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Historia, apocalipsis y distopía en la narrativa de Homero Aridjis

Javier Ordiz





Homero Aridjis es uno de los muchos escritores que se localizan en esa suerte de tierra de nadie un tanto confusa situada entre el llamado «boom» -lo cual en México equivale a decir Carlos Fuentes- y la llegada del «crack». La generación de Aridjis se vio profundamente marcada por la tragedia de Tlatelolco, un episodio que numerosos historiadores y sociólogos han considerado como un «parteaguas» que marca un antes y un después en la vida social y cultural del país, y que desde el punto de vista literario supuso en un primer momento la atenuación de los ensayos experimentales nacidos en la llamada «Generación de Medio Siglo» y el regreso a cauces artísticos más apegados al canon realista. La necesidad de dar cuenta de lo acaecido se traduce en primera instancia en la aparición de una corriente de denuncia de la realidad inmediata, que con el tiempo se encauzó hacia una reflexión más serena y profunda sobre las causas y los orígenes de una violencia que el episodio mencionado había revelado en toda su crueldad. Como señala Enrique Krauze, el 68 ejerció como auténtico «detonador de la curiosidad histórica» (23-24), que en las letras del país vino a sumarse y en ocasiones a confundirse con la corriente filosófíco-literaria de autoanálisis, de raíz psicoanalítica, nacida en los años 30 con Samuel Ramos y que había encontrado en El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz su principal obra de referencia.

Los primeros relatos de Aridjis se inscriben plenamente en este intento por desentrañar las claves histórico-culturales que determinaron el origen y el destino de Hispanoamérica en general y de México en particular, en una línea muy similar a la seguida por Carlos Fuentes en Terra Nostra (1975). En su periplo histórico, Aridjis recrea tanto la historia de la vieja Metrópoli imperial (El señor de los últimos días), (1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla) como la de los nuevos territorios americanos en los primeros momentos de la conquista (Memorias del nuevo mundo), en relatos que se encuentran formalmente alejados del experimentalismo y el afán totalizador de que había hecho gala el llamado «boom» y cuya factura clásica los diferencia claramente de la tendencia de época que Seymour Menton (1993) denominó «nueva novela histórica». Tanto 1492 como Memorias del nuevo mundo desarrollan una débil trama novelesca que sirve para engarzar diversas escenas que tienen como referente una realidad histórica que se encuentra sólidamente documentada. De hecho, en varias ocasiones distintas obras cronísticas funcionan como hipotexto que apenas es modificado o «recreado» imaginativamente por la mano del autor, de forma que la distancia entre la «trama» histórica que sirve de referente y el desarrollo discursivo del relato resulta con frecuencia inexistente. Esta fidelidad a las fuentes y el realismo de base que la acompaña se interrumpen no obstante en algunos casos con escenas que introducen de forma un tanto abrupta y no del todo justificada elementos de corte irreal o de contenido mitológico, como es el caso de las apariciones de Quintalbor en Memorias del Nuevo Mundo, una especie de «doble» fantasmagórico de Cortés, o de la historia de Gonzalo Dávila, que obtiene la máscara del dios del inframundo, Mictlantecuhtli, que le otorga poderes mágicos, y finalmente muere en sacrificio en las ceremonias del «fuego nuevo», que simbolizaban el cambio de ciclo en diversas culturas de Mesoamérica.

En 1492 el autor lleva a cabo un retrato fiel de la realidad de una España que en esas fechas finales del siglo XV se aprestaba a dar el salto hacia el Nuevo Mundo. Aridjis plasma en este relato la imagen de un país cuyos gobernantes se creían elegidos por la divinidad para erradicar el mundo de infieles y en nombre de esa misión trascendente practicaban las más crueles atrocidades. En el transcurso de la historia abundan las escenas de estética «feísta» que detallan los espectáculos públicos de la Inquisición, ceremonias no muy diferentes de ciertos rituales que se encontrarán más tarde los españoles en el Nuevo Mundo y que fueron esgrimidas como ejemplo de la brutalidad y el salvajismo de los indígenas por parte de aquéllos que pretendían justificar la conquista. Es clara la voluntad del narrador de emparentar ambos mundos cuando define estas prácticas inquisitoriales como «sacrificio humano» (228) y tilda de «sacerdotes sanguinarios» (228) a quienes las ofician.

