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ArribaAbajo El cosmopolita


ArribaAbajo Libro I

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ArribaAbajo Prospecto

Mucho es que ya podamos a lo menos exhalar en quejas la opresión en que hemos vivido tantos años; mucho es que no hayamos quedado mudos de remate a fuerza de callar por fuerza; mucho es que el pensamiento y las ideas de los ciudadanos puedan ser expresadas y oídas por ciudadanos. La tiranía también se acaba, sí, la tiranía también tiene su término, y a veces suele ser el más corto de todos, según que dicen los profetas: «Vi al impío fuerte, elevado como el cedro: pasé, y ya no le vi; volví, y ya no le encontré». Ahora nos falta que no vuelva, en el cual santo deseo Dios está para ayudarnos. Hay pestes, hambres, terremotos, nada falta en este mundo; pero más que todo hay tiranía. Y si nos alumbran bien las luces de nuestro entendimiento, ya decimos que el cólera asiático hace menos estragos en los hombres que un Atila; que un Caracalla les es más ruinoso que la mayor hambre; que un Rosas es más temible que un Vesubio. Los azotes naturales con que nos castiga la Providencia, de ella vienen al fin, y por el mismo caso ni nos desesperan, ni nos causan sentimiento; porque estando como estamos natural y obligadamente en sus manos,   —106→   se nos puede tratar por ella según conviene a sus altos juicios, sin que de ahí tomemos ocasión para indignarnos. Empero las calamidades que nos vienen de nuestros semejantes, de nuestros hermanos, traen consigo una punta de amargura, que sobre causarnos males positivos, despiertan en el corazón un afecto indeciso, un nosequé de acedo e insufrible que redobla nuestras pesadumbres, y es el vivo resentimiento experimentado siempre por el alma sensitiva cuando ve venir los males de donde no debía esperar sino buenos oficios. Los hombres, en el mismo hecho de serlo, debieran de valerse unos a otros, supuesto que el padre común de todos les tiene mandado conceptuarse unos mismos y propender a su mutua felicidad.

A fuerza de ver que nunca ha sido así, ya miramos como cosa corriente las desolaciones que los azotes del género humano van haciendo en su arrebatada carrera. Timur o Tamerlán manda asesinar cien mil prisioneros indios, por haberse sonreído algunos a la vista de su campamento; se le antoja al mismo, o era a otro príncipe, erigir una gran torre de cráneos humanos, y he ahí la ciudad de Ispahán gravada con un tributo de setenta mil cráneos frescos; y ese Caracalla nombrado poco ha, sin el menor motivo, hace de repente matar todos los habitantes de Alejandría. Vemos estas cosas en las historias, y poco nos horrorizan, y casi no nos admiran: debe ello ser que los siglos se interponen entre esos acontecimientos y nuestra alma, y de puro estar distantes nos obligan a quedar fríos. Pero demos que un tiranuelo de casa, un contemporáneo venga a oprimirnos, siendo como es y debe ser tan nuestro igual, y todo es hervir de enojo y tenernos por los más tristes de los hombres. Allí está Julio Arboleda que, con haber muerto a lanzadas atados a un poste, o a balazos en el patíbulo, unos trescientos compatriotas suyos, nos impresiona más desagradablemente que Sila haciendo degollar en el Pretorio diez mil prisioneros con la mayor serenidad del mundo. Allí está Gabriel García que, con haber fusilado él también algunos prisioneros inermes, después de haber azotado a un general y obligádole a morir, nos parece peor o a lo menos   —107→   tan malo como el que puso fuego a Roma. Es que nuestro Don Gabriel ponía fuego a un edificio que vale más que Roma, la civilización moderna.

Por esto es que nos sentimos tan aliviados cuando el Cielo nos quita de por medio estos Julios y Gabrieles, que en verdad, mejor les hubiera estado a ellos mismos quedarse allá increados en el seno de la nada, que venir a modo de Anticristos trayendo un juicio anticipado y prematuro a los pobres de sus compatriotas.

Somos de parecer que el castigo de los grandes pecadores debe dejarse a la Providencia, bien así como las leyes antiguas no imponían pena ninguna al parricida, por cuanto les había parecido tan inhacedero ese crimen y tan superior a todo castigo humano, que lo dejaron sabiamente a Dios. En el orden de nuestras cosas, y tocando de paso al afamado García Moreno, diremos que entre todas sus acciones no hay ninguna peor ni de tan ruines consecuencias, digan lo que quieran los demás, que la vapulación introducida por él como resorte de gobierno. Ha matado; todos los tiranos han matado. Ha ahogado la voz pública; lo mismo hacía Flores. Ha desterrado Senadores y Diputados estando para reunirse en Congreso, crimen de más de la marca, pero en fin no sin ejemplo: éste es Napoleón primero dispersando a sablazos la Asamblea Nacional. Portales, célebre ministro de Chile, hacía dar de azotes a los ladrones y forajidos, sistema penitenciario, cosa muy diferente de la política. Pero no hemos sabido que ni en la refinada tiranía del mismo Manuel Rosas ni del Doctor Francia haya entrado jamás tan monstruoso castigo. Este es el parricidio para cuyo crimen los romanos no alcanzaron a hallar pena.

Íbamos a decir que hay un medio de evitar la perpetuidad de las venganzas, o lo que es lo mismo, las desgracias de los pueblos; este medio es el perdón. Bien hubiéramos querido ver un congreso sabio y digno constituirse en tribunal del gran culpable, llamarle a juicio, interrogarle, aterrarle e imponerle la pena de sus delitos.   —108→   La justicia no debe prescribir; pero los odios individuales, los enconos de partido, los rencores de persona a persona, ¡termínense por Dios! De lo contrario, enhilando agravio tras agravio, desquite tras desquite, venimos a forjar una cadena interminable en la cual nos enredamos, y a cuestas con nuestra propia obra, somos esclavos de nosotros mismos, de nuestras malas pasiones, la esclavitud que más desafortuna y envilece a la familia humana.

Si en nuestras manos estuviera la suerte de Don Gabriel García, le pusiéramos cortésmente en la frontera, siguiendo el consejo de Platón, aunque no se trate de un poeta; no montado sobre un asno, no con pozas ni con grillos, objeto de vilipendio; pero tampoco adornado de coronas y laureles; sino urbana, humana y generosamente, cual a hombre de nota que supo hacerse nombrar, si bien por el mal camino, persona de alto lugar y puesto. Él ha sepultado a los ecuatorianos en las montañas salvajes, entre los indios bravos y las fieras; nosotros le enviaríamos al país de los extranjeros, al país de la hospitalidad, al país de los ingenios, ¡a Francia! Gustan sobre manera las lágrimas que César vierte sobre Pompeyo, gustan sobre manera al pecho generoso las que Augusto derrama por Antonio, y prenda la conducta de ciertos grandes hombres que las toman con sus enemigos en desgracia, bondadosos y civiles, cuando podían matarlos o infamarlos. El Regente de Inglaterra, desengañando la confianza de Bonaparte, recibiéndole como a enemigo cuando venía como refugiado, mandándole como a Crisóstomo al desierto Pitio cuando llegaba a sus umbrales como Temístocles, no puede sino ser un feo personaje, muy repulsivo para los ánimos excelsos.

Y esa honrosa expatriación que impondríamos a Don Gabriel, no sería pena ni obra de venganza, sino conveniencia propia suya y de la Nación, atento que su alma inquieta y rudas afecciones no se acomodaran quizás a dejarle en paz como conviene, y al fin y al cabo darán al traste con él o con su patria. Si así como se deja llevar de esos malévolos empujes, se dejase alumbrar por   —109→   un rayo de sabiduría, él mismo, de su bella gracia, tomaría el camino de Europa, y allá se fuera a desplegar sus talentos que le tienen para sabio y no para magistrado. Podría él llegar a ser un Cuvier; un Sully, nunca. Y es gran ceguera dejar un camino ancho, suave y fuera de peligro, por donde se va a la gloria limpiamente, por un vericueto intrincado y escabroso que al fin lleva al abismo. Si a fuerza de filosofía y buen comportamiento hiciere olvidar sus faltas y los males con que ha hecho gemir a los ecuatorianos, bien podía suceder que todos le perdonasen y empezasen a ver en él un hombre útil por sus prendas, si ya se arrepentía y dejaba de ser pernicioso por sus defectos. Veremos lo que hace; pero entre tanto gocemos de estos instantes de libertad que suelen ser fugitivos cuando ella no está en buenas manos. Escribamos, hablemos, levantemos el ánimo de nuestros abatidos compatriotas a mejores deseos y más honrosos pensamientos. Cumplamos los deberes de ciudadanos exigiendo la realidad de nuestros derechos, obedeciendo las leyes, llenando las obligaciones que se derivan de ellas, y procurando con el influjo de la pluma corregir las costumbres sociales, malamente estragadas en el decurso de estos años.

Y pues nos proponemos escribir para el público, no para los partidos, bien será ponerle al cabo de qué y cuánto ha de esperar de los que con él se obligan voluntariamente. Desde luego nos ha de ocupar la suerte del continente americano, sin, que tengamos por ajenos a nuestro propósito los grandes acontecimientos de Europa y del mundo entero, si el caso lo pidiese. De «Cosmopolita» hemos bautizado a este periódico y procuraremos ser ciudadanos de todas las naciones, ciudadanos del universo, como decía un filósofo de los sabios tiempos. Las revoluciones, las guerras, los desastres y progresos de las repúblicas que más de cerca nos tocan, llamarán nuestra atención con preferencia, y hablaremos de ellas, no como de patrias ajenas, no como extranjeros neutrales, sino como hijos de su seno, como ciudadanos de sus estados, como obedecedores de sus leyes; pues tenemos bien creído que la sangre que corre por las venas de los hispano-americanos,   —110→   la lengua, los comunes intereses y la semejanza de pasado y porvenir, infunden en el corazón afecciones de viva fraternidad, ideas de unión y favorecimiento en la cabeza, en el corazón y la cabeza no mezquinos ni egoístas.

La patria propiamente dicha, este pedazo de las entrañas, como hubiera dicho Chateaubriand, el gobierno a cuyas leyes vivimos sujetos, la política de los gobernantes serán asimismo parte de nuestro asunto. No ofrecemos prescindir de la política, siendo como es y debe ser la cosa mayor y principal que ha de ocupar a los ciudadanos. Los hombres libres en Atenas y Esparta por obligación habían de concurrir a las juntas en donde versaban los intereses de la República: los ilotas prescindían; la ley los hacía prescindir. Solón conmina con la infamia a los ciudadanos que no tomen parte en las disensiones civiles; con mayor razón hubiera este sabio legislador condenado a la infamia a los que prescindan y tengan en menos las discusiones públicas en donde se ventila lo perteneciente a la moral, la rectitud y la justicia del gobierno; al provecho y bienandanza de los miembros constitutivos de esto que se llama sociedad, nación, estado.

