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Éxodo fatal de Antonio Machado

Enrique Cerdán Tato

Con sutileza, el profesor Manuel Tuñón de Lara develó el artificio de la lectura, fuera de contexto, de los conocidos versos de Machado: «Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón». Así se decora, «de buena o mala fe», el conformismo, la impotencia y la condena, en una u otra de esas dos Españas «irreconciliables, cerriles, que se acometen como gallos de pelea y, naturalmente, las dos despreciables, desde la altura de la élite». Mutilado el poema, el inmovilismo arroja la dialéctica en el saco de los desperdicios. Pero los cuatro primeros versos vuelven las cosas a su lugar: «Ya hay un español que quiere / vivir y a vivir empieza, / entre una España que muere / y otra España que bosteza». Luego el españolito en cuestión no es sino «la España que alborea», la «España de la rabia y de la idea», concluye Tuñón de Lara.

El 27 de enero de 1939, en medio de una multitud indefensa que huía por la cordillera bajo la lluvia, la nieve y las ametralladoras de la aviación fascista italiana, crucé, con mi familia, la frontera francesa por Le Perthus. El avance de las tropas golpistas y mercenarias del general Franco era ya imparable. Yo tenía algo más de siete años y llegué a Perpiñán con el tiempo justo de asistir al estreno de Blancanieves y los siete enanitos. Había iniciado mi precoz exilio, sin apenas percatarme, y era uno más de esos españolitos de la «España de la rabia y de la idea». Pero algunas horas después, y no muy lejos de allí, por Cerbère, Antonio Machado, con casi sesenta y cuatro años, también se refugiaba en Francia con su madre, su hermano José, su cuñada Matea y algunos amigos. Llegó con el tiempo justo de agonizar en Colliure el 22 de febrero. Sin apenas percatarse, todo Antonio Machado era ya historia.

Respecto a su ideario político, es evidente que los dramáticos acontecimientos que convulsionaron España, fundamentalmente la Guerra Civil, estimularon su compromiso con la realidad y empujaron su evolución ideológica de un republicanismo burgués hereditario a una posición socialista. Aurora de Albornoz apuntaba: «Digo posición socialista. No me refiero a partido, ya que Machado -lo manifestó en varias ocasiones- no perteneció a ninguno». Pero resulta tan perverso como ocioso que, desde una crítica sumisa al régimen dictatorial, se pretendiera desacreditar la estética literaria y la integridad intelectual del poeta, remitiendo sus actuaciones y sus escritos de los últimos tiempos, al cuadro clínico de una prematura patología senil. Son muchos y solventes los testimonios que pulverizan tan turbias intenciones. Ricardo Gullón afirma: «Pero sería injusto aludir a decadencia cuando en la elegía a García Lorca (1937) consigue uno de sus poemas más plásticos e impresionistas [...] En cualquier caso, los poemas de juventud no deberán ser considerados técnicamente inferiores a los de madurez, ni al contrario». Y el escritor y amigo, ya desaparecido, Juan Gil-Albert, recuerda sus visitas a Villa Amparo, en Rocafort, cuando Valencia era capital de la República, y cómo Machado accedió a presidir, con sus colaboraciones, cada entrega mensual de Hora de España, «y así ocurrió desde el primer número al último». Aun cansado, enfermo, profundamente abatido por la tragedia, se mantuvo, hasta el último momento, laborioso y lúcido.

Tanto el análisis de la obra como la evocación de su autor, nos facilitan información de los embates que sufrió Antonio Machado, durante los años de la contienda, y aun antes, en el reaccionario «bienio negro» republicano. Pero, no obstante, entregó caudalosamente su lealtad y su fervor a un sistema con el que se había identificado. Recordando la proclamación de la Segunda República española el 14 de abril de 1931, exclamará: «Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia». Poeta arraigado en la tierra y en sus gentes, elige en conciencia -y su elección es un acto de compromiso cívico- aquello que registra en el pulso de la historia. Sin duda, influyen en su actitud el viejo republicanismo familiar, su educación en la Institución Libre de Enseñanza -donde «tuve por maestros a Giner de los Ríos, Cossío y Salmerón»- y las experiencias personales adquiridas en un proceso que se encresparía con la posibilidad real de la guerra. Una postura que lo afirmaría no tanto como político, sino como intelectual que indaga la naturaleza de su tiempo, y la expresaría a través de Juan de Mairena, su irónico alter ego, que tantas lecciones dictó desde la cátedra del libro y del periódico. Si como concluye el profesor Allison Peers, la nota característica y genérica de la poesía machadiana es su atenta mirada hacia el futuro, en una época de zozobras, el presente protagoniza y urge una activa participación. «Para salvar la nueva Epifanía / hay que acudir, ya es hora, / con el hacha y el fuego al nuevo día». Y Antonio Machado acudió con puntualidad: «De ser un espectador de la política, he pasado bruscamente a ser un actor apasionado».

