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Historia y esperpento: Bartís celebra el Centenario de la Patria. Entrevista con Bartís

Óscar Cornago

Lorena Verzero





Ya en tiempos de Valle-Inclán el esperpento demostró su eficacia para expresar la verdad de la historia, la otra verdad, la que queda oculta tras la cara oficial de la representación. Ésta se desvela en el acto de su escenificación, cuando el mundo es mirado con ojos teatrales, desde la distancia socarrona del demiurgo, que descubre a sus protagonistas, atareados en alguna importante ceremonia social, como «gente grande encerrada en la oscuridad haciendo cosas tontas», que es la definición que ofrece Bartís (2003: 116) de sus personajes. Posiblemente, sea el teatro del creador porteño una de las expresiones escénicas más acertadas para dar vida a la obra del difícil dramaturgo gallego.

El teatro de creación de Buenos Aires, pensado y sostenido para y por la cualidad de sus actores, no se podría entender sin el trabajo del director Ricardo Bartís durante los años noventa, que ha marcado con una huella inconfundible a través de su labor docente desde su sala el Sportivo Teatral a autores, directores y actores -¿cómo separar estas instancias?- de las últimas generaciones. Su modo de entender la creación teatral, basada en improvisaciones, genera un espacio de actuación de intensa condición física, sobre el que se va construyendo la obra con un enorme efecto de realidad y concreción, en ningún momento sometida a una imposición textual. Ésta es la clave. Pero esto no le ha impedido, sino al contrario, trabajar sobre distintos autores, combinando un alto grado de afinidad dramática a diversos mundos ficcionales con su personal creatividad escénica, que se ha visto proyectada desde estos mundos1. Su último estreno, De mal en peor (abril 2005) se presenta como homenaje a la literatura dramática de Florencio Sánchez.

Este modelo de creación actoral se ha traducido en un teatro muy normal y muy extraño al mismo tiempo: normal en cuanto a su apariencia externa, voluntariamente distanciada de fórmulas vanguardistas prodigadas en las últimas décadas desde lo que Bartís llamaría la oficialidad europea; extraño, por la realidad emocional y la concreción física que estalla tras esas superficies dramáticas. Esto le ha permitido hacer un teatro, ya desde aquellas Postales argentinas, de 1988, con un componente crítico y social que es sentido por el público como algo muy cercano, sin necesidad de estar aludido directamente en la trama dramática. En su última obra las referencias históricas, minuciosamente expuestas en el programa de mano, adquieren una precisión desacostumbrada. El espacio escénico, aprovechando las distintas dependencias de la sala, reconstruye la casa de una familia de clase alta venida a menos, que trata de aferrarse por todos los medios imaginables a su posición social. Un rocambolesco episodio histórico, detrás del cual se adivina la sonrisa socarrona del autor, da pie a la obra: la petición del Presidente Sarmiento al gobierno norteamericano de enviar 65 maestras para «la alfabetización popular y el desarrollo educativo», dice el programa de mano. Mary Helen Hutton es una de estas maestras, raptada por los indios y rescatada tres décadas después. Reconocida como la única superviviente de «Las 65 valientes», es indemnizada con títulos del Estado y entregada a esta familia con el compromiso de realizar un pequeño museo, con estatuas vivientes incluidas, como muertos rescatados del pasado de la memoria histórica, a cuya visita es invitado el espectador al comienzo de la obra. La familia descubre en estos títulos perdidos una posibilidad de salvación a su ruina, pero la anciana, con un tocado indígena sobre su camisón blanco, apenas recuerda algo de inglés, idioma en el que la familia trata desesperadamente de comunicarse con ella.

Como en el caso de Valle-Inclán2, pero en un plano escénico, Bartís crea un abigarrado fresco de personajes estrafalarios, que sin embargo no dejan de tener un poso de humanidad, derivado de las pasiones que los agitan. Los personajes aparecen con sus cuerpos apretados en el espacio, como también los quería Valle, atrapados en la historia (de la representación), que es la maquinaria escénica a la que sirven al tiempo que la construyen, con sus cuerpos en tensión, sus gestos despiertos, sus aspavientos y recelos, sus pasiones ridículas y deseos inconfensables. El espectador se reconcilia con ellos a través de la risa, no los percibe como ajenos, sino que se termina reconociendo: estos personajes son también ellos; esa historia ridícula y trágica es también la suya. Bartís ofrece un cuadro vitriólico de la historia de Argentina, comparable a la historia de otras naciones latinoamericanas y el papel que en ellas ha jugado esta clase acomodada, convertida luego en esa cada vez más mermada «clase media», que trata de sobrevivir al abismo de la pobreza, mientras que siente como una amenaza a esa masa de obreros y desempleados, formada en gran parte por indígenas. La caricatura adquiere una condición (escénica) real, capaz de cuestionar desde su realidad teatral la propia realidad del espectador; esa es su dimensión política. A través de un episodio situado para más inri en la víspera de la celebración del Centenario de la Patria se ofrece un reflejo del pasado en el que se lee el presente con asombrosa claridad, la historia de ayer y la de hoy, repitiéndose la misma y diferente, como cada representación, rebosante de humanidad y de crueldad, estúpida y lúcida a la vez.