Memorias del nuevo mundo se inicia en el momento en que termina la novela anterior, con su protagonista, Juan Cabezón, embarcado en la expedición colombina y que ya casi centenario refiere su periplo por tierras americanas, en el que va a ser testigo y partícipe de acontecimientos tan relevantes como la llegada de Colón a los nuevos territorios o la conquista de México. A lo largo de su aventura, el personaje advierte que el mundo al que ha viajado no difiere de forma sustancial del que ha dejado atrás: ambas sociedades viven dominadas por un Imperio implacable que ha hecho de la religión el motivo de su existencia y la ha convertido en el motor principal de sus acciones de gobierno. En consonancia con los relatos de corte histórico realizados en América, la imagen de la España del momento que ofrece Aridjis dista de ser positiva, pero el autor tampoco dibuja un panorama muy distinto al referirse a la sociedad y la cultura precolombinas. Lejos de esas visiones idealizadas o comprensivas que fueron habituales en las distintas generaciones de escritores mexicanos y de manera especial en la historiografía del país, el autor michoacano ve a la cultura azteca como «el mundo del sacrificio humano, el mundo de la muerte y de la mitología, un mundo muy distinto del mío» (Stauder 60).

Estas dos novelas tienen como principal objetivo indagar en los resortes últimos de la identidad de México a partir del análisis de los dos principales sustratos culturales que le dieron origen. Ni el intento ni las conclusiones que ofrece el autor son nuevos, ya que desde El laberinto de la soledad de Octavio Paz fueron varios los escritores e intelectuales del país que se acercaron, creo que con mayor fortuna y profundidad, a estudiar y analizar esta temática. Frente a la riqueza de matices que este asunto presenta en la obra de autores como Carlos Fuentes o Fernando del Paso, Aridjis prefiere hacer hincapié casi exclusivo en las similitudes aparentes de ambos imperios teocráticos, probablemente con el fin de explicar esos cimientos de intolerancia, violencia y muerte sobre los que se construyó el México mestizo, y que en fechas no muy lejanas se habían mostrado en toda su crudeza en el país. Como ha señalado el propio autor: «a veces hay un azteca que sale debajo de una máscara de civilización. Esto se podría observar en los policías y militares durante la masacre de los estudiantes en el 1968» (Stauder 61).

Los momentos históricos que recrean estos relatos participan de un carácter fronterizo con ribetes apocalípticos, en la medida en que suponen en final de una era y el inicio de un tiempo nuevo. La fecha clave es 1492, que según la conocida interpretación de Américo Castro de la que Aridjis participa, supuso el final de la larga etapa de convivencia religiosa y cultural en la península con la derrota de los árabes y la expulsión de los judíos, y el inicio de la aventura española en América, con la consiguiente desaparición de los antiguos imperios indígenas.

El Apocalipsis o el fin del ciclo se convierte en asunto central en una serie de relatos que abordan este tema desde distintas perspectivas. Dos novelas publicadas en 1993, El señor de los últimos días y La leyenda de los soles, participan igualmente de ese ambiente escatológico, aunque en cada una de ellas la base teórica y documental responda a tradiciones religiosas diferentes: en el primer caso el autor se ciñe a textos bíblicos, mientras que en el segundo las profecías aztecas sobre el fin del mundo dominan el argumento y el imaginario del relato.