No ha influido poco antes de hoy en nuestro espíritu, y por lo tanto obrado en nuestra conducta, aquella extraña filosofía de los cirenaicos que aconseja no hacer muchas cuentas de los negocios de la república; o a lo menos ser indiferentes a ellos, por conceptuar injusto que los hombres dignos y de bien se expongan a peligros por locos y viles. Todo bien considerado, éste no es sino un sofisma, que de ser seguido, haría llover males sin cuento sobre la especie humana. Pues no necesita demostrarse que si los buenos dejan el campo, serán los malos quienes lo señoreen victoriosos, y los gobiernos vendrán a ser concursos de bribones.

También nos hemos dejado inficionar de la arrogancia de aquel orador que habiéndole rogado una ciudad pequeña viniese a enseñar la retórica respondió que el plato era muy chiquito para el delfín. No hay plato   —111→   chiquito para el que desea el bien de los semejantes: poco hace al caso que el teatro en donde se representa sea reducido y pobre; si se representa bien, no faltará quien haga justicia; y en resumidas cuentas, vale más la modestia que la necia presunción, la cual por la mayor parte mantiene en la oscuridad a los que la llevan en el pecho. Buena lección nos tienen dada aquellos dos prohombres en cuya gloria venía rebosando el mundo, de los cuales el uno sirvió gustoso de alcalde en la humilde ciudad de su nacimiento, y el otro no renunció un empleíllo ruin que sus enemigos se empeñaron en darle por escarnio, después que hubo puesto en las nubes a su patria venciendo a Agesilao y presidiéndola muchos años como primer magistrado y gran político.

Eso sí, haremos por no ser como el vulgo de los escritores; pues nuestra opinión no difiere de la de aquel que dijo «que las ciencias, las artes, la política, la humanidad en fin hubieran ganado mucho, si menos personas hubieran escrito acerca de ellas». Trataremos de todo con respeto y dignidad, y sólo cuando estemos muy al cabo de lo que acometemos. Las personalidades no hablarán con nosotros; pero averigüémonos bien. Son personalidades las que tocan al carácter y conducta privados de las personas; son personalidades las que desentrañan hechos, que sin ser útil saberlos a la justicia, dañan al individuo a quien se los achacan; son personalidades los cerriles improperios que se dirigen al sujeto, no los justos cargos al ciudadano. No es de nosotros alzar el velo que cubre el hogar doméstico ni seguir los pasos que no llevan a la cosa pública, ni asestar flechas, si el deber de censores y el ahínco justiciero no nos mandan dispararlas. Mas no son personalidades los actos que se entroncan directamente con el procomún. Y cuidando de no faltar al decoro, no dejaremos de abrumar a los enemigos de las leyes, a los poco adictos a la Patria, a los delincuentes magistrados, si por desdicha continuase el mal aventurado sistema de gobierno que el Ecuador ha sufrido por cinco eternos años.

Esperamos con harto fundamento no hallarnos en la necesidad de entrar en la estacada para combatir violadores   —112→   de la constitución, desconocedores del derecho ajeno, holladores de los códigos que reconoce la República. Don Gabriel García no es modelo de imitarse para quedar bien con Dios y con los hombres. Él siguió su camino, y por el alto cielo, que no pocos escollos y escabrosidades ha tenido que vencer. Don Jerónimo Carrión siga otro y busque esa veredita, aunque estrecha, no del todo impracticable, por la cual se llega al corazón de los ciudadanos; menos difícil es de lo que perece a malos ojos. Firme en la justicia, si bien no en tal extremo que no blandee alguna vez en beneficio de la clemencia; apoyado en la vara de la sabiduría, escudado con la constitución y siguiendo el rumbo del honor, se desemboca fácilmente en ese paraíso; paraíso es el amor de los hermanos, paraíso la felicidad que se labra a todo un pueblo. El decreto por el cual el Gobierno ha declarado vigente la ley de patronato es un paso de gobierno ilustrado, un buen agüero de lo porvenir. Aclare su conducta, decídase y tome resueltamente por el camino del bien, y la opinión del pueblo será suya, y en favorecerle se cifrarán los esfuerzos de los patriotas verdaderos.

Pero como no nos proponemos ser solamente Timones y Aristarcos importunos en política, habremos de procurar que nuestro escrito tenga halago para todos. A las duras lecciones de gobierno seguirá, si bien saliere, tal cual trozo de literatura y de amena poesía, de esa poesía que desarruga la frente y hace olvidar la deportación; de esa ciencia sobrehumana con cuyo socorro Ovidio suaviza el rigor de la suya cantando dulcemente los amores de los dioses. Los reyes y generales de Esparta estaban obligados a hacer un sacrificio solemne a las Musas para salir a una guerra o a cualquiera expedición de trascendencia. ¿No es éste el homenaje que las armas rinden al ingenio? Y si los adustos espartanos sacrificaban a las Musas, ¿con cuánta más razón no sacrificaremos en sus altares, nosotros que gustamos de ir a sorprenderlas en su templo del Parnaso? Platón desterró de su república a los poetas; pero esos mismos espartanos se cubrieron de gloria a causa de Tirteo que encendía y atizaba en sus pechos el fuego de la guerra. ¿Y no fue Eurípides quien salvó con   —113→   sus versos centenares de atenienses al punto de ser pasados por la espada de los siracusanos? ¡Poderoso, dulce influjo de melodía, que a trueque de gozarlo de los labios de un prisionero, lo dejan vivo los mismos enemigos sedientos de su sangre! Platón hubiera desterrado del ejército de Nicias a Eurípides; ¿qué hubiera sido entonces de tantos ilustres atenienses? Todos hubieran sido pasados a cuchillo.

Pues bien, si tanto puede la poesía de buena ley, será sujeto principal y le alzaremos un solio en nuestra república. Poco importa que ella venga en prosa o pomposamente ataviada en los hemistiquios de Virgilio. Si la Jerusalén libertada estuviese escrita en prosa, no dejaría de ser tan poética y seductora como es. Si el Telémaco lo tuviésemos en verso, poco ganaría, y Fenelón no fuera mayor poeta. Mas procuraremos que haya de uno y otro, porque es la pura verdad que un hechizo misterioso derraman las ideas vaciadas en los melifluos y sonoros endecasílabos de Garcilaso, y la guerra misma se reenfurece, por decirlo así, y crece en sanguinaria pompa descrita por las valientes pinceladas con que retumba el Tasso.


Sol de'colpi il rimbombo in torno mosse
L'immovil terra, e risonare i monti.



No sabemos lo que será la Ilíada en verso heroico forjado en la fragua del mismo Homero; mas parécenos que debe ser sublime la despedida de Héctor y Andrómaca, tiernos los espantos y vagidos del muchacho Astianax al ver el aspecto guerrero de su padre y el resplandor de sus broncíneas armas. Pero vamos a ver, la Ilíada traducida en prosa a todos los idiomas del mundo ¿deja de ser la Ilíada? Diremos que falta la música de la rima; pero la poesía allí está rebosando. Hay poesía en prosa, la hay en verso.

No di yo la vuelta al globo como sabio navegante descubriendo tierras desconocidas, rompiendo los témpanos   —114→   eternos que obstruyen el paso de los polos; no encontré islas desiertas en donde serpenteasen deleitosos y fecundos ríos, en donde se alzasen sobre escarpadas florestas encantados palacios de Armidas y Reynaldos; no penetré las selvas de África ni las hube con leones y panteras, como esos viajeros cazadores que allá rompen las puertas que la naturaleza quiso mantener cerradas y van a sorprender sus misterios en el corazón del Sahara o en los impenetrables bosques de las vírgenes montañas. Pero recorrí casi todas las naciones cultas de Europa estudiando su política, observando sus costumbres, abominando sus vicios, admirando sus buenas cualidades; y como los hombres ilustres suelen ser en todas partes el resumen de los progresos de su patria, procuré verlos y conversar con ellos entrándome por sus puertas a título de extranjero y de acatador del ingenio y las virtudes.

Pero si esto me comunica alguna honra, no pongo la monta en ello. Mis ascensiones a los montes célebres, mis contemplaciones tristes en las ruinas del Coliseo, mis paseos nocturnos por entre los escombros de la Ciudad eterna, mis melancolías, ¡ay! mis melancolías en las casas desiertas de Pompeya son los que me hacen valer algo a mis propios ojos; porque si la conversación y el trato de los hombres engalanan el entendimiento, como dice Gibbon, la soledad es pábulo del numen. Otro mundo es ése a que el alma se remonta a solas cuando uno lleva sus pasos por los lugares renombrados, pensando en lo presente rememorando lo pasado, cavilando acerca de lo porvenir, solo, triste y acaso entre las sombras de la noche. Con menos gratitud me acuerdo del alcázar de Versalles y del palacio Pitti que de las ruinas del templo de la Paz y la Columna de Trajano; menos pueden conmigo las ruidosas mascaradas de la Fénice y de la Ópera que el baile extravagante que unos pastorcillos me ofrecieron para mi recreo en un templo ruinoso de Puzzola, cerca de los antiguos jardines de Agripina; en menos tengo la presencia y las palabras de sabios y poetas de las ciudades vivas, que esos romanos majestuosos de negra barba y misteriosa catadura que encontré no pocas   —115→   veces sentados melancólicamente en una piedra derrumbada del Tabularium o de la casa de los Césares.

La soledad en medio del siglo es lo que más nos vale; pues si la compañía y concurso de gente nos enseñan a vivir, el aislamiento y la conversación consigo mismo nos enseñan las cosas de que más nos conviene estar actuados.


If from society we learn to live,
T'is solitude shouth teach us how to die.



No tendrán que sonreírse mis lectores de inverosímiles aventuras, ni les describiré saraos brillantes en mansiones de señores, porque no los he pasado. Pero sí navegarán el lago Averno y entrarán a la cueva de la Sibila de Cuma; les haré subir conmigo al Monserrate o al Vesubio; atravesaremos ese viejo Tíber, precisamente por donde lo pasó Clelia ahora dos mil años.

