La campaña de Lima
Benjamín Vicuña Mackenna
El presente volumen es la continuación natural de los tres que le han precedido y forman la historia completa de la tercera guerra de Chile con el Perú Alto y Bajo, conforme a la denominación antigua, lucha porfiada y formidable que lleva de duración cerca de tres años, como las guerras púnicas de la antigüedad, y que ha sido conocida hasta aquí a la luz de un buen criterio con el nombre de Guerra del Pacífico, porque sus numerosos combates, todos gloriosos para Chile, se han librado en las aguas o en el litoral del vasto océano que hoy es nuestro.
El primero de esos volúmenes abraza la época de la preparación de la campaña, desde la ocupación de Antofagasta en febrero de 1879, hasta el memorable combate naval de Iquique, que fue la verdadera iniciación de la guerra activa.
Al movimiento puramente naval de esa primera edad de la primera campaña, se halla también consagrado un volumen aparte y especial pero complementario de esta historia general, con el título de Las Dos Esmeraldas.
El segundo volumen abarca el cuerpo de la guerra misma hasta la terminación de la campaña de Tarapacá en la sangrienta batalla librada dentro de la quebrada de este nombre el 27 de noviembre de 1879.
El tercer volumen, que acaba de salir de las prensas, forma por sí solo la historia de la segunda campaña de las armas de la república desde la marcha del ejército de Ilo, en febrero de 1880, hasta la captura de Arica, hecho de armas gloriosísimo verificado el 7 de junio de ese año.
En consecuencia el libro cuya ejecución hoy acometemos y que será, en su tanto, tan completo como el precedente, está destinado a historiar la tercera campaña de la guerra hasta la ocupación de Lima.
Queda de esta manera cabal en cuatro volúmenes la Historia de la Guerra del Pacífico, que hace dieciocho meses (febrero de 1880) emprendimos.
Naturalmente, la parte más viva, más interesante y más dramática de esos anales militares es la que forma el argumento del presente libro. Ignoramos si habremos de alcanzar la fortuna de colocarnos por el brillo de las formas y el atractivo del escenario a la altura de los grandiosos acontecimientos militares que su ciclo abraza.
Pero no creemos avanzar una pretensión exagerada de jactancia, asegurando al lector chileno o extranjero que, en cuanto el propio esfuerzo lo soporte, como investigación, como estudio y como imparcialidad, no habremos de quedarnos atrás ni en parte torcida del camino que hemos seguido, y cuyo faro y meta es la verdad, augusta luz de la conciencia y en ocasiones del sacrificio.
Posible es que algunos, concibiendo la historia y leyéndola sólo delante de la agitada llama de las generosas o exaltadas pasiones que las batallas engendran en el alma, encuentren pródigas de favor en ciertos pasajes del presente o de los volúmenes ya puestos en crecida circulación, las apreciaciones del enemigo o de sus hechos.
Pero nosotros, como en diversas ocasiones lo hemos dicho y creemos haberlo puesto constantemente en obra en nuestra vida de escritor, que cuenta ya más de treinta años, no escribimos por la pasión, el interés o el bullicio de las generaciones que se agitan en torno nuestro como lumbre efímera que el soplo del tiempo apagará antes de la alborada de la noche, sino para el juicio tranquilo, vasto y lapidario de la posteridad, única y eterna entidad llamada a juzgar con inapelable justicia los hechos de la historia y la vida, espíritu y trabajo de los que, luchando valerosamente con todos los peligros y sinsabores de su propia, fugaz y sufrida existencia, los narran, los enaltecen o los condenan.
Por otra parte, ha sido error evidente y ha ocasionado daños de no pequeña monta el sistema de vanagloria y optimismo absoluto que en nuestro país han acariciado juntos opinión y gobierno, prensa e historiadores, durante la presente guerra, mostrando abultado menosprecio del adversario, porque en ello no ha habido justicia, y mucho menos ventaja, fuera de que así se amenguaba sin motivo la legítima y altísima gloria de nuestras armas, deprimiendo las que con pujante brazo habíamos tronchado.
Doloroso y acaso de grave compromiso es reaccionar contra esa corriente popular liviana, pero, por lo mismo, impetuosa y fascinadora en su caída y en su curso.
Mas, acostumbrados a semejante tarea desde nuestra primera juventud en que escribíamos libros de glorificación y de justicia hacia aquéllos para quienes no éramos deudores sino de sacrificios y de lágrimas, perseveramos deliberadamente en ella, en las puertas de reflexiva pero no egoísta vejez.
Además, fue precisamente esa nuestra primera apreciación y nuestro rumbo de crítica, de patriotismo y de conciencia desde que tomamos la pluma para cooperar con ella a la presente guerra en razón de nuestro humilde esfuerzo, y escribimos en la prensa diaria nuestro primer artículo, cuando aún no se había quemado un solo grano de pólvora, con el título de El Soldado Chileno en presencia del Soldado Boliviano, en febrero de 1879.
Dadas estas ligeras explicaciones sobre el tenor y el alma de esta obra de no corto aliento, nos ponemos al trabajo con la confianza y robustez de ánimo que atrae siempre a todo autor la noticia transmitida por su benévolo e inteligente editor de que sus ediciones se agotan a medida que salen de la prensa, lo cual si no es una recompensa, por lo menos, aún en nuestro país, divorciado por lo común con la lectura de libros nacionales, es un poderoso estímulo en el taller y en la esperanza de reposo y de justicia para más allá de la faena.
B. VICUÑA MACKENNA.
Santiago, octubre 8 de 1881.
El para siempre memorable asalto y captura de la plaza fuerte de Arica, llave marítima y terrestre del Sur Perú y de Bolivia, puso glorioso fin a la segunda campaña de la república el 7 de junio de 1880, como la terrible, desigual e indecisa batalla de Tarapacá cerró su primer período de inexperiencia y heroicas bisoñadas el 27 de noviembre del año precedente. La guerra comenzaba a medirse por años, y las operaciones no por combates sino por campañas.
El ejército vencedor quedó, a consecuencia de las últimas batallas, fraccionado en dos porciones, conforme a sus victorias. Los que habían triunfado en Tacna se mantuvieron en esa ciudad y sus alrededores rehaciéndose. Los que vencieron en Arica vivaquearon, como en el campo de batalla, en las ruinas de su ciudad y de sus fuertes. El general en jefe, promovido por esos días, en recompensa de sus señalados triunfos, al grado de general de división, el más alto de la república, en medio de los aplausos del país y las congratulaciones del ejército, acampó con los últimos acompañado de su jefe de estado mayor el coronel Velásquez.
Pasada allí la bulliciosa y devastadora efervescencia, heces de cáliz de la gloria militar que engendran todas las victorias y especialmente en las plazas tomadas por asalto, y aplacada la ira y la alegría desmandadas del soldado, se consagró con su genial actividad física el general vencedor a las múltiples tareas de su puesto, haciendo enterrar los muertos que eran numerosísimos en el campo enemigo; restañando la sangre de los heridos en improvisados hospitales, porque las ambulancias no llegaron o no las había; despachando al Callao, en transportes chilenos protegidos por la cruz roja, los enfermos y los sobrevivientes del enemigo, y poniendo en orden todos los servicios, un tanto desbaratados después de dos sangrientas batallas.
La posesión importantísima del puerto de Arica, que el enemigo aliado había artillado hábilmente desde la primera hora de la contienda, facilitaba en gran manera aquel múltiple trabajo de reconstrucción; pero no era éste leve para los que tenían a su cargo su organización y su responsabilidad. Había sido tan crecido el número de los muertos del enemigo, que el coronel Valdivieso, ayudante del general en jefe y nombrado gobernador militar de la plaza el mismo día de su ocupación, hubo de recurrir al arbitrio doloroso pero higiénico de quemar los cadáveres en grandes piras con parafina, gastando en esta horrible operación química algunas docenas de tarros de esa sustancia, que así se transformaba, por la calcina, para el ambiente respirable en pesado aceite humano.
Al mismo tiempo, y para la oportuna y salvadora curación de nuestros heridos, bajaron a tierra, espontáneamente y con generoso espíritu humanitario, los cirujanos de los buques neutrales anclados en la rada y trabajaron con laudable tesón durante cuatro días, con particularidad los de la Hansa, fragata alemana, y los de la Garibaldi, de la marina de guerra de Italia. El gobierno de Chile recompensó tan noble celo con un voto de gracias y una medalla de honor, testimonio de la clemencia y de la caridad universal en medio de las atroces matanzas de la guerra.
Los marinos de Chile, siempre nobles y siempre oportunos, dieron por su parte sepultura a los más bravos y a los más desdichados de sus adversarios, y bajo tosca cruz labrada de madera de la invicta goleta Covadonga, yacieron hasta que llegaron a buscarles sus compatriotas de Lima, Moore, Bolognesi y Zavala.
Preocupaba también en no pequeña parte al general en jefe del ejército de Chile la necesidad de ponerse al tanto de lo que ocurría entre las rotas huestes del enemigo desalojadas de Tacna, y con más particularidad lo que después de aquel desastre habría podido emprender el llamado Segundo Ejército del Sur, que, al mando del coronel don Segundo Leiva, había partido de Arequipa en la medianía de mayo para hostilizar su retaguardia, amagando interponerse entre Sama y la costa, movimiento peligrosísimo para el caso de un no previsto revés.
Y con estos motivos, cumplida su ardua tarea de Arica, el general Baquedano regresó a Tacna con el ejército y su estado mayor en la última semana de junio. El coronel Valdivieso, con unos pocos infantes y artilleros y la mayor parte de la caballería distribuida en el gramadal y en los pastosos valles vecinos, permaneció en Arica.
El cuartel general volvió a quedar instalado en la prefectura de Tacna en los últimos días de junio, y allí y mientras en la capital de Chile ocurría un cambio incomprensible de gabinete, los vencedores aguardaron órdenes.
¿Qué había sido entre tanto del andariego ejército de Leiva?, ¿qué de las reliquias de Montero y de Solar?, ¿qué de Campero y sus mutilados batallones, únicos que habían logrado retirarse en esqueleto?
Esto es lo que, prosiguiendo el hilo natural de los sucesos, vamos a tratar de compendiar en el presente y próximo capítulos, antes de asistir a las emociones, a los aprestos y a las mudanzas que en Lima y en Santiago tuvieron lugar después de las victorias decisivas de Tacna y Arica.
Referimos ya en el volumen precedente de esta historia, como el dictador Piérola, desde que reunió en su mano todos los poderes públicos de su patria en los postreros días de diciembre de 1879, se había preocupado, a impulsos de mezquinos celos y de escondidas zozobras, más que por mira patriótica o estrategia militar, de formar en el sur un segundo ejército de observación, encaminado en realidad a tener en jaque, antes a su aborrecido rival Montero, encerrado a la sazón en Arica, que a los chilenos detenidos todavía en las pampas del Tamarugal.
Echó, en consecuencia, las bases de aquel ejército en varios parajes de la costa y del interior desde Ica a Moquegua el inquieto dictador, acantonando algunas fuerzas en el primero de los pueblos nombrados, al mando del general de brigada y antiguo médico por profesión don Manuel Beingolea, al paso que nombraba prefecto de Arequipa a uno de sus adeptos más fieles, al coronel don Alfonso González Orbegoso, mozo de considerable fortuna y aventajada educación lograda en Europa; mientras que despachaba desde Lima a su adlátere el coronel Gamarra a tomar el mando de la división cuzqueña, que a la última provincia había llegado, al mando del coronel don Francisco Luna en auxilio de Montero.
Tomó el general Beingolea posesión de su puesto en enero de 1880, pero se enfermó (siendo médico), o no quiso marchar largo y fragoso trayecto de 300 leguas hacia Tacna; por cuyo motivo vino de la capital en su reemplazo el anciano y moroso coronel don Segundo Leiva.
Recibía a la vez el mando de la fuerte provincia de Arequipa el coronel Orbegoso a mediados de febrero (el día 13) y Gamarra, agrupando lentamente la división del Cuzco esparcida en los valles de aquel vasto departamento y caseríos, se acercaba a Moquegua, con encargo de defender a sangre y fuego la entrada de Ilo, lo que no ejecutó, por rivalidades lugareñas, haciéndose a la postre batir ignominiosamente en los Ángeles por el general Baquedano el 22 de marzo.
Como el cerebro del dictador de Lima parecía organizado sólo para cosas extrañas y peregrinas, concibió también por estos días un vasto plan de reconquista de la provincia de Tarapacá, en cuyas pampas y calichales los chilenos, malogrando lastimosamente sus victorias, se mantenían inmóviles. Consistía este singularísimo plan de campaña, semejante al que Daza propuso a Montero en la víspera de su caída, en embarcar el segundo ejército en Puno, orillar el lago Titicaca en balsas de totora y vapores de río, y enseguida descender por el Desaguadero hasta el lago Poopó, y de allí por el desierto hasta Huatacondo o la quebrada de Tarapacá. Se hubiera dicho que el místico dictador, antiguo alumno del Seminario de Santo Toribio en Lima, meditaba parodiar a Alejandro en sus conquistas de la Persia o repetir la jornada de Jenofonte en la Armenia y en la Mesopotamia; y en efecto comenzó por confiar el reconocimiento previo de aquella inmensa ruta de riel, de lago, de río, de desierto y de locura, que se dilataba en arco por espacio de más de quinientas leguas de Arequipa, a su antiguo y juvenil compañero de aventuras el coronel Billinhurst, hijo de un boticario de Iquique. Pero mientras este singular explorador de las recónditas miras militares del nuevo caudillo, cumplía su cometido, conforme a lo que más adelante narraremos, se hacían en Arequipa los aprestos del levantamiento de tropas, si bien faltaban por completo las armas.
El prefecto González Orbegoso había, en efecto, organizado desde su ingreso al mando algunas pequeñas columnas de infantería, traídas de la costa y de los valles, porque el vecindario de Arequipa, valiente y empecinado para defender su egoísmo, se mostraba ahora sórdido de su sangre propia y su tesoro como ofrenda común de la patria. Por esto había hecho desartillar a Mollendo, y conducido sus gruesos cañones a sus propios muros.
Carecía además la ciudad de armamento, de municiones y de vestuario para uniformar aquella escasa tropa, colectada más en sus remotas provincias de la sierra que en su seno propio. Se llamaban estos cuerpos, que todavía existen con su misma denominación de origen, el Dos de Mayo, y el Huancané, compuestos de gente puneña, la Legión peruana, el Apurimac (nombre cuzqueño), cada cual más o menos con 300 plazas, y los batallones Piérola y Cazadores de la Unión, que eran propiamente arequipeños, así como las columnas Mollendo y Grau de la costa y valles vecinos.
Había cooperado a la organización de estas fuerzas, que alcanzaban a unos dos mil hombres escasos el coronel don Mariano Martín López, hombre quisquilloso y amigo de prerrogativas y de trámites, que había comenzado a desempeñar el puesto de jefe de estado mayor del segundo ejército del Sur, bajo el mando superior interino del coronel y prefecto González Orbegoso.
Cuidó el gobierno de Lima con más ahínco de enviar recursos a esas fuerzas, que a las de Montero, y con ese propósito salió secretamente del Callao el transporte Oroya en la noche del 30 de marzo, antes de tenerse allí clara noticia del desastre de los Ángeles. Venía cargado de armas, provisto de vestuario en tela, con poco dinero y algunos soldados, especialmente artilleros, éstos en número de ochenta, a cargo del activo coronel don Isaac Recabarren, paisano pero no amigo del dictador, y que acababa de ser promovido a coronel por su conducta en Pisagua, de cuya plaza era gobernador militar el día del asalto. Venía ahora nombrado subjefe de estado mayor del segundo ejército del Sur.
Echó aquel jefe emprendedor su valiosa carga a tierra en la abierta playa de Camaná el 4 de abril, y requisando brigadas de mulas en todos aquellos valles de arrieros, y especialmente en Huilca, Siguas, Vítor y Tambo, hizo su bulliciosa entrada a Arequipa el 12 de abril con unos cuantos miles de rifles, cañones Krupp, fardos de vestuario y hasta ametralladoras.
Coincidió el feliz y casi atrevido desembarco de Recabarren en los médanos de Chira, junto a Camaná, patria de Piérola y los Gutiérrez, con la noticia que aquel jefe recibiera del desastre de Gamarra en las breñas de los Ángeles; y como hombre arrogante y un tanto desmandado con la disciplina, ordenó al último por telégrafo, una vez, se quedara haciéndose fuerte en las montañas, y enseguida que retrocediera a Arequipa para ir a dar juntos el «grito de la venganza».
No cupo tamaña suerte al vencido de los Ángeles, porque al llegar a Arequipa a retaguardia de sus destrozadas y amotinadas huestes, los arequipeños no quisieron recibirle sino a pedradas y firmaron un acta para fusilarle si le tenían a mano. Se refugió, en consecuencia, con sus tres batallones reducidos a esqueleto el coronel Gamarra en la aldea vecina de Paucaparta, el San Bernardo de Arequipa, y allí, por orden del prefecto Orbegoso, fueron incorporados los restos de su división que no pasaría de 700 plazas, alistándose los Granaderos del Cuzco en el batallón Legión Peruana y el Canchis y el Canas en el Apurimac.
De esta suerte, cuando el subjefe de Estado mayor llegaba a Arequipa a mediados de abril, con oportunísimo refuerzo de municiones, armamento y algún dinero, podía contarse un pie de ejército de 3.188 hombres en la forma que pasamos a expresar, recopilando en un cuadro los numerosos datos que encontramos esparcidos en papeles originales, capturados más tarde en Lima:
Regimiento Dos de Mayo, comandante teniente coronel Manuel Isaac Chamorro | 564 plazas. |
Batallón Legión Peruana, comandante coronel Manuel San Román | 539 plazas. |
Batallón Apurimac, comandante coronel Juan Francisco Goyzueta | 569 plazas. |
Batallón Huancané, comandante coronel Antonio Riveros | 500 plazas. |
Batallón Piérola, comandante teniente coronel Ignacio Olazábal | 234 plazas. |
Columna Cazadores de la Unión | 156 plazas. |
Columna Mollendo | 164 plazas. |
Columna Grau | 133 plazas. |
Escuadrón volante de ametralladoras, comandante teniente coronel Jesús D. del Valle | 145 plazas. |
Artillería, 6 cañones, 2 de a 9 y 4 de retrocarga, con artilleros | 184 plazas. |
Total: | 3.188 plazas. |
Tal era en su composición, apresurada y formada por reclutas, el segundo ejército del sur en la medianía de abril de 1880, cuando los chilenos, mandados ahora en jefe por el general Baquedano, se alistaban para marchar hacia Sama y hacia Tacna.
Conforme a sus instrucciones, recibidas personalmente en Lima, el brioso coronel Recabarren que llevaba en su alma la espina de un dolor supremo y en su frente el reflejo de fuego de Pisagua, se propuso organizar con rapidez dos divisiones volantes compuestas de la flor de las tropas que encontró acantonadas en Arequipa, para lanzarse hacia Moquegua y hostilizar la retaguardia de los chilenos.
Una de esas divisiones sería mandada por el último de los Gutiérrez, el coronel don Marcelino, por apodo el Sobrado, melancólico recuerdo de la pira de Lima, de la que le salvaron sus amigos embarcándole en el Callao dentro de un ataúd, verdadera sobra y misericordia del popular patíbulo. Desde aquel tiempo (julio de 1872) se había retirado a una chácara de la comarca de Arequipa y allí vivía en la más completa oscuridad, sombrío como su memoria, negándose a tomar ningún género de participación en los negocios públicos de su patria y de su pueblo. Pasaba por un soldado aguerrido y valiente, digno en esto de sus tres hermanos Tomás, Silvestre y Marceliano sacrificados en la hoguera.
La segunda división volante marcharía a las órdenes del coronel don Juan Francisco Goyzueta, hombre flaco, poco probado en la guerra, pero instruido, que fue en un tiempo intendente de Lima. Se denominarían estas divisiones de vanguardia, y se compondrían la 1.ª de los batallones Legión peruana, cuyo mando asumió el coronel Gutiérrez, y Huancané, una brigada de artillería y el escuadrón volante de ametralladoras, y la segunda de los batallones Dos de Mayo y Apurimac. Conforme a un despacho del prefecto González Orbegoso, estas columnas estarían listas para marchar, bajo el mando en jefe del coronel Recabarren, el 22 de abril, hecho de significado gravísimo para el ejército chileno si se hubiese verificado en tiempo.
Aquella medida habría sido en efecto eficaz y acertadísima en aquella hora, porque esas fuerzas se habrían movido casi paralelamente por Torata sobre Locumba y Moquegua con las del ejército de Chile en sus fatigosas marchas por el desierto. Pero su jefe se encontró, a su decir, en una ciudad yerta y sin patriotismo, de la cual no le fue dable sacar recursos, ni aun hipotecando el corto haber de sus hijos, según lo expuso en nota original que tenemos a la vista, para procurarse un poco de paño del Cuzco destinado a vestir a la ligera su tropa.
Y, en efecto, sea que Arequipa, ciudad de piedra y de puna, mostrara alma reacia a la corriente de la guerra porque no fuera su nodriza, o porque no fuera su negocio ni su vanagloria, como asiento lejano y opulento de la sierra; sea que el jefe de la división volante gastara mucho más garbo y petulancia que lo que la gente estirada de aquel remoto pueblo estuviera dispuesta a tolerar en uno de su propia casta, fue lo cierto que todas las autoridades superiores se envolvieron en los más deplorables y vergonzosos disturbios, poniéndose a disputar preeminencias y honores el prefecto González Orbegoso con Recabarren y éste con su jefe inmediato, el coronel don Mariano Martín López, jefe de estado mayor general del 2.º ejército del sur.
Resultado de aquella vergonzosa zambra, segunda representación de los disturbios de Moquegua, entre Gamarra, Velarde y los Chocanos, fue que el último de los jefes nombrados destacara una compañía del batallón Legión peruana y rodeara la casa habitación del coronel Recabarren, sita en la calle de Santa Teresa, en los momentos en que el último celebraba una junta de guerra, que era casi una rebelión, y lo prendiera para juzgarlo conforme al ya memorable artículo octavo del Estatuto que castigaba con la muerte todo conato de rebelión. El motivo inminente del disgusto que provocó lo último, fue la renuncia que de su puesto hizo el coronel Gutiérrez, desafecto a Recabarren, por lo cual fue éste preso por su tropa y en su propio cuartel. Hemos ya dicho que el Sobrado mandaba la Legión peruana.
Tenían lugar estos extraños sucesos, diagnóstico inequívoco de la perdición irremediable de un país, el 19 de abril de 1880, y de ello dan amplio testimonio los diversos documentos originales e inéditos.
En consecuencia de ellos el prefecto González Orbegoso reasumió el mando del ejército el día 20 de abril.
Afortunadamente para la paz de Arequipa, una semana más tarde hacía su aparición en ella, viajando por tierra desde Ica, el anciano y prudente coronel Leiva, nombrado general en jefe del 2.º ejército del sur en reemplazo del general Beingolea. Leiva llegaba a Vítor el día 27 de abril y el 30 tomaba el mando del ejército de Arequipa.
Era el coronel Leiva un antiguo y acreditado capitán del ejército del Perú, sargento mayor en Agua Santa (1842) y coronel en la Palma (1854). Había sido segundo jefe del batallón Callao número 4 bajo la administración Echenique. Soldado aguerrido de los que se llaman en el Perú de la «escuela de Castilla», le ocupó éste en la delicada comisión de apoderarse de Cobija en sus reyertas con Linares, y a la cabeza de dos compañías de su cuerpo, tomó posesión de aquella única puerta de Bolivia, bloqueándola con los bergantines Guise y Gamarra, en 1859.
Retirado más tarde a la vida pasiva de Lima, fue durante muchos años presidente de la comisión de guerra de la Cámara de Diputados, hasta que el receloso presidente Pardo lo redujo a prisión por sospechas de trastorno durante su gobierno.
El coronel Leiva era hombre de respeto, de juicio y de madura edad, propia más para el consejo que para la acción; pero a título de perseguido por su émulo de 1874, Piérola le confió el mando de un ejército bisoño destinado a operar en terreno árido y montuoso.
Desde este punto especial de vista, la elección de aquel jefe, cualesquiera que fueran sus dotes personales, era desacertada, y daría como tal sus frutos, junto con los celos incesantes de sus lugartenientes.
Apremiado en efecto desde la primera hora de su arribo por telegramas sucesivos de Tacna y Arica, comunicados por el dispendioso y por lo mismo lacónico cable inglés de Mollendo, mostró el coronel Leiva al principio alguna decisión, y el 1.º de mayo contestando a Montero le decía estas palabras de esperanza: «Próximamente dos columnas pequeñas por puntos indicados».
Cuatro días antes el prefecto González Orbegoso, más entusiasta, más confiado o más activo, había anticipado esta espléndida noticia que regocijó todos los corazones en Tacna y en Arica: «Arequipa, abril 27 de 1880.- General en jefe (Leiva) llegó a Vítor. Tres mil hombres completamente listos.- González Orbegoso».
Mas, pasaban los días y las semanas, y el segundo ejército no daba señales de vida en la campaña en que el primer ejército del Sur estaba condenado a perderse en fatal aislamiento.
Al fin, cuando era ya demasiado tarde, esto es, el 14 de mayo, se movía con la vanguardia Recabarren, reconciliado ya a la sumisión por el patriotismo, y una semana después (mayo 19) emprendía su pesada marcha el coronel Leiva con el grueso de las fuerzas.
En efecto, la última ciudad había vuelto a ser ocupada el 8 de mayo por los gendarmes del comandante Jiménez, y el 21 de ese mes penetraba Leiva con su bisoña hueste a la vecina población de Torata, posición estratégica.
¡Era ya tarde!, y esto no obstante, la división del Sobrado había quedado a retaguardia con la artillería, emplazado aquél por su tardo jefe para hacer su reunión con el ejército, en la última posición nombrada, el día 26 de mayo.
¡Tardanza fatal para los aliados y su socorro!
Un mes antes (según bien lo pudo) sus maniobras habrían impuesto ruda fatiga y crueles vacilaciones al ejército invasor.
En aquel preciso día se libraba en efecto la batalla de Tacna; y la derrota completa del primer ejército en esa gran jornada debería envolver como en un alud de terror al que venía en su socorro.
De cómo aconteció esto daremos razón en el próximo capítulo.
Marcando el lento itinerario del coronel Leiva en su tardía jornada de Arequipa a Locumba, decíamos en el capítulo precedente que este jefe había ocupado a Torata el 21 de mayo, quedando así a la espalda de los chilenos que a esas horas se alistaban para emprender el reconocimiento preliminar de la batalla definitiva. Tuvo esto lugar el día 22.