Entrevista con Ricardo Bartís3

ÓSCAR CORNAGO: El director y dramaturgo Federico León dice que la identidad de una obra teatral debía venir dada por el proceso de creación por el que ha pasado. ¿Cómo ha sido el proceso para llegar a De mal en peor?

RICARDO BARTÍS: Los tiempos son partes, es tratar de nombrar etapas o momentos. Ahora aparece el momento del público. Tuvimos nueve meses de ensayos, un tiempo bastante prolongado cerrado. Entonces improvisábamos sobre el espacio, sobre ciertas cosas de tonalidad de la actuación. Eso ya también tiene que ver con el tipo de trabajo que yo pienso que debe hacerse. Creo que la dirección debe tener la teoría sobre la actuación, para poder meterse en ese territorio creando un campo de estímulo que no reprima a través de la marca o a través del texto el campo poético de la actuación.

Uno de los elementos más llamativos de tu teatro es el modo como se inserta el texto, de manera que no coarta otros planos creativos y que al final da la impresión de haber estado siempre ahí.

El texto va dando cuenta en las palabras, no de las situaciones, sino de cierto hilván que le da la legalidad para que aparezcan o estallen las situaciones, puesto que el lenguaje -o la búsqueda del lenguaje, más allá de que se logre o no- es crear un sentido autónomo que no derive del relato tradicional, aunque haya un relato tradicional. Pero, lo que va sucediendo escénicamente es un relato en sí mismo que tiene autonomía de un otro relato, por decirlo así, de la historia, que está expresado a veces en conductas, a veces en frases. Pero, esos otros devenires, esa malla sobre la que el texto después se apoya, deriva de la improvisación, que no es el acercamiento a nada, sino que es el fundamento del trabajo.

¿Y cuál fue el punto de partida de las improvisaciones para esta obra?

El punto de partida de las improvisaciones en este caso era el espacio. Las tres puertas y una situación de una tonalidad rítmica que nos permitiera meter once cuerpos en un espacio tan reducido, sin que fuera una situación marcada o coreográfica, sino que hubiera un desarrollo aparentemente natural en el espacio, pero aceptando la complejidad de esos once cuerpos en diez metros cuadrados. Eso ya requería cierta conciencia casi molecular de los cuerpos en el espacio y de esas combinaciones tonales que rápidamente nos empezaron a dar indicios de un elemento que nosotros buscábamos, que era una estructura familiar.

Pero, por otro lado, hay un referente histórico explícito y la voluntad de trabajar sobre un período muy concreto de la historia de Argentina.

Sabíamos desde un comienzo que íbamos a trabajar sobre la construcción de un grupo familiar de un momento histórico específico, que era el de las horas previas al 25 de mayo de 1910, el Centenario de la Patria, porque nos interesaba el recorte histórico y político de 1880 a principios del siglo pasado como el momento donde se dirimen las formas y los modelos económicos y políticos que rigen la formación del Estado argentino. Es una etapa de gran convocatoria en el plano imaginario, que sitúa la obra en el territorio mítico, fundacional, y permitía ese arrojamiento a ese mundo mitológico del pasado, muy simétrico al contemporáneo, donde la deuda, no sólo en términos de lo específico, de lo que se sabe, que es una deuda económica que nos condena por generaciones y generaciones a los argentinos de algo de lo que no nos beneficiamos y que no recibimos; sino en una situación más vasta, que sería la deuda en un sentido más metafísico y de cómo algo siempre parece deberse, y estar en un estado de deuda produce una debilidad permanente donde se van naturalizando conductas cada vez más horrorosas o se está dispuesto a cualquier cosa en aras de empezar a liberarse de esa especie de espada de Damocles fantasmal, que sería estar en deuda, ser deudor.

Una de las claves de tu teatro es el modo de interpretación. ¿Cómo se llega a eso?