Muchas de las claves de la problemática española se revelan en la Gran Guerra. El gobierno Dato declara la neutralidad, pero la conflagración define comportamientos y posiciones ideológicas, y propicia una especulación desorbitada, con el subsiguiente desarrollo de ciertos sectores de la producción -siderurgia, papel, navieras, carbón-, que abisman las diferencias entre los beneficios del capital y las rentas salariales. Y es entonces cuando, al parecer por vez primera, Machado firma un documento político. Se trata de un manifiesto de adhesión a las naciones aliadas, y lo suscriben también, entre otros, Américo Castro, Ortega Gasset, Menéndez Pidal, Marañón, Fernando de los Ríos, Miguel de Unamuno, Valle-Inclán, Azaña, Araquistain, Azorín, Pérez Galdós y Pérez de Ayala. La aliadofilia de Machado se fundamenta en la identificación de la causa de las potencias aliadas con la defensa de la democracia y del progreso, e incluso de las clases populares, en la línea del dictamen aprobado mayoritariamente en el X Congreso del Partido Socialista Obrero Español (octubre de 1915).

De la actitud de Antonio Machado frente a tan lamentables circunstancias, nos informan no sólo sus poemas y sus textos en prosa, sino su correspondencia con Unamuno: «Esta guerra me parece tan trágica y terrible como falta de nobleza y de belleza ideal. Después de ella tendremos que rectificar algo más que conceptos; sentimientos que nos parecían santos y que son, en realidad, criminales e inhumanos. Yo empiezo a dudar de la santidad del patriotismo» (Baeza, 31 de diciembre de 1914). Y mucho después, en enero de 1929, cuando aún el rector de Salamanca permanecía en el exilio, le escribe: «De política, acaso sepa usted desde ahí, más que nosotros, los que vivimos en España. Aquí, en apariencia al menos, no pasa nada. Las gentes parecen satisfechas de haber nacido. Nadie piensa en el mañana. Para muchos una caída en cuatro pies tiene el grave peligro de encontrar demasiado cómoda la postura».

Pablo Iglesias, con sus «palabras encendidas», hizo reflexionar al poeta y muy probablemente le sugirió algunas de las más esclarecidas conclusiones que, años más tarde, expondrá en Desde el mirador de la guerra. Pero en mayo de 1918, Machado participa en una manifestación de solidaridad y pro amnistía a favor de los presos encarcelados por razones sociales y políticas, cuando, tras la huelga de los ferroviarios de Valencia, el movimiento reivindicativo y luego ya insurreccional, se extendió por gran parte del país. Si en su evocación del dirigente obrero, Antonio Machado insinúa una aproximación a la ideología de la vanguardia del pueblo, él mismo confiesa que aún se le escapan las formulaciones marxistas. En su discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas, el primero de mayo de 1937, dice con toda honestidad: «Mi pensamiento no ha seguido la ruta que desciende de Hegel a Carlos Marx. Tal vez porque soy demasiado romántico, por el influjo, acaso, de una educación demasiado idealista, me falta simpatía por la idea central del marxismo: me resisto a creer que el factor económico, cuya enorme importancia no desconozco, sea el más esencial de la vida humana y el gran motor de la historia». No obstante, el autor de Campos de Castilla saluda con alborozo la Revolución de Octubre y colabora decididamente con las fuerzas del socialismo científico, por cuanto ofrecen «una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad de los medios concedidos a todos para realizarlo, y en la abolición de los privilegios de clase».