Yendo a conocer la roca Tarpeya entré por una puertecilla vieja y agujereada. Una mujer alta, pálida, de mirar profundo y vestir negro fue quien me la abrió y, me condujo hasta el borde de aquella famosa roca de donde Manlio fue precipitado por haber pretendido la corona de Tarquino. ¿Esta es Roma? decía dentro de mí mismo; ese montón de ruinas que allá parece, entre las cuales está ladrando lúgubremente un perro, ¿fue la ciudad que dio Escipiones y Pompeyos? Y esa triste montañuela que da mezquino pasto a cuatro esqueletados búfalos, ¿llamábase Aventino, y vio en sus faldas al pueblo romano y sus tribunos imponiendo la ley a los Quintios y los Claudios? Esos ladrillos casi negros hacinados aquí y allí formaron tal vez la morada del gran Júpiter: de aquel barranco en donde veo durmiendo un pordiosero mostró Antonio por ventura el cadáver de César sacudiendo su ensangrentada clámide: por esa vereda espinosa, quizás la vía Apia en otro tiempo, huyeron Casio y Bruto teñidos con la sangre del tirano a buscar a Roma en donde no hallasen servidumbre.

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El mundo antiguo y grande rodaba en mi cabeza, y, ni sentía yo la lluvia que caía sobre mí, ni la neblina que me circundaba como para concurrir a la funestidad de aquella escena. La mujer que me dio entrada se había retirado a la casuca donde vive, y me hallé solo en medio de tantas y tan grandes sombras como iban pasando delante de mis ojos. Vi a Lucrecia; vi pasar el cuerpo de Cicerón sin cabeza, y ésta rodando a los pies de su enemigo que reía a carcajadas; vi a Catilina corriendo como furia con un tizón en la mano, poniendo fuego a los templos de los dioses; vi... ¿Qué voz podrá decir cuanto se puede ver en Roma? Al volver de mi sublime desvarío vi ya positivamente: vi a la mujer romana que en su corredorcillo se estaba a contemplarme, curiosa de ver despacio un extranjero tan solitario y taciturno: vi las gotas de agua que caían monótonas sobre las piedras resbalando de la humilde choza: vi un jergón en donde estaba acurrucado un gato negro de ojos centellantes: vi un gallo inmóvil sobre la pata izquierda durmiendo mientras llovía. Y a tiempo que esto veía el grito de las ranas, subiendo del Foro, llegaba a mis oídos en uno con el balar distante de alguna hambreada oveja. Y volví a decir dentro de mí mismo: ¿Esta es Roma? Roma eran ambas: la una, la Roma de los prodigios, la Roma de las virtudes, la Roma de los grandes hombres y de las grandes cosas, la Roma de ahora veinte siglos. La otra, la Roma de los vicios, la Roma del hambre y la miseria, la Roma de la nada, la Roma de nuestros días. Y cuando salí haciendo este triste paralelo en mi cabeza, se confirmó mi juicio con la cantinela que bajo las murallas derruidas de la ciudad alzaban los arrieros al tardo paso de sus mulos. La oyeron otros viajantes, la oí yo, la ha de oír todo el que tenga oídos para las voces de sentido grande y melancólico.


Roma! Roma! Roma!
Roma non é piú come era prima.



Estas son las cosas pasadas por mí, éstas las he de referir para los que gustan de viajes sentimentales. No   —117→   los escribo como Sterne; pero si puedo escribirlos conforme a la verdad y a las blandas o amargas afecciones que acarreaba conmigo por las ciudades más famosas de lo antiguo y lo moderno. Los Pirineos y los Alpes son hermanos; de los unos pasaremos a los otros, del Arno al Guadiana, del Anio al Manzanares; o iremos por las floridas márgenes del Turia aspirando rosas y jazmines, regalándonos con esos dorados pomos, provocativos y sabrosos más que los del jardín de las Hespérides. Tomaremos un baño en el Genil para hacernos prodigios las bellas de Granada, bien así como los suaves indios se hacen aceptos a sus genios con bañarse en las aguas corrientes del afortunado Ganges. Y subiendo a la Alhambra por el bosque en donde el ruiseñor suelta la voz divina, resonarán nuestras pisadas en los propios mármoles que oprimieron las plantas del fiero Aben Said y de la bella Saida.

El Darro separa las colinas del Albaicín y de la Alhambra: es ese un riachuelo borrascoso, a pesar de su reducido caudal, que entre piedras y chaparros se precipita braveando, límpido, travieso, haciendo espuma a los recodos y conchitas en donde las ninfas se refrescan; veloz como un saetín en otras partes y mal enojado, si da con una grande piedra que le interdice el paso. Sus orillas son montuosas, verdes, llenas de silvestres flores, hasta que baja a la campiña de Granada a entregarse al Genil y, ondas con ondas confundidas, la van fertilizando y hermoseando en el largo trecho que la bañan. ¿No será de nuestro gusto, en una mañana de abril, fresca, pura, con un sol resplandeciente y halagador pasar de la Alhambra al Generalife atravesando el Darro?

Licurgo mandó colocar la estatua de la risa en todas las mesas públicas. En Lacedemonia los ciudadanos comían juntos, sin que de esta obligación estuviesen exentos los reyes ni los éforos. Tenía para sí aquel gran legislador que la vida más austera debía templarse con tal cual pasatiempo honesto, y que era conveniente quitarse las canas con algunos instantes de bien sazonada charla y un asomo de ironía culta y salerosa, capaz de   —118→   separar los labios según la costumbre de Demócrito. Si Licurgo, el severo e inflexible Licurgo, hizo venir la estatua de la risa a los banquetes de los lacedemonios, ¿cómo la habíamos de proscribir de nuestra humilde mesa? Rabelais se hombrea, en las librerías de los doctos, con Homero y Tito Livio; Lafontaine ocupa lugar eminente en ellas, y nada se hace sin Molière. ¡Quién nos diera ser capaces de agenciarnos con frecuencia algunos instantes saludables para este abatido cuerpo! Saludable es la bien nacida risa, dulce su imperio, y los sabios no la desdeñaron, sino es la del gremio de los necios. Las estatuas y retratos de la Hermosura por la mayor parte están sonreídas en el Vaticano. Los niños, inocentes y virtuosos por el mismo caso aun sin saberlo, ríen mucho; y la nación más culta e importante de la tierra lo hace todo riendo. ¿Hay racional en el mundo que no guste de Cervantes? Al invencible Don Quijote no le resisten ni los alemanes con todo su carácter frío, penoso, tétrico. ¿Y puede algo con los ingleses el spleen cuando ese Panza amigo vuelve del Toboso a dar cuenta de su embajada a su amo? Una de las injusticias más lastimosas para Juan Jacobo Rousseau es la temeraria, falsa e impía acusación de sus enemigos, de que en su vida se rió. «Eran unas carcajadas con Diderot y d'Alembert, dice, que no había más que oír, cuando a la buena de Teresa se la había metido en la cabeza tenerme por el Pontífice Romano. De donde provenían a su juicio los miramientos y atenciones de que yo era objeto acerca de los nobles».

Si es preciso reír, riamos; si conviene llorar, lloremos. El hombre es un péndulo entre una sonrisa y una lágrima, ha dicho un gran poeta. Y estoy para creerle cuando considero que no hay ente más desigual que el hombre; tan desigual, que algunos filósofos antiguos se atrevieron a regalarle con dos almas.

El ejército cartaginés había entrado en miedo, a pesar de haber vencido ya una vez a los Cónsules romanos, con motivo de las legiones numerosas que éstos pusieron en campaña después de su derrota, contra toda la previsión del enemigo. Andaban pues los cartagineses indecisos, penosos y cavilantes con el funesto y acaso no remoto   —119→   porvenir que les aparejaba la fortuna, y antes con gana de llorar que de reír. Giscón, personaje de alto lugar entre ellos, se va para Aníbal, y todo maravillado y afligido: -¿Veis, le dice, cuán numeroso y admirable ejército contra un puñado de hombres como nosotros somos? -Sí, responde Aníbal; pero hay una cosa que me admira mucho más. -¿Cuál? -El ver que en tan gran muchedumbre de enemigos no haya uno solo que se llame Giscón como vos. Y los cartagineses como lo van sabiendo, y el mismo Aníbal se toman a reír tan desencajadamente, que no acaban ni cuando se empeña la batalla, y riendo consiguen la victoria, sin encontrar ni un solo Giscón entre todos los que van matando.

Puede ser que nosotros tampoco encontremos ni un Giscón en la multitud de enemigos y envidiosos como verosímilmente nos vamos a concitar, sin razón por cierto; pues no pertenece a nuestro plan hacer daño gratuito a nadie; mas suele ser uno muy grande no estar al nivel de tanto necio o pervertido como infestan las ciudades, haciendo mucho y sin hacer nada, sino el mal de sus semejantes. Stultorum infinitus est numerus. Haremos lo que Aníbal, riendo llevaremos cuesta abajo a nuestros enemigos, si ya merecen nuestras armas. Y las costumbres, asunto de los buenos ingenios, como Carlos Dickens en Inglaterra y Balzac en Francia, tendrán, con todo la modestia necesaria, su lugar en nuestro escrito.

Si se nos contradijere en los asuntos serios con buenas razones y con la urbanidad que cumple a la gente delicada, nada quedaremos a deber en buen trato y miramientos a nuestros contradictores. Si echaren por el camino de los oprobios, como por desgracia se suele acostumbrar en estos oscuros países, responderemos como Foción. Un enemigo suyo le interrumpió su discurso cuando hablaba en público para colmarle de injurias calumniosas y groseras. Calló el orador, y sin dar la menor señal de enojo se estuvo con gran serenidad esperando que su descomedido adversario concluyese; y así como hubo concluido, pues no había quien echase leña a su ira, tomó el hilo de su arenga y en el mismo tono que   —120→   al principio continuó sin proferir un término acerca de las imputaciones e insultos que acababan de oír todos. No hay réplica tan picante como tal desprecio, dice Montaigne. Los que nos calumnien, los que nos agravien, los que nos llamen importunos eruditos, enemigos de bajosuelo han de ser, e ignorantes. Si no obtuviesen de nosotros respuesta por escrito, sepan desde ahora y para siempre que les contestamos a la manera de Foción.