El señor de los últimos días recrea el ambiente reinante en España a las puertas del primer milenio y especialmente en lo relativo a la convicción generalizada entre la población de hallarse en las proximidades del fin del mundo. Como señala Norman Cohn en su estudio de referencia obligada En pos del milenio, en la historia de las religiones, y de manera particular en la tradición occidental, el momento del Apocalipsis siempre fue interpretado como el fin de una era caracterizada por la maldad. Desde las profecías escatológicas de La Biblia hasta las heréticas de las múltiples sectas milenaristas surgidas en la Edad Media, se esperaba la nueva llegada del Mesías que habría de liberar al mundo de las huestes del demonio y que tras derrocar al Anticristo daría lugar a un nuevo tiempo que recrearía la perfección de los orígenes. Estas esperanzas apocalípticas se reavivaban cuando sucedía algún tipo de catástrofe, que se interpretaba invariablemente como un indicio del próximo fin del mundo. Al propio tiempo, a lo largo de la historia se vistió con la piel del Anticristo a personajes que en distintos momentos encarnaron la destrucción, el caos o la violencia. Los tiempos que precedieron al inicio del primer milenio de nuestra era fueron especialmente sensibles a este tipo de mensajes que advertían de indicios varios que presagiaban un final próximo. En este ambiente se desarrolla la acción de El señor de los últimos días, cuyo argumento central se articula en torno al enfrentamiento entre dos hermanos: el monje Alfonso de León, escriba del Monasterio de San Juan el Teólogo, y su gemelo, el temido guerrero musulmán Abd Allah, capitán de las tropas de Almanzor. El conflicto entre ambos representa en el fondo la historia de confrontación entre dos pueblos, dos culturas, y sobre todo dos religiones, que tendrá su continuidad años más tarde en la empresa española en América. La constante presencia de augurios y profecías diversas que dominan la atmósfera del relato, contribuyen a que esta guerra se interprete de forma simbólica como el definitivo enfrentamiento entre el Anticristo y las fuerzas del Bien. Aridjis se apoya en textos bíblicos procedentes principalmente de Juan, Mateo y Lucas, para trazar la escenografía central de este mundo en que cada fenómeno extraño se tiene como señal divina y en el que las huestes del Mal se encarnan en el rostro y la piel del enemigo árabe.

Si en algo se diferencia esta novela de Aridjis de otros relatos e incluso textos teóricos de tema similar es a la hora de relacionar la simbología del Anticristo con el maltrato al medio natural, un tema que como veremos será de gran importancia en la siguiente obra del escritor michoacano. Ya desde las primeras páginas del texto, el personaje-narrador Alfonso de León así lo afirma: «bajo el reinado del Inicuo, los santos y los justos serán perseguidos, los animales serán exterminados, los árboles del bosque serán cortados, las montañas serán desfiguradas, los lagos y los ríos fluirán envenenados, las ciudades se harán polutas y la Natura empezará a morir» (18). Más adelante señalará una de las características del Anticristo: «Él hablará de salvar la tierra, mientras quema los bosques, ensucia los aires y emponzoña las aguas [...]. A su paso los ríos se morirán, los árboles caerán, los donceles y las doncellas se marchitarán» (153).

Esta relación entre los mensajes apocalípticos y las ideas ecologistas se desarrolla con mayor amplitud en La leyenda de los soles, una obra que forma parte de los textos «futuristas» del autor, en donde éste rompe con los rígidos moldes de historiador que quizás le habían atenazado en exceso en sus relatos anteriores para, a partir de las premisas observadas en sus obras precedentes, dar rienda suelta a su imaginación a la hora de perfilar un porvenir en el que dibuja unas perspectivas muy poco halagüeñas no sólo para su país sino para la humanidad en su conjunto.