Al no partir de la obra, no tener los personajes, y sobre todo, no tener plata que legalice el proyecto, el ensayo se convierte en un estallido cultural, en un intercambio pleno. La dirección trata entonces de establecer rápidamente un vaso comunicante de acuerdos que coloque la actuación en el estímulo de esa búsqueda poética de lo que es la actuación, que es como un grifo abierto de asociación inconsciente, promovedora de formas, donde dependerá del talento y de la poética del actor que esas formas adquieran verdad escénica, en el sentido de no reconocer ninguna otra paternidad ni ningún otro sentido que la aparición instantánea de momentos de goce escénico, teatral.

La teatralidad surge entonces del propio trabajo con el actor, antes de tener...

...el texto, claro. Y la lectura de Sánchez es importantísima. Primero, por la recuperación de un autor extraordinario y con el cual el teatro rioplatense es deudor, por el tipo de salto que produce y por el tipo de modificación de las características de la literatura dramática que propone, que además se sustrae del peligro que arrastra todo el teatro que intenta tener un discurso político o social de la época y posterior, y que sería el maniqueísmo o situaciones específicamente didácticas, donde se afirma con cierta ingenuidad que los buenos son buenos y que los malos son malos. Él complejiza esto enormemente; y aún los personajes que son moralmente condenables están humanizados, y uno siente que son parte de una maquinaria que los excede y que los obliga.

¿A qué te refieres con «maquinaria»?

A la maquinaria social, a la máquina de lo que se debe ser, de cómo el propio sistema arroja a aquellos que supuestamente pertenecen al sistema, y los masacra; lo que todo el mundo sabe que es el enunciado, el discurso de la honestidad basado en el robo, en la explotación, en la humillación absoluta que significa la explotación de unos hombres sobre otros, la pobreza y la naturalización de un sistema que promueve la acumulación estúpida de riquezas de unos y arroja a la mayoría a un estado de deshumanización total.

¿Esa reflexión sobre la Argentina de principios de siglo se podría aplicar en los mismos términos al presente histórico?

Claro, el comentario sobre una clase social degenerada que hay en la obra, la conciencia que tiene un personaje de pertenecer a una clase social degenerada, es la sensación de que se repite. Es muy simétrico el tiempo económico y político de 1880-1910 con lo que pasó en la década del '90: la Argentina se endeuda y ese dinero se reparte entre grupos familiares y económicos concentrados...

Resulta irónico que en mitad de esa familia surja la figura de un poeta anarquista, que luego resulta ser un empresario nacional para terminar siendo en realidad un actor.

Esa es una broma que se convierte en una excusa para seguir fundando un sentido. Igual que el joven anarquista y poeta y revolucionario, en realidad cree ser un empresario nacional porque sirve como mozo en casa de gente importante, es también un pensamiento sobre la peregrinación de la ideología de la clase obrera con aspiraciones burguesas o una disposición a cambiar de bando permanentemente, es decir, una visión no romántica del pueblo. No es que fuera anarquista, pero su forma de acceder es fundarse como un revolucionario dispuesto a quemar el mundo; después, es alguien que tiene una empresa de comidas; y después, en realidad, es un actor que actúa.

Esa clase alta mira con recelo a las masas obreras que ocupan las calles. ¿Se da ahí otro paralelismo con el momento actual de Argentina, sobre todo a partir de la crisis del 2001?

Ellos serían un sector venido a menos, de lo que sería ahora una clase media acomodada problematizada por la crisis económica. Y es una clase que tiene aspiraciones y enunciados humanísticos, pero todo el tiempo está abrumada por la conciencia del abismo de la pobreza, y tratando de parecerse y de hacer los deberes de los sectores dominantes. En 1909 están en la calle las manifestaciones anarquistas y obreras, como ahora están las manifestaciones piqueteras, y la clase media está preocupada porque le cortan el paso. El espacio público alterado de falta de comida, de ausencia de trabajo, el espacio público transgredido de manera permanente, no es pensado de esa manera; lo que es pensado es «bueno, que protesten, pero que no se los vea». Por eso también la obra habla de que lo que es insoportable del populacho es su falta de resignación, el no aceptar el lugar de muerte y de silencio en el que las clases dominantes colocan al pueblo. Por eso irrita. No solamente los piquetes irritan: irrita la música alta, las cumbias, los modales groseros... Pero no hay que ser ingenuo, no es un problema de modales, al poder le molesta porque no está decidida a silenciarse, porque intenta existir, intenta ocupar la calle, manifestarse.

En esa masa existe un elemento erótico, es un rasgo recurrente en tu teatro.

