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Galigaï

Ricardo Gullón





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El retorno de Mauriac a la novela, marcado el año anterior por la publicación de Le Sagovin, se reafirma con la reciente aparición de esta Galigaï, importante por el comentario epilogal que la complementa.

Dejando para otra oportunidad la reseña de la novela, me contentaré ahora con exponer las ideas desarrolladas por Mauriac en esas páginas últimas, y no porque expliquen sus intenciones y aclaren puntos oscuros (pues tales aclaraciones revelan el propósito de forzar la mano al lector, obligándole a ver los hechos según el novelista los interpreta), sino porque constituyen un análisis penetrante y sincero de las razones que determinan la creación novelesca.

«Para un religioso -dice-, e incluso para un simple seglar, si es piadoso, escribir significa, ante todo, servir. Que el artista no tenga otro cuidado que el de pintar bien y bien iluminar su pintura,   —97→   como se lo proponía André Gide, es algo que a un apóstol le cuesta mucho trabajo comprender. El novelista -afirma- necesita estrechar el cerco a la realidad y rendirla, extrayendo de ella elementos sólo visibles para él y sólo valorizables para una mirada de artista. La circunstancia de que el testimonio así extraído no revele la presencia de Dios, o la revele parvamente y acaso por azar, se le reprocha al novelista, como si la culpa de tal ausencia le fuere imputable». Y Mauriac reconoce que, en su obra, la Gracia aflora cada vez menos: «Avaramente, en las últimas páginas del Sagovin. En Galigaï, para presentir que el destino de uno de mis personajes se orienta hacia Dios, será preciso esperar a la última frase, a la última palabra».

Aceptemos que cuando ese personaje, el joven Nicolás, que por amistad estuvo a punto de caer en las garras de Madame Agathe -la odiosa Galigaï, cuya voluntad se cree capaz de superar todos los obstáculos opuestos a su deseo-, se sienta a esperar en la sombra, lo que espera y desea es la presencia de Dios. Esta inquietud de última hora, de «última frase», si no altera la imagen del mundo trazada en anteriores páginas, sí abre al destino del personaje una vía nueva, un camino en la encrucijada oscura.

El problema planteado por Mauriac exige una respuesta clara ¿para qué exponer los vicios y debilidades del hombre en una obra de arte «que tiene en sí misma su propio fin», y que, por tanto, tiende a convertirse en un ídolo, al que todo debe supeditarse? Resumo los meandros del pensamiento mauriacesco para no alargar demasiado esta noticia; pero lo esencial queda dicho. Y no sin escrúpulo, no sin vacilación, recuerda que «la obra de arte sirve siempre en la medida precisamente en que no intenta servir», siquiera contrapesando este dictamen con la discutible afirmación de que «los seres vivos no se parecen nunca a nuestros personajes ficticios».

Aventurada opinión, digo, pues el examen de los «planetas» Balzac y Dostoyevski, citados por él, tal vez revelaría que no están habitados por el tipo de «monstruos» no-humanos que Mauriac supone. Mas dejemos ahí la cuestión y escuchemos la respuesta antes exigida: la novela no sirve para «hacernos penetrar útilmente en el conocimiento del hombre», pero nos informa sobre la intimidad del autor.

Valerosamente, Mauriac rechaza justificaciones posibles, pero insinceras, y se acoge a la única que considera razonable: «Es necesario que el cristiano, si es novelista, se resigne a no tener otra excusa que su vocación». Partiendo de aquí, podría intentarse un examen de su obra, cuyo sentido será más difícil de captar si nos aproximamos a ella suponiéndola creada desde otros estímulos. Y tal vez tenga razón en creer que la eficacia de su novelística está en razón directa de esa justificación vocacional, de la irresistible necesidad de creer un mundo amargo, torvo y dominado por el Mal, que «atestigue la culpabilidad del hombre ante la inocencia infinita de Dios, y como escribía, a propósito del Sagovin, R. M. Alberés: «Para oponer a la literatura metafísica, donde el hombre se queja de todo, una literatura psicológica, en la cual no se queja más que de sí mismo».





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