Los tontos quieren que todos lo sean; los desalumbrados se incomodan de que otros sepan algo, y se arrojan a zaherir a quienes hablan por boca de la moral y la filosofía. Si el ingenio propio no da de sí cuanto quisiéramos para ilustrarnos e ilustrar a los demás, ¿cómo no acudir a los sucesos y palabras de los tiempos y varones superiores a nosotros? Epicuro escribió trescientos volúmenes sin una sola acotación ni pensamiento ajeno. Pero este Epicuro era el más orgulloso de los hombres, y el único entre todos que se ha atrevido a llamarse sabio él mismo. Crisipo hacía todo lo contrario. ¿Y no vemos a cada paso en los autores modernos de más nota: «como dice Plutarco», «en el sentir de Plinio», «conforme al dictamen de Aristóteles»? Tengo para mí que un suceso grande y aprobado por los siglos, una sentencia o apotegma filosóficos prestan más para la instrucción y el deleite, que la insulsa y dislocada riada de términos vacíos que van los ingenios vulgares echando afuera, sin provecho de nadie, pero sí tal vez en daño de los buenos. Si hemos de hablar de sabiduría, nombremos a Sócrates; si de virtud patricia, a Catón; si de desinterés, a Epaminondas; si de fidelidad y fortaleza, a la esclava Epicaris, y habremos dicho más y mejor que lo alcanzáramos con nuestros solos pensamientos y afecciones. ¿Por ventura será malo estar al cabo de la historia? Ella es el libro de la sabiduría, y el que leyó una página vale más que el no leído. Los letrados en la China gozan de mil privilegios, son unos como Vestales, que para el augusto encargo de mantener el fuego sagrado, han menester veneración de parte de los fieles. Pero he aquí ladrado de perros el que tuvo la osadía de manifestarse algo instruido, al mismo tiempo que las sacrosantas cláusulas de libertad y   —121→   patria, si eran pronunciadas de buena fe, le hacían recomendable y digno de respeto de los libres y patriotas. Reinen, reinen las tinieblas. Pero los que estamos pasando la flor de la juventud en la vida privada, a vueltas con nuestras ansias de saber, no tocados por el vaivén eterno de la baraúnda política, mucho tiempo hemos tenido de leer, de estudiar, de aprender, de sentir.

En orden a lenguaje sepa, si alguno se previene a censurarnos, que lo hemos aprendido en los autores clásicos, en los escritos del buen tiempo. Suele suceder que el torneo de una frase no suena bien para un oído torpe; que una manera de construcción, autorizada acaso por Cervantes y Granada, no la oyeron ni la saben los instruidos por Mata y Araujo; que no alcanzan a estimar un corte nuevo para ellos y elegante, y todo es lanzarse en ciegas invectivas sobre que no entendemos de gramática o que faltamos al arte de hablar bien; para lo cual acuden luego a sus librajos, sin venírseles a las mientes que no hay arte ni diccionario capaces de contener toda una lengua, y que donde se la estudia y aprende, donde se la chupa el jugo, si hay quien me sufra esta expresión, es en los autores consagrados por el asenso unánime. Si hubiere quien venga a corregirme el uso de algún verbo, cuidado que le ponga cara a cara con los Argensolas; si burlarse quisiere de un modismo nunca visto ni oído por él, tendrá tal vez que haberlas con todo un Moratín, o cuando menos con un Mor-de-Fuentes. Pues advierto desde ahora que en hecho de lengua yo nada he inventado, y si algo hay nuevo en mi modo de decir, lo debo a la lectura de los maestros del siglo de oro de nuestra habla, guiada por la sabiduría de Capmany, Clemencín y Baralt, ilustres defensores del español castizo. No digo que yo tenga aquel primor, aquel hábil tanteo que se ha menester para llamarse un escritor pulcro y remirado; pero sí me creo con derecho para desdeñar a tanto crítico zarramplín, que sin haber leído jamás una página de Jovellanos, acomete a engolfarse en lecciones superiores a sus aptitudes. El no entender nosotros una cosa o no haberla jamás oído, no es razón para tenerla por mala; y debemos medirnos mucho en esto de criticar,   —122→   no nos suceda lo que a ese librero que tenía en su casa un Homero corregido de su propio marte; esto es, que Alcibíades lo supo, entró furioso en ella, y le dio de bofetones.

Cosa muy diferente es crítica de los hombres instruidos: para ellos tendremos el oído atento, y así como nos tomen en errores o descuidos, nos aprovecharemos presurosos de su sabiduría. Bondad, blandura, trato fino, dotes son de ingenios doctos y de bien formados corazones. En ellos los conoceremos, y no haremos caudal sino de su bien nutrido juicio.

La educación del sexo hermoso a que pensamos y debemos consagrar no pocas líneas, la hemos dejado para lo último, como descanso de los no siempre agradables discursos de política y gobernación de Estados, y aun de los otros temas capaces de excitar el numen de los escritores. ¿Numen ha de haber más inspirador que éste llamado ángel por unos, demonio por otros, pero demonio o ángel que tiene en sus manos la suerte de las humanas sociedades? Eduquemos a la mujer, sí, eduquémosla, no según los dómines antiguos educaban a los niños, con todo el rigor de un amo crudo, ensangrentándolos y haciéndolos nadar en lágrimas, sino con paciencia de filósofos, con cariño de padres, con bondad y mansedumbre de cristianos, sin perder de vista que ese demonio es el ente más sensitivo, más blando de condición, más fácil de levantarse y purificarse por la dulzura, como de corromperse y bastardear por la rudeza. ¡Pobres mujeres! Verdad es que no las feriamos en las plazas públicas, según se estila en los países mahometanos; ni tenemos harenes en donde sirven, máquinas vivas, para los placeres brutos de hombres bastardeados; ni nos hacemos servir de ellas cual si fuesen esclavas por naturaleza, sin dignarnos poner nuestro corazón en el suyo: pero con todo ¡cuán distantes se hallan todavía del lugar que las leyes naturales les señalan igualándolas en derechos al sexo masculino, de las leyes sociales que en los pueblos cultos las han dignificado y engrandecido tanto! Los hombres mismos somos aquí muy bastos e ignorantes; poco tenemos   —123→   que enseñarles; pero si tenemos poco, aprendamos y compartamos con ellas las luces adquiridas. No hablo de ciencias; lo abstruso nada les importa; mas aún, casi siempre las adorna en su perjuicio. Hablo de aquel arte sublime por el cual la mujer sabe ser hija desde luego, esposa en seguida y después madre. En esta triple y tierna faena se envuelve todo lo que ella debe aprender y saber; y si mereció a justo título esos nombres, tenga por sin duda que cumplió con el encargo de la Providencia y los deberes impuestos a ella por la moral humana.

La mujer perfecta en Jenofonte no está adornada de sabiduría sino de cordura, no se endiosa por el valor sino por el sufrimiento, no brilla por las gracias y galanuras físicas sino por la modestia. No hemos sabido que Sócrates discutiese con su mujer acerca de la naturaleza de los dioses; contentábase con mantenerla en la fe de los que había. Y Virgilio nos la ha pintado sentada delante de la rueca, o atizando el hogar en donde se cuece el desayuno del esposo. En las naciones modernas de Europa, como en Inglaterra, no está en dos dedos que la mujer ocupe su lugar. En Francia se ha propasado, y vive en una como licenciosa tiranía respecto de los hombres y de la asociación civil, si hemos de concretarnos a hablar de las ciudades, pues las cosas llevan otro término con la gente campesina. En Alemania la mujer está bien colocada. De aquí es que alguno ha dicho «que las inglesas eran buenas para amigas, las francesas para queridas, y sólo las alemanas para esposas».

Cuando no solamente Virgilio sino también otros grandes poetas y otros grandes conocedores de la naturaleza del hombre pintaron el emblema de la mujer cabal poniendo su imagen delante de la rueca o hacinando hábilmente los carbones del hogar, no tuvieron en su ánimo circunscribir sus aptitudes y deberes al estrecho círculo de la casa y la familia; no la arrancaron fuera de la redondez inmensa que abarca el entendimiento, y de las nobles y variadas ocupaciones de que los hombres son capaces, mediante la elasticidad de su alma, cuyas facultades los encumbran hasta tocar con la propia esencia   —124→   divina, sacudiendo el polvo terrestre por el cual son tan miserablemente bajos. Quisieron sí a dar a entender esos ingenios que el ahínco de la buena mujer se ha de marcar sobre todo en lo perteneciente a la vida doméstica, como que ella es el modelo de la pública, y como que en ella se recibe la educación según la cual nos hemos de manifestar buenos o malos ciudadanos. Raro será que un buen hijo sea mal discípulo, que un buen padre de familia sea mal patriota. Lo que se aprende en la casa tarde o temprano sale a la calle; por donde la condición del hombre público remonta al privado, y la mujer viene a ser el maestro primitivo del cual aprendemos a ser buenos o malos, importantes o para nada.

Para ser madre cumplida, para inspirar al niño las afecciones que algún día le harán hombre de bien, las ideas que le harán elevado, ¿no es preciso tener en el corazón buen acopio de grandiosas afecciones, claros y justos pensamientos en la cabeza? Para ser cumplida esposa ¿no ha de estar al cabo de las obligaciones que la constituyen tal, y saber al mismo tiempo cuán preciosa es la virtud? Para ser hija obediente y acatadora de la majestad paterna, no basta ese profundo y natural obedecimiento con que todos nacemos; conviene tener luces sobre este eslabón sagrado por el cual pertenecemos a nuestros padres, como la criatura humana en general pertenece al Criador. Y para todo esto ¿no se ha menester filosofía, moral, y aun ciertos conocimientos de otro género? Si hay quien lleve a mal este modo de apreciar a la mujer, tema el caer en falta respeto a la naturaleza: haciéndola buena hija, buena esposa y buena madre, la hemos hecho todo lo que Dios mismo quiso hacerla. Si es buena hija, alimentará a su padre moribundo con la leche de sus pechos, como ya lo hizo la romana antigua, y dará a todas las generaciones un ejemplo sublime de ternura. O bien morirá y se enterrará con él, si no pudo salvarle la vida, como aquella heroica joven cuyo epitafio encuentran los viajeros a orillas del Rin en los escombros de Aventicum:


Julia Alpinula: hic jaceo.
Infelicis patris infelix proles.



  —125→  

Y con esto nos enseñará la abnegación, una de las virtudes más preciadas.

Si es buena esposa, se sepultará con su marido, cual otra Eponina, nueve años en una cueva, por acompañarle a huir de los tiranos, o como Arria enseñará a morir por la honra a su marido, atravesándose el corazón con un puñal en su presencia. ¿Y es poco enseñar esto de comunicar con el ejemplo el valor virtuoso, que se encamina a prescribirnos el honor teniendo en poco la existencia?

Si es buena madre, criará Escipiones, dará Gracos, y habrá hecho por la humanidad lo que nunca pudo hacer el hombre más valiente e ingenioso. Cornelia vale más que un héroe, Cornelia es superior a sabios y poetas; Cornelia, inspirando a sus hijos la virtud y la libertad como parte de ella, alcanza mucho más aprecio y veneración de los hombres, que tantos grandes hombres, grandes por haber conquistado y vertido a torrentes la sangre de sus semejantes.