Yo creo enormemente que la actuación debe erotizar el trazo, debe erotizar el cuerpo en el sentido más religioso, sin otra fe que en uno mismo, donde el actor momentáneamente acrecienta tanto su yo mismo solo para desvanecerlo, para poder alejarse de él, entonces tiene que hacer un movimiento que está dado naturalmente en lo teatral, que es que se coloca como un objeto muy erotizado para la mirada.

¿Esa dimensión erótica estaría relacionada exclusivamente con lo teatral o puede tener una proyección política?

La dimensión política es natural en el teatro en la medida que el teatro crea una dimensión social en todo esto. Y esa conciencia de lo social momentáneo, donde hay una historia, narradores, circulación de ideas, hipótesis de afirmación de una cultura, etc., convierte el teatro naturalmente en político. Su forma constitutiva tiene formato político. Esto es independiente de la idea de que se piense en el teatro político, porque si el teatro cae en la política y pierde su carácter artístico, está obligado a afirmaciones de ideas y a acumulaciones de sentido que vienen necesariamente de la política y son contrarias al teatro y al arte. El teatro debe diluir esas cosas. Por supuesto que el campo crítico es esencial, porque si no hay campo crítico no hay una afirmación de la realidad. Eso que es dado en llamar la realidad también es una construcción, que es la dominante, y el teatro muestra cómo se puede construir. Por eso puede haber un teatro que sea afirmador de lo que es dado en llamar la realidad y sus valores, y un teatro que entra en campo crítico, que no debe poder tomar como rango de referencia lo que es dado en llamar lo real, porque está tomado como lo real; entonces tiene que crear un lenguaje poético que dé cuenta de esa opinión. En ese sentido, cada espectáculo es una discusión política y estética con lo real y con las formas de construcción de esa disciplina que es el teatro.

¿Cómo funciona el trabajo de director dentro de este modelo teatral?

La dirección funciona de manera distinta de como se conoce generalmente, porque está dentro de la escena, está hablando permanentemente y formulando permanentemente cambios y saltos y alteridades secuenciales de la improvisación, tratando de lograr intensidades, pescando situaciones posibles y tratando de intensificarlas para generar campos de fricción o campos de intercambio. Entonces el ensayo sirve como un campo de enorme discusión. Es un simulacro de un simulacro, porque la obra es una ilusión puesta allá adelante como una hipótesis en el desierto. El grupo es un grupo de expedicionarios perdidos por un territorio yermo, que solamente el goce y el atractivo de aquello que suceda en el ensayo y que no tenía otra legalidad que ese acuerdo [lo posibilita].

¿Por qué recurrir a la comedia de enredo para hacer todo esto? ¿Cuál es el atractivo de la risa, de lo cómico frente a otras estrategias escénicas?

Sería la marca de una clase improductiva, de una necesidad de cuidarse en relación a los gestos sociales y al mismo tiempo transgredir la moral de la manera más elemental; [la marca de] cierta actitud simpática que tenían que tener los personajes, o -por decirlo de una manera ingenua- querible, que aun los personajes más desgraciados te resultaran simpáticos, porque estamos hablando de nosotros, no de otros que no están en la sala, no estamos hablando de Menem, ni de Duhalde... Es la gran decisión de poder reírse de uno mismo, y de las taras de la clase a la cual uno pertenece, y en la cual uno se reconoce. La necesidad del humor era esencial porque, si no, podía parecer un costumbrismo viejo o la recuperación arqueológica de Sánchez. Y eso lo hace otro tipo de teatro que esteriliza a Sánchez y esteriliza la potencia de esa textualidad y desarrolla lenguajes de oficio para las salas oficiales, para directores mediocres que no tienen ninguna idea sobre lo teatral, aunque tengan idea del texto.

¿Cuál es el interés de la obra de Florencio Sánchez en la escena de hoy?

Hay que reconocerle el carácter de pionero a Sánchez, o de uno de los pioneros dentro del teatro argentino, que -como una especie de Strindberg argentino- interioriza de tal manera el conflicto, le da un carácter de tal nivel de complejidad que lo torna potente y estimulante situacionalmente. Eso también es una discusión con la modernidad y con algunas de las líneas modernas del teatro de Buenos Aires. Y por qué no decir con las vanguardias europeas, decadentes y manifiestamente exhaustas, apelando a mundos cada vez más abstractos, y entonces la verdadera abstracción del teatro -que es que alguien va a actuar, que va a producir un salto metafísico y va a generar emociones purgantes para su comunidad, y que es en la actuación donde se van a fundar las opiniones y las posibilidades de una cultura- no puede aparecer.

