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ArribaAbajo- VIII -

Ocho días después pasaba por la puerta del gran almacén de Porta en la calle de Bodegones. Ese lugar es siempre un ramo de flores más o menos bellas, mas o menos humildes. Al fijar la vista en el fondo del almacén percibí a Julia. El mismo aturdimiento, el mismo saludo, la misma sonrisa y el mismo pensamiento de seguirla.

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Esta vez fui más dichoso. Se apercibió de mi intención, y a ratos volteaba como por casualidad la cabeza para ver si la seguía aún. Es preciso declarar que las mujeres no saben todo el mal que hacen con esas miradas furtivas de curiosidad que pueden traducirse por interés.

De esta manera el acaso me traía la tentación. La tentación me arrastraba y mi amor mal dormido revivía.

La tarde de un domingo volvía de toros. La belleza de un día de otoño había atraído una inmensa concurrencia a la alameda. Sus alas estaban pobladas de gente a pie y la calle del centro de caballos y carruajes. Me acompañaban algunos amigos. De repente vimos pasar un hermoso coche ocupado por cuatro figuras de estatua que deslumbraron nuestros ojos y que se hubieran tomado por el grupo caprichoso de una fantasía de escultor.

-¡Allí va Julia X...! exclamó uno de mis amigos.

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Es decir, la encarnación de la hermosura y de la voluptuosidad, dijo otro siguiendo con la mirada la carrera del coche.

Mientras tanto el desgraciado Alberto se halla en la plaza del brazo con su amigo el coronel T*...! dijo un tercero con un tono equívoco entre la chanza y la malignidad.

-¿Qué, quieres decir? Preguntaron varios a la vez.

Yo tenía en los labios, trémulo de emoción, la misma pregunta.

-Me es extraño que ustedes, lobos de esas cosas, no lo sepan. El coronel T*... vive en las piezas del patio de la casa de Julia y Alberto pasa las noches en el juego.

-¿Y bien?

-Lo demás es excusado.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para dominarme.

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-¡Imposible! Replicó uno.

-Yo prefiero lo que me han asegurado.

Sentí impulsos de abofetear a ese hombre.

-Cuando se habla de esa especie de hechos, es preciso poseer una prueba evidente, dije yo, un acento de gravedad. Creo sin embargo que no se deben revelar su objeto.

-Es que hay cierta clase de negocios que detesto; y Alberto X... es uno de ellos. No tengo prueba alguna, pero la más evidente de lo que digo es que comienza a hacerse público.

El que se expresaba en estos términos, no conocía mi historia con Julia. Sus palabras no me hicieron tanto mal como el tono de seguridad con que fueron pronunciadas. Sin embargo, ese hombre acababa de declara que no poseía prueba alguna de lo que afirmaba. El coronel T*... es el mismo que encontré en casa de Julia la noche en que fui presentado en ella.

  —147→  

-Lo más original, agregó nuestro interlocutor con una torpe brusquedad, nacida de un carácter apasionado y vulgar, es que, Alberto no ignora, al parecer, lo que sucede; y que hace algunos meses el lujo de la casa se mantiene por sí solo.

La curiosidad de todos estaba profundamente excitada.

¡Habla claro! Exclamó una voz.

-Quiero decir que mientras el azar ha tratado desastrosamente a Alberto en el tapete, parece que la suerte ha protegido al viejo coronel.

-¡He allí el destino de los jugadores! La mala estrella de unos es la buena de otros.

El diálogo hubiera seguido más adelante. Pero creo que el amigo que me daba su brazo sintió felizmente el estremecimiento del mío. Una señal   —148→   hizo comprender a todos que esa conversación podría afectarme. Mi rol de mártir fue respetado.

En medio de las alegres carcajadas de mis amigos, continuamos nuestro camino, deteniéndonos por momentos para recoger esas palabras encantadoras que sólo salen de los labios de las tapadas. Mientras mis compañeros tomaban la ofensiva sobre ellas, yo permanecía aislado, triste y pensativo.

Cuando atravesamos el puente, volvía el carruaje en que habíamos divisado a Julia. Fijé la vista en ella con altivez y la saludé con el mayor desembarazo. Me parecía que la conciencia de su falta debía humillarla ante mí.

Cuando quedé solo y reflexioné tranquilamente, terminé por dudar de lo que acababa de oír.

Siempre me ha llamado la atención en el espíritu de nuestra sociedad cierta tendencia a aceptar   —149→   sin reserva el mal que se nos dice de otro. Esa tendencia va alcanzando un peligroso exceso que sólo puede explicarse por la ligereza irreflexiva que constituye el carácter del país. No estamos tan desheredados de virtudes sociales que debamos concebir sin resistencia entre nosotros to das las debilidades, todas las faltas, todos los crímenes. El que oye referir una acción imputale o ridícula, no se cuida de obtener la prueba, y aunque se encuentre de por medio el honor de un hombre, corre bajo las impresiones del momento y de la excitación que nos inspira una imaginación naturalmente novelesca, a transmitir el hecho a otros que, a su vez, le prestan, sin meditar, el carácter de autenticidad y lo reproducen con él. Esto sucede en toda esfera y en todo orden de cosas, especialmente si el hecho está constituido por un escándalo doméstico. De esta manera se ven muchas veces mancillados la probidad de un magistrado el nombre de una familia   —150→   entera que ignora tal vez una fábula, que ha recibido ya el asentimiento general. Formando un círculo vicioso, sirve entonces de prueba ese mismo asentimiento imprudentemente prestado. Hay entre nosotros hombres que entran por moda en la indignación pública. Hay personas de cuya vida entera se apodera el espíritu del mal o del ridículo quienes se atribuye sin cesar repetidas y falsas acciones que se creen sin excitación. De esta facilidad para aceptar la calumnia, depende que tengamos una conciencia exagerada de nuestra relajación social, en verdad, menos grave de lo que se cree. El desconocimiento de nuestras propias virtudes es la fatal consecuencia a que nos ha conducido la predisposición irreflexiva a prohijar la calumnia. Esa insensata predisposición del espíritu de nuestra sociedad se ha convertido en una loca manía. Ella arrastra aturdidamente a cada cual, sin pensar que mañana puede, a nuestra vez, hacernos víctimas suyas en nosotros mismos o en nuestras más caras afecciones.

  —151→  

Yo me pregunté si la revelación que había escuchado no debía su origen a una calumnia sin fundamento, puesto que el que a de trasmitírnosla no hacía más que repetirla, según sus propias palabras.

Yo había divisado siempre en el fondo del carácter de Julia una noble y altiva elevación del sentimiento de su honra. Nadie más que yo que había conocido en casa de don Antonio la atmósfera de pureza en que su alma de niña había respirado y vivido; nadie más que yo, que había estudiado profundamente su corazón de virgen y que la había elegido para esposa, podía comprender hasta qué punto se hallaba arraigado en ella el amor de la virtud. No me explicaba, por otra parte, qué género de circunstancias podía haberla arrastrado hasta faltar a su deber, por un hombre como el viejo y cojo coronel T*...

Como quiera que fuese, la verdad es que la sociedad murmuraba sordamente esta acusación y   —152→   que, aunque sin corroborarla llegaron hasta mí repetidos rumores y ecos de otros rumores a su vez.

Si mi profesión no me hubiera rodeado en esos días de graves atenciones, me habría vuelto loco. Por instantes me dominaba con tal fuerza el recuerdo de la falta que se atribuía a Julia, que hubiera querido preguntar a cuantas personas venían a hablarme el grado de verdad que había en ella.

Una mañana acababa de dejar la cama y, como de costumbre, leía el «Comercio» que había encontrado sobre mi mesa.

El nuevo día levanta en la memoria el recuerdo del anterior como la orilla que dejamos al otro lado de ese abismo tranquilo y misterioso de que no tenemos conciencia y que se llama sueño. El alma piensa con dolor en las horas que no volverán; y así como en la última hora de la noche buscan y   —153→   recorre las impresiones íntimas del día que acaba de pasar, expansiva por naturaleza, al despertarse en la mañana, busca por instinto y recorre por hábito esas hojas de papel diarias, fugaces y vivientes en que la civilización ha llegado a consignar las impresiones, borrascosas a veces, casi siempre monótonas, que constituyen el movimiento providencial de las sociedades y de todo lo que existe alrededor nuestro.

Leía, llevado por una estúpida curiosidad, esas dos páginas escritas con lodo que contiene siempre el «Comercio» y que se llaman Comunicados, muchas veces carteles impresos con caracteres de fuego que se colocan sobre la frente de algunos hombres y de familias enteras. No tardé en percibir un artículo que tenía por epígrafe -Alberto X... Era una revelación escrita en ese estilo brutal de sarcasmo, tan con común entre nosotros, que basta para dejar en duda, sino para destruir, la reputación de cualquier hombre.

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Alberto había sido arruinado en el juego. La necesidad lo había obligado a servirse de algunas cantidades de la casa cuyo cajero era descubierto por esta, comprometido en otros créditos y abrumado con la vergüenza de su falta, había huido embarcándose en el último vapor con destino a Chile.

Dudé de lo que leía, me vestí precipitadamente y un cuarto de hora después estaba en casa de don Antonio.

Mi presencia hizo prorrumpir en lágrimas y sollozos al pobre viejo y a su hija.

Los tres permanecimos en silencio algunos momentos.

Pepa me refirió al fin la dolorosa escena que acababa de pasar en casa de Julia.

Impuesto don Antonio de lo que acontecía, por el comunicado del «Comercio», había corrido inmediatamente,   —155→   exaltado y aturdido aún por la sorpresa, a casa de su sobrina. Al verlo entrar la desgraciada joven había salido a su encuentro con los ojos cubiertos de lágrimas, y los brazos abiertos. Don Antonio equivocó sus sentimientos. En lugar de prodigarle palabras de cariño y de consuelo la rechazó de sí, y su primera palabra fue un apóstrofe grosero a que siguió una serie de reconvenciones e insultos. En todo esto hizo entrar el recuerdo de la oposición que había manifestado a su matrimonio con Alberto, a quien insensatamente, valiéndome de su propia expresión, había preferido a mí. La acción hirió sin duda el sentimiento de Julia, y las palabras sublevaron todo su amor propio. En uno de esos accesos de orgullo frecuentes en la criatura a quien se trata de abatir en los momentos de desgracia, la joven había declarado a su tío que todo cuanto revelaba el anónimo era cierto; pero que cualesquiera que fueran las eventualidades de su porvenir, debía comprender desde ese instante que para nada recurriría a él. La indignación   —156→   del viejo había redoblado. En el delirio de la cólera, Julia había acabado por arrojarlo de su casa.

-Todo es cierto, me decía por momentos don Antonio, con la palabra entrecortada por la emoción, y con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, la altivez de carácter la pierde. ¿Lo creerá usted?... Me ha puesto a la puerta, me ha echado de su casa como a un perro.

Y poniéndose el pañuelo sobre el rostro prorrumpía en sollozos.

Julia se había sentido humillada al escuchar mi nombre. La mujer perdona la injuria pero no la humillación.

Don Antonio no ignoraba completamente la falta de que se acusaba a su sobrina. La fuga de Alberto, la escena que acababa de realizarse, las últimas palabras de Julia podían ofrecer una prueba de esa falta. Este pensamiento entraba tal vez por   —157→   mucho en la extraña y profunda irritación de que se hallaba poseído. Sea que ese pensamiento hubiera excitado su severidad, sea que mediara un resentimiento de padre, verdaderamente sincero, la verdad es que don Antonio prohibió que volviera a hablarse de Julia en su casa, y más aún, hasta que volviera a pronunciarse su nombre.

La criatura humana no es tan perversa como se cree, puesto que todos estos acontecimientos que podían haber halagado mi amor propio, me quebrantaron y entristecieron. Sin buscar el origen de una situación tan amarga, lloré la desgracia de Julia y compadecí a Alberto como el amigo más sincero.

Decididamente, Dios me ha hecho pasar por impresiones muy extractas en los días de mi juventud.

¿Qué fatalidad influía sobre el destino de Julia para exponerla de este modo al escándalo público?

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¿Era la revelación del crimen de su esposa o la vergüenza de sus faltas lo que en realidad obligaba a huir a Alberto? ¿La abandonaba como un cobarde deshonrado o la entregaba a la afrenta de la sociedad?

La sociedad dudaba como yo.

Cuando en mis horas de melancolía y en el aislamiento de mi cuarto pensaba en todo esto, me dejaba caer sobre una silla, y cubriéndome el rostro con las manos se escapaba de mi corazón este grito de resignación y de dolor que sale siempre de mis labios en las horas amargas de mi vida:

-¡Dios mío! ¡Dios mío!

Al entrar un día en mi estudio encontré en él a Tomás C...., amigo y comprofesor mío, que me esperaba impaciente. Llevaba un rollo de papeles en la mano.

  —159→  

-Tengo una cosa curiosa que mostrarle, me dijo a solas.

-¿Cuál?

-Hela aquí, me contestó, presentándome una carta que sacó de entre los papeles. La carta era de Julia: al ver su firma se estremeció mi mano. Una mirada me bastó para leer.

La señora de X... necesitaba consultar a Tomás sobre varios asuntos de su profesión, y le suplicaba en los términos más corteses que se acercara a su casa.

-¿La has visto?

-Anoche.

-¿Qué lo ocurre?

-Se trata de los créditos contraídos por Alberto. Me ha dado la copia de todos los documentos: es un asunto desgraciado para ella.

  —160→  

Tomás me mostró una obligación otorgada por Alberto haciendo cesión de la escritura y de todo el mueblaje de la casa que ocupaba. A esto se agregaban algunos pagarés por cantidades considerables firmados a diversos jugadores de oficio. Todas esas obligaciones se vencían quince días después de la fecha en que nos hallábamos.

-Julia quiere saber, continuó mi amigo, si es posible la anulación legal de tales créditos. Alberto no le ha dejado otra despedida que estos papeles. En cambio ha vendido todas sus alhajas para efectuar su fuga. Pero no es esto todo: hay algo que te debe interesar muy seriamente. He aquí la carta con que Alberto se ha despedido de Julia.

Tuve que llevarme la mano al corazón para contener sus palpitaciones y leer.

La carta era una súplica de perdón. Después de algunas instrucciones sobre las deudas, terminaba   —161→   por estas palabras. «No me odies. No he podido hacerte dichosa por dos motivos: porque mi situación pecuniaria era muy comprometida cuando se realizó nuestro matrimonio, y porque, si he de decirlo una vez, tú no me has amado nunca.»

Cuando volví a mi amigo la carta de Alberto y pensé en sus últimas frases, mi corazón rebosaba de una secreta felicidad que hacía mucho tiempo no había conocido.

¿A quién había amado, a quién podía amar Julia, si a los dos hombres a quienes lo había jurado les había mentido?

Todo esto no me habría dejado duda alguna sobre su crimen, si Tomás no me hubiera revelado al mismo tiempo una circunstancia contraria. En cuanto supiera con seguridad, el punto en que Alberto iba a fijar su residencia, Julia pensaba escribirle a fin de arreglar las cosas de tal modo que   —162→   pudiera seguirlo, y reunirse a él donde se encontrara.

Este pensamiento de abnegación no podía hallar cabida sino en una mujer inocente que comprendía lo que tocaba a su deber y a su honra de esposa.

Demanda la nulidad de los documentos era absolutamente imposible.

Tomás quedó en avisarme el resultado.

Yo esperaba con impaciencia.

El coronel T*... fue a ponerse de acuerdo con mi amigo. A los quince días, todos los créditos de X... estaban cancelados por la mitad de su valor.

-Tú comprenderás, me dijo mi amigo al comunicarme todo esto, de dónde sale ese dinero.