Con reposo inverosímil, a menos que obedeciera a un plan secreto fraguado desde Lima, permaneció el coronel Leiva, cuando los momentos eran meses, una semana entera enclavado en las alturas de Torata, aguardando la división Gutiérrez emplazada para el día 26.
En el intervalo se había limitado el comandante general del segundo ejército del Sur a enviar por caminos extraviados al cuartel general de Tacna un emisario de confianza solicitando órdenes.
Le había impartido ya éstas tímidamente Montero en una carta privada, y el prefecto Solar en una comunicación oficial haciéndole presente, con fecha 22 de mayo, que en junta de generales se había acordado hiciera su inmediato avance en dirección a Locumba y Sama «para cortar la retirada a los chilenos -así decía textualmente aquel despacho- hacia Ite».
No fue diversa la respuesta del generalísimo Campero llevada a Torata el día 26, y por su interés militar e histórico la copiamos enseguida tal cual fue hallada en los archivos de Lima y dice así:
En cumplimiento de estas instrucciones, en el fondo vagas y hasta tímidas, y reunido al fin en Torata todo el ejército de Arequipa, que en sus despachos oficiales el coronel Leiva disminuye a 2.300 hombres, descendió al fin el último con tardo paso, cuando era preciso volar, sobre Moquegua el 28 de mayo, esto es, dos días después que el ejército que venía desde hacía tres meses y desde Ica y Lima a socorrer, había sido aniquilado. La fuerte división del Sobrado había llegado al punto de la cita el día 26 de mayo, día de la fatal batalla, y en vez de lanzarlo a la llanura, el jefe superior le detuvo a su lado «descansando...» Era a la verdad tan estudiada (o acaso de suyo forzosa) la lentitud de la marcha del segundo ejército, que el 29 de mayo se adelantó Leiva apenas hasta la Rinconada y sólo el 30 llegó, caminando de noche, a la empinada cuesta del Bronce, rumbo de Locumba. El coronel Leiva había hecho con ágiles indios de la sierra en cuatro días aquella jornada que los sufridos y sólidos chilenos ejecutaron antes en dos.
Iban, entre tanto, corridos cinco días desde que el ejército de Chile había ocupado a Tacna, y es tal la soledad de aquellos parajes que nadie trajo a la columna arequipeña la fatal noticia, ni siquiera su vago rumor. En los desiertos del Perú ni los pájaros se hacen mensajeros.
Marchaba en consecuencia el coronel Leiva a segura perdición, cuando por la vía de Mollendo, Arequipa y Moquegua le alcanzó a las 11 de la mañana del día 30 el terrible anuncio transmitido por Bolognesi desde Arica: «¡Esfuerzo inútil! -le decía el gobernador del último reducto peruano en el sur-. Tacna ocupado por el enemigo».
El telegrama iba dirigido al prefecto de Arequipa y en él agregaba su autor, manteniendo su pecho entero, que la situación aunque desesperada podía aún salvarse si Leiva amagaba a Baquedano en Tacna desde Sama o lograba penetrar a Arica por la costa... «¡Esfuerzo inútil!»
Recibió el anciano lugarteniente de Piérola aquella cruel nueva con ánimo enflaquecido por los sobresaltos en el páramo del Bronce, sitio adecuado para resoluciones de alto temple. Pero lejos de oír el clamor de los que le llamaban desde la llanura con la voz de la angustia, torció bridas, como García y García en Angamos, y metiéndose en la región montañosa de Candarave, caminó toda la noche del 30 por las breñas y el 31 de mayo llegó a la aldea de Sinti a las 3 de la tarde con su cansada tropa.
Inmediatamente, sin apearse del caballo, y no para consultar la enérgica súplica del gobernador de Arica entregado a desesperante destino, sino para elegir mejor el sendero de la fuga, envió el coronel Leiva a Campero el siguiente despacho por acelerado expreso, una vez llegado a Sinti en la tarde del 31.
La respuesta de esta misiva tardaría largos días en llegar porque no era ni con mucho tan aventajada la condición de los restos del ejército aliado que escapaban desde Tacna, los bolivianos hacia La Paz con Campero, ascendiendo en el corazón del invierno el frígido Tacora, los peruanos marchando en completo desgreño con Montero y con Solar hacia Tarata y hacia Puno.
Desde el primer momento, la retirada se había convertido en fuga, y la fuga en rebelión y en salteo a mano armada.
Cuando la consulta del coronel Leiva datada desde Sinti llegó a manos del generalísimo Campero, sólo el 2 de junio, se hallaba este en Calacoto haciendo esfuerzos varoniles por mantener la moralidad de su tropa desmandada. El valiente comandante Pando, u otro oficial de su mismo mérito y arma, había logrado salvar dos cañones Krupp, y con este respeto y el prestigio de los jefes en una nación militar había logrado el veterano general en jefe hacer seguir en mediano orden unos cuantos centenares de soldados, mientras los desbandados, mucho más numerosos, iban a la vanguardia ejecutando atroces depredaciones que recordaban el bárbaro saqueo de todos los pueblos de las quebradas de Tarapacá después de San Francisco.
En realidad el general Campero había dimitido de hecho el mando del ejército aliado al descender de la colina de la derrota, y en consecuencia contestó la consulta del comandante en jefe del ejército del sur, en los términos siguientes que eran en realidad una abdicación y una evasiva:
Desde ese momento, y habiendo recibido el general Campero en Yarapalca, lugarejo del Tacora, la noticia, grata sin duda a su alma de patriota, de haber sido reelecto presidente de la República por la Convención convocada a aquel efecto, continuó su penosísima marcha en medio de la soldadesca desmandada «con riesgos aún mayores -dice él mismo- que los del campo de batalla».
Al fin, después de diez días de continua marcha por caminos fragosos y sin recursos de vitualla, llegó el general presidente a Corocoro el 6 de junio, y dejando allí una fuerza competente para reunir dispersos, continuó dos o tres días más tarde su marcha a Viacha, entrando a La Paz el día 10.
Horribles fueron muchos de los cuadros de aquella retirada en la que logró empero salvarse hasta la cuarta parte del ejército de Bolivia.
Estrella más opaca alumbró todavía el áspero sendero de los derrotados que a las órdenes de Montero, pero sin obedecerle, tomaron por la frígida sierra de Tarata el camino de Puno.
Se acordó esta última resolución por mayoría de votos en una junta de guerra celebrada en aquel pueblo el 30 de mayo; y aunque hubo alguna variedad de pareceres entre los jefes, prevaleció el del prefecto Solar, que parecía dominar con su energía las vacilaciones de sus compañeros de derrota. Cáceres y Pando estuvieron por aguardar en Tarata los acontecimientos, Dávila y Godínez por buscar su reunión con Leiva por la vía de Moquegua, y Albarracín por quedarse con su cansada caballería destacado en aquel paraje de vanguardia. Pero el mayor número de los votos siguió al del prefecto, y hubo en esta junta de notable que habiéndola presidido y firmado su acta el primero de todos, Montero no emitió en ella opinión alguna.
Ese mismo día o al siguiente se pusieron en consecuencia en marcha los infelices dispersos hacia Puno por la helada cordillera y en tristísimo talante.
Iban revueltos unos cuantos centenares de soldados, tal vez trescientos, con igual número de oficiales; pero los motines, en demanda de la dispersión, hábito incorregible del montaraz soldado peruano después de los desastres, se sucedían casi en cada jornada. Un sargento llamado Inocencio Pineda dio el grito de la desobediencia armada en Tarata, y fue en el acto pasado por las armas. Pero sin tomar escarmiento, ocurrieron sucesivamente dos conatos de insurrección en Tala. Fue sofocado el primero, huyendo los perpetradores, y en el segundo sufrió en el banquillo la pena de los traidores a la patria, conforme al famoso artículo octavo de Piérola, el sargento 1.º Juan Veintimilla. El prefecto Solar, que envió a Lima estas lúgubres noticias, acompañándolas de cartas íntimas que mostraban la indignación del patriotismo contra la apatía de los pueblos del tránsito, mostró indisputable vigor en esta marcha, secundado por el prefecto ad honórem de Tarapacá don Luis Felipe Rosas, hombre notoriamente activo y animoso. En ese mismo tránsito se hizo encontradizo el procónsul de Tacna con el coronel Belaúnde, aquel cobarde que venía fugitivo de Arica, abandonando su cuerpo, su bandera y su honor en la víspera de la prueba; y éste, menos afortunado que los sargentos cabeza de motín, se escapó de recibir el plomo del artículo octavo del estatuto, pero no de su estigma y el de la historia.
Dando largo rodeo llegaron al fin los escasos restos del ejército de Tacna a Arequipa, y mientras Montero pasaba, caído y desprestigiado a dar cuenta de su conducta a Lima, el favorito Solar hacía simplemente una visita de cortesía al palacio y a su hogar para regresar a hacerse cargo del mando del departamento de Arequipa que todavía conserva.
En cuanto al coronel Leiva, no recibiendo respuesta ni del eco de las montañas que fatigaba con sus marchas, continuó su retirada por las gargantas de Candarave el día 1.º de junio, el 2 llegaba a Mirave y el 8 se encontraba en Torata, preparándose para dar la vuelta a Arequipa, después de haber ejecutado, como Santa Cruz en Zepita, una pequeña «campaña del talón».
Recibió allí, sin embargo, en la tarde del día 8 el azorado jefe una orden singular y casi melodramática transmitida en clave desde Lima y desde Arequipa por el dictador Piérola, y fue la de dirigirse a salvar a Arica, que ya en la víspera había caído en poder de los chilenos. La fatídica palabra -«¡tarde!»- parecía haber sido inventada para el desgraciado coronel Leiva.
En consecuencia, a mediados de junio se hallaba con su división de regreso en Arequipa, y cuando se preparaba para reorganizar un ejército de ocho mil o más hombres con recursos de todo género solicitados a Lima, (porque Arequipa, yerta todavía, nada daba ni nada ofrecía) le llegó su sucesor en la persona del coronel de caballería don José Latorre, desairado por Montero en Tacna, y enaltecido por lo mismo en el palacio de Lima, donde respiraba a esas horas a sus anchas y ya sin rivales armados el dictador Piérola.
Llegado es, por consiguiente, el momento de ocurrir a presenciar los sucesos y los aprestos que después de la derrota se desarrollaban en la capital del Perú a cuyos sucesos todos los espectadores de la gran contienda comenzaban a volver la vista como para presenciar la escena final y terrible del largo y sangriento drama.
Llevados por el primordial propósito de conservar a la historia su indispensable unidad, y juntamente por el de repartir con acierto los diversos agrupamientos de los sucesos tan variados como múltiples de una guerra sostenida entre tres repúblicas por mar y tierra, hemos debido aplazar en el volumen precedente de esta narración todo lo que se refería a la política interna y a la organización civil de los dos países más directa y más vivamente interesados en la contienda, a fin de dar cuenta cabal y minuciosa de sus operaciones militares.
Sin embargo, en el capítulo V del volumen que forma el tercero de esta serie, y bajo el título de Piérola Dictador, dimos razón de como este tenaz cuanto osado caudillo se había dirigido desde Chile a su patria al comenzar la guerra (abril de 1879) fingiendo miras y aspiraciones de paz y de confraternidad en un manifiesto público poco recordado; y enseguida como había maquinado en Lima durante ocho meses (de abril a diciembre de 1879) para asaltar el poder, aparentando lealtad de patriota, y como, el día 21 del último de aquellos meses, se había lanzado a la plaza pública con su batallón de secuaces personales y el de algunos correligionarios de última hora, proclamándose «salvador», «regenerador», y, por último, dictador, asumiendo jactanciosamente pero no sin copiar anticuadas parodias de la revolución, con el título oficial de «Jefe Supremo del Perú».
En ese lugar oportuno referimos también como el taimado pretendiente y conspirador de diez años consecutivos se había adueñado del poder por la revuelta y aceptado -así decía su impávido decreto- el título de «Jefe Supremo» que, con «facultades omnímodas», le confirieron «espontáneamente» los pueblos de Lima y el Callao, ratificando inmediatamente esta investidura el día 23 de diciembre el ejército del sur, mandado por el contralmirante Montero y todas las secciones del país puestas al habla con la capital por el telégrafo.
Y a la verdad, es cosa en extremo característica de la índole extraña y peculiar del hombre que desde entonces a regido los destinos de su infeliz patria, acercándose más en su mente y en sus actos al tumultuario Masaniello que al ilustre Juárez, su rebuscado modelo, el hecho de que su primer acto público, la primera emanación de su pensamiento y vanagloria de dictador fuera que, en el instante mismo de decretarse a sí propio la omnipotencia a manera de la púrpura antigua, la depusiera a los pies del pontífice de Roma, anunciándole además oficialmente, como al augusto pastor de la cristiandad y juez árbitro de la paz de los pueblos en sus inhumanas querellas, que su principal intento, después de su sumisión a la tiara, por nadie solicitada, era el de «preparar el triunfo de sus armas contra Chile».
Este documento inicial, poco estudiado en su espíritu y que anuncia desde la primera hora al Apu-camachicuk o «Protector de la raza indígena» del Perú, estaba concebido en los términos siguientes:
Cumplido este voto de su conciencia y satisfecha su vanidad de pontífice peruano, el regenerador de su pueblo se preocupó de hacer su entrada triunfal a Lima, el día 24 de diciembre, víspera de Navidad, montado en caballo blanco como Tomaso Aniello, el caudillo pescador de Nápoles, escoltado por inmenso y regocijado gentío, la cauda del Dios Éxito, mientras todas las campanas echadas a vuelo, como a la entrada de los virreyes, atronaban la ciudad.
Hecho todo esto, el día 24 de diciembre, el dictador se ocupó de organizar en esa misma fecha su gobierno dictatorial; pero, arrastrado por su idea dominante y peregrina de cambiar los nombres a todas las cosas, a título de «regenerador del Perú», aunque sin alterar su sustancia, no nombró ministros sino que creó de una plumada siete secretarías que serían servidas por sus adeptos personales más ardientes, cómplices muchos de ellos en antiguas revueltas. El regenerador reagravaba así una de las llagas más antiguas y corrosivas de su suelo, el «personalismo», en lugar de depurarla. Juzgaba que con llamar «secretarios» a los funcionarios que en todos los países del mundo se llaman «ministros», la «regeneración» quedaba de hecho consumada.
Las secretarías de la dictadura eran siete, número místico y hasta simbólico, y llevaban las denominaciones siguientes:
- De relaciones exteriores y culto.
- De guerra.
- De marina.
- De gobierno y policía.
- De justicia e instrucción.
- De hacienda.
- De fomento, que comprendía los ramos de obras públicas, industria, comercio y beneficencia.
Designó el dictador para el primero de aquellos puestos al doctor don Pedro José Calderón, hombre de notorio talento natural, hijo de Lima, que había sido su condiscípulo en el Seminario de Santo Toribio y hacía poco saliera del cuartel de San Francisco de Paula, en cuyos muros su impetuoso partidarismo le hizo sufrir largos meses, acusado de secundar en la capital las conjuraciones que el primero enhebraba en todo el territorio desde Chile y desde Europa. Criollo de casta, vehemente, apasionado, grosero en sus hábitos, trabajado su organismo por el deleite, sin escrúpulos morales, místico en las formas, herencia del aula de Santo Toribio, como en Piérola, por lo cual elegía la cartera del culto; pero capaz, una vez colocado tras el altar, de acometer aún las acciones más puestas en riesgo de comprometer el honor, la moral y hasta el simple tacto social, propio de los hombres cultivados, se hallaba el secretario Calderón dotado sin embargo, de indisputable energía y de una resolución a toda prueba para llevar adelante lo que concebía o apadrinaba.
Muy joven todavía, fue el único peruano que se atrevió a poner su firma en el vergonzoso pacto de las Chinchas, ajustado el 7 de enero de 1865 entre Vivanco y Pinzón, y a proclamar aquella mengua internacional como ley de su patria en su calidad de ministro de Relaciones Exteriores del presidente Pezet. Vuelto a la gracia y al favor de los dispensadores de la fortuna (siendo hombre pobre y de origen oscuro) el presidente Balta le envió de plenipotenciario a Alemania; y de allí le retiró la enemiga y el buen sentido práctico del presidente Pardo.
Por lo demás, aunque su inteligencia era clara y en ocasiones chispeante, su invencible pereza natural, su falta de estudios adecuados, la rudeza impertinente de sus modales y hasta la inconveniencia de sus formas de lenguaje en sus notas oficiales, no menos que en sus comunicaciones privadas, no alcanzarían a revestir sus esfuerzos en favor de la dictadura y de la guerra, del brillo que las exterioridades humanas prestan siempre al poder. Llevando en sus entrañas no poca porción de la sangre Áfricana tan copiosamente esparcida durante los siglos del coloniaje en aquella abigarrada capital, el doctor Calderón, era un elemento explosivo y hasta peligroso de la dictadura, y en breve habría de comenzar ésta a experimentar los efectos de su irreprimible y burda fogosidad. En esta parte la índole sagaz y el aparato cortesano y correcto en cuanto a las apariencias de su antiguo condiscípulo de claustro y ahora señor, le aventajaba largo trecho para dominar, y hacerse perdonar el dominio y hasta la omnipotencia. El ministro Calderón pretendía remontarse a la alta cima desde la cual imperó Monteagudo en Lima, pero apenas, como hombre de seso, de actividad y de éxito si logró sobrepujar a Tramarria, el revoltoso mulato agitador de castas de la época de Riva-Agüero y de Bolívar.
El punto de confluencia de aquellos dos hombres era, sin embargo, junto con la ambición que no se cansa, el misticismo que no desfallece. Su estadio común continuaba siendo el Seminario de Santo Toribio y su pilar el obispo Huerta, maestro y protector de ambos. Por mera coincidencia de religiosa correlación, el ministro del Culto vivía en la calle de los Púlpitos, tras el Mercado de Lima.
Confió el dictador la cartera de guerra a uno de sus más fieles compañeros de aventuras, el coronel don Miguel Iglesias, rico hacendado de Cajamarca, donde secundara los conatos de rebelión del pretendiente en 1874. Era Éste un hombre de moralidad probada, de robusto corazón, como lo confirmaría un año más tarde en la cima del Morro Solar, y de sano patriotismo, justificado por los primeros actos de su vida pública. El coronel Iglesias había figurado, junto con los coroneles Prado y Balta, entre los primeros patriotas de 1865, desenvainando en sus nativas montañas la espada del honor de la patria mancillada, contra ese mismo ministro Calderón que ahora iba a ser su colega, a título del común partidarismo. Ciudadano honrado, laborioso, pacífico, mediocre en todo lo que no fuera prendas del alma, podía decirse del secretario de la guerra que no poseía ninguno de los defectos ni ninguna de las calidades de su principal compañero de labores. El coronel Iglesias tenía tanto corazón como el doctor Calderón tenía voluntad y tenía pasiones.
Y era entre estos dos hombres, colocados como las extremidades de un eje real, donde existía el punto céntrico y motriz sobre el cual giraría la dictadura, porque todos los demás secretarios hasta el número de cinco no pasaban de simples mediocridades allegadizas de antiguo o de reciente al dictador y a su triunfo.
El secretario de marina y capitán de navío don Manuel Villar era, en efecto, considerado, aun en su carrera y por los de su clase, como un infeliz anciano, de pobre cuna y de más pobre heredad e inteligencia. Había perdido por accidente un ojo en su mocedad, pero aun poseyendo cabal el uso de ambos no habría visto más allá de la borda de su nave ni de la mampara de su despacho. Marino de la escuela de Mariátegui y de Salcedo, discípulos de Guisse, en su juventud pasó por valiente, y más tarde mereció el casual honor de mandar en jefe el cañoneo de Abtao contra los españoles, por la ausencia del comandante general de la escuadra aliada, don Juan Williams, que ese día se hallaba con la Esmeralda en Ancud.
Pero fuera de esta ligera aureola, vivía el viejo marino en su país, y especialmente en la ciudad de Arica donde residía de ordinario con su familia, en la más profunda oscuridad; y era esto a tal punto, que cuando los marinos surtos en la rada del Callao tuvieron conocimiento de su designación, se reunieron en el Rimac acaudillados por el prestigioso capitán Villavicencio, protestaron contra ella y, aun acercándose a la rebelión de hecho y personal, que entre los peruanos es tan fácil de estallar como la pólvora, manifestaron que aunque dispuestos a aceptar el cambio de gobierno, no lo estaban a reconocer la autoridad directa de aquel jefe.
El despacho del interior fue confiado a don Nemesio Orbegoso, ausente a la sazón en sus haciendas de Trujillo, de cuyo departamento había sido prefecto así como alcalde de Lima. Hombre tranquilo y al parecer honorable, hijo del general de su mismo apellido y presidente del Perú, conservaba, junto con el prestigio de su popularidad, que había sido en Lima tan grande como la de Riva-Agüero y Tramarria, el de su fortuna. Le constituía ésta en patricio y casi en caudillo en Trujillo, como lo era el coronel Iglesias en Cajamarca.
Para los negocios de justicia e instrucción, en época en que estas dos facultades de gobierno iban a ponerse en receso a guisa de trastos viejos, fue nombrado un joven abogado de Lima, que antes de la dictadura dividía cómodamente su tiempo entre su bufete, su chácara y los portales; y probablemente siguió haciendo lo mismo después de la dictadura, porque todo lo que ha quedado de él como memoria es su nombre. Se llamaba el doctor don Federico Panizo y era hijo del coronel de este nombre que mandó con flojas punterías y más que liviana alma, la artillería peruana en el Campo de la Alianza.
El resto de los secretarios del dictador, y que ha hecho, por accidente y por los escándalos financieros y diplomáticos que autorizó con su firma, más ruido en el mando que todos sus colegas juntos, era el doctor don Manuel A. Barinaga, profesor y empleado de hacienda, que había sido ministro de este ramo bajo la administración Prado y de cuyo puesto cayera con fulminante acusación parlamentaria de reciente data por «complicidad» en la emisión de los bonos fraudulentos de Derteano, Schell y otros directores del Banco del Perú.
Ignoramos por nuestra parte, a ciencia cierta, si el ministro Barinaga se hizo o no reo de aquella especial complicidad. Pero por su carácter y su manera de ser no poco común entre los hombres públicos de su país, y por desgracia de otros de la América española, podría definirse con una sola expresión de clases -el doctor Barinaga pertenece a la clase numerosa de los que en política se llaman «hombres-cómplices», que las leyes antiguas calificaban bajo el estigma de «encubridores». Éste fue el ministro de la dictadura que en un despacho público llamó «salteadores» a los chilenos.
En cuanto al séptimo secretario de la lista, el ingeniero don Manuel Mariano Echegaray, encargado de las obras públicas, cuando éstas iban a ser demolidas o clausuradas, de la industria cuando los impuestos acabarían de sepultarla, del comercio en los momentos en que el bloqueo comenzaba a enmurallarlo, y de la beneficencia cuando la dictadura aprestaba sus manos para el despojo de las casas de asilo y hasta de los altares, todo a título de «fomento», era sólo un nombre agregado a una lista. En cuanto a sus dotes y antecedentes personales, todo lo que hemos logrado saber de él es que sus paisanos le calificaron con un apodo, que en aquel país es una definición acabada de nulidad, de pretensión y petulancia. El ministro de fomento era lo que las limeñas llaman espiritualmente «un cándido».
Resumiendo opiniones y presentando la síntesis del primer gabinete de la dictadura, un diario de Lima, que no la había mirado con ojos de enemigo airado, se expresaba a los pocos días de la designación de los siete secretarios, en los siguientes términos que juzgamos exactos:
Y, enseguida, por su cuenta y en previsión tal vez de la mordaza de prensa que el ministro Calderón alistaba en un rincón de su gabinete, el diarista independiente añadía:
Tal era el franco criterio de la prensa y de la situación que la dictadura le creaba. Mas, no había transcurrido todavía una semana desde el nombramiento de los siete secretarios, cuando todos los diaristas de Lima, número igual al de aquellos personajes, siete secretarios contra siete escritores, habían sido llevados a la cárcel según en su oportunidad habrá de verse...
Atornillaba y ensamblaba la armazón de la dictadura, en la forma personalísima que queda expuesta, era preciso darle alma; y para esto, como el soplo de la Divinidad en el caos que transformó el lodo en ser, y la materia inerte en radiosa vida, don Nicolás de Piérola reveló la mística omnipotencia de su mente en el famosísimo Estatuto que promulgó en el tercer día de su creación, a título de provisional.
Este singularísimo pero peculiar documento, inspirado a todas luces por el antiguo alumno del Seminario de Santo Toribio o su condiscípulo el ministro Calderón, de cuya pluma salió hecho verbo, luz, castigo y regeneración del Perú, decía así, textualmente copiado de la correcta versión telegráfica que, en medio del asombro de los simples habitantes de Chile, circuló el 8 de enero de 1880, enviado por los alambres ese día desde Copiapó:
«Legislar» ha sido una de las manías más acentuadas del doctor Piérola, desde su más remota juventud, según habremos de ponerlo en evidencia al agrupar los rasgos de su móvil fisonomía en su retrato biográfico y moral más adelante. Hijo de un naturalista y clasificador de plantas, que fue además presidente de asambleas legislativas, el doctor Piérola parecía haber bebido en el hogar paterno la ciencia infusa de Solon y de Sièyes, como el doctor Egaña de Chile, hijo también de un abogado y legislador limeño; y el célebre Estatuto del 27 de diciembre de 1879, con todas sus incongruencias, neologías, innovaciones, vaguedades y misticismos, era una prueba palmaria de que en esto no levantamos falso testimonio ni a su cuna arequipeña, ni a su escuela de Santo Toribio, ni a su organismo de dictador.
Conjuntamente con la organización política del Perú bajo su nueva planta teórica, el futuro «Protector de indígenas» y encuadernador del Libro de la gloria, en que se asignaría a sí propio el primer puesto, decretó la organización de cuatro ejércitos, cuya carne de cañón serían, en el momento oportuno, aquellos mismos infelices indígenas sus protegidos.
Los cuatro ejércitos de esa suerte decretados en el papel, se denominarían, conforme al viejo y emblemático estilo napoleónico Primer y Segundo Ejércitos del Sur, y ya estos dos nos son suficientemente conocidos.
Llevarían los otros los nombres de Ejército del Norte, el cual fue organizado inmediatamente en Lima con contingente de aquella parte del territorio, y el segundo Ejército del Centro, y éste daría esperas. Desde la primera hora, el dictador manifestó marcada disposición para gobernar geográficamente a su país, dividiéndolo en zonas. Más tarde llegaría a hacer de cada hacienda una zona de defensa y de su mando.