Estas son las hijas, las esposas y las madres que querríamos formar; y a buen seguro que para ser las sombras de ellas, habría mucho que entender y saber. ¿Qué importa ese barniz de sabiduría con que de cuando en cuando han pretendido malamente brillar las mujeres modernas? No han conseguido sino obligar a Molière a escribir la comedia de «Las mujeres sabias», y a Byron la sátiras de «The Blues»7. No, no queremos medias   —126→   azules: queremos mujeres instruidas en la virtud, apreciadoras de la honra, dignas de nuestro respeto, sin quitarles la instrucción necesaria para su encargo y para la cultura y adorno de inteligencia que alcanzan nuestros tiempos.

Los Estados Unidos, nación inferior a muchas europeas por más de un respecto, han comprendido que el hito de la felicidad estaba en la educación y el puesto de la mujer, y siguiendo este principio en breve superarán a todas en progresos morales como ya las superan en físicos. Allí las mujeres instruyen, educan a los hombres ¡están en el caso! Las mujeres dirigen las escuelas, las mujeres tienen pensiones, las mujeres son maestras de lenguas, y la casa está regida por ellas como Esparta por Licurgo. ¿De dónde procede tan rápido incremento de educación en la mujer americana? De las leyes, que despiertan su buen natural y fomentan su espíritu de virtud; de las leyes, que la tratan como Alejandro a la mujer e hijos de Darío; de las leyes, que las resguardan y   —127→   las vengan de las tropelías de los hombres. Júzguese cuán protegidas son las mujeres por las leyes de los Estados Unidos por una o dos anécdotas históricas que voy a referir.

Un mancebo de familia distinguida (no las hay en ese afortunado país sino por el talento y las virtudes) enamorose de una joven plebeya; y por grande que sea allá el imperio de la democracia, no se le acomodó el ánimo al muchacho a casarse con la hija de un curtidor. Le inspiró cariño, la perdió. Un hermano de ella va para el seductor y le dice secamente: «Si dentro de un año, en tal día, a tal hora no se ha casado usted con mi hermana, le mato». Transcurre el año, y nuestro Gazul no se casaba. Vino el otro (no había vuelto a decir un término), y en tal día, a tal hora le voló los sesos. El jurado absolvió al reo a votos conformes.

Iban en un vagón, caminando por un ferrocarril, una hermosa niña y un mozo de sus mismos años y semblante. Desconocidos eran estos, y el varón devoraba con los ojos a la otra, que ya no sabía dónde poner los suyos: verdad es que los tenía rasgados, negros, límpidos, cargados de largas pestañas, con lo cual traía revuelto el corazón de su vecino. Llegan a un pueblo, y a tiempo de apearse, el ardiente mozo le pone con vehemencia sus labios en los de ella. La muchacha, sin decir palabra, confundida de rubor, se va para la Policía, con cuyos agentes torna luego al sitio de la ofensa, en donde se prende al malhechor. El jurado le condenó por unanimidad a diez años de presidio.

La perfección y felicidad de la mujer depende de las leyes, las cuales dependen de los hombres: hagámoslas buenas, y nos pondremos en camino de educarla. Después ya podemos irla perfeccionando con justas y bien sazonadas prédicas, con sublimes paradigmas de los grandes tiempos, con historias de Arrias y Lucrecias, que no pueden poco en su imaginación vehemente y amiga de propender a su importancia.

En el orden de la naturaleza las mujeres pueden mucho; no menos en el social, donde saben estimarlas. Si   —128→   algo han de valer ellas por mí, yo he de valer algo por ellas, según este decir de un viejo amigo mío. El hombre se protege por lo que él vale, la mujer, por lo que valéis. No se trata aquí de protección, pero sí de aprobación. Y las sé decir que la suya compensará con buena adehala, dejándome a ganar no poco, el deslenguamiento de los necios y de mis enemigos que, puesto que no lo sé, me los debo tener, conforme a la triste regla por la cual no les faltan a los hombres de bien. Pero


«Yo me diré feliz si mereciere
En premio a mi osadía,
Una mirada tierna de las Gracias,
Y el aprecio y amor de mis hermanos,
Una sonrisa de la patria mía,
Y el odio y el furor de los malvados».





  —129→  
ArribaAbajoDe la libertad de imprenta

Refieren de Aristipo que habiendo naufragado una vez, salió a nado a la orilla y se llenó de gozo al ver en la arena trazadas ciertas figuras de geometría, indicio evidente de que la providencia de los dioses le había echado a una colonia griega y no a un país bárbaro. El que en un pueblo encuentra establecida la imprenta puede estar seguro de que llegó a una nación civilizada; el que ve un periódico en la tierra a donde le llevó la suerte o el acaso cuenta con que tiene que haberlas con hombres ilustrados. Hay señales inerrables de la situación moral de las humanas sociedades, que a primera vista nos hacen columbrar sus aptitudes, sus inclinaciones y las cosas de que gustan ocuparse. Las figuras de geometría encontradas por Aristipo en la playa del mar, el uso de la moneda, los libros y periódicos son testigos de buena fe de que no dimos en un país de bárbaros, o de que el despotismo no impera en esas afortunadas comarcas, el despotismo, peor mil veces que la barbarie. La libertad del pensamiento ha constituido siempre la libertad política; y estas dos libertades por maravilla no habrán traído consigo la libertad civil, grupo adorable y seductor como el de las tres Gracias. A medida que el absolutismo   —130→   toma pie las tres libertades se separan: cuando descuella con todas sus fuerzas, cuando oprime con cien brazos, como dice Montesquieu, no deja sombra de ellas, bórranse, destrúyense, el lienzo queda limpio para recibir la imagen del tirano.

Remontémonos a los primitivos tiempos y tomemos el agua desde arriba. La sabia y republicana Grecia, tenía por ley la libertad del pensamiento: las plazas públicas servían, por decirlo así, de imprenta, y los ciudadanos todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, nobles y plebeyos tienen allí derecho de intervenir en los asuntos públicos, tomando la palabra y diciendo sin reparo su dictamen ora sobre la conducta de los magistrados, ora sobre las acciones de los generales, ora en fin sobre la conveniencia y deberes de la república. En las tribunas del pueblo no resuenan solamente las voces de los Pericles y Cimones, de los Nicias y Licurgos; los Hiperbóreos llaman también la atención de sus conciudadanos, y a fuerza de ser libres alcanzan el ostracismo, noble pena por la cual no brillaban sino los prohombres de mayor suposición. Alcibíades arrastrando su grandioso manto de púrpura atraviesa la plaza de Atenas se encumbra en la tribuna, y en explayada y egregia elocuencia pide tal guerra en donde su gloria prevalezca sobre los intereses del pueblo. Mas no ha de faltar un ateniense oscuro, un hombre del estado llano que ponga en práctica sus fueros contradiciendo al rey Alcibíades, y ganando los sufragios de sus compatriotas a su parecer. Es que Atenas era libre entonces, libre la palabra, y el pensamiento no reconocía señorío, sino era la razón y la justicia. Pero una vez perdida su libertad política perdiose la elocuencia, y los treinta tiranos prohibieron al pueblo subir a la roca Pnix en donde tenía sus reuniones más acaloradas y en donde la independencia y libre albedrío desplegaban todas sus banderas. Pisístrato huella impío las leyes de Solón; Pisístrato es tirano; con Pisístrato nadie habla. Muere Pisístrato, revive la palabra: los atenienses otra vez armados de ella, se encastillan en los lugares eminentes que veneraba el pueblo. Hiparco los sorprende todavía y los encadena: vuelve el mutismo, el pensamiento   —131→   gime, y la palabra no es sino la prisionera del tirano Hiparco. Harmodio y Aristogitón dan al través con él, libertan a su patria, y la patria agradecida alza estatuas a los héroes y mantiene a sus hijos a expensas del erario: todos gozan entonces plena facultad de expresarse, y avientan sus opiniones al rostro, digamos así, de los que por ventura abrigan en su pecho nuevos proyectos de tiranía. Pero la libertad es árbol sujeto a mil enfermedades, muere y retoña según le influye el cielo y según los vientos que le azotan. ¡He allí la libre Atenas esclava de Demetrio!, alzándole altares como a un dios y decretando que cuanto hiciese el tirano se tuviese por justo entre los dioses y por sagrado entre los hombres. Si se le había dejado la voz tan solamente para que trasloe a su amo ¿podía articular un término en pro de la muerta libertad? El gobernante que no permite hablar ni escribir es tirano; el pueblo que no puede ni uno ni otro, es clavo. Si Aristipo hubiera aportado en nuestras costas, no hay duda de que hubiera creído hallarse en casa de la barbarie o de la servidumbre.

Los comicios de Roma principiaron con la expulsión de los Tarquinos, y fue Bruto quien dio voz a los Romanos, enseñándoles a ser libres y a decir sin rebozo que lo eran. Los Icilios, los Numitorios y Virginios no hablaron mientras Roma tuvo reyes: cuando hablaron, los Decenviros vinieron al polvo, y la patria recobró sus regalías a fuerza de expresar sus pensamientos y deseos. Los Gracos son la encarnación de la libertad romana: Los Gracos arengan al pueblo, le ponen de manifiesto las usurpaciones del Senado, le instruyen y señalan el camino de la verdadera libertad. Los Gracos sucumben a impulsos de los nobles, esto es, de los tiranos, y porque quisieron ser libres les llaman demagogos, y porque dispararon sus tiros contra la tiranía les llaman conspiradores. ¿No sería más justo y mejor decir, como ya dijo otro, que el Senado y los Cónsules conspiraron contra los Gracos y el pueblo? En general mientras Roma gozó de libertad política tuvo el libre y pleno uso de la palabra; y tal fue el respeto que este derecho imprimió en el corazón hasta de sus enemigos, que Roma era ya sierva y no se había   —132→   amordazado a los romanos. César dueño del mundo, olvida las varillas que Cicerón no había dejado de echarle cuando aún no había vencido; y en orden a los cargos respecto de Catón tiene por mejor y más digno de él refutarlos con la pluma, contrarrestando poderosamente la elocuencia de su adversario. El mismo Augusto, en cuya persona empezaban a asomar los reflejos divinos con que los emperadores iban a endiosarse luego, sufrió en buena paz y filosofía, no digamos las censuras contra su gobierno, pero también las sátiras contra su propia majestad; y era esto en tanto grado así, que se leían públicamente los escritos de Asinio Polión, las oraciones de Marco Bruto y las de Marco Antonio que estaban llenas de vituperios contra él y su predecesor. Ni las obras de Catulo y Bibáculo, tan adversas a la casa de los Césares, se vieron proscritas hasta que Nerón hizo morir a Cremusio Cordo por el inaudito crimen de haber llamado a Casio el último de los romanos.