Julia había intentado desmentir por el mismo   —163→   medio el comunicado del «Comercio» que había revelado la fuga de Alberto. Si había declarado su verdadero origen a ciertas personas, como su tío y Tomás, era por una necesidad absoluta. Pretendía ocultar esa fuga presentándola como un viaje premeditado, que pronto debía hacer ella misma, y a cuantas personas hablaba de Alberto les aseguraba que felizmente sostenía con él una correspondencia constante. Con la idea de que su completo aislamiento de la sociedad no corroborase las aserciones esparcidas en el público, seguía asistiendo a los espectáculos y las tertulias, aunque no con la misma frecuencia que antes. Yo me preguntaba si al mismo tiempo que este objeto, Julia no se proponía alejar las sospechas que la sociedad pudiera concebir de su crimen.

Desde el momento que recibí la última revelación de Tomás, mi pasión por Julia entró en un período diverso y, aparte de su intensidad, comenzó a vivir bajo una nueva forma, dejando de   —164→   ver en ella el objeto de una pasión exclusivamente sentimental.

Me acostumbré a verla como una de esas conquistas difíciles, pero no imposibles, que suelen contarse en nuestra sociedad. Hablo de esos amores secretos, raros que en cierta clase de nuestras familias nacen casi siempre de una pasión irresistible. Al misterio natural se halla regularmente unida en estos episodios de amor la más completa abnegación, circunstancia que para el amante dichoso tiene un encanto indefinible. La mujer le consagra toda su ternura y alguna vez compromete por él no sólo su honra sino su porvenir, sin exigir otra cosa que la reciprocidad de cariño y un sigilo sagrado. La sociedad llega a apercibirse, no sé cómo, de esa felicidad fraudulenta y comienza a murmurar. Un escándalo viene al fin cierto día, más o menos lejano, a hacer pública esa historia con todos sus detalles románticos y a arrojar sobre los culpables el anatema social.

  —165→  

Yo me propuse realizar uno de estos dramas de pasión, de voluptuosidad y de misterio con Julia. Ella no había amado a Alberto ni podía amar al coronel T*...

El epílogo del drama me era favorable.

Julia continuó viviendo en la misma casa. Conservaba sus espejos, sus alfombras, sus muebles y gastaba casi el mismo lujo. Sea que algunas familias desdeñasen su amistad o que casualmente dejasen de visitarla, no entraba en su casa una sola persona amiga; y hubiérase dicho que se había abierto alrededor de ella cierta soledad desconsoladora. Ella visitaba sin embargo, a sus amigas y parecía que se esforzaba por desafiar los murmullos vagos que el mundo levantaba contra ella. A pesar de todos esos rumores, cuando se presentaba en cualquier salón, era acogida con placer y todos corrían a saludarla, a estrecharla la mano o a dirigirla algunas palabras de galantería. Nuestra sociedad es, en el fondo implacable para el delincuente.   —166→   Sin embargo, lo acepta, le abre sus puertas, lo recibe en su seno y le sonríe. Nadie se atreve a retirarle la mano. Interrogad un momento después la conciencia de cada cual y encontraréis su condenación. Esto es un rasgo social digno de estudiarse.

Mi proyecto fue puesto en ejecución inmediatamente. Julia no entraba en una iglesia, no iba a paseo, no asistía a una reunión, ni concurría una sola vez al teatro, sin que yo me encontrara a su lado. Me convertí en su sombra, y mi vida era casi un espionaje perpetuo de sus días y de sus noches. Al principio estaba distraída, y cuando al volver los ojos involuntariamente me divisaba en una actitud contemplativa, fijaba en mí la mirada, como dudando de si era yo mismo. Después entraba preocupada, dirigía la vista en todas direcciones, y no se percibía, reconocíase la intranquilidad en su actitud. Al fin llegaba a descubrirme, y una sonrisa, que trataba   —167→   de ocultar, se dibujaba entonces en sus labios.

Sin dejar correr mucho tiempo, yo me había dejado comprender. Muchas veces me acercaba a ella en un salón o en la calle, la hallaba y acompañábala hasta la puerta de su casa. Algunas palabras de seriedad o de temor, contestaciones evasivas y una que otra frase bañada por sus labios con toda la miel de la coquetería eran toda mi recompensa.

El alma de la mujer es esencialmente romántica, y estas situaciones novelescas la interesan y la seducen. Yo adquirí la conciencia de que no era indiferente para Julia.

El corazón de esta mujer se convirtió para mí en un gran misterio.

Una noche me había unido a ella en la puerta de San Agustín, a donde toda la elegancia y la belleza de Lima había asistido a las vísperas de Balvaneda.

  —168→  

Nos habíamos separado de la multitud y caminábamos juntos, apoyada ella en mi brazo.

-¿Está usted loco, Andrés? Me dijo de repente con un acento de profunda ternura.

-Lo estoy, Julia, porque usted lo quiere.

-¿Por mí?

-Lo peor es que, según veo, usted piensa hacerme morir en este estado de insensatez.

-Cúrese usted, si tiene ese temor.

-Me es imposible. Este mal sólo se cura con la felicidad.

-¿Y dónde la encontrará usted?

Esa felicidad se llama Julia.

-Por eso la sigue usted a todas partes. Tengo, Andrés, una súplica que hacer a usted.

-¿Cuál?

  —169→  

-No me hable usted en sociedad, no me acompañe usted jamás; no pase usted, sobre todo, por la puerta de casa.

-¿Teme usted que nos sorprenda alguno? Le pregunté, dando a esta última palabra un acento bastante comprensible y apoderándome de su mano.

-No sé lo que quiere usted dar a entender, me contestó con la mayor ingenuidad del mundo. Temo solamente que llegue a saberlo Alberto.

-¡Alberto!... ese nombre no debe mentarse entre nosotros.

-¡Me es tan dulce el pronunciarlo!

La sangre me iba a subir a la cabeza, cuando Julia se sonrió burlonamente, y volviendo el rostro hacia mí me dijo con un tono de indefinible dulzura:

-Es necesario que cese esta persecución constante de usted. No sabe usted todo el mal que me hace con los recuerdos que me trae.

  —170→  

-Esos recuerdos harían a usted mal si fuera usted capaz de concebir una pasión, pero usted no puede amar.

-¿Por qué no?

-Preguntéselo usted a sí misma. ¿Ha amado usted alguna vez?

-Creo que sí.

-Parece que dudara usted. ¿No ama usted a Alberto? No es él el único hombre a quien ha amado usted?

Julia vaciló para contestarme.

Yo había descorrido el brochecillo del guante.

Un instante después exclamó con el tono de una persona que ha olvidado una circunstancia principal:

-Alberto es mi marido.

Yo recordé, la carta de despedida y sus últimas frases.

  —171→  

Sentí que la mano se abandonaba a sí misma y la estreché contra mi corazón.

-Pero usted extravía mi pensamiento, agregó como intentando terminar este diálogo. Prométame usted cumplir lo que acabo de pedirle.

-¿Es un mandato?

-No.

-¿Es realmente una súplica?

-Tampoco, es sólo una prevención.

-¿No piensa usted que en estos momentos, los más felices de mi vida, es un gran sacrificio lo que exige usted de mí?

-Confío en el carácter de usted.

-Mi carácter... ¡usted ha confiado siempre en él, Julia!

-No lo sé. Pero pienso que esta vez no lo hago sin justicia.

  —172→  

-Eso depende de que usted cumpla a su vez lo que voy a suplicarle.

-¿Qué cosa?

-Ya que me priva usted del placer de hallarla, déjeme usted el de verla. Vaya usted mañana a la fiesta de la Balvaneda.

-No lo había pensado; pero es cosa muy sencilla.

-¿Irá usted?

-Tal vez.

-¡Tal vez! Eso no es una promesa.

-No debo hacer promesas de ese género, y quiero prevenirme para las que puedan exigírseme. Recuerde usted que soy casada.

-¿Entonces lo deja usted en duda?

-Mañana se convencerá usted.

  —173→  

-Si va usted, ¿Se colocará en el mismo sitio?

-En el mismo sitio.

En este momento llegábamos a la esquina más próxima a su casa. La calle estaba casi oscura. Yo había desprendido el guante con una suavidad imperceptible. Cuando pronunció estas últimas palabras, llevé la mano a mis labios y la besé apasionadamente no sé cuántas veces.

-¡Por Dios, Andrés!

-¡Hasta mañana, hasta mañana! Exclamé yo, loco de alegría, alejándome precipitadamente como un hombre, que se siente más ágil.

Hasta cierto punto había firmado un pacto que me dejaba divisar la perspectiva de una futura felicidad.

Sin embargo las cosas se presentaban más difíciles, o si se quiere, menos accesibles y risueñas de lo que yo me había prometido Dudé de que pudiera   —174→   fingirse la lucha entre el sentimiento delicado de la honra y el abandono irresistible, que mi diálogo con Julia me había descubierto en su corazón; y entré a casa preguntándome, si el espíritu sencillo con que yo acababa de jugar en ese diálogo podía abrigar la doble perversidad de una traición para Alberto y de un engaño para mí.



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ArribaAbajo- IX -

Por un acto irreflexivo, contrario a la austeridad de mis costumbres, había exigido a Julia que asistiera al día siguiente a la fiesta de la Balvaneda.

Señalar un templo para el encuentro premeditado de dos amantes, cuando el amor no busca sólo el sentimiento, es una impiedad que la conciencia repugna y la religión condena. Convertirlo   —176→   en estrado de vulgares galanteos y muchas veces en teatro de escenas escandalosas, es un hábito sacrílego a que aturdidamente se deja arrastrar nuestra juventud, y una de esas acciones inexplicables entre nosotros que todo el mundo condena y que sin embargo se practican.

Sucede todo lo contrario cuando el amor se halla purificado por la inocencia, ennoblecido por la idealización y divinizado por la castidad. El éxtasis religioso en que se arroban en un templo dos almas cándidas e infantiles que se aman, semejantes a dos niñas coronadas de flores que atraviesan sonriendo el dintel de la vida, asidas por la mano y cambiando entre sí la primera mirada, tiene no sé qué de tierno, de sagrado y de ideal. La virginidad es un crisol divino. Cuando la oración de una virgen levanta hasta Dios el amor mutuo de dos criaturas humanas, lo purifica de todo pensamiento terrestre y lo identifica en su expansión con el amor de Dios mismo.

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Recuerdo haber tenido a los diez y seis años, en ese instante, de la vida en que el sentimiento se desborda y el corazón necesita un ídolo, recuerdo haber concebido, decía, una pasión de niño por una hermosa criatura tierna, inocente y vaporosa una con quien jamás había cambiado una palabra y a quien sólo me era dado contemplar los domingos en un templo. Yo la esperaba en el atrio, la seguía al pasar, penetraba tras ella y pálido de emoción iba a buscar con la timidez del niño la sombra de una columna que me permitiera, sin atraer las miradas extrañas, contemplarla de lejos. En estos momentos me absorbían dulces y misteriosas contemplaciones que arrebataban, suspendían y mecían mi corazón como aislándolo en el espacio. Yo me sentía más enamorado de ella ante Dios, más penetrado de Dios ante ella; y cuando al volver el rostro la contemplaba arrodillada, murmurando como yo ese idioma común al ángel y al hombre que se llama la oración, me parecía que no necesitaba hablarla para decirla que la amaba, porque   —178→   nuestras plegarias se cruzaban, se reconocían y se explicaban por nosotros en los cielos, confundidas como el perfume de las flores ante el altar de una virgen.

No tenía diez y seis años ni era un sentimiento de esa especie el que en esos instantes me inspiraba Julia. Sin embargo no sé por qué ilusión retrospectiva que borraba todo el pasado de mi memoria, me creí renacido a los primeros días en que había amado a esa mujer, y me parecía que la naturaleza de mi amor se armonizaba con la santidad del lugar en que debía contemplarla, si no tan pura, al menos tan bella y tan enamorada como entonces.

Cuando entré a San Agustín, Julia no había llegado aún. Me coloqué en la nave derecha cerca del sitio que había ocupado la noche anterior y me oculté en la sombra que dejaba proyectar en ciertos intervalos la pálida claridad del templo.

Cada vez que la puerta del cancel colocado ante   —179→   el pórtico se abría y se escuchaba crujir la seda de un vestido, mi corazón temblaba: me parecía que a la luz momentánea que la puerta abierta dejaba penetrar iba a conocer la figura de Julia, y aún creía divisar sus facciones al través del velo.

Esperé en vano.

Terminada la ceremonia fui a colocarme al atrio y vi desfilar ante mí toda la multitud de bellezas que en semejantes días pueblan nuestros templos, cortejo interminable y luminoso de juventud, de lujo, de vida, y de voluptuosidad que deslumbra la vista y deja tras de sí el recuerdo de alguna imagen que nos persigue durante el día y nos despierta durante la noche.

Julia no había asistido a la fiesta.

Por la tarde fui a la alameda y la busqué en el teatro. Fui al teatro y tampoco estaba en él. Tuve que preguntar por ella, pero me acordé de su prohibición y desistí.

  —180→  

Quince días se pasaron sin que la viese.

Ayer hizo un mes que recibí esta carta de ella.

Andrés tomó el libro cuya lectura había suspendido por mi visita: sacó un billete que le servía de señal y me lo entregó. Yo leí:

«23 de setiembre de 18...

«No vea usted nada de extraño con mi conducta.

«Necesito hablar con usted hoy mismo y lo espero en casa a las ocho de la noche.

«Ruego a usted no se sorprenda de la franqueza con que pienso hablarle. La felicidad de los dos depende de usted.

«Su afectísima, etc.»

Andrés continuó.

  —181→  

A las ocho de la noche en punto entraba a casa de Julia. No sé si sería efecto de la poca luz, pero creí notar que la casa tenía esa noche un aspecto sombrío. En efecto, la sala no estaba iluminada y sólo se distinguía una luz en el fondo del dormitorio. Pensé que Julia estaría indispuesta y estas tinieblas me inspiraron un mal presentimiento.

Cuando entré al dormitorio, después de esperar un momento en la sala, Julia se encontraba tendida en el canapé, y al verme entrar, se cubrió precipitadamente los pies, con los bajos del traje. Estaba vestida de gros negro y peinada descuidadamente. Las alas negras y lustrosas del cabello le caían con cierta negligencia hacia adelante. Había estado enferma y se hallaba por supuesto pálida y quebrantada. Me acogió con una sonrisa llena de tristeza y me hizo sentar en una silla delante de ella.

Una lámpara cubierta por una pantalla iluminaba sobriamente el dormitorio.

  —182→  

Julia miró a las puertas para asegurarse de si estábamos solos.

Después de un momento de silencio y de algunas palabras que revelaban lo embarazoso de su situación, me dijo con un tono que me conmovió.

-¡Ah! Estoy segura de que usted me cree una mujer sin sentimientos.

-Se engaña usted, Julia. Creo que tiene usted un excelente corazón, pero que lo ha conducido usted por un camino desgraciado.

-Es cierto. No soy más que una loca que ha tomado sin conciencia un mal camino en que la desgracia le ha creado una posición fatal. Felizmente me encuentro en una hora en que pienso volver sobre mis pasos para tomar el que mis inclinaciones me dictan. Este es, Andrés, el objeto de nuestra conferencia. Ábrame usted todo su corazón porque tengo muchas cosas que decirle. Mi   —183→   carta debe haber sorprendido y admirado a usted mucho. Es cosa inusitada que una mujer de la sociedad en que vivimos escriba una carta de esa especie: no estoy tan loca y aturdida que no lo conozca. Pero cuando usted sepa los motivos que me la han inspirado, las disposiciones de mi espíritu y lo infortunado de mi situación, me justificará y me comprenderá usted. ¿La ha leído usted bien?

-Veinte veces.

Jamás la había oído expresarse con tanta calma, con tanta dignidad, con tanto criterio.