El decreto dictatorial que mandaba levantar, a la manera de Pompeyo, cuatro ejércitos a la vez, llamaba a las armas a todos los peruanos de 18 a 50 años, y los agrupaba en dos reservas, la una activa, que se incorporaría oportunamente en el ejército, y la otra sedentaria, compuesta de los que hubiesen cumplido 30 años. Se exceptuaba, como en la conscripción francesa, que el dictador había tomado de seguro por modelo, a los empleados, profesores, tipógrafos, médicos, abogados, y como en el caso de la ex emperatriz Eugenia, «al hijo único de la madre viuda». La traducción era literal. Constituía esta última una excepción francesa, pero se creaba también una peculiarísima cláusula del Perú y que como tal apuntamos: «la excepción del servicio militar de todo el que pagase 50 soles mensuales» para sostén de la guerra; plata por sangre, mugre por patriotismo.
Ejecutado todo esto con vertiginosa rapidez y sin escasear la tinta y el papel, el Ejército del Norte quedó organizado el 3 de enero de 1880 en la forma siguiente, bajo el mando en jefe del octogenario general don Ramón Vargas Machuca, brigadier de caballería, afecto a las carreras y a los caballos de su arma, y que aún en el Perú pasa por «loco», a pesar de su edad más que provecta. Es de advertir que todos los jefes de división eran en lo absoluto pierolistas como los secretarios de la dictadura, y su nomenclatura y la de los cuerpos que mandaban, la siguiente:
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- Comandante general, coronel don Juan M. Vargas.
- Batallón Guardia Peruana número 1.
- Íd. Cajamarca número 3.
- Íd. Ica número 5.
Primera división.
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- Comandante general, general de brigada don Javier de Osma.
- Batallón Tarma número 7.
- Íd. Callao número 8.
- Íd. Libres de Trujillo número 11.
Segunda división.
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- Comandante general, coronel don Mariano Vargas.
- Batallón Junín número 13.
- Íd. Punyan número 15.
- Íd. Huancavélica número 17.
Tercera división.
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- Comandante general, coronel don Buenaventura Aguirre.
- Batallón Paucarpata número 19.
- Íd. Libres de Cajamarca número 21.
- Íd. Jauja número 23.
Cuarta división.
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- Comandante general, general don Francisco Diez Canseco.
- Batallón Ancachs número 25.
- Íd. 1.º de Concepción número 27.
- Íd. Zuavos número 29.
Quinta división.
Constaba el Ejército del Norte, como habrá podido verse, de unos quince batallones, de los cuales el único veterano era el Callao número 4 (ahora número 9), que se había mantenido fiel al ministro Lacotera a las órdenes de su pundonoroso coronel don Manuel Cáceres. Hizo por esto el último su renuncia y entró a reemplazarle el viejo coronel don Antonio Rosa Jil, el mismo que le mandara en Chorrillos y Miraflores.
No comprendía esa fuerza ni la guarnición del Callao, ni la de celadores de ambas ciudades, y tal vez había cabido en ella sólo una parte de la guardia nacional de Lima que había pasado en revista el presidente La Puerta el 22 de julio de 1879, formando en la carretera del Callao hasta 10.000 hombres entre soldados y reclutas. El ejército destinado a la defensa de Lima no había, en consecuencia, aumentado en satisfactoria proporción durante la administración Prado-La Puerta.
Del ejército pasó la febril y aparatosa actividad del dictador a ejercitarse en la administración, y mientras el 1.º de enero, a estilo de los soberanos y de los pontífices en el viejo mundo, recibía en audiencia pública y solemne al cuerpo diplomático, presidido por un legado del Papa, el 3 de ese mes echaba, como Napoleón el Grande, las bases de su Consejo de Estado personal y consultivo, nombrando conforme al Estatuto, los siguientes miembros de designación libre de ese alto cuerpo que sería montado en el pie del que acostumbraba presidir y hacer trabajar para su gloria el gran capitán del siglo.
Como representantes del ejército, a los generales Echenique y don Pedro Díez Canseco, antiguos presidentes del Estado.
En representación de la marina, al capitán de navío don José Elcorobarrutia.
Y como delegados del elemento civil, a los ciudadanos don Jerónimo Sánchez y don Bartolomé Figari, hijo este último de humilde emigrado italiano como los Canevaro y los Denegri.
Descuajando por sus más hondas raíces todas las instituciones existentes, el «regenerador del Perú» destruyó asimismo de una plumada la administración municipal del Perú, dando por razón que los consejos departamentales (los municipios de provincia) «no tenían razón de ser», y los consejos provinciales o ayuntamientos lugareños «adolecían de gravísimos defectos».
Y enseguida dio un régimen automático, completamente sui generis a todo el país a su albedrío y a usanza feudal, mezclando lo despótico y lo democrático, la edad media y la civilización, como dentro de un mortero. Designó, en consecuencia, para prefecto de Lima a su antiguo cooperador de empréstitos en Europa don Juan Martín Echenique, y después de haber elegido él por su soberana voluntad veinticinco vecinos de Lima, los hizo alcaldes y regidores, por el mismo procedimiento de la colonia, cuando cada magnate, para tener derecho a usar el título y bastón de «maestre de campo» compraba su vara.
Fuera de este copioso parto de decretos y de instituciones, la primera y prolífica semana de la dictadura, que parecía venir en cinta desde larga data, no fue marcada sino por un acto de arbitrariedad personal del ministro Calderón, apadrinada por el dictador, contra todos los diaristas de Lima que el día 30 de diciembre fueron reducidos a prisión en la cárcel pública de Guadalupe. Su singular delito consistía en haber omitido el requisito de sus firmas en sus escritos, violando lo dispuesto en el artículo 7.º del Estatuto, que declaraba pasquín, lo que no llevara firma, aunque el trozo anónimo fuera una plegaria a la Virgen o un himno al Ser Supremo.
El dictador y su primer secretario habían sido diaristas, en su calidad de redactores de la Patria, el diario por excelencia pierolista de Lima; pero uno y otro comenzaron su estreno de cómica energía por encarcelar, a virtud del olvido de un insignificante detalle, innecesario en una dictadura, a sus más ardientes correligionarios, como el doctor don Pedro Alejandrino del Solar, destinado a ser el brazo derecho de Piérola durante la dictadura y la guerra.
Para hacer todavía más grotesca aquella parodia del régimen napoleónico moderno, verdadera colegialada que no traicionaba entereza singular sino su remedo, el dictador otorgó la gracia de los encarcelados en la mesa de la opípara cena de su natalicio, servida en palacio, entre repiques, luminarias y castillos de pólvora y sahumerio, en la noche del 5 de enero, hora en que el jefe supremo cumplía 41 años.
No faltaron en Lima, ciudad voluptuosa, rica en diamantes, en pastillas olorosas, y en ardientes intrigas femeninas, espíritus suspicaces y malignas lenguas, que en aquel encierro y amordazamiento en masa de los directores de la prensa creyeran encontrar, al menos respecto de uno de los encarcelados que vestía túnica talar y era de seductor aspecto, una intriga de alcoba del feo y voluptuoso ministro Calderón, en cuya vida el «¿quién es ella?» del magistrado inglés era como un apéndice obligado de todos sus actos en la vida pública y en la vida íntima, no obstante ser hombre casado y padre bendecido por mellizos.
Mas según otros, el móvil de tan singular medida no pasaba de aquella «negra honrilla» del escritor adocenado que hacía represalias entre sus colegas de antiguas críticas, insondable vanidad humana que Lesage inmortalizó en el caso del arzobispo de Granada y de su secretario Jil Blas de Santillana. Estando a versiones lugareñas, el Jil Blas de esta comedia de palacio había sido el redactor don Pedro del Solar, colaborador principal de La Patria junto con Calderón.
Mas, a nuestro juicio y probablemente al definitivo de la historia, habrá de ser preciso remontarse para formar el recto criterio de estos actos, así como de los que les precedieron y los explican, a causa mucho más alta, motivada y natural que a esa fútil chismografía, espuma del ocio en pueblos agitados. Porque todo eso cabía dentro de la instrucción moral, de los antecedentes, de la vida, de la naturaleza, y de la educación intelectual y política del dictador, según cumple a nuestro haber entrar a demostrarlo. Para ello no necesitaremos más que condensar nuestro propio juicio formulado a la ligera en la primera hora de la revelación del personaje que hoy todavía, después de dos años, ocupa por completo la atención de su país y lo domina.
Después de la prueba larga y sufrida, nadie intentaría probablemente en la presente hora sostener que don Nicolás de Piérola, es un hombre vulgar, ni adocenado.
Puede ser, y a nuestro juicio es y ha sido un hombre extraño, singular, no poco incomprensible bajo muchos conceptos que la disposición de su carácter ayuda a descifrar junto con las peripecias de su vida y las de su país.
Pero a todas luces es un hombre dotado de ciertas cualidades peculiares, de ciertos «peruanismos», diremos así, si la frase es permitida, que dan razón de su carrera, de sus luchas, de sus triunfos, de su elevación, de su popularidad y de su fuerza como elemento de patriotismo y aun como caudillo nacional.
Que, desde este último punto de mira y para lograr lo que como prestigio y como poder ha obtenido en edad comparativamente juvenil, es el dictador del Perú hombre de arrojo, su conducta personal a bordo del Huáscar en el célebre combate de Pacocha, librado por él contra dos poderosos barcos de guerra de S. M. B. (el Shah y el Amethiste) que logró burlar en la tarde del 9 de mayo de 1877, así como sus dos campañas del Talismán y de Torata, habrían sido manifestaciones sobradas, si otra vez no hubiera pagado con su persona su ambición tenaz y desmedida en las calles de Lima. ¿No había sido a la verdad, casi un acto de heroísmo recoger del suelo y a balazos la herencia del ex presidente Prado y de su inmolado antecesor?
De que ha sido un hombre laborioso bajo el clima de la universal molicie, su vida de abogado, de escritor y de ministro son testigos.
Es un espíritu organizador en medio del universal desbarajuste, y es un estadista que hasta a caballo legisla. ¿Y podía requerirse mejor prueba de su afanoso empeño, que su ya célebre estatuto de doce artículos, su ministerio de siete secretarías y su decreto de cuatro ejércitos, del norte, del centro y dos del sur?
Pero la condición más esencial de don Nicolás de Piérola y la que le ha llevado al capitolio, en cuyas gradas cayó hace un año su rival, es su obstinación.
Don Nicolás de Piérola es de estirpe catalana, es decir, de raza de obstinados. Piérola es el nombre de un lugarejo montañoso, de trescientos vecinos, que dista siete leguas de Barcelona y es famoso por su vigoroso vino y su cerril caza de jabalíes y de lobos.
Y pasando más tarde a suelo americano, la corteza del tronco primitivo se endureció en el agrio médano y en el caserío de cañas bravas, porque Camaná, patria de los Piérola peruanos, a sido cuna de verdaderos puercoespines de indómita fiereza. Los cuatro Gutiérrez eran de Majes, es decir, del río de Camaná. El general Segura, tan bravo como aquellos arrieros-soldados y el brazo derecho de don Nicolás de Piérola en sus campañas de Moquegua, es cañameño. En Camaná nació también aquel famoso don Lorenzo de la Llamosa, ayo de Carlos IV, de quien se decía que dictaba a siete escribientes a la vez, lo que no impidió que su sabiduría diera a España el más torpe de sus reyes.
Y como él, don Nicolás de Piérola dictaba, a su turno, a sus siete secretarios...
La tenacidad catalana y cañameña de don Nicolás de Piérola es su cualidad más culminante y absorbedora; y por esto era evidente que en el país de todas las veleidades y de todas las inconstancias, inclusa la encantadora de la mujer, él habría de sobreponerse un día como el trozo de granito que ha rodado sobre movediza arena:
-Señora, hace treinta años que conspiro -decía don Nicolás de Piérola a una dama de Santiago en la víspera de la declaratoria de guerra que le llevó al Perú-, y todavía no sé cuando acabaré de conspirar...
Es lo mismo que decía a uno de sus confidentes militares cuando le acosaban Pardo y Montero, Buendía y Rivarola en las alturas de Torata:
-¡Es revolución, vivir es triunfar!
El futuro y ya próximo dictador del Perú se engañaba, empero, al otorgar a su taima un plazo indefinido. Sus propios enemigos estaban conspirando por él y para él. Desde que estalló la guerra, el general Prado hizo cuanto fue preciso para cederle el puesto y forjarle la dictadura, que desde hace dos años ejerce. Antes que Prado, el rifle de Montoya había hecho todo lo necesario para dejarle ancho y expedito el camino hacia la altura. Pardo vivo, Piérola no habría sido, de seguro, dictador: menos habría sido generalísimo.
Después de su taima de propósitos, lo que prevalece más intensamente en el ánimo del actual dictador del Perú, es el orgullo. Decimos mal. Esa condición de su alma vive junto y bien avenida con su fibra, y aún supera hoy a la última para troncharla mañana.
Lo que ha elevado a don Nicolás de Piérola es su estoica porfía.
Lo que le perderá mucho más aprisa de lo que él se imagina es su petulante orgullo.
Es un hombre no sólo intensamente, sino fastidiosamente vanidoso.
Es hombre capaz de perdonar que le llamen tirano, pero de buen grado mandaría a la cárcel al primer vecino de Lima que no le cediese la acera en su calidad de Jefe Supremo.
Don Nicolás de Piérola parece tener el deleite reglamentario del detalle: la tiranía de las pequeñas cosas, de las salvas, del uniforme, del saludo, del kepí y del pañuelo. El dómine traiciona a cada paso al hombre de mundo, al punto que por la omisión de un simple detalle ineficaz e inoficioso hizo de todas las imprentas de Lima una sola cárcel.
Antes de la época revuelta y alterosa, sin luz, sin lógica y sin rumbo en que comenzó su gobierno, don Nicolás de Piérola había solido llamarse a sí propio «regenerador» del Perú, a ejemplo de Vivanco (su tipo) en 1840. Y en efecto, desde que ceñido de espada y sombreada su frente del galoneado kepí, pisó la cubierta del diminuto Talismán en abril de 1874, se decretó en la orden del día el título de «jefe supremo», que más tarde asumió en el palacio de los Pizarros y en las breñas de la Sierra.
¡Y cuidado que ese tratamiento era parte obligada del diario ceremonial a bordo! Don Nicolás de Piérola, mareado y a cien millas de la costa, se creía capitán general de mar y tierra y como tal procedía.
Siendo hijo de Arequipa, don Nicolás de Piérola, sea contagio, sea simple reflejo, tiene mucho del cándido de Lima. Hasta hoy, el valor personal aparte, es sólo una copia, o si se quiere una miniatura relamida del infortunado don Manuel Ignacio de Vivanco.
Su entrada triunfal a Lima tuvo por esto todos los emblemas de la apoteosis; las coronas, el sahumerio, la cauda de los obispos, el redoble de los tambores, los arcos triunfales, la vocería de la muchedumbre, la plegaria de las monjas en el coro. Piérola es en el Perú una especie de «Niño Dios de las Capuchinas...».
El padre de don Nicolás de Piérola fue naturalista, lo que sobra para decir que fue hombre pobre. Fue también ministro de hacienda en el Perú, bajo Castilla, este Solimán el Magnífico del Nuevo Mundo. Y muriendo en la penuria demostró en demasía que era hombre probo y digno de respeto.
En esa escuela se educó el hijo, y es grato, como la vista del oasis en la mitad del páramo, reconocer que su juventud fue pura y aun austera.
Desaparecidos en edad temprana el padre y el maestro, don Nicolás de Piérola, hijo, amó y enseñó su hogar con severidad de trabajo y de costumbres, superior a sus años y a su clima. Ha sido el segundo padre de sus hermanos, uno de los cuales (Emilio), muerto de tisis en los primeros días de la guerra, fue mecánico y naturalista, y otro (Exequiel) ha sido oficial de artillería. Del primero de aquéllos dicen los que lo conocieron que era bajo muchos conceptos superior, como hombre intrínseco, al dictador.
Entre tanto la propia virtud doméstica del último le deparó generoso y bien venido protector en monseñor Huerta, obispo de Puno, cuya mitra éste renunciara por el culto y la cultura de Lima y es hoy prelado de Arequipa.
Le llevó el señor Huerta al Seminario de Santo Toribio, de que era rector, y allí le dio lucida enseñanza de novicio y aun de sacerdote. Piérola, como don Federico Errázuriz, vistió largos años la sotana, y aun se tonsuró de menores. Y desde el aula traicionó su carácter altero, arrogante y aristocrático, a la par que estudioso y tenaz. Recuerdan todavía sus condiscípulos el lujo de su traje, sus medias de rica seda, sus hebillas de oro, su cuidadoso peinado sacerdotal, sus ínfulas de doctor, su ergo de estudiante, su orgullo y su aislamiento de camarada.
Don Nicolás de Piérola se daba desde los duros bancos de la escuela eclesiástica aires de potentado; y el único amigo de juventud que le ha quedado fiel ha sido el exaltado don Pedro José Calderón.
Por esto, su primera diligencia de dictador fue la de cartearse de hombre a hombre, de potentado a potentado, de soberano a soberano, con Su Santidad León XIII. En esa carta de sublime petulancia, el dictador derramó todo lo que le quedaba en él del monigote.
Como seminarista, don Nicolás de Piérola se hizo también teólogo; ¿y quién, al leer sus decretos, sus epístolas, sus frases, sus modismos, su Estatuto, no descubre en el legislador de veinticuatro horas los giros peculiares de un antiguo y arraigado dogmatismo? En Piérola la afición y adulo al clero no es únicamente resorte político: es todavía la cauda del Seminario que se arrastra tras su sombra. El día más grande de su vida ha sido aquel en que, ungido por la soldadesca, ha podido empinarse hasta la tiara. Su carta a León XIII, cuando resonaban todavía los bullicios del motín, es una perfecta revelación.
Mas un día, por arrebato juvenil si bien lógico de su naturaleza, el tonsurado de Santo Toribio colgó los hábitos, se hizo abogado y tras de abogado, escritor. Le dio el señor Huerta los tipos viejos de una mala imprenta que había sido del Seminario, y en su consorcio, el discípulo fundó en 1860 El Progreso Católico, periódico que fue el reflejo del que en Chile tenía más o menos ese mismo nombre en esa época La Revista Católica.
El doctor Piérola (que así comenzó a llamarse desde que abrió estudio) colaboró, si no con brillo, con amor a aquella publicación. Era eso en su ánimo, más que una consigna, un tributo de gratitud a su maestro y a su protector. Piérola ha mostrado tener la virtud rara de agradecido, y en su organización esa prenda del alma no es hija del esfuerzo, porque la perseverancia es sólo una forma benévola de la obstinación.
Don Nicolás de Piérola está organizado para amar y para aborrecer con igual intensidad. Haría por esto un gobierno de favoritos y de odios, y desde temprano comenzó a ponerlo en obra. Todos sus ministros eran los compañeros, los aliados, los confidentes, los cómplices de su conspiración de siete años, de su poderío de unos cuantos pero deslumbradores meses. El ministro Calderón había gastado por él toda su tinta, toda su saliva y toda su bilis. El ministro de la Guerra, Iglesias, tomó las armas por su causa en Caxamarca, y otra vez le daría su hacienda y su sangre.
Dijimos antes que don Nicolás de Piérola se recibió de abogado en 1860. Hemos visto un extracto de su memoria de prueba, y hoy, después de veintiún años, es ésa una pieza notabilísima de actualidad, porque es el prefacio de su dictadura y de sus miras. Tomó en ella por tema la soberanía nacional, y desde esa época justificó la dictadura y anunció la monarquía casi como un dogma derivado de la misma soberanía... Era ese entonces un plagio de Napoleón III y sus plebiscitos inicuos, pero en el seminarista-teólogo y en el abogado-politiquero eso era una doctrina:
-Coloquemos frente a frente -decía a propósito de su tema- el triple aspecto del problema de la soberanía, y concluiremos por afirmar que la soberanía en acción consiste en LA OBLIGACIÓN DE MANDAR.
¿Y no está aquí viva y palpitante la teoría de la conspiración permanente para cumplir con la obligación impuesta del mando, y una vez alcanzado éste, subir como consecuencia necesaria a la dictadura, que es la soberanía en acción?
En 1864, el doctor Piérola fundó un periódico laico, El Tiempo, y formó desde la primera hora en las filas de los reaccionarios, es decir, sostuvo a Pezet y a Mazarredo contra la honra de su patria; de suerte que cuando los traidores de las Chinchas cayeron, él cayó con ellos.
Y descendió el diarista tan aprisa los peldaños de la influencia, que en 1868 el doctor Piérola vivía en su casa de la calle de Melchormalo (que es centro aristocrático en Lima) más como agente de Lanman y Kemp y del empresario de anuncios de París Legrand, que como abogado o publicista; daba a luz reclames en lugar de artículos, y en su honor sea esto dicho porque, a juicio nuestro, la única cosa que degrada al ser humano es el ocio. Desde gañán a pontífice, lo que ennoblece la vida no es el título sino el trabajo.
En tales circunstancias, la fortuna fue a golpear a las puertas del caído. Por uno de sus arrebatos insanos, el presidente Balta se había quedado sin ministro de Hacienda, es decir, sin gobierno (porque en el Perú la hacienda pública es el Perú mismo), en los últimos días de diciembre de 1868, que fue el primero de su fatal gobierno. Un confidente de sus cóleras, y que solía apaciguarlas con un dicho de gracejo, se acordó de que había un abogado oscuro, pero de fibra, un escritor adocenado, pero de alientos, y cuyo padre había sido ministro de Hacienda. ¿Podía presentarse mejor candidato en una hora de desesperación? El último argumento sobre todo, ¿podía ser más concluyente? En el Perú un noventa por ciento de la población blanca cree en el misterio de la ciencia infusa; la población indígena y mestiza cree y adora el mismo dogma de los blancos con unanimidad perfecta.
Piérola fue nombrado en consecuencia ministro de Hacienda el 5 de enero de 1869, y cuatro días después, esto es, el 9 de enero, condensaba su programa ante el Congreso en estas pocas palabras de falsa modestia, que encubrían los apetitos de una ambición incontenible:
-Puedo muy poco -dijo-; deseo mucho; tengo fe y voluntad; puedo ofrecer el corazón en la mano; no tengo prevenciones ni compromisos con nadie...
En la súbita elevación de Piérola hay una fecha curiosa, que sus sectarios han acatado como un vaticinio: tomó posesión de su cartera en el mismo día que cumplía treinta años.
Piérola había nacido en Camaná el 5 de enero de 1839, es decir, dos semanas antes de la batalla de Yungay. ¿Fue este acaso otro vaticinio?
En cuanto a su obra de ministro y a su vasto prestigio, que dura todavía, era ese el asunto más sencillo del universo.
El Perú tenía el 31 de julio de 1868 un déficit de 60.826.301 soles y 38 centavos de sol. Cuando entró Piérola el eclipse del sol era por tanto completo.
Pero el Perú tenía debajo de la tierra y del eclipse dos millones de toneladas de huano por vender, lo que era, a 50 pesos tonelada, cien millones en caja. Y una vez hecha la venta, el eclipse cesaba por completo.
Eso y nada más fue lo que hizo Piérola, y de aquí su fama inesperada de hacendista. Cuestión de simple miraje, porque los peruanos toman la cosa por el hombre, el huano por el ministro.
Piérola vendió el huano a Dreyfus, y en esa negociación y su hipoteca levantó uno de los empréstitos más colosales que registran los anales financieros del mundo: 36.000.000 de libras esterlinas que equivalen a 180.000.000 de pesos. El doctor Piérola echó en ese día y con su sola firma, sobre su país, una deuda cuatro veces superior a la que ha contraído Chile en sesenta años de existencia. ¿Podría haber mayor hombre de Estado a la peruana?
Mas suprimiendo el huano, ¿no quedaba de hecho suprimido el ministro con su fama y con su gloria?
Pero en la ciencia económica del Perú vender en conjunto es una habilidad suprema. El ministro García Calderón, predecesor frustrado de Piérola en el gabinete, su sucesor, frustrado también en el mando, había querido vender al menudeo para el reparto acostumbrado de los consignatarios, y por esto había caído. Piérola quiso tener un solo patrón, una sola escritura, un solo prestamista, un consignatario único y judío entre los veinte o treinta consignatarios coaligados, pero nacionales. Simple cuestión de condensación y de alambique, que requería sólo rápida manipulación en el operario y que habría sido llevada a término con igual primor por el primer corredor de la calle de Wall en Nueva York.
El ministro Piérola hipotecó contra el pasado y el presente el porvenir del Perú, y giró contra la hipoteca: eso fue todo. ¿Y qué patán que tiene tierras o tejados, alfalfa o costales no hace lo mismo en los días en que le da la regalada gana de ello?
Se quedó, con todo, el Perú, por ese medio, con tal amplio y potente raudal de oro, que esta sustancia se convirtió en fango... Tan sólo en águilas americanas, de valor de 20 pesos, circulaban en Lima ocho millones, y por este número podrá contarse el de los gavilanes y el de los halcones que en espeso torbellino giraron desde las calles de la ciudad a las cumbres de oro del Oroya y del Vincocaya, tras las águilas...
Piérola decretó también la Exposición de Lima, la Dársena del Callao, la Aduana de este puerto, el puente de Balta, todos gastos suntuarios-huacas del gran Chimú, en que se enterraba el oro y el honor por toneladas.
El Perú entonces quedó perdido porque quedó hipotecado. El agua florida de Lamnan se había trocado en sublimado corrosivo.
El hambre y la penuria no tardaron en hacer su sombría aparición después del derroche, y las siete vacas flacas devoraron a las siete de matanza. Entonces el «regenerador» fue tratado con más dureza que Nabucodonosor; lo acusaron los diputados por doce capítulos de prevaricato ante el Senado y fue obligado a expatriarse desde que el elemento civilista, desairado en su tratado con Dreyfus, subió con Pardo al poder en 1872. Desde entonces contaba Piérola sus siete años de conspirador: 1872-1879.
Tal fue la herencia del último hombre de Estado verdadero, delante de cuya talla, y prescindiendo de sus pasiones y desdichas, Piérola no es ni ha sido sino un simple aprendiz. Bastaría para ello leer las piezas oficiales del primero y la algarabía del último. El tratado secreto de 1873 pudo ser un crimen, pero no fue una inepcia. Si hubo inepcia en ello fue la de Chile y su gobierno. Pardo creyó que todavía nos guiaba en las alturas la sombra de Portales... y este error suyo era suponernos una gloria que por desdicha no teníamos.
Tal era entre tanto el dictador Piérola, bosquejado al lápiz, pero con la fidelidad de quien no odia ni se humilla.