Son numerosos los ejemplos que nos ofrecen tanto la literatura como el cine de este tipo de historias de corte apocalíptico y tono catastrofista, que suelen funcionar como una suerte de advertencia para el futuro que toma sus puntos de referencia en una situación contemporánea al escritor. En textos clásicos del siglo XX, como La máquina del tiempo de Wells, la amenaza de una guerra servía de punto de partida para mostrar el devenir de un mundo destruido por la violencia humana, un tema que desarrolla Aridjis en El último Adán (1982), que comienza con esta frase que remeda el Génesis bíblico: «En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra» (135). En relatos posteriores, como La leyenda de los soles y ¿En quién piensas cuando haces el amor?, el autor ya relaciona directamente la destrucción del orbe con el maltrato al entorno natural, realizado al amparo de unos poderes públicos corruptos que actúan al servicio de un sistema económico regido por la deshumanización y el mero interés. Pocos años antes también Carlos Fuentes había tratado un tema similar en su novela Cristóbal Nonato (1987). La dinámica distópica se crea en estos textos entre el «tiempo de la escritura» que implica una visión negativa de un presente -la topía- con un sistema económico-político que está provocando un serio daño al medio ambiente, y su proyección hacia un futuro no muy lejano -el «tiempo de la historia» o distopía- en que Aridjis recrea de forma imaginaria el fin de la vida en el planeta y culpabiliza directamente a los poderes públicos por haber desoído las reiteradas llamadas de atención y no haber puesto remedio a tiempo a esa degradación de la naturaleza. No olvidemos que Homero Aridjis es un destacado militante ecologista en su país, y en su calidad de fundador y presidente del llamado «Grupo de los Cien» (Artistas e Intelectuales por el Medio Ambiente) ha encabezado numerosas campañas de protesta ante el gobierno mexicano por la actitud de diversas empresas que con sus actividades o sus proyectos implicaban un serio peligro ecológico. Su activismo en estos campos le valió un reconocimiento internacional en la ONU, pero por contra en su país se vio obligado durante un tiempo a necesitar escolta personal debido a las amenazas de muerte recibidas.

En La leyenda de los soles el autor utiliza los mitos escatológicos aztecas al servicio de sus convicciones ecologistas. Según las creencias nahuas el mundo había sido creado y destruido varias veces, y en cada uno de los ciclos un fenómeno natural había ayudado a la extinción de la vida sobre la tierra. En el momento actual se creía estar viviendo la era del «Quinto Sol» que, como las anteriores, también habría de tener un final, determinado en este caso por la acción de los terremotos. En las viejas leyendas, que recoge Sahagún en su Historia general de las cosas de Nueva España, se afirma que los tzitzimime, demonios de la oscuridad que venían a la tierra durante los eclipses y devoraban a la gente, se harían dueños del mundo como preludio del fin. En su novela Aridjis imagina una escenografía apocalíptica en la que los sucesivos temblores de tierra que van destruyendo paulatinamente a la ciudad se ven acompañados por la aparición de estos seres siniestros y algo grotescos, como se refleja en la siguiente descripción:

Bajo la luna tenebrosa, Bernarda Ramírez avistó a Mixcóatl, el jefe de los tzitzimime. La cabeza negra bicornuda se le perdía en la noche, la boca ancha peluda se le volvía un hocico-pico. Dos colmillos le brotaban de la mano derecha como protuberancias fuera de sitio, Su mano izquierda tenía un agujero con un ojo, por el que veía el mundo. Traía un pie embotado, el otro descalzo, garrudo. Tras colas peludas le salían por debajo de si tilma negra. Una tzitzímitl tetona lo sahumaba con un coralero negro. Él inhalaba el humo ceremonial.


(174)                


Estos instantes finales de muerte y destrucción, en los que también se hacen visibles las deidades más sanguinarias del viejo panteón azteca, se ven precedidos de abundantes descripciones que a lo largo del relato dejan constancia del grado de deterioro a que ha llegado el planeta debido al maltrato al medio ambiente. En la capital mexicana ha desaparecido todo vestigio natural, los árboles están pintados (29), cae una lluvia acida que ensucia el pelo y provoca tos (30) y el sol no puede salir en medio «de una nube de gases» (29).

El hilo central del relato nos sitúa en el año 2027 y narra el viaje que el sabio indígena Cristóbal Cuauhtli realiza desde el pasado para encargarle a Góngora que encuentre la hoja que le falta a un antiguo códice, robada en su día por Carlos Tezcatlipoca, y cuya recuperación es esencial para impedir el triunfo definitivo de las fuerzas de la oscuridad en el nuevo Sol que se avecina. Góngora, que desde entonces tendrá la extraña facultad de atravesar las paredes1, fracasará en su intento, aunque finalmente la muerte accidental del general abrirá la puerta a la esperanza.