-Entonces no se admirará usted, me repuso, de la franqueza con que voy a hablarle. Dios ha colocado a usted a mi lado en un momento fatal de mi vida en que puede usted ser el ángel de mi salvación. Una sola palabra de usted, Andrés, va a decidir de mi destino. Voy a confiarlo enteramente a usted, a usted que, a pesar de todo el mal que le he   —184→   hecho, se ha mostrado siempre tan noble y tan bueno para conmigo. ¿Querrá usted creerlo? Alberto mismo me ha dicho muchas veces que dudaba de que en el mundo hubiera un corazón tan digno y generoso como el de usted.

Este recuerdo inoportuno de Alberto en la extraña introducción de Julia me pareció humillante e hirió mi amor propio.

-He suplicado a usted otra vez que ese nombre no se pronuncie jamás entre nosotros, le dije con un acento de aspereza que no pude disimular. Todos esos recuerdos en esta soledad y en estos instantes me hacen mal. ¿Qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que desea usted de mí?

El tono de estas palabras preocupó un momento a Julia. Un par de lágrimas se elaboraron y brillaron al fin en sus ojos.

-¡Soy muy desgraciada! ¡Muy desgraciada! Me dijo con un acento que jamás olvidaré. Lo peor   —185→   es Andrés, que usted no me ama de la misma manera que me amaba; usted no me ama quizá.

-¡Qué no la amo a usted!... Si no contemplara esas lágrimas, creería que se burla usted de mí. ¿Existe otro sentimiento en mi corazón hace tres años? Hay cosas que no se pueden negar, Julia, sin que el ser que las siente se rebele un instante contra la naturaleza. Decir que no la amo a usted -perdone usted lo extraño de la frase- es la negación de mi ser, la negación de usted misma. ¡Qué no la amo a usted! ¡qué no la amo a usted! Julia, agregué sintiendo pasar un vértigo por mi cabeza, va usted a volverme loco.

-Cálmese, usted, me contestó. Acabo de dudarlo por primera vez de mi vida. Lo he creído siempre y no sé qué sería de mí si no lo creyera ahora mismo. ¡Ah! ¿Por qué no he interrogado jamás mi conciencia como la he interrogado durante estos últimos días? Mi mayor felicidad habría sido casarme con usted.

  —186→  

-Dígalo usted Julia... ¿Me ama usted?

-¿Para qué ocultarlo? Lo amo a usted... lo he amado siempre... no puedo amar a otro hombre sobre la tierra. ¿No es verdad que usted me perdona todo lo que le he hecho sufrir? Yo me sentí arrastrada a Alberto por vanidad y por capricho. Mi alma de niña confundió la ilusión del sentimiento con la fantasía del orgullo y como algunas mujeres de nuestra sociedad, busqué, no un hombre, que llenara mi vida de amor y de paz, sino un marido que me permitiera cumplir, en una escala más o menos brillante, ciertas fórmulas exteriores que el mundo exige a la mujer. Mientras fui también para Alberto un objeto de vanidad y de capricho, no me apercibí de mi error, pero poco a poco se fue alejando de mi corazón el hombre a quien había unido mi destino. Mis días comenzaron a ser tristes y las noches en que Alberto no se recogía solas y amargas. A la saciedad sucedió el alejamiento de la casa, la   —187→   preocupación del juego, a la preocupación del juego la indiferencia y el desdén. El juego es una pasión exaltada y maldita, y como todas las malas pasiones, cuando se sobrepone a las demás, las domina, las sofoca y las extingue. Por eso es que el hombre que juega por hábito jamás ama bastante a una mujer. Entonces comenzaron a abrirse a mi alrededor la soledad y el vacío. Dudando de mí misma, me preguntaba si era esa la felicidad de la vida, si era amor lo que yo sentía por Alberto, si era pasión lo que él sentía por mí. No, no eran esos los sueños que yo había formado en mi infancia; no correspondía esa realidad a las ilusiones que yo había concebido, cuando, por ejemplo, soltera aún, contemplaba que usted me oía, pálido de emoción, tocar una aria en el piano de casa; y ambos pensábamos en la dicha que nos guardaba el porvenir. Usted y todos esos recuerdos venían entonces a mi memoria y encontraba no sé qué secreta felicidad al pensar en todo esto. Entretanto Alberto no se   —188→   preocupaba de mí: todas las mañanas entraba a casa como agobiado por una triste idea, y después de pocas horas salía para no volver, como de costumbre, hasta el día siguiente. Jugaba, me acariciaba un momento y vivía: tal era el hombre a quien yo había preferido a usted. Terminé por convencerme de que no me amaba ni le amaba, y pensé con tristeza en mis sueños perdidos.

Hay sentimientos y palabras que redimen una vida entera de martirio. Lo que Julia sentía en ese instante y lo que acababa de revelarme había redimido para mí tres años de amarguras. Esto era cuanto podía desear mi amor. Yo no escuché otra voz en esos momentos y la perdoné con una bendición de felicidad y de ternura que sentí desde el fondo de mi corazón.

-Mi único consuelo, le dije, en las horas del profundo despecho que me ha devorado era la esperanza de que alguna vez, en la soledad de su vida, pensaría usted todo lo que acaba del decirme.   —189→   No creí encontrar tan pronto ni tan completa una satisfacción como la que usted me ofrece, llena de alegrías consoladoras para mi alma. Usted me ama, Julia, y a falta de toda otra, esa me bastaría.

A pesar de que amaba a esa mujer apasionadamente, ya te he dicho que había dejado de ser para la visión casta e ideal de una alma enamorada. No te sorprenderás pues si te declaro que en ese instante me sentí arrebatado por un mal pensamiento.

-Si me ama usted, le dije, repítamelo usted sin cesar. Aún me parece una mentira.

-Si lo fuera, no habría escrito a usted esa carta ni usted mismo estaría aquí.

Arrastré la silla hasta el canapé, me incliné sobre ella, y con el acento más tierno, que pude encontrar murmuré casi a su oído:

-¡Es verdad!

  —190→  

Julia hizo un movimiento precipitado y se puso de pie.

-¡Carmen! Gritó al mismo tiempo.

La puerta de la recámara se abrió y apareció una sirviente.

-Aquí estoy, señorita.

-No te muevas del cuarto inmediato: podría ofrecérseme algo.

La sirviente desapareció y la puerta volvió a cerrarse.

Julia había pensado en todo.

N volvió a recostarse en el canapé hasta que yo no hube guardado mi anterior actitud.

Me embaracé a pesar mío. La carta de Julia me había sorprendido profundamente. Sin embargo no había dejado de inspirarme el primer pensamiento que abría sugerido a cualquier otro   —191→   hombre, y no era una conferencia a la que yo había creído asistir. Aunque dudando por instantes, yo le había dado otro nombre de antemano. Cuanto Julia acababa de decirme había mantenido en mí las impresiones y las esperanzas que llevaba. Pero su último movimiento y las palabras dirigidas a la criada me impusieron y me desconcertaron como a un niño.

¿Qué era lo que yo debía pensar de todo esto? ¿Cuál era el propósito definitivo de Julia?

-Perdone usted, le dije turbado.

-No es una felicidad llena de azares lo que se desea cuando se ama verdaderamente. Es una vida entera de felicidad y de amor lo que deberíamos ambicionar.

-¿Acaso es ella posible entre nosotros? Si no me engaño, existen obstáculos que usted no podría vencer.

  —192→  

-¿Y si estuviera desligada de todo deber sobre la tierra? Si mi mismo marido no fuera más que un cadáver para mí?

-Aun cuando Alberto hubiera dejado de existir, usted no sería libre. No odio al coronel T*..., pero me repugna y no quisiera hablar de él...

Al oír estas palabras, seguidas por un momento de silencio, el rostro de Julia palideció y se contrajo con las convulsiones del llanto con la misma naturalidad con que llora un niño.

-¡Ah! Usted también... ¡usted también Andrés!... exclamó con un acento de desesperación.

-¿También qué, Julia?...

-Usted también es de los que me calumnian y me creen deshonrada con ese hombre.

-¡Pluguiera a Dios que esa fuera una calumnia!

  —193→  

-Lo es, lo es, repitió insistiendo con un tono en que procuraba revelar la conciencia de lo que decía.

-Si lo es, las exterioridades han condenado a usted y la sociedad tiene razón para creer en ella. Hace cuatro meses que Alberto se separó arruinado y precipitadamente de Lima, y usted ha seguido viviendo hasta hoy al lado de ese hombre. ¿Cómo no imaginarse lo que la sociedad ha creído al fin, después de haberlo sospechado y murmurado largo tiempo?

-Mi única y mi verdadera falta es la que usted acaba de decir, Andrés: mi permanencia en esta casa, al lado de ese hombre. He caído en ella por inexperiencia del mundo e ingenuidad de carácter. Bien había yo sospechado que usted suponía cierto el crimen de que se me acusa. Juro a usted que soy inocente y que he sabido conservar mi honra de esposa tan inmaculada como el primer día.

  —194→  

-Julia leyó la duda en mi mirada.

-No, no quiero, continuó, que quede a usted la más leve incertidumbre sobre todo esto. Voy a relatarle cuanto ha pasado entre el coronel T*...y yo para que conozca y juzgue usted de la perfidia y de la maldad de los hombres.

A pesar de esta determinación, resueltamente enunciada por Julia, y de los términos en que había tenido cuidado especial de redactar su carta, tú comprenderás por la naturaleza de la revelación que vas a oír, que es imposible arrancarla al carácter pudoroso de una mujer de nuestra sociedad, sin haber pasado antes por una hora de reflexiones y de súplicas.

Como te consta, Julia había conocido desde muy tierna al coronel T*... Vulgares cumplimientos sobre sus gracias cuando era niña, y sobre su hermosura cuando fue joven, habían salido siempre de los labios del viejo cojo hacia la sobrina de   —195→   don Antonio, a quien, a pesar de su excesiva y mutua confianza, sólo visitaba de muy tarde en tarde.

Casada Julia, era Alberto quien había llevado a vivir en la misma casa al coronel T*... que reunía a la cualidad de amigo las de un excelente inquilino para las piezas del patio que ocupaba.

Reinaba entre Alberto y su mujer y el viejo coronel una perfecta armonía y una sinceridad recíproca a que cada uno de ellos trataba de corresponder por su parte. Alberto había hecho comprender a Julia que se había visto obligado a demandar a T*... servicios de dinero, y como una prueba de gratitud lo había recomendado que lo atendiese con la más esmerada solicitud en todos esos pequeños cuidados domésticos indispensables siempre en esta clase de relaciones.

Julia había ido observando poco a poco que, cuando se encontraban solos, T*... acostumbraba   —196→   a tomarse ciertas libertades en la palabra y en la intención que ella toleraba sin aceptar, más por respeto a él mismo que por condescendencia. Esas libertades eran sin embargo de tal naturaleza que jamás le habían inspirado a Julia un serio escrúpulo ni un recelo para el porvenir, y mucho menos, el pensamiento de provocar un escándalo.

En los momentos que Julia se impuso de la fuga de Alberto por la carta con que este se despidió de ella, la primera persona a quien había podido comunicar este infortunio había sido naturalmente su vecino y amigo el Coronel T*... tranquilizó su espíritu manifestándole que todo podría arreglarse por medio de cartas cuando se supiera la futura residencia de Alberto, y que en cuanto a sí misma debía abandonar toda inquietud. Por un deber que su conciencia y su amistad reclamaban, estaba dispuesto no sólo a   —197→   subvenir durante todo el tiempo necesario a los gatos de la casa, sino a hacer también cualquier sacrificio si las circunstancias lo exigían. Julia había aceptado sencillamente y con ingenua gratitud esta oferta de un íntimo amigo de su marido; y hacía cuatro meses recibía de sus manos una fuerte cantidad que Alberto debía reconocer como deuda bajo las mismas condiciones que las considerables sumas con que T*... había cubierto todos sus créditos insolutos.

Julia había escrito en efecto a Alberto y había sostenido con él una correspondencia regular. De una de las cómodas sacó cuatro o cinco cartas de su marido que yo recorrí rápidamente. En ninguna se oía un reproche ni se divisaba la sospecha de una falta por parte de Julia. Por el contrario, en todas se trataba del próximo viaje de esta que, al parecer, debía realizarse muy pronto.

Pero las cosas habían cambiado de un modo súbito y extraño bajo otra faz. Hay entre nosotros   —198→   cierta generación de hombres que no puede considerar jamás la cuestión de amor separada de la de dinero, y a la cual es imposible concebir que una mujer cualquiera resista a los halagos o a la perspectiva del oro. El coronel T*..., hombre de un carácter miserable y vulgar, había concebido este pensamiento respecto de Julia. Sin embargo de que al cancelar por la mitad de su valor los créditos de Alberto, sólo había llenado el rol de un agiotista, el viejo infame hacía entrar como base principal en su plan estos servicios de dinero que, llevado por ocultas y pérfidas intenciones, había prestado a Julia y a su marido.

Esas intenciones habían ido revelándose poco a poco, al principio con una solicitud sospechosa, después con las insinuaciones, más tarde con una declaración formal y últimamente con las súplicas y las amenazas.

Julia me refirió con una sencillez casi infantil una multitud de escenas y detalles sobre las pretensiones   —199→   de T*... Su virtud había resistido a todo con una discreción y una incontrastabilidad dignas de la mujer más santa.

Hablaba con tal sentimiento y con tanta lucidez, que persuadido al fin, dejé de dudar.

Iba a arrojarme sobre ella, a arrebatarla entre mis brazos y a estrecharla locamente contra mi pecho.

Pero al mismo tiempo cesó de hablar y escuché bajo su pañuelo un sollozo comprimido.

Tomé delicadamente sus manos entre las mías, y pronunciando las palabras más dignas y cariñosas que vinieron a mis labios, logré separarle del rostro las manos y el pañuelo que ella dejó caer sobre su falda con cierto abandono.

Sus ojos negros y radiantes, humedecidos por el llanto, se fijaron entonces en el suelo con la   —200→   expresión contemplativa de una persona que medita. Un momento después agregó:

¿Quién hubiera pensado que después de una vida sin goces y de deshonroso escándalo realizado por Alberto; después de la estudiada severidad que he tenido que guardar contra mí misma para no dejar comprender a usted en medio de su constante y diaria persecución el poder superior a mis fuerzas que hacia usted me arrastraba; después de la vida de humillaciones, azares y martirio a que me ha condenado la grosera persistencia de T*... -porque ese hombre, Andrés, no sólo me disgusta sino que me repugna- quién hubiera pensado que mi desgracia me reservaba otro golpe fatal?

¿Otro golpe fatal?

-Sí, otra desgracia terrible; más terrible aún que la calumnia con que, ignorándolo yo, me deshonraba la sociedad. Pero antes quiero referir a   —201→   usted cómo llegue a imponerme de esta y cómo he descubierto al mismo tiempo su vil origen. Jamás creí que la perversidad de los hombres llegara a tal extremo.

La sorpresa, la curiosidad y la inquietud agitaron mi espíritu.



  —202→     —203→  

ArribaAbajo- X -

-Usted recordará, continuó Julia, después de un momento de silencio, que la última noche que nos vimos quedé de asistir a la fiesta que al día posterior se celebraba en San Agustín. Yo entré a casa, como usted mismo se separó de mí, poseída de una alegría indefinible. A la mañana siguiente, me había despertado bajo las impresiones de la víspera   —204→   y me vestía para salir, cuando vinieron a anunciarme que había en la sala una persona que deseaba hablarme en secreto y al instante sobre un asunto del mayor interés. Salí impelida por la curiosidad y encontré una señora como de treinta y cinco años que me esperaba de pie y que me saludó muy fríamente. La conduje a esta habitación y la hice sentar. Tenía una fisonomía simpática con una expresión de dolor y una mirada impregnada de dulzura. Su aspecto serio, lleno de dignidad y benevolencia, me infundió respeto.