Uno de los problemas más discutidos del teatro actual surge del enfrentamiento con los textos dramáticos del pasado, de la dificultad de conjugar la creación de un lenguaje actoral propio con la expresión de un texto previo.

No digo que yo en este caso resuelva esos temas... pero son los temas contemporáneos en el mundo, no en Buenos Aires. En el mundo el teatro debe resolver algunos problemas que produce el relato, sin creer que va a ser tan fácil la solución como crear una serie de convenciones visuales, que generan otro relato, pero que se liberan de la carga pesada del encadenamiento de las palabras. No podrá pensar que van a ser las alteraciones secuenciales y el ordenamiento interno de las escenas y cierta complejidad en la verbalidad lo que va a dar la posibilidad de la aparición de un nuevo lenguaje. No será, por supuesto, la repetición académica de los modelos legitimados, ya sean de vanguardia o de teatro oficial, que es lo mismo, porque lo que pasa es que es diferente el formato, pero la problemática que representan es exactamente la misma: es un teatro absolutamente aburrido, sin ninguna voluntad de forma profunda y sin ninguna necesidad de afirmar intensamente algo. Y eso produce espectáculos donde los cuerpos quedan sometidos al texto o a las imágenes de la dirección, y no pueden hacer estallar lo que es la potencia, lo que genera y mantiene, lo que multiplica la posibilidad de lo teatral, que es el desarrollo profundo del relato de actuación, que es que hay alguien que actúa; y que eso tiene leyes que determinan todas las otras combinatorias.

La fuerte intensidad que generan esas actuaciones está ligada al uso de un espacio que subraya sus limitaciones, lo que a su vez puede explicar tus reticencias para mover tus obras por los escenarios del mundo.

Esa también es la locura de hacerlo en un lugar para treinta personas; y esa también es una elección, no es solamente una situación que me arroja a la marginalidad. ¿Cómo salir de un lugar que es tan estimulante teatralmente? ¿Cómo vas a abandonar los juegos que parece promoverte? ¿Cómo no vas a aprovechar la idea de friso?, porque los actores actúan en dos metros de verdad. Y también querés afirmar algo que se produce: vos entrás a un lugar que es una casa, donde hay un museo, y donde te llevan... Hay algo recoleto, privado. Tenés la sensación de que estás espiando una experiencia, por un lado, por lo físico (que no sería ninguna novedad, porque ya han pasado los años '60 donde se ha explorado todo lo referido al espacio). Eso no significa no aprovecharlo, y no ver que la utilización del espacio también es un criterio ideológico y político, cómo se coloca el teatro ante la comunidad. Es un ejercicio de vínculo con la actuación. Vos ves todo. No hay ninguna forma de que el actor esté cubierto o protegido por algo. Es una relación casi física con la actuación.

¿Crees que estas limitaciones espaciales, pero también económicas, potencian la creatividad?

No sé si la potencia, lo que hace es que uno esté dispuesto a no esperar a que alguien le dé el permiso para crear, que es lo que les pasa a los europeos, que están con una relación dependiente y adolescente con el estado, donde necesitan todo el tiempo la garantía de la existencia de algo, que no sea la pasión, que le dé legalidad, el subsidio, la subvención, etc. Ese es un problema serio, porque se empieza a tener dependencia de los medios, cuando en realidad el teatro se puede hacer con muy pocos medios. No es que yo aspire a morirme de hambre, pero si el estado no me legitima el lugar que yo creo tener, no me debo sorprender porque el estado torna ilegítimas cosas muchísimo más graves: acepta que la policía pueda seguir matando gente en la calle.

¿Entonces el modo de producción determinaría la ideología de un producto, también de un producto artístico?

En la producción del objeto artístico está presente la ideología y la visión del mundo. Difícilmente los lenguajes renovadores se hubieran provocado [en las instituciones], porque esos creadores hubieran hecho un teatro a las maneras tradicionales. Era en el seno de las experiencias grupales de ensayo donde se produjeron las aportaciones más singulares del siglo pasado. El teatro apuesta a lo intenso porque es claro lo parcial del vínculo, reivindica la totalidad porque está claro que nos vamos a abandonar. Como si fueran amantes desenfrenados, uno se junta un tiempo, pero no es para toda la vida, es en este tiempo; con lo cual, esta conciencia nos hace más intensos que si tuviéramos legalizado el vínculo por pertenecer a una institución llamada grupo, institución, o lo que sea.





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