Existe evidentemente en él, cualquiera que sea la dilatación y expansión de su naturaleza, un doble carácter, porque es un sectario y a la vez un hombre de guerra, un soldado y un pedante. Su misión en la hora de su triunfo habría parecido clara en todo el país del mundo que no hubiese sido el Perú, en el revoltijo de sus castas, sus soldadescas, sus indios y sus salitreras: es decir, la misión única de hacer la guerra y contribuir a la dictadura para vigorizar y empujar esa misma guerra.
Pero el sectario, el regenerador, el pedante, es decir, el teólogo y el conspirador de ideas preconcebidas y tenaces, se apoderaría infaliblemente del caudillo, y de aquí la estampa extraña y casi siniestra de sus decretos y de sus actos posteriores entre propios y extraños, que ha hecho pensar a muchos en este país de Chile, frío y calculador, que junto con la omnipotencia omnímoda comenzaban a aparecer en las cavidades del cerebro del dictador omnímodo los gérmenes de la demencia.
¿Piérola sería así por ventura sólo el Masanielo de su patria para asegurar definitivamente la victoria de Chile y la ruina de Nápoles...?
No lo creemos, pero de lo que no estamos distantes de persuadirnos es de que nuestros enemigos no habían proclamado en su hora dictador a César sino simplemente a Tupac-Amaro.
Y siendo así, ¡Dios tenga piedad de ellos!
Condensada en la forma que precede, ruda pero sincera, tal era nuestra opinión, juicio que podríamos llamar prehistórico del dictador del Perú, al comenzar su labor en enero de 1880; y decimos lo último porque aquel bosquejo era inspirado más por los opacos reflejos del presentimiento que por el estudio de cuerpo presente de su fisonomía, de su vida y de su alma.
Pero los hechos sucesivos se encargaron pronto de aplicarse como los colores a la tela, y el historiador, semejante a aquel pintor español que no atinando a bosquejar la espuma del freno en el caballo de Felipe V, le arrojó el pincel a los hocicos, y por maravilla logró así su intento.
Y a la verdad, en Lima mismo en torno al caro caudillo rodeado a esas horas de la aureola de su éxito, no tardaron en formularse juicios análogos que vieron la luz pública mucho más tarde que el nuestro en las prensas de Chile:
Tales eran los estrenos y los vaticinios de la dictadura en sus comienzos.
Y este libro destinado a encerrar en sus páginas la historia de su extraño desarrollo y su fatal irrevocable caída, habrá de componerse forzosamente de las comprobaciones que sus antecedentes traían desde época remota aparejadas.
Los documentos que a continuación reproducimos vendrán desde luego en auxilio de lo que hemos venido sosteniendo.
La guerra es el dinero, y esto no desde los días comparativamente modernos de Napoleón el grande, quien hizo famoso el dicho, sino desde los de Aníbal y sus numerosos mílites mercenarios. Y si el flamante dictador del Perú hubiese tenido una mediana intuición de su deber de patriota y de su labor de hombre de mando, no habría pensado desde la primera hora de su asalto al poder y de su logro feliz sino en estas dos cosas: La guerra y el dinero.
Pero una y otra cosa (que son una sola) sobrevinieron en su ánimo y en su propósito después de sus cartas pontificales y de su montaña de decretos destinados a «regenerar» el país, es decir, a crearle embarazos y novedades en el camino de su rápida organización militar, a la cual los victoriosos chilenos concedían todos los plazos apetecibles. Para un pueblo que combate, la única regeneración posible es la victoria; para una nación invadida el comienzo de la regeneración no está en cambiar nombres a las cosas ni en alterar instituciones sino en la expulsión del invasor.
Y el no haber comprendido esto, que era obvio, trajo comprometida y desacreditada la dictadura ante propios y extraños desde su entronizamiento, como lo hacía ya notar el 31 de diciembre de 1879 el ex secretario del general Prado en su famosa carta al contralmirante Montero, escrita una semana cabal después del éxito.
Por otra parte, como cuestión de vitalidad latente, de sangre arterial, de aire respirable en los pulmones, la inmediata provisión de recursos para el exhausto erario del Perú era la cuestión primordial de la situación, y eso vino en pos de los decretos regeneradores.
No entraremos a fondo durante el curso de esta historia en el terreno de las finanzas peruanas, porque ése es el caos oculto en las cavernas del salitre y en las estratas del huano y de sus fraudes. El Perú, el más rico país del orbe, ha sido en los últimos cincuenta años de su existencia la imagen viva de Tántalo; mientras que todos sus gobiernos y hombres de estado han ejecutado la tarea de Sisifo, llevando sus inagotables tesoros a las cimas para echarlos desde allí a rodar a los abismos.
Contamos ya en efecto en el capítulo precedente como don Nicolás de Piérola, inexperto pero osado ministro de hacienda del presidente Balta en 1870, había iniciado la fatal exageración de esa riqueza, levantando, con el pretexto de obras públicas improductivas en su mayor parte, un empréstito de 180 millones de pesos con la casa israelita de Dreyfus hermanos, dos oscuros mercaderes franceses, improvisados del mostrador de palo a la mampara de caoba y de cristal de los grandes banqueros, por su peculiar astucia de raza, en la calle de las Mantas o la del Correo en Lima.
Derrochados así esos dineros en menos de dos años, cuando por entre la humareda de la pira subió al poder en agosto de 1872 el presidente Pardo, declaró en falencia el estado, ocurriendo él en persona a revelarlo con plena franqueza al Congreso en una ocasión solemne. Excusado es decir que aquélla labró su impopularidad, porque los hombres y los pueblos gustan más ser engañados que darse por apercibidos de su miseria o de su impotencia.
Dos años después (1874), los servicios de la deuda externa, que habían sido hechos exclusivamente con los suministros metálicos de ella misma, recibiendo los prestamistas europeos como uno lo que entregaban como veinte, quedaron oficialmente suspendidos, y el Perú maniatado e hipotecado en manos de los empresarios del empréstito, los Dreyfus y su círculo.
Volvieron éstos la espalda a su deudor común y empobrecido, desde que tuvieron la prenda del huano en sus bodegas del Havre, de Londres, de Oporto, de París, de Amberes, de Jénova, de Marsella, de Liverpool, y al propio tiempo desdeñaron las importunidades de los tenedores de bonos en aquellos mercados, pagándose ellos exclusivamente, con la honradez de verdaderos israelitas, de sus anticipos, de sus comisiones y de su administración. Jamás otorgaron un sólo maravedí a los acreedores por vía de amortización o de interés.
Apenas si ahora los tenderos de trapo de la calle de las Mantas se dignaban dar respuesta a las clamorosas notas de los ministros de hacienda del Perú que habían sido antes sus pródigos patrones, desde Piérola, convertido ahora en errante conspirador bajo su patrocinio y su peculio.
Elegido el general Prado en 1875 para suceder al malogrado Pardo en el año subsiguiente, juzgó aquel mandatario en ciernes indispensable hacer en Europa una tentativa personal para emanciparse de la estrecha cuanto impertinente tiranía de los Dreyfus. Y con este objeto se dirigió a Londres y a París a principios de 1876.
En un sentido limitado, alcanzó el supremo emisario del huano, antes de su poder en la república, éxito feliz porque quitó su consignación y su exclusivo e irritante despotismo a los banqueros judíos de París, entendiéndose en Londres con sus rivales por ellos despojados, es decir, con los ingleses, que como siempre, en materia de empréstitos, son los más numerosos y los más saneados. Se llamó esta operación «el contrato Raphael», porque un judío de este nombre, fuerte accionista de los empréstitos desacreditados de Piérola, prestó su firma para encubrirla; y a su nombre se organizó una compañía de explotación del huano compuesta de ingleses y de peruanos, encabezados éstos por el segundo vicepresidente de la república don Francisco José Canevaro, alma de la negociación.
Se llamó la última «Peruvian Guano Company», e impuso al Perú para vivir, como a hijo pródigo e incorregible de padre o tutor opulento, una anualidad de 700 mil libras esterlinas que debería cubrírsele por mensualidades, y de aquí que aquella pensión tomara el vergonzoso y humillante nombre de mesada.
Con semejante propina arrancada a su propia vida alentó enfermiza existencia del Perú durante la administración Prado, sin que los tenedores de bonos, especialmente los del continente, recibieran ni el más pequeño dividendo, no obstante las más solemnes promesas y juramentos, cuando fue preciso obtener de ellos su aprobación al contrato Raphael.
El Perú y los tenedores de bonos habían encontrado en lugar de un tirano, dos expoliadores; y la Peruvian con su nuevo stock de huano y los Dreyfus con el que conservaban en sus bodegas en previsión para varios años, puestos ahora en irritada concurrencia, arrastraban de consuno a su víctima como el caballo de Mazzepa.
En estas miserables circunstancias sobrevino la guerra, acto de verdadera demencia del Perú en ruinas, y entonces los dos prestamistas corrieron de común acuerdo la jareta de su bolsa para ahorcar a su placer al ávido beligerante que habría de echarse de rodillas a sus pies para solicitar de ellos le otorgaran los medios de vivir y de agredir o defenderse.
Por su parte, Dreyfus, seguro de su golpe, y hostilizado además por los agentes fiscales y liquidadores del Perú, que le cobraban varios millones, copó el monto del huano y ofreció a los delegados Althaus y Araníbar un millón de libras esterlinas porque lo dejaran en paz y en posesión perfecta del stock o provisión de huano que por cuenta del gobierno todavía administraba. Tal era la sencilla pero arrogante proposición de los judíos de París.
Pero los israelitas de Londres, entre los que figuraban varios peruanos a título de renegados, se mostraron más tirantes. La Peruvian ofreció la misma suma que Dreyfus, mas no por transacción de trampas ni por compra de valores existentes, sino como oneroso anticipo, a cuenta del huano recibido o a flote, y exigiendo, entre otras condiciones imposibles de llenar, la neutralización de los depósitos y el consentimiento del gobierno de Chile para la operación.
Y como los agentes fiscales Althaus y Araníbar se negaran a tal enormidad, Raphael y sus cómplices dieron al gobierno del Perú el golpe de gracia protestando las libranzas del ministro de hacienda Quimper, cuando el presidente Prado se hallaba todavía en Arica y el Huáscar en las costas de Chile.
En medio de este insondable abismo de miseria y de perturbación, un rayo de luz había descendido sobre el acongojado Perú, y esa vislumbre de esperanza era la estela de aquel pequeño monitor de guerra audazmente conducido. Exagerando, en efecto, por medio de la prensa de París, los peruanos residentes en Europa y en particular el archimillonario feudatario de Arequipa don Juan Mariano Goyeneche, que arrastraba fastuosa vida en aquella capital, las proezas de aparato de aquel barco en el litoral de Chile, habían logrado hacer creer a muchos de los tenedores de bonos del continente, maltratados por los grupos ingleses, que la guerra iba a ser una cosecha de oro para el Perú; y tentados por la codicia o la desesperación, los últimos propusieron a Goyeneche, por medio de sus agentes principales los señores Guillaume y Bouillet, una combinación mucho más soportable que la cruel e impasible exigencia de Dreyfus, a la cual la menguada protesta de letras de la Peruvian daba ahora visos de ser un acto de clemencia y aun de generosidad.
A nombre de los tenedores de bonos franceses, belgas y holandeses, y en representación de una acreditada casa bancaria denominada Crédito Industrial, los agentes mencionados ofrecieron en primer término al vicepresidente Canevaro, y por vacilaciones de este fuerte accionista de la Peruvian, al millonario Goyeneche, un anticipo de veinte millones de francos, a condición de entregarles la explotación directa de los nitratos de Tarapacá y de todas las covaderas del litoral, obligándose el Crédito Industrial a extraer durante dos años cuatrocientas mil toneladas de huano que pagaría a razón de 4£, siendo dos de éstas en efectivo, a cuenta de su anticipo, y dos en bonos a fin de dar salida y valor a éstos. Los acreedores del continente perdonaban además los intereses deferidos de cuatro años.
Para estos fines se constituirá en París una sociedad de explotación rival de la Peruvian y de los Dreyfus, con cincuenta millones de francos, y aquélla se comprometía a proseguir el contrato por un plazo indefinido si sus resultados correspondían a las expectativas.
Sucedía esto en agosto de 1879, cuando todavía el Huáscar se enseñoreaba en nuestras costas y no se movía un soldado de nuestros campamentos; de suerte que el negocio no era malo para los que buscaban la hipoteca y la administración de las salitreras de Tarapacá y de los depósitos de guano de toda la costa.
Desairados o simplemente aplazados los señores Guillaume y Bouillet por Canevaro, encontraron benigna acogida en el caballero Goyeneche, hombre indeciso pero honorable, y comunicada por éste a Lima la situación y sus planes, le nombró por telégrafo ministro plenipotenciario el vicepresidente La Puerta con fecha 3 de septiembre, a fin de que consumara todos aquellos urgentes arreglos y llegase cuanto antes el oro al Perú convertido en armas, en pólvora, en blindados y en descuentos.
Con el propósito de reforzar al nuevo funcionario en su acción, y a virtud de una ley de recursos votada por el congreso peruano el 10 de octubre, de 1879, esto es, en la víspera de la invasión de Tarapacá por los chilenos, envió La Puerta a Europa como asesor y como comisario al doctor don Francisco Rosas, médico de crédito, hombre de agradables modales y de notorio pero perezoso talento que había sido ministro del interior del presidente Pardo. Los comisarios Althaus y Araníbar fueron en consecuencia destituidos, acusados de impotencia. Goyeneche era ahora el favorito.
Desembarcó en doctor Rosas en Cherburgo en los primeros días de noviembre de 1879, y sin divisar las altas cúpulas de Londres ni golpear siquiera a la puerta de sus sinagogas por el telégrafo, se encaminó con sus plenos poderes a París, donde le aguardaban con impaciencia los dos grupos rivales de los Dreyfus y del Crédito Industrial. En cuanto a la Peruvian desde su protesta de letras, estaba maldecida y repudiada.
Ansiosos los primeros por liquidar cuentas a río revuelto, rodearon a agasajos al recién llegado delegado, recibiéndole en la estación el agente Dumet, jefe de estado mayor de los Dreyfus, como el inglés don Federico Ford era su ministro de hacienda sin cartera en Lima. Le condujo aquel al hotel del Louvre, y allí públicamente le abrazó en su salón de gala al día siguiente el judío Dreyfus besándole en las mejillas, a la francesa... No es por tanto una figura de estilo decir que era aquél «el beso de Judas».
Se hallaban fuertemente empecinados los Dreyfus y «su grupo», en que les admitieran los angustiados peruanos a toda costa su anticipo de cien millones de pesos a trueque de compra y de finiquito, e imponían además la condición de que el Perú se quedase con la negociación del muelle dársena del Callao, pagando a la Sociedad General (así se llama su empresaria y su constructora, constituida ahora en riesgo de quiebra) por la suma de 42 millones de francos, que había sido el precio de costo de aquella obra más suntuosa que de utilidad, porque era una dársena de mampostería dentro de una dársena natural, cual de suyo es el Callao.
Había tenido lugar en este intervalo la captura del Huáscar, la invasión de Pisagua, la victoria de San Francisco, y todo más o menos se sabía confusamente en Europa por los tenedores de bonos. Sólo los ingleses se hallaban bien informados, habiendo sabido el banquero Brown, agente de la casa de Edwards de Chile en Londres, la noticia del combate de Angamos en el mismo día en que tuvo lugar, mediante un oportuno cablegrama de la última.
En tal situación era fuerza darse prisa, y esto fue lo que ejecutaron los comisarios del Perú Rosas y Goyeneche firmando en la famosa calle d’Antin, domicilio del Crédito Industrial, el 7 de enero de 1880 un contrato de explotación, amortización y anticipo que tenía casi las proporciones de un libro.
El Perú iba a tener al fin unos cuantos millones después de haber pasado un año de guerra en irremediable penuria. Sus comisarios se mostraban altamente satisfechos. No obstante haber perdido en el intervalo a Tarapacá y sus tesoros, rimeros de libras esterlinas relucirían otra vez sobre las mesas de la Legación francesa en la calle de las Caballerizas de Artois, y, lo que no era para ellos de menor satisfacción, habrían burlado al fin los esfuerzos de los chilenos y castigado a Dreyfus de su terca y rígida tiranía de diez años: «Es lo mejor posible, atendidas las circunstancias en que ha sido negociado», escribía el doctor Rosas a un amigo el 15 de enero. Y enseguida, entrando en algunos detalles más o menos íntimos, pero que traicionaban su sincera satisfacción, agregaba:
Pero los delegados financieros del Perú no habían contado con los vaivenes humanos, menos con los de su infeliz patria, tierra de incesantes convulsiones, y por uno de esos acasos singulares en todas partes, corrientes en el Perú, el mismo día 7 de enero (días miércoles) en que Rosas y Goyeneche firmaban en el escritorio de la calle de Antin la negociación del Crédito Industrial el dictador Piérola firmaba un pacto del mismo género en el palacio de Lima, con el representante de sus antiguos prestamistas y habilitadores del Talismán, del Huáscar y del reciente y afortunado motín de Carceletas, don Federico Ford, apoderado general de los Dreyfus.
Había encontrado Piérola en efecto al adueñarse por sorpresa del poder las huellas de la negociación Rosas-Goyeneche, e inmediatamente despachó a Panamá un telegrama en cifras que llegó a París el 4 de enero, ordenando a aquellos agentes, a título de su autoridad dictatorial, que no cerraran ningún negociado sin ad referéndum. El despacho iba firmado por el secretario de hacienda, título que no era reconocido oficialmente ni en el Perú ni por sus agentes, y además (cosas de aquel desdichado suelo en que el desbarajuste es normal) se había olvidado remitir la clave de la cifra, la cual no llegó a la calle de las caballerías de Artois sino el 14 de enero, esto es, una semana después de consumado a firme el contrato de la calle de Antin.
Al impartir aquella orden de interinato, el caviloso dictador había tenido evidentemente el propósito de acometer por su cuenta una negociación con sus patrones de diez años y tal vez de la última hora, porque se dijo entonces que Mr. Ford había ido a Panamá a telegrafiarse con sus poderdantes, e inmediatamente a su vuelta había estallado el motín militar del 21 de diciembre, origen ominoso de su criminal dictadura de rebelde.
Para un hombre medianamente respetuoso de su crédito moral habría sobrado esta circunstancia y sus relaciones íntimas con los Dreyfus desde sus famosos empréstitos de 1870 para atajarle la mano y aun el pensamiento de una negociación irresponsable, consumada a la sombra de su advenediza omnipotencia.
Pero el dictador Piérola, dando testimonio de la arrogancia sin escrúpulo con que se había acostumbrado a jugar con los millones de su patria, obró precisamente en sentido opuesto, y desde el día de su advenimiento al poder entró en una negociación que tal vez no ha sido sobrepasada por ningún escándalo financiero en América ni el mundo. El complaciente secretario Barinaga y el astuto apoderado de los Dreyfus, fueron sus cómplices.
Hemos dicho anteriormente que hostilizado Dreyfus para dar cuenta de sus saldos por los agentes fiscales Althaus y Araníbar, había propuesto por buen avenimiento pagar un millón de libras esterlinas, y cancelar cuentas de todo género, por las cuales aquéllos le cobraban alcances que algunos hacían llegar hasta veinte millones de pesos.
Es probable que en esta cobranza habría exageración, porque el Perú había estado siempre necesitado y exigente. Pero los Dreyfus, a estilo de israelitas, formaron o forjaron, para quedar en buen nivel, una contracuenta de embrollos que arrojaba un saldo más o menos análogo contra el tesoro del Perú...
Ignoramos nosotros naturalmente lo que había de verdad en aquel laberinto, porque aquí hacemos la crónica financiera del Perú más no su liquidación. Pero lo llano, corriente y lógico de la situación era que el Perú no debiese un solo maravedí a los Dreyfus, según acontece de ordinario en todos los casos de habilitación de dinero sobre prenda, en que nadie es admitido a girar en descubierto. Había quedado esto demostrado precisamente en 1870, cuando los Dreyfus tomaron la habilitación, a virtud de los empréstitos de Piérola, de manos de la antigua Compañía consignataria del huano que enriqueció a los Canevaro, a los Caudamo, a los Valdeavellanos y a otros primitivos y suculentos explotadores de las fabulosas islas de Chincha, porque aun en aquellos comienzos del arte, la sociedad resultó alcanzada en favor del erario del Perú en la enorme suma de diez millones 603.640 soles.
Por otra parte, se había practicado hacía poco en Lima, esto es, cuando se quitó la consignación a los judíos Dreyfus para pasarla a los judíos Raphael, una liquidación formal y finiquitada, a virtud de la cual se declaraba por el gobierno del general Prado que los primeros no sólo no tenían derecho para cobrar un ochavo al fisco peruano, sino que eran deudores efectivos de un saldo de 657.384 soles y cuarenta y seis centavos. Por su parte y para no quedarse un sólo punto atrás, los israelitas de París reclamaban en su favor la escandalosísima suma de 18.776.925 soles y cuarenta centavos de sol, alegando mermas y anticipos.
Y bien, pasando sobre todo esto, enormidades y decoro, fraudes y buena fama, el audaz dictador ajustó con los acreedores y cobradores de su suelo en agonías un pacto misterioso en el cual no sólo se daba por pagado del último maravedí de su acreencia y por cancelada toda reclamación ulterior en favor de sus derechos, sino que reconocía la totalidad de la cobranza judaica a sus amigos de 1870, 74, 77 y 79, cuatro períodos de su confabulación evidente con ellos...
El monto de la carga de esa manera impuesta al Perú y al porvenir con una simple rúbrica echada sobre un papel en la media noche y so capa de la impunidad y de la omnipotencia de una dictadura irresponsable, importaba 4.008.000£, 7 chelines y 7 peniques, o sea 21 millones de soles al cambio de 45.5 peniques.
Era tan notoria y tan flagrante la enormidad de aquel pacto, que aun en plena dictadura, el Comercio, diario decano de Lima, se atrevió en su edición de la noche del 10 de enero a censurar la operación, publicando una carta de París en que se proyectaba luz favorable sobre los negociados traídos a buen camino por los delegados civilistas Rosas y Goyeneche.
Estalló inmediatamente la ira del dictador por aquella justa y moderada apreciación de un hecho financiero, de pública discusión, y se dispuso castigar inmediatamente a aquel diario con el sencillo procedimiento de los déspotas: la mordaza. Y para este fin escribió una carta, en nombre de la decencia y de la dignidad, a su secretario de gobierno, y mandó enseguida clausurar la imprenta, por el mismo camino del presidente Balta que pretendió emparedarlo.
Mas, la cólera del dictador no quedó saciada con aquel arrebato y su ejecución, porque, cuando llegó a su noticia que los comisionados Rosas y Goyeneche habían firmado, en competencia con el suyo, un contrato mucho más ventajoso, honorable, garantido y a firme para el Perú, olvidándose que el que él mismo había suscrito con Ford había sido ad referéndum, destituyó ignominiosamente a aquellos dos servidores del país y libró un decreto ordenando confiscar sus bienes como en los días más aciagos del feudalismo salvaje. Por fortuna, el doctor Rosas, hombre a quien aborrecía intensamente el doctor Piérola, acusándole del «asesinato» de Herencia Cevallos y de Gamio, del «envenenamiento» del general Vivanco y otros miles crímenes y patrañas, no tenía sino escasos bienes, escudo reluciente de honradez acrisolada en el Perú. Y en cuanto a Goyeneche, para embargar y vender su fortuna en remate público era preciso vender a Arequipa toda entera, ciudad y campiña, con todas sus casas de piedra y todos sus topos de tierra. Y por esto el bárbaro decreto parece no pasó más allá del papel.
Entre tanto, ¿cuál ventaja pública había derivado la dictadura de su contrato provisional con el agente de los Dreyfus? He aquí el misterio, porque el secretario Barinaga se limita a poner puntos suspensivos donde tal vez se habla de millones. Se ha creído, sin embargo, que el adelanto en dinero obtenido en la negociación, era el mismo que los habilitadores de 1870 habían ofrecido a Althaus y a Araníbar, a Rosas y Goyeneche, esto es, cinco millones al contado, en cambio de 21 millones que el Perú les pagaría a plazos y con hipotecas especiales, principalmente las de Lobos, aparte de muchas otras cláusulas estrechas y leoninas.
Fuera de esta negociación que será de eterno baldón para don Nicolás de Piérola, considerado como hombre y como administrador, y para sus cómplices, especialmente para su ministro de hacienda Barinaga, que había escapado de un proceso parlamentario hacía un año para abrirse a sí propio el harto más grave de la historia, el dictador expidió algunos decretos que revelaban cierta clara inteligencia y fácil comprensión de los negocios de un estado. El 25 de diciembre abolió el ridículo decreto de interdicción (copia del librado en Chile al comenzar la guerra), por el cual el vicepresidente La Puerta había prohibido el 8 de noviembre anterior todo comercio con Chile en represalias del desembarco de Pisagua, y enseguida por decreto de 26 de enero abolió todos los nimios y odiosos gravámenes que una ley de recursos dictada por el Congreso el 4 de febrero de aquel año había impuesto al comercio, gravando con 25 centavos todo bulto que se embarcase o desembarcase, con 80 centavos la tonelada de fierro, carbón y otros metales, y con 30 centavos adicionales los licores, naipes, cigarros y otros artículos de regalía y vicio en aquel indulgente clima.
En cuanto a la azúcar, ramo de exportación que después de la ocupación de Tarapacá por los chilenos comenzaba a ser el artículo principal de renta para el Perú, abolió el decreto que la gravaba con un sol por quintal, pero le impuso otro en realidad más fuerte porque era más efectivo, o sea, 20 peniques por quintal español a la azúcar granulada, 18 a la mascabada, o azúcar de miel, y 15 al concreto o azúcar de purga, sin cristalizar.
Dispuso también el dictador con fecha 14 de enero de 1880 que la emisión autorizada por el gobierno anterior se cerrase en 60 millones de soles que era precisamente el de su máximum, lo cual era cuerdo. Pero llevado de su inquieto e incesante afán de renovarlo todo, y en un decreto que comenzaba por declarar que el oro había desaparecido del todo en el Perú, ordenaba (enero 14 de 1880) que el tipo legal de la moneda y los contratos para lo futuro fuera el oro... es decir, la libra esterlina. Al propio tiempo adjudicaba dictatorialmente al sol un valor legal de doce peniques, cuando al cambio corriente de la plaza era muy inferior a esa forzada y por lo mismo ficticia e ineficaz equivalencia.
Tales fueron los estrenos financieros del dictador, arbitrios peligrosos que le condujeron por un sistema fijo, en que la audacia hacía de continuo medias con el empirismo, a invertir en el espacio justo de un año la enorme suma de ciento catorce millones de soles destinada a imponer a su país las más tremendas derrotas de su historia.
En otro lugar de este libro hemos dicho que la condición dominante en el carácter de don Nicolás de Piérola era la tenacidad, «tenacidad catalana».