-Perdone usted, me dijo, si vengo a turbar su tranquilidad. Pero se ha hecho necesaria una explicación entre nosotras.

-¡Una explicación!... ¿sobre qué?

-No se sorprenda usted, continuó la señora. Vengo a hablar a usted del coronel T*... El coronel T*... no es un joven; hace tiempo que vive en el mundo guiado por sus pasiones como todos los   —205→   hombres. Hay mujeres a quienes ha amado y que le han amado también: no me avergüenzo de decir que soy una de ellas. Hace diez años que mi destino y mi subsistencia dependen de él y tengo de él cuatro hijos.

-¡Cuatro hijos!

-Hijos que él reconoce y que yo conservo a mi lado. He sacrificado a T*... mi juventud, me he reducido a habitar en una pobre casita a extramuros de la ciudad y no he cesado un sólo día de darles pruebas de virtud, y de amor. A pesar de la ardiente pasión que nos unió en los primeros años, T*... ha conservado siempre la más completa independencia. Mi puerta se ha abierto sólo para él a la hora del día o de la noche en que ha ido a casa, a donde mi corazón lo esperaba siempre impaciente. Él por su parte ha atendido a mis necesidades, algunas veces con prodigalidad, casi siempre con escasez. Usted sabe que T*... es víctima de la pasión del juego, pero usted ignora quizá que   —206→   después de haber hecho algunas ganancias considerables, en uno de los malos vaivenes de la fortuna del jugador, ha perdido según me consta, cuanto poseía y se halla seriamente comprometido. Yo tenía una mesada que se descontaba del sueldo de su clase. Las pérdidas le han obligado a vender ese sueldo por algunos meses, y hace tres que yo carezco de todo recurso.

Admiraba la serenidad de esa mujer al hablarme así, y sólo cuando terminó llegué a apercibirme de que yo lloraba también. No sabía qué contestarle y apenas encontré valor para decirle:

-Juro a usted, señora, que yo ignoraba todo esto, y si he aceptado algunos servicios...

-Lo creo, hija mía, me repuso interrumpiéndome. Usted ha sido engañada como lo es en el mundo la mayor parte de las mujeres. Así lo he pensado yo desde que supe que era usted una joven sensata y extraña aun a los engaños del mundo.   —207→   Por eso he preferido a un escándalo venir con la ternura de una amiga a hacer comprender a usted una situación, dichosa para usted quizá, violenta y desgraciada para otros. Empapada en lágrimas, he reconvenido a T*... más de una vez en medio de sus hijos por la carencia casi absoluta de dinero en que, vivo hace tiempo, sin obtener otra contestación que la de que se halla arruinado. Feliz o desgraciadamente eso no es verdad. Estoy impuesta de las relaciones de usted con T*... y el dinero que gasta con usted es el pan de mis hijos.

Yo no esperaba esta brusca conclusión, y no la había sospechado siquiera. Me puse de pie y murmuré indignada algunas palabras de cólera.

-Cálmese usted, me replicó tranquilamente. La violencia y el insulto no deben entrar en la discusión de dos personas como nosotras.

-Es, señora, que yo no puedo permitir que   —208→   usted me calumnie y que venga usted a insultarme en mi propia casa.

-Cálmese usted, volvió a replicarme. Es una puerilidad que trate usted de negar lo que todo el mundo sabe. T*... ¿lo niega a los que se lo preguntan? Hace más de un año que lo dice a todos sus amigos. Yo mismo lo he sabido por uno de estos.

-¡Ese hombre es un infame!... ¡un infame! Exclamó fuera de mí. No podrá presentar jamás una prueba de lo que dice.

Pronunciando estas palabras corrí como una loca a ver si T*... se encontraba en sus habitaciones. Desgraciadamente no estaba en ellas: tenía la intención de conducirlo ante esa mujer, desmentirlo y abofetearlo en su presencia.

-Juro a usted, señora, dije, cuando volví a entrar, convulsa por la cólera y sintiéndome desfallecer por lo profundo de mis impresiones, juro a usted que, a pesar de la obstinada persecución de   —209→   ese hombre, soy inocente de toda falta. Dios, que lee en el fondo de mi conciencia, sabe que digo la verdad. He recurrido a él y he admitido algunos servicios pecuniarios de su parte porque era amigo de mi marido y creía aceptarlos de una persona generosa, libre de los deberes que usted acaba de revelarme, honrada e incapaz de una calumnia.

-Como quiera que sea, me contestó la señora, la suerte de una de las dos debe dejar de existir ligada a ese hombre. La mejor prueba de inocencia de usted sería una noble y digna resolución. Usted puede salvar su honra al mismo tiempo que mi porvenir. Por el contrario, continuando al lado de T*..., la deshonra de usted equivaldría al abandono de una madre, a la orfandad de cuatro niños inocentes, a la mendicidad -no ya a la miseria- de una pobre familia. Usted es joven y bella, es decir, posee usted dos cualidades que llenan de esperanzas el más sombrío porvenir. He   —210→   oído decir que a una educación esmerada une usted un corazón bondadoso, y espero que usted reflexionará, Julia, y que se decidirá usted por el bien.

-No necesitaba reflexionar para comprender que esa mujer (doña Mercedes G.) tenía razón. Insistí sobre mi inocencia y sobre mi ignorancia respecto de las revelaciones que acaba de hacerme, y ella me contestó con los mismos términos; de buena inteligencia y dulzura.

-Tranquilícese usted, le dije al fin. Yo no he podido mantenerme en esta situación sino de una manera transitoria: muy pronto debo partir para reunirme a mi marido. Dentro de dos días recibiré una carta en que debe darme sus últimas órdenes e instrucciones para mi viaje. En cuanto esa carta llegue a mis manos, dejaré esta casa y algunos días después no sólo habré dejado de ser para T*... objeto de una pasión insensata, sino que nos separará una inmensa distancia. Esto evitará a usted el temor de un completo abandono: T*... arreglará   —211→   y distribuirá de otra manera sus recursos y sus hijos no carecerán del pan que les falta.

Recuerdo cómo la visión de un sueño que la infortunada mujer me dio las gracias y se despidió de mí llena de lágrimas.

Quedé abismada en la contemplación de lo que sucedía y caí en una especie de desvanecimiento.

Evito referir a usted la escena que se siguió a esta, cuando T*... entró en casa, escena de desesperación y de reproches por mi parte, de sorpresa, de vergüenza y de despecho por la suya. Los hombres de su clase poseen un carácter despreciable y mezquino. Cuando escuchó mis reconvenciones, la palabra brotó de sus labios emponzoñada con la ira, y con los documentos de Alberto en la mano, me echó en cara los servicios que nos había prestado, llevó su cólera hasta el insulto y terminó por arrojarme de una casa que a nadie pertenecía sino a él, puesto que era él quien había   —212→   cubierto esos documentos, endosados a su favor.

Yo escuchaba petrificado esta narración de Julia.

-Cuando terminó esta escena, continuó, la fiebre me devoraba. T*... se retiró a sus habitaciones y desde ese momento no he vuelto a verlo.

Como había dicho a doña Mercedes, yo aguardaba una carta de Alberto. Esa carta en que debía indicarme el medio de obtener recursos y arreglar ciertos detalles de mi viaje era mi única esperanza. Cuando pensaba en mi partida había un recuerdo que me entristecía y desgarraba mi corazón: ese recuerdo era el de usted, Andrés. Pro mi viaje era un deber y estaba resuelta a realizarlo. La carta de Alberto llegó el mismo día en que la esperaba: cuando la tuve en mi mano, rompí el sobre precipitadamente y la abrí ansiosa de conocer sus determinaciones para salir de la violenta situación   —213→   en que me encontraba. ¿Cuál sería mi sorpresa al encontrarla concebida en los términos que va usted a leer?

Diciendo esto, Julia sacó de su seno una carta, separada intencionalmente de las que antes me había entregado, y la puso en mis manos. Me acerqué a la lámpara y trémulo de emoción leí en silencio.

Un amigo de Alberto que había salido de Lima por uno de los últimos vapores y a quien este había encontrado, creyendo hablarle de hechos que le eran más que a nadie conocidos, lo había impuesto por casualidad de la falta de Julia, no extraña, según le había añadido, para la sociedad entera, y de la vida escandalosa que en su ausencia llevaba con el coronel T*... Esta revelación, agregada a los desembolsos espontáneos de T*.., había inspirado a Alberto una certidumbre que no le dejaba ni la posibilidad de dudar. La carta no era una pregunta de indagación sobre todo esto; era   —214→   una serie de violentas recriminaciones dictada por la indignación y la cólera más profundas. La ironía, la lujuria y los calificativos groseros desbordaban en ella. Después de unas cuantas páginas de este lenguaje, terminaba por una enérgica e irrevocable declaración de absoluta prescindencia para el porvenir. Julia debía considerarse desligada para siempre de todo lazo con Alberto, no contar jamás con su apoyo y si era posible precaverse en lo futuro de usar su apellido. La convicción de su deshonra llevaba la ceguedad en su furor hasta tal límite, que había resuelto no escuchar una sola réplica; y si Julia le escribía, quemaría sus cartas antes que leerlas.

He aquí por qué me había dicho Julia que Alberto no era más que un cadáver para ella.

De esta manera se había abierto alrededor de esa pobre mujer, una espantosa soledad que la dejaba casi completamente aislada sobre la tierra.

  —215→  

-La lectura de esa carta, continuó con un acento de profunda tristeza y dejando asomar un par de lágrimas que iluminaron el globo de sus ojos, me dejó enferma y he pasado diez días en cama. Enferma, sola, desamparada de todo el mundo, mis días han sido bien amargos y he pasado no sé cuántas noches en agitadas vigilias con el pensamiento de mi desgracia. No he tenido ni el consuelo de la expansión, porque no hay una alma bastante amiga para confiarle esta clase de infortunios. Por momentos pensaba hacer venir a Pepa, revelarle todo mi secreto y rogarle que interceda para con mi tío a fin de que me dé un asilo en su casa; pero mi tío es muy severo, cree tal vez en la calumnia con que se me deshonra y está tan irritado contra mí, que me negaría ese asilo. El pensamiento de llamar a usted me asaltaba a cada instante y su recuerdo me volvía más desgraciada; yo comparaba la vida de felicidad que usted me hubiera dado con las amarguras de mi presente, y esto hacía renacer en mí el mismo sentimiento   —216→   dulce, apacible, enamorado que soltera experimentaba para usted. Ese sentimiento no es otro, Andrés, que el amor puro, digno, reflexivo y ardiente. Me convencí de que era usted el único hombre que he amado, que lo amaba a usted más que nunca y me dije: «Andrés es generoso y me perdonará, es noble y comprenderá mi situación. Si me ama, si mi amor es una felicidad para él, no vacilará ante ningún sacrificio y podremos vivir dichosos en un rincón del mundo.»

Mi espíritu se compartía de una manera extraña entre la compasiva tristeza que me causaba la desgraciada situación de Julia y las emociones de mi felicidad.

Julia continuó:

-He aquí por qué creo que la ventura de los dos depende de usted, como dice mi carta: estaba segura de que usted no rehusaría. Bien sé que usted no es rico, pero amo a usted y por este amor estoy resuelta   —217→   a sufrirlo todo, todo, hasta la miseria. Iremos a habitar en un cuarto triste, pobre y aislado en un extremo de la ciudad. Allí viviremos humildes, escondidos e ignorados, pero tranquilos y felices.

Hacía mucho tiempo que la dicha no penetraba hasta lo más íntimo de mi corazón.

-De este modo, agregó Julia, habrá usted salvado mi porvenir: me alejaré de la sociedad, y viviré modesta y oscura sin que sus calumnias vengan a perturbar la paz de mi vida. Además, así me veré libre del mayor infortunio, que debe temer la mujer sobre la tierra -porque es necesario que lo sepa usted todo, Andrés- esta complicación de circunstancias no constituiría para mí una verdadera desgracia, si no hubiera otra, aún más infortunada.

-¿Cuál, Julia?

-Parece que usted no ha comprendido ciertas   —218→   frases de las cartas que le he hecho leer... Cuando Alberto se separó de mí, yo no sospechaba nada... pero quince días después... ¡adquirí la convicción de que era madre!

Sentí que mi cabeza se doblaba y la dejé caer entre mis manos.

No sé cuánto tiempo permanecí mudo en esa actitud.

Yo no podré decir jamás lo que sucedió en mí cuando escuché esas últimas palabras. Hay sentimientos extraños, confusos y contradictorios de que el hombre no puede darse cuenta. ¿Sabes la idea que me asaltó? Pensé, que Julia me engañaba y que en el fondo de todo lo que acababa de referirme había una farsa de secreto e irresistible amor hacia mí combinada por la más hábil perfidia de mujer. Tantas coincidencias adversas no eran naturales. Me pregunté si lo que buscaba no era sólo un padre para su hijo, y si en la desesperada   —219→   situación en que se veía, no me tomaba como a un instrumento estúpido y sumiso, como a un miserable expediente que le presentaba una salvación. Ante este pensamiento, se rebeló en mí toda la dignidad humana. Cuando recordé que Julia era la misma mujer que un día me había despreciado y concebí que a tanto ultraje se agregaba la burla, dejé de ser un idiota enamorado y me sentí hombre. Mi amor propio se levantó en silencio contra ella altivo, borrascoso y terrible como un león irritado. Los sentimientos humanos se asaltan, luchan y se vencen mutuamente, pero si hay alguno que se sustrae a esta ley, salvaje, inaccesible e indomable, es sin duda el amor propio herido. Cuanto más reflexionaba, más me convencía de la perfidia de Julia. Yo no sabía en ese instante si amaba o aborrecía a esa mujer. Explícate bien esta súbita reacción de mi espíritu, y no te sorprendas si sólo pensé en buscar una disculpa cualquiera para salir de la posición en que me había colocado.

  —220→  

¿Sabes a lo que recurrí? Dije a Julia que mi situación pecuniaria era más difícil de lo que ella se imaginaba y que, a pesar de todos mis esfuerzos, yo no podría subvenir al mismo tiempo a la economía de dos casas.

Mis emociones se revelaban a pesar mío, y sólo podrás concebir una idea del estado de mi alma por las dos escenas de extraño delirio que voy a referirte.

-Recuerde usted, le agregué, que soy honrado y que no busco en los azares del juego una fortuna... que desgraciadamente me ha negado el destino.

Julia me escuchaba pálida, inmóvil, azorada.

Yo me sentía enloquecer por momentos. En vano traté de moderar mis ímpetus para disimular la espantosa agitación de todo mi ser. La idea de su engaño me venía a cada instante, y llegó a sobreponerse a toda reflexión. El genio del mal se   —221→   apoderó de mí y el estado de mi espíritu se reveló al fin.

-¿Quién nos hubiera dicho, Julia, exclamé levantándome de súbito y caminando como un loco, que llegaría un momento en que nos encontraríamos uno al frente de otro en semejante situación? Reconozcamos que el destino es implacable y la fortuna muy severa. Yo ambicionaba un día dar a usted el nombre de esposa y usted podía haber entrado a mi casa casta, tímida, pura, inmaculada, con las mejillas teñidas por el pudor de la virgen. Entonces habría usted recibido de mi madre el nombre de hija. Hoy que la fatalidad ha hecho imposible que ella y yo demos a usted esos títulos sagrados, es usted, usted misma, quien me llama para demandarme otro que no me atreveré a pronunciar. Está usted en la hora del arrepentimiento, y la desesperada, situación en que se halla usted no le permite apercibirse bien del fatal extremo a que... su amor por mí... ¡la ha conducido sin duda!

  —222→  

Yo trate de acentuar estas últimas palabras con un tono de sarcasmo que dejara comprender toda mi intención.