La imaginería prehispánica se entremezcla en esta novela con el significado del Apocalipsis bíblico que, como señalaba anteriormente, interpreta el fin del mundo como una suerte de castigo a una humanidad que necesita una purificación y una renovación después de haber llegado a una situación límite y prácticamente insostenible. En la esencia del Apocalipsis cristiano el fin es también un principio, ya que de la muerte de ese mundo pecador y corrupto se sigue el nacimiento de una nueva era libre de los estigmas del pasado. En esta novela los representantes de esas fuerzas del Mal son el Presidente de la República, José Huitzilopochtli Urbina, y su no menos siniestro jefe de policía, el general Carlos Tezcatlipoca, trasunto claro de las dos deidades que en la tradición náhuatl siempre han aparecido contrapuestas a Quetzalcóatl, dios de las artes y la paz.

El antagonismo entre estas dos divinidades plantea en el fondo un tema similar al ya comentado en El señor de los últimos días: la confrontación entre fuerzas contrarias que en esencia escenifican el eterno duelo cósmico entre el Bien y el Mal, una lucha que Juan Herrero Cecilia y Monserrat Morales consideran el argumento básico de numerosos conflictos y figuraciones mitológicas:

Los dramas de los personajes míticos conectan, por lo tanto, con las inquietudes profundas de la sensibilidad vital y espiritual y contienen una dimensión de signo metafísico o de signo religioso. Los esquemas narrativos de esas historias imaginarias ponen en escena el enfrentamiento entre fuerzas antagónicas primordiales (teogonías, cosmogonías) de cuyo combate surgió el universo, la naturaleza y el hombre, o entre fuerzas y aspiraciones que entran en conflicto dentro del alma misma del individuo humano que debe dar una orientación al significado problemático de su destino y a su relación con el otro y el mundo.


(14-15)                


Este enfrentamiento entre «fuerzas primordiales» encuentra su más eficaz reflejo en los distintos sistemas mitológicos en el tema de «los hermanos enemigos», un argumento también reiterado en los relatos de Aridjis, y que en la cultura antigua del Valle de México tiene su más remoto referente en el simbolismo atribuido al águila y el jaguar, al que alude Cuauhtli en repetidas ocasiones en La leyenda de los soles. Tal y como refieren los textos antiguos, ambos tuvieron un destacado protagonismo en la creación del Quinto Sol, ceremonia llevada a cabo en Teotihuacan. Esta dualidad luz/oscuridad, blanco/negro, bien/mal, se encarna con el tiempo en el mundo náhuatl en las figuras enfrentadas de Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. El primero aparece siempre como ente benéfico, creador de la humanidad y defensor de una moral basada en la reflexión y la paz, y opuesta en consecuencia a prácticas rituales violentas como eran los sacrificios humanos. Como enemigo y contrario de Quetzalcóatl se perfila desde época temprana su hermano Tezcatlipoca, conocido como «el del espejo humeante» por el atributo que le caracterizaba en grabados y códices, asociado a los contenidos de maldad y oscuridad. La lucha de ambos principios opuestos en la cultura náhuatl es la historia de las sucesivas creaciones y destrucciones del mundo. Con el tiempo, el papel de Tezcatlipoca fue desplazado por otra divinidad que, traída originariamente por los pueblos nómadas que se instalaron en el Valle de México, adquirió especial protagonismo tras el episodio histórico conocido como «reforma de Tlacaélel»2: se trata de Huitzilopochtli, dios guerrero a la par que encarnación del sol en el cénit, que exigía la sangre humana y en consecuencia el sacrificio y la muerte como alimento, cuya simbología ha perdurado en el imaginario cultural latinoamericano como ejemplo de la violencia y la tiranía3. En el mundo azteca, la moral pacífica de Quetzalcóatl se enfrentará a la de su nuevo enemigo, cuya figura, como señala Laurette Sejourné, se va progresivamente identificando con la del antiguo antagonista Tezcatlipoca (182).