Llevaba así al gobierno de su país el dictador arequipeño la misma fuerza que le había sostenido en la conspiración: la intensidad del propósito, acompañada de una laboriosidad a toda prueba, fantástica en ocasiones, pero incansable siempre. Por la vía de los contrastes, la fuerza del caudillo político de Chile en esas horas era «la fuerza de la inercia».
Con el fin de dar cuerpo a sus resoluciones militares de la primera hora, dictó en efecto el jefe supremo del Perú medidas eficaces o de detalle durante todo el mes de enero de 1880; y la más importante de aquéllas fue el planteamiento de la conscripción militar en toda la república.
Auxiliado probablemente por el censo de 1874, y por los datos que, aun en país tan desgobernado como el Perú, le ofreciera el registro civil, pudo repartir con cierta equidad el dictador los contingentes solicitados de las diversas provincias del Estado, desde Lima al Amazonas y desde Tumbes a las quebradas de Tarapacá.
Siendo el Perú un país de tres millones de habitantes, el recuento de éstos arrojó un total de 245.793 individuos aptos para las armas entre los 18 y 50 años, que eran los términos de la conscripción. Descontados 5.437 extranjeros repartidos en el país, el acervo líquido de la carne de cañón quedaba en pie de 240.356 individuos. Mas como se trataba de poner sobre las armas sólo la reserva movilizable que debía incorporarse al ejército activo, se designó el 18 por ciento del total o sea 43.255 hombres para la inscripción inmediata; pero todavía de este número se descontó algo más de la mitad (24.313) porque los últimos habían tomado ya las armas. El monto definitivo y exigible de hombres era sólo de 18.942, todo en números más o menos aproximativos.
Hasta el día en que se hizo el llamamiento general (enero 24 de 1880), los departamentos colindantes de Lima y Junín habían sido los que con más fuertes contingentes habían ocurrido a la guerra, de suerte que sería escaso su raudal de sangre ofrecido ahora a la formación de nuevos ejércitos o reservas movilizables.
Lima había contribuido con 3.568 soldados, y le quedaba un sobrante disponible sólo de 725 plazas.
Junín estaba representado en el ejército activo por 2.700 reclutas y su reserva llegaba apenas a 456 plazas. En cambio el Cuzco, que había entregado ya 2.400 indios de guerra, contribuiría todavía con 1.300, y la egoísta Arequipa que había equipado sólo 2.000 hombres ofreció un contingente de 771.
Del resto de los departamentos, y entre aquéllos que con mayor abundancia pagarían su tributo de fuerzas activas, figuraban en primer lugar Puno con 2.366 reclutas, Amazonas con 1833, Cajamarca con 1.734, y Ancachs con 1.007. Los demás en proporción inferior.
Por la parte que correspondía a la ciudad de Lima, se ordenó el cumplimiento del decreto de conscripción de 26 de diciembre, por el intendente de la ciudad y jefe de su policía el coronel don Mariano Bustamante el 4 de febrero. El cupo de limeños propiamente tales era sólo de 434, y se disponía en el llamamiento local que si no se presentaban los designados en el plazo de una semana, serían presos. Excusado es decir que en todos los departamentos del interior, antes y después de ese plazo, los recalcitrantes serían «amarrados».
No es tampoco necesario decir que los desertores eran tan numerosos como los inscritos, y a este grave particular se refiere la siguiente nota circular que el ministro de gobierno expidió reservadamente el 5 de febrero y que original tenemos a la vista:
Entre las medidas militares de detalle que el dictador expidió con relación al ejército, después de las que en los capítulos anteriores y el presente dejamos recordadas, figuran la organización de la artillería en una sola brigada, con cinco batallones y la de la caballería en varias brigadas con dos escuadrones cada una, siendo uno de estos de «lanceros» y otro de «tiradores» (decreto de 3 de enero de 1880).
El 10 de enero se mandó asimismo crear tres cuerpos facultativos de zapadores, de pontoneros y de mineros... y el 1.º de febrero, sobre la base de la Columna Constitución del Callao, que daba la guarnición a los buques de guerra, se creó el batallón de Marina, que tan lucida figura haría en la batalla de Miraflores, un año más tarde, a las órdenes de su bravo comandante el capitán de navío Fanning.
El gran obstáculo para la organización de los ejércitos del Norte y del Centro no sería sin embargo la escasez de gente ni de decretos, sino la penuria de armas. Las que habían traído bajo el gobierno del presidente Prado el Talismán, el Limeña, la Pilcomayo y otros transportes desde Panamá, habían quedado o en el campo de San Francisco o habían sido distribuidas casi en su totalidad al ejército de Tacna. El vicepresidente La Puerta despachó a últimos de su gobierno un comisionado especial con libranzas hasta por la suma de 200 mil pesos en oro a cargo del segundo vicepresidente Canevaro, pero esas remesas confiadas a los fabricantes de Estados Unidos y compuestas casi exclusivamente de fusiles Peabody, tardarían todavía algunos meses.
En cuanto al armamento del ejército recluta de Lima, había sido dispersado en su mayor parte en la asonada y combate del 21 de diciembre, en que Lacotera y Piérola se disputaron a balazos la dictadura.
Era a la verdad tan angustiosa la situación a este respecto (y bien debieron saberlo los generales chilenos para ajustar sus procedimientos a esa pauta) que se habló de traer armas hasta por la vía del Amazonas, que era la más remota, pero al mismo tiempo la menos insegura:
Esta idea que no era en manera alguna irrealizable, pues el apostadero amazónico del Perú en Iquitos se halla más o menos a la misma distancia de Europa que Panamá, había sido sugerida desde el principio de la guerra por el geógrafo Paz Soldán, ministro a la sazón del presidente Prado.
A fin de obviar en parte aquellas dificultades se ocurrió al menesteroso pero útil arbitrio de ofrecer una prima por las armas extraviadas y de pertenencia del Estado que existían en manos de particulares, y se acordó pagar hasta 15 soles por un rifle Peabody o Comblain, 10 soles por una carabina Winchester, 2 soles por un sable, un sol por una lanza, y un sol por cada cien cápsulas metálicas... tan grande había sido el desbarajuste y el desparramo de la revuelta sobre cuyas espumas había mecido su cuna la dictadura.
Este bando, que lleva la firma del prefecto Echenique y que consultaba también una medida de seguridad interna y política contra el vértigo de los trastornos, achaque tan nativo del Perú como el soroche, tiene la fecha del 21 de enero de 1880, y fijaba diez días para su ejecución. Pasado este término se practicarían «visitas domiciliarias», y el que hubiese hecho alguna ocultación sería penado con seis meses de cárcel y doscientos soles. A los delatores se les ofrecía por cada denuncio cien soles.
Se preocupó al mismo tiempo el dictador de hacer construir cañones en la vasta y bien montada fundición que el mecánico inglés White tenía montada en la Piedra lisa, al pie del San Cristóbal, y éste fue el origen de las innumerables pero poco eficaces piezas de artillería que en número de varios centenares capturó el ejército chileno en San Juan, Chorrillos y Miraflores. Uno de los sistemas de construcción se llamó Wagner, por el de su inventor; y según un escritor militar de Lima los cañones no eran ni de acero ni de bronce, sino de una sustancia que «tenía las virtudes de ambos metales combinados...». Su modelo era el de Vavasseur de a 4, con alcance de tres mil metros cortos.
Un ingeniero peruano, o más probablemente mestizo, llamado Grieve, hizo también fundir algunos cañones que llevaron su nombre y pesaban «diez arrobas», con un tiro de 4.500 metros calculados.
Es curioso observar que el calibre de los cañones se contase en Lima por arrobas, como en Chile el charqui; pero esto no era obstáculo para que el dictador, que en todo andaba, los ensayase en persona en la playa abierta de Conchán, al norte del Callao. Era éste su pasatiempo favorito del domingo durante los meses de enero, febrero y marzo.
Con el ensayo más o menos afortunado de los cañones en la arena, maduraron las aspiraciones de defensa de Lima que habían comenzado a germinar en el cerebro ya cansado del vicepresidente La Puerta y de su prefecto Lara; de suerte que acaudillados un día los limeños por su alcalde municipal don Melitón Porras, un flebótomo o vacunador de esa ciudad enriquecido por el agio, en unión de varios centenares de voluntarios, principalmente bomberos y artesanos, iniciaron solemnemente los trabajos de fortificación cavando una zanja al pie del cerro de San Bartolomé el primero o segundo domingo 23 de febrero de 1880. ¡Lejos estaban entonces los defensores de Lima de imaginarse que lo que abrían con la azada no era un foso sino una sepultura!
Para fin tan patriótico pero efímero se congregaron los entusiastas al amanecer de aquel día veraniego en la plaza pública de Lima, y después de oír una misa y sermón que en el atrio de la Catedral dijo el famoso canónigo Tobar, redactor de La Sociedad, el diario religioso-político del Perú, marcharon en columna de a dos, francos hacia los áridos cerros que rodean por el oriente la ciudad, entonando algunos himnos y armados de sus herramientas de trabajo. Los presidía el ingeniero don Joaquín Capello, que en unos corrales había demarcado el día precedente el primer zig-zag. El ingeniero polaco Malinousky, hombre de notoria habilidad, había sido expulsado por Piérola a cargo de antiguo civilista.
Con tal motivo dirigió a los trabajadores el alcalde Porras patriótica alocución, en la cual relucía por más de una faz de su peculiar elocuencia la antigua palangana del nativo oficio, que en Lima ha creado secta: «los palanganas de Lima»:
Y proseguía así el alcalde en su verbosa afluencia entusiasmando a la abigarrada muchedumbre que le seguía más como a capataz que como a gobernador de la localidad.
Esto por lo que tocaba a las palabras, reglón abundantísimo y barato en toda operación limeña, sea de paz, sea de guerra. Mas en cuanto a la acción eficaz, he aquí como la describe un testigo de vista:
Dos percances sufrieron, sin embargo, los iniciadores que resfriaron un poco su patriótico ardor, y fue el uno la falta de agua para beber después del sudor del pico, y el que una sección de artillería que por San Bartolomé hacía ejercicio, se entretuvo malamente un rato en cañonearlos...
Por lo demás, aquellos trabajos, si bien grotescamente dirigidos, no podían ser más oportunos, y aun desde entonces se habló de iniciar las líneas de Miraflores que tan funestas fueron más tarde a los chilenos.
El dictador, que al parecer no había tomado parte personal en aquellas disposiciones se fastidió al fin con ellas, y declarando que las fortificaciones del alcalde Porras eran absurdas, mandó suspenderlas, echándolas, conforme al dicho vulgar del país: «a la porra».
Por esos mismos días (enero 27) declaró también don Nicolás de Piérola nulo todo lo actuado en el proceso de los reos de Iquique López-Lavalle, Guerra y otros, a título de que el ministro de la guerra Lacotera no había tenido facultades para proceder a su enjuiciamiento; y, en cambio, por decreto de 31 de enero declaró vencedores a los combatientes de Tarapacá como a los de Junín, Ayacucho y la Palma. En el Perú las victorias se decretan, y el diploma de la de Tarapacá debía contener estas palabras, como prueba: «Él... venció en Tarapacá. Enalteció y dio lustre a las armas del Perú combatiendo en el... el 27 de noviembre de 1879».
En medio de estas incorregibles vanidades que traicionan una enfermedad mórbida del espíritu y cuya exageración febril habremos de compulsar más adelante, el dictador, reaccionando vigorosamente en el sentido de la sensatez, dictó el 25 de febrero de 1880 el siguiente acuerdo que asociaba al Perú a las clemencias de la guerra después de las feroces matanzas que habían deshonrado su bandera en Tarapacá:
No descuidaba en medio de estos afanes el dictador del Perú ni su sangre ni su hogar, porque mientras creaba coroneles a sus primos y a sus hermanos (don Carlos y don Exequiel de Piérola), nombraba fiscal de la corte superior de Arequipa a su tío o primo don Manuel de Piérola. ¡Simples arreglos de familia!
Por lo demás, y mientras los chilenos, o más propiamente sus directores se reposaban en las recias calicheras de Tarapacá, la blanda y perezosa Lima comenzaba a tomar el aspecto de una ciudad de guerra:
Pero lo que afectaba a la opinión pública y a los partidos, reinaba un completo desarme y armisticio que sería de larga duración:
Y, cosa digna de ser recordada, esa misma profunda apatía del placer o del descanso reinaba a esas horas en Santiago, porque una persona que visitó la Moneda en los días que precedieron al carnaval de 1880, la ha comparado a un inmenso, desierto y silencioso mausoleo... Así se hacía la guerra, y a ese paso caminaba la campaña en tan importante, tan crítica y decisiva coyuntura después de la victoria...
No era tan lento, sin embargo, en sus fantásticas concepciones de campaña el dictador del Perú, como el flemático ministro de la guerra de Chile que a la sazón dirigía las operaciones en Tarapacá, porque en los archivos de Lima se han encontrado documentos de los cuales aparece que don Nicolás de Piérola se proponía arrojar a los invasores de esa provincia por un vasto y singular movimiento de circunvalación que comenzaría en las márgenes del lago Titicaca, como la misteriosa peregrinación de Manco Capac y Mama Ocko en los tiempos prehistóricos del Perú.
Con este propósito, el dictador reforzaba de preferencia el ejército de Arequipa enviando una expedición, según antes vimos, a cargo del coronel Recabarren en el Oroya; acantonaba en Ica un pie de fuerza confiándolo al general Beingolea el 30 de diciembre de 1879, y en los últimos días de enero despachaba una exploración singularísima de reconocimiento a los lagos Titicaca y Poopo y de su río intermedio, el Desaguadero, medida peregrina y casi estrafalaria de guerra a que antes hemos aludido.
Para tales fines comunicó instrucciones secretas a su antiguo confidente, el coronel Billinghurst, y este partió a su destino por la vía de Atico, Arequipa y Puno hacia la Paz.
Se hallaba en esta ciudad el emisario del dictador a fines de febrero, y a su decir, había encontrado la más entusiasta adhesión a sus quimeras. Era la base de estas la destrucción de los puentes del Desaguadero y su navegación en balsas de totora y cueros de lobos...
Y a la verdad, se trataba de ponerla en inmediata ejecución, cuando sobrevino el desembarco de los chilenos en Pacocha. Delante de semejante novedad los planistas militares de Lima comenzaron a despertar de sus ensueños, fruto de su imaginación y de nuestra pereza.
Y para los unos y los otros era ya sobrado tiempo.
Un acontecimiento de mucho mayor significación acabaría de perturbar la plácida confianza de los limeños en su omnipotencia y en la timidez e irresolución atribuida a los chilenos. En la mañana del 10 de abril de 1880, por entre la espesa bruma del otoño, se había sentido dentro de la rada y a pocos cables de su dársena del Callao una terrible detonación que puso en sobresalto las dos ciudades.
Era la escuadra chilena que hacía su aparición viniendo desde Pacocha a las órdenes del contralmirante Riveros; y el estampido que anunciaba su presencia provenía del estallido de un torpedo frustrado aplicado a la corbeta Unión en su propio fondeadero.
Semejante suceso desvía por su solo curso la presente relación hacia un rumbo de mayor brillo y movimiento. Las hostilidades, después de cinco meses de pausa, iban a comenzar en mar y tierra con nuevo y feliz vigor. ¡Al fin!
En el capítulo XI del volumen que precede al presente y bajo el título comprensivo de En el mar, referimos las operaciones de acarreo de tropas y las correrías de aventura a que se había entregado nuestra escuadra después de la feliz captura de la cañonera Pilcomayo, ocurrida el 18 de noviembre de 1879, frente a Punta Coles.
Enseguida el Amazonas y el Matías Cousiño habían visitado las islas de Lobos, destruyendo, conforme a una regla tan absurda como tenaz e irreflexiva, los elementos de embarque de una propiedad valiosísima que la guerra y la fortuna habían dejado en nuestras manos junto con las covaderas de Tarapacá. Tuvo lugar este hecho a mediados de marzo de 1880, después del desembarco del ejército chileno en Pacocha, maniobra que dejó libre el grueso de la flota para sus movimientos propios y ulteriores.
Se puso en consecuencia la última en marcha en la mañana del 6 de abril con el objeto de entablar el bloqueo del Callao, que nuestras naves no visitaban sino de paso y a hurtadillas desde la malograda expedición que allí llevara en mayo del año precedente el poco afortunado contralmirante Williams.
Se componía la flota de bloqueo del Almirante Blanco Encalada, capitana de la insignia, del monitor Huáscar, ahora a las órdenes del bravo comandante Condell, de la cañonera Pilcomayo, comandante Uribe, y de los transportes Matías Cousiño, Amazonas y Angamos, este último armado con una terrible colisa de reciente invención con alcance de siete mil metros, por cuyo motivo los marinos chilenos le habían puesto «el mal criado». Era un cañón Armstrong, de retrocarga, de 18 pies de largo, pieza formidable de batir, que alcanzó sin embargo mísero fin en las aguas del Callao.
Comandaba la escuadra destinada al penoso servicio del bloqueo del Callao, que en realidad era el bloqueo de Lima y el Perú, el sufrido contralmirante Riveros, alta y merecidamente prestigiado en el país por sus recientes servicios.
Se proponía el almirante como eficaz estreno de su larga y monótona vigilia, destruir por un golpe de mano la corbeta Unión, único buque que por su rápido andar y buenas condiciones marineras, podía incomodar a la escuadrilla bloqueadora, y con este propósito llevaba listas, aparejadas y a remolque dos lanchas torpedos de excelente construcción y considerable costo. Se llamaba una de estas ágiles embarcaciones, comprada en Inglaterra por el agente del gobierno de Chile, la Janequeo, y habían puesto a la otra, para dar compañía a la heroica araucana, el nombre de Guacolda.
Era ésta última la misma que en el puerto de Ballenitas había quitado el comandante Thomson a los peruanos, cuando anduvo excursionando en diciembre o enero en el Amazonas por los mares del Ecuador, junto con el Blanco y con el Loa.
Como el dominio de nuestra bandera en esos días era absoluto en el mar, hacían los marinos de Chile sus aprestos cual si fuera dentro de su propia casa, y a fin de realizar el intento de hacer volar la Unión, o en su defecto, alguno de los cascos que aún quedaban a flote tremolando el pendón peruano, se pusieron en cobro las dos lanchas portatorpedos durante la tarde del 9 de abril; y ya entrada la noche, cuando la escuadra distaba cuarenta millas de la isla de San Lorenzo, se desprendieron aquéllas, al mando la Janequeo del teniente 1.º don Manuel Señoret y la Guacolda de don Juan Goñi, de la misma graduación, ambos oficiales de la dotación del Blanco y jóvenes tan inteligentes como animosos. El Huáscar escoltaba las dos veloces quillas, y partiendo a su objetivo a toda máquina, se encaminaron a su punto de cita, que era el cabezo de la isla de San Lorenzo. Allí, antes del alba del día 10, debían juntarse para combinar su acción y su sorpresa contra los buques peruanos.
Y mientras avanzan una y otra a su destino, será útil echar una mirada a los aprestos de defensa con que aguardaba a los chilenos el arrogante dictador del Perú, que había tenido ya cien días de plazo bajo su bota y su estatuto para prepararse.
No quedaba a los desdichados peruanos en sus horas de angustia sino un tercio de los doce buques de guerra que con 54 cañones en sus portas le habían servido y baluarte para retar, tan ufano como insensato, a «guerra tremenda» a Chile.
Y en realidad y de hecho no disponía sino de un sólo buque capaz de tomar el mar, cual era la escurridiza corbeta Unión. Todos sus otros cascos de guerra habían desaparecido. La fragata Independencia se fue a pique con sus 22 cañones; el Huáscar (5 cañones) y la Pilcomayo (6 cañones), estaban en poder de los chilenos y aún formaban parte de la escuadrilla bloqueadora para aumentar, si era dable, la humillación y pesadumbre de sus antiguos dueños.
Uno de sus monitores de río, el Manco Capac, que hacía poco había sido refaccionado, se hallaba encerrado en Arica, bloqueado a la sazón por el Cochrane, y con esto no mantenía la dictadura en disponibilidad para la defensa del Callao sino el monitor Atahualpa, en pésimas condiciones de servicio, la Unión, buque de 1.150 toneladas con sus 13 cañones de a 12, el Chalaco, viejo transporte que montaba cuatro cañones pequeños, y los transportes desarmados, si bien fructífera e impunemente empleados como acarreadores de armas, Limeña, Oroya, el Talismán y el Rimac, estos dos últimos cautivos. Pero tales cascos, desde que se cerrara el puerto a sus correrías, iban a servir más de embarazo y cuidado que de utilidad a sus guardadores. El desgraciado Perú había perdido, en un año, de sus 54 bocas de fuego destinadas a su guarda, 35. Le quedaban en consecuencia a flote apenas 19 que serían harto ineficaces contra la poderosa artillería moderna de los acorazados chilenos, inclusa la del Huáscar.
De muy distinto carácter eran las defensas terrestres de la plaza del Callao, armada en guerra como Valparaíso, Valdivia y Panamá desde el siglo XVII para resistir a los bucaneros y a los enemigos de España en el mar del sur, considerado como un lago doméstico por sus reyes (mare clausum).
Enseguida, desde la época de la independencia, y con más especialidad desde la agresión de España que tuvo su desenlace en aquellas aguas el 2 de mayo de 1866, había dispuesto el gobierno de considerables elementos y metal de resistencia. Y por su orden vamos a enumerarlos.
En el centro de la ancha y remansa bahía que espaldea a seis millas de distancia, a la manera de espléndido y natural malecón, la isla de San Lorenzo, como la Quiriquina a Talcahuano, dejando sólo dos bocas de entrada (llamadas «el boquerón» al sur y «la boca grande» hacia el norte), se alzaba todavía enhiesto el célebre castillo del Sol, fuerte ciudadela de piedra acerca de la cual los monarcas españoles acostumbraban preguntar, en vista de sus ingentes costos, si era de material de plata o tal vez de oro...
Esta fortificación, denominada ahora «Castillo de la Independencia», montaba dos cañones Blakley de 500 libras, y estaba apoyada en sus dos costados por la batería a barbeta Santa Rosa, al sur, y Ayacucho, al norte, con dos cañones del mismo calibre y sistema Rodoman, cada uno.
Hacia la banda sur de la rada que va a terminar en el sitio de baños denominado «La Punta», se prolongaban las célebres torres de la Merced, ennoblecida con la sangre generosa de Gálvez, y la de Junín con dos cañones Armstrong de 500 libras cada uno, en un todo semejantes a las dos piezas del Huáscar. La batería de torreón Manco Capac apoyaba los fuegos del castillo de la Independencia hacia el centro y estaba armado con cuatro cañones de a 300, sistema Vavasseur. La batería de a mil, recientemente construida en la extremidad de esta angosta lengua de tierra tenía también un limitado campo de tiro, hacia la mar brava, rompientes que se dirigen hacia el sur y van a apaciguarse en la playa de molicies de Chorrillos y Miraflores.
Habían erigido además los ingenieros militares del Perú con el nombre de baterías de sotavento y barlovento unos cuantos reductos armados con cañones de menor calibre denominados Maipú, Zepita, Abtao, Pichincha e Independencia, sin contar la famosa batería de a mil que mandaba en La Punta el capitán Astete, el héroe del Shah, íntimo del dictador, y otras obras de mayor o menor cuenta construidas a la ligera desde la medianía del primer año de la guerra. Entre estas se mencionaban la batería 17 de marzo, la Pacocha o batería Rodman (fechas y nombres de las revueltas de Piérola) y varios parapetos de sacos construidos en torno al muro de la dársena.
Mejor abrigo que el de sus cañones prestaba a los débiles buques que aún conservaba el Perú el muro de su dársena, obra de lujo más que de utilidad mercantil, de considerable mérito como construcción civil, ejecutada durante los últimos cinco años. Habían sido sus empresarios hábiles ingenieros franceses; sus capitalistas los de la Sociedad general y su costo el de diez millones de pesos (42 millones de francos).
A sus costados o dentro de su remansa cabida se hallaban acoderados y protegidos por palizadas flotantes, como la Esmeralda española en 1820, los barcos peruanos, especialmente la Unión, el Chalaco y el Oroya, regresado este el día 8 de abril de su última comisión al Sur.
En previsión de un repentino ataque, el dictador había mandado organizar al propio tiempo (marzo 16 de 1880) un cuerpo de vigías en el peñón de San Lorenzo, compuesto de un corto destacamento de marineros al cargo de un hombre de mar llamado Mels.
Tales eran los aprestos y los sustos, las expectativas y las precauciones puestas en planta por los peruanos en torno a su histórica ciudadela, llave de Lima y de su imperio, cuando las naves de Chile envueltas en las densas sombras de la noche y de la niebla se acercaban silenciosamente a provocarlas.
Por desgracia, las dos lanchas torpedos, vanguardia y ojos de la flotilla destinada al bloqueo del Callao, se extraviaron en la oscuridad, a consecuencia de una descompostura en la Guacolda, como había sucedido en el intento de ataque matinal emprendido contra Arica, seis meses hacía (octubre de 1879). La Janequeo fue a recalar diez millas al norte del Callao, y su consorte, con igual mala fortuna, si bien logró penetrar sin ser sentida a las 4 de la mañana al interior del fondeadero, no acertó a encontrar al alcance de su botalón armado de poderoso torpedo ninguna de las quillas enemigas protegidas por la oscuridad.
Cerca del amanecer tropezó, sin embargo, con un bote de pescadores que echó a pique en el encuentro, inutilizándose el torpedo que llevaba armado a su proa. Recogida en la lancha la tripulación, resultó ser un interesante grupo compuesto de un abuelo, su hijo y su nieto, llamados los tres «Torres», en aquella bahía defendida sólo por torres.
Conducido por ellos el valeroso teniente Goñi al sitio que ocupaba la Unión, le aplicó el segundo torpedo que a su banda llevaba, pero sin el éxito con tanto afán buscado, porque la máquina explosiva reventó a diez o doce metros de la corbeta, estrellándose en una viga o percha flotante de las que el comandante Villavivencio había puesto en derredor de su buque para protegerlo. La explosión fue formidable. Se experimentó su sacudida en toda la bahía y aun en Lima, se sintió a esas horas, llevando su estrépito la primera nueva de la presencia de los chilenos en la rada.
Se retiró el comandante Simpson cubierto por la metralla que de las cofas de la corbeta y del Chalaco le hacían las tripulaciones puestas en alarma por la explosión del torpedo, y gobernó mar afuera para reunirse a la escuadra que en esos momentos hacía su aparición en el cabezo, o promontorio septentrional de la isla. Se adelantó enseguida desde allí gallardamente la última hacia el fondeadero, ejecutando las diversas evoluciones que constan de un boletín, resumen telegráfico de las impresiones de novedad, sorpresa y arrogancia de los peruanos, que dice así:
El bloqueo del Callao comenzaba de esta suerte, un año cabal después de declarada la guerra, y a las doce del día era notificado a las autoridades de tierra por la siguiente intimación que condujo un parlamentario en una embarcación del Blanco a la que le salió al paso otra del puerto, ambas con bandera blanca.