-¿Ha medido usted, continué, el abismo en que rueda? ¿No ha pensado usted en que si nuestra unión fuera posible, al vernos unidos la sociedad, lejos de absolver a usted de la falta que le imputa arrojaría sobre usted un segundo anatema? ¿Qué habría hecho usted entonces de su reputación? ¿Qué paz ni qué felicidad podía ofrecernos esa vida?

Julia se llevó el pañuelo a la cara como para ocultar la vergüenza. Un sudor frío corría por mi frente.

-Por otra parte, agregué deteniéndome ante ella, usted es madre. Pronto ese ser que late con las primeras palpitaciones de la vida será un niño alegre, hermoso, risueño. Yo comenzaría por hacerle caricias, seguiría por quererle, terminaría, por adorarle. Ese niño llegaría a hacerse una afección   —223→   para mi alma y una alegría para nuestra casa. Al verlo, añadí con un acento de amargura ironía que hizo estremecer a Julia, el mundo, ¡el mundo lo llamaría mi hijo!

Por una coincidencia casual, levanté la vista y vi suspendido en la pared el retrato del coronel T*... junto a otro de Alberto. ¡Terrible emblema! Al pensar que ese viejo repugnante hubiera lanzado una sola caricia de Julia y que ese hijo de que hablaba le debía su existencia, experimenté una impresión confusa de despecho, de celos, de asco y de cólera. Sentí una cosa extraña como si toda mi naturaleza se rebelase contra sí misma.

-¡Y sin embargo, agregué, yo no sería su padre! Él me daría, este nombre, él me amaría también y todos los días vendría corriendo hacia mí para abrazar mis rodillas. Cuando suspendido en mis brazos, tomando de sus labios el beso de la inocencia, me viniera el pensamiento, Julia, de que su padre, otro hombre, otro hombre que no soy   —224→   yo, había recogido un beso igual de los labios de usted ¿qué pasaría por mí? Además, ¿qué nombre llevaría ese niño? ¿Llevaría el mío?

¿Por qué julia?

¡Dios mío! ¡Dios mío!... exclamó esta, ¿es verdad lo que me pasa?

Esta exclamación no fue dicha sino sollozada con un efluvio de lágrimas que le ahogaron la voz. Se dejó caer de espaldas en el brazo del canapé, echó la cabeza hacia atrás y con el pañuelo sobre el rostro, permaneció llorando largo tiempo. Quedé contemplándola un instante y sus formas estatua me parecieron más hermosas que nunca.

-Quiere decir, Andrés, que mi proyecto es imposible.

-¡Imposible! Repuso maquinalmente.

Entonces creí sentir que se erizaban mis cabellos,   —225→   que mis ojos se hundían, que mi frente se dilataba.

Tomé mi sombrero, y con él entre las manos, permanecí largo rato delante del canapé mirando a Julia con la mirada fija de un estúpido. Debí darle miedo porque huyó de mí como aterrorizada.

No conservo conciencia del momento en que salí de la casa. La historia del coronel T*... con todos sus detalles, la perspectiva de felicidad que Julia me había hecho entrever por un instante, la duda de que llevaba en las entrañas un hijo de ese hombre, la idea de que no me solicitaba sino como a un instrumento, las impresiones súbitas e inesperadas, los recuerdos, los celos y el amor habían turbado realmente mi razón.

Me pareció que me perseguía alguno y comencé a correr sin saber hacia dónde. Mi cerebro ardía y él calor me ahogaba. Me llevé la mano a la   —226→   frente y creí por un instante que tenía una llama en la mano. La brisa de la calle no me refrescaba y respiraba con dificultad.

Eran las diez de la noche. Las puertas comenzaban a cerrarse y las calles a quedar solas. La noche estaba triste y cubierta por la diáfana neblina de un rocío imperceptible.

Marchaba sin saber en qué dirección, buscando más aire y más espacio. A ratos caminaba casi en tinieblas ¿No has experimentado alguna vez estas impresiones? La lobreguez me entristecía, me oprimía el corazón y me atribulaba como a un niño. Cuando cualquiera, preocupado e indiferente, pasaba junto a mí, me sentía, no sé por qué, profundamente desolado. Me preguntaba qué consuelo podía estarme reservado en el mundo, qué felicidad me esperaba sobre la tierra, y prorrumpiendo en sollozos, a pesar mío, me inundaba de lágrimas

Había caminado como una hora. Miré a mis   —227→   lados y me pareció que marchaba entre dos filas de árboles. El aullido lejano de algunos perros aumentaba la tristeza de la soledad y de la lobreguez que me rodeaban. Al cabo de algunos minutos después, se me figuró que en el fondo de la oscuridad se desprendía de la niebla una gran mole como una roca negra. La medí con la vista, avance hacia ella y trepé. Mis pies vacilaban, chocaban y se sumergían, pero escalaban siempre. De repente sentí el terreno plano, me detuve ahogado por la fatiga y reconocí el lugar en que me hallaba.

Me encontré en la meseta que se prolonga del cerro de San Cristóbal hacia el camino de la Piedra liza, en el límite de la alameda de Acho, y que, dominando la ciudad, el valle y la mar, sirve de punto de observación a los curiosos que quieren gozar de ese hermoso espectáculo en las alegres tardes de verano.

No se veía a distancia de veinte pasos, y sólo al cabo de un rato pude percibir delante de mí y al   —228→   través de la bruma ese arco casi derruido que se divisa desde la ciudad. Instintivamente me acerqué a él. Ese arco, último fragmento de la antigua y humilde capilla, se levanta allí como el símbolo histórico de la primera oración que el sacerdote cristiano elevó bajo el cielo de Lima ante Pizarro y su corte de guerreros.

Volví la vista creyendo que iba a contemplar la ciudad tendida a mis pies: no se la veía, pero se la adivinaba en el fondo de las brumas dibujada por las líneas entrecortadas e indefinidas de las luces de gas que iluminaban tristemente sus calles. Sus cuadradas manzanas se destacaban como grandes mazas regulares coronadas por una cinta de fuego cuyos listones podían representar las llamas equidistantes, fijas y serenas de los faroles. El cielo no tenía una estrella. Más o menos lejos, se distinguía, como una luz aislada en el espacio, el resplandor tenue, indeciso y melancólico de una que otra lámpara suspendida sobre el pórtico o en   —229→   la torre de alguna iglesia. No sé por qué, sustraído súbitamente a las emociones que me habían arrastrado hasta allí, me sentí poseído de recuerdos históricos, y sobrecogido de un extraño terror, me pregunté qué sería Lima, hace doscientos años, en una noche igual, cuando la Inquisición, según las tradiciones del vulgo, ¡hacía deslizar en las calles oscuras y aisladas su carroza sombría!

Sólo se escuchaba el ruido monótono de la lluvia y del río que murmuraba sordamente. No se percibía un eco humano. Sin embargo a mis pies había un mundo que sentía, se agitaba y vivía. La imagen de Julia pálida, llorosa, desolada, tal como acababa de verla, estaba impresa en el fondo de mi alma. En ese mundo no había tal vez un ser, por pobre y humilde que fuese, tan desgraciado como yo, este sentimiento de mi desventura me desoló infinitamente. Entonces me espanté de mi aislamiento, me sobrecogió el pánico de la soledad, y acobardado sentí algo parecido al terror de un   —230→   niño que en las tinieblas de la noche penetra en un subterráneo poblado de tumbas. En ese instante pensé en Dios, se doblaron involuntariamente mis rodillas y me dejó caer sobre ellas. No sé cuánto tiempo permanecí en esta contemplación religiosa y febril, inspirada por el delirio, con la frente pegada a una de las columnatas del arco que bañaron mis lágrimas.

Me levanté y tomé, por instinto el camino de la ciudad. Volví a creer que me perseguían y marché a largos pasos, corriendo por momentos. Más de una vez retrocedí ante los árboles de la alameda, creyéndolos inmensos fantasmas que se avanzaban hacia mí.

La lluvia había aumentado y caía a gruesas gotas. Como la fiebre me devoraba y tenía una sed abrasadora, levantaba el rostro y abría los labios como si sintiese la necesidad de beber el rocío de la   —231→   lluvia. Me hallaba en el último límite de la enajenación mental.

Recuerdo como un sueño haber llegado al puente. Me incliné sobre sus bordes para contemplar el agua y me pareció que la corriente me atraía. Pocos momentos después vi venir un coche. Salí de la vereda, me coloqué en medio de la calle y lanzándome sobre una de las ruedas, la recibí contra el pecho y la abarqué con los brazos para detenerla. Merced a la habilidad del cochero, la rueda se detuvo un instante antes que yo la tocara.

Inmediatamente me vi rodeado de tres o cuatro personas desconocidas que me separaron del peligro. Yo las miré enfurecido y les dije con un acento de cólera profunda:

-¡Esa rueda es mi destino!

Un pobre obrero, que me reconoció por casualidad, me condujo a casa.

  —232→  

Cuando mi madre me vio entrar, creyó que le traían mi cadáver. Mi rostro estaba descompuesto, mis desgreñados, mis vestidos rotos y cubiertos de tierra, mi cuerpo lleno de contusiones y mi corbata y mi camisa arrancadas.

Este es el origen de la grave enfermedad de que comienzo a convalecer.

Cuando Andrés terminó, tenía las lágrimas en los ojos. Aquella noche no pudo hacerme sino un resumen de esta historia, pero nuestras conversaciones diarias durante el tiempo de su convalecencia me suministraron todos los detalles con que acabo de referirla.

Yo quedé profundamente impresionado.

Después de un instante de silencio le pregunté:

-¿Y Julia?

  —233→  

-Está en el convento de ***. Una tía abuela por parte de padre, único pariente que le queda, después de don Antonio y Pepa, es monja de ese claustro. Compadecida de su situación, la ha recogido y le ha dado un asilo.

Prodigué a mi amigo todos los consuelos que puede prodigar el amor de un hermano. Hícele todas las reflexiones posibles para inspirarle la más sincera resignación, y terminé por aconsejarle lo que cualquiera otro le habría aconsejado...

-Busca, lo dije, una muchacha hermosa y humilde, enamórate de ella y cásate.

-No es mal pensamiento, me contestó.



  —234→     —235→  

ArribaAbajo- XI -

No era a sí misma a quien debía Julia la infortunada situación en que se encontraba.

Era a la sociedad en que vivimos, que arroja por primera semilla en el corazón de nuestras hijas de familia la ambición del lujo y del fausto.

  —236→  

Virgen aún, el amor de miserables vanidades había ofuscado el espíritu de Julia, y deslumbrada por la falsa posición de Alberto, había sobrepuesto ese amor a una pasión noble y sincera, pasión que, el día en que dejara de alimentarse aquel, debía estallar con toda su fuerza comprimida.

Alberto, por su parte, se había entregado al mimo sentimiento de vanidad, procurando admitir una mentida posición social en que es imposible sostenerse cuando faltan los medios. Casado con Julia por orgullo, por capricho o por un amor efímero, su situación había empeorado. Nuevas e inmensas necesidades lo habían arrojado con más ardor que nunca a buscar una salvación en los azares de la fortuna. El falso raciocinio del juego no había hecho, a su vez, más que multiplicar sus embarazos, postergando el día fatal en que debía crearse para él una suprema cuestión de honor y en que, debatido por las angustias del hombre ejecutado por la falta de dinero, debía decirse a sí   —237→   mismo estas amargas palabras: -¡mi honra está empeñada!

Colocado de esta manera en una pendiente fatal, había llegado al borde del abismo, y después de atravesar sin duda una última serie de amargos y aflictivos días, ¡su crimen había sido descubierto y sucumbido su honra!

La generosidad tradicional de la raza española ha dejado en nuestros hábitos cierto desprendimiento instintivo del dinero. La satisfacción inmediata de los caprichos del niño y de las aspiraciones del joven con que nos educa la delicada ternura de nuestras madres aumenta ese desprendimiento. La riqueza del país, alguna vez desatinadamente desbordada, ha venido a aumentarlo. No despreciamos el dinero, pero tampoco lo estimamos en su verdadero significado. Vemos la materia, reconocemos la forma, contamos un número de monedas, pero no apreciamos todo su valor social - el dinero no es para nosotros el medio de   —238→   la vida sino el medio del placer. Lo disipamos hoy y nos falta mañana. El europeo observa, se admira y no nos comprende.

He aquí el origen de las situaciones violentas en que encontramos todos los días a nuestros amigos. Exceptuando a los hombres de elevada fortuna, tomemos del brazo al primero de ellos que encontremos por la calle: que se inicie la franqueza, que se sucedan las confidencias íntimas, que nos revele la faz económica de su vida y encontraremos siempre una situación falsa, momentáneamente salvada. Sin embargo, ayer había invitado a comer a algunos amigos que acaba de dejar después de haberse aturdido en una alegre sobremesa.

Esta no acontece solamente a los jóvenes solteros que gozan de una posición independiente. Sucede también a los padres de familia.

¿En dónde tienen su origen estas dificultades secretas de dinero, estos embarazos íntimos de   —239→   todos los días, que muchas veces alcanzan por término ciertos escándalos como el de Alberto?

No dudamos en decirlo.

¡En el lujo!

El lujo podría llamarse la serpiente dorada de nuestra sociedad. Se ha enroscado en su corazón y acabará por roerlo. Ya no constituye solamente un hábito: constituye una pasión, un vicio de nuestras familias. El lujo deslumbra y atrae; da vértigos y produce fiebre. La sociedad en que vivimos ha llegado a este período. El camino en que avanza está tapizado de flores; pero las espinas comienzan a ensangrentar sus pies. Si no retrocede, puede pronosticársele una fatal caída, es decir, un momento de espantosa relajación moral en que sucumbirá la honra de muchos hombres y de un gran número de familias.

Un espíritu pesimista agregaría que los ejemplos se precipitan y que la caída ha comenzado ya.

  —240→  

La negligencia que nos domina en cuestiones de dinero, la prolongación indefinida de esas crisis económicas y cierta fe en las eventualidades del porvenir, alimentan la pasión del lujo entre nosotros. No es un exceso de rentas y no es la superabundancia de fortuna lo que representa el fausto exterior que reina en Lima. Es la honra empañada, la continua zozobra de los hombres y la inquietud de los padres. Es una red profundamente oculta, misteriosa e inmensa de deudas y de créditos, en gran parte comprometidos al azar, que enlaza sociedad entera. Podría compararse a un gran árbol en cuya extensa y profusa copa, los diamantes, los carruajes, los vestidos, las sedas, los muebles, los tapices, los espejos, son hojas de esmeralda y flores de púrpura, cuyo tronco representa la pasión común todas esas vanidades y cuyas raíces se sumergen hasta el fondo de nuestras casas, hasta el corazón de nuestras familias para tomar su savia en la intranquilidad de la vida íntima, en los azares perpetuos, en los incesantes   —241→   sacrificios y muchas veces en la deshonra.

No es precisamente la pasión del lujo lo que reina en Lima; es la pasión de la exterioridad. El presupuesto de la casa, encargado a la madre de familia, es religiosamente ejecutado y estrictamente cumplido. Por mucho que se haga sentir la escasez, su tierna previsión, su lucidez de inteligencia y su exquisita solicitud miden, arreglan y disponen siempre de tal manera, que satisface todas las necesidades domésticas. Estas últimas alcanzan un límite fijo, al paso que la emulación, el capricho y la vanidad no alcanzan ninguno. Muchas veces las condiciones interiores de una familia contrastan con el aparato deslumbrador de su exterioridad. No es, pues, el amor a las comodidades de la vida doméstica lo que devora a nuestras familias; es cierto deseo de aparentar, rivalizar, deslumbrar, humillar a los demás, herir y fijar la atención en las alamedas, en el   —242→   teatro, en las tertulias, en los salones y, lo diremos de una vez, ¡hasta en los templos!