Cuando aquellos resolvieron no ser los padres sino los verdugos de la patria, ya no se fueron a la mano en la persecución de los oradores y escritores públicos. Domiciano condenó a muerte a Meto Pomposiano que leía en las tertulias las arengas de Tito Livio, con decir que los recuerdos y los sentimientos de que ellas estaban rebosando podían perjudicar a la seguridad del César. ¿Mas qué decir cuando el mismo Senado expidió un terrible decreto por el cual se expulsaba de Roma a todos los filósofos? El Senado no era entonces aquella junta de dioses que detuvo a los galos respetuosos y mudos en su presencia, sino un conciliábulo de siervos que no pensaba sino en decretar honores divinos al emperador, poniendo el sello a todas sus iniquidades. Así pues, el primer cuidado de los tiranos ha sido en todos tiempos ahogar la voz de los oprimidos, aniquilar el pensamiento público. De donde la sana razón y buena lógica deducen, que si un rey o un presidente consiguieron imponer silencio a la nación, maniataron la libertad. Desde ese instante ya no son gobernadores de pueblos, magistrados de naciones; amos son que maltratan esclavos inocentes, capataces que oprimen y flagelan a una muchedumbre de orates desdichados.

  —133→  

Las naciones modernas de Europa casi todas son regidas despóticamente, si bien la forma de la monarquía en la mayor parte de ellas se dice constitucional. Y vemos con asombro que el monarca más poderoso y absoluto guarda con todo ciertos miramientos y consideraciones a la prensa, que son desconocidas en la América republicana. En el imperio francés los periódicos están sujetos a una advertencia, a una amonestación, y no se les suprime sino por contumacia, quedando ilesos los escritores, sino traspasaron los términos prescritos por la ley o la moral, en cuyo caso los tribunales competentes toman por suyo el cuidado de la vindicta pública. El propio despotismo respeta la opinión en los pueblos verdaderamente cultos, y la testa coronada ha de guardar cierto temperamento que mantenga el equilibrio entre la voluntad absoluta, la paciencia de los súbditos y el concepto del mundo civilizado. En 1858 salían a luz en Francia 600 periódicos entre diarios, hebdomadarios y revistas mensuales, los cuales, si podían contenerse en ciertos limites de moderación y buena crianza, hablaban hasta de los actos más íntimos del gobierno, sin ocultar su juicio. La gran Bretaña tenía 800; la gran Bretaña, asiento de la libertad política, reino de las leyes, da de sí escritos muchos y muy buenos. ¿Un presidentillo de América no se tendría por el más triste de los hombres si su gobierno estuviese sujeto a tantas cortapisas, si sus actos pasasen por tantas desembozadas censuras, si su responsabilidad fuera tan grande como la de Inglaterra? ¡Qué es, mi Dios, ver a todo un lord Palmerston, a todo un primer ministro de la reina Victoria, a un amo de los mares, y como tal, a un inspector del mundo, arrastrado por un simple y oscuro particular al tribunal de la justicia! A Melgarejo o a Pezet les debe parecer esto lo más ridículo, y cuando oyen esas cosas, les sucede lo que a ese rey del Pegú, que habiéndole hecho saber el veneciano Balbi como en Venecia no había rey, se tomó a reír con tanta fuerza, que por poco se le revientan las arterias y se muere. En Inglaterra los escritores sólo al jurado temen; vale decir que la licencia es la prohibida, y en tanto no dan en ella, los ciudadanos pueden bornear el pensamiento y   —134→   ponerlo en el punto que a sus intenciones corresponda. De todo hablan, todo lo discuten, todo lo juzgan: el gobierno tiene en la prensa un censor, poderoso por lo que en ella hay libre y autorizado; la prensa es el de aquí no pasarás de los gobernadores, de los ministros, del monarca y aún del poder legislativo. Nada hay más respetado en este afortunado pueblo que la ley: ella es la verdadera reina, y la otra no hace sino obedecerla y mandarla obedecer. ¿Qué cachidiablo ridículo y perverso viene a ser un estadillo de la América latina al lado de esa matrona sabia, cuya frente fulgura rayos de luz purísima? La gran Bretaña, monarquía; el Perú, Nueva Granada, el Ecuador, repúblicas: ¿en dónde reinan las leyes? ¿dónde impera la justicia? ¿cuál de ellas es más libre y decorosa? Sin los vicios que una larga sucesión de siglos, un refinamiento de cultura y la natural propensión de las naciones a la decadencia cuando han llegado al remate de la civilización, me atrevo a decirlo y no lo temo, mucho más prestaría para nuestra felicidad el reflejo de la de aquella nación, que todas nuestras soñadas libertades y derechos de republicanos. Sepámoslo ser, y con nadie cambiaremos nuestra suerte; pero si con ese rico nombre no somos sino ilotas a quienes se da de puñaladas hasta por pasar el tiempo, somos los más mezquinos y desventurados de los hombres.

En España, en Austria y Prusia cuyos soberanos hacen derivar de Dios su derecho a la corona, no puede hablarse del de los pueblos sino entre rincones y como de cosa prohibida; pero en fin se escribe, y los escritores no, son perseguidos y aniquilados inmediatamente y sin otro motivo que sus escritos; lo cual prueba que puede haber y hay despotismo ilustrado, que sin perder de vista sus personales y tristes conveniencias, jamás echa en olvido aquella consideración debida al juicio de las demás naciones y al afecto o al engaño de los que están uncidos a su yugo.

¿Es por ventura este despotismo ilustrado el de la América del Sur? No, visto que la opinión pública ni el concepto de las naciones no entran para nada en el entender de los que gobiernan como kanes de Tartaria.   —135→   ¿Dónde está esa fina urbanidad de Napoleón III, que pudiendo ser y siendo todo, sufre que primero se advierta a los editores de un periódico, que luego se amoneste y que no se lo suprima sino cuando no hay mejor remedio? Y aun así más tarda el Emperador en ausentarse ocho días de la corte confiando la regencia del imperio a su esposa, que ésta en levantar y anular las advertencias y amonestaciones que pesaban sobre la prensa, y dejarla como si fuera a principiar. Napoleón es déspota, no hay duda; pero ¡qué déspota tan ilustrado! Napoleón es tirano algunas veces, no hay remedio; pero ¡qué tirano tan remirado, qué tirano tan fino y elegante! Vaya, si siquiera hubiera cultura en estos sultanuelos ruines que nos quitan la vida. Pero sus pasiones son de salvajes, de fieras sus arranques. Todo es matar, desterrar, azotar, repartir palos como, ciego a Dios y a la ventura, echarse sobre las leyes y los ciudadanos cual pudiera un lobo hambreado sobre un aprisco sin guardianes. Un Fierabrás en Venezuela sabe que un escritor ha vituperado sus pésimas acciones, y a sablazos, le echa a la cama en artículo de muerte8. Un Bélzu oye algunas palabras malsonantes para sus oídos, y se le erizan los pelos del bigote, y cierra con quienes censuran su gobierno. Un García Moreno acude presuroso adonde se escribía, allana el hogar doméstico con batallones enteros de soldados, cierne la ciudad probando si daba con los escritores, y de tomarlos, sin remedio los sepulta en las ciénagas del Napo.

Este despotismo no es ilustrado; este despotismo es ciego, bárbaro, selvático. No hagáis cañones de las campanas, no malgastéis en guerras insensatas los adornos de los templos, las cosas sagradas, no convirtáis en balas la letra de la imprenta, ni en soldados los impresores, y ya os puede quedar siquiera un vano pretexto para las otras inauditas violencias que lleváis adelante con achaque de revoluciones: sabido es por los hombres de Estado y grandes políticos que si algún gobierno ha menester de   —136→   censura es el republicano, cuyo principio es la virtud. ¿Qué es esto de querer reinar sobre idiotas? ¿Acaso nosotros creemos, como los antiguos moscovitas, que la libertad consiste en el poder y uso de llevar la barba larga? Dejadnos hablar, por Dios, que de puro mantenernos en tímido silencio nos vais a entorpecer la inteligencia, como que todo lo que no se ejercita, bien así en el alma como en el cuerpo, pierde sus quilates y su fuerza. ¿Timbre será dominar a esclavos mudos? ¿No sería más honroso dominar a hombres libres y hacerse querer de ellos, alternar con dignos y hacerse estimar de sus conciudadanos? ¡Ya os veo, tiranos, arrugada la frente, torva la mirada, las manos goteando sangre, buscar como poneros en cobro cuando se os acabe el poder, porque la conciencia os ladra y grita que el enemigo del género humano ha de temer al género humano! ¿Acaso Numa no reinó cuarenta y más años sin aconsejarse de la crueldad sino de la sabiduría? ¿Acaso Augusto no fue el primero de los mortales echando por el camino de la clemencia, cuando vio ser inútil el rigor y aun pernicioso? ¿Acaso Washington no fundó una república y gobernó un pueblo sin que le fuesen necesarios patíbulos, grillos ni calabozos para establecer su autoridad? Si para todos los reyes hubiera una ninfa Egeria, ya los pueblos podían decirse benditos de la Providencia; si todas las repúblicas tuvieran un Areópago, la sabiduría encarnada en las leyes sería la que gobernase; si aquel Washington venerado de los hombres de bien, querido de los justos, deseado de los republicanos recibiera de Dios licencia para venir de numen de todos los gobernantes a inspirarles el bien y el acierto, la pobre América desgarrada por todas partes, oprimida, vilipendiada, que anda rodando de mano en mano como vil peonza, vendría a ser una gran nación compuesta de muchos miembros, a los cuales imprimiera el movimiento un solo y grande móvil, la virtud.

Emilio de Girardin que, como le dijeron en Francia, a fuerza de esfuerzos ha conseguido hacerse famoso pero no célebre, salió cuando menos se esperaba enojando al público sensato con la peregrina y desconsoladora especie de que «la prensa no servía de nada, que nada podía el   —137→   escritor en el ánimo de las masas, y que bien podía prescindirse de ella sin el menor detrimento para los asociados en nación». ¡Era de ver la cólera con que los periodistas cayeron sobre el pobre Girardin! Le sacudieron, le pisaron, le mordieron, no le dejaron hueso sano, y después de una vehemente discusión quedó en limpio que la prensa era lo mejor que podía haberse imaginado para tener a raya a los tiranos. ¡Sí! La prensa es el canal grandioso por donde corren las ideas nuevas, los grandes pensamientos a infiltrarse en el corazón y la cabeza de los hombres cuan anchamente se hallan esparcidos por el globo; la prensa es uno como sistema eléctrico de infinitos hilos por los cuales se difunden por todos os ámbitos de la tierra los acontecimientos, los cambios y progresos que de día en día tienen lugar en la inteligencia humana; la prensa es el árbol de la vida, si la vida social es la instrucción, la ciencia, los adelantos físicos y morales. De aquí es que en las naciones ilustradas ha de haber imprenta libre, o los que la tienen en sus manos son verdugos ciegos, enemigos de la Providencia que gusta de la luz. ¡Imprenta! ¡Imprenta! Arrebatadnos los bienes de fortuna, arrastradnos a guerras injustas, aherrojadnos en mazmorras, pero dejadnos hablar.