En el mismo día y pocos momentos después de recibida la lacónica intimación precedente, el prefecto del Callao don Pedro José Saavedra, antiguo tribuno popular y ministro del general Prado durante la dictadura, joven elocuente como Casós, pero sin elevación moral de alma ni de costumbres, envió a bordo la siguiente respuesta:
Se notificó al mismo tiempo aquel acto trascendental de la guerra del Pacífico al cuerpo consular en el Callao, por medio de su decano don José Flores Guerra, cónsul del Ecuador, otorgando plazo de ocho días para el desalojo del puerto por los buques neutrales, y aunque en acuerdo de aquella misma fecha los agentes consulares resolvieron solicitar una ampliación doble de plazo, se negó a ello cortésmente el almirante, prorrogando sólo por tres días más la licencia concedida.
Indecible había sido, entre tanto, la zozobra que la repentina aparición de la escuadra chilena en las aguas del Callao, había producido en el vecindario de las dos ciudades. Se había el dictador trasbordado, con su aparato y bullicio acostumbrados, a las baterías del puerto y se le veía correr de fuerte en fuerte acompañado del prefecto Saavedra y del general en jefe de la guarnición del Callao, el anciano general de caballería don Ramón Vargas Machuca.
Se despachaban al mismo tiempo, y casi de minuto en minuto, numerosos trenes por las dos vías férreas que ponen en contacto las dos ciudades, viniendo al puerto los curiosos y desocupados y trasladándose a la ciudad las azoradas familias que huían de la amenaza del bombardeo. Un corresponsal extranjero aseguraba, con fecha cinco días posteriores a la notificación del bloqueo, que la población del Callao, compuesta de veinticinco mil almas había huido en masa hacia Lima y sus alrededores, y agregaba que la consternación era general en todos los ánimos.
No menos de ocho o diez mil almas vinieron al siguiente día, más por curiosidad y patriotería de novedosos, que por consagración cívica de sacrificio, a visitar el puerto y a contemplar la lejana silueta de los barcos chilenos con anteojos de larga vista desde las azoteas. Los ferrocarriles hacían la cosecha del bloqueo a costa de la gloria barata de sus defensores, y según un diario de Lima, el 11 de abril pagaron su pasaje en la línea trasandina no menos de 3.253 patriotas.
Por lo menos, durante los diez días del plazo previo del bloqueo, tregua sino de Dios, de los fardos, no ocurrió en la bahía, como era de esperarse, nada de notable.
En la noche del día 10, y como augurio de su desdichada suerte, las dos lanchas torpedos de que disponían los peruanos llamadas Urcos e Independencia, se hicieron recíprocamente fuego, pero luego se reconocieron y aplacaron.
Se deslizó también el segundo día de la ansiedad limeña sin más novedad que la captura de una balandra llamada Mercedes Andura, que se acercó a la boca del Rimac con cincuenta de los sabrosos y afamados puercos negros de Huacho, regalo tentador para la escuadra. Y el 12 y 13 sólo ocurrió el desahucio de los vapores de la Cía. inglesa que venían del sur y se vieron forzados a desembarcar sus pasajeros en Ancón, cuyo caserío visitó el dictador con su brillante séquito el día 14. La compañía de vapores había trasladado a aquel puerto su cuartel general.
Se refirió, sin embargo, con extrañeza y sobresalto en la mañana que siguió a aquel pacífico y soñoliento día que los chilenos habían asaltado la batería de a mil del capitán Astete en La Punta, siendo los acometedores, como de ordinario, rechazados con no despreciables pérdidas:
Pero. ¡oh, cruel burla de la noche y del miedo forjada contra el nocturno heroísmo! Algunas horas más tarde la prensa de Lima rectificaba aquella azarosa nueva diciendo que no eran los chilenos los que habían desembarcado en La Punta y recibido las descargas de su asustadiza guarnición, sino un viejo pescador que por ahí vivía y durante la noche cruzó delante de los héroes con su pobre canoa en demanda de corvinas...
Por su parte, el jefe de la guarnición, tan viejo y alarmista como el pescador de la Punta, había visitado con algazara los cuarteles el día de la ante víspera, y dando cuenta de sus arengas a la tropa, un diario de Lima copiaba estas palabras suyas de entusiasmo patrio y de reto al invasor:
El boletín marítimo del día 16 de abril era todavía más pesado que los anteriores, compartiéndose la monotonía de los buques al ancla con la densa niebla invernal que en esa estación del año cubre como impenetrable velo toda la costa del Perú, y de hecho, y sin notificación previa lo bloquea:
Entre tanto algunos buques entraban sin ser sentidos al fondeadero, protegidos por la tenaz camanchaca del otoño, y los más lo dejaban después de terminada en la dársena su descarga.
La escuadra chilena continuaba voltejeando en los afueras o fondeada en San Lorenzo, mientras los buques de ronda, que eran generalmente el Amazonas o el Angamos, recorrían la costa desde Chorrillos a Ancón, cruzando con igual objeto las lanchas a vapor dentro de la bahía.
Y mientras todo esto acontecía en la mar, el arzobispo de Lima, monseñor Orueta, daba muestras, tierra adentro, de su piedad y del debilitamiento intelectual de su cerebro, producido más por los años que por la penitencia, publicando en Lima exhortos que debían llevar el terror antes que la esperanza al pecho de sus fieles; al paso que el prefecto de la azorada ciudad, secundándole en su obra de apocamiento y de inquietud, notificaba al pueblo la cesación de la tregua internacional y la apertura de las operaciones activas con la siguiente proclama, en la cual lo bombástico de la frase no alcanzaba a disimular por entero la inquietud pusilánime del alma:
En este estado de cosas llegó la terminación del plazo sin que hubiese ocurrido en la escuadra nada digno de nota excepto el arribo y partida hacia Paita en demanda de armas enemigas de la corbeta O’Higgins que recaló del sur el día 15 de abril, y la singular exención que el presidente de la Cruz Roja en Lima Monseñor Roca, prelado más astuto que evangélico, solicitó el día 16 del puerto de Chorrillos para establecer allí sus hospitales.
Se acercaba, por consiguiente el momento de la acción, y ésta debía iniciarse por un brillante reconocimiento de las posiciones enemigas que tuvo lugar el día 22 de abril y al cual, así como a las operaciones que le sucedieron hasta el día memorable en que se recibió el aviso de la batalla y victoria del Campo de la Alianza, habremos de consagrar el próximo capítulo.
Los peruanos, pueblo tropical, oriundos de casta andaluza, acostumbrados a vivir más de impresiones que de realidades, se hallaban profundamente persuadidos que el último día de la notificación del armisticio precursor de los bloqueos, sería para ellos un día de prueba y de combate.
Nada parecía anunciar en la escuadra bloqueadora semejante propósito. Pero los habitantes de Lima, en cuyos hogares se había refundido íntegramente el vecindario del Callao, recordaban que en tiempo de los españoles había precedido un plazo de gracia a su famoso dos de mayo; y sin más que esto, era en todos los ánimos creencia invencible la de que las aguas del vecino puerto y las altas azoteas de la ciudad iban a ofrecer el interesante espectáculo de un nuevo dos de mayo en abril... Por esto el arzobispo de Lima ordenaba exhibir en ese preciso día las reliquias de Santa Rosa en las iglesias y el prefecto de la ciudad «juraba» en una proclama que la victoria sería de los de tierra. Excedía en esto el procónsul al dictador, porque el último se contentaba con crear victorias, como la de Tarapacá, por decreto simple y aquel las acordaba bajo juramento.
Desde la víspera se hallaba por consiguiente todo listo en Lima y el Callao, que políticamente es su suburbio y su puerta de calle, para aquel aniversario imaginativo. Habían llevado a la verdad los limeños su aprehensión al punto de distribuir el cuerpo médico y las ambulancias en las diferentes baterías desde la noche precedente.
Hecho todo esto, los peruanos esperaron, anhelantes los pechos, las rabizas de los cañones en las crispadas manos, y el dictador a manera de lanzafuego, a caballo y a pie en todas partes.
Mas los buques chilenos ni siquiera se balanceaban en su tranquilo fondeadero, cómodo nido del invierno y del bloqueo, labrado entre los altos farellones del peñón de San Lorenzo, isla-parrilla como la del santo favorito de Felipe II, y San Quintín.
Por más que hicieran y esperaran los de tierra no habría en aquel día, 20 de abril de 1880, «una de San Quintín».
Sólo con la caída de la noche lograron aquietarse las patrióticas ansiedades del pueblo y de la guarnición, y mientras los sacerdotes y las monjas volvían a guardar en Lima sus milagrosas reliquias en sus cajas de oro, los artilleros cubrían con sus fundas los cañones que desde el amanecer habían estado apuntando hacia San Lorenzo, midiendo cada cual con anteojos o micromos las distancias que debía promediar el primer proyectil de la victoria decretada y jurada de antemano.
Pero los luctuosos acontecimientos que los peruanos aguardaron en vano el día 20 de abril, se verificaron a su sabor dos días más tarde.
De madrugada dispuso en efecto el almirante Riveros el 22 de abril que los buques de mayor potencia de tiro verificaran un reconocimiento de las baterías enemigas para medir prácticamente su alcance, y al propio tiempo dañasen con sus piezas de calibre la dársena y los buques peruanos que dentro de ella se hallaban refugiados, al abrigo de altos parapetos de sacos y otras defensas adecuadas.
Avanzaron en consecuencia poco después de medio día en orden de batalla el Huáscar, el Angamos y la Pilcomayo, y a las 2:10 de la tarde rompieron sus fuegos sobre la dársena, apuntando con especialidad sobre la Unión, cuyos masteleros les servían de punto de mira para tirar por elevación. El Huáscar se había colocado a cuatro mil metros de las baterías de tierra, y sus dos consortes algo más distantes.
Se trabó en consecuencia un prolongado pero ineficaz cañoneo en el que tomaron parte los buques y baterías peruanas y los tres barcos ya nombrados. Produjeron las balas del monitor algunos incendios en la dársena, en el arsenal y hasta en las calles de la población, muriendo a bordo de la Unión un marinero. Pero no ocurrió nada digno de nota. Se jactaban los artilleros peruanos de haber hecho caer una bomba de la torre de la Merced muy cerca del Huáscar, como el 2 de mayo de 1866 sobre la Numancia; y en conjunto fue tal la profusión de sus disparos que la Unión, cuyos tiros quedaban cortos en menos de la mitad de su trayectoria, arrojó 72 proyectiles «de lujo» con sus dos colisas, cayendo todos al agua... En cambio, la pesada batería de a mil de la Punta hizo sólo dos disparos.
No pasó aquello, en el detalle, de un simple simulacro o ensayo de cañones, retirándose los buques chilenos a su fondeadero a las cinco de la tarde; pero no sin que el dictador se hubiese dado la satisfacción de un telegrama oficial datado en las baterías a las 3:40 de la tarde y proporcionándose enseguida la ocasión de una proclama el verboso prefecto de Lima, quien a su vez, disparaba a su manera, sobre los chilenos.
Quedaron un tanto acalorados los espíritus con el cañoneo de aquel día, y a la mañana siguiente hubo un encuentro de lanchas cerca de la dársena.
Según apareció entonces, la Janequeo y la Guacolda, comandadas por sus dos bravos e infatigables comandantes Señoret y Goñi, habían intentado un golpe de mano sobre el pesado monitor Atahualpa que se hallaba anclado cerca de la Unión al costado norte de la dársena; pero sentidos, hubieron de retirarse.
Eran en esa coyuntura las 4 de la mañana del 23 de abril, y mientras se alejaban, se avistaron con la lancha Urcos que mandaba el teniente peruano don Domingo Vallerriestra, hijo o nieto de un conocido almirante de su país, y con el encuentro se produjo un ligero tiroteo. Los chilenos arrojaron una granada de mano al fondo de la Urcos, hiriendo a su comandante, al teniente del batallón de marina don José María Delgado y a cinco marineros y soldados. Y con esto los guerrilleros del bloqueo se retiraron a sus respectivos puestos.
En el mar con el vapor se pelea ahora como en tierra: a caballazos...
No ocurrió tampoco nada de notable en las dos semanas subsiguientes; ni aun en el temido y esperado 2 de mayo se movió en la bahía ni una vela ni una mosca. Habían sobrevenido en la rada las mismas bravezas de mar que en ese momento se experimentaban, causando tan mortificantes retardos, en la caleta de Ite, y con este motivo un telegrama del Callao a un diario de Lima del 5 de mayo burlescamente decía «que el mar estaba más bravo que los chilenos».
En cambio, los peruanos, que no se dormían, lanzaron en la madrugada de ese mismo día o en la noche precedente dos enormes torpedos flotantes, especie de cilindros de cobre cargados con dos o tres quintales de pólvora, que habrían podido volar así nuestros acorazados como los buques de guerra neutrales surtos en la bahía, porque navegaban al garete arrastrados por el viento y la corriente. Los descubrió afortunadamente al amanecer del día 5 el Amazonas, buque de ronda, y después de echar a pique uno de ellos a cañonazos con el auxilio de la Guacolda, condujo el otro a remolque al San Lorenzo, donde estalló con terrífico estruendo al chocar contra una roca. Los artilleros peruanos intentaron desviar la atención del Amazonas o atraerlo hacia otro punto de la bahía, con cuyo fin le hicieron algunos tiros, pero en vano, desde las baterías del Norte.
Mandaba uno de estos reductos llamado «batería Rodman» el joven comandante de artillería don Elías Latorre, hermano del bravo y pundonoroso captor del Huáscar y que a la sazón bloqueaba a Arica con el Cochrane.
Pasaron algunos días del eternamente monótono bloqueo, sin más novedad que la de haberse varado en San Lorenzo en la mañana del 7 de mayo el transporte Matías Cousiño; pero nuestros marinos lograron zafarlo con cortas averías dos o tres días más tarde.
Con todo, y deseando probablemente el almirante castigar la alevosía de echarle torpedos sueltos, que no tenían la excusa del valor de quien los condujera o aplicara, ordenó un bombardeo formal de todas las posiciones enemigas señalando el día 10 de mayo para su ejecución.
Había regresado del norte, trayendo a su bordo las autoridades de las islas de Lobos en la noche del 9, la corbeta O’Higgins, y esta tomaría también parte en el combate, al mando de su bizarro y entendido comandante don Jorge Montt.
Ocuparon en consecuencia sus posiciones de combate, a la una de la tarde del 10 de mayo, el Huáscar, la Pilcomayo, el Angamos, y el Amazonas frente a la dársena, el Blanco a la altura de la batería de a mil de la Punta, y la O’Higgins, doblando ésta por el lado de la Mar brava, para atacar sus formidables piezas de enfilada, o por su espalda.
Rotos los fuegos a larga distancia, como el 22 de abril, se hizo notoria la osadía del capitán Condell, quien sumergiendo su buque mediante la inmersión de sus pañoles de agua, para presentar menos cuerpo al enemigo, se avanzó con extraordinaria rapidez hasta dos mil quinientos metros de la dársena, y desde esa posición, valientemente secundado por la Pilcomayo, causó gravísimas averías a todos los buques especialmente a la Unión, al Limeña y al Chalaco, recibiendo en cambio tres o cuatro proyectiles en su costado, algunos de éstos de los cañones de más corto calibre de la plaza: tal fue su temeraria proximidad y era así como se vengaba Condell «el sin vergüenza», apodo cuotidiano de los peruanos en su agravio.
El capitán Uribe, por su parte, se mostró digno de su fama; y se señaló en aquel día a la admiración de la escuadra por sus certeras punterías un oficial de batería del buque que aquel jefe mandaba, el teniente 1.º don Carlos Moraga. El bravo y malogrado Orella, ausente a la sazón en Ite, había encontrado su sucesor.
Sostuvo con brillo su puesto la O’Higgins, peleando con evidente desventaja en una mar alterosa; y a su turno, el buque almirante se mantuvo resueltamente dentro de la línea de los fuegos hasta que una bomba de a mil cayendo muy cerca de su proa bañó el buque de agua, levantando alta columna que el viento dividió a manera de sábana envolviendo toda su quilla.
Con este motivo se retiró prudentemente el almirante fuera del alcance de las fornidas piezas de la Punta, cuyos artilleros, engreídos por aquella hazaña, se pusieron locamente a disparar cohetes en señal de burla y de victoria.
Se llamó esta jornada el segundo bombardeo del Callao, después del ocurrido el 22 de abril, y como de costumbre uno y otro contendiente se atribuyó la mayor suma de ventajas. Los buques chilenos dispararon 408 proyectiles y muchos de ellos fueron cruelmente eficaces, porque los peruanos publicaron una lista de 30 heridos, pertenecientes en su mayor número a sus buques, al paso que los proyectiles de tierra en número de 151, no causaron a bordo de la escuadra bloqueadora una sola avería de importancia ni una sola baja. Por el contrario, reconocieron los defensores del Callao la excelencia de las punterías de nuestros artilleros, y paladinamente agregaban que si el bombardeo hubiese sido ejecutado desde mayor proximidad, el Callao habría desaparecido. Una sola bomba del Blanco o de la O’Higgins, lanzada sobre la batería de la Punta, mató a dos infelices mujeres llamadas Patricia Vallejos y Victoria Palomino, cantineras del batallón Mirave, que allí preparaban el rancho de la tropa.
El «segundo bombardeo» duró cuatro horas, desde la una y media a las cinco y media de la tarde, según consta del siguiente parte oficial del almirante chileno, siempre lacónico y verídico, fechado el 12 de mayo:
A la mañana siguiente todo había entrado en la acostumbrada soñolienta quietud de los bloqueos, y el boletín peruano del 11 de mayo así lo decía:
Sin embargo, la O’Higgins fue despachada ese día a bloquear a Ancón, estrenando sus cañones contra los trenes y factoría de la plaza, que desde ese día dejaron de funcionar.
El 12, rescatado de su peligrosa posición sobre una peña, se marchó al sur el andariego Matías Cousiño, al mando de su entusiasta capitán Catelston. Había este presenciado desde a bordo del Huáscar las hazañas del capitán Condell, y al transmitir desde Iquique el día 19 de mayo su anuncio telegráfico, rumor caluroso de aplauso se dejó oír en todo el país tributado a la conducta del feliz vencedor de Punta Gruesa.
Los boletines sucesivos del bloqueo, que originales tenemos a la vista, recogidos en las oficinas telegráficas de Lima y el Callao, acusan calma imperturbable durante la medianía de mayo, en esta forma:
«Callao, mayo 21. Señor prefecto: Sin novedad. Neto». |
«Mayo 22. Señor prefecto: Sin novedad. Zuleta». |
«Mayo 24. Señor prefecto: Los buques enemigos permanecen inmóviles en su fondeadero. Neto». |
Sin embargo, en la madrugada del último día un violento incendio interrumpía la monotonía del bloqueo y de los partes. Comenzó el fuego a las tres de la mañana en el barrio de Chucuito. En pocas horas destruyó varias propiedades, y costó algunas vidas a los bomberos de Lima, acantonados a firme en el Callao para prestar, como en todas partes, sus abnegados y humanitarios servicios.
No sobrevino, por lo demás, desde el «segundo bombardeo del Callao», suceso digno de especial memoria en el bloqueo, hasta la madrugada del 25 de mayo, en que se verificó en el centro de la bahía un duelo de botes-torpedos, sin ventajas pero con dolorosas desgracias para los dos combatientes, compartiéndose por iguales partes entre ellos la gloria y el infortunio.
Echaron de ver, en efecto, con la primera claridad del alba de aquel día los infatigables vigías de la noche Señoret y Goñi (quienes haciendo constantemente la ronda de los buques para protegerlos de acechanzas y de torpedos no pestañeaban) que por el lado de la Punta aparecían los humos de tres lanchas peruanas, y en el acto gobernaron sobre ellas para cortarlas y librarles combate con las suyas.
Era, en efecto, la lancha Independencia acompañada de la Urcos y de la Arnos, que a su vez corrían la ronda de sus posiciones. La primera, que hacía de capitana, había salido aquella noche a las 11 del Callao, mandada por el teniente de marina don José Gálvez, mozo heroico, digno de su padre. Era su segundo un joven guardia marina llamado San Martín.
Parecía por el corte de su quilla la Janequeo un verdadero pez de mar, y rápida como el viento cortó el vuelo a la Independencia, logrando escapar sus consortes hacia las baterías. Conseguido esto, se lanzó inmediatamente el teniente Señoret, que mandaba aquella, sobre su presa y le reventó gallardamente el torpedo de su botalón de proa bajo la roda.
Comenzó a hundirse en el acto el pequeño barco peruano; pero alzándose sobre su borda con esfuerzo verdaderamente digno de alma de héroe, el joven capitán peruano, secundado por un practicante de medicina llamado Ugarte, de la dotación del Atahualpa, que de humorada se había embarcado aquella noche, encendió con la luz de su lámpara la mecha de un torpedo de cien libras que llevaban prevenido a su bordo y lo arrojaron entre ambos sobre el salón de fuegos de la lancha asaltante, disparando al propio tiempo Gálvez con su revólver, como Ricaurte en San Mateo, para apresurar su estallido. Se produjo este al segundo tiro, mató a los dos fogoneros de la Janequeo y abrió en ésta ancho portillo por el cual comenzó a sumergirse: de suerte que los dos combatientes, como los luchadores del Manfredo de Byron, que juntos rodaron al abismo, se fueron aferrados a pique, quedando herido en una mano el bravo Señoret y horriblemente desfigurado pero no muerto su digno antagonista, por la explosión de su propio torpedo.
Por fortuna llegó oportunamente la Guacolda al socorro de los náufragos. Fueron salvados siete de los trece tripulantes de la Independencia y entre éstos su interesante jefe. Los tripulantes de la Janequeo se refugiaron a nado en las vecinas chatas neutrales y el teniente Gálvez, llevado respetuosamente a bordo del Blanco, fue devuelto dos días más tarde a su familia y a su patria. El guardiamarina San Martín y el animoso practicante Ugarte, sucumbieron ahogados con el resto de los tripulantes de la Independencia, causando aquella escaramuza la pérdida de no menos de diez vidas y 150 a 200 mil pesos para uno y otro beligerantes.
Tuvo lugar asimismo, a fines de mayo (el día 27) un tiroteo de cañón durante el cual la peripecia más señalada fue la de que un diestro artillero del Angamos puso dentro de la cámara del Chalaco, en los momentos en que sus oficiales almorzaban, una bomba que llenó el lujoso salón del buque de astillas, cayéndole (así dice una relación del suceso) algunas de aquellas en la boca al guardiamarina Portal y otras «en las patillas» al comandante La Barrera, que se hallaba recostado muellemente en un sofá, cociendo probablemente su digestión, mientras el guardiamarina comenzaba la suya.
Por lo demás, las peripecias de este cañoneo están contadas conforme a la versión peruana en los siguientes telegramas inéditos:
«11:50 a. m. Señor prefecto: Tanto de parte del enemigo como de nuestras baterías ha cesado ya hace rato el fuego. El Angamos sigue navegando hacia afuera. Neto». |
El día subsiguiente fue, como los de casi toda aquella pesada estación, intensamente nublado, y tanto era esto, que por la noche los buques se hacían señales con cañón para reconocerse:
Pero la calma precede de continuo al huracán, según la leyenda del marino y la experiencia del meteorologista, y esto fue lo que aconteció en las aguas del Callao después de su invernal y tenaz camanchaca, porque el día 29 de mayo fue aniversario del célebre combate de Pacocha entre el Huáscar y el Shah. Y como si aquel aguerrido barco hubiese querido recordar su bien alcanzada gloria en ese día, se presentó impávido al frente de las baterías.
Es interesante la versión peruana e inédita de este combate matinal, especie de «esquinazo» de guerra dado a la plaza, y por lo mismo vamos a copiarlo de sus telegramas originales que así dicen:
«7:40 a. m. Señor prefecto: Angamos, Pilcomayo y Huáscar mantienen lentamente el fuego sobre la plaza. Quedan muy cortos los disparos del enemigo. Zuleta». |
«8:15. Señor prefecto: Rodman y batería de la Punta disparan con algún éxito. El Huáscar trabajosamente y después de largo rato, vira para hacer fuego al dársena. Zuleta». |
Hasta este punto llegaba la parte inédita y reservada de la comunicación telegráfica; pero he aquí los anuncios posteriores que los vigías del Callao continuaron dirigiendo a Lima después de la última hora mencionada, y que el dictador hizo publicar ese mismo día en sus boletines para retemplar y «retemplarse»:
«Recibido a las 9:18 a. m. Señor prefecto: Ha cesado por completo el fuego de los buques enemigos por haberse colocado a prudente distancia. Neto». |
No obstante, el descomunal heroísmo atribuido al monitor gemelo del que en breves horas se zambulliría cobardemente en las aguas de Arica, parece que el casi cuotidiano tiroteo acabó temprano en aquel día, porque el telegrama de la noche no contenía sino esta palabra, eterna orden del día de los bloqueos:
«Callao, 29 de mayo de 1880 Señor prefecto: Sin novedad. Zuleta». |
Una peculiaridad peruana, sin embargo, habremos de notar aquí: la de las felicitaciones. Era el 29 de mayo, según dijimos, uno de los aniversarios de la vida aventurera del dictador, cuando pretendiente; y el gobernador de Ancón, mientras se batían en el Callao, hacía vibrar los alambres con el siguiente telegrama dirigido a su jefe político, a Tacna, semejante a los de Arica dirigidos el 2 de mayo a Montero:
El día 30 de mayo hubo un corto tiroteo, acostumbrado desayuno matinal de los bloqueadores; y después todo entró en calma.
Los únicos boletines telegráficos de ese día que hemos encontrado dicen en efecto así:
Entre tanto, y volviendo al cañoneo del 29 de mayo, cuyo boletín de sensación, ya dado a luz, decía: «El Huáscar huye cobardemente», llevaba este temprano a Lima las emociones matinales que los nervios de sus habitantes requerían como incesante y necesitado pábulo. Lima no puede vivir sino de impresiones: de victorias y pastillas, de sahumerio y de pólvora. Los chilenos se contentan sencillamente con mandar su prosaica plata a la plaza...
Pero aquella postiza alegría no sería de dura, porque dos días después, es decir, en la mañana del día 1.º de junio, se veía acercarse al costado del Blanco una pequeña embarcación a vapor que llegaba del sur empavesada, y en el acto todos los buques bloqueadores cubrían su jarcia de vistosos trapos, saludando ufanos con el cañón de las salvas reales y el clarín de las dianas de guerra la noticia de inmortal victoria.