Sucede una cosa muy especial entre nosotros. La mayor parte de las mujeres desconoce la verdadera situación económica de su marido. Un joven que adora una esposa de diez y ocho años acaba de encontrar en la calle a uno de sus acreedores: le ha hablado enrojecido de vergüenza y le ha hecho una promesa que desea llenar sinceramente, pero que no puede cumplir. Un momento después entra a su casa, y la joven esposa, que le ama con idolatría y le espera con impaciencia, sale a su encuentro, voluptuosa y aérea, con una sonrisa encantadora. Le echa los brazos al cuello, se reclina sobre su corazón y se suspende de sus labios. En el curso del diálogo cariñoso habla de un capricho. Ha visto cierto objeto al pasar por una tienda; cuesta una miseria, y no le parece posible quedarse sin él. Es necesario tener el corazón de piedra o ser un viejo para resistir a la   —243→   súplica tentadora de una mirada tan humilde y de unos labios tan frescos. Cada uno de estos caprichos, insignificante, cuando se mira aislado, añade un hilo a la inmensa red.

Si la joven conociera la difícil situación de su esposo, habría reprimido su deseo y callado su pensamiento. Nuestras mujeres aman al marido con una ternura entrañable y tienen cierta superstición religiosa por todo lo que toca a su honra. Se privarían cien veces de un objeto necesario por evitarle la menor vergüenza. El corazón de la limeña es un vaso de tierra purísimo en que Dios ha puesto la savia de todos los buenos sentimientos, desde el heroísmo hasta la resignación.

Un lujo que no tiene su origen en el exceso de la riqueza, no es ni puede ser un lujo real. El nuestro es un lujo ficticio, excitado imprudentemente todos los días por el recíproco y falso ejemplo de unas familias hacia otras. Es un engaño mutuo permanente. Para cada una de ellas representa   —244→   la angustia en las deliberaciones íntimas de los padres y una multitud de sacrificios continuos, de privaciones interiores y de zozobras rodeadas de amargas eventualidades. No imaginemos que esto tiene su límite en la familia que observamos o que sólo sucede en ciertos círculos. Penetremos en cualquier esfera social... He allí una familia feliz. Alcancemos su amistad, logremos su confianza, frecuentemos su casa, esperemos que la casualidad vaya revelándonos poco a poco los secretos de su existencia, ¡y en el fondo de su vida alegre y bulliciosa encontraremos los tristes misterios y las dificultades del lujo!

No exageramos.

La remarcada prosperidad del agio entre nosotros suministra una prueba evidente de ese inmenso tejido de créditos, compromisos y embarazos secretos con que se alimenta el lujo y que esto alimenta a su vez.

  —245→  

Sólo en la clase notable de Lima hay mil setecientos empleados públicos, de cuyas rentas se sostienen, por lo menos, mil familias. El que haya vivido en las oficinas del Estado o acercádose a ellas el día en que se cubren los presupuestos mensuales, habrá tenido ocasión de observar que por cada cien empleados, cuarenta dejan de recibir sus haberes, vendidos de antemano a agiotistas, en cuyas manos se acumulan, casi íntegras las ingentes cantidades que se desbordan de las arcas públicas. Según este cálculo hay pues cuatrocientas familias que viven de empréstitos continuos y en esas dificultades incesantes de dinero.

¿De dónde nace este fenómeno social?

Nos sentimos tentados de establecer una proposición: en Lima todo el mundo gasta más de lo que constituye su renta.

No condenamos el lujo en las familias poderosas, que poseen una fortuna real para subvenir a   —246→   él y en quienes puede considerarse como legítimo e irreprochable. Nos referimos a cierta clase de la sociedad, digna y honrada en el fondo, que sacrifica la interioridad a la exterioridad; a ese gran círculo de familias que se esfuerza por rivalizar con aquellas esfuerza por rivalizar con aquellas, que lo logra muchas veces y que por momentos se confunde en su número. En las familias pudientes, el lujo es la representación de la opulencia. Condenarlo en ellas, sería incurrir en graves errores sociales, abogando por el estancamiento de las grandes fortunas.

Hay entre nosotros tres elementos depravados, o para expresarnos con más precisión, tres crímenes sociales que alimentan el lujo mentido en su mayor parte: el contrabando, la usura y el juego. El contrabando, crimen tan infame como el robo a mano armada en los caminos públicos, ha llegado a hacerse un término habitual en los problemas mercantiles de ciertos hombres y es considerado por muchos como un medio expedito y   —247→   fácil, aunque aventurado, de hacer fortuna. Este crimen de las tinieblas, continuo, incesante y regularizado, se efectúa en más inmensa escala de lo que se cree. Piénsese en sus consecuencias y no se tardará en divisar la íntima relación que existe entre él y la pasión de la exterioridad. Él sostiene directamente el fausto inexplicable de muchas familias y, por corolario natural, aumenta en grandes proporciones los objetos de lujo. El ejemplo de las primeras contagia a las demás, y el esplendor de los segundos produce el vértigo.

La usura constituye la misteriosa subsistencia del lujo en otro gran círculo de la sociedad. Las casas de préstamo se llenan todos los días de objetos de valor. Casi nunca es el infortunio, rara vez es la necesidad urgente lo que los lleva allí. El hermoso rancho en Chorrillos, el elegante sombrero de verano, la vaporosa manteleta de encajes y la matizada sombrilla representan algunas veces un piano de Herard que descansa tranquilo   —248→   y empolvado en el almacén de un agiotista.

Las casas de juego son la bolsa de lujo en Lima. La estadística2 señala mil doscientos tahures, es decir, mil doscientos individuos que no tienen otra profesión conocida. Esta cifra no comprende el número total de jugadores. Huyendo de la exageración, tomemos una tercera parte y fijemos en cuatrocientos el número de los que tienen a su cargo la subsistencia de una familia. El tahúr ha llegado a organizar su táctica, y pocos ignoran el modo como los más hábiles alcanzan cada día una cantidad fija que asegura la subsistencia de su familia para el de mañana. El corazón se siente atribulado cuando se piensa que el pan de todas esas familias desgraciadas depende de un giro de dados, ¡de un azar o de una suerte!

Hay jugadores que son jefes de familias compuestas   —249→   de un gran número de personas, entre las cuales se cuentan cuatro o cinco hijas, preciosas señoritas que rayan en la aurora de los quince o los diez y ocho años. ¿Cómo pueden esos hombres subvenir, no solo a las necesidades de su casa, sino hasta a las exigencias más superfluas de un tren profuso? ¿Cómo pueden habitar en salones suntuosos, correr todos los años a gozar de las costosas temporadas de Chorrillos, cubrir a sus esposas de brillantes, a sus hijas de sedas y, después de todo esto, llevar el bolsillo lleno de onzas que arrojan en los tapetes de las casas públicas de juego por encima de las cabezas de los espectadores? ¿Cómo son esos hombres los que viven en las mejores casas, los que habitan en los más costosos hoteles, los que montan los más hermosos caballos, los que sostienen las más fastuosas mujeres, los que se encuentran siempre en el teatro, en los toros, en Amancaes y en todas partes a donde la sed del placer los arrastra, pero donde el placer se compra con dinero?

  —250→  

Este es un misterio sobre que todo el mundo se interroga y que nadie se explica.

Sin embargo, un día más o menos lejano, el nombre de alguno de esos individuos aparece inscrito en el Gólgota de los deudores infidentes y rebeldes de Lima: ¡los comunicados del «comercio!»

La rareza de matrimonios que se nota entre nosotros debe en gran parte su origen al falso lujo. Si los padres y las mismas hijas de familia procuraran no aparentar elementos de fortuna superiores a los que realmente se posee, los matrimonios se multiplicarían. El joven enamorado, cuya carrera comienza apenas, pero que vive lleno de esperanzas en el porvenir, se aterra, vacila y retrocede ante la perspectiva de una posición cuyas exigencias no podrían sobrellevar sus fuerzas pecuniarias. La amarga lucha que se establece entre su reflexión y sus sentimientos, termina regularmente por sacrificar los segundos.

  —251→  

La corriente es inmensa, veloz, impetuosa. A pesar del vértigo que produce, la familia honrada que quiera detenerse se sostendrá contra ella. Puesto que Dios nos ha dado una vida doméstica, tierna, dulce, indefinible, llena de hábitos y de encantos suficientes para formar la paz de la casa y la felicidad del corazón; puesto que Dios nos ha dado las más hermosas mujeres de la tierra, ¡hagamos de ellas hijas virtuosas y santas madres de familia! De otro modo, tendremos que contar un día muchas historias de deshonra. ¡No tendrán el mismo encadenamiento de sucesos que la de Julia, pero serán más tristes!



  —252→     —253→  

ArribaAbajo- XII -

Andrés sanó completamente y nuestro alejamiento ordinario volvió a separarnos.

Un día supe por casualidad que la madre de mi amigo, peligrosamente enferma, había salido, por orden de los médicos, a un pueblo de nuestras serranías adonde Andrés la había acompañado. La pobre señora acababa de morir. Compartí con   —254→   mi amigo el dolor de su orfandad, y cuando volvió, poco tiempo después de ese acontecimiento, fui a visitarle.

En esta entrevista hablé a Andrés de Julia.

-Julia ha muerto también para mí, me contestó. Me creo completamente curado de esa pasión y al fin he alcanzado la paz de espíritu que tanto deseaba. Yo no podía ser feliz con esa mujer.

-No es la primera vez que me dices lo mismo.

-¿Lo querrás creer? Deseo no volver a oír su nombre y te suplico que no me hables jamás de ella. Es una cosa terminada para siempre.

A pesar de estas palabras desdeñosamente pronunciadas, Andrés seguía visitando la casa de don Antonio. Yo encontraba, hasta cierto punto, contradictorios este procedimiento y esa declaración.

  —255→  

Trascurrieron muchos meses.

Una tarde me encontraba en Chorrillos y había comido en compañía de mi amigo Carlos T...

Carlos representaba para mí una de esas tiernas afecciones que tienen un rincón aparte en lo más íntimo del alma y que se denominan afecciones de colegio. Era un muchacho de nobles sentimientos, hijo de una familia excelente y modesta, a quien yo había conocido desde niño y en cuya casa había pasado algunos domingos cuando éramos condiscípulos. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos y nos hallábamos en un momento de confidencias mutuas y de ingenua franqueza.

Era una hermosa tarde de verano. El cielo estaba limpio, diáfano y risueño como la pupila azul de una virgen. Desde una de las prominencias del Salto del fraile que más se avanzan hacia el mar, habíamos asistido, Carlos y yo, a la caída del sol. Intencionalmente no habíamos querido avanzar   —256→   hasta el costado del cerro que mira hacia la mar brava, prefiriendo a esas grietas sombrías en que el fragor de las olas produce vértigo, el panorama bello y tranquilo que se despliega a la mirada desde la izquierda de la colina, no muy lejos de las últimas casas del pueblo. El cuadro hermoso, iluminado por el resplandor de esa hora, que sólo se encuentra allí y en ese instante, necesitaría el alma de un poeta y un libro entero para ser descrito.

El abismo de rocas que separa al espectador del océano y que la mirada se complace en medir, hace llegar al oído el eco de las olas que se rompen y que extienden sus lenguas de espuma en la playa, tan leve como el ruido de la seda en las naves de un templo solitario. El sol, que la más tenue nube no empaña muchas veces, dibuja en la planicie de los cerros la sombra del que lo contempla, prolongándola por instantes; e igual a una hostia de fuego suspendida ante el altar del   —257→   firmamento, desciende poco a poco sostenido de abajo por un brazo invisible. A medida que desciende, su disco se dilata, sus rayos se templan, su color enrojece, y parece que el mar apagara sus murmullos, tranquilizara sus olas y preparara su lecho para recibirlo. Como el eco sonoro que produce en una bóveda el sonido de un platillo de bronce golpeado por la mano, se cree escuchar en estos momentos un ruido misterioso y casi imperceptible, que parece llenar la inmensidad del horizonte y desprenderse, estremecido por la mano de Dios. La vista sigue línea a línea la sumersión del astro en el océano y el alma humana no puede contener un grito de admiración, cuando ya casi dividido en su mitad parece una compuerta de rosas que une dos bóvedas del cielo o que deja paso a otro horizonte de juego. Los ojos intentan entonces sorprender y señalar el último punto del planeta antes que desaparezca, y espían con avidez, contando sus líneas e interrogándose sin cesar; pero el sol falta   —258→   de repente a su ansiedad y la mirada se desliza por la infinita superficie de las aguas, cuyo azul se ha cambiado en un color plomizo y oscuro. En este instante el hombre y el niño suspiran de melancolía, y la mirada se vuelve involuntariamente hacia las praderas de esmeralda que esmaltan la derecha del panorama. Después se pasea, como interpelándolo todo, por las colinas que limitan esas praderas, por las casas de campo que pueblan el valle, por las cúpulas confusas y las torres lejanas de Lima, por las aldeas y torrecillas que bordan la ribera, por la masa de mástiles inmóviles que se divisa al pie de los torreones del Callao, por los áridos y cenicientos islotes de San Lorenzo, y para terminar, por las velas aisladas de algunos buques que se perciben tristemente en el horizonte como blancas tumbas solitarias y dispersas en un valle sombrío.

Esa tarde se sentía toda la naturaleza impregnada de un éter puro, suave y perfumado como   —259→   de ámbar; de todos los puntos de ese cuadro se elevaba una plegaria a los cielos, y nuestro corazón había vivido un instante en la plenitud de un sentimiento que no sabíamos si era de felicidad o de tristeza.

El crepúsculo estaba bien avanzado cuando descendimos, y casi en una completa oscuridad comenzamos a caminar negligentemente por las calles del pueblo, en uno de esos paseos sin objeto a que uno se ve obligado con frecuencia para matar el tiempo.

Al acercarnos a un rancho divisamos una hermosa joven, vestida de luto, que se mecía en la hamaca, y que jugaba alegremente con una tierna y encantadora niña. La joven abría los brazos y la inocente criatura iba corriendo a arrojarse entre sus rodillas con una carcajada irresistible de ingenuidad y contento. Aquella cogía entonces entre las manos la cabeza de la chiquilla, inclinaba el   —260→   rostro sobre ella y la cubría con una lluvia interminable de besos.

El vestido negro de la joven, cerrado hasta la garganta y guarnecido sólo por un cuello blanco, en un día de riguroso verano, me llamó la atención.

Mi amigo la reconoció, avanzó hacia ella, la saludó con amabilidad y se precipitó para tomar a la chiquilla en sus brazos. La madre se adelantó a este movimiento de Carlos y supendiéndola suavemente por el talle, la colocó sobre el muro del corredor del rancho como para presentarla a mi amigo. Yo permanecí aislado a poca distancia, tratando de percibir, a pesar de la oscuridad, las facciones de la joven madre, bellas, simpáticas y puras por lo que pude adivinar. Entretanto T... conversaba familiarmente con ella y acariciaba a la chiquilla.

-¿Quién es esa joven? Pregunté a Carlos cuando estuvimos algo lejos.

  —261→  

-Extraño que no la conozcas, me contestó sorprendido.

-¿Su nombre?

-Julia R...

-¿Julia?...

-La mujer de Alberto X...

-¿Hace mucho tiempo que la conoces?