Poco después del pronunciamiento militar y ya en plena guerra civil, en noviembre de 1936, León Felipe y Rafael Alberti le aconsejan que abandone un Madrid bajo las bombas. El Quinto Regimiento se encargará de trasladarlo, con toda su familia, excepto su hermano Manuel, a las cercanías de Valencia. Difícilmente se avino Antonio Machado a dejar -ya para siempre, como intuyó- aquel «rompeolas de todas las Españas». «¡Madrid, Madrid! ¡Qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas» (según nota del profesor Oreste Macrì, en Poesías completas, Madrid, 1989, «rompeolas de todas las Españas»está modelado sobre el verso de Rubén Darío, se conocieron en París, «rompeolas de las eternidades»). Y así comenzó el último éxodo del poeta que había de conducirlo al destierro y a la muerte.

El primero se inicia en Soria y termina en Madrid, después de ejercer la docencia sucesivamente en Baeza (Jaén) y en Segovia: es «el tríptico del país lírico machadiano», entre la angustia por la pérdida de su joven esposa Leonor y el deslumbramiento de la ilusoria y enigmática criatura Guiomar (cuya identidad real corresponde a Pilar Valderrama, según las investigaciones de Ruiz de Conde y José Luis Cano, y el testimonio de Oreste Macrì), que tanto impulsó la obra poética y teatral de Antonio Machado. Periodo éste al que se adscriben Soledades (1899- 1907), Campos de Castilla (1907-1917), Nuevas canciones (1917-1930), segundo Cancionero apócrifo (1924-1936) y Juan de Mairena (1934-1936). Desde 1932, Antonio Machado desempeña su cátedra de francés en Madrid. Se adhiere al Comité Mundial de escritores por la Defensa de la Cultura, condena la invasión fascista de Etiopía, y cuando comienza la incivil contienda, en julio del 36, pone su fidelidad al servicio de la República y de la causa popular; ni siquiera acepta la invitación a impartir literatura española en Oxford: «La única moneda con la cual podemos pagar lo que debemos a nuestro pueblo es la vida». En Valencia trabaja incesantemente y se fuma un cigarrillo tras otro, mientras escribe versos, artículos, folletos, o recibe, en Villa Amparo, a jóvenes escritores y a notables hispanistas como Fëdor Kelyn. Lo nombran presidente de la Casa de la Cultura y copreside, en el Ayuntamiento valenciano, junto a André Malraux, Pablo Neruda, Alexei Tolstoi y otros, la inauguración del Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en julio de 1937. Están presentes en aquel acto el presidente del Consejo de la República, doctor Juan Negrín, varios ministros y los delegados de los países acreditados, entre ellos, los de Cuba, Juan Marinello, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y Félix Pita Rodríguez. A Marinello le dirigió un autógrafo: «Saludo a Cuba», en el que dice: «[...] entre estas voces, la de Cuba alcanza una resonancia inconfundible en nuestro corazón, que ella nos alienta y conforta, que ella es compensación de muchos silencios, consuelo de muchas amarguras». En el curso de las diversas sesiones congresuales se leerá una ponencia colectiva, entre cuyos autores figuran Miguel Hernández, Ángel Gaos, Arturo Serrano Plaja, Juan Gil-Albert, Herrera Petete, Emilio Prados, Sánchez Barbudo y Ramón Gaya. También asiste el escritor y profesor de Denia (Alicante), y por entonces capitán, Juan Chabás, quien moriría en La Habana, en una casa de El Vedado, perseguido por los sicarios del dictador Fulgencio Batista, el 29 de octubre de 1954, curiosa y precisamente cuando este cronista soportaba el primer interrogatorio de los agentes de la brigada político-social del dictador Francisco Franco.

En 1937, Antonio Machado publica su último libro: La guerra, prosas y poemas de exaltación y de execración. Año inflamado de combatividad lírica y militante alumbrará además Viento del pueblo, de Miguel Hernández, España en el corazón, de Pablo Neruda, y España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo.

De Valencia, el éxodo arrastra al poeta a Barcelona, en abril de 1938. Pese a las condiciones precarias, Antonio Machado no cesa en su trabajo de escritor, de poeta, de comentarista político. En el diario La Vanguardia aparecen puntualmente sus crónicas, bajo un epígrafe genérico: «Desde el tirador de la guerra». Y, por fin, el definitivo y penoso trayecto que lo depositará en Colliure, hasta su muerte, unos días después, el 22 de febrero de 1939, intactas su dignidad, su decencia, su honestidad, su lucidez, su lealtad a unos propósitos y unos principios. Muy cerca de allí, en Perpiñán, a aquellas horas, el niño que yo era probablemente jugaba a las canicas. Y al otro lado de los Pirineos, había un estruendo de sables y una desolación de ideas.