Era el aviso a vapor El Toro que traía de Pacocha la nueva del triunfo completo obtenido por las armas de Chile sobre el ejército de los aliados a la vista de la ciudad y valle de Tacna el memorable 26 de mayo de 1880.
Indescriptible fue el júbilo que se apoderó de las tripulaciones de la escuadra en presencia de aquella fausta, si bien no inesperada nueva, que venía a servir de grata necesitada pausa a las fatigas y a los insomnios del bloqueo.
Se aumentó aún más, si ello era posible, la alegría y el bullicio de los tripulantes de nuestras naves que el tedio comenzaba a trabajar intensamente con la nueva de la captura de Arica, que no tardó en llegar en alas del viento, mientras que a los infelices peruanos se la comunicaban desde Pisco por el telégrafo sus propias autoridades.
Sombrío estupor se adueñó en los primeros momentos del ánimo de los impresionables peruanos, siempre confiados en fácil y perezosa fortuna, siempre engañados por pérfidas arterias de ambiciosos, pero siempre «retemplados» por sus propias forjadas ilusiones y falaces esperanzas.
Mas la desesperación tiene también sus mirajes, y apenas hubieron conocido el pueblo y el gobierno la intensidad de sus desdichas, tomaron pie de ellas para cobrar nuevos bríos; la prensa, apellidando a sus héroes muertos, convocó con tono épico a los vivos a las armas; el ejército se juntó para contarse y para medirse en paradas militares; se tomaron medidas de ánimo levantado a fin de tener hombres, armas y dinero, y declarando el dictador que se sentía fuerte en su prestigio, en su alianza y en el apoyo de cinco millones de seres humanos que tenía a su espalda, juraba solemnemente que no soltaría las armas hasta no quebrarlas en el pecho de los invasores, expulsándolos del suelo profanado de la patria.
La guerra iba a entrar por consiguiente en su faz más decisiva, más resuelta y más terrible. Testimonios vivos de ello era todo lo que acontecía en Lima, en Arequipa, en torno a nuestros buques, a la vista de nuestras avanzadas de tierra, después de las más imponentes victorias alcanzadas.
Y estos mismos éxitos que una desacertada política malograría respecto de Chile, no sólo no alcanzaban a solucionar la guerra, sino que la comprometerían más intensamente sellando la alianza de los adversarios de la república con su propia sangre vertida en campo común de común infortunio.
Por manera que lo único que en tan grave coyuntura parecía racional, oportuno, expedito y patriótico, era aprovechar con vigor y celeridad el aturdimiento y la desmoralización que en todos los pueblos producen durante sus primeras angustias la adversidad continua y casi implacable, para marchar por el sendero más corto y más recto a su final avasallamiento.
Y ese camino había sido otra vez, como en tres ocasiones anteriores, únicamente el de Lima, que era, política y militarmente hablando, el Perú, a fin de consumar así en su centro la grande empresa que el destino y la fortuna habían dejado en nuestras manos.
Fuerza y dolor nos es por tanto cambiar totalmente el escenario en que hasta esta época había venido desarrollándose la guerra, para ocurrir pacientemente a presenciar en el suelo de la patria una serie inconcebible de errores, de pequeñeces de ánimo y de cortedad absoluta de vista, no ciertamente en el país, sino en sus mandatarios, de quienes hubiera podido decirse que deslumbrados por los reflejos luminosos que de lejos venían a herir su vista miope, habían perdido el rumbo y extraviado el sendero de la marcha victoriosa de la república.
El congreso de Chile se reunió, conforme a su estatuto, el 1.º de junio de 1880, al ruido del cañón que anunciaba las glorias y los regocijos de Tacna. La ocasión era solemne. La palabra inaugural del jefe de la nación, siempre sobria e incolora, no correspondió al nivel a que habían alcanzado las emociones del patriotismo popular; pero, como de costumbre en las cosas de su gobierno, se mostró sincero, verídico y sin malicia. Se contentó por esto con trazar, pálida, fría, casi menesterosa reseña de la campaña, desde la captura del Rimac en el año último, y terminó su exposición de guerra en estos glaciales términos:
En cuanto a la marcha interna del país, demostró el presidente con cifras, más que con palabras, su imperturbable prosperidad, aun en medio de la sangrienta y dispendiosa lucha en que nos hallábamos empeñados.
Al concluir su discurso de instalación, el señor Pinto encontró también dentro de su helado pecho algunas palabras de acompasada justicia hacia el país:
Fue bien recibida por la generalidad aquella manifestación del estado de las cosas, haciéndose notar únicamente, como un vacío extraño, la abstención absoluta de la palabra presidencial con relación a los propósitos ulteriores de la guerra, así como a las arduas y urgentes medidas que, a juicio de todos, la campaña requería para su feliz y pronta terminación, aprovechando el brío de nuestras victorias y el desaliento de los vencidos. Aun ante los espíritus más ciegos, la guerra iba a entrar en su faz más grave y a necesitar su pronto, inevitable, fatal complemento en una expedición rápida sobre Lima.
Se aumentó este sentimiento de expansión natural en el país una semana más tarde, cuando en la noche del 8 de junio el alcalde trasmitió de Iquique la nueva de la espléndida victoria de Arica, que volvió a enloquecer de alegría y de entusiasmo a todas las poblaciones.
Por otra parte, con el brillo de aquellos triunfos se había acentuado y robustecido la popularidad del ministerio que presidía el señor Santa María, tan vacilante antes de la captura del Huáscar.
A nadie se ocultaban, a la verdad, los méritos personales y los servicios distinguidos de cada uno de sus miembros. Cualesquiera que hubieran sido sus errores de concepto y de detalle, nadie hacía ofensa a su patriotismo, a su entereza, a su laboriosidad, ni menos a sus rectas intenciones. Si no era un ministerio de hombres de estado, era un ministerio de patriotas.
El señor Santa María, que lo regía, había hecho en efecto dos viajes a Antofagasta, en época azarosa y con decadente salud, acarreándose gravísimos compromisos personales a fin de empujar las operaciones de la campaña hacia un rumbo activo. El señor Sotomayor, ministro de la guerra en campaña, había muerto en el puesto del deber y del patriotismo. Su reemplazante en Chile, el señor Gandarillas, ministro en propiedad de justicia, no obstante la aspereza de sus exterioridades, y tal vez a causa de ellas, había sido yunque de trabajo, constituyéndose en Valparaíso para la reorganización de nuestra marina que dio por resultado la aprehensión del monitor enemigo que tenía en jaque a nuestro ejército.
No habían sido menos laudables la laboriosidad, consagración patriótica y energía de espíritu para procurar armas y recursos al país, atribuida con justicia al joven ministro de hacienda señor Matte; y aun se alababa la actitud resuelta en los consejos del señor Amunátegui, ministro de Relaciones Exteriores. Había este hombre político voluntariamente consentido en oscurecerse bajo la dirección de un caudillo que no era su amigo ni participaba sus miras. No obstante, sus elevados talentos y notorias virtudes personales, el señor Amunátegui no figuraba propiamente en el gabinete del señor Santa María como una personalidad de guerra. Se le reconocía por el contrario el mérito de la abnegación al formar parte de una combinación tan ajena a sus propósitos como a sus tendencias y en la cual entraba como simple moderador y amigo personal y antiguo del jefe del estado.
Tomado en conjunto el gabinete de agosto de 1879, se sentía, por consiguiente, no sólo fuerte sino prestigioso, y se esperaba que no sería remiso en cosechar el fruto de los sacrificios del país y de sus propios esfuerzos, cuando una mañana en día frío y lluvioso (la del domingo 13 de junio) comenzó a circular por la ciudad, el extraño rumor de una crisis ministerial completa, motivada especialmente por las renuncias irrevocables de los señores Santa María y Gandarillas, las dos personalidades políticas más acentuadas de la administración, y que por lo mismo no habían vivido siempre en perfecta cordialidad. La Moneda de Chile no fue nunca la jaula de la familia feliz, del empresario Barnum.
El hecho era entre tanto singularmente cierto, y aunque en las primeras horas de la mudanza manifestaron inquebrantable propósito de retirarse sólo los dos ministros ya nombrados, la crisis se hizo sucesivamente general, y tres días más tarde, esto es, el miércoles 16 de junio, a las dos de la tarde, el señor Pinto firmaba los nombramientos de un nuevo gabinete que quedaba compuesto de la manera siguiente:
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Aquella composición fue acogida con natural frialdad por el público, que hacía el legítimo contraste de los que se iban con los que llegaban; y a la verdad, apartados de la crítica sus dos primeros nombres, aquella indiferencia se hallaba justificada no sólo por el mérito que ahora se reconocía a sus antecesores, y porque los nuevos ministros pertenecieran en su gran mayoría, casi en su totalidad, a un bando político que nada había hecho por la guerra ni para la guerra, sino especialmente por la insignificancia política casi absoluta de su personalismo.
El ministerio Recabarren era radical casi en su totalidad, pero carecía intrínsecamente de fuerza política, de prestigio en la república y en la dirección de la guerra, de razón de ser en la actualidad. Era una combinación tomada como al vuelo, una especie de tabla de transición que había de servir de puente endeble a la guerra, cuando lo que en realidad se necesitaba eran fortísimas cadenas y estribos de piedra de sillar para sostener y encarrilar la enorme gravitación de deberes, de peligros y de pruebas que a causa de sus mismas victorias iban a pesar sobre el país.
¡La guerra iba a comenzar!
Nadie negaba al jefe del gabinete su hidalga caballerosidad personal, la honradez a toda prueba de su carácter, la firmeza y la unidad de su conducta política, ni menos la general simpatía que disfrutaba, al menos entre los hombres de su generación, en toda la república. Soldado animoso de la causa liberal en 1851, combatiente en las trincheras del 20 de abril de aquel año junto con el poeta Eusebio Lillo y el filósofo Francisco Bilbao, que como él empuñaron un fusil en ese día luctuoso, la juventud de dos generaciones posteriores había guardado intacto el prestigio de aquel noble estreno de su carrera.
Pero desde esa época el señor Recabarren, a la manera de aerolito que brilla fugaz para convertirse en opaca masa metálica, se eclipsó voluntariamente haciéndose campesino en la Requínoa. Había figurado sin brillo en algunos congresos y hecho una corta campaña patriótica a Chiloé en 1866, como secretario del almirante Blanco, su deudo.
Pero no por esto podía decirse que el jefe del gabinete de junio se hubiese preparado para dirigir la política del país en una situación ordinaria, mucho menos en días de gravísimo conflicto. Amigo personal y antiguo del presidente Pinto, como lo era el señor Amunátegui, participaba del reposo y de la flema de ambos, condiciones negativas de su carácter en los momentos en que lo que más fuertemente la crisis demandaba era una voluntad ardiente y dominadora que sacudiese al fin la inercia y el invencible sopor del jefe del estado, que había ido alojando la guerra, después de cada campaña parcial, como si hubiese sido el ejército un campamento de carretas en nuestros antiguos caminos públicos de llanos y de cuestas.
Mucho más se esperaba en este sentido de su popular y brillante colega de la guerra don Eusebio Lillo, a la sazón secretario del almirante Riveros, y que con la abnegación y entusiasmo peculiares a su carácter y a su estro, entrara desde la primera hora a participar de todos los peligros, penurias y sacrificios de la guerra. Había tomado parte desde a bordo del Blanco Encalada en el combate de Angamos, y ahora sobrellevaba alegre y patrióticamente todos los sinsabores y disgustos del bloqueo cuyas principales peripecias acabamos de contar.
Se juzgaba que no obstante la comparativa oscuridad, en que voluntariamente había encerrado su vida y su talento, quebrando su lira de oro en los negocios y su esterilizadora prosa, el señor Lillo traería al gabinete el fuego de su patriótico ardimiento y serviría de estímulo y aguijón no sólo a la morosidad natural del jefe del estado sino a la de sus propios compañeros.
En cuando a los últimos, el país vio con profunda indiferencia su designación, y esto por justo motivo. Los señores Alfonso y García de la Huerta, habían sido ministros en épocas recientes, pero todos buscaban la huella de su paso por el gabinete sin hallarla. El señor Valderrama, sacado, como el primero, de la magistratura, almacén consuetudinario e inagotable de ministros de ocasión hasta que lo emparedó la ley, era como simple aparecido, una esperanza para algunos, una novedad para todos. Tenía siquiera este funcionario el prestigio de no haber sido todavía nada y de su honorabilidad reconocida.
Una noble expectativa alentaba sin embargo, en medio de la debilidad congénita del nuevo gabinete, a los hombres patriotas que habían arrojado su alma en el torbellino de la guerra como se arroja el pábulo dentro de una tea. Y era la de que las dos personalidades más robustas del gabinete lograrían adueñarse del espíritu del presidente de la república, supremo director constitucional de las operaciones y lo lanzarían al fin por la ancha vía de las grandes soluciones que ésta a gritos reclamaba.
Mas desgraciadamente no sucedió así; y si bien por causas muy diversas del sincero acatamiento, que como jefe de un partido prestó al jefe del estado el patriota señor Varas, durante su corto gabinete, y el que por miras políticas y opuestas sirvió de rémora a los señores Santa María y Amunátegui, fue lo cierto que contra las expectativas del país y las advertencias de sus más leales amigos, el señor Recabarren se dejó ganar desde el primer día por la mano y por la apatía suprema que pesaba desde antiguo sobre la administración, haciendo causa común con el sistema de contemporizaciones, retardos y aficiones inmaduras a la paz que fueron causa de tantas humillaciones diplomáticas para la república, de sus funestas e insensatas operaciones subsidiarias de merodeo, de las terribles hecatombes que sembraron los campos que rodean a Lima con los cadáveres de seis mil chilenos, y enseguida, de lo que sería mucho más funesto y desolador que todo eso, de una ocupación indefinida del país dominado, obra exclusiva de la pereza, de la petulancia y de la cortedad de miras de los hombres públicos de Chile.
Se empeoró todavía esta situación con la renuncia que como hombre de corazón sano y levantado trajo en persona desde el Callao el señor Lillo, devolviendo al presidente la cartera de la guerra sin haberla siquiera abierto, manifestando así que era digno de ella y dando lealmente como excusa la de que no se creía con las fuerzas necesarias para desempeñar en ocasión tan grave puesto de tantas responsabilidades. El señor Lillo venía de la guerra, sabía lo que era la guerra, creía en ella, deseaba probablemente hacerla, y por lo mismo, mirando en su derredor, se abstuvo de caracterizar una situación en la cual probablemente los sucesos y los caracteres lo dejarían solo. Y fue de esta manera como el único hombre de guerra que se presentaba en el dintel del gabinete recién creado, renunció su puesto de ministro de aquel ramo, que absorbía a esas horas la administración entera.
Como una devolución natural y legítima de la situación, rehusada la cartera de guerra por el secretario del almirante de la escuadra, se pensó inmediatamente por sus amigos radicales, dueños de la mayoría sino de la totalidad del gabinete, en el ex secretario del general en jefe don José Francisco Vergara, quien, después de prestar en la campaña los señalados servicios que en el volumen precedente dejamos leal y fielmente recorridos y aun ensalzados, había vuelto a la capital después de la batalla de Tacna en que tomara parte activa. Fue el primer oficial chileno que entrara a aquella ciudad y el primero también que saliera del campo de batalla en dirección a Chile, en demanda de ciertos agravios contra el general en jefe y su segundo el coronel Velásquez, que databan desde antigua fecha y que en aquella jornada se habían agravado.
Se atribuía, en efecto, al jefe de la caballería del ejército un profundo desabrimiento con aquellos jefes, y se aseveraba por el público en voz baja y por la prensa desembozadamente, que los rumores que habían perturbado el criterio de la nación y aun del gobierno sobre los resultados militares de la gloriosa y cabal batalla que acababa de rematar la segunda campaña de la guerra, arrancaba de aquellos tristes desavenencias.
Y tal era por desgracia la verdad más allá de lo imaginable; y como cumple a nuestro deber y a nuestra promesa formulada en ocasión señalada dar razón precisa de un acto tan desacertado y tan peligroso de la política del presidente Pinto, vamos a poner de manifiesto enseguida cuáles eran los sentimientos, las quejas y las recriminaciones ardientes del ejército y de sus principales jefes en los momentos en que el presidente de la república, echando a un lado las más obvias conveniencias, designaba como su director legal en aquel ramo al antiguo secretario de los generales Arteaga, Escala y Baquedano.
Es el secretario del último quien va a explicar la situación y sus azares en carta que escribió, por encargo expreso de su jefe, al presidente de la república con fecha 23 de julio y que textualmente dice así en los párrafos especiales y pertinentes que a tan delicada materia consagraba:
Y estas vivas y patrióticas aprehensiones consignadas con meritoria sinceridad en un documento que acarreaba tantas responsabilidades al ejército, y que el general en jefe había reiterado en una comunicación telegráfica dirigida al jefe del Estado, no era sólo del dominio del gabinete, sino de la ciudad y de todo el país.
La atmósfera bajo cuya presión nacía el nuevo funcionario era a la verdad candente, y de tal suerte que apenas se hizo público su nombramiento, uno de los representantes más modestos y acostumbrado a no tomar parte en los debates, el diputado por Vichuquén don Segundo Molina, llevó al seno de la Cámara una interpelación a manera de protesta, inusitada y antiparlamentaria sin duda, pero que no dejaba de ser por esto una revelación franca y patriótica de la situación y sus peligros.
Pero descartando de esta relación de los sucesos, en cuanto ello es posible y decoroso, aquello que pertenezca al dominio del personalismo, escollo muchas veces de la recta apreciación de los acontecimientos, lo que resultaba como una verdadera amenaza para el porvenir y el desenlace de la campaña y de la guerra, no era aquel antagonismo funestamente creado entre dos fuerzas que debían ser esencialmente armónicas, el ministro y el general en jefe (temeridad cuyas consecuencias pagaría en breve harto cara el país) sino la completa unificación de miras que se estableció en oposición a las del caudillo del ejército, del ejército mismo y del país, entre el gabinete y el conductor político de la guerra sobre la manera de ver esta y de proseguirla.
Se había imbuido en la mente y en el alma del presidente de la república la creencia tenaz y singular que de que la guerra iba a terminar de hecho y de derecho con la campaña subsidiaria de Tacna y Arica, que como la de Tarapacá, había afectado sólo una de las extremidades del territorio y de los recursos de los aliados beligerantes; y en consecuencia abrigaba la inmutable convicción, a todos por él llanamente manifestada, de que la paz no tardaría en sobrevenir, fuera por la ruptura de la alianza, que acababa sin embargo de robustecerse en un común holocausto; fuera por el abatimiento o el motín de la soldadesca que rodeaba al dictador Piérola, encerrado por nuestra escuadra en el recinto de Lima y el Callao; fuera, en fin, por el «predominio del elemento conservador» y de sus intereses en aquellas poblaciones, manía que se había apoderado desde el principio de la guerra del espíritu del señor Pinto, regido en esto por sus lecturas filosóficas predilectas y por sus hábitos sedentarios y en el fondo «conservadores». La guerra era para el presidente de la república una simple tesis social y política que él siempre decidía conforme a su criterio y su manera de ser, esto es, por el arbitrio de la paz: cuestión de simple metafísica.
Había sido esta la norma invariable y porfiada de su conducta durante todas las crisis de la guerra, desde su iniciativa; y de esa manera es como la historia se ha explicado sus bochornosas conferencias con el enviado Lavalle, la ocupación y desocupación de Calama para reconciliarse con Bolivia, el bloqueo insensato y prolongado de Iquique para obligar a doblegarse a los ricos de Lima, la campaña de Pisagua para tomar en mano propia la prenda de su codicia, y por último la campaña ineficaz de Tacna, llevada a cabo sólo por no emprender la de Lima que era mucho más breve, más barata en sangre y en caudales y mucho más segura como éxito. Y a todo este cúmulo de errores en que, no el sano patriotismo sino la pereza y la adulación eran parte, se amoldaron los nuevos ministros como la masa a la masa en el batido que la forma.
La política del gabinete de junio iba en consecuencia a ser profunda e intencionalmente de paz, cuando todo aun la más obvia lógica lo empujaba, incluso su nacimiento, hacia la guerra y sus soluciones.
Y precisamente donde a toda costa se resistía el presidente a ir, era adonde el país entero desde el primer momento en que tomó las armas y se hizo ejército para marchar y para pelear, quería ir: a Lima.
En diversas ocasiones de esta historia y esparcidos en sus tres volúmenes precedentes existen los comprobantes de esta aspiración universal, enérgica, convencida y racional de la república, que no era, como en el ánimo presidencial y en el amén de sus palaciegos, una síntesis abstracta, sino el resultado del sentimiento público, ilustrado por la razón, recalentado por el patriotismo y sostenido por la historia, suprema guía de los pueblos. A Lima había ido San Martín y había solucionado con ese acto militar y político el gran problema que la América le encomendara; a Lima había llevado el general Bulnes su victorioso ejército, dando pronto y radical remate a ardua campaña, y a Lima, es decir, a sus aguas que son las del Callao, zaguán marítimo de aquella ciudad, habían ido sucesivamente Brown, Cochrane, Blanco, Guise, Postigo, todos los capitanes de mar de la república.
Podríamos agregar aquí nuevos e inexcusables testimonios de que ésa era y había sido la aspiración única del pueblo y del ejército, que era el pueblo armado; pero será sobrado a nuestro propósito afirmar, mientras en el lugar adecuado adelantamos esas pruebas, que ese era el convencimiento y el plan unánime o casi unánime del Congreso, y especialmente de la Cámara de diputados, que bajo ningún concepto se mostraba hostil al gabinete y menos al gobierno sino su sincero y caluroso aliado.
El divorcio del gobierno con el Congreso (¡extraño caso!) estaba hecho; y (¡caso más extraño todavía!) era el presidente de la república, su personalidad, y su manera de ser y de pensar, no participada tal vez en el fondo por sus ministros, lo que comenzaba a ahondar, enfrente del peligro común de la patria y del malogro de cruentos sacrificios, la sima de la desunión de los partidos.
A dar cuenta de fenómeno tan nuevo como interesante y digno de ser recordado está consagrado el próximo capítulo.
La discusión ante el Senado del proyecto de emisión de seis millones de pesos, negocio que se verificaría entre el gobierno y el público, o más bien, entre el erario y los bancos, acentuó todavía con mayor intensidad la política de reticencias, de desconfianza y de pusilanimidad del gabinete que había nacido al calor de las batallas de Tacna y de Arica, no para darles ancho campo de desarrollo sino, al contrario, para sujetar por la brida al ejército victorioso y encerrarlo en sus campamentos durante ocho meses, el mismo plazo fatal (¡año y medio!) en que se le había amontonado y detenido en los arenales de Antofagasta y después en los de Tarapacá.
El gobierno, a pesar del enérgico clamor del pueblo, no se corregía, sino que a la manera de los niños mal criados y engreídos, se amostazaba con las advertencias y gustaba de hacer lo opuesto de lo que se le pedía.
Llevado en efecto el proyecto de emisión al Senado, aprobado por la Cámara de Diputados el 29 de julio, comenzó a discutirse en sesión secreta el 4 de agosto. Había sido ya aprobado este proyecto de guerra en su forma primitiva en aquel alto cuerpo por unanimidad y sin debate el 7 de junio anterior, y ahora volvía a su mesa con leves mudanzas de detalle.
Iniciada la discusión en el día mencionado, la alta Cámara como para manifestar su ardoroso empeño en secundar los propósitos guerreros del gobierno, aprobó la indicación de uno de sus miembros para constituirse como en permanencia celebrando dos sesiones diarias para su despacho. Mas no debió ser pequeña su sorpresa y su disgusto, cuando interrogado el ministro de hacienda por el senador por el Ñuble, don Melchor Concha y Toro, sobre si el gobierno se proponía expedicionar a Lima, a fin de valorizar el monto definitivo de la cantidad que debería votarse, el representante del gobierno dio por única respuesta la eterna evasiva que había caracterizado su actitud en los azarosos debates de la Cámara de Diputados que dejamos recordados:
Esto fue todo; y a la verdad no habría pasado probablemente de ese mutismo obstinado la discusión y sus espinas, si al vicepresidente del Senado, hombre sagaz y versado en cosas de hacienda, no se le hubiese ocurrido poner de manifiesto con números y demostraciones matemáticas que la cantidad que el ministro del ramo solicitaba no era sino la mitad justa de lo que el gobierno de urgencia requería.
Después de tres o cuatro sesiones se aprobó definitivamente el proyecto, más o menos tal cual había sido enviado por la otra Cámara y por unanimidad, con la discrepancia de uno o dos votos en materia de detalles o de bancos.
Se verificó este despacho de urgencia en la sesión del 9 de agosto, pero deseando caracterizar la situación y su voto uno de los pocos senadores, tal vez el único, que acostumbraba expresar al país y a sus comitentes con toda plenitud los móviles de su conducta, el senador por Coquimbo, usó de la palabra para significar al gobierno, lo que el país tenía que reprocharle y lo que tenía derecho a esperar de él, no obstante su fatal pereza y su reserva culpable, innecesaria e inmotivada para con los cuerpos colegisladores. Y con tal motivo se expresó de la siguiente manera, según el acta secreta de la sesión ya recordada:
A todo esto, y conforme a una costumbre ya estereotipada, el ministro de hacienda (porque los otros de ordinario no concurrían siquiera a los debates) replicó sencillamente que en otra ocasión contestaría.
Y en efecto, conforme a su promesa presentó el señor ministro de hacienda sus descargos en la próxima sesión del senado, que tuvo lugar en secreto como las anteriores el 11 de agosto; pero su argumentación, descolorida como siempre, no ofreció sino el melancólico interés de descubrir la tenaz antipatía que el gobierno abrigaba por una expedición en grande escala a Lima, rechazando así implícitamente el voto del Congreso y del país, acentuando, para mayor dolor, su afición a las funestas expediciones de merodeo en sustitución de aquella radical, patriótica e histórica empresa, única digna en tales horas de Chile y de la América.