En La leyenda de los soles Aridjis caracteriza los dos principales personajes «negativos» con los atributos y el simbolismo de los opositores a Quetzalcóatl sin modificar siquiera su nombre original. El general Carlos Tezcatlipoca, apodado significativamente «el jaguar», viste enteramente de negro y habita en una casa siniestra y oscura cuyo mayor peligro, como le revela Cuauhtli a Góngora, son los espejos, en los que hay que evitar mirarse4. Tanto él como el presidente Huitzilopochtli hablan «el mismo lenguaje de la violencia» (26) y son los principales responsables del ambiente de muerte y destrucción que se vive en la ciudad. Frente a ellos se sitúa el emisario del pasado, Cuauhtli, relacionado con Quetzalcóatl (76), que encarga a Góngora la misión mencionada con el fin de evitar que la era futura sea la de «el Sol del Espejo Humeante» (40) y de manera significativa por lo que supone de seguimiento explícito del mito, la propia hermana del general, Natalia, activista de movimientos ecologistas, que acaba perdiendo la vida en uno de los ataques perpetrados por su violento enemigo.

En El señor de los últimos días el asunto del enfrentamiento fratricida se plantea desde el comienzo en la lucha entre Alfonso de León y Abd Allah que, como se ha visto, representan esferas éticas totalmente contrapuestas5. Aridjis incluso abunda más en este tema al introducir en el relato a una figura misteriosa, «roja, envuelta en un manto negro» (233), que libera de la cárcel al hereje Isidoro y le promete convertirlo en el nuevo Papa (239). Este personaje con poderes mágicos se identifica como Ahriman, nombre que se corresponde a la encarnación del Mal en la tradición persa, que se encuentra en eterna lucha con su hermano gemelo Ahura Mazda (u Ormuz). Al final de la historia, Alfonso de León hace también alusión al tema bíblico del cainismo, que plantea este conflicto en la cultura judeo-cristiana: «Yo Abel, que ha matado a Caín por milésima vez, mando que mi caballo, cubierto de negro, lo regalen a un hombre menguado y mezquino para que labre la tierra y saque de ella frutos con que regale a los pobres» (257).

Como se ha señalado, las «fuerzas del mal» aparecen estrechamente relacionadas en la narrativa de Aridjis con el maltrato al medio ambiente. De hecho, el verdadero protagonismo en La leyenda de los soles le corresponde a las extensas descripciones de un entorno cuya degradación, bajo el dominio de ese «Anticristo azteca», ha alcanzado ya límites intolerables. La amenaza de futuro que se apuntaba en El señor de los últimos días se ha cumplido, y en este relato el escritor michoacano imagina un porvenir caótico, donde los seres humanos habitan en un espacio oscuro y baldío:

Un olor nauseabundo flotaba en la ciudad, gatos perros, gorriones y ratas aparecieron muertos en las calles, en los sótanos, en los patios, en las azoteas y en las trastiendas. Los únicos que corrieron con puntual fetidez fueron los ríos de aguas negras y los basureros líquidos, reminiscencias viles de lo que un día fue la Venecia americana.


(19)                


La leyenda de los soles es la novela que más se acerca al asunto y simbolismo centrales de la poesía de Aridjis, donde los temas del desarraigo, la destrucción y la pérdida dominan la mayoría de las composiciones y los tópicos habituales en relación a la naturaleza pierden todo significado para transformarse en su antítesis. La tierra, antes símbolo de riqueza y abundancia, se encuentra hoy yerma, y el agua pura y cristalina que en el pasado inspiró a tantos poetas, se ha tornado en lluvia acida y en los cauces contaminados que describe en «ríos de poetas»:


El Tajo de Pessoa
el Nera de Pushkin,
el Sena de Apollinaire,
el Guadalquivir de García Lorca,
me hacen pensar en los ríos
entubados, pútridos, muertos
de esta ciudad que un día,
con sus naves hundidas,
se ahogará en su sed.