-No. Hay en la misma casa y en los mismos altos que habita mi familia, al frente del departamento que ocupamos, otra que nos ha llamado siempre la atención por la regularidad de su vida, por sus distribuciones religiosas, por su humildad y su pobreza. En esta familia hay dos jóvenes hermanas, que han crecido y se han educado en el mismo convento de donde es monja la tía a cuyo lado hace algún tiempo permanece Julia. Sea por benignidad de carácter, por el interés que excita una posición desgraciada o por inclinación natural   —262→   hacia su juventud y su belleza, Julia ha inspirado, desde el primor día en que entró al convento, la simpatía de cuantas personas habitan y penetran en él. Como sucede, siempre, las dos jóvenes de que hablo no han olvidado sus afecciones de claustro; y aunque separadas de él, lo recuerdan y lo visitan con frecuencia. De todas esas afecciones la predilecta es Julia, con quien se intimaron desde que se conocieron, y que ha llegado a crearse en su corazón el lugar de mi nueva hermana. La hijita de Julia comparte, por supuesto, la mitad de este entrañable afecto; y jamás trascurre una semana sin que la chiquilla vaya a pasar el día a casa de las amigas de su madre, que, si no la ven llegar, mandan cuidadosas por ella. La criatura juega, corre y travesea por los corredores de los altos. Su viveza excitó al principio mi admiración, y sus gracias han llegado a excitar mi cariño, terminando por penetrar a mi cuarto, adonde pasa entreteniéndome horas enteras. Con este motivo he hablado a Julia una o dos veces en   —263→   casa de sus amigas, a donde va cuando por un acaso sale del convento; y según creo, ha entrado alguna vez a visitar a mi familia en compañía de aquellas.

-¿Le haces la corte?

-Aunque amable, es muy orgullosa y muy severa para con los hombres. Por otra parte, aborrezco esas galanterías banales que no inspira el amor, y el amor, como sabes, nace instintivamente o no nace nunca.

-Pero explícame su presencia aquí.

La familia de sus amigas ha venido a pasar en Chorrillos el verano. La hija de Julia acaba de salir de una enfermedad y le ha sido preciso traerla a convalecer: ella misma, a quien una perpetua melancolía atormenta en el claustro, ha aprovechado sin duda la ocasión de dejarlo algunos días y venir a respirar el aire del campo. Desgraciadamente según me acaba de decir, después   —264→   de las dificultades para conseguir el permiso, la pobre no podrá llenar su objeto: hoy ha recibido una carta en que le anuncian que su tía ha caído peligrosamente enferma y mañana mismo debe volverse.

-¿Sabes quién la sostiene en el convento?

-Vive en la misma celda y de los mismos re cursos que esa tía, bastante pobre, según sé. He oído decir que tiene un tío y una prima, con quienes no se ve jamás por antiguos y profundos resentimientos de familia. Todos se preguntan qué será de Julia el día en que le falte esa tía, octogenaria ya y casi decrépita por lo que me ha asegurado.

-¡Pobre mujer! Exclamé involuntariamente.

-Debe ser muy desgraciada. Lleva en la fisonomía un sello de abatimiento y resignación que contrasta con su belleza. Parece que el recuerdo de su infelicidad de esposa y de los escándalos de   —265→   su marido la persigue y agobia. Hay algún misterio en su vida y algún secreto incomprensible en ese drama íntimo de familia.

-¡Quizá! Murmuré yo recordando esa historia.

Tuve el pensamiento de ir a relatar todo esto a Andrés. Lo habría hecho si no me hubiera prohibido hablarle de Julia.



  —266→     —267→  

Arriba- XIII -

Habrían trascurrido ocho meses después de esta fecha, cuando recibí la siguiente carta de Andrés:

«20 de junio de 18...

»Mi mejor amigo.

»Necesito comunicarle un proyecto sobre mi   —268→   porvenir y pedirte verbalmente un servicio. Prepárate a recibir una rara sorpresa.

»Ven esta noche a casa.

»Tuyo de corazón

Andrés L...»

Cuando llegué, mi amigo estaba acompañado. La carta había excitado mi curiosidad de tal manera, que esperé con impaciencia el momento en que quedáramos solos.

En el instante en que pudimos conversar libremente, Andrés se levantó y cerró el picaporte tic la mampara. Comprendí con placer que me esperaba una conferencia íntima.

Sin dejar articular una sola palabra a mi amigo, me levanté, le tomé la mano y le dije:

-Sé lo que vas a revelarme.

-Veamos. ¿Qué cosa?

  —269→  

-Vas a casarte.

L... me miró sorprendido.

-Es verdad. ¿Cómo lo sabes?

-Hay secretos, amigo mío, que no pueden guardarse. Tú crees el tuyo bajo el mayor sigilo, y hace más de dos meses que yo lo conozco. Sé que te has hecho un silogismo de analogía y tus sentimientos han obedecido a él. Al cabo de tres años vas a realizar mi consejo y piensas casarte con Pepa.

Andrés palideció.

-Escucha, me repuso tomando un aire sombrío y pasándose la mano por la frente; esa noticia es fundada, aunque no exacta... A todas las pruebas de cariño que te he dado voy a agregar la más sincera revelándote como siempre las emociones más íntimas y los pensamientos más ocultos de mi alma. Cualquier hombre que no haya meditado   —270→   jamás en los misterios del sentimiento humano, encontraría extraño quizá lo que voy a revelarte. Pero esta vez, como siempre, tú sabrás comprenderme y disculparme. Si he obrado mal, si he hecho sufrir un corazón y derramar una lágrima, ¡bien sabe Dios que quisiera rescatarla!

¡No se te oculta que cuando volví de... de enterrar a mi madre, había renunciado para siempre a Julia. Desde mi enfermedad, amparado de un profundo valor moral, había sostenido contra mí mismo una lucha desesperada. Llegué a tal extremo, que de cualquiera parte donde oía pronunciar su nombre, me retiraba al momento y echaba a correr como un insensato. Algunos días me creía completamente curado y sentía mi corazón rejuvenecido, ágil y libre.

El aislamiento y la soledad de mi vida me hicieron concebir el proyecto de casarme. Cuando no es un amor preconcebido lo que inspira semejante proyecto, el alma está serena y la razón fría. El   —271→   hombre que busca una mujer a quien amar, incurre en el mismo absurdo moral que el que deseara un Dios a su capricho para una religión. Cuando no se ama, nada obliga a determinar un día para elegir esposa, y este es por lo mismo el medio más seguro de postergar indefinidamente ese día.

¡Cuántas mañanas, al abrir los ojos ver entrar por mis celosías los rayos azulados de la aurora, en un ensueño de voluptuosidad y languidez, me acordaba de Julia, me asaltaba el pensamiento de verla, sentía tentaciones de buscarla; y si la casualidad me hubiera presentado la ocasión, cuántas veces habría ido a preguntar por ella a la portería del convento o a espiarla en la iglesia por las rejas del coro!

Entre las familias que visitaba y en cuya casa pasaba mis noches, se contaba la de don Antonio, que había vuelto a frecuentar y adonde, era recibido siempre como un hijo y como un hermano.   —272→   Sin notarlo yo mismo, me fui poco a poco aislando de todas mis relaciones y reduje a esta familia mis visitas, que volvieron a hacerse cotidianas. Estas visitas se convirtieron en un hábito que absorbía indiferentemente las semanas y con ellas los meses. Yo había visto siempre como sospechosa la apasionada amistad de Pepa para conmigo. Inocente tal vez, era una afección de tal naturaleza, que un incidente propicio podía convertirla en amor. Yo tenía esto en el fondo de la conciencia y me lo había dicho a mí mismo, como a media voz, sin osar declarármelo terminantemente. Estas visitas cotidianas, esta ardiente simpatía de Pepa, semejante a una pasión comprimida, el tierno cariño con que me trataba y algunas coincidencias, me inspiraron el pensamiento de que Pepa era la esposa de convicción que me convenía. La noche en que revelé a Pepa este proyecto, me escuchó sorprendida, sobresaltada y pálida como una persona que procura dominarse para no dejar escapar una palabra que la   —273→   traicione. Don Antonio me dio su asentimiento y todo quedó perfectamente convenido. La sorpresa de mi nueva prometida se convirtió de repente en un sentimiento de felicidad y en una alegría de loca.

Pepa sólo tenía un defecto para mí: el de ser prima de Julia. Pero la sociedad está acostumbrada a ver estas trasmigraciones de sentimientos hacia personas de una misma familia, muchas veces hacia dos hermanas, y esta circunstancia no me preocupaba.

El corazón de cada hombre no sólo es un arcano para los demás sino para sí mismo. La verdad en el fondo de todos estos procedimientos era de una naturaleza íntima, extraña y misteriosa. Pepa era en efecto la mejor esposa que una elección de conciencia podía señalarme. Yo la veía como un tipo angelical de inteligencia y de bondad. Había en mi alma cierta ternura que se confundía con la compasión por su extraña solicitud o, si quieres, por su secreto amor para conmigo. Experimentaba   —274→   una satisfacción pura e inefable en premiar su virtud y su cariño con la plenitud de una felicidad que deseaba, pero que jamás había podido esperar. Por otra parte, yo me sentía, en uno que otro momento, asaltado por el recuerdo de Julia y arrebatado hacia ella. Estos impulsos súbitos, espontáneos, incomprensibles, eran un peligro constante para mí y debían terminar definitivamente. Los lazos de familia que unen a Julia y a Pepa entraban en mi pensamiento como un freno para reprimir, vencer y ahogar los últimos ímpetus de mi pasión. Todas estas circunstancias me habían arrastrado a pedir la mano de mi elegida. Pero por grandes que fueran mi ternura y mi amistad hacia ella, la verdad era que yo no la amaba. Para decirlo de una vez, a quien yo adivinaba, contemplaba y amaba al través de Pepa era a su prima. Mi imaginación comenzó por ver en la una la sombra purificada de la otra; mi corazón fue poco a poco identificándolas, ¡y terminé por adorar en aquella la trasfiguración de Julia!

  —275→  

Mi matrimonio debía realizarse el día del cumpleaños de mi novia. Aunque los arreglos preliminares no demandaban mucho tiempo, yo había señalado un plazo dilatado. Nada me urgia y esperaba el término de ese plazo sin violentarme o, para expresarme con más propiedad, con indiferencia.

En esos días hubiera querido encontrar una persona bastante amiga de mi antigua prometida, para saber la impresión que producía en ella mi enlace con Pepa. Yo trataba de engañarme a mí mismo. ¡Este sólo pensamiento bastaba para probar que aún no había podido arrancar de mi alma la adoración de Julia!

Pepa no se engañaba sobre mis sentimientos. Algunas veces, al entrar en su casa, la encontraba triste, descompuesta, preocupada, en una actitud meditativa. Acercábame a ella y con un acento lleno de ternura le preguntaba la causa de su tristeza. Su contestación era siempre una queja que, terminaba por estas palabras:

  —276→  

-¡Usted no me ama, Andrés!

Preguntábale entonces qué fuerza superior a mí mismo me obligaba a casarme con ella. Insistía, manifestándome que ella no deseaba el nombre de mi esposa sino mi verdadero amor; como yo no lo sentía por ella, había hecho el ánimo a recibir esa declaración en el momento más impensado, y a renunciar a nuestro proyecto. Tranquilizábase al fin y sus labios se dilataban con una sonrisa de resignación que yo traducía con este pensamiento:

-¡Algún día me amará usted!

Estos diálogos de quejas y explicaciones se repitieron algunas veces.

Hay ciertos espíritus ligeros que se complacen en producir la emoción de una noticia, de cualquiera naturaleza que sea, fatal o dichosa, con tal que encierre una revelación que impresione. Estos espíritus pululan en Lima, sociedad de un carácter   —277→   novelesco, ávido de impresiones y que encuentra alimento en los dramas de familia. Esa clase de espíritus sigue en todo su curso ciertos episodios cuyos menores detalles husmea, espía, penetra, conoce no sé cómo cuando apenas acaban de realizarse, y revela al fin, en sus misterios más íntimos, de la misma manera que el buzo divisa, coge y arranca la perla a las entrañas de los mares. Esto ha sucedido hasta cierto punto con mi pasión por Julia, y con su triste historia. Al entrar en casa una noche, supe, de la manera más inesperada, la muerte de la monja, su tía, acaecida pocos momentos antes. Al mismo tiempo me impuse de la hospitalidad que, en su completo abandono, había recibido en casa de una familia con quien se había relacionado en el convento.

Yo no había oído una sola palabra sobre estos acontecimientos en casa de don Antonio. Extrañé a la verdad esta austera y absoluta prescindencia respecto de Julia. La irritación del caprichudo   —278→   viejo era tan profunda como dos años antes, y llegaba a tal extremo, que, según lo había ordenado una sola vez, se observaba hasta entonces por regla imprescriptible en la casa no pronunciar el nombre de su sobrina. Era imposible, sin embargo, que él y Pepa no hubieran recibido noticia de lo que sucedía, y yo condenaba en secreto su conducta como muy extraña y reprochable.

Este infortunio, en que Julia representaba para mí no sólo la mujer que había amado sino la criatura desvalida, me lastimó hondamente. Al pensar que en el aislamiento que la rodeaba debían oprimirla los recuerdos, el dolor, la soledad, la falta de consuelo, la consiguiente escasez de dinero, la miseria quizá, tal vez el hambre, me dominaban involuntariamente la compasión y la tristeza. Entonces llegué a alarmarme de la tenacidad con que me poseía el recuerdo de una mujer que trataba de borrar de mi memoria. Pepa misma llegó   —279→   a apercibirse, en mis momentos de contemplación involuntaria, del desasosiego de mi espíritu, y sin pensar en la causa, sólo veía el efecto, es decir, mi indiferencia hacia ella. Yo trataba inútilmente de dominarme, de hablarle de amor y sonreír.

Una noche conversábamos sobre trozos de música. La hija de don Antonio recordó la habilidad con que Julia ejecutaba en el piano algunas arias de Beatriz de Tenda. Don Antonio agregó a ese recuerdo algunas palabras sentidas de compasión hacia su sobrina. Debí ponerme pálido como un muerto, porque me sentí herido como por un rayo. Cuando me retiré me agobiaba un secreto dolor, y no sé por qué, esa noche me preocupó más que nunca el recuerdo de Julia.

A las doce del día siguiente entré por casualidad en casa de don Antonio. Con gran sorpresa mía, encontré allí a nuestro antiguo amigo y contertulio don Ruperto S...

  —280→  

A primera vista noté cierta tristeza en todos los semblantes.

Pepa, colocada ante un bastidor de costura cerca de la ventana, había olvidado su trabajo y se hallaba absorbida como por un amargo pensamiento.

Don Antonio meditaba preocupadamente, y aislado con don Ruperto en un sofá del fondo de la sala, tenía la vista fija en el suelo.

Yo fui a formar otro grupo con Pepa y a media voz te pregunté lo que pasaba. Pepa no esperaba otra cosa para decírmelo.

Doña Clara y don Ruperto se habían presentido en la mañana inesperadamente. Habían abrazado a don Antonio, y después de hablarle de su excelente corazón, le habían demandado el permiso de pedirlo una gracia.

Don Antonio había ofrecido cuanto dependiera de su voluntad.

  —281→  

Se trataba de Julia, ¡la pobre! según la expresión de Pepa.

Poco tiempo después de la muerte de su tía, Julia se había visto obligada a abandonar a las amigas a cuyo lado se había refugiado, por consideración a su excesiva pobreza. Vecina a estas, habitaba la familia de nuestro amigo y condiscípulo Carlos R... Conmovida tiernamente esta familia por el desamparo de Julia, le había ofrecido la permanencia en su casa, ofrecimiento que ella había aceptado con gran placer. Pero pasados algunos meses, un ultraje repetido, que el carácter de Julia no había podido soportar, la había obligado a abandonar este nuevo asilo.

Después de un largo plazo de esta vida errante y miserable, parecida a la mendicidad, hacía quince días, se había presentido inesperadamente a doña Clara, con el objeto de pedirle alimento y un cuarto en su casa para ella y su hija. En recompensa le había ofrecido encargarse   —282→   de cualquier trabajo que se lo exigiera. Doña Clara, llena de compasión, le concedió su mesa y su techo, pero la estimación que por ella abrigaba no le permitía rebajar su dignidad, ni sus desgraciadas circunstancias económicas prolongar indefinidamente la hospitalidad que lo había concedido.