¿No sería crimen atroz que empezaseis luego a sacar los ojos a los ciudadanos, a corcharles con plomo los oídos, a privarles del gusto con cauterios? Pues más crueles sois en sacarles los ojos del alma, en privarles de la voz, en cubrirles el pensamiento con una plancha de brea. Si habéis oído al ruiseñor, ya sabéis qué música divina fluye a torrentes de esa plateada garganta. Pero tomadle, ponedle en jaula de repente cuando soltaba la voz libre y sin recelo en el parque de Versalles o en los bosques de la Alhambra, y si os apura la cruel insensatez, liadle bien el pico con un entorchado. ¿Qué vendría a ser esta avecilla dulce y armoniosa, este divino instrumento con que natura se regala en sus soledades y melancolías? Un pedazo de materia inútil sin hechizo de ninguna clase. Ahora suponed que el águila, tirano de los aires, devorase o inhabilitase a todas las canoras aves que pululan a millares en los sotos y jardines de Italia en primavera:   —138→   ¿de qué armonías, de qué deleites, de qué suaves emociones y gratas influencias no habría privado a quienes solían escucharlas? Pues esto y mucho más sucede con los tiranos de los hombres y sus víctimas: les quitan la voz , y la política pierde sus censores; les quitan la voz, y la moral ya no tiene defensores; les quitan la voz, y la sociedad humana va sin guía trastabillando por los oscuros laberintos por donde la arrastran sus sayones. Si nos podemos expresar, a lo menos el rigor de la tiranía lo templaremos con la queja, consuelo de tristes, pero al fin consuelo; y en queriendo Dios ayudarnos, hablando nos salvaremos. Él nos dio pensamiento, Dios dijo, oid esta palabra y pensadla bien, vosotros que la pronunciáis sin comprenderla o la comprendéis sin respetarla; El nos dio pensamiento para que pensemos. Él nos dio sentimiento para que sintamos, él nos dio voz para que hablemos y nos expresemos: dejádnos pues sentir, pensar y hablar, porque estas facultades están enlazadas de manera que al privarnos de una de ellas, privado nos habéis de todas. Si la espada está arrinconada mucho tiempo, se toma de orín y su vuelta ya no corta. Tal es el pensamiento, si no piensa ya no piensa. Y los opresores de los hombres, por broncos y bravíos que les haya creado la naturaleza, debían de comprender que rinde más para su bien ser uno de ellos por la fraternidad, el primero de ellos por la magnanimidad, el todo de ellos por su utilidad, que dejarse estar a gran distancia de sus semejantes aguzando sombríos la daga de Tiberio.

Dicen de Sócrates que cuando le quitaron los grillos experimentó una agradable, dulce comezón en la parte que le habían oprimido: esta comezoncilla grata y voluptuosa es la que están sintiendo los pobres ecuatorianos con habérseles quitado los grillas de Don Gabriel. ¡Loor a Dios! ya vemos claro el día; ya el patíbulo vuelve a su escondite inmundo; ya las mazmorras se cierran: ¡quién nos diera que esto fuese como el templo de Jano reinando el cuerdo Numa, por cuarenta años, por ciento, para siempre! Los hombres no serán felices sino cuando se tengan todos por hermanos y dejen de oprimirse y destruirse unos a otros. Las naciones que se compongan de   —139→   Galileos y Samaritanos, de Güelfos y Gibelinos, de Abencerrajes y Segríes caminan a su ruina, visto que está en la naturaleza de las cosas que no puedan vivir juntos enemigos irreconciliables. Delenda est Cartago.

Sin grillos, libres estamos por ahora de la tiranía; pero ¡ay! no libres de los necios. Con ocasión del folleto de Don Julio Zaldumbide titulado «La República &.», los dañados de conciencia, tardos de juicio y prontos de lengua le han llamado villano y cobarde, por haber, dicen, dado a luz ese escrito cuando García Moreno dejó el mando y se apeó de la presidencia de la República, sin fuerza ya para vengarse a su modo y a su salvo. ¡Cómo es posible! ¿Serían ruines y cobardes tantos ilustres escritores por haber dado a luz sus historias cuando los tiranos habían dejado de imperar por muertos o desposeídos? García Moreno dejó el mando; pues a ningún hombre pundonoroso le será permitido denunciar al universo sus desmanes! Lo que no se le dijo, ya no se le puede decir: antes fue inviolable por miedo, ahora ha de ser sagrado por decoro de los otros; las acciones de los ciudadanos quedaron prescritas: ¡de nada es responsable el funesto presidente! Pero la justicia divina misma espera; ni es tan puntual y ejecutiva que así que pecamos nos aplica su ley, ni nos anda increpando de continuo nuestras culpas. Y porque nada nos dice cuando aún podemos ofenderla, ¿le hemos de llamar...? Mirad lo que decís, ¡miradlo bien, esclavos!

Sabe por otra parte el mundo entero que reinando Don Gabriel García la prensa ha estado con bozal, enmudecida, bien como el ladrón de casa suele hacer con el fiel perro, para que de noche no haga ruido. Los propietarios de imprenta perseguidos unos, corrompidos otros; los oficiales y cajistas fugitivos unos, en los cuarteles otros; gran dificultad en fin de publicar ningún escrito. Y si a pesar de todo se publicaba alguno, ir en derechura a un calabozo, al suplicio de la barra, o a los confines del mundo pasando por el Napo. ¿Sería éste el valor? No, porque no lo hay en hacer abrir la jaula y echar los leones fuera; lo que sí hay es, y competente,   —140→   locura, quijotismo. El verdadero valor consiste en arrostrar el peligro cuando nos corren probabilidades de salir airosos, o es absolutamente necesario, de forma que sin eso la honra o la Patria estuviesen a pique de perderse; y, en evitarlo, cuando se va derechamente a muerte, ni precisa ni fructuosa. Esta es la temeridad; y no esa temeridad de gran alcurnia de Marcelo o Carlos XII, sino esa temeridad estúpida con la cual algunos acometen o esperan el peligro sin fruto ni nobleza. Corríanse toros en la plaza del lugar en donde vivo: un buen hombre se dejaba estar sentado en la puerta de la iglesia ostentando una intrepidez que en breve iba a costarle caro; venía la fiera; todos huían menos él, y aun se propasaba a provocarla, sin contar con salida ni refugio, sin ponerse siquiera en pie para ver de sacarle un lance. En una de éstas vino el toro, le estrelló contra la pared y le destapó la cara. Este era el valor que han querido manifestásemos los patriotas contra García Moreno, cuando hemos estado viendo tantas cabezas y caras destapadas.

Los héroes de la Ilíada no empeñan el combate sino bien cubiertos de armas defensivas, peto, brazales y escarcela: ¿quién no ha visto el plumón del casco de Héctor ondeando en las murallas de Troya? Los legisladores de los griegos, al decir de la historia, castigan de muerte al soldado que botó su escudo y no al que dejó su espada en el campo de batalla. El cuidado de defenderse es más racional que el de acometer, según lo siente Plutarco; por donde en los gobiernos despóticos, como quiera que la espada del tirano esté constantemente enderezada hacia el pecho de los oprimidos, nadie chista, porque hablar sería morir. Mientras las leyes resguardan a los ciudadanos, el que sufre en silencio los desmanes del mandatario es digno de la esclavitud; pero donde ellas no son sino dorados parapetos tras los cuales la tiranía afila su puñal, el que se calla a lo más podrá ser dicho desgraciado. Sabemos que el patriota sublime, el hombre generoso ha de sacrificar su vida a la verdad; pero esto será donde haya quien le entienda, donde haya quien le anime, donde haya quien le ayude; ¡qué digo! donde haya siquiera quien le compadezca y le disculpe cuando el   —141→   sacrificio ha sido consumado. Pero aquí el digno, el pundonoroso, el aborrecedor de la injusticia y la ruindad tiene que vivir en lastimoso aislamiento. Si algo piensa, no lo dice, porque no encuentra sino improbadores; si algo emprende, sus más fieles compañeros le traicionan; si algo escribe, no le faltará un amigo íntimo que se ría de su sensibilidad llamando delirios sus arranques de indignación contra los tiranos y sus ruines víctimas. La palidez de Casio, las lágrimas de Wellington son por demás en estos tristes pueblos: el que por vil propensión no es para esclavo, lo es por corrupción; y el que aborrece y huye de esas cosas y de otras de peor jaez, «es un extravagante».

Pero en fin venimos a parar en que no hubo cobardía en callar mientras García Moreno tenía el poder absoluto en las manos, supuesto que contra él no teníamos ningunas armas defensivas; no la hubo, sino en primer lugar, impotencia de expresarse, en segundo lugar cordura. García Moreno ha dejado el mando, es cierto; pero con el mando no se le acaba su carácter, ni los ímpetus de su genio son menos de temer: siempre es audaz, siempre arrojado, siempre poderoso de su persona, y, según es lengua, diestro en el manejo de las armas. ¿Será de cobardes irritarle con la verdad y arrostrar con su ira? La cosa es clara, nadie que no esté firmemente resuelto ni se sienta con ánimo para morir de su mano o matarle en propia y natural defensa, había de ir inconsideradamente a echarle el agraz en el ojo.

De mí sé decir, que sobre las razones expuestas acude en mi favor la carta que le dirigí cuando más en auge estuvo su poder, cuando los humos del triunfo le encalabrinaban la razón, y allá se iba disparado a toda tropelía. Para lo que ha hecho después, ya había dado buen principio; sabíamos ya quien era; mas, un vuelo de amor caritativo y de ira santa contra la tiranía, me hizo cerrar los ojos al peligro. Verdad es que García Moreno se reprimió y no me persiguió; antes alguna vez, cuando hubo su enojo temperado, durante el cual yo no era sino loco, por cuya razón me perdonaba, dejó escapar de sus   —142→   labios una palabra en mi favor, según que tiene en su carácter superiores movimientos entre los aviesos y mezquinos de que abunda. Pero ved aquí esa carta.