(2002: 659)                


Aridjis identifica con claridad la causa principal de esta situación, que no es otra que el individualismo emanado de un sistema económico y político que ha excluido de su atención todo aquello que no responde a sus particulares expectativas de progreso, supuesto crecimiento económico y rentabilidad más o menos inmediata. Los planes de Tezcatlipoca, una vez que consigue hacerse con la Presidencia de la República después de traicionar a Huitzilopochtli, son muy significativos al respecto, y consisten en abrir grandes avenidas urbanas, «levantar torres de cincuenta pisos» (159) y crear un gran centro comercial, «con boutiques de lujo, casas de bolsa de vidrio, pirámides mexicanas, pasajes peatonales y circuitos interiores» (160), todo ello por supuesto en medio de una absoluta ceguera ante la catastrófica realidad de su entorno. El «maligno» del siglo XXI se revela como un especulador urbano ajeno por completo al deterioro medioambiental.

El mismo panorama se presenta en ¿En quién piensas cuando haces el amor?, aunque en este caso la acción trascurre bajo parámetros más «realistas» y el autor recurre poco a la fantasía y al mito para hacer más hincapié en la responsabilidad de los políticos en esta situación. El escenario de la acción nos sitúa de nuevo en el año 2027 y en la misma Ciudad Moctezuma, una urbe hostil y caótica de la cual se ha desterrado todo vestigio natural:

Ciudad Moctezuma era una urdimbre interminable de calzadas, callejones y cruces, cuyo pavimento (palabra derivada del latín pavor) parecía siempre más negro y pegajoso que el asfalto con que estaba hecho [...]. En este dédalo singular, la vida vegetal y animal, y la vida cultural, habían sido casi exiliadas, las librerías, las bibliotecas, los jardines, las salas de conciertos y los teatros casi no existían.


(111)                


En medio de los inequívocos signos del Apocalipsis que se percibían en el relato anterior, el narrador dibuja el retrato de una sociedad que vive alienada por los espectáculos bidimensionales que le ofrece la televisión, donde los programas de sexo y violencia, auténticos realitys en los que el espectador puede participar, son los que cuentan con mayor éxito de audiencia. En la línea tradicional de la literatura distópica, la historia describe un futuro donde el mito del progreso se transforma en regresión histórica: «en pleno siglo XXI, los habitantes de Ciudad Moctezuma parecían estar viviendo una época anterior a la electricidad y al agua potable» (186). Si en la novela anterior Aridjis utilizaba el mito tradicional para elaborar su relato, en ésta especula sobre los alcances del llamado «mito social», que para él supone en realidad una forma de dominio y control del individuo por parte de los poderes políticos o fácticos6. La retórica oficial propagada por los medios de comunicación exalta el culto a la personalidad del presidente José Huitziloipochtli Urbina y reproduce eslóganes que hablan de la felicidad y el progreso de la nación, en un grotesco contrapunto con la realidad degradada que percibe el lector.

A pesar del panorama tan desalentador que ofrecen estos relatos, su conclusión deja sin embargo un camino abierto a la esperanza en un giro idealista, quizás algo forzado, en el que el amor triunfa sobre todos los males y penalidades. El reencuentro de los amantes separados por causas diversas es un tema reiterado en los relatos de Aridjis: es el caso de Juan Cabezón e Isabel en 1492 y Memorias del nuevo mundo, de Juan de Góngora y Bernarda en La leyenda de los soles o de Baltasar y la narradora «Yo» en ¿En quién piensas cuando haces el amor? Estas dos últimas obras especialmente se cierran con una suerte de «final feliz» en el que al encuentro amoroso le acompaña el inicio de un proceso de regeneración de la naturaleza7. En la línea de Octavio Paz, el amor se convierte en sentimiento y ceremonia cargada de un fuerte poder purificador y creativo y estrechamente relacionada con el poder genésico del sexo femenino.