-¿Sus desgraciadas circunstancias?... pregunté sorprendido a Andrés.

-Sí, repuso mi amigo. El lujo de doña Clara ha desaparecido como por encanto; todo el aparato escénico se ha derrumbado, hace algunos meses se descubrió un contrabando regularmente organizado por la casa de comercio cuyo socio era don Ruperto. Merced a una considerable suma de dinero, entregada en calidad de indemnización por cuatro años consecutivos de fraude, se evitó el escándalo y se ha conservado el hecho bajo el mayor sigilo. El resultado de todo esto ha sido la ruina súbita y casi completa de don Ruperto S...

  —283→  

Julia, en vista de estas circunstancias y cediendo a reflexiones de doña Clara, había convenido en que esta iría donde don Antonio a tentar una reconciliación. Estaba dispuesta a pasar por todas las condiciones que se lo exigiesen, con tal que se olvidaran para siempre los extravíos de su pasado. El infortunio, la amargura y la sinceridad que manifestaban las palabras y la conducta de la joven desamparada, habían conmovido profundamente, el corazón de su tío. Pedía el más triste rincón de la casa, el pan de todos los días y algún trabajo, por humilde, que fuese, para pagar ese pan que debía compartir con su hija. Iría a aliviar a Pepa y a su tío de los cuidados domésticos y seria el ama de llaves, si querían. Los sentimientos de familia habían producido su efecto natural: don Antonio, emocionado y llorando como un niño, más enternecido aún de ver las lágrimas de Pepa, arrastrado por la naturaleza y la piedad, en uno de esos momentos en que el padre más severo no puede resistir los impulsos del corazón, consintió en todo.

  —284→  

Doña Clara acababa de salir dejando allí a don Ruperto para volver conduciendo a Julia: había comprendido la conveniencia de aprovechar las impresiones del momento. La reconciliación aceptada debía consumarse dentro de algunos instantes con un abrazo de paz, olvido y amor entre la desgraciada Julia y su familia.

Cuando Pepa terminó, yo no sabía lo que pasaba por mí. Mis emociones eran violentas, precipitadas, tumultuosas.

Un momento después, la inocente hija de don Antonio me agregó al oído, con cierto aire de cautela, que ella había sospechado ya la desventurada situación de su prima. Hacía más de un mes que había recibido misteriosamente una carta suya, pidiéndole una pequeña cantidad de dinero que necesitaba con urgencia. Sin comunicar nada a su padre, había exigido que se le dijera dónde se encontraba Julia para ir a verla. En la imposibilidad de alcanzarlo, se había contentado con remitirle   —285→   la cantidad que le pedía y que sacó, según me dijo, sin duda haciendo un sacrificio, de sus pequeñas economías de hija de familia.

-En esa carta me habla de usted, añadió cambiando el tono sentimental en una sonrisa repentina. Tenía intención de que usted la viera algún día... ¡Voy a traerla!

Y se levantó precipitadamente.

Yo quedé inmóvil.

Cuando vi la carta abierta ante mis ojos, debía hacer mucho tiempo que Pepa estaba de vuelta, porque me dijo con impaciencia:

-Hace una hora que espero. ¡Lea usted!

La carta contenía estas líneas:

«¿Es cierto que te vas a casar con Andrés L...? Sé que está muy enamorado de ti. Es un corazón de ángel y un carácter noble que no he sabido   —286→   apreciar sino muy tarde. Ámale mucho y sé feliz. Si fuera posible que volviera a casarme, no querría para esposo sino un hombre como él.»

Pepa no sospechaba siquiera todo el mal que me hacía con esa carta que mi emoción dejó deslizar por mis rodillas y caer.

A todo esto sucedió un momento de profundo silencio. Don Antonio meditaba y Don Ruperto se paseaba a largos pasos por la sala.

Como las brumas espesas que se acumulan poco a poco sobre la cúspide de las montañas, yo sentía algo sombrío que iba envolviendo y oprimiendo mi corazón.

En ese instante conocí con más evidencia que nunca que aún amaba a Julia.

-No es este ciertamente, me decía mí mismo, el destino alegre y brillante que las esperanzas de la juventud prometían a esa pobre mujer.

  —287→  

-¿Qué va a ser de mí casado con Pepa, cuando viviendo al lado de Julia, la vea, le hable y la contemple a cada instante?

-Ese matrimonio sería al mismo tiempo un sacrificio y una iniquidad; ¡no, no debo ni puedo realizarlo!

Pepa parecía comprender lo que pasaba por mi alma, y me observaba petrificada como un busto de mármol.

Como mi presencia en la escena que se esperaba podía ser inoportuna, me levanté para retirarme.

En ese instante, la sombra de un grupo que se acercaba lentamente a la puerta hizo voltear todas las miradas.

Cada cual quería disimular la emoción porque se sentía dominado. El silencio aumentaba la tristeza y la solemnidad del momento.

  —288→  

Aquel fue un cuadro de familia íntimo, tierno, indescriptible que un pintor de sentimiento buscaría para inspirarse.

Julia traía de la mano una criatura de tres años: era su hija. Al verme titubeó, y se detuvo en el dintel de la puerta.

Don Antonio intentó ir hacia ella; pero embarazado por la emoción, se llevó la mano a la frente como para ocultar las lágrimas.

La palidez de la joven revelaba el sufrimiento. El aspecto de la madre y de la hija la tristeza de la miseria. Sin embargo el dolor la embellecía. La aureola divina que le daban la humildad y el sufrimiento parecía bañar su rostro de tranquilos esplendores. Doña Clara la tomó con una mano, y pasando la otra por su espalda, la arrastró suavemente hacia don Antonio. La pobre chiquilla caminaba afligida sin comprender lo que pasaba.

  —289→  

Julia cayó inundada de llanto a los pies de su tío y pronunció estas palabras:

-Deslumbrada por el mundo y arrastrada por la vanidad, desoí los consejos de usted por unirme a un hombre que hizo mi desgracia. Expatriada de mi familia, desamparada de todos, sola, desvalida, mi expiación ha sido cruel. Heme aquí hoy perseguida por el infortunio, agobiada por la miseria y desfigurada por el dolor. ¡Padre, perdón! ¡Pepa, hermana mía, perdón!

El anciano, emocionado, levantó trémulamente a su sobrina, lo estrechó la cabeza entre las manos y se inclinó sobre ella para llorar en silencio.

Pepa se echó sobre Julia, y enlazando su garganta con los brazos, quedó suspendida de ella con el rostro sumergido entre su cuello y su hombro.

Doña Clara contemplaba esta escena con una sonrisa triste, y don Ruperto parecía tentado de llorar.

  —290→  

Yo no pude resistir por más tiempo. Me pareció que la sangre huía de todo mi cuerpo y que mi corazón se vaciaba. El esfuerzo natural del llanto, que en vano luchaba por contener, contraía a pesar mío mis facciones. Me llevó el pañuelo al rostro y caí sobre un sillón sollozando ronca y convulsivamente.

-¡Julia! ¡Julia! -exclamé sin saber lo que decía.

Al verme, Pepa tomó la actitud de una persona que reflexiona y duda por un instante; después se acercó a mí y me dijo:

-Yo no podría ser feliz casada con usted porque usted no me ama. Usted tampoco lo sería conmigo porque ama usted a otra mujer. Devuelvo a usted su palabra empeñada y renuncio a este matrimonio. Es usted libre, Andrés. Esta es mi última resolución.

Me levanté, tomé sus manos entre las mías, y en   —291→   la actitud de un hombre que bendice la Providencia, exclamé arrebatado:

-¡Gracias! ¡gracias, Pepa!... Es usted un ángel de bondad.

Después suspendí hasta mis labios a la chiquilla azorada y le dije, besando su frente:

-¡Desde hoy eres mi hija!

Abrí los brazos y me arrojé sobre el corazón de la madre.

Julia me recibió en los suyos.

-¡Julia!

-¡Andrés! -murmuramos.

Y permanecimos abrazados largo tiempo. Y llorando con la cabeza reclinada el uno sobre el otro.

Cuando don Antonio, sorprendido por un momento   —292→   de lo que pasaba, lo comprendió todo, me estrechó tiernamente contra su corazón.

Pepa dejó ver en sus labios una sonrisa y con la mayor ingenuidad del mundo volvió a abrazar a su prima, diciéndole:

-¡Pobre Julia! Anoche, nada más, hablábamos de ti.

Todo está arreglado.

Dentro de quince días, la bendición del Cielo habrá caído sobre el amor que me une a Julia.

No había terminado Andrés cuando le dije:

-Pero ese matrimonio es imposible. ¿Te has olvidado de Alberto?

-¿No sabes?... me repuso sorprendido. Hace seis meses que murió en Valparaíso.

Entonces recordé el luto riguroso con que había   —293→   visto a Julia en Chorrillos y que tanto me había chocado. Mi curiosidad olvidó preguntar a Carlos R... la causa de ese luto.

-Como quiera que sea, dijo seriamente a mi amigo, ese proyecto no sólo me parece una debilidad de sentimiento sino una insensatez. No es Julia la mujer más digna y más pura a que tú puedes aspirar. Recuerda su escandalosa falta con el coronel T*... y medita que la sociedad entera conoce esa historia. Su pasado... tu honra... tu nombre...

-¡Calla! Exclamó interrumpiéndome con precipitación; una sola palabra más podría labrar un resentimiento profundo y eterno entre los dos. Yo no sería completamente feliz, como lo soy en este instante, si mis dudas respecto de la falta de Julia no se hubieran desvanecido y si no hubiera alcanzado la convicción de su inocencia.

Concebí el temor de que Andrés fuera víctima   —294→   de una estratagema bien urdida. Me propuse desentrañarla y hacerle renunciar a sus proyectos.

-¿Cómo? Le pregunté con esta idea, y sonriendo compasivamente.

Andrés se levantó, abrió un cajón de su escritorio y sacó un pequeño paquete de cartas que tenían el aspecto de escritas y guardadas hacía mucho tiempo.

-¿Reconoces esa letra? Me dijo, abriéndolas y colocándolas sobre la mesa.

Reconocí a primera vista la letra y la firma del coronel T*... de cuya autenticidad no podía yo dudar.

-¡Pues bien! Continuó mi amigo, ese hombre no ha cesado de perseguir y acosar a Julia un solo día: todas estas cartas le han sido dirigidas por él mientras ha permanecido en el convento.

  —295→  

Yo me precipité hacia las cartas.

Las recorrí todas una a una. Reconocí poco a poco lo infundado de mis temores, y a mi vez pude convencerme por su sentido explicito de la exactitud de lo que Andrés acababa de decirme. No me quedó duda de la inculpabilidad de Julia.

Había entre todas una carta que esta había recibido antes de entrar al convento y cuya fecha, según me hizo observar mi amigo con grande obstinación, pertenecía precisamente al día posterior de su borrascosa entrevista con Julia en el dormitorio de su casa. Esta carta, que va a leerse íntegra, revelaba por lo grosero y estúpido de sus términos el carácter del hombre que la había escrito.

«24 de setiembre 18...

»Señora mía,

»Anoche se ha visto entrar hasta el dormitorio de usted al joven L... que ha permanecido en él   —296→   algunas horas, más dichoso sin duda que yo. Si me hubiera apercibido anticipadamente de estos secretos y antiguos amores, me habría abstenido de aspirar, como un necio, a una dicha que otro poseía de antemano; y me habría explicado con facilidad la invencible resistencia de virtud tan inmaculada.

»Hace quince días me ofreció usted dejar la casa que con gran perjuicio mío habita usted hasta hoy. Creo ridículo para mí que la convierta usted en teatro de escándalos como el de anoche, y ruego a usted me cumpla su promesa.

»De usted

»T*...»

Al leer esta carta el alma de Andrés vacilaba entre la indignación y la alegría.

Yo quedé abismado meditando en las raíces que una calumnia llega a tomar en la conciencia pública.

  —297→  

La inocencia de Julia no podía estar más claramente comprobada. Insistí sin embargo.

-No hay duda, le dije, tú puedes quedar satisfecho y tu corazón tranquilo. Pero ¿cómo persuadirás a la sociedad de la inocencia de Julia, para evitar a tu nombre, la compartición de tu afrenta?

-¡Y qué! ¿por qué existe entre nosotros la facilidad de creer en la calumnia y de deshonrar una mujer por la jactancia de cualquier miserable, he de sacrificar mis afecciones y renunciar a la felicidad de mi vida? Bien comprendo que mi enlace con Julia me crearía en nuestra sociedad una situación rodeada de humillaciones que el alma honrada de un joven no puede soportar. Por otra parte, he meditado que nuestra permanencia al lado de Pepa tendría sus inconvenientes. Una dicha casual ha querido que la fortuna me favorezca durante los últimos meses. He ganado algunas defensas de importancia. Voy a vender esta   —298→   casa que heredé de mi madre, a reunir todos mis recursos y a trasplantar mi amor y mi familia bajo otro cielo.

Ocho días después de nuestro enlace debemos partir para B...

No encontré qué contestar a tanta previsión. Sin pronunciar una palabra más nos levantamos instintivamente, nos encontramos en medio de la habitación y nos estrechamos en un abrazo tierno, efusivo, prolongado que solemnizó nuestro silencio y que humedecieron nuestras lágrimas.

Andrés solicitó de mi amistad que corriera bajo el mayor secreto las diligencias preliminares para su matrimonio y que sirviera de testigo.

No tuve inconveniente alguno, y asistí a la ceremonia que se celebró de noche en casa de don Antonio. Hubo una reducida e íntima reunión de familia,   —299→   a la cual sólo fueron invitadas cuatro o cinco personas extrañas, entre las cuales se contaban doña Clara y don Ruperto.

Julia se hallaba vestida de blanco. Yo admiré cómo después de algunos años que el infortunio había marchitado esa vida, podían conservarse dos mejillas tan frescas, dos ojos tan límpidos y una frente tan pura. Era aún la rosa de primavera. La sonrisa de sus labios irradiaba algo que renacía en ella al amor, a la alegría y a la dicha. La voluptuosidad de sus contornos no había perdido un esplendor de juventud ni una sombra de languidez.

Pepa reía como una loca.

Llevado por el capricho, me acerqué a la joven desposada; sin ser sentido por ella me recosté en el espaldar del sillón que ocupaba, incliné la cabeza a su oído y le dije en voz baja sonriendo:

-¿Es usted feliz?

  —300→  

-No puedo serlo más. Andrés me ha contado que ha sido usted el confidente de todas sus penas.

-¿Lo ama usted mucho?

-¿Necesito decirlo? Algún día será usted el confidente de su porvenir.

Quedé contemplándola un instante, y pensé, que seis años de sufrimiento eran poco para recompensar tanta felicidad.

Cuando alcé la vista, Andrés acariciaba la frente de su hija adoptiva, preciosa criatura que se había dormido dulce y tranquilamente, con su cabeza de ángel sobre el corazón de mi amigo.

Hace tres años que Andrés L... reside en B... A... Tiene, un nuevo hijo y Julia es la mejor madre de familia.

  —301→  

Yo iba frecuentemente a casa de don Antonio a tomar noticias de Andrés. Siempre encontraba en ella y al lado de Pepa un joven de noble aspecto, de alta estatura y de fisonomía simpática. Según sé hoy, es el futuro yerno de don Antonio. Cuando Pepa fijaba tiernamente en él sus hermosos ojos azules guarnecidos por largas y torneadas pestañas negras, la mirada del joven revelaba el éxtasis del alma.

Se los conocía enamorados y satisfechos de su felicidad.




 
 
FIN