantada.) ¿A qué vienes?
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AMPARO.- ¡A buscarte!... Tú me has
buscado muchas veces: ahora te busco yo.
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LEOCADIA.- ¡Ángeles!
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AMPARO.- ¡No grites!... ¡No
vendrán.... los engañé!...; corrí por
toda la casa y ellos detrás.... fuí cerrando las
puertas... todo el mundo queda encerrado.... ¡qué
placer tan grande... encerrar a todo el mundo..., a todos!...
(Fingiendo que echa llaves y
cerrojos.) ¡Ras!..., ¡ras!..,
¡ras!... (Dando carcajadas.)
¡Ah!..., ¡ah!...
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LEOCADIA.-
(Aterrada.) ¡Amparo...,
déjame salir!...
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AMPARO.- ¡No.... eso no.... calla!...
¡para que no nos vean hay que apagar las luces!...
Verás.... a oscuras las dos.... así.... así...
(Apaga todas las luces eléctricas, tocando las
llaves, sólo queda el resplandor de la luna que entra por
los cristales del fondo.) ¡Todo negro!...
¡y tú y yo!...
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LEOCADIA.-
(Huyendo.) ¡No..., Amparo...,
no!...
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AMPARO.- ¡No huyas..., es inútil..,
yo también quise huir y tú me alcanzaste!
(Corre tras ella y la coge.)
¡Tú eres la duda! ¡Quiero matarte... o que me
mates tú!...
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LEOCADIA.- ¡Amparo! ¡Ángeles!
(AMPARO la
va empujando hacia el sofá.)
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ÁNGELES.- (Desde
dentro.) ¡Amparo!
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AMPARO.- (Sigue empujándola
para hacerla caer.) ¡No gritarás, que
yo verteré toda mi sangre para echártela de golpe y
que se te encharque la garganta y te ahogue!
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RICARDO.- (Desde
dentro.) ¡Amparo!
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ÁNGELES.- ¡Hija mía!
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AMPARO.- ¡No gritarás,, que
crisparé mis dedos en tu garganta!... Así....
así..., así... (ÁNGELES y RICARDO aparecen tras el cristal,
gritando: «Amparo», «hija» y empujando la
puerta.)
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LEOCADIA.- ¡Ah! ¡Je...
sús..., so... co... rro!... ¡Ah!...
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AMPARO.- (En pie, junto al cuerpo
de LEOCADIA, que ha rodado
al suelo.) ¡Ya no se mueve!... ¡Ya no
atormenta!... ¡Qué pronto se dió por
vencida!
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