La estrecha relación entre la naturaleza y los valores femeninos que establece Aridjis en su obra hunde sus raíces en las más antiguas creencias de la humanidad y, según Mircea Eliade, (124-127) constituye la base del extendido mito de la Tierra-Madre, que con distintos formatos argumentales se puede encontrar en todos los sistemas mitológicos. Este parentesco nos sitúa a su vez como posible perspectiva de comentario en la senda teórica de ciertas teorías ecofeministas que en los últimos tiempos están ofreciendo nuevas lecturas de textos contemporáneos. Como indica Nial Binns, los escritores que denuncian el deterioro ecológico dirigen su mirada con frecuencia a lo que consideran la perdida armonía del pasado, una suerte de «edad de oro» que muchos sitúan en las épocas anteriores al patriarcado, donde se tenía un respeto reverencial al medio natural que se perdió con la imposición del nuevo sistema androcéntrico. A partir de esta exclusión sufrida con el cambio de la dinámica histórica, la mujer y la naturaleza han compartido en el imaginario simbólico los valores de la regeneración y la vida y por ello, en un momento como el actual donde la denuncia sobre el deterioro medioambiental se ha convertido en un clamor universal, afloran en las creaciones artísticas las imágenes de las antiguas diosas relacionadas con una crítica a la sociedad contemporánea, entre las que destaca según Binns la figura de Gaia, «diosa prepatriarcal [...] cuya búsqueda corresponde no sólo a una nueva forma de combatir la tierra baldía y el caos de la vida (post) moderna, sino a una visión que culpabiliza a las estructuras sociales y religiosas del sistema patriarcal por el desequilibrio imperante» (94)8.

Esta cercanía entre mujer y naturaleza se percibe de manera especial en la obra de mayor calado «ecologista» de Aridjis, La leyenda de los soles, en el mencionado personaje de Natalia y de forma notoria en la escena final, donde la «diosa azul» que vive en el Iztaccíhuatl, inaugura un «tiempo nuevo» que recupera los valores perdidos del pasado. Carlos Villa Roiz ha analizado el significado profundo de esta divinidad, que relaciona con las viejas deidades prepatriarcales: «las tribus nahuatlatas, en especial la azteca, heredaron la simbología de Iztaccihuatl como la de un dios solar muerto, inactivo y poco a poco adoptaron su culto al contexto histórico patriarcal, dejándolo como una deidad blanca cuya gloria perteneció al pasado» (55). A su vez, el pájaro dorado que la mujer porta en sus manos parece ser una referencia al ave fénix, imagen tradicional del renacimiento y la nueva vida.

La obra literaria de Homero Aridjis se encuentra en resumen recorrida por una serie de temas u «obsesiones» que se plantean bajo diferentes perspectivas. En primera instancia, su narrativa propone un largo viaje a través de la historia de España e Hispanoamérica -en particular de México- que sirve para poner de relieve las raíces comunes de intolerancia política y religiosa que hermanaron a los dos ámbitos culturales que dieron origen a la nación mestiza de nuestros días, y donde probablemente pueda encontrarse la explicación a los estallidos de violencia que de forma periódica sacuden al país. La intención inicial del autor de centrar sus argumentos en momentos límites, que marcan de forma simultánea el fin y el inicio de un ciclo histórico, se acrecienta en los relatos que tratan abierta y directamente el tema del Apocalipsis, en los que aflora una simbología religiosa en su mayoría de tradición bíblica. Con el tiempo, la atención de Aridjis se desplaza de una forma más concreta y definida hacia la denuncia del maltrato al medio ambiente, un tema que en La leyenda de los soles se plantea bajo una perspectiva simbólica en la que cobran especial protagonismo los mitos y deidades procedentes de las antiguas culturas del Valle de México. Al tiempo, el autor abandona el estudio del pasado para centrarse en un sombrío ejercicio de imaginación del futuro que, en la línea de la tradición distópica, supone una llamada de advertencia al lector contemporáneo para corregir el rumbo de la historia antes de que sea demasiado tarde.






Bibliografía consultada

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