Señor:

No es la voz del amigo que pide su parte en el triunfo la que ahora se hace oír, ni la del enemigo en rota que demanda gracia y desea incorporarse con los victoriosos. Mi nombre, apenas conocido, no tiene ningún peso, y no debe esperar otra influencia que la de la justicia misma y la verdad de lo que voy a decirle. Extraño a la contienda, lejos del teatro, he mirado los excesos de todos y los crímenes de muchos, lleno de indignación. No digo que todo lo he visto con ojos neutrales, no; mi causa es la moral, la sociedad humana, la civilización, y ellas estaban a riesgo de perderse en esta sangrienta y malhadada lucha. Los malos se habían alzado con el poder en este infeliz distrito, y la barbarie no sólo amenazaba, pero también obraba ya sobre la asociación civil. La inteligencia y la virtud pública en rematado vilipendio; las leyes y buenas costumbres holladas bajo los pies de miserables, incapaces de comprenderlas ni estimarlas; la justicia y el derecho huyendo ante la violencia y rapiña. ¿Era acaso partido? No, ni facción puede llamarse aquella cuyas asonadas se hacían a la sombra de bandera tan siniestra: levantamiento de gentes sin ley, banda era tan sólo la que, por felicidad, acaba de sucumbir, y que no tuvo adeptos sino los de perversa inclinación, o los que por violencia estuvieron obligados a seguirle. El azote pasó. Los grandes criminales deben ser condenados inexorablemente, los secuaces y ciegos instrumentos, generosamente perdonados.

Pero ahora hay que pensar en cosas más serias tal vez, más serias sin duda. La Patria necesita de rehabilitación, y usted señor García, la necesita también. ¿Cuál es la situación política del Ecuador respecto a las naciones extranjeras? ¿No ha sido invadido, humillado, traicionado?   —143→   ¿Qué defensas ha hecho de su libertad amenazada? ¿cómo ha sostenido su pundonor? Sólo enemigos ha encontrado en los que, debiendo defenderlo, no han hecho sino coadyuvar a los designios de ambiciosos extranjeros. Si no preparamos y llevamos a cima una espléndida reparación, no tenemos el derecho, no, Señor, de dar el nombre de país civilizado a estos desgraciados pueblos. Los otros nos rehusarán, y justamente, sus consideraciones, y todos se creerán autorizados para atentar contra nuestro territorio. No se alegue nuestra indigencia, que el valor y el honor en todos tiempos fueron recursos poderosos. ¿Y qué sería de la vida misma entre el miedo de los unos y la vergüenza de los otros? Ni son grandes enemigos los que tuviéramos que combatir, y nunca faltan medios de acometer y sostenerse al que antepone su consideración a su existencia. Usted debe sentirlo y conocerlo, usted Señor, más bien que cualquier otro. En su conducta pasada hay un rasgo atroz, que usted tiene que borrar a costa de su sangre... La acción fue traidora, no lo dude usted; mas creo, que si la intención no fue pura, sólo hubo crimen en el hecho; un sacrificio al Dios de las pasiones, venganza o ambición tal vez. Pero nunca pensó usted vender su patria, ¿es esto cierto? ¡Oh! ¡dígalo usted, repítalo usted mil veces! Hay más virtud en reparar una falta que en no haberla cometido; esta es verdad muy vieja: borre usted un paso indigno con un proceder noble y valeroso. ¡Guerra al Perú! Si usted perece en ella, téngase por muy afortunado: no hay muerte más gloriosa que la del campo de batalla, cuando se combate por la honra de la patria. Si triunfa, merecerá el perdón de los buenos ecuatorianos, y su gloria no tendrá ya un insuperable obstáculo.

En cuanto a mí, la suerte me ha condenado al sentimiento sin la facultad de obrar: una enfermedad me postra, tan injusta como encarnizada, para siempre tal vez, tal vez de modo pasajero; mas por ahora me asiste el vivísimo pesar de no poder incorporarme en esa expedición grandiosa; porque si de algo soy capaz, sería de la   —144→   guerra; pero no en facciones, en luchas fratricidas; la sangre de mis compatriotas inocentes, vertida por elevar o abatir a un quídam, me horroriza y acobarda. Mas, en una causa egregia, me vería honrado con la simple plaza de teniente, o cualquier otra en que pudiera morir o vencer por mis principios.

Empero, si usted tiene no sólo el poder y el valor para abrir esa campaña, sino también el deber de hacerla, ¿por qué no se haría? Justicia y resolución, ejércitos irresistibles que inclinarían la suerte a nuestro lado, bien como esas diosas del Olimpo, combatiendo entre los hombres en las antiguas batallas fabulosas.

Mas, si en vez de fijar los ojos en materia tan grande y necesaria, los torna a la satisfacción de mezquinos sentimientos, ¡cuánta desgracia para su país! ¡cuánta deshonra para usted! ¡cuánto pesar para los buenos ciudadanos! No lo creo, Señor; porque si sus pasiones son crudas, su razón es elevada. ¿No sería usted capaz de separarse de la miserable rutina trillada aquí por todos? Elevarse ¿para qué? Para descender en medio del odio y del escarnio de los a quienes pudieron hacer bien, haciendo el bien común, en vez de conquistar el afecto de los pueblos, cosa tan fácil para el corazón y el pensamiento superiores, y bajar en medio del aplauso de sus conciudadanos, a fin de seguir siendo siempre los primeros. Más fácil es el mal, pero no es imposible el bien: ensáyelo usted, pues siendo un bello ensayo, tendría positivamente laudables consecuencias.

Guerra al Perú. Si la suerte nos fuere adversa, nos quedará a lo menos el consuelo de haber hecho nuestro deber; si nos fuere favorable, quitaremos de sobre nosotros este peso, esta carga insufrible de la ofensa, al mismo tiempo que nos reconstituyamos en medio de la libertad y de la paz, precursores necesarios de la civilización, sin las cuales en vano la pretenderíamos.

Pero me queda un temor: usted se ha manifestado excesivamente violento, señor García. El acierto está en la   —145→   moderación, y fuera de ella no hay felicidad de ninguna clase. ¡Cuánto más mérito hay en dominarse a sí mismo que en dominar a los demás! El que triunfa de sus pasiones ha triunfado de sus enemigos: virtudes, virtudes ha menester el que gobierna, no cólera ni fuerza. La energía es necesaria, sin la menor duda; pero en exceso y a todo propósito, ¿qué viene a ser sino tiranía? Los pueblos nunca confiaron el poder a nadie para la satisfacción de inmorales aspiraciones y caprichos, sino para fines muy diversos. «A mí se me ha elevado al trono, no para mi bien, sino para el del género humano», solía decir un gran Emperador de Roma. Los que disfrutan del poder, si quieren ser amados y honrados, deben tener en la memoria esta lección de aquel sabio monarca, que habiendo encontrado un día a un mortal enemigo suyo a quien había jurado toda su venganza, le saludó con este término: Mi buen amigo, te escapaste, porque me han hecho Emperador.

Que el poder no le empeore, Señor; llame usted a la razón en su socorro. El alma noble cuando triunfa, no ve amigos y enemigos; no ve sino conciudadanos, hermanos y compañeros todos. No digo esto por mí ni por los míos; pues habiendo sido extraños a esta lucha, nada debemos temer; y si algo nos sobreviniera trabajoso y malo, quedaríanos la fuerza de la inocencia y su consuelo. La última persecución que mi hermano ha experimentado ha sido injusta, injusta, ¡sí! y por consiguiente atroz; rezagos de viejas prevenciones, memorias de Urbina, nada más. En nuestra escena política pocos habrán sido tan moderados como él, tan opuestos a las demasías de sus amigos mismos; y en la disensión que acaba de terminar, ninguno más ajeno a toda intriga, ni más aborrecedor de los desmanes de esa gente. Por lo que a mí respecta, salgo apenas de esa edad de la que no se hace caso, y, a Dios gracias, principio abominando toda clase de indignidades. Algunos años vividos lejos de mi patria en el ejercicio de conocer y aborrecer a los déspotas de Europa, hanme enseñado al mismo tiempo a conocer y despreciar a los tiranuelos de la América española. Si   —146→   alguna vez me resignara a tomar parte en nuestras pobres cosas, usted y cualquier otro cuya conducta pública fuera hostil a las libertades y derechos de los pueblos, tendría en mí un enemigo, y no vulgar, no, Señor; y el caudillo justo, justo y grande, me encontraría asimismo decidido y abnegado amigo.

Déjeme usted hablar con claridad: hay en usted elementos de héroe y de..., suavicemos la palabra, de tirano. Tiene usted valor y audacia, pero le faltan virtudes políticas, que si no procura adquirirlas a fuerza de estudio y buen sentido, caerá, como cae siempre la fuerza que no consiste en la popularidad. Pero consuélese usted porque ellas pueden ser imitadas, y si no las recibimos de la naturaleza, podemos recibirlas de los filósofos y sabios gobernantes. No piense usted en Rosas, ni en Monagas, ni en Santana sino para detestarlos; acuérdese de Hamilton y Jefferson para venerarlos, y eso será ya una virtud, un buen augurio. Orillado el asunto principal, digo la guerra, como lo ha sido ya, dimita usted ante la República el poder absoluto que ahora tiene en sus manos; si los pueblos en pleno uso de su albedrío quieren confiarle su suerte, acéptelo, y sea buen magistrado; si le rechazan, resígnese, y sea buen ciudadano.

¿Le irrita mi franqueza? debe usted comprender que en el haberla usado me sobra valor para arrostrar lo que ella pudiera acarrearme, si me dirigiera al hombre siempre injusto. Mas al espíritu grandioso suele calmarle la victoria, y la moderación es un goce para él; y yo entiendo además, que el que lo quiere y lo procura, puede mejorar de día en día.

No he pretendido dar lecciones a usted, Señor, no; todo ha sido interceder por la patria común, celo y deseo de ver su suerte mejorada. Y si mis palabras tienen poco peso, bien estará concluir con una autoridad tan respetable como antigua; pues había Platón dicho, hablando del Gobierno, que: «Los hombres no se verían libres de sus males, sino cuando por favor especial de la Providencia la autoridad suprema y la filosofía se encontrasen   —147→   reunidas en la misma persona e hiciesen triunfar a la virtud de los asaltos del vicio». Los soldados que nos han dominado hasta ahora pudieron prescindir de toda filosofía; mas los hombres que son ni pequeñuelos ni ignorantes ¿por qué no habrían de adoptarla?

(fdo.) Juan Montalvo.

La Bodeguita de Yaguachi, a 26 de setiembre de 1860.