Por lo demás, las respuestas y excusas del señor ministro adolecieron de la eterna vaguedad que se había apoderado del gobierno que la victoria había hecho cabalístico y cobarde en lugar de devolverle toda su expansión y robusta franqueza, secreto de fuerza en las grandes crisis nacionales:
Como era su hábito y su deber se levantó el senador que había pasado antes en revista los funestos errores del gobierno y condenado su fatal y voluntaria persistencia en ellos, y teniéndose ya noticia pública, no negada siquiera por el gobierno, de que en Tacna se aprestaba una división destinada a asolar las costas septentrionales del Perú, comprometiendo graves intereses neutrales, como había ocurrido en la fatal expedición del mismo género a Mollendo, y esto sin más objeto que eludir torpemente con esa maniobra peligrosa y completamente ineficaz, el plan de una expedición formal a Lima, haciéndola más dispendiosa y más sangrienta con la demora, formuló las protestas que ponemos a continuación y que la historia decidirá, en vista de los resultados y de sus vaticinios, si estuvo o no fundada en razón:
Pero todo era en vano y aun contraproducente, porque mientras todo esto tenía lugar en el seno de las dos ramas del poder legislativo, en los cuales el gobierno no había encontrado sino solícitos, desinteresados casi entusiastas colaboradores, la actitud del gobierno para con el país, para con el congreso, para con el ejército mismo que había vencido en Tacna y en Arica, continuaba inalterable.
Verdad es que en los primeros días de junio el gobierno se había apresurado a solicitar del senado la promoción del jefe vencedor en aquellas batallas al grado de general de división, lo que fue otorgado sin debate y con ferviente unanimidad, en el mismo día de su solicitación (9 de junio).
Mas, tardó un mes cabal el ejecutivo en presentar el mensaje de premios a los jefes que tan denodados sacrificios habían hecho a su patria y al deber durante la campaña ¡Y cosa inaudita!, pero característica del hombre a todas luces pequeño que regía los destinos de la guerra y que, sin embargo, había sido colocado por la fortuna un puesto apropiado para reflejar su inmensa gloria, aquel mensaje, con una sola excepción (y ésta de favor personal, como móvil) excluía a todos los que se habían batido con honor, a fin de repartir holgadamente grados, fajas y ascensos entre los que se habían quedado en su casa o en su tienda...
Este inverosímil pero significativo mensaje que fue recibido con marcada y natural desazón por el senado en la sesión del 9 de julio, elevaba en efecto a la categoría de generales de brigada a los coroneles Godoy, Prieto, Saavedra y Sotomayor, que no habían hecho la última campaña, si bien respecto del último era una deuda pendiente de la anterior; y a coroneles a los comandantes Ortiz (del Buin) y Castro (del 3.º) que por su mala estrella no habían peleado en parte alguna...
Se agraviaba en cambio con torpe, sórdido y culpable desaire al bravo comandante del Atacama que había perdido en la batalla a sus dos hijos; al coronel Niño, que mandara la vanguardia de una división y tenía su graduación de antigua data; al viejo y heroico comandante Barceló que había llevado una división entera al fuego y a la victoria, y a muchos otros. Sólo al comandante del cuerpo movilizado de Navales, don Martiniano Urriola, que era a la sazón teniente retirado de ejército, se le hacía justicia de salto, pero no era esto ciertamente a título de su meritoria conducta en la batalla sino de amigo antiguo y personal del jefe del Estado.
Y aquí es de oportunidad hacer notar para poner en transparencia el triste personalismo y el espíritu estrecho y doméstico de aquella distribución de recompensas a los militares que no habían peleado, en daño de los que habían derramado en la víspera su sangre, que hallándose por esos mismos días en marcha desde Arica el ministro de la guerra señor Lillo, no consintió el presidente en aguardarle unas cuantas horas, como era de su obvio deber, sino que despachó su mensaje de urgencia con su complaciente secretario ad interim, cuando antes había demorado cuarenta días en su confección. ¿Influiría por ventura tan incalificable desaire en la caballerosa renuncia del señor Lillo que llegó dos o tres días más tarde del Teatro de las operaciones y de la justicia?
Pero aun en los ascensos propuestos para la marina se había obedecido al mismo mezquino propósito, después de tan grandes luchas, eligiéndose sólo dos nombres en su rico escalafón. Y si bien había justicia en la promoción de aquéllos por escala, se equivocaba a todas luces la oportunidad y su significación, porque lo que resaltaba con evidencia para el criterio del país, del ejército y de la armada, era que no se recompensaban los servicios recientes de la guerra como estímulo sino la rutina de la antigüedad.
En cambio de estas desalentadoras iniquidades con los vivos, el pueblo junto con el gobierno sepultaba con tiernas manifestaciones de respeto a sus servidores y sus héroes caídos en el puesto del deber. El 23 de junio tenían lugar las honras fúnebres del malogrado ministro Sotomayor y el 28 de ese mismo mes las del comandante Santa Cruz y sus compañeros de gloria y de martirio, conducidos, como él, en brazos del pueblo a su último hogar: Silva Arriagada, Dinator y Calderón. ¡De pie sobre las gradas de mármol los señores Santa María, Amunátegui, Novoa y otros ciudadanos hacían siquiera al ejército la fácil justicia de las tumbas!
Por su parte, y en todo lo que era el régimen interno y económico del país, continuaban las dos ramas del Congreso funcionando con laudable actividad y con tan franca como meritoria e inusitada prescindencia del gobierno. Se discutían así y se aprobaban diversos proyectos de entidad, como el de incompatibilidades parlamentarias, la abolición del estanco y el impuesto sobre los salitres, que si tuvo el mérito de ser general a todas las zonas ocupadas, fue evidentemente demasiado oneroso en su monto. A la verdad, el gobierno dejaba pasar todo con la sola condición de que no lo obligaran a ir a Lima. El presidente, como los antiguos viajeros que hacían a carreta de bueyes y picanas la jornada de la capital a su puerto, quería dormir la tercera siesta de la guerra en Curacaví, es decir en Tacna. Las dos primeras las había ya dormido en Antofagasta y en Tarapacá.
Y a este propósito es digno de especialísima nota el siguiente telegrama peruano, que aunque incompleto, pone en evidencia que los enemigos de Chile conocían la mente ulterior y resuelta del presidente Pinto, aun antes de la batalla de Tacna, porque el boletín que va a leerse tiene la fecha del 27 de mayo, estaba datado en un punto del norte al que solían arribar los vapores del sur, y así decía:
Entre tanto, ¿cuál era la expedición actual, genuina y verdadera, en el fondo filosófica e inamovible, en la superficie enana y mezquina de todo aquello, que sucedía meses en pos de meses, mientras el enemigo se armaba a todaprisa y se fortificaba tras de sus trincheras y nuestro glorioso si bien diezmado ejército tascaba el freno de la impaciencia y casi de la cólera en sus campamentos de Tacna?
La explicación de aquel extraño enigma, de aquel misterio impenetrable aunque mal guardado, de aquellas ocultaciones persistentes, de aquellos aplazamientos indefinidos, era que mientras la Cámara de Diputados acentuaba su resolución de empujar al gobierno a la guerra manteniendo en todos sus actos las declaraciones del 8 de junio, a consecuencia del proyecto de acuerdo Walker Martínez, y mientras el Senado acababa de completar su obra de patriotismo votando por iniciativa propia la duplicación de los millones que se le exigían a título de guerra, el gobierno, es decir, el presidente de la república, con la triste complicidad de su gabinete, había entrado en tratos de paz con un agente desautorizado, peligroso y extranjero y amparándose en una mediación que en sí misma y en su éxito era una amenaza.
Por la ilación natural de esta historia y por su lógica habremos de entrar en el fondo de aquel negociado en que el decoro del país fue arrastrado por el suelo y por el espumarajo de los mares, como si hubieran sido los nuestros tierra y mar de vencidos, cuando hayamos de ocuparnos de las malhadadas negociaciones de Arica, que tuvieron lugar en octubre de 1880 a bordo de la corbeta de los Estados Unidos Lackawana.
Y por lo mismo será suficiente decir hoy que habiendo aportado a Valparaíso en los primeros días de agosto el ministro de los Estados Unidos en Lima, Mr. Cristianey, en un buque de guerra de su nación, con propósitos exclusivamente personales o de servicio interno de su gobierno, sin haber traído una sola palabra, una sola base, ni siquiera la más leve insinuación de paz de parte del gobierno del Perú, el de Chile se puso inmediatamente al habla con él y celebró a escondidas la culpable negociación que era causa de todos sus misterios y manejos.
Pero aun había algo de más singular en aquel apresuramiento por aceptar la personería, por nadie reconocida, de aquel excéntrico personaje a quienes pesares domésticos de tálamo, habían inducido a darse el placer o el consuelo de las brisas del mar. Porque existe hoy suficiente constancia de que no dio siquiera aviso oficioso ni privado de su viaje a Iquique y a Chile a las autoridades peruanas. Y lo que era en un sentido internacional mucho más grave que eso, hay constancia de que conociendo el gobierno de Chile por comunicaciones auténticas depositadas en su archivo, que el gabinete de Washington, que a la sazón presidía el anciano y prudente señor Evarts, había prohibido (sic) a sus representantes en los países beligerantes del Pacífico inmiscuirse en negocios de mediación, a no ser cuando fueran formal y explícitamente solicitados para ello, arrebatado el primer funcionario de Chile por sus ansias incurables de paz y sosiego, solicitó oficiosamente la ingerencia intrusa de aquel viajero de ocasión, y comenzó a llevar a la sordina el hilo de la trama, precisamente desde los días a que hacen referencia los últimos viriles y reveladores actos del Senado de que hemos hecho memoria.
Y a la verdad con tanto ahínco, tesón y al parecer buena fortuna llevaba el negociado el señor Pinto, secundado por la complaciente más que oficiosa participación de su amigo personal el señor Huneeus, agente intermediario, que hacia el día 10 de septiembre quedaron designados en palacio los tres plenipotenciarios que por parte de Chile debían concurrir a las conferencias que a bordo de un buque de Estados Unidos tendrían lugar en un puerto del Perú ocupado por nuestras armas. Se entendía que los negociadores por parte de Chile serían los señores Irarrázaval (que para el caso fue llamado a palacio) y los señores Santa María y Huneeus, reconciliados estos últimos aparentemente para el caso.
No se habían ocultado del todo aquellos manejos al país y menos a los representantes del pueblo, no pocos de los cuales andaban en la madeja. La presencia inusitada, irregular en tiempo de guerra, misteriosa en sus movimientos, seguida paso a paso por la curiosidad y por la prensa, del representante de Estados Unidos ante uno de los beligerantes, dieron la alarma desde el primer día. El agio por su parte, que es el Argos moderno, siempre receloso, despierto y suspicaz, puso en movimiento todos sus resortes incluso el cable submarino, sin exceptuar siquiera las confidencias íntimas de Lima; y allá por los días en que se designaba en el palacio para la hora necesitada a los agentes de Chile, el país entero se agitaba en la zozobra, en la desconfianza y la protesta.
Y por último, encarándose a la misma acariciada y funestísima quimera que albergaba en su seno el presidente de la república como Cleopatra el áspid que debía morderla, el sesudo articulista censuraba la intervención del agente norteamericano como dañosa a los actuales y permanentes intereses del país:
En medio de esta penosa situación creada exclusivamente por el capricho y la reserva característica del jefe del estado y la pasiva sumisión de su débil, incoloro y ya profundamente desprestigiado gabinete de junio, y mientras que a título de «coerción de paz» se aprestaba en los campamentos del ejército de Chile la estéril y fatal expedición Lynch, sobrevino un luctuoso acontecimiento que cubrió de luto los ya preocupados corazones chilenos, tal fue la desaparición, si no de la más poderosa, de la más querida nave de la república, la goleta Covadonga, emblema de caras glorias nacionales echada vergonzosamente a pique por un torpedo peruano en las aguas de Chancay el 13 de septiembre, es decir, cuando en Santiago se designaban potestativamente los negociadores de la paz el día 10.
Por un casual acaso, en sesión de la antevíspera de aquel día había formulado en la Cámara de Diputados el representante por Carelmapu don José Manuel Balmaceda una serie de preguntas tendentes a desenmascarar al gabinete y sacarlo del terreno de sus incorregibles y quiméricos acomodos tan notoriamente repudiados por el pueblo y su representación; y en ausencia de todos los ministros (que era cosa habitual) las formulaba por escrito en los términos siguientes a fin de que les fueran con prontitud comunicadas:
Y ello no podía ser más cierto, ni más triste, ni más ocasionado a demoras tan funestas como las derrotas mismas.
Se presentó a dar respuesta a estas interrogaciones el ministro de relaciones exteriores, señor Valderrama, en la sesión próxima (14 de septiembre), víspera de las fiestas patrias, y encerrándose en una especie de estudioso mutismo, reflejo del que a esas horas gastaba el jefe del estado, se limitó a dar explicaciones que sin negar la efectividad de los tratos de paz, los desnaturalizaba en su esencia atribuyéndoles una iniciativa extraña, cuando la deplorable realidad, como a su tiempo habrá de verse, era que la injerencia extranjera, bajo ningún concepto solicitada por el vencido, había sido buscada y tomada de los cabellos por los que tenían la representación y la guarda del decoro de Chile, a costa de tanta sangre y de tanta gloria vencedor.
No parecía esto creíble y ello era, sin embargo, la estricta verdad de la situación.
Ocupándose en efecto de la primera pregunta del diputado interpelante, es a saber, sobre si existían o no negociaciones de paz, el ministro se limitó a responder estas palabras textuales:
Resumiendo enseguida las dos interrogaciones siguientes en una sola, el señor ministro-enigma las contestó como la Efigie del Cairo de esta manera:
Y esto decía textualmente el ministro de Relaciones Exteriores de Chile, cuando el pueblo repetía de memoria los nombres de esos negociadores, cuando era notorio que el 10 de septiembre, día de su alumbramiento en el despacho presidencial, se había producido un choque por la designación de personas enemistadas entre sí, y cuando precisamente ese disgusto y sus divulgaciones eran lo que había hecho romper al día siguiente al señor Balmaceda el velo de su habitual moderación para lanzarse en las aventuras de una interpelación más patriótica que política.
La manera de solucionar la cuarta pregunta de la interpelación, relativa a la actitud que asumiría el gobierno de Chile durante las negociaciones (negadas, pero en plena vigencia) fue todavía más enigmática, más estudiosa y cabalística:
Agregó enseguida el honorable señor Valderrama algunas vaguedades relativas a la quinta pregunta, como la compra de algunos transportes, el laborioso aumento del ejército, y pidió permiso para detenerse, como si un solo momento hubiese estado lanzado, en la vía de la franqueza y de las revelaciones.
Como era obvio, semejante manera de tratar un negocio que tanto preocupaba a la república y ante una cámara que había manifestado una adhesión tan absoluta y tan patriótica a la política de guerra de los cuatro gabinetes que la habían dirigido hasta aquel día, estuvo muy lejos de satisfacer ni al diputado interpelante ni a la gran mayoría de sus colegas representantes de todos los colores políticos ya un tanto desteñidos, pero que, como en los tapices antiguos que por lujo o curiosidad suele algún aficionado mantener colgados en el muro, tenían todavía a la vista su lana y su trama:
¿Cómo distinguir el uno y el otro carácter entre funcionarios que hablan a nombre de la representación de sus gobiernos? El hecho es serio y merece toda la atención de la cámara y del país.
Reiteró como respuesta, y en un discurso que encontró amplia cabida en quince renglones del boletín oficial, el imperturbable ministro señor Valderrama, estoico e impasible como su jefe, encastillándose en su propósito de taciturna reforma para con la cámara; y en consecuencia el diputado por Carelmapu flageló tan inconcebible y vedada actitud en un gobierno representativo con estas dignas y severas palabras:
Y colocando la cuestión de actualidad y de porvenir bajo su verdadero punto de vista, el bien inspirado representante concluía dando vida a las aspiraciones legítimas de la república y a sus propias desconfianzas con las palabras y la proposición de censura al ministerio que enseguida van a leerse:
Y en consecuencia de todo esto el orador formulaba su proyecto de censura en estos términos:
Representaba en la Cámara de Diputados el señor Balmaceda, antiguo miembro del grupo reformista, el matiz liberal más acentuado de sus partidos, y decimos lo último porque el abigarrado bando que sigue a todos los ministerios y que vota a todo trance con ellos, nunca ha sido para nosotros partido sino vientre.
En contraposición, llevaba la voz del partido conservador en el grueso que en aquella Cámara se sentaba, el distinguido escritor y hábil hombre público don Zorobabel Rodríguez; y apreciando este desde su asiento de diputado la conducta del gobierno con relación a la paz y en vista de la actitud y de los fueros del parlamento, anatematizó a los autores de la situación en el lenguaje conciso y contundente que es su peculiaridad como orador y como diarista:
En consecuencia, el señor Rodríguez dio eco a sus ideas en el siguiente proyecto de acuerdo:
«La Cámara de Diputados declara que, en su opinión, no ha llegado aún para Chile la oportunidad de entrar en negociaciones de paz y mucho menos de ofrecerla». |
Tomó enseguida su puesto en el torneo de los oradores para ponerse del lado del gobierno, como su auxiliar y confidente íntimo, el señor Huneeus, que hasta ese momento había estado sólo al timón de las secretas negociaciones de la calle de San Antonio, residencia de horas y casi de minutos del aparecido, a manera de duende, ministro Christiancy, emisario de sí mismo y de la locura de nuestros gobernantes por la paz, especie de manía no curada del todo hasta el presente. La paz no es un deseo que se satisface como el de Eva. Es un hecho que se impone con la espada. Con su natural franqueza, el defensor de su propia causa comenzó por hacer una declaración previa que era puñalada mortal asestada al pecho de la negociación que hasta ese momento su señoría dirigía y que iría a zozobrar lastimosamente en otras manos:
A la verdad, nada podía ser más enfático ni más categórico que aquella declaración del honrado y honorable representante por Elqui. Hablaba en causa propia y decía toda la verdad: El señor Christianey no había venido a nombre de Piérola, no había traído insinuación de ninguna especie sobre la paz, no había pedido tampoco al gobierno base alguna, su viaje tenía sólo propósitos de servicio interno para su país. Y si esto era así, ¿cómo entonces y por vía de cuál encantamiento sucedía que de ese viaje había surgido la idea de tratar con el Perú y con Bolivia, y cómo en ese viaje y el regreso de quien tan sin propósito lo hiciera encontraron su punto de partida las negociaciones de Arica, que en breve surgieron sobre la superficie de las aguas y vergonzosamente se malograron?
¡Ah!, era que se hacía o se buscaba la paz a escondidas del país, como una maniobra doméstica, como un reposo a la fatiga impuesta y aceptada de mal grado, como una manifestación fisiológica de la tendencia de espíritu del jefe del estado que había vivido envuelto durante la guerra en el sudario de la paz, sintiéndose abrumado bajo el peso del yelmo, de la coraza y de la espada que otros a la fuerza y casi de sorpresa le ciñeran. La paz, como se la proseguía y como se la había iniciado, no en Lima, no en La Paz ni siquiera en Washington sino en Chile, en Santiago, en la calle de San Antonio número 16, era en realidad una conspiración del gobierno contra el pueblo y contra el Congreso de Chile.
Trabado así el debate durante varias sesiones consecutivas desde el día 11, la del 14 de septiembre se convirtió, más adelante y a virtud de la ley natural que hace al agua buscar su nivel en la superficie y hervir cuando arrimada al fuego, en ardiente palenque de política, formándose en línea de batalla los sostenedores del ministerio y sus adversarios, que en fuerza si no en votos (los ministerios tienen siempre por hábito y tradición mayoría de urna en Chile), se balanceaban.
En la sesión del 16 de septiembre sostuvieron en pro y el contra del debate los señores Aldunate y Urzúa. Y en esa ocasión terció por la primera vez el ministro de la guerra para manifestar que por su parte se trabajaba con actividad en los aprestos de la guerra (lo que con relación a su ministerio era tan cierto, como que en el ministerio de relaciones exteriores se trabaja con igual actividad por la paz), y para provocar un lance personal que el boletín oficial vierte en estos términos:
Crecía el calor en los espíritus y en los bancos hasta la animosidad y la amenaza. En la sesión del 21 de septiembre lucharon sobre la ya traqueada y revuelta arena de las negociaciones oficiales y oficiosas los señores Balmaceda y Valderrama, este último en visible retirada; y hasta el señor Huneeus terció en la brega por la segunda vez con el propósito de justificarse del cargo de indiscreción que en general había formulado contra los negociadores de la calle de San Antonio y la Moneda el señor Recabarren en la sesión precedente: «Ni Ud. ni los señores Santa María e Irarrázaval han podido ser indiscretos», le decía el ministro en carta del día subsiguiente, y sin embargo el público había estado al corriente de todo el negociado desde su primera hora hacía ya una larga semana...
Por último, se celebró el día 26 de septiembre una sesión al parecer concertada de antemano para acomodos parlamentarios, ardid usual y triste, pero que esta vez el patriotismo cubría con su velo; y dando cuenta de sus diversas peripecias un diario de ese mismo día las refería en los vivos términos que por abreviar reproducimos.
El diputado Walker Martínez, dejando de camino las proposiciones que antes habían formulado los señores Balmaceda y Rodríguez, presentó como base del acuerdo una indicación tendente a declarar que la cámara insistía en que la solución de la guerra debiera encontrarse sólo en Lima, y caracterizando la obstinada invencible resistencia del jefe del estado, se expresó de esta manera:
Tomó el presidente de la Cámara, como era en él deber y lealtad de amigo antiguo y de ministro reciente, la defensa del Presidente de la República, y exclamó:
Igual y aun más caluroso pero no menos noble testimonio personal dio al Presidente de la República su joven ex ministro de Hacienda, que estaba ahí presente, todo lo cual es honroso para el alma de los que amparan al agredido, pero no es ni luz para la historia y menos es contradicción para los hechos consumados. De lejos se divisaba ya venir a la playa de Arica en la altura del mar peruano el negro penacho del cañón de humo de la corbeta Lackawana, y ese hecho revelaba todas las defensas que sobre los embrollos funestos de la paz formaba la vida diaria y tenebrosos de la Moneda.
En la historia, contra los acontecimientos no hay argumentos ni hay excusas, ni siquiera generosidades. La historia no puede desmentir a la historia.
Y en esta vez el jefe del estado había sido sorprendido en flagrante acto de flaqueza y de contradicción con el país, porque las negociaciones de paz, no solicitadas por el vencido ni por nadie, estaban allí en el fondo del mar peruano, y luego subirían como a alto pilorí de caoba a la cámara de la corbeta mediadora, su teatro y su sepulcro.
Se había anunciado entre tanto en los corrillos del público curioso que en aquel día sería llevado a la Cámara de Diputados en brazos del ya escuálido ministerio, un atleta de poder hercúleo, que, habiéndose mantenido hasta cierto punto apartado de aquellos fatigosos debates, se encontraba mejor sostenido por su potente y brillantísima pujanza de tribuno. En esta ocasión, al menos, el popular diputado por Valparaíso, combatido por todos los gobiernos anteriores, hablaría casi desde la altura de un ministro sin cartera o por lo menos, de un orador que llevaba la palabra del gobierno y el encargo de salvarlo.
Con la notoria y deslumbradora elocuencia que ha hecho comparar en muchas brillantes ocasiones de éxito popular y parlamentario al señor Errázuriz a Mirabeau, tomó la palabra en pos del señor Walker Martínez, y después de pasar en revista los trabajos verdaderamente notables del ministro de la guerra dirigidos a la remonta del ejército, habló de las negociaciones de paz como de una simple tontería y de la expedición a Lima como una necesidad de la situación, indispensable, absoluta y salvadora:
El ministerio estaba salvado, según fue la expresión corriente en aquel día en las tribunas y en la ciudad. El señor Recabarren habló en un sentido análogo, pero sin nombrar todavía la palabra del enigma, que era Lima; tanta era la taima y la reserva supremas sobre ese tema particular.
Y habiendo pedido en consecuencia de los dos discursos convergentes del ministro y del tribuno el señor Rodríguez que se suspendiese la sesión, se hizo así.
El parlamento iba a parlamentar.
Y tal aconteció, porque vueltos los diputados a sus asientos se aprobó por 70 votos contra 6, es decir, por casi la totalidad de la sala una orden del día sostenida brevemente por el señor Augusto Matte y que estaba concebida en los términos siguientes:
«Retirados todos los proyectos de acuerdo presentados con motivo de la interpelación pendiente, la Cámara pasa a la orden del día». |
Quedó así terminado, con esta columna de diáfano humo, simple indicio del paraje en que la hoguera había ardido y se extinguía, el borrascoso debate que comenzado el 11 de septiembre se había prolongado durante seis largas sesiones.
El ministerio, es decir, el personalismo de la actualidad, que es lo que en Chile se llama convencionalmente «gobierno», había quedado a flote, y a la salida de los diputados en el vestíbulo y en la plaza del Congreso, el pueblo, que había asistido tumultuoso a todas las borrascas precedentes, como el viento al huracán, gritaba:
-¡Viva el ministerio! ¡A Lima! ¡A Lima!
Mas, ¿se hallaba por ventura salvado el gobierno como entidad moral y permanente de la república, la guerra como peligro, como tardanza y como futuro y cruel derramamiento de sangre y de millones?
A corto plazo se hallaba encargado de resolver lo último el tiempo, porque al día siguiente del acuerdo absolutorio del Congreso, las negociaciones de paz que tanto se había negado o encubierto, continuaban con mayor ahínco, y al propio tiempo al dispersarse los diputados por la ciudad iban leyendo con intensa preocupación en un boletín de la prensa un telegrama del gobernador militar de Arica recibido aquella mañana y que decía sólo estas ominosas palabras de destrucción ineficaz y de castigo mal repartido e injusto, que haría toda paz imposible:
De esta suerte, y mientras una rama del Congreso, haciendo acto de magnanimidad o de condescendencia, absolvía al gobierno del señor Pinto de sus errores, comenzarían a marchar paralelas en las costas del Perú las dos empresas insensatas y contraproducentes, que se excluían violentamente entre sí y que se daban, sin embargo y a virtud de una ceguedad inconcebible, como cooperadoras a un sólo fin.
Ese fin era una paz falaz e inmatura, y conocidas hoy bajo los nombres de las Conferencias de la Lackawana y Expedición Lynch, se convertirían en las más opacas sombras de la guerra, porque no las había inspirado la cordura, el interés ni la gloria de Chile sino la codicia de la poltronería de un gobierno que en la mitad de la jornada se había echado al suelo y no quería oír los gritos del país que lo azuzaba para marchar hasta el fin, ofreciendo llevarlo en sus propios y robustos brazos victoriosos.
Y a fin de comprender mejor la enormidad de aquellas faltas, que no eran desmedro del patriotismo en el presidente de la república ni en sus ministros, como antes lealmente dijimos, sino de inteligencia y de clara y definida concepción de la guerra en que nos hallábamos hacía dieciocho meses empeñados, será fuerza retrogrademos a los orígenes de la resistencia del Congreso a la política gubernativa inmediatamente después de Tacna, tanto más cuanto que por un leve error de compaginación el impresor ha hecho aparecer el capítulo que aquí acaba antes del que le sigue, siendo que su colocación natural y congruente era la inversa.